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Ya de vuelta en su despacho, Roth encontró sus notas de la visita a Lorentzen, subdirector de seguridad en el Washington American Trust Bank de Vermont Street.
—McCullough abrió la cuenta el 11 de abril de 2003 —dijo—. Un mes más tarde, más o menos, se retiró de la policía. Ingresó cincuenta dólares. La vicegerente de nuevas cuentas se llamaba Keith Beck…
—Y ya no trabaja en el Washington American Trust Bank —precisó Miller.
Se sacó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla cerca de la ventana. Tenía el cuaderno de Roth en la mano, y con las notas que había tomado en el despacho del forense empezó a escribir en la pizarra las fechas en que se habían buscado los datos de Mosley, Rayner y Lee en el sistema. Añadió el nombre de Darryl King en la parte baja de la pizarra y al lado escribió «agosto 1995».
—Esto abre una vía completamente nueva —dijo en voz baja.
—¿Y qué vía crees tú que podría ser? —inquirió Roth.
—Pues que todos ellos pudieran ser lo que no parecen. Quiero decir…, bueno, siempre hemos sospechado que ese era el caso de Catherine Sheridan, desde que salió a la luz la tal Isabella Cordillera, pero no que pudiera suceder lo mismo con todos.
—¿Estás pensando en lo del programa de protección de testigos? —preguntó Roth—. Eso explicaría en parte por qué Darryl King cooperaba con la policía.
—De la protección de testigos se encargan los Federales, ¿no? Joder, Al, no lo sé. De pronto parece una cosa, y luego parece otra completamente diferente.
—Probablemente esté pensado justo para eso —respondió Roth.
Miller se frotó las sienes. Apenas había empezado la tarde. No había almorzado, y sentía un dolor en algún punto indefinido de la frente que amenazaba con convertirse en migraña.
—Creo que vas a tener que volver a ver a Robey —decidió Roth.
A Miller se le paró el corazón por un momento. Pensó en el cepillo, perfectamente envuelto en una bolsa de pruebas azul y oculto en el interior de una zapatilla deportiva, en su taquilla. No podía creerse que lo hubiera hecho. ¿Qué le había impulsado a hacer algo así? Le había impulsado la certeza de que Robey era un mentiroso, de que Robey conocía a Catherine Sheridan o había estado en su casa, que había una relación clara y evidente entre ellos, pero también le había impulsado la sensación de futilidad, de impotencia. No podía hacer nada con aquella información. Tanto era así, que de algún modo había conseguido olvidarse del cepillo mientras discutía el caso con Roth. Y ahora Roth le decía que volviera a ver a Robey otra vez. Al menos eso le daría la oportunidad de devolver el cepillo.
—A estas alturas no creo que debas hablar con él sin hacerlo oficial. Tenemos que ponernos de acuerdo con Nanci Cohen…
—No veo que vayamos a llegar a nada haciéndolo oficial. No tenemos nada significativo en su contra. —Miller hizo una pausa y escuchó sus propias palabras, planteándose la posibilidad de que su punto de vista hubiera sido otro de no haberse llevado el cepillo. Había comprometido no solo la investigación, sino su propia objetividad—. Vamos a por McCullough. Eso es lo que tenemos que hacer. Sigamos la pista de McCullough, hablemos con ese tipo que Lassiter conoce en el Distrito Siete y veamos si sacamos algo en claro de ese personaje.
—De acuerdo. Me parece bien —dijo Roth.
Llamó a la secretaria de Lassiter y esta le dijo que Lassiter estaría ilocalizable casi todo el día.
—¿Puedes encontrarme la dirección actual de un capitán retirado del Distrito Siete? ¿Un tal Bill Young? —le preguntó Roth.
La secretaria le puso en espera y reapareció un momento más tarde.
—Aquí tengo a un tal Bill Young en un archivo personal —dijo por fin—. Pero no puedo dároslo sin la autorización del capitán Lassiter.
Roth no discutió; sabía que no habría conseguido nada.
—Vayamos a Administración —le dijo a Miller tras colgar el teléfono—. Ellos tendrán la dirección.
—O llama al Distrito Siete —sugirió Miller—. Seguro que allí hay alguien que lo sabe.
Quince minutos más tarde, pasados en gran parte a la espera mientras unos hablaban con otros y estos hablaban con otros más, alguien les proporcionó la dirección. Era de cuatro años atrás, pero era una dirección. Roth llamó a información preguntando por el número de teléfono, pero no constaba.
