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Era la una de la madrugada del domingo 19 de noviembre y Robert Miller aún no se había quitado los zapatos. Recordaba la noche que había recorrido Columbia Street a pie, las preguntas que se había hecho, aquella intuición que le decía que había algo más en la muerte de Catherine Sheridan que un simple asesinato. No era un arranque de celos, ni la obra de un sociópata descontrolado. Todo se había vuelto del revés. Catherine Sheridan no había sido más que la precursora de un horror inimaginable. Catherine Sheridan había sido su puente de acceso a un mundo completamente diferente.

En la mano tenía una hoja de papel. Las iniciales, las fechas, como un censo de muertos. Daba la impresión de que todo el que había tenido contacto con aquello estaba muerto.

Roth había llamado —había dos mensajes en el móvil de Miller—, pero Miller no le había devuelto las llamadas. Roth no se merecía aquello. Roth tenía que pensar en Amanda y los niños. Tenía una vida que proteger. ¿Qué tenía Miller? Tenía una puta muerta, un chulo muerto y una auxiliar del forense que prefería mantener las distancias y tener un trato profesional con él. Tenía a dos ancianos judíos preocupados por si trabajaba demasiado y comía demasiado poco. Tenía un piso alquilado, un trozo de papel y una sensación de fracaso.

Y tenía a John Robey o, más bien, John Robey le tenía a él.

«Los secretos que compartimos nos unen». Aquello era lo que tenía ahora en mente. No sabía de dónde lo había sacado —lo habría leído, o sería una frase de una película—, pero no se lo podía quitar de la cabeza.

«Los secretos que compartimos nos unen».

Se planteó si no lo habría dicho Robey, pero luego le pareció que no tenía sentido. Robey había dicho de todo, pero en realidad no había dicho nada. Robey le había dado todo lo que necesitaba saber, pero se lo había dado de un modo en que nunca podría comprenderlo.

Miller repasó hasta la última palabra que podía recordar, todas las declaraciones que le había hecho Robey, cada pregunta implícita y cada respuesta inconcluyente. El hombre lo había orquestado todo; de eso Miller estaba seguro.

¿Y quién era el hombre del maletero? ¿El Asesino de la Cinta, u otra víctima? ¿Lo había matado Robey, o no era más que uno más de la lista de treinta, cuarenta o cincuenta que ya habían sido asesinados anteriormente? De nuevo, se preguntó por qué los mataban… ¿Por algo que hubieran hecho? Seguro que no. Era imposible que todos ellos hubieran participado en algún delito castigable.

Miller se sentó y se quitó los zapatos sin desatarse los cordones. Los apartó de una patada y deseó tener algo que beber —una lata de cerveza, un vaso de whisky, cualquier cosa que le ayudara a frenar aquella oleada de pensamientos—. Era un flujo implacable. Implacable y despiadado; no había nada a lo que agarrarse, nada que indicara ninguna vía de escape o una solución. Si había que seguir con la investigación, no sería él quien lo hiciera. Sería Killarney. El asesor invitado del FBI, el experto en asesinos en serie, el hombre que lo sabía todo y que sin embargo se había presentado en la fiesta sin ningún regalo bajo el brazo. ¿Qué les había dicho? Les había dicho lo difícil que sería encontrar al hombre que había hecho todas aquellas cosas. Había hecho que todo pareciera extremadamente vago, impreciso e incierto.

¿Cuál era el vínculo entre las víctimas? ¿Se habían visto implicadas en algo que las convertía en un peligro para alguien? ¿Qué motivación podía justificar la matanza de treinta, cuarenta…, cuántas personas?

Miller volvió a echar mano de la lista, aquella hoja de papel que revelaba una tragedia superior a lo humanamente imaginable, las iniciales y las fechas de los asesinatos, decenas de ellos, y le costaba creer que hubiera un motivo por el que todo aquello estaba allí. Pero también era cierto que habían pasado cosas así anteriormente. La muerte de sesenta y seis testigos materiales del asesinato de Jack Kennedy. Accidentes de tráfico. Caídas. Suicidios. Infartos. Todo, en menos de dieciocho meses desde el suceso. Aquello era algo de una magnitud similar. ¿Y qué era lo que había detrás de todo? Nicaragua. Aquella era la dirección en la que seguía llevándole Robey. Nicaragua era como El Salvador, como Corea, como Vietnam. Períodos de la historia estadounidense que no era seguro recordar, sucesos que la gente solía fingir que no habían ocurrido.

