CAPÍTULO 3

A nuestra llegada a Rutland, diez millas más allá del municipio de Worcester, nos encontramos con que no se había preparado nada para nosotros. En un lugar cubierto de bosques, lejos de todo punto habitado, se nos entregaron hachas para talar gran número de árboles y cortar de ellos estacas de cinco y de veinte pies de largo, terminadas en punta por ambos extremos. Luego se nos ordenó hundir estas estacas firmemente en la tierra, muy juntas unas de otras, formando una cerca que encerraba un recinto de dos o tres acres de superficie. Sólo cuando hubimos terminado este trabajo se nos permitió construir cabañas que nos sirvieran de resguardo y alojamiento; para tal fin tuvimos que talar más árboles y llevarlos a un aserradero que quedaba a algunas millas de distancia para procurarnos tablones. Se nos proporcionaron algunos clavos para nuestro trabajo de carpintería. En cuanto a sillas, nos contentamos con usar troncos de árboles o bloques redondos; dos bloques con un tablón colocado sobre ellos servían de mesa, y unas estaquillas hacían las veces de alacenas.

En un ángulo de la cerca se construyó un portón, y fuera del portón se levantó la garita del centinela. Aquí estaban continuamente apostados dos centinelas americanos, y nadie podía salir sin un pase extendido por el oficial de la guardia; pero éste era un privilegio otorgado a pocos, salvo para el trabajo de tala y transporte de troncos. Alrededor del recinto estaban apostados otros centinelas, a una distancia oportuna unos de otros, armados con fusiles cargados. Nuestra alimentación consistía en exiguas raciones de arroz y tocino salado, y no teníamos para beber más que agua, si no pagábamos fuertes sumas a los guardias. La bebida favorita allí era la sidra.

Los agentes americanos eran muy activos tratando de lograr nuestra deserción, pero se les hacía poco caso, salvo por parte de los peores soldados. No causará extrañeza si digo que Brooks el Carterista se dejó seducir para desertar de su deber. Fue tentado a venderse como sustituto de un sombrerero de Danbury, pero pronto desertó del regimiento de la milicia de Connecticut al que lo habían incorporado y se refugió en el estado de Massachusetts, donde no podía ser apresado, entrando como criado al servicio de una familia. También el cabo Buchanan nos dejó, para no volver más. Había sido ascendido a sargento para llenar una vacante que se produjo, y un oficial le había entregado dinero para proveer de calzado a la compañía, pues antes de su enrolamiento había sido zapatero remendón. Su pase le permitió ir hasta Worcester, donde debía comprar cuero, y allí conoció a una joven en una taberna y se dejó seducir, teniendo relaciones con ella. La mujer se declaró dispuesta a no acusarlo de estupro a condición de que él le entregara todo el dinero destinado a la compra de cuero. Temeroso de ser castigado si volvía con las manos vacías, Buchanan se fue entonces al pueblo de Taunton, unas cuarenta millas al sur de Boston, donde lo empleó un zapatero para hacer zapatos con el cuero que llevaban los clientes. Con su salario y el producto de la venta de zapatos para niños y del cuero que le sobraba de los encargos pudo juntar en el término de seis meses una bonita suma de dinero. Entonces escribió a un hombre, zapatero como él, que servía en el Catorce, instándole a desertar y proponiéndole asociarse con él. Pero a pesar de que el sargento Buchanan le pintó en vivos colores los placeres de la libertad y del trabajo, el hombre permaneció leal.

