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Lassiter negó con la cabeza.

—Unas cuantas —dijo—. Desde luego no las que esperaba yo, y hasta ahora no han dado ningún resultado. Hemos enviado las imágenes por e-mail a Annapolis, a Baltimore, a Fredericksburg, a Chesapeake Bay… Metz y los otros han procesado unas trescientas llamadas, pero la inmensa mayoría eran pirados.

—¿Y cuánto tardará la orden para revisar esa cuenta bancaria? —preguntó Miller.

Lassiter echó un vistazo al reloj.

—Ya no debería tardar mucho —dijo. Se acercó a la ventana, sin dejar de hablar—. Aparte de esta foto, no tenemos nada en absoluto, ¿no?

Miller miró a Roth. Su expresión decía: «No digas nada».

—Este asunto de la cuenta bancaria, ese poli… ¿Cómo se llamaba?

—McCullough —respondió Miller.

—Tal como os dije, Bill Young fue capitán en el Distrito Siete en la época en que vuestro hombre trabajaba allí. Le pregunté por él, y descubrió que el hijo de puta sufrió una apoplejía el mes de mayo pasado. Parece que grave, muy grave, así que lo que podáis descubrir por ese lado… —Lassiter meneó la cabeza—. De todos modos… ¿de qué nos sirve ese poli? ¿Qué creéis que tiene que ver con todo esto?

—No lo sabemos —respondió Miller—. Está relacionado con Darryl King, King está relacionado con Sheridan, Sheridan está conectada con el tipo misterioso de las fotos. Ahora mismo, McCullough y la foto son todo lo que tenemos.

Alguien llamó a la puerta.

—¡Sí! —ladró Lassiter.

Llegó un mensajero del departamento con un sobre marrón.

Lassiter cogió el sobre, sacó la orden, la firmó y le devolvió el sobre al mensajero.

—Salid de aquí pitando —dijo, entregándole la orden a Roth—. Id a ver si los datos bancarios de McCullough arrojan alguna luz sobre lo que sea que está pasando aquí.


Nueve manzanas al oeste, pasada la biblioteca Carnegie y el centro de convenciones, en el cruce de Massachusetts Avenue con la Once, Roth iba hablando de cosas sin importancia mientras Miller conducía, con los ojos puestos en la circulación, con mil cosas en la cabeza y preguntándose qué saldría de todo aquello. Pensando en Marilyn Hemmings, en cómo sería salir a cenar con ella, intentando en vano recordar el rostro de Marie McArthur, la última chica con la que había tenido una relación. ¿Cómo había ligado con ella? ¿Los había presentado alguien? No se acordaba. Se sintió tonto por no acordarse. Se suponía que debía ser capaz de recordar los detalles. Al fin y al cabo, era investigador de la policía. Y luego la mente le volvió a Marilyn Hemmings. Una mujer atractiva. Y buena gente. La madre de Miller solía decir aquello de: «Te gustará. —En referencia a alguien que había conocido, algún vecino, o un amigo de un amigo—. Es buena gente». Eso es lo que la madre de Miller habría dicho de Hemmings. «Deberías pedirle una cita, Robert… Esa chica es buena gente». Sonrió al pensar en aquello. Se preguntó si debería llamarla. Pero ¿cuándo tendría tiempo para salir con ella?

Quizá debería limitarse a llamar y decirle: «Voy a llamarte, ¿vale? He oído lo que has dicho y me gustaría mucho salir contigo, pero ahora mismo estoy metido en esto». Podía decírselo, porque ella lo entendería. Entendería que no intentaba sacársela de encima. Podía decir: «Ahora mismo estoy metido en esto. La cosa está que arde. Con lo que presionan Lassiter, que es el capitán de mi distrito, ¿sabes?, y el comisario, y hasta el alcalde, ahora mismo no tengo ni tiempo de ir al váter…». No, eso no. Ese tipo de lenguaje no. «Ahora mismo no tengo tiempo ni de abrir el correo, así que por favor, no pienses que no me interesas; tú estás en esto y entiendes cómo funciona, ¿verdad?».

—¿Robert?

Miller volvió en sí, giró la cabeza y miró a Roth.

—Te acabas de pasar el banco.

Miller aparcó el coche media manzana más allá y retrocedieron a pie. Esperaron en el vestíbulo mientras alguien hablaba con alguien que hablaba con alguien más, y por fin —después de unos quince o veinte minutos— llegó el subdirector de seguridad. Un tipo afable, de poco más de cuarenta años. Con un señor traje, observó Miller. De esos trajes que no se venden en los grandes almacenes.

—Soy Douglas Lorentzen, subdirector de seguridad —dijo—. Siento haberlos hecho esperar… Por favor, vengan por aquí.

Dejaron el vestíbulo y tomaron un pasillo que recorría todo el edificio a lo largo. Llegaron a una puerta al final, y Lorentzen marcó un código en un teclado que había en la pared. Una vez dentro, giraron a la izquierda. Miller iba delante de Roth, y de vez en cuando miraba hacia atrás por encima del hombro, como si esperara que Roth dijera algo.

