CAPÍTULO 14
Ningún otro acontecimiento digno de interés ocurrió durante el resto de aquel verano. Más almacenes públicos fueron tomados y destruidos en varios pueblos a nuestro paso, pero Lord Cornwallis no se decidió a ordenar nuestro avance hacia las provincias del interior sin recibir refuerzos. Esperaba que Sir Henry evacuaría ahora Nueva York y se reuniría con él en Virginia, utilizando como base Portsmouth o algún otro puerto más cercano. Pero Sir Henry se daba cuenta de que los franceses habían respondido por fin a la llamada del Congreso —que se hallaba en bancarrota total y obligado a comprar los suministros con títulos, pues nadie aceptaba su papel moneda— y le enviaban en su ayuda cajas llenas de metálico, una escuadra poderosísima y un ejército nutrido. El general Washington invitaba al país a realizar un esfuerzo supremo para llenar sus vacías filas y se proponía, en cooperación con los franceses, expulsar a Sir Henry de Nueva York, donde estaban acantonados menos de cuatro mil hombres. Sir Henry ordenó, pues, a Lord Cornwallis poner fin a sus operaciones en Virginia y enviarle hasta el último hombre del que pudiera prescindir para socorrer a la guarnición de Nueva York.
Habíamos pasado por la ciudad de Richmond y estábamos acampados en Williamsburgh, una ciudad antigua según el concepto americano, situada en una llanura entre los ríos James y York. Era un bonito pueblo de tres calles, con lindas casas blancas agrupadas alrededor de un parque al estilo inglés. Allí estaba el Colegio Universitario de William and Mary, del que era presidente el obispo de Virginia —un edificio macizo que parecía un horno de ladrillos—, así como el antiguo Capitolio de Virginia, un edificio espacioso también de ladrillos, cuyo vestíbulo estaba adornado con la estatua de un exgobernador real, a la que los revolucionarios habían arrancado la cabeza y un brazo. Había allí también un manicomio, pero parecía mal controlado.
Al recibir estas nuevas órdenes, Lord Cornwallis, aunque hubiera preferido volver a Carolina del Sur para ayudar a Lord Rawdon, abandonó Williamsburgh y ordenó la marcha en dirección a Portsmouth. El marqués de La Fayette, que al darse cuenta de que no era perseguido cuando nos detuvimos en Hanover, había vuelto para hostigarnos, trató entonces de cortarnos la retirada cuando cruzábamos el río James. Lord Cornwallis dejó que arrollara nuestros puestos avanzados para alentarlo; luego lanzó un contraataque y le causó una derrota aplastante, conquistando dos cañones. Este combate, en el que yo no participé, tuvo lugar cerca de Jamestown, sitio famoso por ser la primera colonia fundada por los británicos en Virginia. Pero no bien habíamos cruzado el río, llegó otro correo de Sir Henry, solicitando esta vez tres mil hombres para ayudarle en una incursión a través de Nueva Jersey contra los polvorines enemigos de Filadelfia. Continuamos la marcha hacia Portsmouth. En el camino bordeamos al vasto Dismal Swamp, un pantano que se extendía al Sur hacia Carolina del Norte y ocupaba un área de ciento cincuenta mil acres. Estaba poblado de grandes manadas de ganado vacuno en estado salvaje, descendientes de los animales que se habían perdido al ser llevados a pacer en este pantano, como también de osos, lobos, venados indígenas, y, lo más notable, hombres blancos salvajes que se habían extraviado allí cuando niños y convertido en verdaderas bestias. El pantano y sus alrededores eran notablemente saludables y el agua tenía virtudes curativas, en particular contra fiebres y desarreglos biliosos; era de un color de coñac y tenía un marcado gusto a enebro, árbol que abundaba por aquellos parajes. Antes de la guerra, gran cantidad de duelas para barriles habían sido cortadas y labradas en el pantano por negros al servicio de The Dismal Swamp Company; los trabajos prosiguieron en Norfolk, cerca de Portsmouth, pueblo que fue arrasado por el fuego en el segundo año de la guerra, por orden del gobernador real, abandonándose entonces la empresa. Este solo incendio causó daños por valor de trescientas mil libras; y aun esto no era más que una ínfima parte de las pérdidas materiales que sufrió la provincia a raíz de la guerra. La guerra siempre ha sido un lujo costoso para cualquier nación, menos para los pueblos pobres, como los hunos y los vikingos, que tenían poco que perder y mucho que ganar.
