CAPÍTULO 12
El general Greene tuvo la mala suerte de perder los servicios del general Daniel Morgan, quien después de su resonante victoria en The Cowpens s retiró del ejército alegando sufrir de fiebre intermitente y de dolores reumáticos. Tales dolencias, aunque penosas, no habrían sido, sin embargo, suficientes para alejar a tan valiente y patriótico militar del campo de batalla si el general Morgan hubiese tenido la seguridad de que el Congreso lo apreciaba de acuerdo con sus méritos; pero con harta frecuencia había sido desilusionado al postergarse sus ascensos, y se le habían agradecido con frialdad sus extraordinarios servicios. Por otra parte, no estaba muy de acuerdo con la política del general Greene. Se retiró a su granja y ya no luchó más contra nosotros. El general Greene era lo que en el Sur llamaban un hombre «juicioso», esto es un hombre que formaba sus juicios con cautela. Sus conocimientos militares procedían sólo de la lectura, no de la experiencia en el campo de batalla; con todo, en esta ocasión sus disposiciones fueron muy atinadas. El terreno elegido por él era sin duda muy favorable para la defensa.
El Tribunal de Justicia, pintado de cal, se levantaba en una suave pendiente al borde de un claro irregular de aproximadamente ciento veinte acres. Los únicos edificios, aparte de éste, que había en el claro eran dos pequeñas alquerías y tres graneros. Supongo que el tribunal había sido construido en aquel lugar porque se trataba de un cruce de caminos, y era un sitio más o menos equidistante de las plantaciones diseminadas por los alrededores y que formaban el municipio de Guildford. Llegamos desde el sur por un angosto desfiladero cuyas laderas estaban cubiertas de bosque espeso. Al salir de él penetramos primero en un claro pequeño, de unos cincuenta acres, que era atravesado por el camino. La línea avanzada de defensa del general Greene, compuesta por milicianos de Carolina del Norte, estaba parapetada detrás de una cerca de estacas en el extremo lejano del claro más pequeño, donde el bosque comenzaba de nuevo. Delante de esta línea habían emplazado dos cañones para abrir fuego sobre nosotros en el momento en que emergiéramos por el desfiladero; además, compañías de fusileros escogidos ocupaban posiciones avanzadas a ambos lados, y dos escuadrones de caballería estaban preparados para lanzarse a la carga en cuanto diéramos señales de pánico. Para impedir que se dispersaran los hombres de Carolina del Norte, algunas tropas veteranas habían sido apostadas inmediatamente detrás de ellos, con orden de fusilar a quien retrocediera. Ese bosque se extendía media milla hasta el punto en que nuestro camino llegaba al claro grande, en cuyo fondo estaba el Tribunal de Justicia. En el medio del bosque, detrás de sólidos parapetos, el general Greene había organizado una segunda línea de defensa, guarnecida con mejor milicia, de la que formaban parte los famosos fusileros adiestrados por el general Morgan. La última línea de defensa, apostada en las laderas que rodeaban el Tribunal, la formaban las tropas regulares y veteranas. La milicia avanzada estaba separada de los veteranos de reserva por una distancia de tres cuartos de milla.
Cabe sorprenderse de que el general Greene hubiera establecido sus líneas a una distancia tan grande una de otra. El hecho es que sabía que la victoria del general Morgan en The Cowpens se debió a que había defendido su posición mediante líneas sucesivas y sólidas de infantería, de modo que, desalojada una línea, nuestra carga perdía su empuje antes de llegar a la siguiente; y confiaba en que después de quedar maltrechos por el primer encuentro, la espesura del bosque nos obligaría a romper nuestra formación y enfrentarnos con sus mejores tropas ya agotados y en desorden. Si el general Morgan hubiese estado presente, habría aprobado las disposiciones del general Greene en principio, pero las habría criticado en cuanto a sus detalles. Está bien separar las líneas de forma que la defensa se haga en profundidad y el enemigo se agote al intentar quebrarla; pero está mal separarlas excesivamente una de otra. En este caso, las unidades avanzadas se sienten solas y sospechan que han sido destinadas al aniquilamiento en beneficio de los que se hallan más atrás. Si no son tropas habituadas a la lucha, no resistirán largo tiempo.
