CAPÍTULO 18

Permanecí seis semanas en Convention Village, visitando de cabaña en cabaña a mis antiguos compañeros. Quedé sorprendido por el espíritu laborioso que imperaba entre ellos. Los hombres y las mujeres se ocupaban de una variedad de oficios mecánicos que habían ejercido antes de enrolarse en el ejército o habían aprendido durante su cautiverio. Hasta a los niños se les obligaba a prestar servicios útiles. Uno de mis antiguos camaradas se había casado con una she-kener o gitana, venida con una tribu que unos holandeses, traficantes de esclavos, habían traído al país desde Alemania como redemptioners,[10] pero cuyos miembros pronto habían comprado su libertad y se hallaban a la sazón instalados en esa zona. Esa gitana enseñó a las mujeres la confección de encajes y de cestas. Algunos soldados fabricaban a punta de navaja cucharas de madera y aprendían asimismo a hacer fuentes, platos, espumaderas, vasos y salseras, con los largos nudos que tenía la madera de los viejos arces, hayas y fresnos. De un solo trozo de tal madera se podía confeccionar todo un juego de fuentes. Un hombre que había sido hojalatero enviaba a sus compañeros por la comarca con dinero procedente de los fondos comunes para comprar viejos candeleros, lámparas, ollas y otros objetos de latón y de cobre, pagando con arreglo al peso, y luego martillaba el metal y fabricaba con él botones y hebillas de toda clase. Empleaba a algunos de los soldados como aprendices; otros se hicieron vendedores ambulantes y vendían los artículos por la comarca, agregando a su surtido encajes, escobas, objetos de madera labrada y cestas.

Casi en seguida de llegar a la aldea fui invitado por mis camaradas a interpretar el papel de Richard Plantagenet en una representación pública de la Historia de Enrique VI, correspondiendo a Jane Crumer el de la reina Margaret. Una razón importante del aprecio y hasta cariño que los habitantes de Little York guardaban a los de Convention Village eran esas periódicas veladas teatrales. Hasta entonces los americanos habían poco menos que desconocido el teatro, y quedaron muy impresionados al escuchar por primera vez la poesía recitada con sentimiento e inteligencia; creo que desde entonces ya no han perdido el gusto por las obras de Shakespeare. Cuando más tarde mencioné esto al mayor Mackenzie de mi regimiento, observó:

—¡Hay que ver qué pícara indolente es la Musa de la Historia…, cómo se repite! Hace dos mil años, una fuerza expedicionaria partió del antiguo estado marítimo de Atenas rumbo al Oeste contra los fuertes colonos griegos del Nuevo Mundo de Sicilia. El asunto salió mal y gran número de atenienses fueron cogidos prisioneros; pero ellos mitigaban el rigor de su desgracia representando las obras del autor dramático Eurípides, que encantaban a sus apresadores de Siracusa.

Jane Crumer era en verdad la madre del regimiento: hasta agrupó a los trabajadores en una corporación o hermandad, y con las cuotas mensuales que pagaban acumulaba un fondo respetable, al que podían recurrir los que se hallaban enfermos y las personas que deseaban tomar dinero prestado para la compra de herramientas o material. Administraba este fondo con gran prudencia, pero como no sabía hacer cálculos debidamente, le di lecciones en este arte. Me suplicó que me quedase allí e hiciese de maestro de escuela para los niños de la aldea, que eran muy numerosos, ya que los hombres casados, en general, no habían desertado de su regimiento; pero cuando le informé de que no podía renunciar a mi propósito de escapar, desistió, lamentándose de mi obstinación.

Tan bien había domesticado ella al «rudo y gallardo Noveno» con las suaves cadenas de la disciplina femenina, que cuando traté, apelando a todos los argumentos, de suscitar ese brío que debiera llenar el pecho de todo soldado, no les causé la menor impresión. Me ofrecí para capitanear cualquier número de ellos y hacer un noble esfuerzo por huir a Nueva York, pero no me hicieron caso. Dijeron que se sentían muy a gusto allí donde estaban, y que se quedarían por lo menos hasta que se firmara la paz, y quién sabía si no hasta el fin de sus días. El clima les agradaba, la gente de Pensilvania les gustaba y estaban hartos de la guerra. Veinte o treinta de ellos se habían casado, en su mayor parte con alemanas.