A nuestra llegada a Portsmouth fuimos embarcados en número de tres mil en transportes rumbo a Nueva York; pero cuando estábamos a punto de hacernos a la mar, llegó otro correo de Sir Henry para impedir nuestra partida. Lord Cornwallis debía conservar la totalidad de sus fuerzas y regresar a Williamsburgh. Con base allí debía fortificar un puerto adyacente, donde nuestros barcos de mayor calado pudieran fondear bajo la protección de baterías costeras, ya fuera Old Point Comfort o Hampton Roads. El cambio de plan de Sir Henry era debido a una orden directa de Lord George Germaine en el sentido de que ni un solo hombre debía ser retirado de Virginia. Lord Cornwallis, disgustado por ese continuo tejer y destejer, visitó los dos puertos mencionados en compañía de su ingeniero, pero comprobó que por razones de carácter geográfico no servían para las intenciones de Sir Henry. Fuimos por lo tanto llevados en los transportes por el estuario del río James y luego, por mar, al río York. Allí, a corta distancia de la desembocadura, donde el cauce del río se estrechaba de pronto a menos de una milla de ancho y tenía una profundidad de cinco brazas, estaban dos puertos, uno frente al otro: Gloucester en la margen norte y York Town en la margen sur. Aunque tenían defectos, Lord Cornwallis opinó que se prestaban mejor a los propósitos de Sir Henry. Evacuó Portsmouth, un lugar insalubre y falto de comodidades, a fines de agosto. Había un gran número de leales y sus familias, que se habían refugiado en Portsmouth, y no podían ser dejados atrás a merced de la furia de los revolucionarios que regresaban, así que nos los llevamos a Gloucester y a York Town.
York Town, donde nos alojamos los Reales Fusileros Galeses, constaba de unas doscientas casas, algunas tabernas y tiendas de comestibles, una cárcel y una iglesia. Ésta era episcopal, el credo corriente en Virginia. Sin embargo, la guerra había interrumpido por completo la práctica de la religión, pues el clero era leal y los obispos ingleses se negaron patrióticamente a ordenar a revolucionarios en su lugar. Se había dejado que las iglesias, que nunca habían sido cuidadas muy bien, fueran cayendo en un estado ruinoso, cosa que en mi opinión no preocupaba mucho ala gente de Virginia. La gran mayoría de la buena sociedad, incluidos el general Washington y Mr. Jefferson, eran poco más que deístas, y el pueblo llano era francamente pagano. El hecho fue que el general Washington, al asumir el mando, había prohibido al clero orar por su soberano y la familia real. Había aseverado que estaba «dispuesto a tolerar a los que profesaban el cristianismo que eligiesen el camino del cielo que se les antojara más directo, más fácil, más cómodo y menos susceptible de excepciones», pero no permitía plegarias por la monarquía. De casi un centenar de ministros que había en Virginia sólo veintiocho, de tendencia liberal o contemporizadores, siguieron en sus parroquias durante toda la guerra. Era la misma historia de todas las demás provincias de América. Oí hablar de cierto párroco, el reverendo Jonathan Boucher, de Annapolis, Maryland, quien en los días en que se gestaba la revolución predicaba siempre con un par de pistolas cargadas, colocadas sobre la barandilla del púlpito, y fustigaba «a todos los mentecatos y artesanos ignorantes que se complacían en censurar a su soberano». Un día el populacho envió a un forzudo herrero a acecharle y propinarle una paliza, pero el ministro de Dios derribó al de Vulcano de un solo puñetazo debajo de la oreja, hecho que le proporcionó hasta la admiración de sus enemigos. Pero no se jactó de su victoria, y cuando llegó el día en que no pudo practicar más la salvación de almas, dijo a los vecinos de Annapolis: «Ya no veréis más mi cara entre vosotros, hermanos. Pero mientras viva lanzaré con el sacerdote Zadok y el profeta Natán el grito: ¡Dios salve al rey!»
A ambos lados de York Town se extendían pantanos drenados por arroyos. La ciudad estaba situada a lo largo de un pequeño acantilado sobre el río. Entre los dos pantanos había media milla de tierra firme, llena de cedros y pinos, y una importante industria de por allí los había estado quemando para obtener alquitrán. Los árboles derribados eran simplemente apilados en un pozo de poca profundidad, y el alquitrán, al salir, era luego recogido y, tras eliminar el carbón vegetal con que iba mezclado, introducido en barriles. Sin embargo, la mayoría de los fabricantes de alquitrán había salido del país y no se conseguía en parte alguna mano de obra para la fortificación de York Town. Los soldados tuvimos que hacerlo todo. El trabajo resultó muy desagradable a causa del tiempo sofocante y porque el calor había endurecido extraordinariamente la tierra. Disponíamos tan sólo de cuatrocientas herramientas, de las cuales la mitad no servían. Sir Henry Clinton había ordenado el envío desde Nueva York de una gran cantidad de picos y palas, pero no habían llegado. Por los alrededores no se podían conseguir tampoco, pues los trabajos del campo se realizaban allí con azadas.
