CAPÍTULO 1

En el primer tomo de este relato auténtico de mi carrera militar, hablé de mi nacimiento en Dublín en el año de 1753, de mi enrolamiento, a los 17 años de edad, en el regimiento Noveno de infantería, de mi servicio en tiempos de paz en distintos cuarteles de Irlanda y de mi participación en las campañas del Canadá y el estado de Nueva York, en los años 1776 y 1777. Para beneficio de los que no han podido leer el primer libro, voy a esbozar otras cosas que les servirán de punto de partida para la lectura de este segundo y último volumen de mis aventuras.

Fui recluta junto con cuatro hombres que más tarde combatieron a mi lado. Eran mi buen amigo Terry Reeves, quien había sido paje de hacha en la ciudad de Belfast antes de enrolarse, siendo apodado Moon-Curser; Alexander, llamado «Smutchy Steel», quien en un tiempo había sido dueño de una taberna en Limerick y cuando serví con él en el ejército no era más que un torpe patán; Brooks el Carterista, un soldado malo y vil que había sido reclutado en la cárcel, y, por último, Richard Pearce, el hijo renegado de un noble de Ulster, que se había refugiado bajo el nombre supuesto de Harlowe en las filas del Noveno, huyendo de la justa venganza de la ley.

Ese Pearce, o Harlowe, se casó con Kate Weldone, la mujer que yo amaba, y se la llevó a la campaña del Canadá; pero cuando la engañó con otra, ella le abandonó en Fort Niágara, donde se hallaba acantonado, internándose en los bosques. Por un tiempo ella vivió conmigo como mi squaw,[1] mientras yo estaba ausente de mi regimiento con autorización de mi superior, aprendiendo las artes indias de la guerra con ciertos guerreros mohicanos acaudillados por su brillante jefe Thayendanegea, o Capitán Brant. Más tarde Kate dio a luz una niña en la casa de un cuáquero en plena selva, a orillas del lago George. La vida libre y primitiva de los indios no solamente había dado alimento a mi imaginación, sino también satisfacción a mi espíritu, pareciéndome que ofrecía a una mente filosófica mucho más motivo de admiración que de repudio. Sin embargo, la llamada del deber militar me impidió seguir mi apasionada inclinación, o sea permanecer al lado de Kate (y del dulce fruto de nuestro ilícito amor), como miembro de la nación mohicana, en la cual había ingresado debidamente a través del mencionado Thayendanegea. Continué siendo un soldado leal al rey George HL La última vez que tuve noticias de Kate y la niña, eran huéspedes de la esposa de Thayendanegea, Miss Molly, en el pueblo de Genesee, en el territorio de las Seis Naciones, lejos de los límites del estado de Nueva York.

Otro compañero de armas era el veterano Johnny Maguire el Loco, quien había luchado en América en las filas del Noveno cuando la ciudad de Savannah fue arrebatada a los españoles. Su hermano mayor, Cornelius, era un granjero de Norwalk, en Connecticut, y los dos se encontraron casualmente, al final de mi relato, después de una batalla en que, sin saberlo, se habían enfrentado en lucha fratricida. Johnny el Loco nos había prestado un buen servicio a Steel, Harlowe, Reeves y a mí mismo cuando, siendo reclutas todos nosotros, nos arrepentimos a tiempo de un plan desesperado para desertar de las filas del ejército, el cual casi habíamos llevado a cabo. En efecto, Johnny, que hacía la guardia, nos permitió regresar antes de que nos apresaran. El motivo de nuestra alocada decisión de desertar había sido los malos tratos que nos daba un cabo de nuestra compañía, un tiranuelo de nombre Buchanan.

