CAPÍTULO 9
Sir Henry Clinton regresó a Nueva York con la mayor parte del ejército, pues se esperaba que la flota francesa se presentaría pronto en las aguas del Norte. Dejó atrás cuatro mil hombres al mando del conde de Cornwallis, entre ellos, los Reales Fusileros Galeses, que por entonces eran unos quinientos hombres. Antes de hacerse a la mar emitió una proclama eximiendo de su promesa de honor a todos los prisioneros salvo las tropas regulares, pero declarando al mismo tiempo que todo aquel que negara lealtad al rey George sería considerado como rebelde. Prometió a los habitantes de las Carolinas la restitución de sus antiguos derechos y privilegios, así como la exención de todos los impuestos salvo los decretados por su propio gobierno provincial. Lord Cornwallis recibió instrucciones para conservar bajo todas las circunstancias el dominio de la provincia, y alentar u obligar a todos sus hombres aptos para llevar armas a formar una milicia que le ayudara en este cometido.
Carolina del Sur estaba habitada por una población muy heterogénea. Desde su fundación por un pequeño número de colonos británicos, un centenar de años atrás, había recibido sucesivamente inmigrantes franceses, suizos, alemanes, holandeses, escoceses e irlandeses, todos de religión protestante. Se les habían agregado últimamente aventureros procedentes de Pensilvania y Virginia. Estas razas no se mezclaban fácilmente, sino que, por el contrario, formaban colonias separadas junto a los varios ríos anchurosos o sus numerosos afluentes que regaban el país. Cada raza profesaba su propio credo político. Había siete principales corrientes de opinión, a saber: liberales fanáticos, liberales moderados, liberales, elementos indefinidos, conservadores, conservadores moderados y conservadores furiosos.
El caluroso clima del Sur incitaba a las pasiones, de suerte que los crímenes pasionales eran extraordinariamente frecuentes en comparación con las regiones pobladas de los estados del Norte. En el Norte, al menos en tiempos de paz, a nadie se le ocurría llevar una escopeta en sus viajes, salvo con la esperanza de encontrar caza; ni siquiera echaban el cerrojo a la puerta por la noche. En el Sur, en cambio, los asaltos en los caminos, los robos perpetrados durante la noche, y continuas rencillas de familia eran la regla general. Un hombre que fuese, incluso a la iglesia, sin llevar una pistola cargada en el cinto habría sido considerado un imbécil. La embriaguez era general, y la gente misma admitía con fundamento que esa costumbre suya de echar un trago de grog fuerte por la mañana y al mediodía era la principal maldición de su país, si bien se alegaba el calor fuerte y sofocante como excusa para tan perniciosa práctica. A la luz de lo antedicho se comprenderá fácilmente que las atrocidades que los partidarios del rey y los del Congreso cometían unos con otros llegaran en aquella zona tórrida frecuentemente a extremos que la pluma se resiste a poner por escrito.
Hablando en términos generales, la población blanca de las Carolinas, y del Sur en general, se dividía en dos clases: los ricos y los pobres. A diferencia de lo que suele suceder en otras latitudes, los pobres no eran mantenidos por los ricos, ya que éstos poseían esclavos que eran una mano de obra más barata y cuya piel negra y aceitosa les permitía soportar mejor el clima que la de los blancos pobres. Conforme los ricos acaparaban todas las tierras y todo el comercio, los blancos pobres se empobrecían aún más y era mayor su apatía. Sobraban los alimentos en el Sur, donde por seis peniques se obtenía arroz suficiente para todo un mes; abundaba la fruta y cada riachuelo ofrecía nutrida pesca. El más noble de todos los peces, el esturión, que en Inglaterra es considerado manjar de príncipes y dondequiera que se capture debe ser entregado para la cocina del rey, allí los negros y los blancos pobres lo pescaban fácil y frecuentemente para su propio uso, sorprendiéndolo cuando dormía en las aguas fangosas de los grandes ríos. Esa «hez blanca», nombre dado allí a los blancos pobres, rara vez ganaba dinero; y el poco que recibía lo gastaba en aguardiente. En mi vida he encontrado gente más indolente, más viciosa e inculta; y sin embargo, frente a los negros se consideraban la obra maestra de la Creación. Era una verdadera desgracia que tantos de ellos se unieran a nuestras fuerzas llevados por la esperanza de botín y deshonraran nuestro buen nombre, robando, incendiando y saqueando al grito de «¡Dios salve al rey!».
Los Reales Fusileros Galeses fuimos trasladados a Camden, pequeña ciudad ubicada a cien millas tierra adentro de Charleston, a menos de doscientos pies de altura sobre el nivel del mar, en un sitio muy caluroso y húmedo cerca de las márgenes del río Catawba que se deslizaba entre pantanos. En éstos proliferaban enebros y cipreses, recios robles cubiertos de liquen y una rica hierba que hacía engordar al ganado. Ciertas partes de esos pantanos eran completamente inaccesibles a causa de tupidos matorrales que formaban verdaderas marañas, escondrijos inmejorables de zorros y coatíes. Otras partes eran ciénagas traicioneras, o mero fango poblado de una fauna extraña, córnea o viscosa, y despedían un olor fétido y nauseabundo y provocaban la fiebre.