Seguíamos viviendo en este campamento, sin trabajo y sin alimentación suficiente; sin duda los americanos trataban de inducirnos así a desertar. Sin embargo, nuestros oficiales nos recalcaban continuamente que a la larga, por el honor de la naciente República Americana, el Congreso se vería obligado a cumplir con sus obligaciones y ponernos en libertad. Continuábamos, pues, cargados de paciencia. Nuestros sufrimientos se agravaron a raíz de la decisión del general Sir Henry Clinton, que había sucedido al general Sir William Howe en el mando de las fuerzas inglesas en América, de no mandarnos más nuestra paga en efectivo. Sostenía que la gran cantidad de metálico que se nos debía no había que ponerla en circulación entre los americanos, que lo usarían para comprar armas en Francia, y que esto les induciría a mantenernos por más tiempo en cautiverio. Muchas personas de los estados del Sur, donde la moneda emitida por el Congreso estaba aún más depreciada que aquí, habían venido a nuestro campamento de Prospect Hill con objeto de cambiar papel por moneda. Debían tomar muchas precauciones, pues tales transacciones eran calificadas de traición. Por ese entonces, dos oficiales alemanes denunciaron a un comerciante de Virginia que se negaba a darles por sus guineas la cantidad de papel moneda que exigían, y el hombre fue llevado preso. Sufrimos, pues, por el bien público, y el papel moneda que nos daban a nosotros llegó a ofrecer tan poco interés para los americanos, a causa de su depreciación diaria, que si bien no osaban rechazarlo nos decían que no tenían nada que vender de lo que necesitábamos, o que nuestro dinero era falso. Debo mencionar aquí que leales americanos habían impreso en Nueva York una cantidad inmensa de billetes del Congreso falsos, haciéndolos circular por el territorio revolucionario con el objeto de minar la fe pública en la emisión legítima, fe que ya se estaba tambaleando. Era, pues, natural que la gente sospechara que el papel moneda que ofrecíamos nos era suministrado por el pagador que estaba en Nueva York.

Nos entreteníamos organizando partidos de boxeo, jugando «a la una la mula» y haciendo carreras, o jugando a las cartas mientras resistían nuestras manoseadas barajas. También poníamos en escena las obras de Shakespeare, siendo frecuentemente elegido yo, por mi buena memoria, para representar el papel principal. Mi mayor éxito era en el papel de Edgar en la Tragedia del Rey Lear, y recuerdo las risotadas del auditorio cuando representando a tal personaje me tocaba quejarme de hambre, presentándome en una escena disfrazado del harapiento Tom o Bedlam: cómo «ratas, ratones y otros bichos han servido de alimento a Tom durante siete largos años». Esas palabras nos tocaban la vena sensible, pues nosotros completábamos nuestras raciones con toda clase de pájaros y otros animales que cazábamos con trampas. Y todos sabían que mi mano izquierda estaba infectada debido al mordisco de una ardilla que había tratado de atrapar con fines culinarios. Y también: «Hopdance en el vientre de Tom pide a gritos un par de arenques. Cállate, ángel negro, que no tengo comida para ti.» ¡Qué no habríamos dado nosotros por un buen arenque preparado a la manera de Dublín!

Jane Crumer era una actriz popular, y en una ocasión representó el papel de Desdémona, siendo yo Otelo. Era también admirada y compadecida por todos por la lealtad que profesaba a su marido. Ese pobre muchacho se había restablecido físicamente de la herida en la cabeza recibida durante la lucha en Freeman’s Farm, pero a pesar de ser todavía buen mozo y fuerte como Hércules, ese golpe le dejó bobo para toda la vida e incapaz de realizar la más simple faena del campo. Económicamente, Jane estaba mejor que la mayoría de nosotros. En recompensa por sus servicios en Saratoga, donde había ido a buscar agua al río, los oficiales heridos a quienes benefició su valeroso comportamiento le habían arrojado a la falda dinero por valor de no menos de veinte guineas.

