No había motivo para echar a correr. Simplemente eché a correr. Como Forrest Gump. Un sábado, allí de pie, en el patio trasero de la casa, en pleno verano, el calor sofocante me hizo sentir como si me hubieran dado una bofetada, aunque no tuviera sensación alguna de haber recibido un impacto. Fue algo sutil, que me dejó seco por dentro y mareado.

Salí a la calle y me quedé en la acera, y de pronto sentí el impulso de dirigirme a Rhode Island Avenue y eché a correr. El primer día descubrí músculos de la parte de atrás de las piernas que había olvidado que tenía. Me desperté el domingo por la mañana sintiéndome traicionado y engañado, deshidratado, y tenía un sabor amargo y asqueroso en la boca. Aquel fue el día que decidí dejar de fumar. Y lo hice. Había fumado casi veinte años, y entonces lo dejé. Una semana más tarde ya podía correr kilómetro y medio —la mitad de ida y la mitad de vuelta— sin hacer casi esfuerzo. Tardé dos semanas más en reunir las fuerzas necesarias para correr por todo el perímetro del parque y volver a casa. Pero lo hice. No paré. No vomité. Corrí despacio, con seguridad y cadencia, y seguí hasta encontrarme de nuevo en la esquina de New Jersey y Q Street.

Al cabo de un rato dejé de pensar en mí mismo y empecé a mirar.

Corrí por el recinto de la Shaw Howard University. Vi a los chicos y las chicas cargados de libros, de bolsas y mochilas, con reproductores de CD y iPods y reproductores de MP3, haciendo gala de su juventud, su vigor y de cierta convicción de que acabarían haciendo algo de provecho.

Corrí por toda Florida Avenue hasta llegar a la Séptima, hasta la fila de taxis de la esquina de la Cuarta, y vi el grupito de taxistas apoyados sobre los maleteros y los parachoques, fumando, bebiendo Dr. Pepper, riéndose de alguna gracia, callándose al paso de alguna chica, pensando: «¿Me la haría? Vaya si me la haría… Dios, si la tuviera diez minutos en el asiento trasero de mi taxi, no pararía hasta que me pidiera compasión…», pero sabiendo que, de tener la oportunidad, se sentirían violentos, incómodos, incluso tontos, y casi pedirían perdón, con una sensación de culpa que no les permitirá siquiera levantar el arma.

Corrí hasta los Constitution Gardens, y los recorrí de un extremo al otro, pasé por el edificio de la Reserva Federal, por el monumento a los veteranos y por Ohio Drive, al borde del West Potomac Park, rodeando la Tidal Basin y siguiendo por el puente de la Catorce, y pensé que si aquello fuera Nueva York, sonaría una canción de Simon and Garfunkel mientras corría.

Corrí al son de la música; me compré un reproductor de CD y escuché a Sinatra y a Shostakovich; escuché a Kelly Joe Phelps y a Nina Simone; escuché a Gershwin, a Bernstein y a Billie Holiday. Escuché un CD que daban gratis con una revista —Sonidos de la Amazonia— y me acompañó desde el Clara Barton Parkway hasta el río Potomac, porque me recordaba otra época, otro lugar, e hizo que los ojos se me llenaran de lágrimas y me dio miedo.

Corrí, y pasé junto a mujeres embarazadas y ejecutivos trajeados, junto a escaparates de colmados y salones de masajes, junto a bloques de pisos donde la sensación de soledad y de desolación flotaba en el aire como un perfume barato; por complejos industriales y garajes con el tejado de uralita donde hombres de rostro negro que apestaban a gasolina, a pintura, a aceite y a sudor miraban al exterior desde la semioscuridad; junto a cámaras frigoríficas donde descargaban toneladas de pescado congelado que caía en una especie de torrente desde los camiones sobre el cemento, de donde los recogían un grupo de hombres provistos de palas, hombres que sabían que nunca tendrían que comérselo.

Y pensé: «En tus ensoñaciones, en tus momentos de pensamientos ausentes, siempre hay un lugar al que volver». Y pensaba en esas cosas, y recordaba los lugares en los que había estado, y ella siempre estaba allí, con su sonrisa, con su calidez y su humanidad, y con su pasión por las boinas de colores extraños.

¿Qué es lo que decía Kafka? Que una jaula iba en busca de un pájaro.

La jaula me encontró, y era tentadora e hipnótica, y todo lo que prometía resultó ser mentira.