Nuestros hombres fueron advertidos por el médico de que debían evitar el agua que no estuviera purificada con un poco de alcohol. Tampoco debían comer fruta, como la sabrosa piña o la dorada níspola que hacía contraerse la boca, mientras estuviera caliente por el sol; de lo contrario, seguramente les daría cólico. Nos aconsejaron también no comer carne fresca de cerdo durante los meses de calor, y algunos que no hicieron caso de esta indicación perecieron intoxicados. Moisés fue un perspicaz legislador al prohibir a los judíos la carne de cerdo en la tórrida Palestina. Les tomamos gusto a las grandes sandías verdes de pulpa rosada y negras pepitas. Solíamos verter por la noche un poco de ron en un agujero practicado en un extremo, que era absorbido y quedaba deliciosamente incorporado a la fruta para la hora del desayuno.
Hacía un calor excesivo en las tiendas, y estaba muy entrado el verano cuando recibimos el material para la construcción de cabañas. Realizábamos nuestros ejercicios militares a primeras horas de la mañana, y a menudo se nos hacía realizar marchas por la noche, en parte para habituarnos a avanzar en la oscuridad por terreno difícil, pero en parte también para impedir que se nos aletargara la sangre. A pesar de todas las precauciones contra la fiebre y las constantes dosis de quinina, perdimos cierto número de hombres, aunque no tantos como los demás regimientos. En cuanto se nos exigía algún esfuerzo continuado durante el día, transpirábamos tan profusamente que casi nos desmayábamos. Contra esto encontramos el remedio de agregar a nuestra bebida un poco de sal, que nos restituía el agua que habíamos perdido sudando. El ganado y los cerdos de la vecina plantación holandesa usaban el mismo remedio. Venían de los pantanos, bajaban al muelle donde eran desembarcados los barriles que contenían las provisiones saladas para nosotros y se agolpaban alrededor de ellos lamiendo la salmuera. Tan ávidos eran que nos resultaba difícil transportar los barriles a nuestro campamento. Su necesidad de sal era tan grande, que en cierta ocasión vi un cerdo viejo ir hasta una yegua sudorosa que estaba atada a un poste, junto a la tienda de uno de los oficiales, y, levantándose sobre las patas traseras, lamerle ávidamente el cuello, los flancos y las patas.
Se cultivaba por allí mucho maíz. Los esclavos que cuidaban las cosechas de aquella plantación iban completamente desnudos y parecían muy descontentos en comparación con los del capitán Gale. Oí decir que en las islas de las Indias Occidentales había una profunda degradación humana de las distintas razas europeas en el trato dado a los esclavos, y que la misma regla se aplicaba en general al continente americano. Los más indulgentes eran los españoles; les seguían en orden los franceses; los ingleses no eran tan buenos; pero los más severos e implacables de todos eran los holandeses. Cosa extraña; era el mismo orden en que fueron cayendo los gobiernos políticos en escala descendente del absolutismo, desde la autocracia sagrada de España hasta el republicanismo obstinado de los holandeses. Bien dice el refrán que los republicanos son los peores amos; he aquí un buen argumento (si es que hiciese falta alguno) en favor de la monarquía.
Allí se hacía trabajar en exceso a los pobres negros, regateándoseles la comida en una forma que habría sido considerada vergonzosa si se hubiera tratado de animales. Eran despertados al rayar el alba y llevados inmediatamente al maizal. Allí trabajaban sin interrupción hasta mediodía; luego se les concedía media hora para tomar el almuerzo, que consistía invariablemente en rudimentarias tortas de maíz, fritas sobre los mismos azadones con que trabajaban. A ello se agregaba un poco de salmuera lavada de los arenques salados que comía la familia holandesa. Regresaban al anochecer después de haber trabajado durante todas las restantes horas del día, y para no darles ninguna oportunidad de alborotar, se les entregaba una gran cantidad de maíz para descascarar. Si no cumplían la tarea que les era asignada, eran atados a la mañana siguiente y azotados cruelmente por sus capataces. Tenían siete horas para dormir, y los domingos y días de fiesta no se les concedía el menor descanso o solaz. Dormían en el suelo desnudo. Un negro que tratara de huir a los pantanos era azotado casi hasta la muerte si lo apresaban, y cuando se trataba de la segunda tentativa era ahorcado delante de sus compañeros. A un negro que osara atacar a un hombre blanco, aunque fuese en defensa propia contra la barbarie y el atropello, se le cortaba el brazo, según estipulaba la ley. Sin embargo, rara vez se hacía eso, porque era más provechoso administrar al hombre tantos azotes como resistía su físico y luego venderlo a otro amo. Nuestra proximidad a esta plantación tan bárbara nos era muy desagradable, y un grupo de sargentos advirtió al capataz que si no mitigaba al instante su severidad para con el «ganado», le azotarían a él.