Considero que los datos que acabo de dar bastarán para que mis lectores conozcan los nombres y caracteres de mis compañeros de armas que hasta ahora han desempeñado un papel importante en mi relato. Ahora debo presentarles a dos personas de condición civil, siendo la primera de ellas una mujer joven y delicada, Jane Crumer, esposa de un soldado raso del Noveno. La señora Crumer atendió con gran solicitud a nuestros heridos, después de nuestra conquista de Fort Anna, al sur del lago Champlain, y más tarde arriesgó su vida en Saratoga para ir a buscar agua de un arroyo desafiando el fuego de fusilería de tiradores americanos apostados en la orilla opuesta. El otro personaje es difícil de describir: era un irlandés flaco y carienjuto, de negra melena y lengua zalamera. Era el reverendo John Martin. Lo encontré por primera vez el día de mi enrolamiento, en 1770, durante una pelea de gallos en la que perdí dinero que no me pertenecía; en aquella ocasión no iba vestido de clérigo, y llevaba un gallo de alas oscuras bajo el brazo. Más tarde apareció vestido de capellán católico en la cárcel de Newgate de Dublín, el día que ahorcaron a Pretty Murphy, un asesino, estando yo al mando de la guardia. Finalmente, ese reverendo John Martin fue visto por Terry Reeves en 1777, el día que tomamos la fortaleza de Ticonderoga. En aquel entonces hacía de capellán del Cuarenta y Siete, y estaba leyendo un libro encuadernado en cuero junto a las fortificaciones del enemigo. A Terry Reeves le pareció que este fantástico personaje debía ser el mismísimo diablo; yo tampoco juraría ahora que era un hombre de carne y hueso, sino más bien una visión colectiva de nuestras mentes trastornadas.

Veamos ahora la situación en que yo me encontraba en noviembre de 1777, el mes en que se inicia el relato de este nuevo volumen. Había alcanzado yo el grado de cabo, y cumplía los deberes de sargento en el Noveno de infantería ligera. El Noveno formaba parte del ejército del teniente general Sir John Burgoyne, miembro del Parlamento. En el verano de 1777 este ejército, que se componía de tropas regulares británicas y algunos mercenarios alemanes, había invadido el estado de Nueva York por los lagos canadienses y el río Hudson. En octubre de ese mismo año fuimos copados y obligados a capitular en Saratoga, junto al río Hudson, por un ejército americano cuatro veces más poderoso que el nuestro, al mando del general Horatio Gates, un inglés renegado. Sin embargo, había sido tan evidente nuestra determinación de luchar hasta el último hombre antes que rendirnos ignominiosamente, que el general Burgoyne logró arrancar al general Gates condiciones mucho más favorables que las que teníamos derecho a esperar, o sea, una garantía de enviarnos sanos y salvos de vuelta a Gran Bretaña a cambio, solamente, de deponer nuestras armas y comprometernos a no servir más en el continente americano mientras durase la guerra.

Entregamos debidamente nuestros mosquetes y municiones y lo que quedaba de nuestra artillería; luego marchamos por tierras salvajes, escoltados por nuestros enemigos, a Boston, la llamada «Ciudad de los Santos», a unas doscientas millas del Este. Allí, de acuerdo con el convenio firmado por los dos generales contrincantes, debían enviarse barcos transportes desde Nueva York, ciudad que estaba en manos británicas, para repatriamos. Hasta que llegasen los barcos, los ingleses fuimos hacinados en miserables cabañas abandonadas, enclavadas en Prospect Hill; pero, esperando confiadamente que pronto quedaría aliviada nuestra situación, no nos dejamos desalentar por el mal trance en que nos hallábamos. Éramos unos dos mil hombres, algunos cientos de ellos enfermos y heridos. Los prisioneros alemanes habían sido enviados por los americanos a mejores alojamientos, con la esperanza de que desertarían de nuestra causa.

Hacía muy mal tiempo; la lluvia penetraba en el interior por las ventanas abiertas. La primera noche, desprevenidos e insolentes, habíamos arrancado algunas vigas de la techumbre para alimentar el fuego del hogar, acto que nos valió violentos denuestos por parte de nuestros guardianes. Entonces corría noviembre, cuando el pleno rigor del invierno estaba aún por delante. Al llegar el mes de diciembre, aquellos de nosotros que podían acostarse por la noche, y los muchos que pasaban las noches desvelados a causa del frío, tenían que ponerse de pie de vez en cuando para sacudir de sus ropas la nieve que el viento arrojaba adentro por las aberturas. Nuestros oficiales fueron separados de nosotros y alojados en la ciudad universitaria de Cambridge, convertida en un arsenal de pertrechos bélicos, donde sólo pocos estudiantes seguían con sus estudios de latín —pues la guerra es la enemiga de las humanidades—; eran muchachos muy jóvenes. El alojamiento de nuestros oficiales era apenas mejor que el nuestro, a pesar de que muchas casas magníficas, pertenecientes a leales americanos, estaban desiertas, a merced de los saqueadores.