Las circunstancias en que se desarrolló la batalla, que tuvo lugar el 15 de marzo de 1781, son tan complejas y han sido expuestas tan hábilmente por Mr. Stedman en su Historia, que sería una impertinencia por mi parte pretender superar su relato. Me contentaré, pues, con referir mis propias experiencias en la batalla, remitiendo a mis lectores al estudio de Mr. Stedman para un conocimiento más detallado de la misma.
Los Reales Fusileros Galeses entramos en acción con aproximadamente doscientos veinte hombres entre oficiales y tropa; desde la batalla de Camden se habían producido unas ochenta bajas por enfermedad y en escaramuzas. Partimos de New Garden al rayar el alba, sin haber desayunado, no por negligencia de nuestros oficiales, sino simplemente porque no había nada que desayunar. Llevábamos una semana con raciones muy reducidas, y ya no disponíamos de víveres. Tras una noche fría, había un sol agradable que calentaba nuestros miembros entumecidos, y el croar de las ranas y el gorjeo de los pájaros nos hacían recordar que era ya bien entrada la primavera. Sin una ración diaria de grog la vida no resultaba confortable —he de confesarlo—, particularmente para los soldados veteranos. Hasta San David había quedado defraudado en su fiesta tradicional; la cantidad de licor de melocotón que el capitán Champagné se había esforzado por reunir el 1 de marzo para tan piadoso fin, sólo alcanzó a medio gill[7] por grupo.
Aproximadamente a mediodía nuestras patrullas de caballería se toparon con las del enemigo a unas cuatro millas de Guildford Court House, y Lord Cornwallis, ante la imposibilidad de obtener de prisioneros o nativos informaciones relativas a las disposiciones del adversario, se vio obligado a librar batalla a ciegas. Los fusileros íbamos en el centro del ejército que avanzaba y oíamos un confuso fuego de artillería y fusilería delante de nosotros. Un jinete se acercó a la columna trayendo órdenes para el teniente coronel Webster del Treinta y Tres, que mandaba nuestra división; debíamos avanzar rápidamente y desplegar las fuerzas hacia la izquierda en cuanto llegásemos al primer claro. A la una y media de la tarde, aproximadamente, avanzamos por la arcilla rojiza y húmeda de un campo arado, el Treinta y Tres a la izquierda y el Setenta y Uno a la derecha de nosotros. Sonaban los pífanos y los tambores, pero como los hombres que tenían a su cargo esa misión ahora servían como mosqueteros, utilizábamos para tal fin a muchachos americanos que en Camden se habían incorporado a nuestras filas. Nuestro pífano mayor era el negro Jonás, que tocaba gallardamente la Marcha de los Granaderos y The Noble Race of Jenkin.
Nosotros formábamos la vanguardia, y nos encontramos con fuego de fusilería a unos ciento cincuenta pasos del bosque hacia el cual avanzábamos rápidamente. Como los rifles americanos eran de un alcance superior a nuestros mosquetes Tower, nos vimos obligados a continuar nuestro avance sin hacer fuego, no obstante experimentar grandes bajas. Particularmente los tiradores apostados en los flancos causaban estragos en nuestras filas. Allí cayó Johnny Maguire el Loco, alcanzado por una bala en el corazón; pero no me enteré de la suerte de mi pobre amigo hasta el día siguiente, cuando fue hallado por Smutchy Steel, tendido de espaldas en un surco, las toscas facciones curvadas por la plácida sonrisa que en vida raras veces no había brillado.
