CAPÍTULO 13

Nos íbamos acercando a pasos agigantados al fin de la guerra, que ya hacía seis años que duraba, y la batalla de Guildford Court House había de ser la última en que yo participara. Había luchado en seis. Sin embargo, estaba aún lejos del fin de mi actuación bélica y aún más lejos del fin de mis viajes, y puedo afirmar, sin temor de exagerar o de ser desmentido, que, antes de acabar, las huellas de mis pies en el continente americano marcaron una ruta más larga y más lejana que las de cualquier otro soldado en los reales ejércitos.

Wilmington era un pueblo pobre y, si bien encontramos allí provisiones preparadas para nosotros que resultaron muy útiles, particularmente ron y algunos centenares de pares de zapatos, todavía nuestras necesidades no pudieron ser satisfechas por completo. Disfrutamos de dieciocho días de descanso, que junto con los baños de mar permitieron a la gran mayoría de los convalecientes reincorporarse al servicio.

Aquí el capitán Champagné, un asiduo cazador de zorros, pidió voluntarios entre los que deseáramos aprender el arte de montar, pues decía que éste era un país de caballería y que los caballos podrían muchas veces ahorrarnos el caminar, particularmente cuando se tratase de operaciones de reconocimiento de búsqueda de víveres. Se ofreció más o menos la mitad del regimiento, Smutchy Steel y yo entre ellos; el coronel Tarleton, un viejo amigo del capitán, puso varios caballos a su disposición. De este modo pasé otra vez a ser un recluta, por así decirlo, si bien tenía sobre la gran mayoría de la tropa la ventaja de que, cuando muchacho, en Irlanda, había aprendido los rudimentos de la equitación, teniendo como maestro a mi protector, el joven Mr. Howard. Los demás regimientos de infantería acudían en masa al picadero en calidad de espectadores, para reírse de nuestras desgarbadas posturas y torpes caídas; pero sabíamos que en su fuero interno nos envidiaban, y no nos desanimamos. Un sargento del Diecisiete de Dragones actuaba como nuestro instructor, y nos enseñaba también la manera de cuidar de nuestros caballos. Cierto día me dijo, con aire condescendiente:

—Le juro, sargento Lamb, que no me sorprende que, como hombres de honor que son, se preocupen por aprender nuestra profesión. Lo que es yo, no comprendo cómo un hombre puede alistarse, sin sentirse humillado, en otra rama del ejército que no sea la caballería. Creo que me gustaría tanto ser sacristán como sargento de infantería.

—Sin embargo —contesté, disimulando con una sonrisa mi resentimiento—, no todo son salmos y caras serias en nuestra pobre congregación pedestre. Le aseguro que a veces reina gran animación en nuestra sacristía.

—Ah, sin duda —dijo él, magnánimamente—. Pero la caballería domina en la batalla.

—En la de Minden, al menos, no dominó —repliqué, cada vez más irritado—, cuando seis regimientos británicos, entre ellos el mío, hicieron trizas a toda la caballería francesa, sin que la británica entrara en acción para nada. Y lo que es más, cuando los obuses y la metralla silban por el aire, doy las gracias al cielo por haber elegido la infantería. Porque puedo responder de mis piernas, que no se acobardarán o se volverán difíciles de manejar, en tanto que ni aun el más intrépido hombre de caballería puede responder de las patas de su cabalgadura. Olvida usted, sargento Haws, que el hombre de infantería tiene también su orgullo.

Era un estúpido, pero comprendió en seguida que sus palabras casi habían rayado en el insulto y no tardó en pedirme perdón, que le otorgué de buen grado, y bebimos juntos unas copas. Sin embargo, no llegamos a ser íntimos amigos. En general, el soldado de caballería considera al de infantería como el judío al cerdo; como se encuentra tres pies más alto que él, trata absurdamente de traducir esta superior altura en una superioridad moral. Sin embargo, es un hecho notorio el que, por lo general, la infantería montada cumple mejor con su deber en acción que la caballería que combate a pie. Quejábase el sargento Haws continuamente de los caballos de Virginia, afirmando que eran una raza magnífica, pero que el modo de andar falso que les enseñaban sus amos indolentes los echaba a perder para la equitación. Porque al plantador del Sur le era odioso el trote por creerlo perjudicial para el hígado, y un buen galope se le antojaba muy cansado; enseñaba al caballo estos modos de andar antinaturales: la ambladura y el tranco. En el primero, el animal mueve alternativamente las dos patas de un lado y las dos del otro, y como en consecuencia no le es posible brincar del suelo, como en el trote, anda como arrastrando las patas. El plantador de Virginia montaba en general con la punta de los pies debajo de la nariz del caballo, llevando estribos muy largos y la silla colocada tres o cuatro pulgadas sobre la crin. Las damas inglesas, los frailes, los sacerdotes y los abogados emplearon en un tiempo la ambladura, pero quedó en desuso allá por la época de George I. He comprobado que un pasaje de la enciclopedia de Chamber contradice al sargento Haws respecto al carácter antinatural de este modo de andar, declarando que la ambladura o paso es generalmente el primer modo de andar natural de los potrillos. En el tranco, el caballo va al galope con las patas delanteras y al trote con las patas traseras. He aquí un modo de andar que parece muy singular al hombre europeo y que fatiga mucho al caballo; pero los caballeros de Virginia lo encontraban adecuado para su comodidad, que era lo único que tenían en cuenta. Se lo consideraba también más seguro que el trote o el galope para jinetes soñolientos o que hubieran bebido más de la cuenta. Se enseñaba la ambladura y el tranco a los caballos, cuando eran jóvenes, atándoles las patas: en el primer caso con dos correas, una que sujetaba las dos patas de la derecha, y la otra las dos de la izquierda, y en el segundo caso con una sola correa para las patas traseras.