Jane Crumer sonrió cuando le conté mi fracaso, asegurándome que la paz, no menos que la guerra, tenía sus victorias. Señaló al otro lado del paseo a Winifried la Larguirucha (la mujer que había robado el toro municipal de Boston y vencido al alcalde), sentada delante de su cabaña con su familiar pipa de barro todavía entre los labios. De la arpía que había sido en el campamento se había transformado en una muy notable cestera y en la mejor ama de casa, si bien conservaba todavía su lenguaje rudo.

—Gerry Lamb —me dijo Jane Crumer—, usted aún es joven. Cuando haya pasado la cuarta edad del hombre y dejado, para expresarlo con palabras de Shakespeare, de «buscar la fútil reputación hasta en la boca del cañón», creo que entrará muy bien en la quinta edad. Llegará a ser un juez muy juicioso… Y espero conocerle mejor entonces.

—Vamos, Jane —dije yo—, déjese usted de bromas, se lo ruego. Bien sabe que yo no busco la gloria; los británicos estamos metidos hasta los codos en la guerra, y por mi parte quiero, como el pobre Terry Reeves, luchar hasta la muerte por mi rey y por mi patria.

Ella me pidió perdón y exclamó:

—No, no, Gerry Lamb; no era mi propósito desviarle de su camino. Admiro su perseverancia y le deseo toda clase de éxito. Sólo que estos pobres restos del regimiento son los que siempre han carecido de la determinación de huir, hombres de paz, no soldados por temperamento como usted, y es mejor que se queden aquí. Los demás hace mucho que se escaparon, y ya sabe que muchos llevaron su fuga a feliz término. Pero la mayor parte de ellos fueron capturados, siendo fusilados unos, ahorcados otros y el resto metido en prisión. La noticia de su destino ha desalentado a los restantes.

Envié un mensaje a mis camaradas de los Reales Fusileros Galeses del campamento, colocando un papelito alrededor de una piedra que tiré sobre la empalizada cuando el centinela volvía la espalda. Iba dirigido al sargento Collins y en él le hacía saber que me proponía capitanear un grupo para huir a Nueva York el día de San David. Consideraba que en todo el ejército británico nadie aventajaba en valentía e intrepidez a los siete hombres que mencionaba en mi carta. Éstos eran los tres sargentos Collins, Smutchy Steel y Robert Prout, el sargento de transporte y cuatro soldados rasos: Tyce, Penny, Evans y Owen. Mencioné que si decidían venir debían ir a buscarme a mi cabaña a medianoche del último día de febrero. Al mismo tiempo fui a ver al capitán de Saumarez a su residencia en la ciudad y le informé de mi propósito, mencionando los nombres de los hombres. Como había gastado casi por completo mi dinero, le rogué me adelantara la suma que creyese conveniente. Aplaudió mi propósito y mi elección de la fecha, y esa misma noche me envió nada menos que ocho guineas, una para cada miembro del grupo.

Si bien mis viejos camaradas del Noveno no se decidieron a acompañarnos, hicieron todo lo que estaba en su poder por ayudarnos en nuestra evasión. Dos de ellos, incluso, consintieron en distraer la atención del centinela a la hora fijada para la evasión del campamento, fingiendo estar borrachos y hacer cabriolas cerca de la garita. Afortunadamente, la noche era muy oscura; a las doce, los siete hombres entraron en mi cabaña después de haber escalado la empalizada sin ser descubiertos. Allí pasaron el resto de la noche. Tomé la precaución de hacerles prometer la observancia de ciertas normas de guerra. La expedición que estábamos a punto de iniciar debía realizarse bajo disciplina militar, y ya que me habían elegido por unanimidad como jefe, exigía una obediencia incondicional. Smutchy, que me había acompañado en mi anterior fuga, llevada a feliz término, y que había comprado una pistola de caballería a un habitante de Convention Village, se ofreció voluntariamente para ejecutar la sentencia de muerte en cualquiera que desacatara mis órdenes. A mi vez, yo me comprometía a celebrar un consejo de guerra cada vez que tuviera dudas respecto a lo que había que hacer; pero mis decisiones debían ser obedecidas como si fueran del propio Lord Cornwallis.

