CAPÍTULO 16
Mis superiores se habían dado cuenta de que yo tenía ciertas aptitudes de médico, por los cuidados que prodigué a los heridos después de las batallas de Camden y de Guildford Court House, y me enviaron de York Town al hospital de Gloucester, un pueblo de sólo veinte casas, al otro lado del río, para atender a nuestros heridos, pues el médico del regimiento se hallaba enfermo. Los capitanes Champagné y Apthorpe, como también los oficiales más jóvenes, fueron muy amables cuando me despidieron, y me expresaron su profundo pesar porque a los sargentos no se les permitía, igual que a ellos mismos, regresar a Europa bajo palabra de honor. El adiós más conmovedor fue el del negro Jonás, cuya condición de esclavo le incluía en el equipaje que los términos de la capitulación permitían que los oficiales retuvieran. Iba a partir con ellos para Inglaterra como camarero de su mesa con el siguiente envío. Cuando se enteró de que debíamos separarnos, cayó a mis pies y balbuceó:
—Sargento Lamb, patrón, usted ser el mejor amigo que ha tenido el pobre negro Jonás. Usted librarme de la cabaña y hacerme negro militar muy orgulloso. Jonás no olvidar nunca al buen sargento Lamb, nunca hallar otro como él.
Sólo el capitán de Saumarez siguió con los hombres del regimiento, para protegerles contra atropellos mientras estuviesen en situación de prisioneros. Mis compañeros fueron llevados con las fuerzas restantes a Winchester, en el interior de Virginia.
Yo me quedé en el hospital de Gloucester por espacio de cinco semanas, transcurridas las cuales mis camaradas heridos habían sucumbido a sus heridas o estaban en franco período de recuperación. Un día me enviaron de vuelta a York Town, y fui a rezar ante la tumba de la pobre Kate. Estaba a dos pasos de la entrada del boudoir a prueba de bombas, que todavía estaba bellamente amueblado para el placer de ella y de Lord Cornwallis, y atraía a gran número de curiosos. Hubiera querido que el cuáquero Jonás estuviese también allí para orar conmigo; mi corazón estaba todavía anonadado y mudo.
Como el único remedio contra la melancolía es la acción, resolví escaparme otra vez de mis enemigos. Antes de pudrirme en un campo de prisioneros —que era la suerte que me esperaba en cuanto el hospital fuera trasladado de York Town— prefería arrostrar toda clase de penurias y peligros en las selvas de América como hombre libre. Rumiando en mi mente este plan me presenté al día siguiente, 28 de noviembre, ante el jefe médico y renuncié a mi puesto en el Hospital General, haciéndole saber que me proponía ir a Winchester a reunirme con la tropa. Se me pagó el saldo de la paga que se me debía por mis servicios en el hospital, o sea cuarenta chelines, y entregué mi peluca y mis charreteras, vistiéndome con las ropas de un soldado que ese día había muerto a causa de una herida. Metí en mi mochila camisas, calcetines y otros artículos necesarios, así como también aproximadamente media libra de harina, un poco de carne seca y una botellita de ron; pero esto debía ser sólo una reserva para casos de emergencia. Luego reflexioné sobre la forma de burlar a los centinelas franceses y americanos que vigilaban las barreras en el camino que conducía al Norte. Sería una empresa difícil; pero comprobé que tanto la guardia francesa como la americana eran relevadas a las diez de la mañana, y llegué a la conclusión de que el momento más propicio para eludirlas sería durante el relevo, que distraería su atención.
Mi conclusión resultó acertada. Encontré a la guardia francesa, compuesta de hombres de Soissons que lucían magníficos adornos color de rosa, más atenta a la ceremonia y el despliegue del relevo de la guardia que a su misión primordial, o sea impedir la fuga de los prisioneros. Coloqué una manta alrededor de mi uniforme y me senté en la barrera, aparentando ser un inofensivo espectador. Mientras la primera guardia era inspeccionada por un oficial antes de su relevo, y la segunda era arengada por otro —habiéndose retirado ya el centinela de la primera y no estando apostado todavía el de la segunda—, bajé al otro lado de la barrera y me fui por el camino de Rappahannock.
El método americano del relevo de la guardia era asimismo característico de la joven nación. A las diez debía ser relevada la primera guardia, que se iba exactamente a esa hora, confiando en que al cabo de pocos minutos llegaría la nueva guardia. Encontré el puesto desierto, crucé la barrera e inmediatamente me interné en el pinar enmarañado que flanqueaba el camino a la derecha.