La derrota sufrida había sido para el general Greene como una victoria. Nuestra escasez de provisiones y nuestro gran séquito de enfermos y heridos nos habían obligado a alejarnos tanto de nuestra base en Carolina del Sur, que estaba ahora en condiciones de internarse él mismo en esa provincia con el resto de su ejército. Cabe observar aquí que, en toda su carrera, el general Greene no ganó una sola batalla, pero siempre, como también en este caso, se las arregló para obtener los frutos de la victoria. Escribió con mucha franqueza, a propósito de sí mismo, que pocos generales habían corrido con más velocidad y empeño que él, pero que siempre había tenido buen cuidado de no correr demasiado lejos, y que en general lo había hecho tan velozmente hacia adelante como hacia atrás. «Nuestro ejército —dijo— ha sido batido a menudo, pero, como el bacalao, siempre ha salido ganando con ello.» Lord Cornwallis se encontró en verdad en un dilema cuando recibió la información clara y categórica de que el general Greene avanzaba resueltamente hacia Camden, donde la guarnición al mando de Lord Rawdon era sumamente reducida. No disponíamos de provisiones suficientes para recorrer otra vez las quinientas millas de país desolado, que nos separaban de aquella ciudad, y habría que cruzar varios ríos anchos, de los que el enemigo retiraría seguramente todas las embarcaciones conforme nos acercáramos a ellos. Regresar por vía marítima a Charleston le pareció vergonzoso a su señoría. Además, los viajes por mar solían tener resultados catastróficos para los caballos, y se perderían algunas semanas esperando los transportes, durante las cuales nuestro ejército, ya reducido a tan sólo mil cuatrocientos hombres, sufriría gravemente de enfermedades con los calores de esa estación malsana. Quedaba, empero, un tercer y más audaz camino, que era penetrar en la rica provincia de Virginia. Allí podríamos unir nuestras fuerzas con las del general Phillips, y tal vez causar daños tan ingentes que obligaríamos al general Greene a retirarse de Carolina del Sur.

El coraje y la determinación de Lord Rawdon frenaron al general Greene por un tiempo; sin embargo, Carolina del Sur estaba perdida, con la sola excepción de Charleston. Incluso esta ciudad nos habría sido arrebatada y ninguna de nuestras guarniciones fronterizas se habría salvado, a no ser por un azar: la llegada de tres regimientos británicos de Irlanda. Lord George Germaine los había enviado para reforzar a Lord Cornwallis en Carolina del Sur para su campaña contra el general Gates; pero cuando llegó la noticia de nuestra victoria en Camden, había supuesto que la provincia estaba definitivamente en nuestras manos y envió un barco tras los transportes con orden para ellos de dirigirse a Nueva York. Afortunadamente, un barco pirata americano lo interceptó y las tropas prosiguieron viaje rumbo a Charleston, adonde arribaron muy oportunamente. El general Greene permanecía acampado en la lengua de tierra cerca de la ciudad. De cualquier modo, no podía impedir que los liberales de Carolina del Sur trataran de exterminar a los conservadores, ni que éstos reaccionaran en la misma forma contra aquéllos. Millares de personas eran ahorcadas en los árboles mediante sarmientos de vid, o mediante sogas en un poste cualquiera, delante de sus hijos y mujeres. Una guerra civil siempre es más cruel y enconada que una guerra entre extraños; pero aquí el culpable principal era el clima sofocante.