Al finalizar el mes de agosto, en el momento fatal que, puede decirse, inclinó el oscilante fiel de la balanza en favor de los americanos, arribó a la bahía de Chesapeak el almirante francés conde de Grasse, con veintiocho barcos de la línea. Este espectáculo fue para nosotros mortificante y sorprendente, pues cinco días antes nuestro almirante Hood había estado en aquellas aguas con catorce buques, pero, como no encontrara allí a los franceses, había partido para reunirse con el almirante Thomas Graves en Nueva York. El almirante Hood había asegurado categóricamente que de Grasse no vendría con más de diez barcos, ¡y ahí estaba lo mejor de la escuadra francesa!
El conde de Grasse sorprendió a dos fragatas británicas fondeadas en la desembocadura del río York, apresó una e hizo internarse a la otra aguas arriba, más allá de nuestro puerto. Luego cuatro de sus fragatas pasaron junto a nosotros llevando una poderosa fuerza de soldados franceses para engrosar las filas del marqués de La Fayette en Williamsburgh; pasaron de noche y no pudimos detenerlas con el fuego de nuestras baterías. Una semana más tarde oímos un cañoneo del lado del mar. Era el almirante Graves que había partido de Nueva York con dieciocho barcos para interceptar otra flota francesa, compuesta de ocho barcos y un convoy que transportaba suministros militares y artillería pesada, que se había hecho a la mar furtivamente en Newport, Rhode Island y del que se había supuesto que tomaría rumbo hacia donde estábamos nosotros. En vez de esos ocho buques de guerra encontró al conde de Grasse con veinticuatro, e inmediatamente trató de presentar batalla; pero a causa del viento y otras circunstancias no pudo obligar al enemigo a una lucha que éste prefería rehuir. Nuestros barcos sufrieron algunos daños y el almirante Graves regresó a Nueva York para reacondicionar sus barcos y buscar refuerzos. En su ausencia, los ocho barcos de Newport llegaron con su importante convoy.
Lord Cornwallis ardía entonces en deseos de marchar contra el marqués de La Fayette y sus cinco mil hombres. Pero consideró más conveniente ocuparnos en consolidar nuestras posiciones, ya que las órdenes recibidas eran que debía procurar una base segura para la flota británica. Nuestros escuadrones unidos, ciertamente, serían inferiores al enemigo, pero los británicos habían hecho frente muchas veces a una gran superioridad numérica y obtenido la victoria. Continuamos, pues, nuestros trabajos de fortificación, pero a causa de la citada escasez de herramientas las obras avanzaban con ritmo lento. No podíamos hacer más que construir una línea interior de defensas con parapetos y empalizadas, que debía ser protegida a cierta distancia por tres reductos avanzados. Otros puestos cubrían los pasos entre los pantanos, incluyendo el camino de Williamsburgh que bordeaba el río. La tierra, una vez que se perforaba la dura costra exterior, era muy ligera y más adecuada para el cultivo del algodón que para la construcción de trincheras; por eso nos inspiraba poca confianza. Las defensas en Gloucester, al otro lado del río, fueron completadas en un plazo de tiempo mucho más breve, pues allí la tierra se prestaba mejor para fines militares.
Llegaron noticias diciendo que el general Washington, que había estado inactivo tanto tiempo con su ejército en las Highlands del río Hudson, se había puesto al fin en movimiento. Marchaba contra nosotros al frente de un gran ejército (pagado en dinero contante y sonante, procedente de las arcas militares francesas), al que debían unirse las fuerzas francesas de Rhode Island; en total, dieciocho mil hombres que iban a reforzar a los cinco mil de La Fayette. Pero recordamos el éxito en la defensa de Savannah contra una combinación similar, y no nos desalentamos. El 28 de setiembre, York Town fue rodeada por el enemigo, quien acampó a dos millas de distancia; los hombres del general Washington estaban frente a la media milla que separaba los pantanos. Desgraciadamente, nuestros tres reductos avanzados no estaban todavía listos. Salimos al encuentro del enemigo y formamos en terreno abierto, entre esas pobres fortificaciones, pero aquél rehuyó la lucha. Al día siguiente, nos enteramos complacidos de que Lord Cornwallis había recibido un mensaje de Sir Henry Clinton, quien al tener conocimiento de que Washington había partido del río Hudson, se hizo a la mar, el 5 de octubre, con veintiséis barcos de guerra y cinco mil hombres, para venir en nuestra ayuda.
Como los reductos incompletos no podían resistir el fuego de la artillería pesada, Lord Cornwallis ordenó nuestro repliegue a la línea interior, en cuya consolidación continuamos trabajando febrilmente. El enemigo ocupó las posiciones abandonadas por nosotros. La mitad de los efectivos de mi regimiento habían sido enviados por el camino de Williamsburgh, en el flanco derecho, donde con el apoyo de cuarenta miembros de la marina retenían el reducto avanzado, construido en forma de estrella en lo alto del acantilado, más allá del arroyo. Tenían enfrente una división francesa al mando del conde de St. Simon. Esta fuerza enemiga tanteó las defensas del reducto, siendo rechazada mediante una descarga de metralla. Cuarenta de nuestros hombres montados libraron al otro lado del río York, bajo el mando del coronel Tarleton, escaramuzas contra los húsares franceses —más propiamente lanceros— comandados por el duque de Lanzun. El resto de nosotros, incluido yo, estábamos ocupados dentro de la ciudad. Más de seis mil soldados y tal vez tres mil civiles se hallaban hacinados dentro de un espacio de unos mil doscientos pasos de largo por quinientos de ancho. Pronto surgieron enfermedades que causaron estragos, pues las condiciones sanitarias de la ciudad eran muy malas y continuaba el tiempo caluroso.