Di un rodeo de más o menos una milla, con objeto de eludir el puesto avanzado establecido a una distancia conveniente para proteger el campamento contra un eventual ataque, y unas millas más allá me dirigí al camino. Desgraciadamente, como no sabía que al cabo de pocas millas el camino torcía bruscamente a la izquierda, no volví a alcanzarlo tan pronto como había esperado. La confusión y la alarma hicieron presa de mí y así me percaté de lo precario que era todavía mi estado de salud. La tarea de salir del enmarañado bosque donde me había metido se me antojó algo parecido a un trabajo que hubiera que realizar bajo el influjo de una pesadilla. Había por allí muchas lagunas que habrían parecido encantadoras a unos ojos románticos, pero que ofendían rudamente a los míos. Subí a una suave colina que se elevaba junto a una de ellas, justamente cuando se ponía el sol, pero no divisé nada aparte de bosque ininterrumpido; me castañeteaban los dientes a causa del frío que subía de la laguna.
Antes de caer la noche di con un tosco sendero que arrancaba de un claro donde últimamente se habían quemado algunos árboles para obtener alquitrán, y que me condujo a un grupo de casas de aspecto pobre, situadas cerca del camino que buscaba.
Fui hasta la casa más próxima y llamé a la puerta. Salió a abrirme un hombre rudo que se tambaleaba. Era tuerto y, según alcancé a ver a la luz de un gran fuego alimentado con madera de pino que ardía en la chimenea, tenía las uñas muy largas.
—¿Qué desea usted? —me preguntó con voz brusca. Todo él despedía un fuerte olor a aguardiente.
—Alojamiento para esta noche, si me hace el favor —contesté.
—¿Ves estos puños? —preguntó él, exhibiéndolos juntos—. Bonitos, ¿eh? Supongo que no te gustaría pelear conmigo, ¿verdad? Todo permitido. Mordiscos, romper costillas y saltar ojos es mi especialidad…, el otro día perdí yo mismo uno de los míos allá en Hob’s Hole. Sin embargo, me gustaría arriesgar el otro en una buena pelea. Me apuesto la cabeza a que eres un hijo de perra escapado de Gloucester, ¿eh? ¡Vamos, cómo te atreves a asomar a mi puerta tu maldita cara, canalla! Vosotros los ingleses no sabéis pelear; lo único de que sois capaces es de pavonearos en las tabernas y los prostíbulos. ¿Quién os echó de las Carolinas, vamos a ver? El viejo general Marion, él y su legión patriótica, montando sus pobres rocines famélicos, con riendas de parra y sillas de piel de oveja. ¡Vaya si os hicieron correr como si os persiguiese el mismísimo diablo! Vamos, dime, ¿quieres pelear? ¿O prefieres que te agarre por el cuello y te arrastre de vuelta a Gloucester Point?
Desde el interior de la casa llegó una voz de mujer:
—Vamos, Joe, querido, ¿has de andar siempre buscando pelea? Quizá este hombre tiene un poco de metálico para pagar. ¡En estos tiempos no se puede pelear con dinero contante y sonante!
Naturalmente no admití encontrarme en posesión de moneda, para no ser despojado de ella con cualquier pretexto, y supliqué que me dieran alojamiento por caridad.
—¡Por caridad, eh! ¡No faltaba más! ¡Te has equivocado de puerta! —gritó la mujer, asomándose a su vez. Noté que era muy gorda, tuerta como su marido, y que la piel alrededor de su único ojo presentada magulladuras de color rojo, azul y amarillento. Tenía la cara abultada y cubierta de rasguños desde las mejillas hasta la barbilla—. ¡Por caridad, eh, pedazo de bruto! Los que no tienen dinero, que no viajen. ¡Lárgate!
Entonces se interpuso su marido, empujándola a un lado.
—No, quédate, pobre bastardo —dijo—. Vamos a pelear por el precio del alojamiento de una noche.
Le dije que no podía complacerle, pues era inexperto en la manera de pelear que se estilaba por allí (en comparación con la cual el boxeo irlandés es un juego de señoritas) y que acababa de restablecerme de una grave enfermedad. Me llamó gallina y se precipitó hacia mí para darme un puntapié con sus botas toscamente claveteadas, pero tropezó en la penumbra con un perro y cayó en el barro cuan largo era.