Sir Henry Clinton se enteró con pesar de que Lord Cornwallis había abandonado las Carolinas a su propia suerte. También temblaba por su misma seguridad en Nueva York, donde era objeto de un ataque combinado de los franceses y los americanos. No entra en el objeto de este libro el intentar desenmarañar la red de propósitos distintos tejida por entonces entre Sir Henry Clinton y Lord Cornwallis. Cada uno de ellos tenía su propio plan de campaña y lo ejecutaba en la medida de sus posibilidades, de acuerdo con los conocimientos limitados que tenía de la situación del otro y la suya propia; ambos por igual veían entorpecida su labor por las órdenes y contraórdenes de Lord George Germaine (cuyo plan de campaña difería del de uno y otro) y por su incertidumbre respecto a la ayuda que cabía esperar de Lord George en Downing Street y del conde de Sandwich en el Almirantazgo. Todos los despachos que se escribían el uno al otro, lejos de disipar la niebla de equívocos, la espesaba aún más. El conde de Cornwallis se hallaba en una situación particularmente incómoda, ya que debía servir a dos amos: a Sir Henry y a Lord George, quienes se contradecían y cada uno de los cuales cancelaba continuamente sus propios planes sucesivos, conforme se enteraba de modificaciones en la situación; además, la mayor parte de esos despachos llegaban a destino demasiado tarde o no llegaban nunca. No debe, pues, censurarse a Lord Cornwallis por haber obrado por su cuenta, aunque incurriera en errores. Confesó que estaba muy decepcionado de los leales de las Carolinas, pues la esperanza expresada por Lord George Germaine de que se alzaran en grandes contingentes resultó totalmente vana. Muchos centenares de ellos habían acudido en diversas ocasiones a su campamento para estrecharle la mano y felicitarle por su victoria, pero ni dos compañías pudieron ser persuadidas a seguir bajo nuestra bandera. Su señoría declaró también a un oficial, al alcance de mis oídos, que estaba harto de andar por el inmenso continente americano como en pos de aventuras.

No ocurrió nada digno de mención durante nuestro avance desde Wilmington el 25 de abril de 1781. Como había muchos ríos y riachos entre los ríos Cape Fear y James en Virginia, entre ellos los importantes cursos de agua del Nuse, Tar y Roanoke, se llevaron con el ejército dos botes montados sobre carros. Teníamos ron, sal y harina en cantidad suficiente para tres semanas de marcha, y partimos con el espíritu animado. El país era tan desolado como se nos había descrito, pero no fuimos molestados en nuestro avance. El coronel Tarleton marchaba al frente con sus Greens y sesenta miembros de los Reales Fusileros Galeses, montados. Cada vez que llegaba a una colonia se esforzaba por magnificar el número y poderío de nuestras fuerzas. Yo iba atrás con el resto del regimiento, pero iba a caballo y efectué algunas operaciones de reconocimiento y búsqueda de víveres.

Sólo cuando llegamos al río Tar, después de una marcha en zigzag de doscientas millas, el país se presentó más densamente poblado y pudimos complementar las provisiones que llevábamos con nosotros en los carros; pero al mismo tiempo empezamos a tropezar también con cierta oposición en los cruces de los ríos. La milicia de Halifax estaba apostada junto al río Roanoke en un despliegue de fuerza, pero nuestras avanzadas la dispersaron, y el 20 de mayo efectuamos en el límite de Virginia el enlace con las fuerzas del general Phillips.

Me enteré con gran pena de que el general Phillips había muerto de fiebre una semana antes. Era un hombre querido y respetado tanto por sus virtudes como por sus grandes dotes militares. El marqués de La Fayette, que había descendido al Sur al frente de un pequeño ejército con el objeto primordial de capturar y ahorcar al general Arnold, no estaba lejos, pero se retiró tan pronto como se enteró de nuestra llegada. El joven marqués parece que había perdido su preciada politesse francesa desde que pisó tierra americana; pues cuando se le envió bandera blanca a la orilla opuesta para informarle que el general Phillips estaba agonizando en determinada casa y solicitarle que cesara el bombardeo contra ese lugar, desoyó esta petición y el cañoneo prosiguió. Un obús atravesó la habitación contigua a la cámara mortuoria. Las últimas palabras del general Phillips fueron: «¿Por qué diablos este engreído no me dejará morir en paz? Esto es muy cruel.»

El enlace de los ejércitos tuvo lugar en Petersburgh, una pequeña ciudad de unas trescientas casas ubicada junto a un afluente del río James, que desemboca en la bahía de Chesapeak. Había magníficos saltos de agua en el extremo superior de la ciudad, y algunos de los mejores molinos harineros del país. Las casas eran de madera y estaban techadas con ripias; las de más categoría estaban pintadas de blanco y tenían chimeneas de ladrillos y ventanas con vidrios, en tanto que las viviendas humildes estaban sin revocar por fuera, tenían chimeneas de madera recubiertas de arcilla y ventanas provistas tan sólo de postigos. Era un importante centro del comercio tabaquero y había allí también cierto número de almacenes generales que solían abastecer el territorio circundante. El comercio estaba a la sazón paralizado, pues la amenaza de los barcos de guerra y corsarios británicos impedía a los mercaderes exportar su tabaco y así reponer sus existencias.