A los oficiales, los sargentos y las esposas de los soldados se les otorgaban pases, que eran renovados cada mes, para alejarse de su alojamiento unas pocas millas; pero a nadie se le permitía acercarse a la ciudad de Boston, centro de la rebelión, más que hasta Bunker’s Hill y Breed’s Hill (donde se libró la batalla), a este lado del río Charles. El que a los soldados rasos no se les permitiera salir de los cuarteles se consideraba como un grave inconveniente, tanto más cuanto que el coronel David Henley, comandante americano del campamento, nos obligaba a comprar todas nuestras provisiones en dos almacenes que había instalado allí para su propio beneficio. Por cualquier mercadería nos cobraba un precio muy superior al que imperaba en el mercado.

Nuestro alojamiento y alimentación eran pagados en papel por el Congreso, que exigió al general Burgoyne el reintegro de sus desembolsos en oro y plata, ¡al valor nominal de los billetes! Cuando el general Burgoyne protestó por este abuso, la respuesta fue: «Supone el general Burgoyne que su moneda sólida vale tres veces más que nuestra moneda. ¡Pero qué idea debe de tener de la autoridad de estos estados, para suponer que su dinero puede cotizarse mejor que el nuestro en los pagos públicos! Tal pago sentaría un precedente que depreciaría al instante nuestra moneda.»

Lo que era peor, a los soldados se nos retenía gran parte de nuestra paga en concepto de indemnización por supuestos daños causados por nosotros a nuestro paso por el estado de Massachusetts; se pretendía que habíamos quemado cercas, destruido heno, cereales y lino y robado muebles de las casas. No había medio de rebelarse contra tan descarada mentira y afrentosa injusticia, pues éramos prisioneros; y no se desoiría a los demandantes que buscaban ávidamente una oportunidad de resarcirse de pérdidas sufridas por la guerra alegando daños inventados por ellos. El general Gates era maldecido de todo corazón por todos nosotros por tolerar semejante proceder.

Yo fui designado, por el teniente coronel Hill, médico interino del regimiento, pues el doctor Shelly, que había sido capturado en la batalla de Fort Anna, no había vuelto. Así llegué a ser, en cierto modo, un oficial. Sin embargo, no presté el juramento de los oficiales y permanecí al lado de mis camaradas en Prospect Hill. Tenía que trasladarme con frecuencia a los municipios de Watertown, Mystic y Cambridge para comprar medicamentos y artículos necesarios para nuestros enfermos. Los mejores americanos que encontraba en tales ocasiones me trataban con hospitalidad, pero muchas veces era insultado por aquellos cuyos negocios habían sido arruinados por la guerra o que habían perdido parientes durante los combates. Lo que parecía sorprenderles era que yo pudiera ser irlandés y permanecer sin embargo leal al rey George, quien, según me decían con insistencia, sometía mi país a un monstruoso régimen de opresión.

A menudo se me instaba a desertar y elegir la profesión que en Nueva Inglaterra, y en la mayoría de las colonias de América, era virtualmente acaparada por mis compatriotas: la de maestro de escuela ambulante. Me decían que podría ganarme bien la vida recorriendo los municipios apartados y enseñando a los niños y a las niñas a leer, escribir y contar. Me pagarían en especies; se me daría alojamiento y alimentación; mis ropas y mi calzado serían mantenidos en buen estado y, además de eso, al término de cada curso escolar recibiría un barril o dos de harina, hilo, una cantidad de lana, un barrilito de melaza y tantas cuerdas de leña. Se daba aquí mucha importancia a la educación y se leía mucho, si bien en su mayor parte la lectura consistía en controversias religiosas y políticas, en opúsculos y en periódicos. Padres aprovechados que no estaban en condiciones de pagar al maestro irlandés metían a menudo a sus hijos furtivamente en las últimas filas de su clase, para que aprendieran cuanto pudieran antes de que se descubriera el engaño. Se me advertía sonriendo que yo debería ser muy listo para no ser engañado por mis presuntos alumnos y por sus padres.