Entonces Miller pensó en Carl Oliver. Pensó en su cuerpo, allí tirado, en el rellano, frente al piso de Robey. Alguien estaba allí dentro, alguien había abierto la puerta y había disparado a Oliver sin más.

Y no había informe de la autopsia ni de la Científica sobre el asesinato de Natasha Joyce.

Y tampoco había ningún hilo conductor, ni nada que tuviera el mínimo sentido…

Miller echó el cuerpo hacia delante, apoyó los codos sobre las rodillas y se cogió la cabeza con las manos. Cerró los ojos e intentó respirar lenta y profundamente.

Estaba agotado, llevaba la fatiga tan dentro que apenas sentía el cuerpo, pero todas aquellas preguntas impedían que pudiera sentir nada que no fuera la tensión y la paranoia de todo lo que no entendía. Solo necesitaba una pista que poder seguir, algo que le abriera otra puerta más allá de las que le habían cerrado…

De madrugada se durmió, completamente vestido. El agotamiento lo engulló entero, y no se despertó hasta primera hora de la tarde. Para cuando se hubo duchado y vestido ya eran casi las cuatro, y simplemente para respirar aire fresco, para ver algo más que dosieres y pantallas de ordenador, decidió salir a estirar las piernas. Paró en un restaurante pasado Logan Circle, comió más de lo que había comido en las cuarenta y ocho horas anteriores, y se dio cuenta de que en algún punto tendría que encontrar un equilibrio. Si seguía así, no lo conseguiría.

Volvió a casa a pie, se dejó llevar, intentó ver algo en la tele, pero tenía la mente en otra parte. Pasadas las ocho se le ocurrió.

«Seguir el dinero».

Catherine Sheridan había recibido dinero al final de cada mes de…, ¿de quién?

Miller se puso en pie y empezó a caminar arriba y abajo entre la puerta y la ventana. Intentó recordar cuándo había visto los extractos. Intentó imaginarse de pie, en la habitación, con Al Roth, hojeando aquellas páginas, una tras otra, una tras otra…

Miller pensó en llamarle, echó un vistazo a su reloj y se lo pensó mejor.

Se fue a la cocina y se hizo café. Se quedó ahí, concentrado, intentando no ver nada más que los minutos en los que había tenido aquellas páginas en las manos.

Era como la cuenta de McCullough. No la cuenta, pero sí el banco. El Washington American Trust. Había algo que los vinculaba. ¿Washington? ¿Trust?

De pronto le vino a la cabeza. Trust… United Trust. Aquellos pagos se habían originado en una entidad que se hacía llamar United Trust. Aquella pista no la habían seguido. Negó con la cabeza y se maldijo. Había muchas pistas que no habían seguido, pero es que habían tenido muy poco tiempo, y habían pasado muchas cosas…

Se sentó junto a la mesa de la cocina. Cogió un sobre sin abrir, algo de propaganda, y garabateó «United Trust» en la parte de atrás. Se conectó a internet e hizo una búsqueda de esa entidad. No había nada en el término municipal de Washington. Buscó a nivel nacional y encontró una docena de empresas con «United Trust» como parte de su nombre comercial. La más próxima estaba en Boston. En la casa de Catherine Sheridan no había nada que sugiriera una línea de trabajo: ni un comercial, ni un representante de alguna institución financiera. Una vez más, las apariencias engañaban. El hecho era que había estado recibiendo unos ingresos procedentes de alguna entidad con el nombre de United Trust. Esas cosas funcionaban en ambos sentidos. Si no conseguía encontrar la empresa directamente, tendría que llegar hasta ella desde otra dirección. El dinero recibido por Catherine Sheridan se había ingresado en una cuenta. Miller había visto los extractos en su casa. Ahora se trataba de recordar el nombre del banco que usaba Sheridan.

Quizá pudiera hacer algo, pero para hacerlo tenía que recordar el nombre del banco.