Los grandes almacenes y los molinos de Petersburgh eran propiedad de una tal Mrs. Bowling, en cuya mansión el general Phillips y ahora Lord Cornwallis establecieron su cuartel general. Esa magnífica residencia estaba situada en una amplia plataforma herbosa en una vasta ladera que dominaba la ciudad. Fui alojado allí en las cuadras a petición de su señoría, con el fin de estar a mano para copiar sus despachos. Recuerdo que cierto domingo por la mañana, temprano, me detuve embelesado en el jardín y exclamé para mí mismo: «¡Ah, qué encantador oasis verde en medio del desierto de la guerra!» Percibía el perfume de los claveles que por un largo trecho bordeaban ambos lados del sendero, y mis ojos se posaron gozosos sobre los albaricoques y las nectarinas maduros que asomaban en las copas cuidadosamente podadas de los árboles, en las verdes y turgentes plantas de guisantes sujetas a las estacas y en las fresas de enorme tamaño, cubiertas de redes para protegerlas de los pájaros. Al mismo tiempo, un arrendajo cantaba gloriosamente en la copa de un ciruelo sobre mi cabeza, saltando sin cesar de una rama a otra; tenía aproximadamente el tamaño de un zorzal, pero era más esbelto. Este pájaro imitaba el canto de otras aves pero con mayor sonoridad y dulzura, y con gran desconcierto por parte del pájaro imitado, que enmudecíase y se iba volando. En aquella ocasión imitó para mí al cardenal y a la avefría, y luego (como para provocar la carcajada) los lamentos y gimoteos de un negrito. Batípalmas y lancé un «¡bravo!», tras lo cual levantó vuelo, alejándose rápidamente.

El interior de la mansión, un ala entera de la cual, según la costumbre de Virginia, estaba a disposición exclusiva de los huéspedes, se hallaba provisto de muebles sólidos pero de dudoso gusto, predominando en ellos lo práctico y cómodo sobre el arte, con mucha plata maciza pero sin libros ni álbumes, con sofás confortables pero sin vitrinas con curiosidades artísticas.

Las gentes de Virginia se mostraban muy sentimentales con respecto a sus grandes magnolias de hojas anchas y de flores de perfume intenso, como también respecto a una exquisita flor blanca de menor tamaño que los novios galantes regalaban a sus amadas para que la colocaran entre sus senos. En Nueva Inglaterra, por el contrario, las flores y la música eran consideradas como objetos de lujo y un «signo de esclavitud». Virginia era la provincia más adelantada y agradable de América que yo conocía, y la que en sus costumbres se asemejaba más a mi patria. La caza del zorro con perros, desconocida en Nueva Inglaterra (donde sólo se cazaba para la cocina), y las peleas de gallos (que los yanquis consideraban anticristianas y bárbaras) eran, junto con la bebida y las carreras de caballos, las principales diversiones de los habitantes de Virginia. Debo agregar que la riqueza de la provincia se basaba tan sólidamente en el tabaco como la de las provincias del Norte en el bacalao.

A nuestro paso por el río James y otros cursos de agua vimos, con sorpresa, grandes extensiones de tierra abandonada que sin embargo nos parecía estar en condiciones favorables para el cultivo. El hecho era que el tabaco es una planta que pronto agota el suelo y que los plantadores, una vez extraído de un pedazo de tierra todo lo que podía dar de sí, no se tomaban el trabajo de reacondicionarla, sino que con el dinero que les había rendido compraban nuevas tierras en el interior y se establecían en las mismas, hasta que éstas quedaban a su vez agotadas. En los campos exhaustos no tardaban en crecer espontáneamente pinos y cedros, pero sólo al cabo de veinte años, más o menos, recuperaban su fertilidad primitiva.

Era la época en que las plantas jóvenes de tabaco acababan de ser sacadas de los semilleros y trasplantadas a los campos, donde se las colocaba en montículos a más o menos una yarda de distancia una de otra, tal como en Gran Bretaña se planta el lúpulo. Los esclavos, que eran en general de aspecto menos embrutecido, por recibir un trato más humano, que los de las Carolinas o Georgia, estaban continuamente atareados cuidando las plantas, quitándoles una gran mosca negra, especie de escarabajo, y toda clase de insectos voraces, y eliminando con sus azadas la mala hierba y los gusanos. Al alcanzar las plantas la altura de un pie, los esclavos arrancaban el brote, los retoños y las bastas hojas inferiores con objeto de estimular el crecimiento de las hojas finas de la parte superior. Las plantas alcanzaban su madurez en agosto y luego eran segadas y transportadas a los secaderos donde se procedería a ahumarlas, humedecerlas con vapor de agua, secarlas y volver a ahumarlas. Este trabajo debía hacerse con sumo tino, para que las hojas no se marchitaran o pudrieran. Cuando estaban suficientemente secas se eliminaban los tallos, se clasificaban las plantas y se las embalaba mediante potentes prensas en toneles con capacidad para mil libras. Los toneles eran remitidos para su inspección a un almacén oficial; se los hacía rodar mediante un par de fuertes rodillos colocados en ambos extremos, a modo de eje; a cambio de los toneles se entregaban unos certificados que circulaban en la provincia en calidad de moneda, y la gente solía calcular el valor de un caballo, de un reloj o una fuente de plata no en dinero, sino en tantos toneles de tabaco. Sin embargo, esta moneda americana (los certificados), la única que hasta entonces no había sufrido merma en su valor, había quedado a la sazón depreciada por completo a raíz de las incursiones del general Arnold contra los almacenes de tabaco.

