CAPÍTULO 4

A principios del mes de noviembre de 1778, cuando a fuerza de trabajar y pensar ya habíamos mejorado nuestras precarias cabañas haciéndolas suficientemente confortables para protegernos contra otro riguroso invierno de Nueva Inglaterra, se nos envió al interior de Virginia. Se dijo que nuestro lugar de destino era Charlotteville, a casi ochocientas millas de distancia. El propósito era que los estados del Sur debían pagar su parte del gasto que suponía nuestra manutención, particularmente ahora que no recibíamos la paga de nuestras propias autoridades. Otro motivo era el deseo de impedir cualquier tentativa de liberación. Nos encontrábamos en grandes apuros por la falta de dinero para emprender esta marcha, y nuestros superiores se reunieron para deliberar sobre el medio de procurarnos alguna suma. El general Burgoyne había regresado a Inglaterra bajo palabra de honor, y el general Phillips, que tenía ahora el mando, habló en términos de cálida simpatía respecto a nuestra necesidad de dinero, insistiendo en su impotencia para intervenir:

—Dios mío, señores, ¿qué quieren ustedes que haga? Yo no puedo fabricar el dinero. Ojalá ustedes pudieran cortarme en billetes de banco…, me prestaría de buen grado a ello para bien de la tropa.

Con todo, el tesorero logró de un modo u otro reunir suficiente dinero para ponernos en condiciones de emprender la marcha; eran algo menos de doscientas libras esterlinas en valor, pero un enorme montón de billetes, que fueron distribuidos entre los regimientos. Nuestra preocupación primordial era entonces el estado calamitoso de nuestras chaquetas y pantalones. Desgraciadamente, un barco que llegó a Boston bajo bandera de tregua, con los uniformes que hacía mucho tiempo necesitábamos, llegó tarde para su distribución entre nosotros. La partida no podía ser postergada. Sin embargo, conseguimos algo de calzado, ropa y mantas, y el 10 de noviembre salimos del campamento. Nos ofendió el que se nos hubiera hecho despejar de árboles tantos acres de monte y construir buenas cabañas en número suficiente para alojar a varias familias americanas, pues esto aumentaría mucho la prosperidad de los propietarios, sin ningún beneficio para nosotros mismos. Pero no incendiamos nuestros alojamientos para vengarnos, por temor a que luego se anulara la partida.

De Rutland marchamos en dirección sudeste a razón de aproximadamente veinticinco millas por día, escoltados por un regimiento de alemanes de Pensilvania, y cruzamos en Endfield el río Connecticut. Esta etapa del viaje nos ofrecía poca novedad, pues un año atrás, durante nuestra marcha hacia el cautiverio, habíamos pasado por la misma parte de Massachusetts, aunque un poco más al norte. Fue sin embargo interesante para mí notar los distintos grados de civilización y prosperidad alcanzados en tal y cual región que atravesábamos. Éstos quedaban indicados por las varias clases de cercas, que rodeaban, primero, el terreno despejado, donde todo estaba bien nivelado; después el terreno medio despejado, donde quedaban cepas entre los rastrojos, y finalmente la parte sin despejar, donde los robles y otros árboles de madera dura estaban por el momento solamente cercados, dejándose al viento la tarea de derribarlos. La clase de cerca más tosca era una maraña de ramas livianas; seguíale la cerca de Virginia, hecha con troncos de árboles superpuestos en ángulo obtuso, en forma de zigzag; decíase por allí de un borracho que «hacía cercas de Virginia» cuando caminaba haciendo eses. Luego venían las cercas hechas con postes y estacas; y cuando un colono se había establecido al punto de poder tomarse el trabajo de limpiar su terreno de piedras, apilaba éstas para formar un muro con una rampa de tierra en la cual hundía estacas; pero esto se veía en muy pocas ocasiones.

En general, el tiempo nos favoreció mucho, pues la temperatura era benigna y hacía sol, si bien el frío era intenso durante la noche, cuando acampábamos en los lóbregos bosques de pinos, buscando resguardo en las grietas de las rocas; todas las mañanas, los trillados caminos estaban cubiertos de hielo que crujía.