Me disgustó la visión de esta pareja. Nunca había presenciado una pelea a la manera de Virginia, pero esta clase de luchas me había sido descrita como un combate de fieras. Los aficionados a este deporte, que naturalmente eran sin excepción hombres de baja estofa, se jactaban de su habilidad de, vaciarle un ojo a su contrincante. Para llevar a cabo tan horrible operación, el luchador enrollaba en torno de los dedos índices los largos cabellos laterales del adversario y luego aplicaba los pulgares a la base de las órbitas. Y, lo que era aún peor que todo eso, aquellos miserables hacían lo posible por castrarse mutuamente.
Volví a internarme en el bosque, sintiendo náuseas, con el ánimo abatido y la cabeza dándome vueltas como en aquel instante en que el obús había estallado sobre mí; así que apenas fui capaz de decidir el rumbo que debía tomar. Como hacía un frío cada vez más intenso y soplaba un fuerte viento del Norte, hice un esfuerzo desesperado y me arrastré hasta la puerta de una casa que quedaba a unos centenares de yardas de distancia. Por el resquicio de un postigo vi a una mujer de aspecto severo, que tendría unos treinta años, sentada a una mesa con un grupo de niños a su alrededor. Les estaba sirviendo un plato de arroz y tocino, y de un jarro vertía a cada uno una taza de leche.
Llamé a la puerta y ella me hizo pasar.
—¿Qué desea usted? —preguntó.
—Por favor, señora, sólo algún rincón de su casa donde pasar la noche. Hace poco estuve enfermo y me he extraviado en el camino. Me dirigió una mirada muy severa y dijo:
—¿Cómo puede usted esperar tal favor de mí, ni de ninguna mujer de Virginia, cuando se ve que ha venido de Inglaterra a destruir nuestro país?
—En verdad, señora —contesté muy humildemente—, está usted equivocada. En mi vida he estado en Inglaterra. Fui enviado desde Irlanda para proteger las tierras del Canadá contra una invasión, no provocada, de los americanos.
Al oír esto ella pareció alarmarse. Continué:
—Pero ya sabe usted lo que es la guerra, señora: una campaña conduce a otra. Al menos me he abstenido siempre de saquear y hacer daño a civiles, y he obedecido a mis superiores, como es el deber de todo soldado.
Una chiquilla se deslizó de su silla y vino hasta mí.
—Tengo un pajarito colorado en una jaula —me dijo—. Es muy listo, ¿sabe? Come las migas que le doy. Venga a verlo, buen hombre.
—Niña, vuelve en seguida a la mesa —ordenó la madre en tono severo, pero complacida.
—Entonces, le enseñaré mi pajarito más tarde a este pobre hombre —dijo la criatura con voz grave.
—Su hija tiene muy buen corazón —observé—. Sabe que soy desgraciado y quiere hacer lo que puede para alegrarme.
Casi con enojo, la mujer me sirvió un poco de arroz con un pedacito de tocino y me arrimó una silla.
—Coma usted —me ordenó, y obedecí.
Luego colocó delante de mí un jarro de estaño lleno de sidra.
—Beba usted —ordenó, y obedecí.
—Me llamo Henrietta —dijo la chiquilla—. Mis hermanos me provocan llamándome Etta. ¿Cómo se llama usted?
Le dije que me llamaba Roger Lamb y ella se limitó a reír. Los demás niños estaban cohibidos y no dijeron palabra. La mujer empezó a hacerme preguntas sobre Irlanda, que traté de contestar con toda la amplitud posible. Mientras estábamos conversando entró su marido con una gavilla de leña a cuestas, que arrojó al suelo. Era un hombre alto y recio, de aspecto decente.
—¿Quién es ese hombre? —preguntó.
—Un rezagado del ejército de Lord Cornwallis —contesté—. Un cíclope y su mujer me han negado alojamiento allí, al lado del camino, a pesar de que apenas podía mantenerme en pie de debilidad. Pero su buena esposa ha sido muy gentil conmigo.
El hombre reflexionó un instante.
—Yo serví con Dan Morgan en el Canadá —dijo luego—. Pero sólo veinticinco hombres de todo nuestro regimiento volvieron a casa. Los sufrimientos que padecí aquel año están grabados para siempre en mi memoria. Sería en verdad cruel echarle de mi casa en una noche tan rigurosa como ésta. Puede quedarse aquí. Mujer, ve y trae un poco de paja del granero y échala allí, junto al fuego.
Ella obedeció y su marido y yo conversamos amigablemente, como dos camaradas, sobre las penurias y crueldades de la guerra; de vez en cuando intervenía la mujer, expresándose en términos muy duros respecto a la alianza con los franceses. Dijo que en Alexandria, rumbo a esa región, los oficiales franceses habían bailado minués con varias hermosas damas americanas en medio del campamento, y que nada había que objetar a eso, aunque a ella no le gustaba el baile. Pero los cochinos soldados franceses, que miraban el baile formando un amplio círculo, se habían desprendido de sus ropas a causa del calor, y permanecieron vestidos tan sólo con sus camisas, que no eran largas ni estaban en buenas condiciones.