Miller sonrió cuando pensó en quién lo sabría. John Robey lo sabría. Era más que probable que supiera todo lo que había que saber acerca de Catherine Sheridan. ¿Se acordaría Roth? No había modo de saberlo. Existían unos límites, y Roth no se mostraría en absoluto dispuesto a cruzarlos. No porque tuviera miedo, sino porque se debía a su familia y le preocuparía su bienestar, sus necesidades fundamentales, de las que era responsable.

Miller volvió a buscar en internet. Había decenas de bancos en la ciudad. Washington Finance, American Union, Corporate Loan & Savings, East Coast Mercantile, Capital, Merchant & Legal… Página tras página, los nombres se le mezclaban unos con otros hasta que lo vio todo borroso. Se recostó en la silla y cerró los ojos un momento. Una vez más intentó recrear mentalmente las páginas que había tenido en la mano. Veía un logotipo azul y verde, de eso estaba seguro. Un logotipo azul y verde, casi un cuadrado, ¿quizás un óvalo? Abrió el menú de opciones y luego introdujo «bancos en Washington».

Al final de la segunda página lo encontró. Un logotipo azul y verde, un diseño oblongo con las esquinas redondeadas. Clicó en la imagen, esperó un momento y apareció el sitio web. First Capital Bank. Ese era. Sin duda era el logotipo que recordaba haber visto en la esquina superior izquierda de los extractos de Catherine Sheridan.

Aquello le indicaba un camino, algo que podía hacer.

Miller tomó nota de la dirección del banco. Vermont Avenue, la misma que el Washington American Trust, donde estaba la cuenta de McCullough.

La sensación de ansiedad iba en aumento. Estaba asustado, de eso no había duda, pero ¿cómo debía sentirse si no? No había otra emoción más indicada para aquella situación. Estaba pensando en hacer algo que sabía que no debía hacer de ningún modo. A pesar de que su sentido común le advertía a gritos que lo olvidara, no podía.

El lunes por la mañana iría a ver a Nanci Cohen. Le pediría algo sin hacerlo directamente, y luego se iría al First Capital Bank de Vermont Avenue, a ver de qué se enteraba.

Miller separó las cortinas unos centímetros. Miró a través de la abertura y contempló la noche de Washington. Las farolas, el ruido del tráfico en algún punto de la calle, la sensación de que todo estaba ahí, esperando a la llegada de la mañana.

De pronto le invadió la sensación de que le observaban. Cerró las cortinas y dio un paso atrás. Se le paró el corazón un momento. Sentía que las rodillas le fallaban, dio media vuelta y se dirigió a la silla que había junto a la puerta.

Se miró las manos. Le temblaban.

Nunca antes se había sentido así. Invadido. Poseído. Impulsado a investigar algo que le habían dado instrucciones que olvidara. Se preguntó si Robey le había elegido a él desde el principio y, de ser así…, de ser así, ¿por qué motivo?

La muerte de Catherine Sheridan se había asignado como cualquier otro asesinato. ¿Cómo iba a saber Robey que le tocaría a él el caso?

Miller trató de convencerse de que Robey no podía saberlo. Desde luego no podía controlar tanto la situación…

Y entonces Miller intentó dejar de pensar. Se estiró en la cama. Quiso dormir, pero no podía. Se había levantado por la tarde, y ahora no sentía más que agitación y nervios. Puso la tele de nuevo, fue cambiando de canal hasta que encontró algo que le llamara la atención, perdió interés, volvió a cambiar de canal y así siguió hasta que no pudo más. Hacia la medianoche salió, se subió al coche y se dio un paseo, escuchando la radio, tratando de no pensar en nada que no fuera la conducción.

Cuando regresó, hacia las dos, volvió a ducharse y se metió de nuevo en la cama. Sabía que no dormiría, e hizo acopio de paciencia para esperar hasta el momento en que la luz del amanecer se coló entre las cortinas para decirle que había llegado el lunes.

Cuando bajó por fin a la cafetería debía de notársele algo en la cara, porque Harriet le echó una mirada y asintió, como si lo entendiera todo. No le presionó para que desayunara. Hizo café, le puso la taza delante, en la mesa de la trastienda, y luego se fue a la tienda a ayudar a su marido.

Miller se bebió su café. Se volvió para mirar a Harriet, que cerraba la puerta de la calle de atrás. Ella no dijo nada, y tampoco lo hizo Miller. Quizá, de todas las personas del mundo, fuera ella la que entendiera mejor cómo se sentía.