El uno de marzo, después de tomar en mi cabaña unos tragos de despedida, brindando por el éxito de nuestra empresa y «por San David», partimos en dos grupos, rumbo al Oeste hacia el congelado río Susquehannah, que quedaba a diez millas de distancia. Con el grupo que marchaba delante iba Jane Crumer, que por entonces era tan bien conocida en el país que se supondría que los hombres que la acompañaban pertenecían al ejército de la Convención. Yo capitaneaba el grupo de retaguardia, y mi pase, que me daba libertad de movimiento hasta el río, protegería sin duda también a los otros cuatro hombres, que dirían que habían dejado el suyo en casa. Marchamos por la comarca sin contratiempos y cuando divisamos el río dimos las gracias a Jane y le dijimos adiós. Mirando hacia atrás noté que ella se alejaba con aire muy apenado, como si hubiese deseado acompañarnos, de no haber sido por las responsabilidades que había asumido en la aldea y por su pobre marido imposibilitado. De pronto ella volvió a su vez la cabeza y reparó en mi mirada. Los dos, impulsados por una simpatía mutua, volvimos al lugar donde nos habíamos separado; nuestros ojos se llenaron de lágrimas y le besé la mano, pero ninguno de los dos encontramos palabras para esta segunda despedida.

Cuando llegamos al río vimos que el hielo se estaba deshaciendo, consecuencia de la cálida temperatura que se había registrado durante el día anterior, y nos vimos en la imposibilidad de cruzar a la otra orilla. Sin embargo, se levantó un frío viento del Norte y comprendí que las aguas del río se estaban congelando otra vez. El Susquehannah tenía allí aproximadamente una milla de ancho. Decidimos permanecer toda la noche en la orilla, con la esperanza de que por la mañana el hielo soportaría nuestro peso. En unos matorrales algunos de mis compañeros cortaron cañas y construyeron una especie de choza para protegernos contra el viento, en tanto que otros recogieron leña. Me dirigí por la orilla hacia donde había visto a un hombre que metía sedales de pescar en un agujero practicado en el hielo. Creía que había reparado en nuestra presencia, y deseaba cerciorarme de que no significaba ningún peligro para nosotros. Su cara me parecía conocida, y cuando llegué hasta él no tuve dificultad en identificarlo.

—¡Hola, Feliz Billy Broadribb! —exclamé—, ¿qué tal la pesca?

Ese Broadribb era miembro de los Reales Fusileros Galeses, y debía su apodo al aire triste que tenía siempre; había desertado dos años atrás durante nuestra expedición contra Fort Lafayette. En aquel entonces era muy descuidado con su cabello y su equipo, y replicó insolentemente al sargento que lo reprendió por ello, asegurando que «el blanquizal y la pomada nos harán perder la guerra», y que «los americanos, al menos, tienen suficiente sentido común para no perder el tiempo en tales futilezas». El sargento le condenó entonces a veinte azotes, que le serían administrados a la mañana siguiente, pero prefirió desertar antes que someterse al castigo. Feliz Broadribb pareció al principio muy cohibido, por ser yo sargento en el regimiento del que había «desertado frente al enemigo»; pero se me ocurrió pensar que podría sernos útil, y por eso extremé mi amabilidad con él.

—Vaya, Feliz Billy —le dije—; el sargento Farr que le condenó a esos azotes murió hace dieciocho meses, el pobre. Era un oficial muy severo. Creo que nadie le reprochó a usted de veras la forma en que le replicó. Pero ¿no era usted amigo de Harry Tyce? Él está allí, en los matorrales, junto con algunos otros hombres del regimiento, y estoy seguro de que le gustaría estrecharle la mano otra vez.

—No, no; tengo que irme —dijo Broadribb con gran embarazo—. No podría mirar a la cara a ningún Fusilero Galés. Además, hace mucho frío.

—Tenemos entre todos un galón de aguardiente —dije—, y puede usted entrar en calor con una copita.

Entonces accedió a acompañarme a los matorrales. Pero antes le pregunté:

—Bueno, Feliz Billy, viejo, ¿cómo le ha ido en estos dos años? ¿Han sido los americanos como usted esperaba?

Él dio un suspiro y contestó sombríamente:

—Para serle franco, sargento Lamb, he llevado una vida muy miserable desde que dejé el ejército. Los americanos sin excepción me desprecian por haber desertado de mi rey y ser, no obstante, contrario a combatir por el Congreso. Esto es muy duro. Desde entonces vago por Pensilvania, Nueva York y Jersey, trabajando duro para ganarme la vida; pero recibo más puntapiés que monedas.

—¿Qué tipo de trabajo ha hecho? —pregunté.