—Vamos allá —propuso Miller con la vista puesta en el trozo de papel con la dirección garabateada—. Está a menos de un cuarto de hora de aquí.
Miller le pidió a Roth que sacara el coche y le dijo que se encontrarían en la entrada. En cuanto lo perdió de vista pasó por delante de recepción y se dirigió a las taquillas. Cuando salió a la calle ya llevaba el cepillo metido en el bolsillo interior de su chaqueta.
Miller se puso al volante, y se encontró con el habitual tráfico de la tarde. Lo que debió llevarles quince minutos les costó más de cuarenta, y cuando llegaron a Wisconsin Avenue, cerca del Dumbarton Oaks Park, eran casi las tres. La casa que buscaban estaba en la esquina de Whitehaven Parkway y la Treinta y siete, una atractiva construcción de madera al estilo colonial, separada de la calle por una fila de árboles bajos. Miller se adelantó, y Roth esperó en la acera mientras una mujer de mediana edad abría la puerta.
La conversación entre Miller y la mujer fue breve. Roth estaba demasiado lejos como para oír nada específico, pero un momento más tarde la mujer señaló hacia atrás, en dirección a Montrose Park y el cementerio de Oak Hill. Roth se preguntó si Young habría muerto.
Ya de vuelta en el coche, Miller dijo:
—Está en una residencia. En Bancroft Street, frente a la Woodrow Wilson House.
Bill Young tenía un pelotón de enfermeras que hacían de mediadoras entre él y el mundo. La Bancroft Care Home era un enorme complejo de casas que compartían un mismo terreno, supuestamente una finca adaptada a aquel uso. El edificio de recepción era un bloque bajo al final de una corta vía de acceso. Las medidas de seguridad eran evidentes, hubo preguntas y respuestas, y cuando Miller y Roth consiguieron hablar con alguien que les pudiera decir algo de Bill Young ya eran las cuatro y cuarto.
—No se encuentra muy bien —le dijo a Miller Carol Inchman, subdirectora del centro—. Bill lleva aquí catorce meses. Sufrió una apoplejía que le paralizó el lado izquierdo del rostro y gran parte del cuerpo. Ha mejorado considerablemente con el tratamiento, pero le cuesta hablar y comer. Se cansa enseguida.
Carol Inchman era una mujer de modos bruscos, pero de alguna manera conseguía resultar cálida al hablar. Era expeditiva, pero parecía empatizar con los pacientes: justo lo necesario para inspirar en las familias de sus clientes potenciales la confianza necesaria para empezar a extender cheques.
—¿Es un asunto de gran importancia? —le preguntó a Miller.
—De vital importancia —repuso Miller—. Nuestro capitán, Frank Lassiter es muy buen amigo del capitán Young, y está seguro de que el capitán Young podría ayudarnos a resolver un aspecto importante del caso en el que estamos trabajando.
Inchman sonrió.
—Aún le llamamos así, ¿saben?
—¿Perdón?
—«Capitán». Así le llamamos. Le gusta. Creo que ser policía lo ha significado todo en su vida, y la enfermedad le ha deteriorado mucho, tanto mental como físicamente.
Miller asintió.
—Entonces, ¿cree que podríamos verlo?
—Yo diría que sí. A lo mejor eso le anima. Ha estado bastante bajo de forma estos últimos días.
—Se lo agradecemos mucho —dijo Miller—. Le prometemos que no será mucho rato… Haremos que sea lo más breve posible.
Inchman se echó hacia delante, cogió el auricular del teléfono y marcó un número.
—Visitas para el Capitán —informó—. Dile que unos agentes de policía necesitan que los ayude con algo. —Colgó el teléfono y se puso en pie—. ¿Vamos? —dijo sin más.
Miller y Roth siguieron a la subdirectora Inchman hasta la puerta del despacho y por el pasillo.
La mitad de la cara de Bill Young estaba más tensa que la cuerda de un violín. Resultaba inquietante, y cuando sonrió el lado izquierdo de su boca apenas se movió en una mueca extraña, produciendo una expresión que asustaba un poco. Había perdido el control de la musculatura alrededor del ojo, parpadeaba con gran dificultad, y tenía la pupila opaca con cataratas. Cuando la enfermera hizo pasar a Miller y Roth, Young parecía dormido en su butaca, pero el ruido de la puerta bastó para despertarle.