En la mañana del 4 de octubre, mi compañía recibió orden de ponerse a disposición del teniente Sutherland, a la sazón ingeniero en jefe, destacado en el acantilado del río, donde nos hizo cavar un polvorín profundo a prueba de bombas. Estuvimos ocupados en esta tarea un par de días, y levantamos una armazón de madera para apoyar sobre él el techo. A la tercera tarde vino el conde de Cornwallis en persona a inspeccionar nuestra labor, y criticó algunos detalles. Le oí dar instrucciones al teniente Sutherland, que le acompañaba, sobre cómo debía situarse la abertura de la ventana para que dominara el río y cómo debía ir la escalera.
—Debe ser cubierta de fieltro verde —dijo su señoría—; yo se la proporcionaré. Y cuide usted de que la escalera sea lo bastante ancha para bajar la cama, la poudreuse y el gran armoire.
Al oír estas palabras agucé el oído, pues evidentemente esto no iba a ser un depósito para almacenar municiones, sino un resguardo seguro para alguna dama. Dos años antes, el conde de Cornwallis había perdido a su bella esposa, a la que profesaba un profundo amor; y aunque en Charleston había rechazado las coqueterías bastante desvergonzadas de muchas damas conservadoras, se murmuraba que en Portsmouth se había enamorado de una bella irlandesa, llegada hacía poco de Nueva York, a quien trajo consigo. Sin embargo, su señoría había llevado este asunto con tanta discreción que nadie sabía a ciencia cierta de quién se trataba.
Cuando conté a Terry Reeves lo que había oído, me dijo:
¡Buena suerte a su señoría y a la muchacha! No es natural que un hombre viva solo, particularmente cuando pesan sobre él tantas responsabilidades como las de Lord Cornwallis.
—Es un hombre a quien aprecio mucho —declaré yo.
—Sí; ciertamente —contestó Terry—; pero no obstante quisiera que fuera otro quien nos mandase. Un militar enamorado nunca ha traído suerte a ningún ejército.
La noche de aquel día, el 6 de octubre, el enemigo completó bajo una lluvia torrencial su primera línea paralela de trincheras, a unas seiscientas yardas de nuestro parapeto. Nuestros cañones y morteros emplazados en los reductos avanzados lo hostigaron continuamente durante este trabajo, que era efectuado de noche. Por su parte replicó con ocasionales disparos de artillería pesada, que levantaba espesas nubes de polvo, demolía casas y causaba graves daños en objetivos militares.
Dos días más tarde fui llamado al cuartel general para mi tarea habitual de copiar despachos, por cuyo trabajo, dicho sea de paso, su señoría me remuneraba a razón de un chelín la página; pero por algún error, cuando llegué a la casa del secretario Neilson, donde se alojaba Lord Cornwallis, el criado de color me condujo a las habitaciones privadas de su señoría y me rogó que esperara.
Allí oí una voz de mujer que cantaba una canción de la Beggar’s Opera, del señor Gay, muy popular a la sazón, con la melodía de Patie’s Mill:
Sentiré la misma pena que la zorra |
abandonada por su compañero. |
Y, al abrirse la puerta, continuó el canto:
Al que acosan sin tregua los sabuesos, |
desde el amanecer hasta el crespúsculo. |
¿Dónde puede ocultarse mi amado? |
¿Cómo podrá engañar a la jauría? |
Si no le guía el amor |
jamás podrá… |
Aquí la voz enmudeció bruscamente, como una caja de música destrozada de un martillazo, pues al verme, Kate Harlowe (que iba vestida y peinada al más exquisito estilo francés) quedó, anonadada y se estremeció.
—¡Tú, Gerry! ¡Oh, no puede ser cierto! Creí que habías muerto…, me aseguraron que la noticia era cierta. ¡Oh, de haberlo sabido nunca me habría embarcado en esta vida!
—¿Eres la querida de su señoría? —le pregunté, presa de agitación.
Ella asintió con la cabeza y rompió a llorar. Evidentemente, se había olvidado por completo de su decisión de mostrarse fría conmigo.
—¿Dónde está nuestra hija? ¿Está con vida? —fue mi siguiente pregunta.
