6

Robert Miller y Al Roth estaban de pie, en la pizzería junto al cruce entre M Street y la Once. Miller consideraba que habrían aprovechado más el tiempo si Roth se hubiera dedicado a recuperar todos los archivos e informes de los tres asesinatos anteriores, pero en las visitas a domicilios y los interrogatorios se exigía la presencia de dos agentes. Y la norma era estricta y de obligado cumplimiento.

El encargado era joven; no debía de tener más de veintitrés o veinticuatro años. Un rostro agradable, de aspecto honesto, con el cabello claro y bien cortado.

—¡Hola! —saludó, sonriendo.

—¿Eres Sam? —preguntó Miller.

—Sí, soy Sam —dijo, mirándolos a los dos, uno tras otro—. Han llamado antes, ¿verdad?

Miller le enseñó la placa.

—Ayer por la tarde recibisteis un pedido, hacia las seis menos cuarto, y la entrega se hizo en una casa de Columbia hacia las seis.

—La mujer asesinada, sí. No sé qué decirles. El repartidor… Dios, no sé cómo habrá asimilado algo así.

—¿Tomaste el pedido tú mismo?

—Sí, fui yo.

—¿Y notaste algo en la voz de la mujer?

Sam frunció el ceño y negó con la cabeza.

—¿La mujer? No, no fue una mujer quien hizo el pedido. Fue un hombre.

Miller miró a Roth.

—¿Un hombre?

—Sí, desde luego, un hombre. No hay duda sobre eso. Yo tomé los detalles del pedido: masa rellena, queso Monterey Jack, doble de champiñones. ¿Sabe? Lo escribo todo, y luego le pido al tipo su número y me lo da. Le pregunto el nombre y me dice: «Catherine». Yo digo: «¿Cómo?». Y se ríe. Dice: «La pizza es para ella. Catherine». Y yo: «Vale, para Catherine». Le repito el pedido. Luego él me lo repite, muy, muy despacio. La conversación se me quedó grabada, ¿entiende?

—¿Era como si quisiera que recordaras la conversación?

—Eso es lo que me parece ahora. Quería que me acordara de él.

Miller miró a Roth. Todo lo que podía decir estaba ahí, en la expresión de Roth. El asesino de Catherine Sheridan había llamado pidiendo una pizza. Quería que la encontraran inmediatamente.

—¿Qué voz tenía? —preguntó Miller.

—Parecía de Washington, ¿sabe? Nada especial. Sonaba como cualquier otra persona. A lo mejor si hubiera sabido que me iban a preguntar sobre él, habría prestado más atención.

—No pasa nada. Lo has hecho bien. ¿Guardaste el número que te dio?

—Está en el otro listado.

—¿Lo tienes?

Sam rebuscó entre las cosas que tenía tras el mostrador, miró en dos sitios y les presentó un papel amarillo del tamaño de un naipe.

—Aquí está —dijo, entregándoselo a Miller.

—¿Puedo quedármelo?

—Claro.

Miller cogió la nota y le echó un vistazo.

—El prefijo es tres, uno, cinco —observó—. ¿Ese prefijo es de Washington?

—No lo sé —dijo Sam, encogiéndose de hombros—. No estoy seguro. A decir verdad, ni siquiera me lo planteé cuando tomé nota. Los sábados tenemos tanto jaleo…

—Está bien, lo comprobaremos —dijo Miller, que le dio a Sam una tarjeta—. Si se te ocurre algo más…

—… los llamo —apostilló Sam, sonriendo de nuevo como si estuviera contento de poder ayudar.

—Gracias —dijo Miller, y se despidió dándole la mano.

—De nada.

Miller se detuvo al llegar a la puerta.

—Otra pregunta. Sobre el pago. ¿No tomáis los datos de la tarjeta por teléfono?

—Sí, claro, a veces, pero la mayoría de los pagos son en efectivo.

—¿Y en este caso el pedido era en efectivo?

—Sí, era un pedido normal. Lo único raro fue lo del nombre de la mujer. Aparte de eso, la llamada fue como cualquier otra.

