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Las dos y cuarto. Estaban todos presentes, salvo Littman, en el mismo despacho de la primera planta con vistas a la calle: Lassiter, Riehl, Metz, Oliver, Miller y Roth. Littman aún estaba en la universidad, aparcado en el exterior, al otro lado de la calle, vigilando por si salía Robey.
Lassiter dirigía la reunión. Hacía preguntas y las repetía hasta que consideraba que había sacado todas las respuestas posibles. Quería saber del decano Edgewood, lo que había dicho la patinadora, y ambos corroboraban la imagen de Robey como un solitario, un hombre de pocas palabras.
—Estos personajes… —dijo— siempre son tipos tranquilos, solitarios.
Quería saber el tono exacto y específico de la conversación de Miller en el café. Hizo una pausa tras cada respuesta, tomó notas, planteó las mismas preguntas de diferente manera y, tras una hora, o quizá más, se levantó de su silla y se puso a pasear por el despacho.
—Tenías razón —le dijo a Miller—. Mejor no arrestarlo todavía. Littman está en el Mount Vernon y contactará con nosotros en cuanto aparezca Robey. Ha almorzado dentro, ¿verdad?
Riehl asintió.
—Yo he entrado un par de veces y he recorrido los pasillos. El decano estaba muy agitado; no le gusta que estemos en el campus. Robey ha dado su clase y, como ha dicho, no ha salido a almorzar. Tienen una cantina dentro para estudiantes y profesores. Suponemos que ha comido ahí.
—O que no almuerza —apuntó Metz.
—Así que tenemos una coartada para la hora de la muerte de Catherine Sheridan que no se aguanta. Eso lo único que significa es que no ha querido decirnos dónde estaba el sábado por la tarde.
—En Columbia, dándole una paliza de muerte a la pobre desgraciada —propuso Oliver—. Es nuestro hombre. Es ese cabrón, os lo digo yo. Hay algo en él que no me gusta.
—Qué curioso —dijo Roth—, porque él ha dicho lo mismo de ti.
—Vale, vale —intervino Lassiter—. No vamos a hacer suposiciones, ni a establecer conclusiones precipitadas. Que no quiera contarnos dónde va un sábado por la tarde no le convierte en Hannibal Lecter.
—Pero le gustan las patinadoras guapas —dijo Metz.
—¿Y a quién no le gustan las patinadoras guapas? —protestó Oliver.
—Ya está bien de chorradas, listillos —dijo Lassiter—. Tenemos una oportunidad con este tipo. Puede que sea alguien, o que no sea nadie, pero si la cagamos, no solo no tendremos una segunda oportunidad, sino que además nos caerá una buena por parte de Asuntos Internos por acoso. Si vamos a por él sin tener nada en que apoyarnos, estamos jodidos. —Lassiter hizo una breve pausa—. La cuestión es esta: Miller…, ¿crees que podrás hacer que hable contigo otra vez? ¿Podrías dejarle caer que hay alguna duda sobre su paradero esa tarde?
—Puedo intentarlo, claro.
—Vale, pues lo hacemos así. Miller y Roth…, id a buscarle a la facultad cuando haya acabado. Os lo lleváis a algún local con gente, a una cafetería o lo que sea. Le preguntáis si no le importaría responder a un par de preguntas más. Le dejáis caer que habéis tenido algún problema para comprobar su coartada, que Brentwood estaba cerrado el sábado, y si vuelve a contaros una milonga le decís que tenemos más de una foto suya con la tal Sheridan. Valorad su reacción a lo de la coartada antes de jugaros la segunda baza. Quiero que vayáis poco a poco. No quiero que le enseñéis todas las cartas antes de que él mueva ficha, ¿vale? Si le arrestamos sin tener nada en su contra, en menos de doce horas habrá venido un abogado a sacarlo, y nos encontraremos en la oficina de Asuntos Internos respondiendo por la demanda que nos habrá puesto. Antes se ha mostrado dispuesto a hablar. Si resulta que tenemos algo, quiero que su arresto sea a prueba de bombas. ¿Entendido?
Miller y los otros emitieron un murmullo de asentimiento.