—¿Capitán? —saludó amablemente Carol Inchman.
Young se volvió despacio, y desde su posición reclinada observó a los tres visitantes uno por uno. Tardó un poco en reaccionar, y Miller se dio cuenta de que Young los veía como lo que eran: colegas de otro tiempo, compañeros de profesión, un breve retorno a algo que había sido él mismo en otra época, algo que había dado significado a su vida.
Su agilidad sorprendió a Roth. Bill Young se levantó y cruzó la habitación hasta donde estaban ellos en un momento. La mueca extraña, la mano extendida, algo que decía que aunque su cuerpo había sufrido una debacle, su mente estaba allí, presente, como siempre.
—Capitán Young —le saludó Miller, estrechándole la mano.
Young se rio.
—¿Os ha dicho ella que me llaméis así?
—Somos de la comisaría de Frank Lassiter… Hemos venido a verle por si nos puede ayudar con una cosa.
A Young se le abrieron los ojos de golpe. El lado derecho de su cara sonrió; el izquierdo apenas se tensó unos grados más.
Carol Inchman dio uno o dos pasos atrás.
—Los dejaré con sus cosas —dijo—. Vengan a verme antes de irse, inspectores.
Cerró la puerta suavemente tras ella, dejando a Roth y a Miller de pie en el centro de la habitación, con Bill Young examinándolos de arriba abajo, esperando con impaciencia lo que fuera que pudiera devolverle la sensación de ser útil.
—Tenemos un caso —expuso Miller.
—Lo del asesino en serie, ¿no? —dijo Young.
—El Asesino de la Cinta… ¿Está al corriente?
—Demonios, puede que sea un caso perdido, pero aún leo los periódicos. Ese tío está loco. Habéis dicho que sois de la comisaría de Frank… ¿Cómo está ese golfo? —Young hablaba con una voz algo forzada, pero no resultaba nada difícil entenderle.
Miller sonrió socarronamente.
—Va un poco tenso… Ya sabe cómo es, ¿no?
—¿Que si lo sé? —Se rio—. Jesús, María y José, que si sé cómo es. Tenso, sí…, como el puente de Brooklyn, ¿no?
—Y un poco más —respondió Miller—. ¿Podemos sentarnos?
—Claro, coged un par de sillas.
Young volvió a su butaca, apretó una palanca e irguió el respaldo.
—Le haré un breve repaso de lo que tenemos y lo que no —dijo Miller, pero Young levantó la mano.
—Desde el principio y con detalle. No tengo mucho más en que pensar aquí dentro.
Miller empezó a explicar el caso, le habló a Young de las víctimas, desde Margaret Mosley, le habló de Natasha Joyce, Darryl King, de la información que habían recabado, y antes de mencionar siquiera el nombre de McCullough, Young ya sonreía como si supiera lo que le iban a preguntar.
—Queréis saber algo de McCullough —dijo.
Miller y Roth se quedaron sin habla.
—Darryl King —prosiguió Young—. Ese es el negro al que mataron en la redada antidroga, ¿no?
Miller asintió.
—Y McCullough era su enlace. Darryl King era el confidente de McCullough en ese chanchullo.
—¿Se acuerda de eso? —preguntó Roth.
Young meneó la cabeza lentamente.
—No recuerdo lo que he comido a mediodía, pero las cosas importantes, las cosas que pasaron en aquella época… Joder, lo recuerdo todo como si fuera ayer. Sé lo de McCullough. Llegó en prestación de servicios en… Dios, ¿cuándo cojones sería? En julio, quizás agosto de 2001. El golpe con el negro fue un par de meses más tarde, por lo que yo recuerdo…
—Octubre de 2001 —confirmó Miller.
—Exacto. Al chico lo mataron. Se organizó una jarana del demonio, y luego nada. Nunca había visto nada igual. Se convirtió en lo más importante que había ocurrido nunca, y de pronto se quedó en nada. Como pasar de la noche al día. McCullough estuvo allí una hora, más o menos, y luego desapareció…
Roth se echó hacia delante y frunció el ceño.
—¿Cómo? ¿Qué es lo que ha dicho?
—¿Qué?
—Que estuvo allí una hora… ¿Ha dicho algo así?