Para no ofender a nadie, contestaba a los que me instaban a seguir ese camino que si alguna vez elegía esa profesión sería en Irlanda, mi patria, donde la ignorancia prevalecía mucho más que en su ilustrado país, habiendo en consecuencia mucha mayor necesidad de maestros de escuela que en América.

Vi muchas cosas de gran interés para mí. En las calles de Cambridge, por ejemplo, vi una casa entera que era desplazada sobre troncos montados en ruedas. La casa había sido levantada mediante cuatro gatos colocados en las esquinas, disponiéndose después los troncos debajo de ella. Tuve el valor de preguntar al dueño el motivo de su mudanza, y el hombre me contestó con desenfado:

—Mi suegra es una víbora, pero los diáconos no me dan la razón contra ella, pues temen su lengua tanto como yo. Como soy un hombre pacífico, me voy lejos para ponerme fuera del alcance de su mal genio.

Muchas mujeres jóvenes pasaban a caballo por mi lado, sin compañía, fijando la mirada en mí con notable desenvoltura. Iban montadas en los caballos característicos de Nueva Inglaterra —una raza de cabeza fina, largas crines, ancas estrechas, andar airoso y cola erguida—. Cuando la nieve cubría la tierra con una capa espesa me cruzaba con gran número de grandes trineos, con capacidad para una docena de personas, tirados por dos o cuatro caballos y haciendo sonar las campanillas, pero no estaban decorados de la manera atractiva del cariole canadiense. En las noches de luna, grandes grupos de jóvenes de ambos sexos solían hacer en esos trineos excursiones de dos o tres horas, a un distante punto de cita con grupos similares procedentes de otra ciudad; se pasaban la noche bebiendo, bailando y de jarana, y a la mañana siguiente se entregaban a sus respectivas ocupaciones sin haber dormido. En Irlanda tal costumbre sería considerada muy imprudente; aquí, en cambio, parecía bien a todo el mundo.

Lo más desagradable de mis salidas era cuando tenía que pasar frente a los centinelas americanos apostados en los portones del campamento. Eran milicianos de edad demasiado avanzada, o demasiado jóvenes para prestar servicios más activos. Los «abuelos» —como llamábamos a los viejos—, tocados con exuberante peluca, eran en general reposados, majaderos y lerdos, en tanto que los «nietos», nombre con que habíamos bautizado a los mozalbetes de quince y dieciséis años de edad, eran fogosos, engreídos y estaban ansiosos por realizar hazañas en el campo de batalla. Los abuelos solían hacernos esperar con cualquier pretexto, pretendiendo que nuestros pases eran falsos o que no éramos las personas indicadas en los mismos; y si dábamos muestras de impaciencia, nos retenían aún más. Los nietos nos amenazaban y nos insultaban, pero se desenvolvían con menos lentitud.

Un centinela, concejal (o funcionario eclesiástico) de Cambridge, me retuvo tres días consecutivos. Al tercer día le dije:

—Vamos, amigo, supongo que no he de pasarme la vida esperando aquí.

—¡Alto ahí! —gruñó él, apuntando a mi pecho con su mosquete—. Te juro que si tratas de pasar te voy a destapar la sesera. Yo no te conozco, canalla.