—Además —continuó—, los oficiales mismos eran unos pícaros y desvergonzados. Cada uno de ellos traía un elegante surtido de cintas de color, de París, de esas que nuestras damas de Virginia prenden en sus cofias, con las que confiaban comprar el honor de las muchachas de las mejores familias de la región.
El marido observó juiciosamente:
—Ciertamente espero, mujer, que habrán reconocido su error. Pero, ya sabes, cuando unas muchachas así se encuentran con oficiales dé alta graduación y alcurnia, «no hay cordura por debajo de la cintura», como dice el refrán.
—Vamos, hombre —exclamó ella, indignada—, ¡qué lenguaje empleas en presencia de un extraño!
Antes de retirarme a descansar, el buen hombre me mostró dos cueros cabelludos de indios cherokees, bien preparados y montados en bastidores, que había arrancado como venganza por el asesinato del hermano de su esposa. Dormí como un santo y me desperté muy repuesto. Obsequié a los niños con algunas cositas: uno recibió un trozo de tiza, otro un botón del uniforme de fusilero, y la pequeña Henrietta un billete de Virginia de dieciocho peniques (según creo), más o menos. Estaba impreso en el papel de plata que emplean los sombrereros ingleses; un cargamento de ese papel había sido apresado por un corsario americano y convertido en papel moneda por la Asamblea de Virginia, por ser difícil de falsificar. La moneda de tabaco, la del Congreso y la de la Asamblea anterior eran a la sazón todas muy sospechosas a causa de las resmas de moneda falsa que los americanos leales habían puesto en circulación. Los niños y sus padres parecieron muy complacidos con mis regalos, y, tras un desayuno a base de leche y potaje, me despedí de ellos con un cálido sentimiento de gratitud, dispuesto a seguir viaje después de ese descanso.
Henrietta me dio un beso de despedida, y andando por el camino pensé con cariño que mi hija perdida tendría entonces la misma edad que aquella simpática criatura, o sea cuatro años y pico.
Ese día, 29 de noviembre, caminé con brío por el camino principal, que era arenoso, sin que nada interrumpiera mi marcha; dos días antes, un grupo de convalecientes había pasado por allí desde el hospital y la gente suponía que yo me había rezagado y trataba ahora de darles alcance.
Llegué al río Rancatank, en un lugar denominado Turk’s Ferry, donde un negro que se disponía a llevar varios magníficos cerdos a la otra orilla me ofreció pasaje gratuito en su scowl, o bote de quilla plana, a cambio de mi promesa de ayudarle a cuidar de su inquieta piara. Como el hijo pródigo de la parábola, ese negro agotado envidiaba a sus cerdos.
«Ese caballero Bockarorra —me dijo, refiriéndose al plantador blanco—, hacer trabajar al pobre hombre negro, hacer trabajar al caballo, hacer trabajar al buey, hacer trabajar a todos, menos al cerdo. El cerdo no trabajar; él comer y beber y brincar y dormir a gusto, el viejo cerdo vivir como caballero.»
Por la noche llegué al pueblo de Urbanna, junto al río Rappahannock, a más de cuarenta millas de Gloucester Point.
Entré con audacia en la ciudad, insistiendo en mi condición de convaleciente rezagado que la gente que se me cruzó en el camino me había atribuido, juzgando con su mirada escrutadora mi situación e intenciones. Llegué a un gran edificio que resultó ser una fonda, y fui abordado por un caballero fornido y de rostro colorado, vestido con un vistoso chaleco, y que estaba sentado en una silla en el porche:
—¡Eh, soldado, en esta casa hay mucho espacio y mucha bebida para hombres como usted!
—¿Cómo para un hombre como yo? —pregunté.
Él se echó a reír.
—Tiene cara de inocente —dijo—, pero a mí no me engaña. Me consta que anda usted buscando patrón.
—No le entiendo —dije.
—Entonces le voy a hablar claro —dijo él—. Hay en mi casa muchos como usted que están decididos a quedarse en el país. Han entrado al servicio de distintos caballeros. ¿Por qué no imita su ejemplo? Le tratarán bien, y dentro de poco tiempo puede llegar a ser ciudadano americano.
Le di las gracias y me pareció conveniente entrar, pues no quería ofenderle por temor de que se pusiera al descubierto mi verdadera condición.
