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—¿McCullough? Claro que me acuerdo de McCullough.

El sargento Stephen Tannahill, del Distrito Siete, estaba sentado en un despacho por detrás de la sala de reuniones de la comisaría, con Roth y Metz frente a él, del otro lado de una mesa ovalada y con una ventana a su derecha que daba al cruce de Randolph Place y la Primera. Tannahill tenía el mismo aspecto apagado que Oliver, Riehl, Feshbach e incluso Lassiter. Había algo en sus ojos que dejaba claro que llevaba demasiados años dedicándose a aquello como para considerar siquiera la posibilidad de hacer algo diferente. Aquella sombra no era exclusiva de los policías, pero a ellos les parecía que se la ganaban más a pulso, y la llevaban con mayor orgullo. Metz y Roth habían llegado justo en el momento en que Tannahill se iba a marchar, pero la disposición con la que aceptó hablar con ellos hacía pensar que tampoco tenía demasiadas ganas de volver a casa. Quizá no hubiera nadie esperándole. O quizá sí hubiera una mujer, alguien que no reconocía ya al hombre con quien se había casado y que lo dejaba bien claro, en silencio pero con todas sus fuerzas. Había parejas que llevaban unas vidas extrañas y desconectadas entre sí. Roth lo veía a menudo, y aquello siempre le recordaba la buena suerte que había tenido al contar con Amanda y los chicos, que siempre esperaban su regreso. La calidad de vida de muchas de las personas que había conocido en diferentes comisarías no era mejor que la de la gran mayoría de las personas que se pasan la vida investigando, buscando y deteniendo a gente. Era algo triste, pero cierto.

—¿Decís que habéis hablado con Bill Young? —preguntó Tannahill.

Era un hombre bajo, no mediría más de metro setenta, pero era ancho de hombros y tenía una cintura fina. Era de los que, aunque se pongan un traje nuevo, siguen pareciendo polis o, como mucho, porteros o convictos de permiso para un funeral.

—Hemos hablado con Bill, sí.

Tannahill asintió como si recordara algo poco a poco.

—¿Está bien?

Roth se encogió de hombros.

—Todo lo bien que puede estar. Ya sabes…

—Menuda tragedia, el pobre hombre. El tío era un oficial cojonudo. Una bestia. Un policía de cojones.

Roth no dijo nada. Tannahill había iniciado un monólogo, y le pareció que más valía no interrumpir. Tannahill se sumió en sus pensamientos un poco más y cuando regresó les sonrió, primero a Roth y luego a Metz.

—Entonces, vosotros sois los que estáis con el caso del cabrón ese de la cinta.

—Pues sí —respondió Metz.

—Pues os ha caído una buena, ¿no? —Se rio—. ¿Y ahora vais a por McCullough?

—Tenemos que verle, sí —dijo Roth—. Estuvo aquí en 2001…

—Por muy poco tiempo —dijo Tannahill—. Tenía que venir otro tipo. Yo entonces era el último mono, un agente más, carne de cañón. Me hicieron sargento a mediados de 2003. Conocí al tipo que se fue a Port Orchard, un tal Hayes, Danny Hayes. Su mujer se quedó embarazada de gemelos. Hubo algún problema. Algo fue mal. Ella quería mudarse cerca de sus padres, en Port Orchard, y acordaron el traslado de Danny. Se suponía que tenía que venir un tipo del Nueve a sustituirlo, pero nos vino McCullough en su lugar.

—¿Recuerdas de dónde vino? —preguntó Metz.

Tannahill meneó la cabeza.

—Nunca lo dijo. Y yo nunca se lo pregunté. McCullough no era de esos tipos con los que te apetece socializar.

—¿Y eso? —dijo Roth, frunciendo el ceño.

—Yo no sé de dónde vino. De Antivicio, quizás. O de Narcóticos. Un tipo complicado. Realmente complicado. —Tannahill sonrió sarcástico—. ¿Nunca os habéis encontrado a alguien así, que parece que ha perdido un tornillo pero que aun así hace su trabajo, que puede organizar buenos golpes?

Roth asintió.

