47

Miller esperó de pie junto al mostrador, mientras Julia Gibb reunía los cinco libros que había devuelto Catherine Sheridan. Ya había llamado a comisaría desde su móvil, para que Oliver fuera al apartamento de Robey y le avisara si aparecía. Pero Miller sabía que Robey no volvería. Todavía no. A menos que hubiera pasado algo. No tenía ni idea de qué podía ser, pero estaba seguro de que Robey estaba orquestando todos los detalles de aquello; quizá llevara haciéndolo desde el principio.

Lo único que sentía Miller era el presentimiento de algo terrible que se avecinaba.

No entendía el significado de aquellos libros, pero no tenía otra opción que ponerlos a buen recaudo, llevárselos a comisaría y echarles un vistazo, ver si había alguna pista, algún mensaje que hubiera podido dejar Catherine Sheridan.

Pero ahora era diferente. Ahora daba la impresión de que Robey le estaba dirigiendo hacia algo que Catherine quería que supiera. Eso podía significar que Robey y Sheridan fueran cómplices, o que ella supiera que iba a ir a por ella, y si ese era el caso, aquello abría todo tipo de posibilidades. En primer lugar, indicaba que Sheridan sabía que iba a morir. Devolvió los libros, y luego la mataron. Miller no creía en las coincidencias. El número de la pizzería. El archivo del caso de Darryl King. La visita a Natasha Joyce. El asesinato de Natasha el martes. Estaban a viernes y aún no tenían el informe completo de la Científica. Las fotografías debajo de la cama, aquellas imágenes inconfundibles de un Robey joven, la coartada fingida, tan débil en sí misma que el propio Robey sabía que le pondría en el punto de mira… Todo aquello formaba parte de otra cosa.

Tenía el corazón en un puño. El pulso acelerado. Se sentía deshidratado y tenía náuseas.

Cuando Julia Gibb apareció por detrás de la estantería más próxima cargada de libros, el busca de Miller sonó. Echó un vistazo. Roth. Lo silenció; Roth podía esperar hasta que volviera a comisaría.

—Aquí los tiene, inspector —dijo Julia Gibb—. Afortunadamente nadie los ha tomado prestados desde su devolución.

Miller le dio las gracias, recogió los libros y se dirigió a la puerta.

—Supongo que nos los devolverán —dijo ella, mientras él se alejaba.

—En cuanto sea posible —respondió Miller.

—Los otros cuatro no me preocupan demasiado, pero el Wilcox ya está descatalogado… Es muy difícil de encontrar, ¿sabe?

—Los cuidaré bien —dijo Miller—. Se los traeré en cuanto pueda.

Casi se le cayeron los libros mientras hacía malabarismos para pasar por la puerta de lado, y luego bajó la escalera a toda prisa. Cruzó la Séptima y tomó New York Avenue en dirección a comisaría. A las dos travesías ya estaba sin aliento, corría para ver qué era lo que Roth tenía que decirle, y para ver si encontraba algo en los libros que llevaba. Pensó en el informe de la Científica del apartamento de Natasha Joyce, en los resultados de la autopsia, y al hacerlo le vinieron a la mente Marilyn Hemmings, Jennifer Ann Irving y Brandon Thomas… Todo tan distante, tan apartado de lo que estaba haciendo que parecía parte de otra vida. Todo había avanzado a gran velocidad. Hacía seis días de la muerte de Catherine Sheridan. Menos de una semana. Entregaban informes diarios a Lassiter, que se los pasaba a Killarney, y este a quienquiera del FBI que estuviera interesado en el caso. ¿Y qué tenían? Lo único que demostraba la implicación de Robey procedía de una prueba adquirida ilegalmente, y del uso de las instalaciones y el personal del departamento para determinar la naturaleza incriminatoria de esa prueba. ¿En qué posición le dejaba eso? Es más, ¿en qué posición dejaba a Marilyn Hemmings?

A Miller se le fue la mente pensando en las posibilidades y las implicaciones.

Llegó a comisaría, subió la escalera y entró en recepción.

—Roth te estaba buscando —le dijo el sargento de guardia—. Está arriba.

Miller subió los escalones de dos en dos, atravesó el pasillo a la carrera y entró en el despacho, usando el codo para bajar la manija y acceder de espaldas con los libros bajo los brazos.

—Miller —dijo Lassiter—. Joder, ¿dónde demonios estabas?

Miller se volvió, sorprendido de oír la voz de Lassiter y de encontrarse a Al Roth y Nanci Cohen, Chirs Metz, Dan Riehl, Vincent Littman y Jim Feshbach sentados en corro a la derecha del despacho.

Miller dejó el montón de libros sobre el escritorio más cercano y dudó un momento.