Entonces se produjo un incidente cómico, aunque un tanto irritante, que ha sido narrado por el teniente Anburey con palabras tan finas que yo no podría contarlo mejor. La esposa de un soldado, una de esas mujeres que se las traen, y que hacía treinta años que andaba con el ejército, podía llevar cargas como un buey, sabía cocinar cual una bruja, saquear como un soldado de Hesse y blasfemar de una manera que dejaba atónito al mismísimo Harry el Mortal, salió de forma bulliciosa del campamento, con una corta pipa de arcilla entre los labios y un mugriento pase en la mano. Se llamaba Winifried la Larguirucha, y hacía unos años había aguantado sin pestañear un castigo de cien azotes en la espalda desnuda por el delito de robar el toro de la ciudad de Boston, sacrificarlo y convertirlo en bistecs. Winifried la Larguirucha agitó el papel en las narices del viejo concejal y se dispuso a pasar. Entonces él montó en cólera y le ordenó detenerse, o de lo contrario haría fuego. Ella se volvió y volcó sobre el concejal un torrente de palabras, explicándole que corría a comprar un poco de leche para su nietecito enfermo; y que tuviese mucho cuidado, que ella no se dejaría retener por él. Citemos ahora las palabras del teniente: «Cuando el viejo se exasperó al punto de amenazarla con el arma, la mujer corrió al instante hasta él, se la arrebató, lo derribó al suelo y, encaramándose con aire de exultante triunfo sobre el héroe postrado, lo salpicó profusamente, no de rocío olímpico, sino, a fe mía, de algo más natural. Y no se retiró de su puesto hasta que un grupo de mocetones fue valientemente en ayuda del hombre, desarmó a la amazona y permitió al fiero paladín asumir una actitud gallarda y volver a echarse el mosquete al brazo.» En cuanto a mí, no esperé hasta esta escena final, sino que recogí presurosamente mi pase, que había caído al suelo, y me precipité sendero abajo, para que no me señalaran como cómplice del hecho.

En la mañana del día 13 de diciembre, salí del campamento rumbo a Cambridge, a dos millas de distancia, para atender al teniente coronel Hill, quien se hallaba enfermo y me había pedido le practicase una sangría. El centinela que ese día estaba de guardia era un muchacho joven y debilucho, que no me creó dificultades en el portón, así que anticipé una excursión agradable; era una radiante mañana de domingo, las campanas de las iglesias tañían y el sol brillaba con fuerza sobre la delgada capa de nieve.

Había cruzado Willis Creek y me aproximaba a la casa del coronel, en las afueras de Cambridge, cuando me cerró el paso mi enemigo, el «fiero paladín», pero esta vez en su calidad de concejal, no de centinela. Me hizo notar que yo estaba violando, a la vez, tres de los preceptos más viejos y más venerados de la provincia: primero, llevando un paquete en el Día de Descanso —tenía en la mano un pequeño maletín con instrumentos para aplicar ventosas—; segundo, dejándome ver en la calle a la hora del servicio divino; y tercero, haciendo un recorrido mayor que el permitido a los judíos por Moisés en un Día de Descanso.

Le contesté diciendo que estaba en camino para hacer una obra de caridad y obedeciendo órdenes de mi superior, pero él se puso muy violento y no quiso escucharme. Al instante, me recluyó en un calabozo de la cárcel municipal que era oscuro y muy frío, y allí me tuvo hasta el día siguiente sin más alimento que pan, y agua; al hacer girar la llave en la cerradura de la puerta, observó con soma que yo no era más que un bruto, y que tenía aún muchos problemas por delante. Dos pequeñas puertas con cerradura y cerrojo dobles me separaban del patio de la prisión. Por dos ventanillas sin cristales y con fuertes barrotes de hierro se filtraba una tétrica luz. Dormí sobre un poco de paja húmeda. En este agujero me mantuvieron encerrado por espacio de dos días y sus correspondientes noches, sin que se me diera siquiera la posibilidad de salir para hacer mis necesidades, teniendo que agregar mi parte a la fétida masa depositada en un rincón por delincuentes anteriores. Tampoco se me permitió enviar un mensaje a mi superior para explicar el motivo de no haberle atendido, sino que me llevaron de vuelta al campamento, donde me encerraron en la cabaña que servía de prisión, junto al calabozo en el que los guardianes americanos recluían a nuestros hombres por faltas leves o imaginarias, sin consultar previamente con nuestros oficiales. Esa cabaña-prisión resultaba aún peor que la cárcel de Cambridge, pues era muy húmeda y estaba llena de bichos; pero al menos estaba acompañado. El primero en saludarme allí fue Terry Reeves, quien había sido arrestado en mi ausencia. Me preguntó, sorprendido, cuál era la causa de mi reclusión; era, en efecto, la primera vez en todos mis años de servicio que me encontraba en tan ignominiosa situación.