—Sí, claro. A McCullough también le dispararon. Nada grave, una herida superficial. Estuvo por allí unas dos semanas, o quizá menos, habló con Asuntos Internos, habló conmigo un par de veces, no dijo nada que le pudiera servir de un carajo a nadie, y luego se fue de comisaría y desapareció.
—Pero se retiró en marzo de 2003 —señaló Miller.
—Ya sé cuándo se retiró. Tuve que firmar su informe de baja definitiva. Pero llevaba tiempo sin dejarse ver por allí. Se quedaría una semana, o quizá diez días como mucho, después de que mataran a King, y luego se fue. Pregunté por él, adónde había ido, pero lo único que conseguí fue que me aconsejaran educadamente que dejara de preguntar por él. ¿Sabéis lo que quiero decir?
—¿Quién le dijo eso? ¿Quién le dijo que dejara de preguntar?
—El comisario en jefe. Imagino que de él vendría la orden en última instancia, pero me llegó indirectamente. A veces recibes el mensaje sin necesidad de que sea tan directo, ¿sabéis?
Miller no sabía cómo interpretar lo que estaba oyendo. Desde el principio habían supuesto que McCullough se había quedado en el Distrito Siete hasta su jubilación. Eso hacía pensar en un planteamiento completamente diferente.
—¿Dice que llegó en prestación de servicios desde otro sitio? —preguntó Roth.
—Sí, sustituyendo a alguien que se había trasladado. En aquella época teníamos una política de asignación de destinos más humana. «Traslados por causas personales». ¿No habéis oído hablar de ello?
Roth y Miller negaron con la cabeza.
—Quería decir que si tus padres se ponían enfermos, o algo así, o si te casabas y tu mujercita quería estar más cerca de su familia, podías solicitar el traslado a otro distrito, o incluso a otro condado. Ahora no tienen tantos miramientos. Ahora te dicen que te aguantes o que te den morcilla. El caso es que un tipo había pedido el traslado a Port Orchard, si no recuerdo mal, y el que vino en su lugar fue McCullough. Pero McCullough tampoco era el que se suponía que tenía que llegar. No recuerdo el nombre del que nos habían asignado. Tenía un apellido polaco, creo, lleno de zetas y de cas, pero algo pasó, y nos enviaron a McCullough. Tampoco recuerdo de dónde vino. Podría ser de Antivicio, o quizá de Narcóticos. Buen expediente, nada que destacara, un tipo sencillo y directo. Encajó enseguida, no creó problemas. Se mantuvo activo, participó en unas cuantas batidas y luego empezó a traer datos interesantes de narcotráfico a través de ese contacto que se había hecho. —Young sonrió—. Ya sabéis cómo va esto, ¿no? Bueno, McCullough tenía mano con ese tal Darryl King. En septiembre de aquel año nos hicimos con el alijo de coca más grande de la década gracias a él. Lo recuerdo porque fue una semana después del 11 de septiembre, justo antes de la evaluación de la comisaría. Aquello nos dio unos cuantos puntos ante el gran jefe, ¿sabéis? Todo el mundo estaba contento, todos saltando de alegría y felicitándose por aquel decomiso… Fueron casi tres kilos. Nada mal.
»Y entonces la mierda desaparece del almacén de pruebas. Sencillamente se desvanece, y lo que más nos sorprendió a todos fue lo poco cabreado que parecía McCullough. Se lo tomó con naturalidad, diciendo que tampoco había que preocuparse tanto, que ya habría otros decomisos. Se presentaron los de Asuntos Internos, pusieron aquello patas arriba y al final volvió la calma. La segunda cosa más rara que he visto en mi vida. Sea como fuere, al final lo dejamos estar, no hicimos más preguntas, y entonces McCullough empieza a llegar tarde. Empieza a presentarse con tres horas de retraso. Y en ese momento es cuando arranca todo ese asunto, y yo me veo obligado a hablar con él y decirle que espabile, ¿sabéis? Estaba amargándose la vida hasta el punto de que afectaba a los demás. Al final se vuelve a poner manos a la obra. Le digo que va a tener que ponerse en marcha o abandonar el barco, y entonces es cuando él me cuenta lo de ese almacén, lo de ese golpe a los traficantes de crack que está montando con su confidente. La cosa tiene pinta de ser lo más gordo desde la Conexión Francesa. Yo me emociono con el asunto, y McCullough tiene a todo el mundo en tensión, como un muelle, a la espera del gran golpe. Por supuesto, al final todo se fue a la mierda…
Young hizo una pausa y respiró hondo un momento. Roth se apartó de la cama y se dirigió hacia él, pero Young levantó una mano y le hizo retroceder. Bajó la mano por el exterior de su butaca y sacó una máscara de oxígeno de la nada. Se la puso en la cara y aspiró con fuerza. Cerró los ojos y se calmó un poco. Tras unas cuantas inhalaciones más, bajó la máscara, hizo un gargajo y lo escupió en una batea de cartón prensado.