—Pues McCullough era de esos. En el mundo normal te lo llevarías a un lugar tranquilo para asegurarte de que no hiciera daño a nadie; cartulinas y ceras de colores, ¿sabéis? Pero por lo que yo sé tenía un buen historial, y cuando dio aquel golpe, en septiembre, todo el mundo se volvió loco diciendo que el tío era un héroe. Yo no sabía muy bien qué pensar de él. Para mí el tipo era demasiado intenso.

—¿Fue el golpe de la coca? —preguntó Metz.

—Sí, y era de buenísima calidad.

—¿Y desapareció del almacén de pruebas?

—En un suspiro —dijo Tannahill—. Al momento tuvimos a Asuntos Internos metidos por todas partes. Interrogaron a McCullough, pero el tío se podía zampar a tres o cuatro de esos tipos de Asuntos Internos de aperitivo y seguiría con hambre a la hora de comer. Era todo un circo de narices. Lo que pasó realmente nadie lo sabe. No empapelaron a nadie porque no había nadie a quien empapelar. El tipo del almacén de pruebas era absolutamente de fiar; llevaba en el puesto trescientos años. Desde luego se trataba de una cocaína fantasma.

—¿Crees que se la llevó el propio McCullough? —preguntó Roth.

—Claro que sí —respondió Tannahill sin dudarlo—. No me sorprendería que el tipo hubiera entrado en el almacén y que se hubiera llevado de la bolsa tranquilamente.

—¿Tú crees que consumía?

—Yo no creo nada. Si se metía, si estaba loco, si trapicheaba, si tenía un negocio propio de mercancía robada… Yo qué sé, no tengo ni idea. Lo único que sé es que aquel jaleo se acabó cuando desapareció la coca, los de Asuntos Internos llegaron y se fueron como un vendaval, y luego todo estuvo tranquilo hasta octubre.

—La redada antidroga —dijo Roth.

—¿Redada? —respondió Tannahill, sonriendo—. ¿Quién dice que fuera una redada? Fue un auténtico fiasco. El confidente acabó muerto, McCullough quedó herido. Quienquiera que fuera al que iban buscando se escapó…

—¿Estás diciendo que no era una redada? —dijo Metz—. ¿McCullough fue solo?

—Claro que sí.

—Pero eso no es lo que dice la prensa…

—El departamento de relaciones públicas —le corrigió Tannahill—. Una redada fallida queda muchísimo mejor que un poli renegado y su confidente que intentan cambiar el mundo por su cuenta.

Roth guardó silencio un momento, intentando asimilar aquello.

—McCullough estaba de vuelta de todo, ¿sabéis? —prosiguió Tannahill—. Después de lo de septiembre empezó a cagarla. Llegaba tarde cada dos por tres. Bill Young le cantó las cuarenta más veces de las que puedo recordar. Por lo que yo sé, Young estaba planteándose emprender acciones disciplinarias, y entonces fue cuando nos llegó el soplo de que McCullough estaba preparando otro golpe como el de septiembre, solo que esta vez mucho mayor. Todo el mundo se preparaba para algún tipo de reunión para planificar la operación…, todos estábamos a punto, y de pronto nos enteramos de que McCullough había ido por su cuenta con un tipo negro, que el negro había muerto y que McCullough volvía a estar en el punto de mira de Asuntos Internos y Dios sabe de quién más…

—Pero Asuntos Internos no tuvo ocasión de investigar a fondo, o eso es lo que entendí de lo que me dijo Bill Young —objetó Roth.

—McCullough se esfumó, como la coca de septiembre. Desapareció, nunca más se supo de él.

Roth se calló. Miró a Metz, absolutamente inexpresivo. Tannahill se encogió de hombros.

—En realidad eso es todo —dijo por fin—. No sé qué más puedo deciros.

—Una cosa —observó Roth—. No hemos podido encontrar ninguna foto suya. El carné que usó para abrir una cuenta bancaria era de los antiguos, sin foto.