—El Deuteronomio, supongo —dije—. Y tú, ¿por qué estás aquí?

—Por jugo de tabaco —contestó él no menos lacónicamente, y me contó su historia.

Le habían dolido mucho las muelas y, no encontrando otro alivio que el ron, había bebido más de una pinta con el estómago vacío. Cuando iba de su cabaña al calabozo a informar sobre los hombres que habían caído enfermos, vio que se le acercaba una persona vestida con un abrigo de frisa y con un gorro de lana. Esta persona, que masticaba tabaco, escupió el jugo desde la esquina de la boca al camino de Terry, mojándole las botas, ante lo cual Terry, exasperado, gritó:

—¡Cuidado con salpicarme las botas con esa porquería, bruto! El hombre contestó:

—Yo escupo donde me da la gana, canalla. Soy mayor, al servicio de Massachusetts.

La réplica de Terry fue:

—Si eso es cierto, lo que dudo, no es usted motivo de orgullo para el servicio provincial. Escupir a las botas de un soldado es una costumbre detestable en un militar. —Tras lo cual el oficial arrestó a Terry.

También el sargento Buchanan estaba recluido, por «habérsele encontrado en posesión de una zapa, sabiendo que había sido sustraída a la guardia».

El comandante del campamento, el coronel David Henley, era un hombre apasionado y muy dado a la bebida, y el causante de la mayoría de nuestros problemas, pues instigaba a sus subordinados a tratarnos con crueldad. Al día siguiente de mi reclusión en la cabaña-prisión, un número de sargentos de avituallamiento fueron a la oficina del ayudante general para la renovación mensual de sus pases. Les increpó a todos por el alboroto que, según informes de las guardias, se había armado la noche anterior en las cabañas. Al señalar el sargento Fleming, del Cuarenta y Siete, a modo de excusa, que ninguno de nosotros había podido dormir a causa del frío, lo cual era muy cierto, el coronel Henley amenazó al sargento con el puño cerrado, gritando:

—Los voy a hacer trizas, canallas. Una noche de éstas yo mismo voy a hacer la ronda, y si oigo la menor palabra o ruido en vuestros alojamientos, os voy a sacar de ahí a balazos. Además, mis queridos soldados, los centinelas me informan que cuando os dan el alto para ver los pases, los miráis de mal modo. Si yo fuera un centinela y me hicieseis esto, os haría saltar la tapa de los sesos, ya fuerais Whaley, Goffe o el propio diablo.[2]

Tres días más tarde, ese coronel Henley vino a caballo con otros oficiales de la milicia a poner en libertad a varios de los nuestros que estaban recluidos, para hacer lugar para otros, pues la cabaña-prisión estaba abarrotada. Nos llamó por orden jerárquico, primero a mí y luego a los dos sargentos. Después de dar lectura a nuestros delitos nos hizo a los tres observaciones muy procaces, que yo escuché con indiferencia, el sargento Buchanan con fingido respeto y asombro, y Terry Reeves con indignación. Finalmente nos dijo que el Noveno daba más problemas que ningún otro cuerpo. A lo cual Terry, que nunca sabía dominar su lengua, observó muy sagazmente:

—Creo, señor, que tanto el general Schuyler como el general Gates compartieron su opinión durante la última campaña.

Entonces, el coronel Henley, sintiéndose herido en su dignidad, se puso furioso y empezó a rugir contra Terry.

—¿Cómo te atreves, asesino asalariado, a insultar a un oficial de la Provincia, como insultaste ayer al mayor McKissock? ¿Tienes el coraje de decir a tus mayores británicos que deshonran a su ejército?

—No señor —replicó Terry muy tranquilo—, pues no digo mentiras.

Ésa fue la parte de la conversación que yo alcancé a oír, pues el coronel Henley, notando la sonrisa que se dibujaba en mis labios, me mandó recluir otra vez.

Me contaron que después de salir yo, Terry continuó:

—Sin embargo, señor, lo, siento si insulté al mayor; pero yo no podía saber que lo era, pues iba vestido de civil y masticaba y escupía como no suelen hacerlo los oficiales. Confieso que estaba bebido, a causa de un dolor de muelas, y por eso estoy dispuesto a pedirle perdón si mi conducta le pareció irrespetuosa.