En el transcurso de ese verano nos familiarizamos con los hermosos pájaros del país, que alentábamos a que nos visitaran arrojándoles migas de pan: el cardenal, cuyo plumaje era de un color escarlata tan vivo como una chaqueta militar nueva; el azulejo, una especie de grajo pequeño, cuyas plumas combinaban todos los matices del azul, desde el pálido del alba incipiente hasta el azul subido y el azul real de las sedas finas; el pájaro de fuego, que parecía una llama viva, y el pájaro colgante, cuyo plumaje anaranjado estaba salpicado de negro. Jane Crumer fue obsequiada por un centinela con un nido del pájaro colgante, que parecía un avispero y pendía del extremo de una ramita mediante hilos de cáñamo. Las crías resultaron ser muy mansas y ella les enseñó muchas cosas. Picoteaban migas en sus labios, gorjeaban al unísono y cesaban de gorjear a una señal, y hasta «morían por su patria». Había otro pájaro, que los americanos llamaban petirrojo a causa de su pecho bermejo, pero que era tres veces más grande que un verdadero petirrojo y no cantaba. Esos pájaros eran muy inferiores en materia de canto a los de Irlanda; no oíamos los jubilosos trinos de la alondra ni la quejumbrosa cantilena del ruiseñor, ni tampoco el canto melodioso del zorzal. En cuanto al pájaro que los americanos llaman mirlo y que tenía el mismo tamaño que nuestros mirlos, pero que lucía alrededor del cuello un collar de irisadas plumas azuladas, me resultó muy antipático. Estos pájaros no emiten un dulce sonido aflautado, sino que lanzan gritos ásperos y desagradables, por lo cual les llaman «grajos» en algunas partes del país. Songrandes ladrones y tiranizan a los pájaros más pequeños, aparte de ser excesivamente lujuriosos.

Un par de grajos anidaba al principio en un árbol al otro lado de la cerca, y un día un centinela cazó al macho para divertirse. Esto nos pareció un acto reprobable, pero la hembra enviudada, por algún medio que no pudimos averiguar, llamó pocas horas después a otro macho, que se hizo cargo de todos los deberes y derechos de cónyuge. Entonces el centinela cazó también a este macho, y he aquí que a la mañana siguiente la desconsolada viuda ya había encontrado un tercer compañero. El mismo centinela dio muerte sucesivamente a siete machos, y cada vez la hembra atraía misteriosamente de las alturas a otro. «Por último, la mujer también pereció», observó este jocoso nativo de Nueva Inglaterra, citando los Evangelios, y esta vez tiró a la hembra misma. La mató, pero el cuerpo quedó suspendido de la rama por una patita, con la cabeza colgando hacia abajo. Ni aun muerta perdió sus atractivos para el otro sexo, pues dos días más tarde, cuando su cuerpo ya estaba pudriéndose, apareció otro macho, que empezó a erizar el plumaje y se le acercó pavoneándose, tal como habíamos observado en los anteriores cortejos de que fue objeto esta ave tan dotada de atractivos.

Lejos como estábamos de todo lugar habitado, no vimos árboles frutales en flor, que son la gran belleza de Massachusetts en la primavera, pero junto al portón crecía un hermoso cornejo, una especie de rosal blanco, que al principio tenía más flores que hojas y resultaba muy decorativo. La madera de este arbusto era muy dura y fibrosa, y la utilizábamos para confeccionar cepillos para los dientes. En verano se atan ramas de cornejo alrededor del pescuezo del ganado, pues tienen la virtud de reanimar a los animales agotados por el sol. Las flores carecen de la fragancia que pudiera esperarse de su belleza. Así como los pájaros en general no cantan, las flores carecen por lo común de aroma. Una vez pasada la floración de los árboles frutales, ya no cabía esperar nada en cuanto a flores. Un verano en Nueva Inglaterra es un verano sin rosas silvestres ni madreselvas, así como la primavera llega y se va sin campanillas, narcisos, primaveras ni margaritas.

Sin embargo, en los bosques que nos rodeaban había castaños, nogales, cedros, hayas, robles, pinos y los delicados tuliperos con sus curiosas hojas y flores verdes parecidas a tulipanes que ostentan durante quince días; como también sasafrases, cuyas flores eran utilizadas por los americanos como grato sucedáneo de esa perdición de su país, el té, y también como un rápido tinte amarillo para las prendas de lana, y zumaques de campanillas coloradas, cuyas hojas fumaban los indios, utilizándolas también como medicamento vulnerario, como relaté en mi primer libro.