Cuando nos hubimos acercado hasta una distancia de sesenta pasos, nos detuvimos a disparar una descarga cerrada; luego el coronel Webster ordenó: «¡A la carga!» Pero como el Treinta y Tres, que había experimentado graves pérdidas, estaba todavía rezagado a la izquierda, aguardamos un momento, a cuarenta pasos del enemigo, con el fin de darle tiempo para alinearse con nosotros. Entonces, el coronel Webster, interpretando mal nuestra vacilación, gritó forzando la voz, de por sí estentórea y que era muy familiar a nuestra brigada: «¡Vamos, mis bravos fusileros!» Los milicianos de Carolina del Norte estaban apostados en masa detrás de la empalizada con el arma echada a la cara, y apuntaban con la mayor precisión. Avanzamos a la carrera, pero nuestras bayonetas no los alcanzaron. Pese a la vigilancia que se había establecido sobre ellos para impedirles la retirada, quinientos hombres se desbandaron hacia los flancos y desde allí se dispersaron en dirección a sus casas; «para besar a sus mujeres y novias», según expresó más tarde jovialmente el general Greene.
Después arremetimos contra los hombres de Virginia en medio del bosque, quienes abrieron fuego sobre nosotros con gran violencia desde detrás de sus parapetos de maleza. No pudimos lanzarnos sobre ellos a causa de los árboles que habían derribado a lo largo del camino, y tuvimos que cambiar de dirección, torciendo a la izquierda.
Yo corría al frente con un grupo de veinte hombres aproximadamente, entre los que se encontraba Smutchy Steel. Cuando llegamos al extremo del parapeto que nos había costado tantas vidas valiosas, y nos abalanzamos sobre los virginianos con la bayoneta calada, vi a un oficial americano que trataba de huir a través de nuestro frente. Me separé al instante de mis camaradas, dejándolos bajo el mando de Smutchy, y me precipité tras él. Cuando el hombre se dio cuenta de mi intención de apresarle, huyó a todo correr. Lo perseguí —no sé qué distancia— hasta un lugar donde el bosque era menos espeso, pero los matorrales eran altos y enmarañados. Mi perseguido cayó una o dos veces, levantándose torpemente, y yo iba acercándome a él, cuando de pronto se dio la vuelta y puso las manos en alto. Una batalla es como un sueño: el soldado, con el espíritu enardecido, no espera nada, no teme nada, no se queja de nada; pasa sin sorpresa ni reflexión de una circunstancia extraordinaria o terrible a otra. Así, me pareció la cosa más natural del mundo el que ese oficial americano resultara ser mi antiguo camarada Richard Harlowe —aunque ignoraba, e ignoro hasta el presente, cómo fue a parar a las filas del enemigo— y que no le diera cuartel, como hice, metiéndole una bala en la cabeza, convencido de su traición. Luego desenvainé su-espada con desprecio y, haciendo un esfuerzo, la rompí contra mi rodilla.
Reparé entonces en un ruido sordo a mi izquierda, donde vi los cadáveres de varios rifleros apilados detrás de un matorral, muy cerca de mí. Allí había tenido lugar, evidentemente, una fuerte lucha entre el Segundo Batallón de Guardias y aquellas fuerzas, pues a mi alrededor yacían los cadáveres de varios guardias y americanos. Me detuve junto a un guardia muerto, me incliné sobre él y llené mi cartuchera con los cartuchos que quedaban en la suya. Luego volví a cargar mi fusil, muy despacio, como el sonámbulo que camina ajeno al peligro. Me gritaron y me hicieron varios disparos, pero ninguno me alcanzó. Mirando hacia el otro lado vi a una compañía de guardias que se lanzaba al ataque, y comprobé con alegría que el rumor popular los había calumniado; lejos de encontrarse afeminados por los lujos de la metrópoli o debilitados por el ocio, peleaban con vigor y empuje. Me habría unido a ellos, si eso no hubiera significado caer en manos de los americanos, que se encontraban en medio. No sabía qué hacer. Deseaba volver a la lucha, pero no podía hacer nada. Retrocedí algunos pasos.