—Te lo juro —gritó el coronel Henley, furioso—, si te comportases así conmigo te hacía trizas. Eres un gran canalla.

Terry Reeves no se inmutó.

—Señor —contestó—, yo no soy ningún canalla, sino un buen soldado, y mis superiores lo saben.

—¡Cierra la boca, inglés cobarde! —rugió el coronel Henley. Otro oficial, el mayor Sweasey, llamó canalla a Terry y blandió un látigo para pegarle.

Pero Terry Reeves no se calló:

—Yo no soy un cobarde, coronel Henley, y no me dejo agraviar así por usted. Si tuviese armas y municiones pronto estaría con el general Howe, luchando por mi rey y por mi patria.

—¡Al diablo con tu rey y con tu patria! Cuando tenías armas, bien dispuesto estuviste a arrojarlas —fue la respuesta del coronel Henley.

—Le digo, señor —gritó Terry Reeves—, que no le permitiré que injurie a mi rey.

El coronel Henley volvió a mandarle callar, y entonces el sargento Buchanan tuvo que intervenir, diciendo:

—Cállese, sargento Reeves, si se lo pide el oficial.

Terry se volvió con enojo hacia el sargento Buchanan:

—Maldito adulador, ¿por qué no te levantas para defender a tu rey y a tu patria?

—Cállate, Terry, o nos vas a meter en líos a todos —murmuró Buchanan.

Pero Terry no estaba dispuesto a callarse.

—Al diablo con todo el mundo —gritó desaforadamente—. Yo estaré con mi rey hasta la muerte.

A lo cual el coronel Henley replicó con gran soma:

—Éste es un país libre, canalla. Aquí no reconocemos reyes.

—Ciertamente —dijo Terry—, como no sea King Hancock.

Esta respuesta provocó la risa de los «nietos» que estaban de guardia, lo que enfureció tanto al coronel que les gritó:

—¡Silencio, muchachos, y venga uno de vosotros a clavarle la bayoneta a este canalla!

Pero ninguno de ellos se movió, pues en América siempre se respeta a quien sabe replicar, y entendieron que Terry Reeves no debía ser muerto por eso.

Entonces, el coronel Henley se bajó del caballo, arrebató a uno de los muchachos el arma con la bayoneta calada y se abalanzó sobre Terry. Éste retrocedió rápidamente un paso, así que el acero sólo lo pinchó en el costado izquierdo.

El coronel Henley, lívido de rabia, rugió:

—Una palabra más y te atravesaré el cuerpo.

—No me importa —gritó el valiente Terry—. Pues estaré con mi rey y mi patria hasta la muerte.

El coronel asestó otro bayonetazo apuntando al corazón de Terry, pero Smutchy Steel, que figuraba entre los nuevos prisioneros que iban a ser alojados en la cabaña, se precipitó hacia adelante en su ayuda, invitando a Buchanan a seguir su ejemplo. Los dos empujaron el arma hacia arriba y la bayoneta pasó sobre el hombro de Terry sin hacerle daño.

Entonces se interpuso con gesto ceñudo un viejo sargento de la guardia, quien dijo al coronel:

—No, compañero Henley, no debe usted matar a este hombre, pues ha sido puesto a mi disposición por el mayor McKissock, a quien insultó. Haga usted lo que quiera con los demás canallas, pero este sargento Reeves es mi prisionero y yo soy responsable de él ante el mayor McKissock, quien manda mi propia compañía.

Desmontó entonces el mayor Sweasey y urgió al coronel Henley a hacer volver a Terry a la cabaña-prisión, secundándole otro de los oficiales presentes. El coronel Henley finalmente accedió.

Terry fue llevado de nuevo a la cabaña, sangrando abundantemente de una herida de tres pulgadas. Con indignación no menguada gritó:

—¡Al diablo con todos! ¡No permitiré que se injurie a mi rey mientras viva!

Me apresuré a correr a su lado, pero él vino por sus propios medios y pude vendarle la herida con el material que llevaba en mi maletín de lona.