Entonces se puso a llorar aún más fuerte y me dijo que no lo sabía. Cuando el ejército del general Sullivan había arrasado la aldea de Genesee, la niña, que era criada por una mujer india, estaba entre un pequeño grupo de fugitivos incomunicado por los americanos. Kate había hecho lo posible por obtener noticias de su pequeña hija, y hasta efectuó para tal fin un largo y solitario viaje a territorio americano, sin obtener resultado. Después se dirigió a Nueva York, donde un oficial canjeado del Noveno le informó de que yo había muerto. En su desesperación aceptó ser la amante de un capitán de artillería, quien la llevó a Portsmouth, pero allí abusó brutalmente de ella bajo los efectos del alcohol y Lord Cornwallis, que casualmente pasaba por delante de la casa y oyó sus gritos, entró y propinó al oficial una gran paliza. Su señoría la tomó bajo su protección, y desde entonces la trataba con gran afecto y consideración.
—Pero, Gerry —sollozó—, aun sabiendo que seguías con vida, ¿cómo hubiéramos podido continuar juntos? Soy la esposa de Richard Harlowe, y a buen seguro que él es una salamandra que no morirá por el fuego de las armas.
—Ya está muerto —dije—. ¡Oh, Kate! Yo mismo le maté en un combate, en Carolina. Él luchaba bajo el mando del general Greene.
—¿Me estás diciendo la verdad? —preguntó ella con los ojos brillantes de alegría.
—No te he mentido nunca —contesté—. Querida, hace años que vengo soñando con este encuentro, y sólo tu recuerdo me ha sostenido en mi largo padecimiento. ¿No puedes romper tus vínculos con su señoría y casarte conmigo?
—Lo haré cuando haya terminado el asedio —dijo ella—. Pero sería una gran crueldad ahora, cuando me necesita tanto…, e ingratitud también.
—¿No quieres darme un beso? —pregunté, cogiéndole la mano, que estaba fría como una piedra—. ¿Una sola prueba de amor, en testimonio de esta promesa?
—No puedo mientras esté bajo la protección de su señoría —dijo ella—. Soy su querida. Besar entretanto a otro hombre sería una afrenta para él y haría de mí una vulgar prostituta. Vete ahora, querido Gerry. Ten paciencia y yo te seré fiel con el corazón, ya que no con el cuerpo. Perdóname, pero ahora no puedo volver a ti.
Salí de la habitación, debatiéndome entre la alegría y la mortificación, entre el orgullo y la vergüenza. Como oí la voz de Lord Cornwallis abajo, dando instrucciones a un oficial, me introduje en un armario para evitar encontrarlo en la escalera. Subió los escalones de dos en dos, y le oí saludar a Kate con su voz alegre y varonil al entrar en la salita. El gran aprecio que sentía por él prevaleció al instante sobre mis celos y sentimientos más bajos. Le oí decir:
—Tu nido está muy bien amueblado, mi querida niña. Allí estarás tan al abrigo de las balas rebeldes como si estuvieses en la misma Torre de Londres. Te llevaré allí esta noche, te lo prometo.
Bajé entonces la escalera; su ayudante me entregó los despachos para copiar y concentré mi mente en la tarea; pero me temblaba la mano y si bien no hice borrones ni cometí errores, mi escritura dejó esta vez mucho que desear. Pedí disculpas al oficial, alegando sufrir un acceso de una antigua fiebre, lo que, en sentido figurado al menos, era muy cierto.
Esa noche, nuestra compañía fue enviada al Reducto de los Fusileros, que era el nombre con que se había bautizado el puesto de la derecha, al otro lado del arroyo, para relevar a otra compañía.
A corta distancia de nosotros, los franceses estaban a su vez construyendo fortificaciones y había un violento intercambio de fuego. Nos mandaba el capitán Apthorpe, un amable oficial que se alegraba de que al fin estuviéramos frente a nuestros enemigos naturales, los franceses, quienes además combatían de un modo que nos era familiar.
—Me parece —dijo, volviéndose hacia el teniente Guyon—, que el regimiento de Turena está en la división del conde de St. Simon. Nuestro regimiento ha tenido ya más de una vez el placer de luchar contra él, cuando combatíamos bajo el mando del duque de Marlborough. ¿No participaron ellos también en la batalla de Dettingen?
—Creo que está usted en lo cierto, capitán Apthorpe —contestó el teniente—, y que les pegamos duro.
El 9 de octubre, las baterías enemigas abrieron fuego sobre la ciudad desde la primera línea, a una distancia de seiscientas yardas, llenando el aire de un terrible fragor. Corrimos a empuñar las armas y pronto los proyectiles empezaron a silbar en gran cantidad alrededor de nuestras cabezas, en el Reducto de los Fusileros. No era la primera vez, ni mucho menos, que yo soportaba un cañoneo, pero no recuerdo otro tan nutrido y violento. Los silbidos y los rugidos se sucedían casi sin interrupción, y el aire estaba gris por el polvo de nuestro parapeto demolido. Además de morteros y obuses, nos bombardeaban con una batería de nueve cañones de nueve libras, a sólo sesenta pasos de distancia. Las hileras de la empalizada fuera de nuestro parapeto fueron rotas en varios sitios, y hubo un buen número de muertos y heridos. Una granada estalló directamente sobre mi cabeza, y me desplomé mientras me zumbaban los oídos y la sangre me brotaba de la nariz y las orejas; creí que estaba mortalmente herido. Sin embargo, ningún trozo de metralla me había alcanzado y me levanté tambaleándome, listo para proseguir la lucha.