Corrí dejando atrás recuerdos y emociones: miedo y fracaso y frustración, y la duda acuciante de qué estaba haciendo, que a su vez me hizo dudar de quién era yo.

Corrí, y dejé atrás todas esas cosas, y pensé: «La victoria tiene cien padres, la derrota es huérfana», y no podía recordar quién había dicho aquello.

Enfrentarte a ese tipo de cosas hace que el resto de cosas de tu vida te parezcan absolutamente fútiles.

Dejé atrás rostros: los de las personas a las que disparé, que estrangulé, a los que hice volar con dispositivos incendiarios caseros, con granadas y con cartas bomba o gasolina; los de gente que me miraba a los ojos mientras yo los apuntaba con una pistola y apretaba el gatillo; gente que no lo vio venir, pero que sabía que algo había pasado cuando sintieron el impacto brutal de una bala en el pecho…, y los que ni siquiera se dieron cuenta de que estaban muertos porque la bala les dio de lleno en la frente, haciéndoles caer al suelo implacablemente, como un peso muerto.

Pasé por todas aquellas noches, por aquellas horas extrañas previas al amanecer —siempre oscuras, siempre frías—, oyendo pisadas en algún sitio, sin saber si eran reales o soñadas, y sintiendo por un momento que se me paraba el corazón, y pensando que quizá, solo quizás, algunas fueran el presagio de que llegaba el momento de pagar por mis acciones.

Corrí, dejando atrás a todas aquellas personas, cruzando hacia el otro lado, y seguí adelante, sin dejar de correr…, y no fui tan tonto como para creerme que estaba escapando de algo, o como para plantearme que lo que iba a dejar atrás era a mí mismo. Menudo engaño. Eso sería un tremendo, autocomplaciente, estúpido y patético engaño. No, yo no era tan ignorante. Pero una vez, solo por un momento, creí que había alguna posibilidad de que estuviera corriendo en dirección a algo. No sabía lo que era. Clemencia, perdón, absolución… ¿Paz? Pero entonces razoné y vi claro que moverse en dirección a algo siempre implica alejarse de otra cosa. Una consecuencia lógica. No te puedes alejar de la nada. Catherine se habría reído y habría dicho que un hombre tan superficial como yo no era capaz de algo tan profundo. La filosofía casera no tenía espacio en mí, ni en mi corazón ni en mi vida. La gente como nosotros no podía permitirse pensamientos filosóficos. Estábamos haciendo lo correcto. Lo sabíamos. Estaba tan claro, que no necesitábamos cuestionarnos la naturaleza de nuestros valores.

Corrí, y dejé atrás a las personas que empaquetamos y etiquetamos, que colocamos en filas, y que rociamos con lavanda para intentar disimular el hedor que desprendían al descomponerse los cuerpos ante nuestros propios ojos. Pero el olor se te metía dentro, insidioso e implacable, y es un olor que llevo en los poros de mi cuerpo, en el pelo, en los nervios, en los tendones, en las sinapsis y en los músculos, un olor que llevo arraigado en el interior de la nariz, y que siempre oleré porque, a fin de cuentas, ese olor lo representaba todo.

Y sé que alguien me encontrará tres días después de mi muerte, y que yo oleré igual.

Corrí, dejando atrás el pasado y entrando en el presente, y los muertos se vinieron conmigo, y vi sus rostros y oí sus voces, y me di cuenta de que cargaría con ese peso el resto de mi vida, y que si Catherine tenía razón, también cargaría con él en mi siguiente vida, y en la otra, y en la otra…

Dejábamos que jugaran con nosotros como tontos, como lo que éramos.

Creíamos en ello con tanto empeño…, creíamos lo suficiente como para matar por ello.

Eso es lo que hacíamos. Y cuando la guerra acabó, creímos que todo pararía: las pistolas, las drogas, los asesinatos, la codicia sin sentido, la corrupción y las puñaladas por la espalda, las mentiras, los engaños y el horror maquiavélico de todo lo que habíamos creado. Pero no. No paró. Nos fuimos de Nicaragua y vino con nosotros.

Y lo que me dijo. Lo que me dijo Catherine Sheridan…

«No puedo seguir viviendo en un mundo ciego e ignorante. Ciego ante lo que hemos hecho. La apatía no es una solución para mí, John. ¿Entiendes lo que quiero decir? Estás de acuerdo conmigo, ¿verdad, John?».

De modo que nos trajimos el monstruo sagrado a casa…, un monstruo lo suficientemente grande como para devorarnos a todos.