—Bueno, todo lo que caía…, talar árboles, con el hacha al hombro, vender artículos de mercería, ayudar en un aserradero, conducir una balsa, cultivar nabos para un colono holandés; hasta cuidé gansos, aunque no sirvo para manejar la vara. Creo que conozco cada pulgada de terreno entre este lugar y las líneas británicas. Los leales han sido más amables conmigo que los rebeldes, pues nunca he ocultado lo mucho que lamento mi deserción.

Penetramos juntos en los matorrales y, en un tono que esperaba fuera entendido por mis camaradas, grité:

—Aquí viene un amigo que está en apuros, el fusilero William Broadribb, quien en un momento de ofuscación desertó del regimiento, pero que ha vivido para arrepentirse de ello. Creo que ahora reparará su error conduciéndonos a Nueva York. Conoce toda la comarca tan bien como el mismo general Washington. ¡Vamos, camaradas, venga ese aguardiente! Un buen trago en honor de Feliz Billy Broadribb.

El soldado Tyce, que era oriundo de Yorkshire, entendió bien la insinuación y le dio una palmada en el hombro a su viejo camarada.

—Encantado de verte, Billy Broadribb. Todo irá bien. Nos conducirás por los senderos que conoces y, cuando lleguemos sanos y salvos a Nueva York, intercederemos como un solo hombre en tu favor ante Sir Henry Clinton…, ¿qué dice usted, sargento Lamb?

—No le negará el indulto —contesté con convicción—. No cabe la menor duda de ello. Y es más, cuando hace tres años me escapé en la misma forma, Sir Henry se mostró muy generoso en su recompensa a nuestro guía, como lo puede confirmar el sargento Steel.

Aquí se interpuso el sargento Robert Prout, con su temperamento exaltado de hombre de Gales:

—No me importa lo que dé Sir Henry, pero lo que sí sé es que yo mismo recompensaré a Billy con mucho dinero y con muchos buenos tragos.

Hicimos a Billy feliz de veras con repetidas copas de aguardiente, e insistiendo en que era un hombre incomprendido y que había sido tratado mal, terminó por acceder a conducirnos a nuestro destino. Noté complacido que, aunque borracho, no sólo conservaba una mente clara, sino que muy al contrario de lo que pudiera esperarse nos dio valiosos consejos. Dijo que conocía muy bien la mentalidad de la gente y que dos o tres hombres podrían pasar sin contratiempos, pero un grupo de nueve era excesivo. Debíamos dividirnos en cuanto cruzásemos el río, pues la presencia de un número tan grande de soldados británicos no tardaría en difundir la alarma por el país y se nos perseguiría inmediatamente. También insistió en la conveniencia de cambiar cuanto antes nuestros uniformes por ropa civil.

Le dijimos que consultaríamos con la almohada y hubo una cena muy alegre, a base del pescado que él había conseguido y que asamos sobre el fuego, acompañándolo con algunas rebanadas de pan alemán y bebiendo aguardiente.

Montamos guardia por turnos y al rayar el alba bajé al río para examinar el estado del hielo. Crujió bajo mis pies, pero soportó mi peso. Llevé la buena noticia al grupo y decidimos cruzar el río sin demora. Aunque el hielo era sumamente frágil y estaba quebrado en muchos sitios, avanzamos con la más firme determinación; se estremecía y gemía a cada paso bajo nuestros pies. Marchamos en fila india, a unos pasos de distancia uno del otro, y llevábamos largas ramas de árbol para que, si alguno se hundía en el hielo, los otros pudieran sacarlo y salvarle la vida. Pero cruzamos sin ningún contratiempo. Una vez ganada la orilla opuesta, el sargento Collins me dijo:

—Ahora, Lamb, creo que Broadribb tiene razón. Debemos dividir nuestras fuerzas si queremos tener éxito. ¿Qué opina usted?

—Me gusta muy poco esta idea —contesté—, pero no veo otra alternativa. Los leales, que acaso estarán dispuestos a ayudar a dos o tres hombres, temerían muy probablemente dar acogida a un grupo tan numeroso como es el nuestro ahora. Propongo, pues, que nos dividamos en dos grupos de a cuatro. Broadribb puede elegir el grupo que quiere conducir. Usted y yo, Collins, vamos a elegir alternativamente un hombre, pues como usted es el sargento de más edad debe mandar el otro grupo.