A nuestra llegada a Petersburgh, encontramos que existía una amarga disputa entre el general Arnold y la Marina Real, pues cada parte reclamaba para sí el tabaco almacenado en los depósitos de Mrs. Bowling. Lord Cornwallis puso fin a la disputa a la manera india, ordenando la quema de todas las existencias, que ascendían a cuatro mil toneles. Sin embargo, por deferencia hacia Mrs. Bowling, los hizo sacar previamente de los depósitos. Nos enteramos complacidos de que este tabaco, junto con las cantidades que habían sido destruidas en Richmond y otros lugares, era propiedad del gobierno francés y que su valor era casi equivalente al monto total de su giro anual. Comprobamos con sorpresa que, pese a esta realidad desalentadora, los plantadores continuaban elaborando tabaco; debían mantener ocupados a sus esclavos y supongo que esperaban que vendrían tiempos mejores. A propósito, los hombres de Virginia, a diferencia de los de las Carolinas, no tomaban rapé ni mascaban tabaco, y pocos de ellos fumaban, por consideración hacia sus mujeres, cuyo olfato era muy delicado.

Se cultivaba por entonces en la provincia también mucho algodón, un arbusto que crecía particularmente en tierra inferior o que ya había sido agotada hasta cierto grado por el cultivo de tabaco; en suelo virgen se producía más madera que algodón. Este producto estaba contenido en el pistilo hinchado de la flor, que reventaba al alcanzar la madurez. Los copos mezclados con las semillas eran entonces cosechados por negros, procediéndose después a eliminar las semillas mediante un dispositivo formado por dos rodillos lisos que giraban en dirección contraria. La planta, que se cultivaba en hileras regulares, se podaba a una altura de cuatro pies. Si bien anteriormente todo el algodón era enviado a Inglaterra para su elaboración, la guerra había obligado a los habitantes de la provincia a cardar, hilar y tejer sus telas de algodón, cuya calidad era sólo levemente inferior a la de las telas elaboradas en Manchester. Para este trabajo se empleaban esclavas. Gran parte de estas telas era teñida de azul en el mismo lugar donde se fabricaba, y para este fin se hacía uso del índigo, que se cultivaba igualmente en el país.

Llegaron refuerzos procedentes de Nueva York. Sir Henry los había enviado antes de tener conocimiento del propósito de Lord Cornwallis de trasladarse a esa provincia, y los efectivos de los dos ejércitos combinados, cuyo mando asumió entonces su señoría, se elevaron así a más de cinco mil hombres. Esto nos proporcionaba una marcada superioridad numérica sobre las fuerzas americanas de Virginia, y Lord Cornwallis decidió expulsar de la provincia al marqués. Cruzamos el río James sin encontrar oposición, en un lugar llamado Westover, donde el río tiene dos millas de ancho. El marqués abandonó sus posiciones en la ciudad tabaquera de Richmond, y se replegó hacia el Norte remontando el curso del río York. Nos lanzamos en su persecución; pero se retiró con demasiada rapidez para poder darle alcance, y Lord Cornwallis se contentó con ordenar la destrucción de todos los almacenes de tabaco y otros depósitos públicos que encontramos a nuestro paso. El general Arnold no estaba con nosotros; había sido llamado a Nueva York por Sir Henry, desde donde realizó una incursión de feliz éxito contra Nueva Londres, en su propio estado de Connecticut, causando terribles estragos. El Congreso habría hecho bien en tratarle en forma más decente y manifestarle más gratitud cuando su sobresaliente talento estaba al servicio de la causa americana.

A principios de junio, estábamos cerca de un pueblo llamado Hanover cuando llegaron órdenes de Lord Cornwallis de gran interés para los Reales Fusileros Galeses. Los setenta jinetes que había entre nosotros debían montar caballos pura sangre, que habían sido capturados en gran número en las plantaciones de oficiales revolucionarios, y emprender una incursión muy audaz bajo el mando del coronel Tarleton, juntamente con ciento ochenta Greens. Dentro de corto plazo debía reunirse la Asamblea General de Virginia en Charlotteville, ciudad enclavada en las estribaciones de la montaña a setenta millas de nosotros, donde nace el río Rivanna, afluente del James. La reunión tendría lugar bajo guardia militar, con objeto de votar impuestos, organizar la milicia y aumentar las fuerzas regulares del estado. Su presidente era el famoso Thomas Jefferson, vecino de Charlotteville y autor (o, mejor, compilador) principal de la Declaración de Independencia. Disolver esta reunión era el objeto que se nos encomendaba.