—Más vale que vengas a ver esto —dijo Lassiter, que se levantó de la silla, cogió una fotografía en blanco y negro de la mesa y se la pasó para que la mirara.

—¿Qué es? —preguntó Miller, mientras se acercaba al grupo.

—Tu amigo el sargento Michael McCullough —dijo Lassiter—. O, mejor dicho, el motivo por el que no hemos podido localizar al sargento Michael McCullough.

Lassiter se inclinó, le señaló un hombre situado en el cuarto puesto por la derecha de la segunda fila desde atrás, y a Robert Miller se le paró el corazón. Tardó un rato en volver a ponerse en marcha.

—¿Y esto qué significa? —preguntó Lassiter.

Miller no podía articular palabra. Se quedó mirando el rostro que tenía delante, perteneciente a un John Robey vestido de uniforme que le devolvía la mirada, casi sonriendo, iluminado por el sol. Fruncía ligeramente el ceño, como si le molestara la luz, pero ahí estaba, de pie, junto a sus colegas del Distrito Siete.

—¿Y bien? —le apremió Lassiter—. ¿Qué cojones es esto? ¿Nos enfrentamos a un poli renegado, o qué?

Miller meneó la cabeza.

—No lo sé… Dios, ni siquiera sé qué decir. Esto es tan…

—Has enviado a Oliver a casa de Robey, ¿no? —le interrumpió Lassiter—. Parece que Robey no está allí.

—He ido a ver a Robey. Me ha dicho que quería enseñarme algo. Me ha llevado hasta la biblioteca Carnegie y luego ha desaparecido.

Lassiter frunció el ceño.

—¿Que ha hecho qué?

—Ha desaparecido. Hemos ido a pie hasta la Segunda, y entonces se ha marchado corriendo entre el tráfico y ha desaparecido.

—¿Y los libros?

—Son los libros que devolvió Catherine Sheridan la mañana de su muerte. Robey quería que los fuera a buscar a la biblioteca…

—¿Y para qué?

—No lo sé… Son cinco… Si tomamos la primera letra de cada título y las juntamos, forman «Robey». Su nombre. Creo que contienen algo… Un mensaje, quizá. No lo sé.

—Entonces, ¿sabía que iba a matarla? —Fue Nanci Cohen quien habló.

Se puso en pie, se acercó a Miller y cogió uno de los libros. Lo abrió, lo hojeó, le dio la vuelta y lo sacudió para ver si caía algo. No había nada. Hizo lo mismo con los demás. Roth y Metz se acercaron y también los examinaron.

—Dejad eso ahora —dijo Lassiter—. Tenemos algo un poco más urgente ahora mismo… El hecho de que ese profesor de universidad es un poli, o que es alguien que se ha hecho pasar por poli. Esto es jodidamente increíble.

Nanci Cohen dejó el último de los libros sobre la mesa.

—Lo que más me sorprende es que lo tuvieras, y que se te haya escapado.

—No lo tenía —respondió Miller entre frustrado y exasperado—. Usted fue quien dijo que no podíamos hacer nada…

Lassiter levantó la mano e hizo callar a Miller.

—Alto —dijo—. No vamos a empezar una discusión. ¿Tenemos pruebas suficientes para pedir una orden de registro de su piso? —añadió, dirigiéndose a la ayudante del fiscal.

Ella asintió.

—Por supuesto. La sospecha de suplantación de identidad de un agente de policía a mí me parece más que de sobra.

—Encárgate del papeleo —ordenó Lassiter, volviéndose hacia Metz—. Ahora mismo. Quiero la orden esta noche. Vamos a entrar en ese piso y a buscar todo lo que podamos sobre este tipo en las próximas dos horas, ¿vale?

Metz se dirigió hacia la puerta.

—Iré contigo —dijo Nanci Cohen—. Se la llevaré directamente al juez Thorne.

Lassiter se volvió hacia Miller.

—Revisa esos libros con Roth y los demás. A ver qué encontráis. En cuanto tenga esa orden os quiero en casa de Robey. Poned el piso patas arriba. Descubrid quién cojones es ese tipo y qué está haciendo. —Lassiter echó un vistazo a su reloj—. Debo ir a ver a alguien. Tardaré una hora. Llamadme en cuanto tengáis la orden. Si puedo, me reuniré con vosotros.

Miller se quedó mirando cómo se iba, vaciló por un momento y luego se dejó caer sobre la silla.

Eran poco más de las seis de la tarde. No había comido nada desde el desayuno.

Roth se sentó frente a él. Feshbach, Littman y Riehl, al otro lado del despacho, sin saber muy bien qué buscar.

—Un libro cada uno —observó Miller, y cogió Beasts, de Joyce Carol Oates.