En ese instante, otra visión extraordinaria pareció surgir ante mis ojos: el propio conde de Cornwallis venía hacia mí a caballo a través de la parte menos espesa del bosque, sin que le acompañase ningún ayudante. Montaba un vulgar caballo del cuerpo de dragones, pues el suyo había sido muerto. Las alforjas estaban bajo el vientre de la bestia dificultando su marcha, porque los matorrales quedaban enganchados en ellas. Me precipité en seguida hacia adelante, así las riendas y volví la cabeza del caballo.
—¡Milord! —grité—. ¡Unas pocas yardas más y quedará rodeado por el enemigo! ¡Por aquí, se lo ruego!
Él me dio las gracias, observó que no se había dado cuenta del peligro y, reparando en el caballo blanco de mi gorra, preguntó dónde estaban los Reales Fusileros Galeses. Le dije que me había separado de ellos persiguiendo a un oficial enemigo, pero que a juzgar por los gritos y hurras que había oído pocos minutos antes, creía que acababan de romper la segunda línea. Sujetando todavía las riendas, corrí junto al caballo hacia la dirección de donde habían partido los gritos, hasta que nos encontramos con los Reales Fusileros Galeses. Se hallaban reagrupados en el borde del bosque, a escasa distancia de las tierras cultivadas, detrás de las cuales se levantaba el Tribunal de Justicia. A la izquierda corría un camino y a la derecha se elevaba una suave colina. Lord Cornwallis notó en seguida que esa colina dominaba el Tribunal, y que era un sitio ideal para emplazar nuestra artillería, que en aquellos momentos venía por el camino.
—El general Greene no debiera haber pasado por alto este lugar —comentó al alcance de mis oídos, como quien jovialmente reprende al contrincante en una partida de ajedrez por haber perdido una oportunidad.
Los cañones fueron subidos a lo alto de la colina, colocados en posición y abrieron inmediatamente el fuego sobre la tercera línea americana, donde ya se estaba desarrollando una lucha encarnizada, pues el teniente coronel Webster, que se había separado de nosotros, había conducido allí al Treinta y Tres y a otras tropas. Al poco rato oímos hurras a lo lejos, que fueron ahogados por unos tremendos alaridos de los del Sur, y vimos un espectáculo que nos llenó de sorpresa y alarma: los hombres del Segundo de la Guardia, atrapados entre los sables del coronel Lee en la retaguardia y las bayonetas del Primero de Maryland en el flanco, huían en franca desbandada a campo traviesa. ¡Entonces, Lord Cornwallis, sin vacilar un instante, ordenó al teniente Macleod de la fuerza de artillería disparar metralla directamente sobre aquellos hombres! Este fuego puso al instante fin a la persecución de los americanos, pero al precio de graves pérdidas entre nuestra propia gente.
—Un mal necesario —observó Lord Cornwallis, volviendo, muy pálido, a donde estábamos formados—. Igualmente un hombre hace bien arrancándose de un tiro su propio dedo que ha sido mordido por una serpiente de cascabel, para evitar perder el brazo entero y aun la vida a causa del veneno.
Los de Maryland regresaron entonces a sus posiciones anteriores en las cercanías del Tribunal de Justicia.
Nosotros y el Setenta y Uno formábamos una línea sólida a la que se unieron entonces cinco regimientos, entre ellos, los guardias que habían sobrevivido. Eran aproximadamente las tres de la tarde y la batalla había llegado a un punto crítico. Pero el coronel Tarleton, mediante una carga de caballería, dispersó a la milicia enemiga que se encontraba a nuestra derecha, donde se estaba luchando más o menos a una milla de nosotros. Nuestra línea reformada se precipitó entonces hacia adelante a través de los campos de cultivo, llenos de profundos surcos, y los americanos se replegaron apresuradamente.