De lo que siguió no guardo un claro recuerdo, a causa del mareo que sentía; pero como por entonces ya era un soldado veterano, habituado a la batalla, impartí las órdenes a mis hombres de una manera muy serena y atinada, según me dijeron. Recuerdo, eso sí, a granaderos franceses de elevada estatura, luciendo uniformes blancos con insignias de color celeste, surgiendo detrás de sus fortificaciones y avanzando a la carrera hacia nosotros, guiados por oficiales que agitaban sus sables y sombreros adornados con plumas y gritaban: En avant, mes enfants! y otras palabras de aliento. Nuestros cañones les apuntaban directamente y aniquilaron con metralla sus primeras filas, que se esforzaban por abrirse paso entre los obstáculos formados por árboles derribados que se interponían en su avance. Entonces se lanzaron otra vez en masa al ataque, al grito de Vive le roi! y Vive St. Simon! Nuestro fuego de fusilería los detuvo en el glacis, y luego nos abalanzamos sobre ellos con la bayoneta calada y los hicimos retroceder.
Recuerdo que se reagruparon fuera del alcance de nuestro fuego, y volvieron a la carga; pero el recuerdo del primero y segundo asalto es confuso en mi mente, por lo cual no puedo describirlos en detalle. Eran en total tres mil voluntarios, no del servicio obligatorio, y los mejores combatientes de Francia. Esta vez —según me contaron después— alcanzaron el borde superior del parapeto y se inició una lucha muy cruenta antes de que pudiéramos desalojarlos. El teniente Guyon entabló una lucha a sable con el jefe de ellos (que llevaba una reluciente condecoración), y le perforó la garganta con el arma. Recuerdo vagamente haber visto morir al teniente Guyon de un bayonetazo y haber cogido su arma en el momento de caer. Empuñándola recordé mis viejos conocimientos de esgrima y empecé a batirme con un oficial francés. Pero alguien intervino y entonces se disipó el humo de la batalla; los franceses habían desaparecido.
Una bala me alcanzó en la cabeza, hiriéndome en el cuero cabelludo, y lo que ocurrió entonces sólo puedo relatarlo tal como me pareció a mí, pues lo que sucedió en realidad parecerá absurdo a todo espíritu sensato. Surgiendo de entre la maraña de árboles, se acercó muy tranquilo, por el glacis, un hombre vestido con las ropas de un capellán francés, con un pequeño birrete púrpura y una gorguera de encaje en la garganta. Llevaba en la mano algo que parecía ser un breviario e, inclinándose sobre los cuerpos postrados de los soldados franceses, les administró uno a uno la extremaunción. Hasta aquí mi relato se ciñe sin duda a la realidad; pero luego me pareció que se erguía y avanzaba hacia mí apuntándome con el dedo índice, viéndole entonces el húmedo pelo negro y las facciones tétricas ¡del reverendo John Martin! Con voz fría y burlona me dijo:
—¡Conque nos encontramos otra vez, amigo Lamb!, ¿eh? ¿Y me vas a dar la tunda que prometiste? Pero escúchame; tengo una noticia que darte: no tendré nunca el placer de bendecir tu unión con Kate. Esta mañana, más o menos a las nueve, ella ha sido muerta por un proyectil que ha estallado a la entrada de su confortable refugio.
Me abalancé sobre él blandiendo mi espada. Pero tropecé con una empalizada rota y caí al suelo; y me pareció seguir cayendo interminablemente, durante mil años, en un pozo sin fondo, como el que, según dicen, está preparado para recibir a las almas condenadas en el segundo advenimiento del Salvador.
Recobré el conocimiento algunas horas más tarde. Me hallaba todavía en el reducto. Smutchy Steel estaba a mi lado y sonrió encantado al verme reaccionar. Le pregunté, con una voz débil que parecía llegar de muy lejos, qué había pasado.
—Oh —contestó—, los hemos rechazado por tercera vez y ése ha sido el final. Me parece que tú estabas un poco trastornado. Te has precipitado con un sable sobre un pobre e inofensivo sacerdote francés; francamente, Gerry, te creía un hombre más juicioso, siempre me habías dicho que no tenías nada contra los papistas. Ahora tengo una noticia que darte, triste para ti y para mí. Cuando te has desvanecido y te han llevado a la retaguardia, el pobre Terry Reeves ha recibido tu mando. Ha muerto; lo ha alcanzado una bala de cañón de nueve libras.