—Perdonad el melodrama —se disculpó con la voz ronca, como si la sacara del fondo de la garganta—. Voy a morirme antes o después, ¿sabéis? Supongo que aún me quedan cosas por ver, así que me lo estoy tomando con calma. Nunca he fumado ni un pitillo, quizá me he tomado una copa al mes, o cada dos meses. He hecho mi trabajo, le he sido fiel a mi mujer, he criado bien a mis hijos, aunque uno de ellos me ha salido maricón… Haces todo bien, o quizás el noventa por ciento de las cosas, y esto es lo que consigues. —Levantó la mascarilla y respiró hondo una vez más. Luego miró a Miller y Roth.
»Yo era capitán de comisaría… Tenía que encargarme de la política y el protocolo, los funerales de los fallecidos en acción, los presupuestos de horas extra, y todo con los de Asuntos Internos metiendo las narices por todas partes, toda la mierda que viene con el cargo. Envié a un tipo a Port Orchard, y me mandan a este tal McCullough. Hace algo de ruido, muere un confidente negro, la redada se va a la mierda y todo acaba en unos días. Las cosas pasaban muy rápido en comisaría, ¿sabéis lo que quiero decir?
Miller asintió.
—¿Y qué es lo que tenéis? —preguntó Young.
—Tenemos muchas preguntas sobre mucha gente —respondió Roth—. Parece que alguien buscó los antecedentes de todas las víctimas, como si las fueran a contratar como empleados del gobierno.
Young sonrió.
—¿De verdad?
—No tenemos explicación para eso —prosiguió Roth—. Y McCullough ni siquiera aparece en el sistema, y no hay constancia de adónde fue después de dejar su puesto. Y no solo eso: su pensión va a una cuenta corriente a la que nunca ha llegado el dinero.
—Entonces, lo que tenéis es un fantasma —respondió Young—. ¿Creéis que sería del FBI?
—No lo sabemos. Lo que estamos planteándonos es si las víctimas estaban en el programa de protección de testigos, y si el que las está matando…
—Eso es lo que pensé yo —le interrumpió Young—. Los testigos protegidos también son investigados a través de ese mismo sistema. Todo lo que os puedan decir sobre el programa, sus nombres y direcciones, sus fotos, sus alias, toda esa mierda se guarda en archivos a los que se puede acceder desde la mayoría de las comisarías. La protección de testigos no está tan bien pensada como cabría esperar.
—Y luego está John Robey —dijo Roth en voz baja, echando el cuerpo hacia delante y echando una mirada a Miller, y el simple hecho de que Miller no le mirara a su vez con desaprobación, el hecho de que Miller siguiera mirando a Young para valorar su reacción al oír aquel nombre, le dijo a Roth que Miller tenía interés en cualquier cosa que pudiera decirles Young al respecto.
—¿Quién? —preguntó Young.
—John Robey —repitió Miller—. Es un tipo que aparece por todas partes en esta historia.
—Contadme —dijo Young—. Decidme quién es ese tipo.
Miller se recostó en la silla. Empezó a explicar, retrocediendo hasta Natasha Joyce, que alguien se había presentado en casa de la chica con Catherine Sheridan para ver a Darryl King, que Robey había sido identificado gracias a las fotografías que Sheridan tenía debajo de la cama…, todo hasta llegar a su última charla sobre Nicaragua en el piso de Robey, la conexión con el recorte de periódico bajo el colchón…
Young se quedó en silencio un rato. El único sonido en la habitación era el de su afanosa respiración. Al cabo de unos minutos echó mano de su máscara otra vez e inhaló con fuerza. Cerró los ojos y se recostó. Por un momento Miller pensó que se había dormido.