Los Reales Fusileros Galeses tuvimos la suerte de capturar dos de los cuatro cañones de seis libras, emplazados junto al Tribunal, que el general Greene abandonó junto con sus correspondientes municiones. Cogiéronse algunos prisioneros. Nosotros y el Setenta y Uno, por ser las tropas menos agotadas, recibimos orden de perseguir al enemigo en su retirada a nuestra izquierda, hacia un río llamado Troublesome Creek; pero estábamos a punto de desmayarnos de hambre y de fatiga, así que poco pudimos hacer contra ellos.
En esta desesperada batalla tuvimos más de quinientas bajas entre muertos y heridos, o sea casi una tercera parte de todo nuestro ejército. Entre los mortalmente heridos figuraba el teniente coronel Webster, cuya muerte, que ocurrió unos días más tarde, causó a Lord Cornwallis tan tremenda pena que exclamó: «¡He perdido la vaina de mi espada!» Los efectivos del regimiento de los Reales Fusileros Galeses quedaron reducidos, por la pérdida de sesenta y ocho oficiales y soldados, a un total de tan sólo ciento cincuenta hombres. Los americanos dejaron entre doscientos y trescientos muertos en el campo de batalla, lo que nos permitió estimar sus pérdidas entre muertos y heridos en el doble de las nuestras. Fue una victoria, sí, pero, según lo expresó mi antiguo comandante el general Phillips al enterarse de la batalla, «una de esas que arruinan a cualquier ejército». (El general Phillips había sido canjeado últimamente por un prisionero americano de idéntica graduación, y estaba a la sazón con el general Arnold en Portsmouth, Virginia. Durante su cautiverio había provocado un profundo resentimiento entre los americanos por su hablar franco y porque ordenó a sus oficiales «no hacer de los americanos más caso que el que harían de una bandada de gansos graznadores». Debo admitir que muchos de nuestros oficiales y tropas veteranos resultaron unos prisioneros muy molestos.)
Acampamos aquella noche en el campo de batalla. La oscuridad era completa y la lucha se había extendido por un terreno tan agreste y accidentado, que la noche cayó antes de que hubiéramos recogido a nuestros propios heridos y a los del enemigo. El Tribunal, con las modestas alquerías y graneros, no tenía cabida ni para los que pudimos recoger. Llovió torrencialmente toda la noche, y los gritos de los heridos y los moribundos a los que no se había podido proporcionar resguardo eran desgarradores. Carecíamos de alimentos, de bebida y de alojamiento. Rara vez se producen escenas tan complicadas de horror y desventura incluso en la vida militar; sin embargo, yo había pasado por una situación tan mala como ésta en la batalla de Saratoga, donde la sombría necesidad de una constante retirada había pesado como plomo sobre nuestros corazones. Ahora al menos habíamos obtenido una resonante victoria sobre un ejército valiente, bien alimentado y situado ventajosamente, que tenía sobre nosotros una superioridad numérica de casi el triple. Por mi parte, confieso que a pesar de todo sentía una extraña excitación. La muerte de tantos buenos camaradas, particularmente de Maguire el Loco, debiera haber llenado mi corazón de sentimientos menos optimistas; pero una circunstancia dominaba entonces todas las demás: Richard Harlowe (o Pearce) había muerto, y yo estaba ahora en libertad de casarme con la mujer a quien había dejado viuda con mi propio fusil, y que era la madre de mi hija. Pues estaba convencido, por una intensa intuición, no solamente de que ella vivía, sino de que volvería a verla antes de que pasaran muchos meses. Deseaba ardientemente buscar el cadáver de Richard Harlowe y registrarlo con el fin de apoderarme de sus documentos o alguna otra prueba de su muerte; pero no pude escapar de mi deber.