La situación de esos pobres infelices era muy distinta de la del enjambre de esclavos, propiedad de revolucionarios, que se habían unido a nuestras filas durante nuestra marcha desde Charleston. A nuestro paso se habían considerado desligados de todo respeto a sus respectivos patrones y redimidos de su esclavitud. La lástima que les teníamos y también los servicios útiles que podían prestarnos como labriegos nos impidió defraudarlos; podían vivir de nuestras sobras. Nos resultaban muy buenos servidores, y yo mismo empleé a uno, llamado Jonás, quien había sido «criado» en Virginia y era un experto pescador y cazador de coatíes en los pantanos. Al principio, esos esclavos emancipados llevaron una vida lujosa a nuestro lado, comiendo bien y trabajando poco. Luego se recurrió ampliamente a sus servicios, cuando llegaron órdenes de construir un depósito cerca de nuestro campamento y descargar de los botes que venían de Charleston grandes cantidades de ron, municiones, víveres salados, etc. Pronto aprendieron a jurar —un lujo que se negaba a los esclavos negros—, a jugar a los dados y a cantar en coro los cánticos del doctor Watt, que entonaban con sorprendente afinación y entusiasmo, a pesar de que nada sabían de la religión cristiana.
El que retuviéramos a esos negros, que llegaron a sentir gran apego por nosotros, era calificado de robo descarado por los colonos del Catawba, quienes afirmaban que también incitábamos a sus propios esclavos a desertar y a ser negligentes en el trabajo. En efecto, muchos miles de negros rondaban por entonces los campamentos de las unidades del ejército real. Para apaciguar a los habitantes, los esclavos cuyos amos no habían tomado las armas contra nosotros fueron, pues, si éstos los reclamaban, devueltos a sus cadenas. Así perdí pronto a mi Jonás, cuya libertad desgraciadamente no podía comprar por la suma de ochenta guineas en la que se había fijado su precio. El pobre quedó muy afectado cuando se enteró de que tendría que volver a su amo quien, según dijo, era un viejo borrachín y lo azotaría casi hasta la muerte. Pero al interceder yo ante algunos oficiales y ponderarles las excelentes cualidades de Jonás, resolvieron comprarlo juntos como sirviente para su mesa. Cuando informé a Jonás que de ordenanza de un simple sargento ascendía a esclavo de dos capitanes y tres tenientes, se postró a mis pies y me abrazó tan efusivamente que casi me derribó; luego brincó y saltó entonando a pleno pulmón, como en éxtasis, todos los juramentos y cánticos que conocía, como un loro frente a visitantes.
Pese al constante calor bochornoso, que rara vez terminaba en tormenta, tomé un vivo interés por las peculiaridades del país. En los primeros días del verano, unos enjambres enormes de luciérnagas revoloteaban del atardecer al alba, a unos pies de altura, por el campamento y sus alrededores. Las había visto ya antes en el Norte, pero nunca me produjeron un efecto tan mágico. Una docena de ellas, encerradas en un frasquito, proporcionaban luz suficiente para leer incluso letra pequeña, y cien mil, precipitándose y evolucionando en el aire, daban lugar a una iluminación francamente asombrosa y superior a todos los fuegos artificiales que he presenciado jamás. Faltaba ciertamente en este espectáculo la siseante ascensión y caída de los vertiginosos cohetes, pero el silencio absoluto de los destellos que se entrelazaban era a la vez hermoso y sobrecogedor. La luz emitida por cada insecto es continua, pero pueden apagarla a voluntad mientras vuelan. La utilizan para fines amorosos, pues deja de brillar conforme avanza el verano. Las luciérnagas pueden ser muy molestas para los centinelas y los viajeros, ya que confunden y distraen la vista.
También vi el colibrí, el pájaro más minúsculo y más hermoso de la Creación. Más que de plumas parece estar revestido de joyas, y se alimenta únicamente de miel, que extrae de las flores con su pico largo, revoloteando alrededor de ellas como un abejorro, al que no sobrepasa en tamaño. Cualquier bala, aunque fuese del menor calibre, haría pedazos al colibrí; los que deseaban satisfacer su curiosidad contemplando su cuerpo tenían que cargar el mosquete con una bolsa de agua, así lo mataban sin dañar su plumaje. Pasada la época de la miel, el pájaro hibernaba; pero nadie pudo decirme si su escondrijo era la tierra, un árbol o el agua. Recuerdo también un zorzal del Sur, de tamaño doble del de nuestro zorzal europeo, que cantaba muy dulcemente por la noche, y un ave de carroña, llamada aura, que los nativos cazaban por sus patas, que disueltas en aceite eran muy buenas contra la ciática y para aliviar los dolores y achaques reumáticos.