—Muy bien —dijo Miller—. Gracias por atendernos. —Levantó el papel amarillo—. Y por esto.

Ni Miller ni Roth hablaron durante el breve trayecto a pie hasta el coche.

Miller en el fondo tenía la certeza de que, en el futuro próximo, cualquier cosa parecida a una vida normal desaparecería. Desaparecería hasta que tuvieran a alguien, y no volvería a aparecer hasta que ese alguien fuera el que buscaban. Así es como solían ir las cosas.

Ya en el coche, miró el número impreso en la parte superior del albarán de pedido.

—La verdad es que no me parece que este prefijo sea de Washington. Creo que es de otro sitio.

—El caso es: ¿quién coño pide pizza para una muerta? —planteó Roth.

—Quería que la encontraran —respondió Miller sin pensárselo—. Quería que todo el mundo supiera lo que había hecho. A las otras tres las encontraron casi accidentalmente, por casualidad, algo normal. Pero este caso…, este es diferente.

Meneó la cabeza. Casi todo había sido igual: la entrada sin forzar la puerta, la paliza, la cinta y la etiqueta, hasta el aroma a lavanda. Todo lo mismo, solo que Catherine Sheridan no presentaba marcas en la cara, y ahora esto. Killarney habría dicho que el asesino había alcanzado su fase de embellecimiento. Modificaciones, cambios mínimos, convencido de que cada aspecto de su obra le reportaría mayor atención.

—Eso es lo que quiere —añadió Miller en voz baja—. Quiere que la gente vea lo que ha hecho.


En comisaría, Miller llamó al número para probar. No obtuvo más que un tono continuo. Pegó con cinta adhesiva la nota amarilla a la pared, junto a su mesa. No quería perderlo entre el montón de papeles que sabía que iría acumulando. Luego Roth y él redactaron las solicitudes necesarias para recibir los archivos relacionados con Mosley, Rayner y Lee en el Distrito Dos. Miller habló con Lassiter y le pidió toda la ayuda que pudiera facilitarle para darle algún sentido a toda la documentación que iban a recibir. Lassiter le asignó a Metz y Oliver y a un par de agentes de uniforme para el trabajo administrativo. Hacia las dos eran seis los que trabajaban apretujados en el despacho de la segunda planta.

—Necesito registros telefónicos —dijo Miller—. Del fijo y del móvil. Quiero movimientos bancarios, cualquier ordenador, de sobremesa o portátil, de cada una de las casas. Necesito historiales laborales, información detallada de pertenencia o afiliación a clubes, bibliotecas, gimnasios, asociaciones profesionales, revistas a las que estuvieran suscritas, todo eso. Hay que analizarlo todo con lupa, revisarlo todo milímetro a milímetro…, ver si hay algún denominador común, cualquier cosa que relacione a estas mujeres con un lugar, con una persona, y especialmente entre sí.

Después Miller llamó a la oficina del forense, donde le dijeron que aún no habían acabado la autopsia de Catherine Sheridan, que la forense auxiliar Hemmings no podría recibirlos hasta el día siguiente. Miller no había visto a Hemmings desde la investigación forense del 2 de noviembre, cuando su declaración le había exonerado de toda responsabilidad civil y criminal. Había sido un lío. En principio el departamento de policía pensaba que podrían mantener el caso en privado, pero no, había acabado siendo vox populi. Una investigación de asesinato rutinaria, una visita para interrogar a una prostituta llamada Jennifer Anne Irving como testigo potencial, la irrupción en un episodio de violencia, y Miller había acabado como objeto en una larga investigación de Asuntos Internos y con tres meses de suspensión.