Smutchy Steel fue ascendido a cabo como premio por el valeroso comportamiento de que había hecho gala ese día, y me alegré de poder charlar de nuevo con él de igual a igual y como dos amigos. Aunque había sido un hombre de mentalidad baja y viciosa, la inexorable escuela del deber y la disciplina le habían ido mejorando de manera paulatina, al punto de que cambió radicalmente de espíritu y carácter, convirtiéndose en una persona honrada y moral, de cuya amistad me enorgullecía. Casos así son tan frecuentes como sorprendentes en las filas del ejército y hablan mucho en favor de la vida militar, siempre que los oficiales sean dignos de la confianza que en ellos se deposita.
A la mañana siguiente a la batalla sepultamos a los muertos, a los que quitamos las botas, cuando estaban en mejores condiciones que las nuestras, y regresamos al punto de reunión en New Garden. Allí dejamos a setenta de nuestros heridos más graves bajo los cuidados de los buenos cuáqueros, con bandera blanca y una petición dirigida a los americanos para que aliviasen sus sufrimientos. Esa misma tarde se nos distribuyó alimento por primera vez en cuarenta y ocho horas, consistiendo la ración en un cuarto de libra de harina de maíz y la misma cantidad de una carne muy magra de vaca. El lugar más próximo de donde podíamos esperar provisiones regulares era Wilmington, en la costa de Carolina del Norte, a más de doscientas millas de distancia siguiendo la orilla del río Cape Fear. Allí nos dirigimos, pues, en etapas cortas. El general Greene se lanzó entonces en nuestra persecución, pero nuestra retaguardia sostuvo pequeñas escaramuzas con sus avanzadas y no nos siguió más allá de cuarenta millas. Pasábamos mucha hambre, recibiendo, en vez de pan, un día hígado y otro día nabos, estos últimos de escaso valor nutritivo.
Nuestra ruta nos llevó a una colonia de leales, en Cross Creek, pero ni aun allí conseguimos, en veinte millas a la redonda, provisiones para cuatro días, así que no pudimos hacer un alto para reponer fuerzas. Esos highlanders, no obstante la cruel persecución de que continuamente les hacían objeto los revolucionarios, dieron pruebas de gran afecto y solicitud hacia nosotros, reuniendo y llevándonos toda la harina y alcohol de la comarca. Su atención salvó la vida a cierto número de nuestros heridos, extenuados tras atravesar aquel desierto desolado; ello no obstante, perdimos a muchos en el camino. La milicia enemiga no nos atacó, sino que se contentó con poner el ganado fuera de nuestro alcance, llevándose provisiones de grano y destruyendo los puentes sobre los numerosos arroyos que debíamos cruzar.
El único comercio de que era capaz aquella apartada región era el de caballos. Éstos se multiplicaban con rapidez en los pantanos, y en la primavera eran vendidos a ganaderos de Pensilvania que los apacentaban en el camino de regreso. La agricultura tenía allí un carácter patriarcal, esto es, se cultivaba solamente lo necesario para el propio consumo de los labradores. Cada plantación producía y elaboraba la lana y el cuero que necesitaba, y lo que más escaseaba eran clavos y sal. Sin embargo, los colonos manejaban el hacha y el destral con tal habilidad que sabían construir y techar en brevísimo plazo cabañas sin un solo clavo, lo que era una tarea muy pesada.