En el porche había un cartel que decía:
Camas a cuatro peniques por noche.
A seis peniques, incluyendo la cena.
No se admiten más de cinco para dormir en una cama.
No se permite acostarse con las botas puestas.
No se admiten perros en los dormitorios.
No se permite beber en la cocina.
Los forasteros de Nueva Inglaterra deben pagar por adelantado.
Dentro encontré a unos cuarenta soldados británicos, ninguno de ellos de mi propio regimiento, pero sí uno del Treinta y Tres, quienes habían entrado al servicio de distintos caballeros de la comarca como mecánicos, criados, capataces, etc. Cada plantación en Virginia semejaba una pequeña aldea, y tenía establecidas por entonces varias nuevas industrias, utilizando esclavos para reemplazar los artículos manufacturados que antes se importaban de Inglaterra. Sastres, alfareros, tejedores, herreros, etc. eran, pues, de gran utilidad para los plantadores. Esos soldados me instaron a seguir su ejemplo antes que ser llevado a un campamento de prisioneros en tierra desolada; pero esta idea me repugnaba.
Hacia medianoche entró una persona de ojos penetrantes que llevaba un sombrero de ala ancha y, en la mano, un bastón con puño de plata. Se presentó como abogado y amigo íntimo del famoso señor Daniel Boone, de Bridnorth, Somersetshire, quien en 1759 había ido hacia el Oeste cruzando los Montes Alleghany y llegado a ser un admirador entusiasta del territorio que encontró al otro lado de la cordillera, llamado Kentucky. Esta elocuente persona me llevó a un rincón y me ponderó la diversidad y maravillas de la naturaleza en aquel glorioso clima de Kentucky, sus frutas y flores de magníficos colores, formas hermosas y perfume exquisito, la abundancia de venados, el suelo fértil, el enorme y majestuoso Ohio que corre por las llanuras con inconcebible grandeza, y las montañas lejanas cuyas venerables cumbres perforan las nubes. Me informó que justo antes de estallar la guerra el señor Boone había establecido su primer asentamiento en esa tierra privilegiada aunque olvidada; allí había entrado en lucha cruenta con los indios, que dieron muerte a dos hijos y dos hermanos suyos. Ahora, empero, «la paz coronaba las sombras selváticas», pues el señor Boone había sido reforzado por gran número de colonos que con sus familias habían cruzado las montañas para eludir las exacciones del Congreso y las incursiones de los soldados del rey George.
Manifesté que su relato era interesante y que creía que su descripción se ajustaba a la realidad de los hechos…, aunque para algunos pudiese resultar grandemente exagerada. Mis palabras parecieron ofenderle un poco y comenzó una encendida perorata que se parecía a la de un sargento de reclutamiento en busca de «muchachos guapos que quieran abrazar la carrera militar». Terminó ofreciéndome gratis y sin comisión un vale por trescientos acres de tierra rica y profunda, en una zona fértil a orillas del Ohio:
—Si ésta no era una oferta magnífica… —dijo.
Le pregunté qué trampa se escondía bajo este cebo.
Me aseguró solemnemente que no se trataba de ninguna trampa; que el señor Boone necesitaba hombres valientes y fuertes para afianzar la joven colonia, que pronto habría de ser un nuevo estado que enviaría sus propios representantes al Congreso, y que por eso ofrecía tierra gratis a posibles colonos con objeto de aumentar la prosperidad de la colonia.
Aquí creí oportuno hacerme un poco el gracioso, y pregunté a ese sargento de reclutamiento si no era cierto que los indios secuestraban a los hombres blancos, los asaban a fuego lento y luego los cortaban en pedazos, como uno va cortando rodajas de un jamón de Virginia.
Al oír eso me preguntó si yo era un cobarde.
Por toda respuesta recité parodiando una canción de la comedia El sargento de reclutamiento, de Mr. Bickerstaffe:
Ay, ay, buenos días, señor abogado,
no hace falta, por ahora, que se detenga en su camino.
Me parece que se ha ido mi afición por Kentucky.
Cuando vuelva no dejaré de hacérselo saber.
Esta declamación provocó las risotadas de mis compañeros, y el caballero de Kentucky se puso furioso y salió con precipitación. Di a los soldados las buenas noches y pronto me dormí profundamente.
A primeras horas de la mañana siguiente vinieron los nuevos patronos de los soldados, con caballos, y se los llevaron. Yo me refugié en el retrete para eludir toda oferta de odioso servicio.