Yo prorrumpí en sollozos, de pura debilidad; pero en cuanto recuperé el dominio de mí mismo llamé al fiel Jonás. Le pedí que esa noche, al ir con el pelotón en busca de las raciones, preguntara si era cierto el rumor de que esa mañana, a las nueve, una dama había resultado muerta en un sitio junto al acantilado. A su regreso me informó que era cierto: una «mujer joven, muy bonita, que llevaba un vestido verde floreado» había muerto alcanzada por un trozo de granada en la garganta. Pero nadie parecía saber quién era.
Durante los tres días siguientes, según Smutchy me contó después, deliré, lloré con frecuencia y dije muchos absurdos hablando de cosas que eran simples alucinaciones mías. Pero me mantuve en el servicio, pues no tenía fiebre.
Entretanto el enemigo había demolido nuestras defensas incompletas a la izquierda de la ciudad, silenciado los cañones que habíamos emplazado en ellas y acribillado a balazos toda la hilera de casas enclavadas en lo alto del acantilado. La casa del secretario Nielson recibió varios impactos, pero Mr. Nielson llevó su estoicismo al extremo de abandonarla tan sólo después de que su criado negro fuera destrozado por una granada. El 11 de octubre el enemigo se acercó más y estableció su segunda línea paralela a sólo trescientas yardas de nuestro parapeto. Nuestros hombres se defendieron disparando obuses y coehorns (morteros livianos de un calibre de cuatro pulgadas y media), pero nuestros cañones eran desmontados en cuanto se asomaban a las troneras, pues el enemigo hacía fuego con sesenta poderosos cañones de sitio y gran número de morteros pesados. Por entonces vino por el río un correo de Sir Henry Clinton para Lord Cornwallis, informándole de que la partida de la flota de socorro había sido aplazada por una serie de azares adversos, y expresando gran ansiedad por su situación.
Entonces, el coronel Tarleton y otros instaron a Lord Cornwallis a dar su conformidad para un plan desesperado, consistente en retirar, al amparo de la noche, a la mayor parte de la guarnición y llevarla al otro lado del río para atacar a las fuerzas del general francés Choisy que asediaban Gloucester. Creían que tal vez podríamos romper fácilmente el cerco y, dejando atrás todo equipo innecesario y requisando todos los caballos de Roanoke, región rica en alimentos y forrajes, abrirnos paso a través de Maryland, Pensilvania y Jersey, y llegar a Nueva York. Su señoría parecía indeciso e incapaz de dar su conformidad a este plan. Su vacilación sorprendió a sus oficiales, pues hasta entonces había dado pruebas de gran serenidad y decisión. Pero su secretario, bajo cuya dirección yo había trabajado y con quien había hecho amistad, me contó, habiéndose a su vez enterado de ello por el propio ayuda de cámara de Lord Cornwallis, que la mañana del 9 de octubre su señoría «había experimentado un profundo horror y aflicción al conocer la noticia de la muerte de la bella Miss Kate». Desde entonces bebía más que de costumbre, y monologaba paseándose solo por la salita. El ayuda de cámara agregó que Lord Cornwallis no se había comportado en forma tan poco varonil desde el día, dos años atrás, en que se enteró de la muerte de la encantadora condesa. No debo extenderme sobre mi propia pena, pues no deseo presentarla como si rivalizara con la de Lord Cornwallis.
Hasta el 14 de octubre su señoría no pudo ser persuadido a dar su conformidad al plan de retirada; por entonces, todas las empalizadas estaban demolidas y sólo nos quedaban un obús para el único mortero de ocho pulgadas y algunas cajas de proyectiles coehorn. Sin dejarse amilanar por una salida desde nuestras líneas, en cuya ocasión habían sido clavados once de sus cañones, los ejércitos aliados del adversario se preparaban para el asalto. El clavado de esos cañones, dicho sea de paso, fue un trabajo chapucero, pues los soldados que participaban en la salida no iban provistos de alcayatas. Se limitaron a romper las puntas de sus bayonetas en los fogones, y éstas fueron luego retiradas fácilmente. Nuestros efectivos se reducían a cuatro mil hombres, siendo dos mil el número de los que no estaban de servicio por hallarse enfermos o heridos, pero seguíamos con el espíritu animado. Y como éramos soldados habituados a la lucha y sabíamos marchar y pasar hambre como el que más, no dudábamos de que saldríamos bien librados de nuestra empresa.
La noche del 15 de octubre, la infantería ligera, la mayor parte de la brigada de los Guardias y setenta miembros de los Reales Fusileros Galeses (entre ellos Smutchy y yo) fuimos embarcados en botes y llevados a Gloucester Point, en la orilla opuesta. Allí debíamos desembarcar y cubrir con nuestro fuego el cruce de nuestras restantes fuerzas. Pero no bien habíamos llegado —más o menos a medianoche— a la otra orilla, cambió el tiempo hasta entonces bonancible, y se desencadenó un violentísimo temporal de viento y lluvia que arrastró nuestros botes aguas abajo, casi hasta el mar. De este modo resultó imposible que el resto de nuestras tropas cruzaran, las cuales dependían de esos mismos botes, y si bien el temporal amainó y logramos regresar a York Town antes del alba, fuimos hostigados intensamente por fuego disparado desde las márgenes y sufrimos numerosas bajas.