Había pescado de excelente calidad en el río Catawba, y unas anguilas muy sabrosas en los riachos más pequeños. En los pantanos se arrastraba el terrapene, una especie menuda de tortuga que da las sopas más apetitosas del mundo, excepción hecha, acaso, de la sopa de ostras que comimos en Harlem, cerca de Nueva York, en cuyas inmediaciones había magníficos bancos de ostras. Pero debo mencionar, frente a esta fauna hermosa y útil, dos insectos sumamente molestos, a saber: la sanguijuela y la garrapata. Aquélla es una clase de sabandija que infesta los arbustos de los pantanos. Chupaba la sangre mediante su probóscide, como un vampiro, y se hinchaba enormemente antes de caerse. Se cebaba en particular con el ganado. La garrapata era mucho peor; acechaba en la hierba alta y atacaba los pies y los tobillos. Su tamaño diminuto le permitía introducirse en los poros de la piel, donde levantaba ampollas ininterrumpidamente durante días y días. Frotar las partes afectadas era muy peligroso, pues a veces se gangrenaba la inflamación. Yo mismo sufrí de tres ampollas de esa clase, muy dolorosas, en el tobillo derecho, por haber caminado cierta mañana temprano por la hierba, cometiendo la estupidez de no ponerme las polainas de tela. Se me aconsejó no hacer servicio durante un día o dos y tratar el pie con humo de tabaco, como quien cuelga un arenque en la chimenea, para fumigar los poros y matar el bicho. Este tratamiento tuvo el efecto deseado.
La continuación de la guerra se había vuelto muy aburrida, y su impopularidad entre las fuerzas destacadas en América, así como también entre los mercaderes y manufactureros de Inglaterra, se reflejaba en el precio de los puestos de oficial, que había bajado a menos de un cuarto de su valor en tiempos de paz. En la mesa de los oficiales ya no se brindaba «por una guerra gloriosa y larga», sino «por un pronto arreglo de nuestras actuales diferencias». Corrían muchos rumores de tregua; la emperatriz Catalina de Rusia había ofrecido sus buenos oficios de mediadora. Se consideraba evidente que no era posible conquistar a toda América mientras Gran Bretaña sola tuviera que hacer frente simultáneamente a las flotas y los ejércitos coaligados de Francia y de España, y el gabinete estaba en consecuencia dispuesto a llegar a transigir, si el rey George lo consentía, concediendo la independencia de los estados del Norte y reteniendo, en cambio, nuestras conquistas en el Sur. Los americanos temían verse obligados a aceptar estas condiciones si Charleston seguía en nuestro poder, ya que en todas las disputas legales, privadas o públicas, la posesión efectiva es un título muy difícil de eliminar. La revolución languidecía a la sazón por falta de dinero y de soldados dispuestos a alistarse por un plazo largo; y las noticias de Charleston habían causado una viva impresión entre la gente del pueblo. El Congreso resolvió, pues, recobrar la confianza pública mediante un empleo audaz de sus menguantes fuerzas. Se emprendería una supuesta invasión del Canadá con objeto de distraer nuestras tropas de Nueva York, y luego una expedición lanzaría su ataque en dirección al Sur contra nuestro pequeño ejército, con toda la rapidez que permitiera el factor seguridad.
El general Washington recomendó al mariscal de campo Nathaniel Greene, intendente general del ejército americano, para asumir el mando de esta expedición; pero el general Horatio Gates, cuyos laureles conquistados en Saratoga verdeaban todavía, insistió ante el Congreso en que sólo él era el hombre indicado para hacerse cargo de este mando, y que su popularidad entre las tropas era tal, que éstas se amotinarían si se designaba cualquier otro jefe. La recomendación del general Washington no fue admitida y, en julio de aquel año, 1780, el general Gates avanzó contra nosotros al frente de cuantas tropas regulares el general Washington pudo sustraer a su pequeño ejército y de cuanta milicia pudo recoger por el camino.
Como se recordará, el capitán Gale se había mofado del general Washington llamándole «viejo Fabio». Fabio fue un general romano que, eludiendo un encuentro con los invasores cartagineses, había restaurado la buena fortuna de Roma. La política fabiana del general Washington era también ridiculizada por el general Gates, quien, según se decía, apoyado por sus partidarios del Congreso, aspiraba al cargo de general en jefe.
Dicen que en su marcha desde Filadelfia, el general Gates pasó por Frederick Town, en Maryland, y se encontró allí con su colega el general Charles Lee.
—¿Adónde va usted? —preguntó Lee.
—Al encuentro de Cornwallis —contestó Gates.
—Creo que va a ser un hueso duro de roer —observó Lee.
—¿Dice usted duro de roer? —exclamó Gates—. Pues tenga usted por seguro que lo voy a ablandar. ¡Haré piloo de él y me lo comeré vivo, señor!
Cuando Gates reemprendió la marcha, el general Lee le gritó:
—¡Tenga cuidado, general Horatio Gates! Cuide que sus laureles norteños no se conviertan en sauces llorones del Sur.