Así lo hicimos. Elegí en primer término a Smutchy Steel, en segundo lugar al sargento Probert y en tercero al soldado Jack Tyce. El sargento Collins eligió a los tres soldados restantes por ser hombres de su propia compañía. Feliz Broadribb optó por acompañarme a mí a causa de su amistad con Tyce, y porque creía que si nuestra empresa salía bien, yo tendría más influencia que el sargento Collins en lo de obtener su indulto de Sir Henry Clinton. Luego dije:

—Muy bien, esto ya está decidido. Collins, mi consejo es avanzar de noche y ocultarse de día, y utilizar una cadena de amigos, asegurándonos de cada siguiente enlace.

—Puede tener la seguridad de que así lo haré. Pero ¿y el primer enlace? Feliz Billy, ¿no puede indicarme un punto de partida?

Billy contestó afirmativamente, e indicó al sargento Collins el nombre de una viuda leal que vivía a siete millas de distancia, quien seguramente los ayudaría si la abordaban en forma discreta. Acto seguido nos despedimos con el corazón apesadumbrado, aunque expresando nuestra firme esperanza de que nos volviéramos a ver en Nueva York. Hasta discutimos los platos y el vino del banquete con que celebraríamos el acontecimiento. Tras alguna discusión, convinimos en bistecs, un fricasé de pollo, una pata de carnero asada, un ganso bien relleno, dulce de arándano, mucho vino de Madeira, huevos, tocino, y una piña entera para cada uno, si se conseguía esta fruta. Smutchy protestó diciendo que para él no existía una mesa bien preparada sin una buena fuente de «tubérculos de Irlanda» hervidos con la piel. Nos comprometimos a proveerle de una amplia ración, y agregar sal y manteca fresca para acompañarlos.

El sargento Collins y sus hombres se encaminaron a la casa señalada mientras que nosotros nos ocultamos todo el día entre los árboles de la ladera nevada que constituía la otra orilla del río. A la mañana siguiente, nuestro guía nos llevó a casa de uno de los «amigos del rey», término con que se designaba por allí a los leales. Nos resultó un hombre más útil que agradable. Se ocupaba de coleccionar y clasificar retales de seda, hilo y algodón para la elaboración de papel, y pudo darnos de sus existencias cuatro trajes, de un género de pésimos colores, a cambio de nuestros uniformes. Era un hombre hosco y no nos permitió entrar en su casa, advirtiéndonos que si bien podíamos hacer uso de su cobertizo, fingiría ignorar nuestra existencia en el caso de que fuésemos aprehendidos en su finca. Le pedimos unas cuantas patatas frías o un poco de pan, pero nos dijo que no podía darnos nada. No lo volvimos a ver, y ni siquiera se molestó en desearnos buena suerte.

Me puse mi traje con repugnancia, pues despedía el penetrante olor característico de los negros. Como el soldado Tyce sonriera un poco al ver al sargento Lamb, siempre tan correcto y formal, vestido con semejante atavío, asumí una actitud teatral y declamé solemnemente un trozo de mi papel favorito de Edgar en El Rey Lear.

Ningún puerto es libre; no hay lugar

sometido a la más estricta vigilancia

que no espere mi captura. Mientras pueda escapar

me cuidaré; y estoy decidido

a asumir el aspecto más vil y pobre

con que la desgracia haya aproximado el hombre a la bestia.

Voy a cubrirme la cara de mugre;

ceñirme con un trapo las caderas y enmarañarme los cabellos…

A las once de aquella noche nos pusimos en marcha rumbo a Lancaster, una activa ciudad alemana de mil cien casas. Pero decidimos evitar sus calles y torcimos hacia la derecha, sin salir del bosque. Pasar al sur de la ciudad hubiera sido peligroso; nos habría llevado a territorio habitado por los fanáticos presbiterianos de Ulster, cuya ciudad de Londonderry era uno de los focos principales de la revolución, así como también el centro de la joven industria del tejido americana. Como irlandeses que éramos, Smutchy y yo seríamos tratados sin piedad si caíamos en sus manos. Los alemanes, en cambio, según nos aseguró Broadribb, no interrogaban a los viajeros ni eran crueles para con los desgraciados.