—Joder, no lo sé —respondió Tannahill—. Su dosier se fue a Asuntos Internos. Ahora aquí no guardan un registro. Lo han centralizado en algún sitio, cerca del Distrito Once. Podríais ir a verlos… —Tannahill se quedó a media frase. Se lo pensó, y luego meneó la cabeza—. A menos que…

—¿Qué? —preguntó Roth.

—La evaluación —dijo Tannahill—. Nos hicieron una evaluación en comisaría justo después de la redada de septiembre.

Roth asintió y esbozó una sonrisa.

—Las fotos de la evaluación, claro. ¿Las tenéis aquí?

—Claro. Puedo ir a ver, si queréis esperar.

—Por supuesto —dijo Roth—. ¿Aquí?

—Bueno, es aquí arriba —dijo Tannahill, levantándose de la silla—… Si queréis podéis venir y ayudarme a buscar entre los archivos.

Roth y Metz siguieron a Tannahill, salieron del despacho y subieron a la planta de arriba.

El archivo era el clásico caos de archivadores de diferentes tipos situados contra las paredes y numerosas mesas en el centro, muchas de ellas combadas bajo el peso de las carpetas amontonadas. Tannahill sonrió divertido:

—Perdonad el jaleo… La asistenta está de vacaciones, claro.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Roth.

—Esos archivos son el registro de la comisaría —dijo Tannahill, señalando el lado derecho de la sala. Se acercó a la esquina, y Roth y Metz le siguieron. Tannahill abrió el cajón superior del archivador más próximo a la ventana—. 1988 —dijo—. 1988 a 1990. —Abrió el cajón superior del archivador de al lado—. Aquí noventa y tres y noventa y cuatro… Será el cuarto o el quinto empezando por ahí.

Metz se puso a abrir cajones, Roth también, y en un momento encontraron el archivador que contenía los documentos de los años 2000 a 2002. Cuando llevaban veinticinco minutos, Tannahill decidió sacar todas las carpetas y extenderlas por el suelo. Los tres fueron examinándolas todas por duplicado, cada foto, cada documento desde julio de 2001 hasta el final del año. No había ningún archivo sobre McCullough. Ningún rastro. Ninguna foto.

—Alguien debe de habérselo llevado —observó Tannahill—. A veces pasa. Ya sabéis cómo van estas cosas, ¿no?

Roth no respondió. Estaba a punto de perder la paciencia. Sabía que si decía algo, la perdería del todo. Ya se estaba resignando a encontrarse en otro callejón sin salida, otro día que volvía a comisaría sin nada en las manos, cuando Tannahill de pronto levantó la vista y sonrió.

—Demasiado evidente —dijo, lentamente—. Joder, es tan evidente que ni he caído.

—¿En qué?

—Las fotos de cada año; están abajo… Saldrá en pequeño, pero estará ahí.

De nuevo Metz y Roth siguieron a Tannahill, que salió del archivo, bajó la escalera y fue hasta la zona de recepción de la comisaría. Las fotos del personal, tomadas año a año, solían exhibirse en los pasillos, pero en el Distrito Siete colgaban de las paredes de la cantina y de la sala de reuniones. Tannahill encontró la de 2001 en un momento, se subió en una silla para poder descolgarla y se pasó un momento examinando las caras de los hombres que aparecían en ella, del tamaño de una moneda pequeña.

—Ahí lo tenéis —dijo, señalando a un hombre, el tercero o cuarto por la derecha, en la segunda fila desde atrás.

Roth cogió la foto mientras Metz miraba por encima de su hombro. Roth frunció el ceño, negó con la cabeza y luego se echó a reír. Era un sonido extraño, abrupto, breve; luego paró y negó con la cabeza de nuevo.

—¿Qué? —se extrañó Tannahill—. ¿Qué pasa?

Roth no dijo nada, pero comenzó a sentir el peso de todo aquello. Empezaba a hacerse una idea de lo que tenían entre las manos, y le inquietaba profundamente.

—¿Conocéis a este tipo? —preguntó Tannahill—. ¿Conocéis a McCullough?

Roth seguía meneando la cabeza.

—No, no conocemos a McCullough —contestó en voz baja—. Pero conocemos a alguien que estaba usando su nombre.