«¡Dios se debe de haber vuelto conservador!», exclamó una vieja agria, mirando con fastidio el cielo azul cuando pasamos junto a su puerta. El general Washington había tenido la consideración de suministrar carros para nuestras mujeres e hijos, que nos acompañaban en número de doscientos, aproximadamente.

Nuestra ruta pasó entonces por el límite norte de Connecticut, pero la mayoría de los llamados municipios (como Endfield, Suffield, Sunbury, que atravesamos en este orden) no eran ciudades en el verdadero sentido de la palabra. Cada uno se componía de cien o doscientas granjas diseminadas que pertenecían a una sola corporación, representada por un delegado en el seno de la Asamblea del estado. Un centro de reunión o una iglesia, a veces con una taberna y una o dos casas, constituía el núcleo del municipio, pero con frecuencia no había más que la iglesia. Observamos que el interior de gran número de casas junto a las cuales pasamos estaba a medio terminar. En general, el hombre que despejó el terreno y construyó la casa con los troncos de los árboles talados había completado sólo una mitad de ella, dejando la otra mitad como simple armazón (si bien con techo y con cristales puestos en todas las ventanas), para ser amueblada y ocupada por su hijo al casarse. Nos gustaron los enjambres de niños sanos que salían corriendo de todas las casas a nuestro paso, y nos impresionó la belleza de las mujeres que se nos cruzaban en el camino, muchas veces yendo solas, a caballo o conduciendo sus carros. Como continuaba el buen tiempo, llevaban delantales blancos, vestidos de algodón y elegantes sombreros. Supimos que aunque todos los hombres eran granjeros, la mayoría de ellos ejercían al mismo tiempo algún oficio, siendo curtidores, aserradores, hojalateros, herreros, médicos o dentistas. Además, cada mujer entendía de gran número de artes domésticas, sabiendo hilar, tejer y hacer escobas y cestas, labores en que las ayudaban sus hijos, de modo que el campo era en cierto modo independiente de la industria de las ciudades.

Pasamos por un fértil valle de río en New Hartford, donde abundaban los gansos y los pavos, así como cerdos extraordinariamente grandes que llevaban alrededor del cuello collares triangulares de madera que les impedían romper las cercas de los campos cultivados. Los caballos y el ganado llevaban dispositivos similares. Flotaba en el aire un olor a sidra y aguardiente de manzanas.

En el pueblo de Sharon, una mujer nos permitió a algunos de nosotros visitar un molino extraordinariamente ingenioso inventado por un tal Joel Harvey, quien había recibido por ello una recompensa de veinte libras de la Sociedad Americana de Artes y Ciencias. Una rueda hidráulica accionaba todo un complicado mecanismo para trillar, aventar, moler y cerner trigo, así como para batir y preparar simultáneamente cáñamo y lino. Pero las dos secciones podían ser desconectadas en caso de necesidad, manteniendo una sola operación.

Llegamos finalmente al límite del estado de Connecticut y nos aproximamos al río Hudson, en el estado de Nueva York. Era, pues, hora de llevar a la práctica una resolución audaz que yo había tomado en cuanto nos enteramos de que se proyectaba trasladarnos a Virginia: ¡me separaría de la columna en marcha y huiría en busca del ejército del general Clinton, en Nueva York! En esta tentativa, el río mismo me señalaría la ruta; por otra parte, no tendría que seguir su curso más que setenta millas aguas abajo desde el lugar donde nuestras fuerzas debían cruzarlo. Llegué a la conclusión de que sería mucho más agradable y hasta menos peligroso realizar la fuga con algún compañero, y en consecuencia consideré a cuál de ellos debía elegir.