Cuando todos se hubieron marchado me dispuse a pagar mi cuenta, pero el posadero, que era coronel de la milicia, rechazó mi dinero con un ademán al tiempo que decía:
—¡Vamos, creía que había tomado usted las de Villadiego! Usted es el sargento Lamb del Veintitrés, ¿no es cierto? Un conocido suyo del Treinta y Tres le atribuye muchos méritos. Dice que tiene una letra muy buena y que sabe mucho de cuentas.
—Sí, señor —contesté—, puedo decir que es verdad. Si desea usted encargarme alguna tarea en este sentido, tendré mucho gusto en cumplirla inmediatamente. Ha sido usted muy hospitalario conmigo.
—Pues bien —dijo él—, voy a hacerle una proposición. Me dicen que usted es irlandés. Yo voy a construir una escuela para usted e instalarlo todo lo bien que me sea posible, y usted se quedará aquí y enseñará a los niños de Urbanna, que durante estos tres años han estado descuidados y hasta se han olvidado del abecedario. Tendrá comida gratis en esta casa y diez dólares al mes.
Todo mi ser se agitó ante esta proposición, tanto más cuanto que, si bien era algo deshonroso para un soldado, el que la hacía, a diferencia del astuto abogado de Kentucky, era evidentemente un hombre de espíritu liberal y filantrópico. Reprimiendo mi indignación balbucí cuanta excusa plausible se me ocurrió; luego, a pesar de que hacía un tiempo lluvioso y me sentía muy mal, abandoné al instante la casa. Al despedirme insistí en pagar mi cuenta, pero él se negó a retirar lo dicho y meneó la cabeza diciéndome que era un «tipo orgulloso que no sabía lo que me convenía».
Más allá de Urbanna el país era de pobre aspecto. El camino, que era llano y muy arenoso, corría millas y millas a través de bosques de robles, pinos y cedros; había varios puentes sobre arroyos y senderos a través de pantanos donde abundaba la agachadiza. Tras recorrer algunas millas por el camino alcancé a un tal sargento Macleod, del Setenta y Uno, que era conocido mío, y a un tambor de mi propia compañía, de nombre Darby Kelly. Ellos eran en realidad lo que yo era tan sólo en ficción, o sea rezagados del grupo de convalecientes. El tambor Kelly tenía una herida en la pierna y el sargento Macleod, hombre muy intrépido y emprendedor, había estado a punto de morir de fiebre amarilla. A la pregunta del sargento de cómo era que yo andaba por allí, contesté:
—Me he evadido y voy camino de Nueva York. Ya lo hice una vez, después de la capitulación en Saratoga, junto con dos compañeros, y si Dios quiere lo repetiré. ¿Quieren ustedes acompañarme?
El sargento Macleod contestó solemnemente, con ese hablar lento y fuerte de los escoceses:
—Usted sabe muy bien, sargento Lamb, cuán arraigado está el amor a la libertad en el corazón de un hombre. Pero aunque es muy fácil alardear de abrirse paso a través de quinientas o seiscientas millas de tierra poblada de enemigos, no veo cómo se puede hacer en realidad.
—Con un corazón firme y fe en el espíritu humanitario de los mejores elementos del pueblo americano —contesté—; particularmente de las mujeres.
Cuando hice el relato de mis experiencias anteriores, el sargento Macleod quedó convencido de que yo no estaba alardeando, y tanto él como Kelly decidieron unir su suerte a la mía. Pasamos esa noche ocultos en una pila de heno cerca de Hob’s Hole, o Tappahannock, a veinticinco millas más allá de Urbanna. Era un pueblo de aspecto triste que tenía unas cien casas. Al rayar el alba reanudamos la marcha, y encontramos a un mulato, vendedor ambulante de pescado. Cuando topamos con él estaba pregonando con voz melodiosa:
¡Pescado! ¡Pescadito! |
¡Lenguado y perca! |
Filetes de tiburón, para quien le guste; |
pez espada, para quien se atreva con él. |
¡Pescado! ¡Pescadito! |
Le compramos filetes de tiburón, que era todo cuanto tenía para vender. Nos informó que en el río Rappahannock, que allí tenía tres cuartos de milla de ancho, abundaban los tiburones, que los negros capturaban con fuertes ganchos cebados con carne de tiburón y luego mataban a arponazos. Asamos los filetes en palos sobre un fuego de ramas de pino, y fueron un manjar exquisito para nuestros estómagos.