El día anterior a nuestra llegada a Cross Creek ocurrió un incidente que demostró que aquel cuáquero de New Garden había dicho la verdad. Vino a unirse a nosotros un individuo de aspecto extraordinario que (según alguien observó muy acertadamente) parecía escapado de la colección de monstruos naturales exhibida en el Surgeons Hall de Londres. Iba encorvado por efecto del reumatismo y estaba carcomido por la fiebre. Tenía los cabellos blancos como la nieve y su cuerpo estaba en los huesos. Contaba, según dijo, tan sólo treinta y ocho años de edad, pero por espacio de tres años había vivido como una bestia en los pantanos, en una cueva que había cavado en la orilla de un río, proveyéndola de una entrada secreta. De sus familiares y relaciones no quedaba nadie para proporcionarle las cosas más indispensables, salvo algunos primos que vivían muy lejos y una o dos veces al año se aventuraban a visitarle. Muchas veces había sido perseguido y atacado a tiros por sus enconados enemigos, pero siempre se había salvado. Se alimentaba de tortugas, peces y pequeños animales que generalmente comía crudos, y sustituía el pan por bellotas que, a fuerza de ingerirlas, habían acabado por gustarle. Su vestimenta consistía por entero en pieles unidas con fibras. Llevaba un gorro de piel de coatí. Si no hubiese carecido de paraguas, mosquete y un criado llamado Viernes, bien hubiera servido de modelo para ilustrar el Robinson Crusoe de De Foe. Militaba ahora en las Fuerzas Provinciales. Tanto vivir en soledad le había hecho contraer el hábito de hablar consigo mismo en un diálogo a dos voces, y tenía casi alteradas las facultades mentales; pero se reveló como un explorador valioso y sabía aún manejar el fusil. Cuando el señor Brice, que distribuía el rancho de las Fuerzas Provinciales, le dio su ración, el nuevo recluta vertió gruesas lágrimas en la escudilla llena de harina y exclamó:
—¡Por fin me reconozco de nuevo como un ser humano, señor, a la vista de la carne y la harina!
En el transcurso de aquella marcha tan desagradable ocurrieron otros incidentes que merecen la atención del lector. El primero ocurrió el 22 de marzo en Ramsay’s Crossing. Aquella noche fui llamado para vigilar a los oficiales americanos prisioneros, un servicio que se destinaba a sargentos regulares, si bien los guardias propiamente dichos eran milicianos americanos. El preboste del ejército, al instruirme en mis deberes, me previno que cierto oficial de caballería era una persona muy peligrosa y estaba decidido a todo para escapar, consciente de que no sólo había faltado a su juramento de lealtad, sino que había actuado también con gran crueldad contra los habitantes de las Carolinas. Temía ser condenado a la horca si lo enviaban a Charleston, su ciudad natal, para ser procesado. Expresé el deseo de que me fuera señalado aquel oficial, a lo que accedió el preboste.
—Conozco al caballero ese —dije yo entonces—. Hasta he comido y bebido a sus expensas. ¿No es el capitán Gale, de Wapo Creek? Era un ardiente conservador cuando le oí hablar la última vez. Bien, señor, tomaré todas las precauciones para impedir su fuga.
—Hágalo, sargento —dijo el preboste—, pues si se escapa, temo que hunda en la desgracia a los ribereños que nos han ayudado en la marcha.
Se fue, y como no podía encerrar a los prisioneros en una choza, porque no había ninguna disponible para tal fin, até al capitán Gale de pies y manos con una cuerda, uno de cuyos extremos sujeté a mi propia muñeca, tras lo cual me acosté. Hacia la madrugada me despertó un leve ruido, pero al tirar de la cuerda la encontré atada todavía, según creí, al prisionero, así que me volví a dormir. Sin embargo, al rayar el alba, descubrí con gran asombro y alarma que el capitán había desaparecido y el otro extremo de la cuerda estaba atado a un pequeño arbusto. Interrogué al centinela que había montado guardia, pero declaró que no sabía nada. En seguida le puse bajo arresto, di la voz de alarma y comuniqué lo ocurrido al preboste, quien envió caballería en persecución del fugitivo. Pero fue en vano; no dimos con el capitán Gale.
Lord Cornwallis se disgustó profundamente al enterarse de la fuga, y ordenó que el sargento de la guardia fuera llevado a su presencia, amenazando con «hacerlo trizas por tan grave negligencia en el cumplimiento del deber». Fui, pues, llamado al cuartel general, y me sentí muy desdichado al ir a presentarme ante su señoría; pero experimenté gran alivio al ver su aire adusto transformarse en una sonrisa cuando me reconoció. Dijo a su edecán:
—Vaya, es el sargento del que le hablé…, aquel que se me presentó como un genio protector en el bosque durante la batalla. Ni una palabra más de este asunto. Es evidente que el centinela se ha dejado sobornar. Ordene que sea procesado y, si resulta culpable, que se le condene a muerte. El sargento puede volver a su regimiento y declarará como testigo.