El ejército que por entonces mandaba Gates había estado concentrado durante algunas semanas en Hillsborough, en Carolina del Norte. Las fuerzas regulares eran regimientos de los estados de Maryland y Delaware; la milicia había sido alistada en Carolina del Norte, y, gracias a la posterior incorporación de un regimiento de Virginia, los efectivos del ejército sumaban aproximadamente cuatro mil hombres. Después de emitir una proclama invitando a los patriotas de Carolina a «reivindicar los derechos de América», y decretar una amnistía para todos los que «por el brazo vil de la conquista» habían sido obligados a dar su palabra de honor, avanzó rápidamente a nuestro encuentro.
Nuestra situación era como sigue: Carolina del Sur, aunque pacificada en apariencia, se hallaba en un estado de intranquilidad extrema. Además del asunto ya mencionado de los negros que habían huido para unirse a nuestras fuerzas, reinaba un descontento profundo por la requisa de los caballos de los plantadores para uso de nuestras fuerzas de caballería y para fines de transporte; temían no recibir indemnización suficiente, o tal vez ninguna. Por otra parte, cantidades enormes de arroz, índigo, tabaco y otras riquezas de la provincia eran sacadas de las casas de liberales ausentes y vendidas a leales a precios inferiores a los del mercado. La sumisión de la gente era, pues, tan sólo nominal; y cuando se empezó a enrolar a los solteros jóvenes, que eran los únicos llamados a filas, pronto se puso de manifiesto que no tenían la menor intención de tomar las armas en apoyo de su rey, y tampoco hubo manera de persuadirlos a ser buenos soldados. Para retener los vastos territorios de Carolina del Sur y de Georgia no teníamos más que cuatro mil hombres de confianza, de los cuales casi un millar estaban a la sazón enfermos de fiebre.
De este modo, a causa de los destacamentos que había que dejar como guarnición en Charleston y otras plazas importantes y para asegurar nuestras líneas de comunicaciones, podíamos enviar contra los americanos tan sólo setecientos hombres de las tropas regulares y mil doscientos voluntarios y milicianos. Cuando Lord Cornwallis vino de Charleston a asumir personalmente el mando, encontró nuestras fuerzas de campaña concentradas en las cercanías de Camden. Pudo haberse replegado detrás de las líneas de Charleston, pero no le pareció conveniente hacerlo. Teníamos enfermos internados en el hospital de Camden, y el depósito contenía pólvora y provisiones que no podíamos permitirnos el lujo de abandonar. Además, una retirada habría alentado a la milicia de Carolina del Sur a quebrar su nueva lealtad y vengarse por su capitulación en Charleston. En efecto, dos regimientos ya se habían amotinado, llevándose a algunos de nuestros hombres enfermos a Carolina del Norte.
A su llegada a los límites de Carolina del Norte, al general Gates se le aconsejó que, de las dos rutas que podía seguir en su avance hacia el encuentro de nuestras fuerzas, era más conveniente la más larga; un rodeo hacia el Oeste por Charlotte y Salisbury, a través de tierra fértil habitada por revolucionarios. Optó, sin embargo, por marchar directamente contra nosotros por una región de colinas arenosas y áridos pinares interrumpidos por pantanos.
Un prisionero de su ejército me dijo más tarde: «Era una región suficientemente pobre para hacer perecer de hambre hasta a la última oruga. Santo Dios, ¿qué esperanza nos quedaba estando en agosto, cuando de la vieja cosecha de maíz no quedaba nada y la nueva aún no estaba madura? ¡Especialmente en un pinar desierto, donde hasta en tiempos de paz debe de perecer de hambre más de una familia si no tiene la suerte de cazar una ardilla de los pinos o atrapar un terrapene en el pantano! Masticábamos el maíz aún verde que arrancábamos de los míseros campos, y nos estropeamos el estómago comiendo melocotones verdes. Sacrificamos algunas reses de unos conservadores, medio muertas de hambre, que encontramos en el monte; y un día hicimos una sopa con una vieja zorra y el polvo que llevábamos para nuestras coletas. La noche anterior a nuestro encuentro con vosotros pasábamos todavía mucha hambre, y a falta de ron el general Gates repartió melaza. Eso puede que sea bueno para un yanqui; pero revuelve cualquier honrado estómago del Sur. Aquella noche muchos de nuestros hombres enfermaron gravemente, y compañías enteras quedaron fuera de combate a lo largo del camino.»