A la mañana siguiente iniciamos confiadamente nuestra marcha, pero al poco rato, el tambor Kelly se quejó diciendo que no podía seguir nuestro paso. Cuando hicimos un breve alto dijo, presa de profundo desaliento:
—Sabéis muy bien que es imposible llevar a buen término nuestra huida. Por mi parte, no quiero seguiros más hacia el frío Norte. Quiero quedarme aquí y descansar después de tantas penurias. Hob’s Hole no es un lugar tan malo; no tengo la menor duda de que encontraré allí algún empleo.
Fueron vanos todos los argumentos con los que tratamos de hacerle cambiar de parecer, así que le dejamos sentado en el borde del camino. Al reanudar la marcha, el sargento Macleod observó con exasperación:
—A ningún tambor entrenado ha de faltarle empleo en este clima bochornoso, donde nadie trabaja de buen grado si no es azotado a menudo y científicamente.
—El tambor Kelly tenía una puntería terrible para azotar —contesté—, y verle pasarse lentamente el látigo por la mano izquierda antes de pegar era el terror de todos nuestros delincuentes cuyas heridas todavía escocían. Realmente, es extraño que un hombre tan despiadado con los otros sea tan sensible al propio dolor.
El cauce del río se iba estrechando. Esa misma noche llegamos a un lugar llamado Port Royal, sin nada digno de mención aparte de las hediondas emanaciones de la ribera; estábamos entonces a una jornada de Fredericksburg, el centro tabaquero. Pasamos la noche en el secadero de una plantación abandonada. Habíamos encontrado en el barro del camino un montón de arroz caído de algún carro; lo lavamos y nos preparamos una comida mezclándolo con bayas de la hierba carmín y algunos filetes de tiburón que habíamos guardado.
Al día siguiente, saliendo de Port Royal, alcanzamos un magnífico carro del tipo denominado Conestoga, nombre de una ciudad de Pensilvania, donde los construían los holandeses. La parte de abajo estaba pintada de azul y la de arriba de un rojo vivo. Lo cubría un toldo de tela de algodón embreado, reforzado por aros. El carro iba lleno de bolsas.
El carretero montaba uno de sus caballos de tiro; era un viejo de cara chata y muy colorada. Supimos más tarde que lo apodaban Sops-in-Wine, nombre de una manzana (llamada pomme caille en el Canadá) cuya pulpa es colorada hasta la misma pepita y extraordinariamente dulce. Nos abordó diciendo:
—Eh, muchachos, ¿adónde van ustedes?
Le contestamos:
—A Winchester.
—No son ustedes de esos que se venden a los caballeros de por aquí, ¿eh?
—No, señor —contesté, sonriendo—. No estamos en venta. ¿Quería usted hacer una oferta?
Por toda respuesta el hombre señaló con su látigo la otra orilla del río y preguntó:
—¿Saben ustedes cómo se llama la tierra que hay al otro lado? Le dijimos que no lo sabíamos.
—Pues bien —dijo él—, es el condado del Rey George, que se extiende hasta unas siete millas desde aquí. «Dios bendiga al rey George», digo yo, y los que me oyen pueden creer, si quieren, que estoy bendiciendo sólo al condado.
Nos dimos cuenta por sus palabras de que era un leal, y en consecuencia le preguntamos si podríamos viajar escondidos en su carro. Nos dijo que no tendría inconveniente en llevarnos tan lejos como quisiéramos en dirección a Filadelfia, donde residía su patrón, el cuáquero señor Benezet. Hacía tres meses había ido al Sur pisando los talones al ejército francés, con un cargamento de hojalatería, cuchillería, géneros y otros artículos manufacturados en Nueva Inglaterra, y regresaba ahora con arroz, índigo, limones y tabaco vía Frederick Town, en Maryland, y Little York, en Pensilvania. Otros cuatro carros del mismo convoy marchaban una milla más adelante. Aceptamos gustosos su ofrecimiento de protección y le prometimos dos chelines por día en metálico por el transporte, comprometiéndose él a alimentarnos con pan de maíz y tocino frío.
Al cabo de una o dos horas pasamos junto al grupo de convalecientes británicos, que descansaban al borde del camino, pero preferimos no saludarlos.
Viajamos sin ser descubiertos por espacio de cinco días, ocultos entre las bolsas de la parte trasera del carro y sin ver nada del país por el cual pasábamos. No salíamos tampoco de nuestro escondite cuando el señor Sops-in-Wine almorzaba con los demás miembros del convoy.