De madrugada llegamos a un pueblo llamado Litiz. Había allí, un poco apartada de las demás, una casa con un cartel que en torpe letra anunciaba que ahí se ofrecía refresco para hombres y caballos. Broadribb nos informó que el calor del aguardiente se había disipado en él y que le hacía falta más, como también un buen desayuno para acompañarlo. Consideramos necesario mantenerlo de buen humor y, como no podíamos ofrecerle aguardiente, era natural darle un poco de dinero para que pudiera echar un trago. Desgraciadamente, empero, no teníamos moneda más pequeña que un dólar de plata, y no podía dejar a Broadribb solo en una taberna con esa suma de dinero; no tardaría en emborracharse y a lo mejor se olvidaba por completo de nosotros, mientras esperábamos fuera, en el bosque. No nos quedó, pues, más remedio que entrar con él. Llamamos a la puerta y supongo que el tabernero nos espió desde la ventana y nos consideró como clientes de sospechoso aspecto, pues se escurrió por la puerta trasera descalzo y a medio vestir, abotonándose la ropa mientras caminaba. Temerosos de que hubiera salido de su casa, para advertir a los vecinos echamos a correr en dirección contraria y nos escondimos en un pequeño bosque.

Allí permanecimos hasta la noche, medio muertos de hambre y de frío, sin atrevemos a encender fuego ni a reanudar la marcha antes de la caída de la noche. Broadribb se puso muy triste y tuvimos que darle el aguardiente que nos quedaba. Nos dijo que nuestra próxima meta era el pueblo de Caernarvon, donde había un granero en el que él había pernoctado hacía poco tiempo. En aquella ocasión el propietario, al pasar por la mañana por su granero, no había descubierto su presencia ni aun cuando se le escapó un fuerte estornudo; o bien estaba absorto en sus pensamientos o, lo que era más probable, era más sordo que una tapia. Broadribb nos condujo sin contratiempos por un puente para peatones sobre Conestoga Creek, y por un sendero a través del bosque, hasta que al amanecer se detuvo y dijo que habíamos llegado al lugar. Se trataba de una vivienda de piedra, junto a la cual había un amplio granero rojo y un cobertizo para maíz, de esos que se van ensanchando hacia arriba como una hacina de trigo, y cuyos tablones se hallan media pulgada separados uno de otro para hacer posible la ventilación de las panojas de maíz almacenadas. Consideramos si debíamos o no sustraer algunas panojas por la abertura de un tablón; pero carecíamos de rallador para convertirlas en harina. Así que resolvimos unánimemente, hambrientos y cansados, ir a dormir en el granero rojo. La puerta estaba abierta; no tardamos en entrar y, trepando por una larga escalera, nos escondimos debajo de unas gavillas de trigo que había en el suelo. Nos frotamos algunas espigas en la mano a la manera de la gente de Galilea y mascamos los granos; pero nos quedamos dormidos mascando. Yo mantenía un agujero abierto entre las gavillas por si éramos sorprendidos.

Sin embargo nuestro sueño fue defraudado, pues justo cuando éste estaba invadiendo deliciosamente mis sentidos, con muchas imágenes de color y luces confusas y danzantes, un estridente silbido entonando el Yankee Doodle lo echó todo a perder; me desperté con un sobresalto, viendo a un muchacho delgado de cabellos rizados que subía por la escalera con una horquilla. Evidentemente venía a llevarse el trigo para la trilla.

Desperté a los demás y en seguida salí del escondite, diciendo:

—Ayer vinimos a ver a tu patrón muy entrada la noche, y nos tomamos la libertad de quedarnos a dormir en su granero.

Él nos miró atónito. Nuestro aspecto, sin duda, no le gustó, pues volvió a bajar precipitadamente la escalera, empuñando la horquilla, y salió corriendo del granero. En mi apresuramiento por llegar antes que el muchacho a presencia de su patrón, salté sobre una pila de heno y corrí tras él, entrando los dos en la casa casi al mismo tiempo. El muchacho estaba informando a gritos de nuestra presencia al granjero, un alemán grandote de mirada vacilante y de barba gris, quien le escuchaba con la mano en la oreja y contestaba:

—Sí, sí, hijo —en un tono muy indulgente.

Lo saludamos cortésmente y él nos invitó a tomar asiento. Aunque resultó ser viudo sin hijos, toda la casa estaba inmaculadamente limpia. Había una colección de curiosidades en una vitrina, como puntas de flechas indias de pedernal rojo, gris y negro, nueces tropicales, trozos de mineral, fósiles, un diente de ballena ahuecado y un cinturón de cuentas de madreperla. Admiré una mampara decorada en alegres colores (que servía en verano para cubrir el hogar), que colgaba de un clavo en la pared. El intrincado dibujo de pájaros, árboles y flores había sido evidentemente grabado en la madera blanda, y luego llenado de color y barnizado el conjunto.