—Littman se puede quedar en el campus. Miller, Roth…, id hasta allí y esperad a Robey. Vosotros —dijo, señalando a Metz y Oliver— id a echar un vistazo a Homicidios, por si hay algo nuevo en el caso de Natasha Joyce. Si podéis ayudar en algo, hacedlo, pero no os lieis con nada para lo que tengáis que salir de la ciudad. Necesito teneros localizables por si esto va a alguna parte.
Todos se pusieron en pie a la vez y se dirigieron a la puerta. Lassiter le hizo un gesto a Miller y le pidió que se quedara un momento con Roth.
—¿Qué os parece lo de este tipo? —preguntó.
Miller se sentó.
—No lo tengo claro —dijo—. Y eso es lo raro. Este tipo… parecía estar absolutamente tranquilo todo el rato. Lo llevaba muy bien, como si no le preocupara que fuéramos a por él.
—¿Y eso qué significa?
—Pues que no tiene nada que esconder, o que lo tiene todo y se le da muy bien.
—¿Y tú qué dirías?
—No lo sé. La verdad es que no lo sé. Normalmente la gente transmite una sensación, tanto si son culpables como si no. Como aquello del año pasado, el caso de la universitaria que se ahogó en la piscina. Pero este tipo…, John Robey…
—¿Por qué narices me suena ese nombre? —preguntó Lassiter.
—Atrapa un ladrón —intervino Roth—. La película de Cary Grant. Su personaje se llama John Robie…, el mismo nombre, pero escrito diferente.
—Tienes razón. —Lassiter sonrió—. De eso me suena. Vi esa película con mi esposa cuando empezábamos a salir. En fin, ¿qué decías?
—Pues eso, que en este caso no sé decirle. Mi primera impresión es que no, que no es nuestro hombre. Pero cuanto más pienso en él, más quiero que lo sea.
Lassiter frunció el ceño.
—A lo mejor no es más que mi frustración. Sé lo importante que es acabar con esto.
—Razón de más para no joder la investigación antes de que arranque —respondió Lassiter—. Quiero una orden de registro para la casa de este tipo. Quiero empezar a remover toda la mierda que pueda esconder, pero necesito algo concreto que respalde nuestra acusación. No quiero que algún niñato recién salido de la facultad de derecho acabe con nosotros antes de que nos demos cuenta.
—Le trataré muy bien —dijo Miller—. Le trataré tan bien que pensará que es su cumpleaños.
Lassiter se puso en pie.
—Otra cosa… Sé que no habéis tenido un respiro con esto. ¿Cuándo fue la última vez que tuvisteis tiempo libre?
—¿Yo? —dijo Miller—. No lo sé…, hace un par de semanas, quizás.
—¿Y tú?
Roth se encogió de hombros.
—Vi a los niños hace un par de noches, creo. Hace un tiempo.
—Entiendo la situación, creedme. Sé que estáis cabreados por la falta de resultados, pero sois los mejores hombres que tengo para el caso. No puedo enviar a nadie más a hablar con este tipo, ¿entendéis?
—No pasa nada —respondió Miller, levantando la mano—. Yo también quiero acabar con esto.
—Cuando todo esto acabe, me encargaré de que tengáis unos días, quizás una semana o algo así.
—Se agradece —dijo Roth—. Mi mujer estará encantada cuando se lo cuente.
—Venga, pues. Id a ver a John Robey y descubrid por qué os ha mentido en vuestra primera cita.
Cuando llegaron al Mount Vernon College eran casi las cuatro. John Robey salió por la puerta del edificio principal a las cuatro y veinte. Llevaba su maletín, y bajo el brazo izquierdo sostenía unos cuantos cuadernos, posiblemente deberes de sus alumnos para leer en casa.
Miller se le acercó, y cuando Robey levantó la vista y lo vio allí, puso una expresión que no decía nada en absoluto. Una vez más, daba la impresión de que no había nada que pudiera sorprenderle, y Miller pensó de nuevo en la frase que había usado, la de la borrasca que no se convertía en tormenta.
John Robey se detuvo en la escalinata; sonrió, ladeó la cabeza y cuando tuvo a Miller lo suficientemente cerca, dijo:
—Inspector Miller… Qué pronto.
Y Robert Miller, sorprendido por la actitud aparentemente despreocupada de aquel hombre, no supo qué decir, así que no dijo nada.