Naturalmente sondeé primero a Terry Reeves, por ser el hombre más valiente y más listo del regimiento; pero no quiso saber nada de mi plan, preguntándome si yo no sabía que nuestros oficiales (temerosos de que a nuestro regreso a Europa los regimientos estuvieran reducidos a meros esqueletos) habían impartido órdenes en el sentido de que todo soldado que se ausentara de su unidad durante más de veinticuatro horas debía ser traído de vuelta como desertor y, si fuese entregado por las autoridades americanas civiles o militares, azotado sin consideraciones. Le contesté que lo sabía muy bien, pero que la esperanza de luchar de nuevo por mi rey y mi patria pesaba en mí más que tales órdenes. No logré convencer a Terry y le dejé con el ánimo abatido. Pero Smutchy Steel, que era ya entonces un soldado excelente, se mostró ansioso por acompañarme. Declaró que por más que quisiera a Terry, no le pesaba que éste no nos acompañase, por cuanto en cualquier aventura Terry traía mala suerte a sí mismo y a sus compañeros, y parecía no salir nunca ileso, lo que era muy cierto. Recomendó como tercer compañero a Richard Harlowe, quien esa misma mañana había expresado el deseo de escapar, recordándome que Harlowe dominaba el francés y el alemán, circunstancia esta que tal vez sería de gran utilidad para nosotros, particularmente el alemán, cuando tuviéramos que burlar a nuestros guardianes. Harlowe era, ciertamente, uno de los que menos me agradaba como compañero, pero lo que me dijo Smutchy sobre la utilidad que tendría para nosotros el conocimiento de lenguas extranjeras me pareció una gran verdad, y ningún otro de nuestros conocidos poseía estos conocimientos.

—Muy bien —dije entonces a Smutchy—, que sea Harlowe. A caballo regalado no le mires los dientes. Pero háblale tú en mi nombre. No quiero hacerlo yo directamente.

Smutchy me informó al poco rato que Richard Harlowe estaba dispuesto a acompañarnos. Habíamos llegado a un lugar llamado Nine Partners, a unas cuarenta millas al noroeste del lugar donde, según nos enteramos entonces, cruzaríamos el río. Smutchy consiguió de Jane Crumer, que a su vez lo recibió prestado de una de las mujeres, un almanaque para el año en curso, «el segundo siguiente al año bisiesto y el segundo de la Independencia Americana, calculado para el meridiano de Boston por Daniel George», y me entregó el libro, diciendo con aire satisfecho:

—Aquí hay buenas noticias para nosotros.

Abrí el almanaque al azar y, para bromear con Smutchy, empecé a leer un pasaje que trataba de cómo criar pavos.

—«Sumérjase el pavo en un recipiente lleno de agua a la misma hora, de ser posible, o en todo caso el mismo día de su nacimiento, obligándolo a tragarse un grano de pimienta entero. Luego devuélvase a la madre…»

—No, eso no —protestó él.

Leí de nuevo:

—«Los vinos extranjeros igualados por los de América, o una receta para elaborar un vino tan bueno como la mayor parte del importado, pero mucho más barato. Agréguese a un galón de agua un galón de grosellas…»

—No, no —volvió a protestar Smutchy, bastante fastidiado. Continué leyendo:

—«La Imprenta de Newbury Port compra a precios máximos toda clase de retales de lienzo y de algodón…, los más pequeños son de tanta utilidad como los grandes. Se ofrece a cambio, a un precio muy reducido, un buen papel para escribir…» Vaya, Smutchy, ¿quieres vender tu vieja camisa por una hoja de papel para escribir?

Él me quitó el libro de la mano.

—No sea usted pesado, sargento Gerry —dijo—. Lea aquí donde está doblada la página. Hay luna nueva pasado mañana, el 18 de noviembre, a las diez de la noche, y aquí se predice también el tiempo.

En efecto, pese a todas mis bromas, el tiempo que haría durante nuestra fuga era para nosotros de suma importancia. Así que finalmente accedí a leer la predicción para los cinco días próximos: nubes bajas y fuertes vientos del Sur que lo arrastrarán todo, y tal vez un poco de lluvia o nieve. Seguirá el mal tiempo.

—Bueno —exclamé riendo—, ¿es la verdad o no es más que otra treta de esos malditos yanquis para fastidiarnos?