Partimos el 4 de junio, al rayar el alba, avanzando entre los ríos Anna del Norte y Anna del Sur. Nuestros caballos iban sin herrar como es costumbre en el Sur durante los meses de verano. Era un día excesivamente caluroso, pero como no llevábamos a cuestas el pesado equipo de un soldado de a pie e íbamos armados con pistolas en vez del mosquete, nos encantaba. La región era tierra boscosa y sin cultivar, y en varias millas no vimos ninguna vivienda humana ni encontramos un solo hombre. A mediodía hicimos un alto en el camino para reponer fuerzas, pero reanudamos la marcha al cabo de dos horas y a las once de la noche llegamos a Louisa, después de haber recorrido a caballo unas cuarenta millas. Cada vez que cruzábamos un puente lo recubríamos previamente con mantas, para evitar que el ruido de los cascos de nuestros caballos delatara nuestro avance.

En Louisa fuimos agasajados por un plantador leal con tortas caseras, tocino y aguardiente. A las dos de la madrugada estábamos otra vez en marcha, y antes de despuntar el día 5 de junio enfilamos por la carretera que bordeaba la montaña comunicando Maryland con los estados del Sur.

Aquí tuvimos suerte. Oímos ruido distante de ruedas, chasquidos de látigos y gritos de carreteros a caballos soñolientos: eran doce carros pesados con reducida escolta que descendían por la carretera procedentes de Alexandria. Nos apoderamos de los carros, apresando a la escolta, y comprobamos que transportaban un cargamento de ropa y armas francesas para las fuerzas del general Greene. No podíamos perder tiempo ni hombres llevando estos artículos de vuelta a nuestras tropas, y por tanto los quemamos. Esto fue un gran daño para el enemigo, pues mucho antes, según relató el mismo general Greene, más de dos tercios de sus hombres no llevaban puestos más que calzones y no salían de sus tiendas, y los restantes estaban harapientos y descalzos como pordioseros. Poco después del alba, en la plantación del doctor Walter y sus alrededores, los Greens sacaron de sus camas a cierto número de los caballeros más notables de Virginia, quienes habían huido a ese confín montañoso para ponerse a salvo. Llevábamos con nosotros a dos caballeros leales que conocían los antecedentes y caracteres de esas personas, una de las cuales era miembro del Congreso. Recomendaron la libertad de unos, la captura de otros y señalaron un tercer grupo para su ejecución inmediata. Sin embargo, el coronel Tarleton se abstuvo cuidadosamente de todo acto de violencia, pues un mes atrás Lord Cornwallis había echado en cara a los Greens su brutal rapacidad y dos de ellos entre la tropa formada, señalados por nativos como culpables de rapto y asesinato, habían sido ejecutados para escarmiento de los demás. Su señoría había prohibido asimismo todo acto de terror y venganza. En consecuencia, se prendía y se colocaba bajo vigilancia a los enemigos más activos del rey George, mientras que a los demás se les permitía permanecer junto a su familia, previa palabra de honor. Hicimos entonces un alto de treinta minutos, tras haber recorrido setenta millas en veinticuatro horas. Aquellos de nosotros que sólo éramos jinetes ocasionales nos sentíamos muy doloridos.

Se tomaron precauciones para prender a toda persona que se dirigiera a Charlotteville, que quedaba a siete millas de distancia, a fin de que nuestra llegada fuese una sorpresa. Entre los que apresamos estaba un negro alto y grueso que guiaba un magnífico carro amarillo, y era el cartero de Charlotteville. En sus bolsas de correspondencia descubrimos varias cartas importantes. La ley prohibía a los negros de Virginia el conspicuo cargo de cartero, pero éste actuaba, en apariencia, como representante de un chiquillo blanco de cuatro años de edad que iba en el carro con él. Era el chico quien llevaba el sombrero galoneado de cartero y había prestado el juramento: «Por Dios Todopoderoso», ante un magistrado, para llevar el correo debidamente a destino. Sin embargo, sus labios infantiles no eran capaces de tocar el cuerno de postillón ni sus manos podían manejar la pistola; y ni aun los agudos gritos de alarma que profirió su escolta de color le arrancaron de su sueño cuando rodeamos el carro y cogimos las bolsas.

Distintas fueron las informaciones de ese negro y otras personas que aprehendimos en el camino respecto a las fuerzas concentradas en Charlotteville. Algunos trataron de disuadirnos de nuestra aventura, exagerando la fuerza de la guardia del estado; otros, en cambio, nos alentaron negando que hubiera allí soldados. Se nos ordenó, pues, exigir a nuestros caballos el máximo esfuerzo. El capitán Champagné solicitó como un favor del coronel Tarleton que, de realizarse un ataque contra la ciudad, se dispensara a nuestros hombres el honor de encabezarla, solicitud que fue aceptada.