Después habían venido las apariciones en público, las declaraciones de Lassiter y del comisario jefe, toda la fanfarria que solían acarrear esas cosas. Al salir del juzgado, tras la presentación de las pruebas definitivas, por los claustros que separaban la vía pública de las salas de los respectivos jueces, Miller había intercambiado unas palabras con Hemmings. Ya lejos de las luces de curiosos y periodistas, se había detenido un momento a darle las gracias, y al despedirse le había dado un abrazo —simplemente para expresarle su gratitud—. Y justo aquel momento fue el que captó un fotógrafo del Globe, atento y muy oportuno. Aquella fotografía tenía unas implicaciones evidentes. Habían pasado nueve días desde aquel momento. Y, entretanto, la muerte de Catherine Sheridan. Ahora tendría que hablar de nuevo con Marilyn Hemmings. Resultaría incómodo, lo sabía. Y no era algo que le apeteciera demasiado.

El domingo por la tarde Roth y Miller se sumergieron en la documentación del caso. El día acabaría con más preguntas que respuestas. Miller sentía la tremenda presión de todo aquello, notaba un peso que le hundía. Leyó informes que no tenían sentido. Localizó puntos en los que podían hacerse preguntas que no se habían hecho. Hasta en el caso de Margaret Mosley, en marzo, había líneas de investigación que podían haberse seguido, pero ahora —como sucedía en todos los casos—, todo lo que podrían haber encontrado habría desaparecido. La gente seguía adelante. La gente olvidaba cosas. La gente pasaba de puntillas por aquellas tragedias y hacía todo lo posible por no volver a pensar en ellas.

A las seis los agentes de uniforme se fueron. Metz y Oliver se quedaron hasta las ocho para completar los paneles que contendrían todos los planos y fotografías relevantes de cada uno de los cuatro asesinatos. Hacia las nueve, Miller tenía un dolor de cabeza implacable, y no parecía que el café lo aliviara. Había cosas que no cuadraban en cada uno de los casos, sobre todo detalles relacionados con la identificación de las víctimas. Las fechas de nacimiento no coincidían con las de los hospitales o los registros. Las investigaciones anteriores habían sido chapuceras. Había mucho que hacer, y Miller —que ya sentía la emoción y la tensión de la investigación— era consciente del tiempo y la dedicación que requeriría todo aquel trabajo.

Roth se preparó para marcharse a las diez menos cuarto, se detuvo en la puerta del despacho y le preguntó a Miller si quería quedarse en su casa. Miller sonrió y negó con la cabeza:

—No me gusta estar de más en ningún sitio.

—Pues vete a casa —dijo Roth—. Date una ducha, duerme un poco. Todo esto seguirá aquí mañana.

—No tardaré mucho —dijo Miller—. Ve a ver a tus hijos…, aprovecha mientras puedas.

Roth no dijo nada más; se limitó a levantar la mano y se fue.

Miller se puso en pie y se acercó a la ventana; esperó hasta que vio las luces del coche de Roth pasando por la calle. Miller conocía a Amanda Roth, la mujer de su colega; apenas se habían tratado, pero le gustaba. Conocía a los hijos de Roth: tenía tres, de catorce, once y siete años. Los padres de Amanda los habían ayudado a comprarse una casa de tres plantas cuando Al ganaba un salario miserable. Al y Amanda habían esperado pacientemente hasta que el MCI Center, ahora la telefónica Verizon, había empezado a atraer a gente al barrio. Habían esperado, alentados por las promesas de revalorización, habían visto cómo las promesas quedaban en nada, el cambio de alcalde, la renovación de las promesas, y por fin se quedaron satisfechos al ver que las cifras empezaban a mejorar. Ahora los Roth vivían en una casa que valía casi cuatrocientos mil dólares, pagada por completo, y tenían sus recibos que lo justificaban. Albert y Amanda Roth llevaban Washington en las venas. Todo lo que tenían, se lo habían ganado, y lo que se habían ganado se lo habían merecido. La gente como los Roth, aferrados con uñas y dientes a su legado judío, eran justo lo que la madre de Miller había deseado que fuera algún día su hijo, el tipo de persona que él nunca llegaría a ser.