—El vecino Daniel George no se atrevería a engañar a su público respecto a la luna —replicó Smutchy—, y supongo que conoce el curso habitual del tiempo por aquí. Así pues, la luna no va a estorbarnos, porque será demasiado joven. En cuanto a la lluvia o nieve, que llueva, y cuanto más mejor, para que se moje la pólvora de los rebeldes y porque así la oscuridad será mayor. En verdad, que sea tan oscuro como boca de lobo. No me importa. Y en cuanto al fuerte viento del Sur, nos soplará en la cara y tanto más rápidamente nos advertirá el peligro. Dios bendiga al gran Daniel George, digo yo.

Entre Nine Partners y el río se extendía una tierra bien cultivada y los habitantes eran en su mayoría holandeses. Todo este territorio había pertenecido antes a la República Holandesa, la cual, si no me equivoco, lo cedió al rey de Inglaterra a cambio de Surinam, la tierra de las especias. Algunos de nuestros oficiales fueron engañados por el tabernero holandés que les ofreció hospedaje en Opel, u Hopewell, nuestra parada siguiente. Él y toda su familia les trataron con gran cortesía y solicitud y apenas les permitieron pagar lo que habían consumido. Entonces, los oficiales, creyendo que se trataba de leales, les abrieron su corazón y observaron que era una gran vergüenza que los oficiales británicos corrieran con tales gastos, que debieran ir por cuenta del Congreso. Entonces el patrón salió de la habitación y les hizo una factura elevada, insistiendo en el pago de la misma, y al declarar los oficiales que era a todas luces exorbitante y cargaba tres veces más de lo convenido, el holandés contestó:

—Es cierto, señores, pero pensaba que el Congreso debía hacerse cargo de todos sus gastos y no quería pedirles demasiado. Pero ahora que sé que todo ha de ser pagado por ustedes mismos, no puedo aceptar menos de lo que indica la cuenta. —Y no les quedó más remedio que pagarla.

El 17 de noviembre, estando acampados en un bosque unas millas más allá de Hopewell (un nombre de buen augurio), realizamos nuestro intento de recuperar la libertad, eligiendo para ello la hora del desayuno, la misma mañana que íbamos a reanudar la marcha. Esa tarde el ejército debía cruzar el río Hudson, y el propio general Washington presenciaría su paso. Richard Harlowe había hecho amistad con un cabo alemán de la guardia, y obtuvo su permiso para ir a una casa que quedaba cien yardas más allá de la línea de centinelas, con objeto, dijo, de comprar algunos huevos, prometiendo regalarle dos al cabo. Cuando habían transcurrido unos tres minutos de su partida, volvió (como yo le había sugerido), como para asegurar al alemán que no pensaba desertar. Le dijo que el granjero estaba ocupado aserrando madera, y se negaba a dar a su mujer la llave del gallinero, que estaba cerrado para protegerlo contra la rapacidad de la soldadesca, hasta que hubiera terminado su trabajo cotidiano. Esta tarea le llevaría aún más de una hora, que era más tiempo del que podíamos esperar; pero se podría acortar si le mandaban al hombre dos o tres soldados británicos para ayudarle en su faena. El cabo creyó esta farsa, pues de la granja llegaba claramente el sonido de una sierra, y Harlowe, con su permiso, nos pidió que le echáramos una mano. Accedimos de falsa mala gana.

Nos dirigimos con paso lento por entre los árboles hacia la granja, para evitar que el cabo entrara en sospecha; pero no bien estuvimos fuera del alcance de su vista echamos a correr por el bosque, evitando todo sendero, y al cabo de pocos minutos nos habíamos alejado por lo menos una milla de la línea de centinelas.

—Ahora —dije, cuando hicimos un alto en la orilla de un arroyo para tomar aliento—, ¿seguimos o nos escondemos?

Harlowe y Smutchy abogaron por seguir adelante, pero yo argumenté que era más conveniente rondar lo más cerca posible del campamento. En primer lugar, nuestros perseguidores creerían que nos habíamos ido lo más lejos posible, y en segundo lugar, en el supuesto de que tuviésemos la mala suerte de ser apresados, sería mejor que esto sucediese antes de transcurrir las veinticuatro horas que nos convertirían en desertores. Si seguíamos adelante y éramos capturados lejos, existía la posibilidad de que nos trajeran de vuelta demasiado tarde para poder acogernos al perdón.