El 13 de agosto, el ejército americano llegó a Rugeley’s Mills, a unas quince millas al norte de donde estábamos nosotros. Era éste un lugar que los Reales Fusileros Galeses conocíamos muy bien, pues algunos días antes habíamos sido llevados hasta allí, siendo sin embargo retirados pronto a Camden para evitar que nos arrollaran las fuerzas enemigas. El 15 de agosto, a las diez de la noche, recibimos orden de marchar contra el general Gates y atacarle por sorpresa de madrugada en su campamento, en el caso de que todavía estuviera en él, pues Lord Cornwallis había recibido noticias de que a esa misma hora el general Gates pensaba avanzar sobre Camden y cogernos a nosotros por sorpresa en la madrugada, en nuestro propio campamento. Partimos en el más profundo silencio, con orden de no cantar ni silbar, y de hablar sólo en un susurro. Mas los rumores agudos y caóticos de las aves nocturnas y los insectos en los pantanos habrían ahogado la charla más animada a veinte pasos de distancia. A medianoche llegamos a un río llamado Saunders’ Creek, circunstancia que ocasionó cierta demora; el frente de la columna esperó la llegada de las fuerzas que cerraban la marcha. Al frente iba un destacamento de reconocimiento de los Greens de Tarleton, una fuerza de voluntarios compuesta de caballería e infantería, hombres muy intrépidos y sanguinarios. Sus uniformes eran de color verde claro; llevaban chaquetilla sin faldón, con puños y cuello negros, y cada hombre iba armado con un sable y una pistola. Las pistoleras vacías les servían de recipientes para sus raciones de pan y queso. Detrás de ellos marchaba medio batallón de infantería ligera, después nosotros, seguidos por el Treinta y Tres (el regimiento de Lord Cornwallis) y el resto de nuestras fuerzas. A las dos de la madrugada, aproximadamente, cuando habíamos recorrido unas nueve millas, haciendo un alto de tanto en tanto en espera de informes de nuestros exploradores, oímos ruido de fuego vivo de fusilería delante de nosotros. Un Green que volvía al galope pronto nos informó que su destacamento de reconocimiento había tropezado con fuerzas de caballería enemigas y había atacado inmediatamente. Sin embargo, el enemigo era más fuerte de lo que habían supuesto los Greens, y al ser herido uno de sus oficiales pusieron fin a la escaramuza.
Se nos ordenó entonces romper la formación y formar una línea a través del camino, lo que hicimos a pesar de que era noche cerrada, pues no había luna, si mal no recuerdo. Pronto divisamos las sombras borrosas del enemigo que avanzaba, asimismo desplegado en línea, y abrimos fuego de pelotón. Por espacio de un cuarto de hora hubo un vivo duelo de fusilería; pero como ninguno de los dos bandos conocía el poderío del adversario ni se aventuraba a lanzarse a la carga hasta que pudiera contar con el apoyo del grueso de sus propias fuerzas, este fuego cesó pronto. El general Cornwallis se alegró al comprobar que nos encontrábamos en una posición muy favorable, pues estábamos protegidos a ambos lados por pantanos que impedían que el enemigo pudiera atacarnos por el flanco, aprovechando su superioridad numérica. Si hubiésemos iniciado la marcha tan sólo una hora más tarde, el general Gates habría podido ocupar posiciones sumamente ventajosas cerca de Saunders’ Creek; pero le habíamos tomado la delantera.
Pasamos el resto de la noche alerta. El terreno era arenoso, con arbustos y algún que otro árbol disperso. La vivienda más cercana era una mísera granja que estaba aproximadamente a una milla.
Yo era el sargento más joven del regimiento, de modo que me cupo el honor de llevar uno de los estandartes. El macho cabrío no participaba en la acción, pues las sanguijuelas le habían chupado tanta sangre que apenas si podía mantenerse en pie, y menos aún andar quince millas. Yo me encontraba en el centro del ala derecha, que se componía de fusileros, de la infantería ligera y del Treinta y Tres. En el medio iba nuestra artillería, pero únicamente artillería ligera: dos morteros de seis libras y otros tantos de tres libras. El ala izquierda, bajo el mando del joven Lord Rawdon (reputado como el hombre más feo y más valiente de Europa) constaba de la infantería de los Greens, quinientos leales americanos de poca confianza y los Voluntarios de Irlanda, un regimiento que había sido organizado en Filadelfia mientras la ciudad estaba en nuestro poder. Esos paisanos míos habían, en su casi totalidad, desertado del ejército americano; muchos de ellos, hombres de Dublín, habían sido clientes de la tienda de mi padre y me habían conocido de niño. El coronel Ferguson, su comandante, quedó un día muy preocupado por haber sido sorprendido uno de los voluntarios desertando para volver a las filas del enemigo; no quiso dar orden de que el hombre fuera azotado, y dejó que sus propios camaradas decidieran lo que debía hacerse con él. Lo colgaron al instante del árbol más próximo. En la reserva estaban el Setenta y Uno de Highlanders y la caballería de los Greens, con otros dos morteros de seis libras.
El coronel Balfour —dicho sea de paso— no nos acompañaba, pues era a la sazón gobernador de Charleston, de modo que el regimiento estaba al mando del capitán Forbes Champagné, nuestro capitán de más edad. Como éramos el regimiento más antiguo ocupábamos la derecha de la línea, fieles a la tradición.
En cuanto se hizo de día vimos al enemigo desplegado en dos líneas, muy cerca de nosotros.