Era el carro un medio de transporte confortable. Con sorpresa comprobé que, en vez de grasa, nuestro protector usaba para los ejes esteatita pulverizada; la misma sustancia pálida y grasienta que empleaban los pieles rojas para hacer sus calumets huecos y otros instrumentos ornamentales. Cruzamos el río Rappahannock en Fredericksburg, siendo llevados a la otra orilla en una barca chata que provocó las maldiciones de nuestro protector, quien declaró que era peligrosa y hacía agua.
Pasamos por Colchester y cruzamos el río Potomack en Alexandria, donde había una gran fábrica de vidrio y las mujeres iban más elegantemente vestidas que en cualquier otra ciudad de América, particularmente en lo que respecta a cofias guarnecidas con plumas. Nos hallábamos ahora en el estado católico de Maryland. Al quinto día nos salió desgraciadamente al paso un soldado del ejército continental americano, quien en York Town había sido herido en un pie y caminaba cojeando apoyado en un palo. Dijo que se dirigía a Frederick Town. Nuestro carro encabezaba aquel día el convoy y el carretero no se atrevió a negarle un lugar en el carro. Era un hombre locuaz y bien informado, y al oír la forma en que abordó a nuestro protector consideramos conveniente salir de nuestro escondite antes de que él subiera al carro. No quiero tratar aquí de recordar con exactitud su modo de dirigirnos la palabra, pero fue de lo más oprobioso y nos dijo que los suyos nos habían dado una buena paliza en York Town y, «¿quiénes eran ahora los cobardes, nosotros o ellos?». Le dijimos que nunca habíamos tildado de cobardes a los americanos; pero él nos apuntó con el índice al tiempo que gritaba:
—¡Me lo imagino! ¡Me lo imagino!
El sargento Macleod pensó que era mejor informar a ese soldado que habíamos estado enfermos y por eso nos quedamos rezagados en el camino; y que éramos miembros de un grupo que había partido de York Town hacia Frederick Town y con el cual íbamos ahora a reunirnos de nuevo. Pero él se limitó a contestar con una sonrisa de conocedor:
—¡Ajá! ¡Me lo imagino, cangrejos, me lo imagino!
Esto desbarataba por el momento nuestro plan. Nos acercábamos rápidamente a Frederick Town, por cuya ciudad no podríamos pasar escondidos en el carro a causa del soldado americano. Así que, cuando estábamos a unas seis millas de la ciudad, consideramos más conveniente para nuestros propios intereses y más decente para con el señor Sops-in-Wine dejar el carro y atravesar la ciudad a pie, confiando en la inspiración del momento para hacer frente a cualquier pregunta molesta. Eso ocurrió el 10 de diciembre de 1781. Antes de abandonarnos, el buen carretero prometió que nos esperaría unas millas más allá de la ciudad. Pero si cumplió su promesa, esperó en vano.
Cruzamos el río Little Monocaccy por un vado donde las piedras estaban muy sueltas; la corriente era muy rápida y el agua nos llegaba hasta el pecho. Cuatro millas más allá llegamos a Frederick Town, que era una ciudad importante, construida principalmente de ladrillos y piedra, con varias iglesias y habitada por casi dos mil alemanes. No bien entramos, el soldado americano dio a nuestras espaldas la voz de alarma. Había obligado a azuzar los caballos para darnos alcance, pues nosotros caminábamos con rapidez, y ahora gritó a viva voz a los dos guardias apostados junto a la entrada de la calle principal:
—¡Eh, hermanos, ahí van dos pájaros más para la jaula! Querían engañarme, ¡pero yo soy demasiado listo para esos hijos de la gran perra!
Fuimos apresados y conducidos triunfalmente por la ciudad; detrás de cada uno de nosotros iban dos guardias sujetando con una mano una de nuestras muñecas y con la otra un hombro. Allí los hombres del Setenta y Uno, que al capitular eran doscientos cuarenta y ocho en número, pero quedaban sólo doscientos a causa de las enfermedades y deserciones, estaban recluidos en cobertizos junto con algunos otros regimientos. Nos metieron entre ellos y nos encontramos en una situación muy lamentable: casi cincuenta soldados británicos estaban hacinados en un lugar que había sido construido para el alojamiento de ocho americanos. Es verdad que disponíamos de amplio espacio para pasearnos durante el día, pero como hacía ya mucho frío, muy pocos hacían uso de este privilegio, y la habitación, si bien era cálida, se volvió fétida hasta un grado nauseabundo.
El sargento Macleod se volvió hacia mí exclamando:
—Me imagino, sargento Lamb, que no piensa usted quedarse aquí muchos días, ¿eh?
—Claro que no —contesté—. La salud de mis pulmones vale para mí más que la compañía de mis compañeros de infortunio.