Harlowe sostuvo que cuanto más lejos nos fuésemos, tanto menor sería la probabilidad de que nos apresaran y trajeran de vuelta; pero contra este argumento argüí que cuanto más lejos nos fuésemos tanta mayor probabilidad existía de que nos encontráramos con gente que podría informar sobre nosotros.

—¿Cómo piensas, entonces, llegar a Nueva York, imbécil? —preguntó Harlowe.

Le expliqué pacientemente que, si bien nuestro propósito primordial era ponernos a salvo, debíamos tener en cuenta el peligro de ser apresados. En este último caso, nuestra esperanza residía en ser descubiertos en breve plazo, o después de transcurrido tanto tiempo que nuestros guardias ya hubiesen abandonado la búsqueda —que seguramente abreviarían para no perderse la oportunidad de ver al general Washington, considerado por ellos como un héroe nacional—, y cruzado el río. Entendía yo que los holandeses, si nos apresaban, no se tomarían el trabajo de llevarnos a remo, bajo escolta, a la otra orilla del río, pues en general alentaban las deserciones. La etapa más peligrosa de nuestra fuga sería la última, o sea la tentativa de unirnos al ejército británico.

Entonces Smutchy se puso de mi parte, así que formábamos mayoría frente a Harlowe. Cruzamos el arroyo y pronto divisamos una pequeña cabaña al borde de un bosque. Smutchy se adelantó para explorar y después nos hizo señas de que no había peligro. Fuimos hasta la cabaña, llamamos, entramos y nos recibió una pobre mujer, con dos niños pequeños que estaban sentados a la mesa, llenando los tazones de arce con soup a un o potaje de maíz.

La mujer resultó ser una tal Mrs. Eder de Nueva York, viuda de un holandés que unos días antes había muerto aplastado por un árbol. La familia vivía sumida en una gran pobreza, según se desprendía de los míseros utensilios de cocina y las caras famélicas de las criaturas. Cuando entramos, el pequeño lloriqueaba:

—¿No hay más melaza, mamá? ¡No hay más melaza! Y ella contestó tristemente:

—No, hijito, no hay más melaza, ni tampoco leche, pues la vaca ya no da.

Pedí disculpas a la señora por nuestra visita tan temprana, y le supliqué nos ocultase en su casa durante algunas horas. Le dije que nuestros guardias alemanes pronto descubrirían nuestra huida y saldrían a buscarnos, y agregué:

—No sé cuál es su opinión política, señora, ni se la pregunto; pero veo que a sus hijos les convendría este invierno un poco de manteca, leche y miel, cosas que con este dinero podrá proporcionarles. —Diciendo esto le enseñé tres monedas españolas de plata, y en seguida vi que surtían el efecto deseado. La viuda, que era una mujer joven pero a quien la vida dura que evidentemente llevaba, viviendo sola en aquella selva, había hecho perder todo atractivo, accedió ávidamente a todo lo que yo le pedía. Se mostró incluso dispuesta a observar los movimientos de los guardias, y, en caso necesario, a engañarlos dándoles informaciones falsas.

—¿Dónde nos va a ocultar? —le pregunté—. ¿Conoce usted tal vez algún árbol hueco en el bosque, o una cueva?

La mujer negó con la cabeza.

—El mejor lugar para ustedes —dijo— es aquí mismo, en la casa. Voy a echar el cerrojo a la puerta y pueden estar seguros de que en caso de venir un guardia no se tomará el trabajo de forzarla, a menos que venga informado de que ustedes están aquí.

Al expresar Harlowe que a lo mejor ella iba a traicionarnos, dijo que dejaría a su hija menor con nosotros como garantía de su sinceridad.