—Fuerzas Especiales —dijo Young entonces—. Fuerzas Especiales, o quizá la Delta Force. Exmilitar. Esos tipos se venden al mejor postor. Algunos pierden la cabeza, ¿sabéis? Se convierten en mercenarios, en asesinos a sueldo. Algunos de los mayores jaleos que se han montado en este país los han iniciado gente así. Lo que pasó con Bush padre y Noriega. Volvió a poner a aquel capullo en el poder, y en cuanto Noriega se pasó con el tráfico de coca, Bush envió los barcos de guerra. Tenían un contingente de exDeltas y Fuerzas Especiales en la capital, los pusieron en contacto con los rebeldes antiNoriega, ¿y qué ocurrió? Los acorazados dispararon, se equivocaron de objetivo, se cargaron a un montón de gente y no quedó nadie en tierra para dar cobertura a las tropas que desembarcaron. Este tipo de gente es la que hace este tipo de trabajos —dijo Young, que respiró hondo y puso los ojos en blanco, como si estuviera realmente agotado.
Al final reaccionó, pálido hasta el extremo, con la mirada turbia y la barbilla cubierta de baba.
—Me parece que os enfrentáis a algo más gordo de lo que me imaginaba en un principio, chicos. Yo diría que se trata de alguien que está desconectando a gente de algo. Tiene que haber un vínculo entre las víctimas. Excepto en el caso de la joven negra, no lo sé. A lo mejor la mataron porque alguien pensó que valía la pena limpiar el campo de juego. Pero ¿las otras? Todas ellas plantean dudas sobre su identidad. Demasiadas coincidencias, pero claro, eso es algo que ya sabéis vosotros.
Miller asintió.
—Os movéis en un terreno jodidamente peligroso —advirtió Young—. Es como cazar fantasmas sobre una fina capa de hielo, ¿no?
—No sé qué pensar de lo que tenemos… —dijo Miller.
—¿Queréis mi consejo? —le interrumpió Young—. Si queréis saber lo que pienso, yo diría que vale la pena seguir las pistas que tenéis, no las que no tenéis. ¿Ese tal Robey, os parece que pueda ser vuestro hombre?
—Algo nos dice que sí, pero no lo podemos saber.
—Bueno, al menos es un nombre. Es un rostro. Es algo a lo que podéis echar mano. Las víctimas…, bueno, son víctimas, ¿no? No van a deciros nada que no os hayan dicho ya. ¿Y McCullough? Está en algún sitio. Solo Dios lo sabe, pero ahora mismo no lo tenéis a mano. Tenéis a John Robey. Al menos él os habla. Puede que no os esté diciendo gran cosa, pero al menos os dice algo. Seguid esa línea, eso es lo que yo os aconsejaría. Trabajad con Robey y ved qué os da.
Miller apartó la mirada. Quería hablarle a Young del cepillo, sentía su contacto en el interior de la chaqueta, se preguntaba qué habría hecho si hubiera estado a solas con aquel hombre. Pero no podía. No habría sabido qué decir. Se había colocado en una posición insostenible, casi insoportable, y solo podía esperar que Robey le dejara volver a su piso, aunque solo fuera para darle la oportunidad de devolver el cepillo.
Roth echó un vistazo a su reloj.
—Saldrá de la facultad en un rato —observó.
Miller se levantó de la silla, y en aquel momento vio algo en la expresión de Young, quizá cierto alivio al ver que se iban, que podría descansar, recuperar parte de las fuerzas que había gastado, pero también una sensación de pérdida.
Miller no quiso hacer pasar un mal trago a Young intentando darle la mano; se limitó a acercarse y le apretó el hombro.
—Nos ha ayudado mucho —observó—. Vendré a comunicarle cómo ha quedado la cosa.
—Que no lo tenga que leer en los periódicos, ¿vale? —dijo Young. Intentó sonreír, pero estaba agotado.
Antes de salir de la residencia le dieron las gracias a Carol Inchman por su colaboración y le dijeron que Young les había sido de gran ayuda.
—No creo que dure mucho tiempo más —explicó ella—. Pobre hombre. Perdió a su mujer hace unos años y… —Meneó la cabeza—. No querrán saberlo, y en realidad tampoco debería decírselo.
Miller le tendió la mano.
—Tenemos que irnos —dijo con tono amable—. Tenemos que ir a buscar a alguien antes de que desaparezca.
Carol Inchman le dio la mano a Miller, también a Roth, y luego volvió a su despacho.
Ni el uno ni el otro hablaron hasta llegar al coche.
—Otra vez a la facultad —propuso entonces Miller—. Vamos a ver si lo pillamos antes de que se marche.