Era más o menos la hora del desayuno cuando, no obstante la advertencia de nuestras patrullas de que el vado del río Rivanna estaba vigilado por una compañía de americanos, descendimos a galope tendido por la orilla y cruzamos el río sin más bajas que tres hombres heridos, disparando nuestras pistolas tras los guardias fugitivos. La ciudad se levantaba en la orilla opuesta; era pequeña, pues sólo se componía de una docena de casas con sus barracas para los negros, y almacenes de tabaco, una taberna, un tribunal y algunos cobertizos. Se nos ordenó inmediatamente atacar por la calle, orden que fue cumplida. Yo estaba tan exaltado que, con gran sorpresa de mis camaradas y terror de mi caballo, que se sobresaltó y por poco me lanzó al suelo, proferí un estridente alarido de guerra al estilo de los indios mohawks. Algunos oficiales americanos se precipitaron entonces fuera de las casas, pistola en mano, para hacernos frente. Les dimos muerte a tiros y, mientras un destacamento avanzaba hacia el Tribunal, donde se reunía la Asamblea, y otro hacia el almacén, el capitán Champagné condujo a cuarenta de nuestros hombres en un intento de capturar a Mr. Jefferson.

Un buen camino de aproximadamente tres millas nos condujo a una gran mansión de estilo italiano, con pórticos de columnas, que era la residencia, denominada Monticello, de Mr. Jefferson. Cuando llegamos sus sirvientes nos dijeron que su patrón había oído los distantes disparos y visto a nuestros hombres con sus uniformes escarlata subir por la ladera, y había asegurado su libertad personal mediante una fuga precipitada. Su caballo era bueno y estaba descansado, y nuestras cabalgaduras, agotadas, no estaban en condiciones de darle alcance. El capitán Champagné entró acompañado por mí en la mansión, para registrarla minuciosamente. Mr. Jefferson, en efecto, había escapado.

Monticello, que ocupaba más o menos un acre y medio en lo alto de la montaña, era un lugar muy distinto de las otras plantaciones de Virginia. Mr. Jefferson no era hombre dado a los deportes, y ningún trofeo de caza adornaba su residencia, que había construido de acuerdo con sus propios planos y a la cual había puesto ese nombre italiano. En cambio, encontramos pruebas de sus aficiones científicas, como globos terráqueos y esferas, un gran catalejo con cuya ayuda había visto nuestra llegada, instrumentos para observaciones meteorológicas y una especie de gabinete de alquimista, con frascos, retortas y alambiques. El centro de la mansión lo constituía una espaciosa sala octogonal, con puertas de dos hojas de cristal que daban por ambos lados a un pórtico. Desde una ventana se disfrutaba de una amplia vista de los Montes Azules, de unos tres mil pies de altura, y desde la otra divisamos, más allá de un bien cuidado viñedo, el valle boscoso del río Rivanna. En la planta alta había también una biblioteca, con decoraciones al antiguo estilo romano, pero sin terminar. El capitán presentó sus excusas a la señora de la casa (que supongo sería Mrs. Jefferson) por nuestra intrusión, y tras un breve registro del edificio, del que se llevó algunos papeles de carácter oficial encontrados en un cofre, volvió a conducirnos colina abajo.

Entretanto, en Charlotteville se había procedido a la captura de siete miembros de la Asamblea, así como de algunos oficiales y tropa; mil fusiles nuevos de la fábrica de Fredericksburg habían sido destruidos, y también cuatrocientos barriles de pólvora, varios toneles de tabaco y un almacén de uniformes continentales. Nos abstuvimos de saquear o destruir bienes privados, pero nos pasamos todo el día registrando la zona en busca de cuanto pudiera considerarse de propiedad pública o susceptible de ser usado contra nosotros.

Pasamos la noche en la ciudad. A primeras horas de la mañana siguiente, un grupo de veinte hombres harapientos se presentó a nuestro piquete en lo alto de la montaña, dando vítores y cantando. Yo estaba de servicio no lejos de allí, y me acerqué en compañía de Smutchy Steel para ver de quién se trataba. Al verme, el hombre que acaudillaba al grupo profirió una exclamación y vino corriendo a mi encuentro con los brazos extendidos. Debo confesar que no di una bienvenida muy cordial a ese salvaje de poblada barba negra, mostachos rojizos y largos cabellos hirsutos, que sólo vestía unos pantalones de algodón a los que faltaba la mitad de una de las perneras. Pero Smutchy tenía mejor vista que yo.

—¡Vaya, Terry Reeves! —exclamó—. ¿De veras eres tú?