—Señora —dije yo—, no dudamos de su sinceridad, pero aceptamos gustosos su ofrecimiento. La chiquilla es una niña muy simpática y nos hará compañía. ¿Puede usted darnos también algo de comer, pues estamos todavía en ayunas?

Nos dio lo poco que quedaba del potaje, algunas manzanas amargas y una cola de cerdo escabechada, que era todo lo que tenía en la casa. Luego se fue con su hijo, después de habernos encerrado en un cuarto pequeño y limpio, donde la chiquilla nos divirtió con su parloteo del que apenas entendíamos alguna que otra palabra, pues balbucía un inglés torpe mezclado con palabras holandesas.

Pasamos el tiempo reuniendo nuestros conocimientos geográficos del río Hudson y haciendo conjeturas acerca de nuestras perspectivas de éxito. En un cajón había algunos libros holandeses, pero trataban de derecho y teología y no había mapa alguno entre ellos. Sabíamos que estábamos más o menos a una jornada de marcha aguas arriba de la fortaleza de West Point, pero en la orilla opuesta, y que el ejército continental del general Washington estaba justamente entre nosotros y nuestra meta, apostado en las Eastern Highlands. Smutchy opinó que en lo posible (usando a esa mujer como primer eslabón de la cadena) debíamos conseguir de etapa en etapa recomendaciones que persuadieran a personas allegadas a nuestra causa a ayudarnos en nuestra fuga, y caminar solamente por la noche. Compartí su parecer y Harlowe no argumentó en contra.

Aproximadamente a las diez de la mañana oímos voces: era un alemán que hablaba en un inglés dificultoso con un americano. El alemán dijo con voz grave:

—Debemos registrar esta cabaña, hermano.

—No, Hans —gruñó el americano—. ¿No ves la llave colgada de un clavo, aquí fuera? Puedes ahorrarte este trabajo. Si los prisioneros estuviesen ahí dentro, la puerta estaría cerrada por dentro.

—Imbécil —contestó el alemán—, ¡a lo mejor los ocupantes de la cabaña han encerrado a los ingleses desde fuera!

—Tú eres el imbécil —replicó el americano—. Si los ocupantes de la cabaña desearan proteger a los desertores, ¿dejarían la llave colgada en un lugar donde pudiéramos encontrarla? A no ser que ellos también fuesen unos imbéciles. Sería una estupidez.

—Quizá con las prisas se han olvidado de ella —insistió el alemán—. Voy a averiguarlo.

—¡Vaya una pedantería la tuya! —fue la respuesta.

—Por lo menos voy a mirar dentro por la ventana —dijo el obstinado Hans.

No sabíamos que Mrs. Eder había dejado la llave colgada junto a la puerta, y permanecimos con el alma en suspenso cuando el alemán se encaminó a la cabaña pisando fuerte. Primero fue a atisbar por la ventana de la cocina, donde informó que no había nadie.

Luego se acercó a nuestra ventana. Nos apiñamos y nos tendimos junto a la pared, bajo el alféizar, para colocarnos debajo del campo visual del alemán al mirar hacia adentro. La niña estaba acostada en su cuna, chupando un trozo de azúcar ordinario que yo había encontrado en mi bolsillo y le había dado para aquietarla. El alemán debió de hacer una mueca grotesca a la criatura, pues ésta se puso a chillar.

Él le dijo en tono jocoso que era una niña mala y que no debía tener miedo a un pobre alemán honrado. Luego le oímos alejarse, gritando al americano:

—Disculpa, estaba equivocado. Allí sólo hay una linda criatura que come un dulce. La madre ha salido y la ha encerrado dentro, para que no caiga al fuego y no haga travesuras. ¡Perdón! ¡Vámonos, hermano!

Les oímos a continuación registrar juntos los cobertizos y graneros, así como el desván que había encima de nosotros, al que treparon por una escalera desde fuera; pero en ningún momento entraron en la casa. Sin embargo, el americano, que permanecía junto a nuestra ventana, informó a un oficial que se presentó que habían buscado por toda la casa, sin encontrar nada.