Miller se subió a su coche, uno como cualquier otro, y se fue a casa. Por los ojos seguían pasándole imágenes de textos, la tupida letra impresa de las transcripciones de las entrevistas, los informes de los incidentes, los detalles que se habían pasado por alto y que le habían saltado a la vista, y recordó lo someros y superficiales que habían sido los exámenes preliminares de los escenarios de los asesinatos de Margaret Mosley, de Ann Rayner y de Barbara Lee. No ocurriría lo mismo con Catherine Sheridan. Siguió evocando imágenes: la de los libros de la biblioteca, la del almuerzo que no había llegado a comer, la que se había acostado con un desconocido en algún momento entre las diez y media de la mañana y las cuatro de la tarde.

Encontró los semáforos en verde a lo largo de todo el camino y poco antes de las once aparcaba en lo alto de Church Street. El deli estaba cerrado, pero había luces en la parte de atrás. Llamó a la puerta y Zalman salió a abrirle. Zalman Shamir, que apenas le llegaba al hombro, tenía la cara llena de arrugas y el cabello le clareaba; era todo lo que se esperaba de un anciano judío. Tras sus cuidados modales se ocultaba una gran profundidad de espíritu, y aunque dejaba que su mujer gestionara la tienda, Miller sabía que el deli no existiría sin la infatigable labor de Zalman.

—¡Tch, está enfadada contigo! —le dijo Zalman—. Te vas sin desayunar esta mañana. Anoche nosotros estábamos aquí, y cuando entraste no nos dijiste nada.

—Hola, Zalman —dijo Miller.

—¡Hola Zalman y un cuerno! —respondió él—. Tú ve ahí dentro y explícate. Ya está bien de tanto dolor de cabeza.

Miller atravesó las dos o tres mesas situadas en el lado derecho del deli, el puñado de sillas para las viejos amigos que acudían a jugar a ajedrez los lunes y los jueves. A la izquierda estaba la nevera, los estantes de cristal donde Harriet ponía los latkes de patata, las bolas de matzoh, el pescado gefilte

Harriet y Zalman Shamir eran buena gente. Lo hacían todo despacito, tal como se hacía en 1956, cuando se quedaron con el café de la esquina de Church Street. Solían vivir en el piso de encima. A su hijo le fue bien, les compró una casa de tres plantas, y ellos se habían mudado once años atrás. Miller había cogido el piso al hacerse policía, y desde entonces veía a los Shamir cada día. Harriet cocinaba, siempre de más; a veces le daba por pensar que Miller no comía lo suficiente y entraba en el piso para ponerle comida en la nevera. La mayoría de las noches, la mayoría de las mañanas, él se pasaba a charlar con ellos. Ella siempre hacía desayuno para tres, y había empezado a prepararlo para cuatro cuando Marie McArthur se quedaba. Y a veces, por la noche, cuando volvía y se encontraba el deli aún abierto, se sentaban juntos atrás, en la cocina, y ella le preguntaba por su vida, por las cosas que había leído en el periódico. Zalman no decía nada, se quedaba en segundo plano, cortando lonchas de pollo o bagels, haciendo zumo de naranja o algo así. Y Miller les hablaba, a aquella curiosa pareja de ancianos judíos, como si fueran sus padres adoptivos, un hogar donde evadirse por un momento de la oscuridad que reinaba en su vida fuera de aquellas paredes. Harriet le solía preguntar por sus casos, por los asesinatos, con una mirada que reflejaba fascinación, y Miller sonreía y le contaba todo lo que podía.

—Tú suavizas mucho esas cosas —le decía ella, cogiéndole la mano en señal de comprensión—. Zalman y yo éramos niños a finales de la Segunda Guerra Mundial. Vimos lo que las personas pueden hacerse unas a otras. Vimos a la gente que volvía de los campos de concentración.

Aun así, a Miller le parecía que no debía trasladar los detalles de su día a día a la vida privada de Harriet, y no lo hacía. Le sonreía, le cogía la mano, la abrazaba cuando se iba del deli y subía a su piso. Ella siempre le decía en el último momento que se buscara otra novia —«¡Y esta vez que sea una buena chica!»—, y Miller oía cómo Zalman Shamir le decía a su mujer que no se metiera, y cómo ella le contestaba: «Chist», que aquello era cosa de ella.