Séame permitido agregar que a partir de entonces Lord Cornwallis me daba frecuentemente los buenos días o me dirigía algunas palabras amables cuando nos encontrábamos; también recurría a menudo a mis servicios para copiar los duplicados de sus despachos. A esta última circunstancia debo los conocimientos que, a través de observaciones recogidas al vuelo y las confidencias de su estado mayor, adquirí acerca de la dirección de la guerra por parte de Lord George Germaine y Sir Henry Clinton.
El segundo incidente digno de interés ocurrió el 5 de abril, cuando estábamos en la plantación de Grange, a sólo dos jornadas de Wilmington. Aquel día presencié por primera vez de cerca una de las grandes maravillas de la naturaleza por las que tiene fama el continente americano. Era un día insólitamente sofocante, uno de esos que son propicios al estallido de los temperamentos exaltados, y, en efecto, provocó nada menos que tres duelos (uno de ellos de desenlace fatal) entre los oficiales de Hesse pertenecientes al regimiento de Bose. Soplaban corrientes de aire caliente y ráfagas bruscas de distintos cuadrantes. Una racha de viento me arrancó el gorro y la peluca mientras cruzaba el patio de la plantación donde íbamos a ser alojados. Fueron recogidos hábilmente, antes de caer al suelo, por dos negros, que se rieron de mí cuando devolví el honor a mi cabeza. De pronto surgió en el norte un tremendo nubarrón negro y oí a lo lejos una especie de sordo bramido, que se fue acercando, y que era como el ruido enormemente ampliado que hace el azúcar al ser molida. Comprendí en seguida que se trataba de un ciclón. Me precipité hacia un enorme granero rojo que se levantaba enfrente, pero luego cambié de parecer y permanecí de pie en medio del patio abierto.
El ciclón se abatió con inmenso fragor. Arrastraba consigo una enorme nube de hojas verdes, ramas tronchadas, polvo, heno y madera podrida, y trazaba en zigzag un surco de cien yardas de ancho arrasando cobertizos, árboles y casas en su camino. Me di la vuelta, sujetando mi gorro con ambas manos y caí de bruces al pasar sobre mí el remolino. El aliento fue aspirado de mis pulmones y casi me ahogué. El granero se vino abajo, desplomándose hacia el interior por efecto de algún fenómeno atmosférico, y el «matadero», o sea las chozas de los negros, voló más allá como una hoja de papel. Cuando me incorporé apoyándome en los codos y alcé la cara, se presentó ante mí un espectáculo extraordinario: un gran recipiente vacío (de esos en que se guardan los restos malolientes de la elaboración del licor de melocotón) cruzaba por el aire como disparado por un mortero, y fue a estrellarse contra la pared de un establo, que se desmoronó como un castillo de naipes. Volaron entonces piedras, tablones y ladrillos alrededor de mi cabeza, como si fuesen balas; fue un bombardeo que duró tres minutos, durante los cuales pude respirar sólo con gran dificultad.
Siguió una breve calma, seguida de rayos y truenos y una lluvia torrencial, fría, que se prolongó durante una hora. Un rayo cayó delante de mí en un alto tulipero que había escapado al ciclón por quedar un poco fuera de su curso, partiendo de arriba abajo el liso tronco gris. Dos de nuestros heridos y varios negros perecieron. Ese ciclón tuvo para mí consecuencias muy fastidiosas, pues arrastró consigo, además de mi modesto equipaje, el diario que había llevado al día durante toda la campaña. Mi memoria, que no es muy buena, me ha jugado más de una mala pasada en mi intento de reconstruir, después de tantos años, la historia de mis aventuras.