Luego las voces se fueron apagando a lo lejos. Pasado el peligro, dije a Smutchy Steel:

—¡Sólo a una mujer se le ocurriría colgar la llave así, de una manera tan incitadora! ¡Y me consta que ningún hombre, como no fuera un alemán, se tomaría la molestia de atisbar por las ventanas!

—Sí, como una mujer —afirmó Smutchy.

—Esa mujer por poco nos hunde por exceso de astucia —dijo Harlowe—. Y eso también es cosa de mujer.

No hubo más contratiempos, y al caer la noche volvió la mujer, demostrando un profundo alivio al encontrarnos todavía donde nos había dejado. Sacó de la cuna a su hija y la estrechó entre sus brazos.

—¡Oh! —exclamó mitad llorando, mitad riendo—, has ensuciado tu lindo vestidito con un dulce. ¡Te has puesto perdida, criatura glotona!

Luego se volvió hacia nosotros:

—Ya ven, amigos míos, que les he sido leal. Sus camaradas ya han cruzado todos el río con la mayor parte de los guardias. He visto muy pocos soldados americanos por el camino.

Agregué a las tres monedas prometidas una cuarta parte de nuestros fondos, pensando que el gasto se justificaría por sí mismo. Luego le dijimos que nos proponíamos huir a Nueva York, lo que hasta entonces no le habíamos revelado.

—Se han impuesto ustedes una tarea muy ardua, amigos míos —declaró ella—. Bueno, querido Pieterkin, ve a jugar con tu hermanita, pues quiero pensar tranquila.

Apretó los nudillos contra las sienes y nosotros no interrumpimos su meditación, que al poco rato dio frutos. Nos dio instrucciones detalladas para llegar a la casa de la hermana de su marido. Esta mujer estaba casada con un hombre de Rhode Island de lealtad muy dudosa hacia la causa revolucionaria. Debíamos atravesar un pinar, dar la vuelta a una colina desnuda y cruzar un río de considerable anchura. Ella no había recorrido este camino desde la gran crecida de hacía un mes, y nos expresó su temor de que el puente hubiera sido arrastrado por las aguas. Después nuestra ruta discurría otras dos millas a través de trigales y terreno despejado, y en el extremo norte del siguiente bosque encontraríamos la casa en cuestión, que estaba situada lejos de toda otra vivienda y se distinguía por un círculo de cedros rojos podados que rodeaban un estanque con patos. El marido era el capitán Webber.

Nos despedimos cordialmente de nuestra leal protectora y sus hijos. Regalé al muchacho el prisma de cristal que el año anterior había conseguido en Diamond Island, en el lago George, un obsequio que evidentemente le encantó. Le dije que debía colocarlo en la ventana a la mañana siguiente, cuando hubiera salido el sol, pues proyectaría arcos iris en el techo.

Seguimos con cuidado las instrucciones fijándonos en todos los mojones hasta que llegamos al río, que tenía el mismo nombre —Fishkill Creek— que el que regaba los dominios del general Schuyler en Saratoga. La corriente era rápida, y no alcancé el fondo con un palo largo; no había rastros de puente en el lugar donde terminaba nuestro camino. Ni Harlowe ni Smutchy sabían nadar, pero propuse cruzar dos veces el río llevando en cada viaje a uno de ellos. Les aseguré que si seguían, confiados y valientes, mis indicaciones, asiéndose con las manos suavemente de mis caderas y dándose impulso con los pies al mismo tiempo, pronto los llevaría a la otra orilla. Sin embargo, ambos rechazaron mi ofrecimiento alegando que era una tentativa demasiado arriesgada para realizarla de noche, y propusieron seguir la orilla del río aguas arriba en busca de un vado.

Tuvimos suerte, pues no bien hubimos caminado doscientas yardas aguas arriba, encontramos un árbol muy alto que había sido derribado en forma tal que iba de orilla a orilla del río en un lugar donde el cauce era estrecho. Así que, después de todo, pasamos al otro lado sin mojarnos los pies. En América son muy frecuentes tales comodidades para cruzar los ríos.

Consideramos entonces que estábamos en el buen camino, y que debíamos seguir adelante con decisión.