El hombre sonrió amablemente. «Hecho por mí», dijo con marcado acento alemán. Luego señaló un arca pintada y decorada en el mismo estilo, con casas y personas entre pájaros y flores. «Hecho por mí», volvió a decir. Todos expresamos profunda admiración por la obra, que estaba en efecto pintada de una manera muy atractiva, si bien las figuras eran toscas y las flores no armonizaban con ellas en tamaño. A continuación nos mostró el trabajo que estaba realizando cuando entramos: un manuscrito en colores, casi terminado, bajo un dibujo que representaba la ballena vomitando al profeta Jonás. El manuscrito se componía de versos en alemán, que resultaron ser un himno. Sobre la mesa, junto a él, había una caja de pinturas con plumas de ganso, pinceles (que, según él, eran de pelo de gato), un frasquito de goma laca y otros que contenían tintas de color rojo, verde, azul, amarillo y sepia.

Le palmeé el hombro y dije un rimbombante cumplido. Era claro que, por más que estuviésemos hambrientos y fatigados, no podíamos precipitar las cosas, sino que debíamos cultivar la amistad de este artista en la forma más fácil y natural, o sea, ponderando su obra. Al cabo de un rato me dijo, alternando el cuchicheo con el hablar a gritos según es característico de las personas sordas:

—¿Sabe usted escribir letra gótica, ja, ja? ¡No es fácil, ja, ja!

Puso una pluma de ganso en mi mano y hurgó en una caja en busca de una hoja de papel. Con una sonrisa irónica la colocó delante de mí. Desafiado de tal suerte, tracé un bonito dibujo de cuatro criaturas hambrientas con sendos platos en la mano, de pie, mansamente, junto a la puerta de una casa, donde un señor, vivo retrato de nuestro anfitrión, las miraba afectuosamente. Debajo escribí lo mejor que pude, con complicados arabescos y serafines rematados por una rúbrica intrincada, el primer verso de una canción que en mi patria cantaban los niños de puerta en puerta, la víspera del día de los difuntos:

Un difunto, ¡un pastel de difuntos!

Por favor, patrón, un dulce,

una pera, una manzana, una cereza,

una hogaza o una torta para mantenernos de buen humor,

uno para Pedro, dos para Pablo,

tres para Aquel que nos dio el ser.

¡Un pastel de difuntos!

Entonces le tocó a él palmearme el hombro, festejando a carcajadas mi feliz insinuación, e inmediatamente gritó a una criada la orden de servirnos un desayuno.

Consistía éste tan sólo en un potaje de maíz, pero como no habíamos probado bocado desde nuestra comida al otro lado del río Susquehannah, cincuenta horas atrás, comimos con buen apetito. Él nos miró con una expresión risueña, pues era grande nuestra voracidad, pero no nos hizo una sola pregunta respecto a nuestra situación y destino. Sin embargo, terminado el desayuno y tras servir a cada uno de nosotros una taza de leche fresca, dijo en tono solemne:

—Señores, me doy cuenta de quiénes son ustedes. Me doy buena cuenta de sus intenciones. Pero no quiero meterme en sus asuntos. Por su buen jefe, que es mi colega en el arte de la letra gótica, les digo esto: ¡Váyanse en paz!

Le ofrecí dinero pero lo rechazó, diciendo muy amablemente que con mi pequeño dibujo (que después del desayuno yo había completado pintando en los niños mendicantes pequeños abrigos de color escarlata) quedaba pagado nuestro gasto. Le dimos nuestras gracias más expresivas y nos retiramos a nuestro escondrijo habitual, el bosque, donde permanecimos por espacio de varias horas.

—Bien, Feliz —dijo Smutchy Steel—, ¿adónde vamos ahora?

Broadribb nos dijo que diez millas más allá, por el camino que conducía a Pensilvania, vivía un señor que era uno de los «amigos del rey» y seguramente nos acogería en su casa. Era oriundo de Manchester, Inglaterra, y había reunido una fortuna exportando harina. La harina, puesta a bordo en Filadelfia, se cotizaba a cinco dólares el barril de 196 libras y, si lograba burlar la vigilancia de los barcos del rey y los corsarios en la boca del río Delaware, y llegar a La Habana, se vendía por lo menos a treinta dólares el barril en dinero contante y sonante. Muchos barcos eran interceptados, pero siempre había otros para tomar su lugar y, últimamente, aquel hombre había sido insólitamente afortunado. Creo que apenas había un solo capitán, y hasta un marinero, a quien no hubiesen apresado seis o siete veces durante la guerra; ni tampoco, dicho sea de paso, un solo mercader que no pasara más de una vez de la riqueza a la ruina y de nuevo a la riqueza.