Había una calma absoluta, con una tenue neblina en el aire. Al frente estaba la milicia de Virginia, que se había unido el día anterior a las fuerzas enemigas; a su lado estaba apostada la milicia de Carolina del Norte, frente al Treinta y Tres, que se hallaba a nuestra izquierda. Reconocimos estos cuerpos por sus distintivos. Sólo se habían realizado algunos disparos ocasionales, cuando el general Gates, poco satisfecho con la posición de la milicia, ordenó a ésta reagruparse en un frente más extenso. Esta maniobra debía ser el preludio al ataque; pero Lord Cornwallis, dándose cuenta de las intenciones del general Gates, decidió atacarle mientras estaba «apoyado en un solo pie», como diría un boxeador, y ordenó al teniente coronel Webster, del Treinta y Tres, que mandaba el ala derecha, que avanzara inmediatamente. Sonó la voz de mando:
«¡Preparados, apunten, fuego!», y toda la línea disparó una descarga cerrada que llenó el aire de humo acre. El enemigo replicó con un fuego irregular; luego llegó la orden: «¡Calar la bayoneta!», y en derredor mío cada fusilero la ejecutó brillantemente como si se tratase de un desfile celebrado en honor del cumpleaños del rey. Los oficiales, pálidos y resueltos, desenvainaron sus sables y, lanzando un hurra, nos precipitamos hacia adelante en perfecta alineación. No había aire suficiente para desplegar la seda de los estandartes y hacer flamear el Sol Naciente, el Dragón Rojo, el Caballo Blanco y las Tres Plumas, pero mientras corría agité el asta. La pesadez del aire no dejaba tampoco disipar el humo; y como la batalla se fue generalizando a lo largo de toda la línea, el campo quedó envuelto en una oscuridad tan espesa que era imposible observar el efecto del fuego sobre ninguno de los bandos. La milicia de Virginia, indecisa sobre si debía continuar el movimiento de despliegue que se le había ordenado, resistir, o avanzar inmediatamente al encuentro de nosotros, cayó en un desconcierto total. Primero algunos, y luego todos, se replegaron precipitadamente en busca de la protección de su segunda línea. Los milicianos de Carolina del Norte, que estaban apostados allí, se contagiaron y echaron a correr a su vez. Otro regimiento de Carolina del Norte, sin embargo, que hacía frente al Treinta y Tres, se comportó muy bien, disparando hasta el último cartucho, pues lo mandaba un oficial excelente, un tal general Gregory. Yo creo que los hombres de todas las razas pelean con igual bravura si son dirigidos por oficiales capaces y queridos.
El humo se hizo tan espeso que luchábamos a ciegas; pero los hurras británicos y los «alaridos sureños» de los americanos —que en mi opinión habían adoptado de sus vecinos, los indios cherokees— nos daban alguna indicación respecto a quién era amigo y quién era enemigo. No nos detuvimos a perseguir a la milicia, sino que giramos bruscamente hacia la izquierda y, con la bayoneta calada y fuego cerrado, atacamos el flanco del regimiento de Maryland que avanzaba desde la retaguardia.
La lucha prosiguió por espacio de tres cuartos de hora, siendo muy encarnizada en el centro, donde el Treinta y Tres y los Voluntarios de Irlanda sufrieron grandes bajas a causa del fuego de artillería y de fusilería. Finalmente, las fuerzas de caballería de los Greens de Tarleton avanzaron bajo la protección del humo y atacaron con sus sables. Nunca había presenciado yo un ataque de caballería, y con el alma en suspenso vi, a través del humo, los uniformes verdes cruzar vertiginosamente el terreno y emprenderla a sablazos contra las filas azules de los «continentales». Sólo una fuerza de infantería bien adiestrada y bien apostada puede resistir un ataque de caballería; aquéllos eran hombres harto intrépidos, pero nada podían contra la caballería. Sus líneas empezaron a ceder.
Pronto quedó definida la batalla, aunque el ala derecha del enemigo, ignorando que ya estaba perdida la partida, lanzó un valiente ataque contra las fuerzas leales que le hacían frente. Allí, el comandante americano era el mariscal de campo barón de Kalb, un alemán en el servicio francés, que por su aspecto rubicundo y juvenil aparentaba tener veinte años menos que los sesenta y tres que en realidad tenía. Cayó herido de once bayonetazos, tras haber matado con su sable a uno o dos de nuestros hombres. Más tarde Lord Cornwallis, con gran justicia, lo hizo sepultar con todos los honores militares.
Alrededor de cien americanos escaparon en un solo grupo compacto vadeando un pantano que quedaba a la izquierda y se pusieron a salvo. El resto huyó en desorden por el camino de Rugeley, siendo perseguido unas veinte millas por la caballería de los Greens. El camino quedó sembrado de armas y equipos abandonados. Casi todos los oficiales cogidos prisioneros habían perdido el contacto con sus hombres. Se rindieron mil americanos; seiscientos habían caído muertos, y trescientos heridos de gravedad fueron llevados a nuestro hospital en Camden. Perdieron toda su artillería (ocho morteros de campaña, de bronce), la totalidad de sus municiones y equipos y sus doscientos furgones, además de setenta oficiales entre muertos, heridos y prisioneros.