Así se desvaneció la última esperanza del ejército británico. Nuestras defensas estaban en ruinas y los oficiales principales, reunidos en consejo de guerra, opinaron que sería una locura resistir. A la mañana siguiente, por orden de Lord Cornwallis, un tambor subió sobre nuestro parapeto y tocó a parlamento. Entonces avanzó sin acompañamiento el duque de Lanzun, agitando un pañuelo de seda blanca, siendo informado de que Lord Cornwallis proponía el cese del fuego para negociar las condiciones de una capitulación.
Para ser breve, el general Washington accedió y se fijaron las condiciones para nuestra rendición como prisioneros de guerra al día siguiente. La capitulación fue firmada el 19 de octubre, el mismo día en que Sir Henry Clinton, tras largas demoras, se hizo a la mar en Nueva York al frente de siete mil hombres para venir en nuestra ayuda.
Los honores militares que nos fueron concedidos eran más o menos los mismos que el general Lincoln había obtenido en Charleston, y él mismo, habiendo sido canjeado, recibió la espada de Lord Cornwallis, pero de manos del general O’Hara, por hallarse enfermo su señoría. Marchamos entre dos largas filas, formadas por tropas francesas de aspecto muy cuidado, a un lado, y por americanos harapientos al otro, y apilamos nuestras armas. En represalia por las condiciones de Saratoga, no se nos permitió tocar una marcha francesa ni una americana. De modo que nuestra banda tocó, muy apropiadamente, The World Turned Upside Down.[8] Nuestras banderas iban enfundadas, no desplegadas, lo que permitió a dos oficiales nuestros —el capitán Peter y, si no me equivoco, el teniente Julian— quitar los estandartes de sus correspondientes astas y ocultarlos entre sus ropas. Los oficiales de campaña de la brigada del conde de St. Simon se dirigieron al capitán Apthorpe y lo elogiaron calurosamente por nuestra defensa del reducto en forma de estrella. Quedaron asombrados cuando supieron que ese día habíamos peleado contra una superioridad numérica de casi treinta a uno. Declararon al mismo tiempo que era un placer para ellos conversar así, tan agradablemente, con ingleses de distinción y sensibilidad, dirigiendo miradas severas a sus aliados americanos que desconocían casi por completo el «idioma de la civilización», o sea el francés. Al mismo tiempo el joven duque de Lanzun se dirigió al capitán Champagné para felicitarle por el magnífico comportamiento de sus fusileros montados en la escaramuza librada cerca de Gloucester. Estos cumplidos consolaron a nuestras gentes hasta cierto punto de la ignominia de la capitulación, ya que era la primera (y espero que la última) vez que los Reales Fusileros Galeses habían sido obligados a rendirse desde su fundación en 1689. Nuestras bajas, treinta y un hombres entre oficiales y tropa, nos habían convertido en el cuerpo de efectivos más reducidos de todo el ejército.
Entre los oficiales del ejército victorioso estallaron las rivalidades habituales. Un abanderado, de la división del marqués de La Fayette, estaba plantando la bandera americana en nuestro parapeto demolido a la vista de los tres ejércitos, cuando el mariscal de campo barón Steuben, instructor prusiano del general Washington, se le acercó al galope, se la arrebató de las manos y la plantó él mismo. Esta actitud provocó grandes risotadas entre nuestra gente, y gran escándalo y disputa entre las fuerzas enemigas. Un coronel americano retó a duelo al barón. Pero el general Washington intervino dejando triunfar a su instructor, pues el viejo barón estaba más familiarizado con las leyes de la guerra que el marqués de La Fayette. El barón estaba al mando en las trincheras enemigas cuando el tambor había tocado a parlamento, así que el honor de plantar la bandera le correspondía a él.
Por entonces mi mente había vuelto un poco a la normalidad, y naturalmente sentí curiosidad por ver al general George Washington, al que el ejército británico profesaba gran respeto por su paciencia, entereza y valentía, aunque muchos no podían soportarlo por su papel en el ajusticiamiento del pobre mayor André. Pude observarle en compañía de un grupo de altos oficiales franceses, con los que, sin embargo, no podía conversar en la lengua de ellos. Vestía con sencillez, pero montaba un magnífico caballo. Era de elevada estatura, pero no fornido; tenía la cara muy picada de viruelas y sus órbitas eran las más grandes que he visto en un hombre. Su expresión era severa, como la de una persona que durante muchos años ha luchado con éxito contra la malicia y la deslealtad de sus allegados, y contra los pecados de la soberbia y de la ira en sí mismo.