Aquella noche Miller oyó que Harriet le llamaba desde la trastienda.

—Hola, Harriet —respondió él, y esbozó una sonrisa.

—Te oigo —dijo ella—. Oigo cómo te ríes de mí. Yo no me río de ti.

Harriet apareció en el umbral, con el cabello recogido en un moño con una redecilla y las manos cubiertas de harina. Era bastante más baja que su marido y llevaba una bata sobre el delantal y un trapo de cocina sobre el hombro. Siempre tenía el mismo aspecto: vieja, pero como si nunca envejeciera.

—Fíjate —dijo en tono de desaprobación—. Hace dos días que preparo el desayuno, ¿y tú dónde estás?, ¿eh?

—Tuve que salir pronto. Lo siento.

—Lo siento, lo siento… Tienes aspecto de haber comido hamburguesas y bebido refrescos. Has comido hamburguesas y bebido refrescos, ¿sí o sí?

Miller se encogió de hombros.

—Entra en la cocina. Entra y come algo decente por una vez en tu vida.

—Harriet… No tengo hambre. —Miller se volvió y miró a Zalman—. Zalman… Dígaselo, ¿quiere?

Zalman levantó las manos en señal de rendición.

—Yo no digo nada. No puedo ayudarte en esto, Robert —dijo, encogiéndose de hombros. Se fue a la trastienda y se puso a hacer los preparativos para el día siguiente.

—Bueno, pues entra a tomar café y pastel de miel, ¿eh?

—Solo un trozo…, un trozo pequeño, ¿vale?

—Ay, qué tonto —respondió Harriet y, cogiéndolo del brazo, se lo llevó hacia la mesa de la cocina—. Así que estás en algún asunto gordo, ¿eh? —preguntó, mientras cortaba un trozo de pastel y le servía café.

—Un asunto gordo, sí —dijo él, asintiendo.

—¿Y qué asunto es tan gordo que no te permite saludar por la mañana?

Miller ya había pasado por aquello antes, y sonrió.

—No vamos a hablar de eso, Harriet. Ya se lo contaré cuando se resuelva.

—¿Y qué ha pasado con Marie? ¿No va a volver?

—Eso creo… Creo que se ha acabado.

Harriet meneó la cabeza.

—Qué tontería. Los jóvenes no aguantáis nada. Una discusión y todo se acaba, ¿no?

Miller no respondió. Miró a Zalman. Zalman negó con la cabeza. «Yo no quiero saber nada —quería decir aquel gesto—, y no te atrevas a meterme».

—Bueno, pues come —ordenó Harriet—. Come antes de que te desmayes de inanición.

Miller cogió el pastel de miel. Se quedó allí sentado un ratito, en su pequeño oasis, un ventanuco por el que podía colarse y desaparecer, dejándolo todo atrás.

El mundo y toda su oscuridad podían esperar hasta la mañana siguiente. El lunes 13 sería un día de datos sobre la autopsia, volverían a la casa de Catherine Sheridan, compararían y cruzarían todos los detalles que pudieran obtener de los casos anteriores. La perspectiva asustaba a Miller, pero al mismo tiempo le excitaba. Sintió que aquello daba sentido a su vida. Había pasado más de seis horas sin pensar en su ex novia, Marie McArthur, hasta que Harriet se la había recordado, y hasta que había visto las cajas en el pasillo junto al baño. Cajas con lo último que quedaba de ella, los restos de los meses que habían compartido. Aquello era una de las pocas cosas que le reconfortaba.

Se despidió de Harriet y Zalman poco antes de la media noche, y apenas pasada la una —después de ducharse y meter un montón de ropa en la lavadora— Robert Miller se echaba en la cama, oyendo el sonido de la ciudad a través de la ventana entreabierta, y cerraba los ojos.

No obstante, no se durmió enseguida. Estuvo allí tendido, pensando en una cosa. La misma que le susurraba en voz baja cuando no había nadie más.

Al final, cerca de las dos de la mañana, cayó rendido, pero en un sueño inquieto y quebradizo.