Las pérdidas de mi regimiento no fueron graves, limitándose a seis muertos y diecisiete heridos, de los doscientos noventa hombres a que las enfermedades y las escaramuzas habían reducido ahora nuestros quinientos. El capitán Drury, un oficial nuestro muy capaz, que estaba tendido bajo un árbol con una pierna herida, fue interpelado violentamente por un grupo de veinte prisioneros, entre ellos dos sargentos, porque ordenó que fueran llevados a la retaguardia bajo el mando del esclavo Jonás. Le dijeron que era una afrenta monstruosa para hombres blancos ser dejados a la merced de un «canalla negro» que amenazaba con «hacerlos trizas» si trataban de escapar. El capitán les contestó exasperado, pues le dolía su herida: «No puedo utilizar soldados para esta misión, muchachos. Y déjenme que les diga que sus aliados de Massachusetts se jactan en sus diarios de que mi amigo, el mayor Pitcairne de la marina, fue muerto a tiros, en Bunker’s Hill, por un negro, Peter Salem. Si los negros están capacitados para matar oficiales británicos, también lo están para escoltar soldados americanos, ¡qué diablo! ¡Pero si prefieren ser muertos a tiros ahora mismo, esto también puede arreglarse!»
En general, empero, los prisioneros observaron una conducta cortés y no crearon dificultades.
Jonás sentía un gran desprecio por los americanos derrotados. «Ya es hora —dijo— de que esos malditos rebeldes cambien sus bayonetas por horquillas y se ocupen de criar ganado.»
Le recriminé severamente por este modo de sentir.
Hacía casi tres años que Johnny Maguire el Loco y yo habíamos peleado juntos contra los hombres del general Gates. Vino a verme después de la batalla, la cara y la cantimplora cubiertas de pólvora, como las de todos nosotros. Con ese relajamiento de la disciplina permitido entre los fusileros sólo tras una victoria resonante o en la Noche de San David, me gritó:
—¡Gerry, mi tesoro, por fin nos hemos vengado de Saratoga!, ¿eh? ¿Qué diablos se habrá hecho de Gates, ese canalla con lentes? Lo he buscado en medio del humo con mi bayoneta, como Diógenes con su linterna quienquiera que fuera ese Diógenes; pero ese hombre no ha aparecido por ningún lado.
—Ah, Johnny —dije yo—; en mi vida perdonaré al general Gates por habernos acusado, a nuestros oficiales y a nosotros, después de haber caído en su poder, de depredaciones que sólo existían en su imaginación. Dónde está, pregunto yo también. No he oído que haya sido capturado ni que lo hayan encontrado muerto.
El general Gates, según explicó él mismo más tarde al Congreso, había tratado de reagrupar a los milicianos que huían. Se le oyó en efecto gritar: «¡Voy a llevar a esos canallas de vuelta a la línea de fuego!»
Luego fue «arrastrado por el torrente de fugitivos». Pero pronto se libró de ellos. Montaba un caballo de raza de cierta reputación que lo llevó sesenta millas antes de desplomarse. Dicen que mató dos caballos más de menos valor antes de llegar a Hillsborough, en Carolina del Norte, donde había iniciado su marcha. A propósito, últimamente se había publicado una antigua carta dirigida por el general Gates al general Lee, que terminaba con estas líneas enfáticas y patrióticas:
Sobre esta condición quisiera labrar mi fama,
y emular a los griegos y a los romanos;
¡creo que con mi sangre se compraría barata la libertad
y moriría gustoso por el bien de mi país!
El Congreso no volvió a confiar un ejército al general Gates, y al poco tiempo le pidió oficialmente que renunciase a su mando. Le apenó profundamente que, por una sola pequeña derrota, su victoria de Saratoga anunciada con bombos y platillos por toda América, y hasta en el mundo entero, fuera borrada de la página de la gloria, como si nunca hubiese existido. Pasó a ocuparse de sus asuntos privados, disgustado por las discordias políticas y del partido. Pero entonces, sus antiguos admiradores y adeptos se golpearon de pronto la frente con estupor y exclamaron: «¡Vaya! ¿Cómo no se nos había ocurrido antes? En toda la campaña del Norte se las ingenió para no colocarse una sola vez bajo el fuego. ¿Y no eludió participar en la famosa batalla de Trenton, cuando el general Washington lo invitó a ello?» Y esos críticos olvidadizos acabaron por recordar al general Benedict Arnold, a la sazón comandante de la fortaleza principal de América, West Point, en el río Hudson, como al verdadero vencedor de Saratoga. Sin embargo, sus alabanzas llegaron tarde y no tardaron en ser acalladas, según veremos más adelante.
Durante algunos días, después de esta batalla, estuve muy atareado, pues me nombraron médico interino del regimiento; servicio por cuyo cumplimiento merecí el agradecimiento de mis superiores.