Atravesaron otra puerta al final del segundo pasillo y llegaron a una antecámara y, más allá, a un elegante despacho: grande, sin ventanas, con una batería de monitores de seguridad que cubrían la pared de la derecha. Plantas en tiestos, un gran escritorio de caoba, varias sillas alrededor de una mesa ovalada más pequeña, con la superficie tan pulida que brillaba como un cristal.

—Por favor, siéntense —dijo Lorentzen—. ¿Puedo ofrecerles algo? ¿Un café, agua mineral?

Miller se sentó.

—No hace falta —dijo—. Solo necesitamos que nos ayude con un asuntillo, y enseguida nos iremos.

Lorentzen no se inmutó, como si aquello formara parte de su día a día: la aparición de dos inspectores con una orden, una reunión en una oficina del sótano, preguntas que responder…

—Supongo que tienen una orden —dijo Lorentzen, adelantándose a Miller.

Miller sacó la orden de su bolsillo y se la pasó deslizándola por encima de la mesa.

Lorentzen leyó la orden y levantó la vista.

—No hay problema —dijo—. Denme un momento.

Lorentzen cogió el teléfono y llamó a Registros y Archivos, cruzó unas palabras con alguien, le dio el nombre de McCullough, la fecha aproximada de apertura de la cuenta, y pidió que le entregaran todos los archivos o documentos relacionados con la cuenta de McCullough en el despacho de seguridad.

Lorentzen colgó.

—Bueno, ¿hay algo que me puedan decir del asunto?

—Desgraciadamente no —respondió Roth—. Es una investigación abierta.

—¿Algo relacionado con algún fraude?

—No lo creo, señor Lorentzen —respondió Miller—. Simplemente estamos intentando recopilar información sobre el paradero de una persona en particular.

—¿Y parece que esa persona, este tal Michael McCullough, abrió una cuenta aquí hace unos años?

—Eso parece, sí.

Sonó el teléfono.

—Disculpen —dijo.

Descolgó, escuchó un momento, respondió a la persona al otro lado de la línea y le dio instrucciones de que fuera para allá. Al poco rato llamaron a la puerta, Lorentzen la abrió y cogió un dosier de manos de alguien; luego cerró la puerta.

Se acercó a Miller y Roth sonriendo. Era un tipo eficiente. Era el subdirector de seguridad del banco, y en unos minutos había demostrado su capacidad para administrar el sistema, colaborar con la policía y encontrar lo que andaban buscando. El Washington American Trust hacía lo que prometía.

Lorentzen se sentó y abrió la fina carpeta marrón. Hojeó unos papeles y luego levantó la vista.

—La cuenta se abrió a nombre de Michael Richard McCullough el viernes 11 de abril de 2003. El señor McCullough se presentó en el banco como nuevo cliente aquella mañana, y le atendió la vicegerente de nuevas cuentas, Keith Beck. Desgraciadamente Keith ya no trabaja con nosotros.

Roth sacó un cuaderno del bolsillo interior de la chaqueta. Escribió «11 de abril de 2003» y «Keith Beck, vicegerente cuentas nuevas, Wash Am Trust».

—El señor McCullough hizo un ingreso de apertura de cincuenta dólares. Es el ingreso mínimo exigido para abrir una cuenta.

—¿Efectivo o talón? —preguntó Roth.

—Efectivo, desgraciadamente —respondió Lorentzen.

—¿Y la identificación que presentó? —preguntó Miller.

—Su carné del departamento de policía, su tarjeta de la seguridad social y una factura de la compañía telefónica para confirmar su dirección, en Corcoran Street.

Miller miró a Roth.

—A tres manzanas de mi casa —dijo, y se volvió hacia Lorentzen—. Vamos a necesitar copias de todos esos documentos.

—Desgraciadamente eso llevará un tiempo. Una vez abierta la cuenta devolvemos los originales al titular. Tenemos copias, pero se escanean en un ordenador y se archivan en nuestra Unidad Central de Seguridad.

—¿Y dónde está?

—Aquí, en Washington —respondió Lorentzen—, pero…

—Es un caso prioritario —dijo Miller—. Necesitaríamos toda la ayuda que nos pueda dar.

Roth echó el cuerpo hacia delante:

—Esto podría contribuir a la resolución de una investigación tremendamente importante, señor Lorentzen. Necesitamos copias de esos documentos cuanto antes.

Lorentzen lo entendió. No era un tipo complicado, sino uno de esos empleados tan poco frecuentes que consideran que su trabajo consiste en ayudar, no en poner trabas con explicaciones o normas administrativas y protocolos burocráticos.

—¿Les importa esperar aquí?

—No hay problema —respondió Miller.

—Haré lo que pueda, ¿de acuerdo?

—Es todo lo que le pedimos.

Lorentzen salió del despacho y cerró la puerta tras él. Miller miró su reloj: eran las tres y diez.