Cuando llegamos, al atardecer, a la magnífica mansión de dicho caballero, permanecimos ocultos en un bosquecillo de frutales, mientras que Broadribb se adelantaba dirigiéndose a la casa. Regresó al poco rato informándonos que debíamos entrar con él por la puerta de servicio. Pasamos a una estancia muy suntuosa, amueblada al estilo inglés. Tyce, Probert y Smutchy parecían avergonzados de penetrar en tan lujoso lugar, vestidos como estaban con míseros harapos, las botas rotas y mojadas y una barba de cinco días. Pero yo decidí no perder mi aplomo, y saludé al viejo caballero de peluca amarilla que se levantó de su amplio sillón de brazos para recibirnos como si luciésemos toda la elegancia de nuestra ropa militar.

Nos invitó a tomar asiento junto a un magnífico fuego crepitante hasta que se nos sirviera de comer. Luego dijo con mucho sentimiento:

—Saben ustedes los grandes riesgos a que me expongo recibiéndoles como amigos en mi casa. Son ahora las ocho. Les daré albergue hasta la medianoche. Entonces deben marcharse. No les pregunto sus nombres, y si saben el mío he de rogarles que lo olviden.

—Se lo prometemos, señor —contesté.

Acto seguido la hija viuda del anciano caballero, que hacía las veces de ama de casa, nos sirvió una espléndida cena. Hubo jamón cocido, jalea de arándano, pastel de venado, café caliente con mucho azúcar moreno para endulzarlo; también hubo manzanas, nueces, pan de trigo, mantequilla y abundante sidra servida en copas de plata. La mesa de caoba brillaba con la luz de varias velas blancas de cera, y nuestros cubiertos eran cuchillos con mango de marfil fabricados en Sheffield y cucharas y tenedores de plata maciza. Nuestro anfitrión nos hizo una serie de preguntas respecto a nuestras andanzas por las Carolinas y Virginia, y yo le contesté con amplitud, pues pude ver que su mente estaba ocupada en problemas de comercio y las perspectivas de nuevos mercados que pudieran abrirse para él en aquellas tierras ahora que se habían retirado de allí los ejércitos reales. Me tocó a mí llevar todo el peso de la conversación, pues mis camaradas no habían comido nunca en una mesa parecida a ésta y mantenían la boca cerrada, salvo por algún ocasional «sí, señor», «no, señor» y «no sabría decirle, señor».

Por la noche se desencadenó una tempestad y cayó una lluvia torrencial; pudimos oír su constante tamborileo fuera, en el techo del porche. Las agujas del alto reloj de pie se fueron acercando a medianoche y las miramos ansiosamente, como la dama del cuento que a esa misma hora tendrá que abandonar el salón de baile para que no se rompa el hechizo y su magnífico traje de baile quede convertido en los primitivos harapos. Pero la gratitud que sentíamos hacia nuestro anfitrión nos impedía prolongar nuestra permanencia bajo su techo. Le solicité el gran favor de proporcionarnos una lista de los «amigos del rey» que vivían a lo largo de nuestro itinerario, y él accedió a ello a condición de que aprendiéramos los nombres de memoria y no nos lleváramos el papel, y que jamás los reveláramos a nadie.

—Recuerden —dijo—, que en el caso de que las cosas se pongan muy graves y ocurriese lo peor, y un tratado de paz concediese a los Estados Unidos la independencia, esa buena gente, a diferencia de ustedes, tendrá que permanecer en América, donde están sus bienes e intereses. Y ser catalogados como personas desleales al régimen sería para ellos tan fatal entonces como ahora.

Prometimos cumplir esta condición y por mi parte nunca he faltado a mi promesa. Cuando nos disponíamos a afrontar las tinieblas y la tempestad, el viejo caballero nos dijo:

—Esperen un momento, vamos a brindar juntos.

Sacó de un aparador una enorme botella de ron, llenó seis copas y se acercó a un retrato del general Washington, que colgaba sobre la chimenea, y lo colocó de cara a la pared. A nuestros ojos maravillados se reveló otro retrato pintado en el reverso del lienzo.

—Por Su Majestad el rey George, señores —dijo, apurando el vaso de un trago.

Imitamos su ejemplo, y por un minuto permanecimos con la mirada fija, en silencio, en las augustas facciones que se destacaban en el retrato. Luego hicimos el saludo militar y salimos de la mansión.