El encuentro entre los tres fue verdaderamente conmovedor. Los compañeros del cabo Reeves eran todos miembros del ejército cogido prisionero en Saratoga, en su mayoría hombres del Veinte y del Catorce, y dos del Noveno. Nos contaron su larga marcha desde el campamento de prisioneros de Rutland, durante la cual habían sufrido grandes penurias. A su llegada se les informó que no se les esperaba antes de la primavera próxima, y fueron conducidos a un bosque, donde había algunas cabañas de troncos a medio construir, sin techo todavía y llenas de nieve. Las provisiones eran muy escasas; sólo había un poco de harina de maíz, y nada de carne ni de ron. Para mantenerse en calor los soldados bebían agua caliente en la que habían puesto en infusión pimienta roja. Durante el último año y medio habían llevado una vida muy miserable, pues una plaga de ratas de enorme tamaño había infestado las cabañas. Según manifestó Terry, los efectivos del Noveno quedaron reducidos, a causa de enfermedades y deserción, a unos sesenta hombres. Un número mayor había muerto por beber demasiado alcohol barato. Últimamente habían sido llevados a Little York en Pensilvania. Al mismo tiempo se decidió, violando una vez más la Convención, separar de la tropa a los oficiales. Al enterarse de ello Ferry Reeves, había pedido permiso al coronel americano Cole, en cuya plantación había trabajado como mecánico, para quedarse atrás. Sostuvo que un regimiento sin oficiales ya no era un regimiento. Además, el clima de Virginia era más agradable para hombres desnudos y famélicos que el de los estados del Norte y del interior. El coronel Cole se comportó como un cumplido caballero. Los otros hombres habían recibido el mismo permiso de sus respectivos jefes. Terry me dijo que ahora se arrepentía de no haberse unido a Smutchy y a mí en nuestra huida de Hopewell; sin embargo, la guerra no había terminado aún y esperaba poder luchar de nuevo por su rey y por su patria. Agregó que quien había hecho más que ninguna otra persona en favor del Noveno, resolviendo disputas, organizando diversiones y trabajos provechosos y mil cosas más, era Jane Crumer, que todavía guardaba fidelidad absoluta a su pobre esposo inocente y era llamada «la Madre del Regimiento».

Recomendé a Terry Reeves al capitán Champagné, quien le incorporó inmediatamente al regimiento con su mismo grado. Durante el cautiverio se había convertido en un buen jinete, y aquella tarde, en nuestro viaje de regreso, cabalgó a mi lado, vistiendo un uniforme continental que había capturado y con dos magníficas pistolas quitadas a un oficial muerto. También los otros hombres quedaron incorporados al regimiento, cuyos efectivos, incluyendo a los enfermos y heridos que entretanto habían vuelto al servicio, y un pequeño destacamento, se elevaban aproximadamente a doscientos cincuenta hombres, entre oficiales y tropa.

Nuestra ruta nos llevó más al Sur, por el valle del río Rivanna. Dos de los miembros de la Asamblea capturados iban inmediatamente detrás de nosotros, conversando con el capitán. Parecían aliviados al comprobar el trato cortés que se les dispensaba, y se expresaban con mucha franqueza acerca de la guerra. Dijeron que la causa americana estaba agonizando, pues los ejércitos del Congreso no recibían su paga, estaban mal alimentados y se amotinaban; los estadistas y los oficiales del Norte y del Sur estaban en desacuerdo y las incursiones británicas contra las regiones más prósperas del país tenían un efecto sumamente entorpecedor.

—Todo depende ahora —declaró gravemente uno de ellos— de que ustedes puedan impedir la cooperación entre la flota y el ejército francés y los nuestros antes de fin de año. Hasta ahora los franceses han sido un obstáculo más que una ayuda, pues despertaban esperanzas que continuamente han defraudado. Nos echan en cara que los hemos defraudado respecto a los cargamentos de tabaco, arroz e índigo que esperaban recibir de nosotros a cambio de los mosquetes que nos enviaron. Pero no fue culpa nuestra. La vigilancia establecida por la flota inglesa y las incursiones destructoras del traidor Arnold nos impidieron cumplir con nuestras obligaciones. Sin embargo, es posible que ahora respondan a la urgente llamada que les ha sido hecha y entonces veremos. Por ahora, las cosas van de mal en peor, y le digo con franqueza, señor, que si los franceses nos resultan una vez más, como Egipto, un fracaso, el baile habrá terminado. Los de Virginia, al menos, romperemos de buen grado nuestra alianza con ellos y negociaremos un acuerdo honroso con Gran Bretaña. Porque, por Dios, ahora estamos pasando un mal trance.

Regresamos sin contratiempos, siendo mi única aventura la de que un viejo pino podrido se desplomó de pronto delante de mi caballo que, como yo, iba medio dormido a causa de la fatiga y del sol abrasador. En estos bosques abundaban los árboles viejos que se desplomaban a la más leve brisa.