Las noches eran muy ruidosas en este campamento, a causa de una colonia de ranas de un pantano próximo, que producía un alboroto como el gentío en una feria de ganado irlandesa, con numerosos tonos distintos y voces mezcladas. Había también lechuzas que gritaban lúgubremente, y un mochuelo llamado whippoorwill, nombre que sugería su repetido grito; le llamaban también The Pope (El Papa), por emitir el pájaro la palabra pope cuando se posaba sobre una rama o una cerca.

El verano pasó lánguidamente y seguimos recluidos en el campamento. A nuestros oficiales se les permitió alojarse en las granjas de la vecindad e ir al campamento para pasar lista y realizar las demás tareas de rutina. Pero se quejaban de ser frecuentemente tratados mal por los habitantes, y un día Mr. Bowen, que había sido designado médico del Noveno (siendo yo restituido al servicio corriente), fue atacado a latigazos por un concejal que le acusaba de invadir sus tierras. Cuando ante el insulto reaccionó con un golpe, él y dos oficiales que le acompañaban, pero que no habían intervenido en la refriega, fueron llevados al calabozo común. Allí los retuvieron durante varios días obligándoles a dormir sobre el suelo, donde los guardias los salpicaban con tabaco mascado para divertirse, y hacían bromas soeces a sus expensas. Pareció que Mr. Bowen iba a estar durante mucho tiempo separado de nosotros, pues más tarde fue recluido por las autoridades civiles en la cárcel municipal de Worcester. Por eso yo volví a ser designado médico interino y se me otorgó un pase, como en Prospect Hill; con gran satisfacción mía (aunque sentía lástima por Mr. Bowen), pues la reclusión en el campamento abrumaba mi espíritu. Sin embargo, Mr. Bowen y sus compañeros consiguieron al cabo de pocas semanas su excarcelación; requirieron los servicios de un abogado de Worcester que se encargó (por una considerable remuneración) de probar un fallo en la acusación que pesaba sobre ellos. Convenció, en efecto, al jurado, de que la acusación era inconsistente, pues especificaba un delito contra los Estados Unidos, siendo sin embargo evidente que la violación de la paz (hecho que no negó en nombre de sus clientes) podía afectar únicamente al estado de Massachusetts.

En agosto fui ascendido al grado efectivo de sargento, para llenar la vacante que había dejado la deserción de Buchanan. Hasta entonces había cumplido los deberes de sargento y ostentado el grado sin recibir la paga correspondiente a dicha graduación ni disfrutar de los privilegios que comportaba. Era raro que un hombre modesto como yo fuese ascendido a sargento tras sólo ocho años de servicio militar, y yo me enorgullecí mucho de ello.

En septiembre nos enteramos de que Sir Henry Clinton había apelado una vez más al Congreso en interés de nuestro ejército. En una carta dirigida al presidente del Congreso y fechada en Nueva York, el 19 de septiembre de 1778, notificó a dicho cuerpo que Su Majestad le había dado órdenes expresas de reiterar su demanda de que se diera cumplimiento a las cláusulas del convenio de Saratoga, y de conseguir la autorización para que se nos embarcara en el puerto de Boston en transportes que se enviarían hacia aquel puerto.

El Congreso envió una respuesta que el conde Carlisle (uno de los negociadores de paz que a la sazón se hallaban en Nueva York) calificó con mucha razón de «grosera y descarada».

La respuesta decía así:

Señor,

Su carta del 19 ha sido sometida a la consideración del Congreso, y he sido encargado de informar a usted que el Congreso no contesta cartas insolentes.

Firmado, CHARLES THOMPSON, secretario.

Esta noticia hizo cundir la desesperación entre nuestra gente, y muchos que habían parecido absolutamente leales no hicieron un secreto de su intención de desertar, ahora que la lealtad no reportaba honor ni ventaja alguna. Hasta Johnny Maguire el Loco decidió hacerlo. Vino a verme y, estrechándome la mano, dijo:

—Gerry, muchacho, me voy. Vamos, no pongas esa cara disgustada. Mientras los americanos me mantienen preso aquí, ya no soy soldado del rey, ¿no es cierto? Y si me dices que es deserción dejar un servicio que ya no existe, eres un mentiroso, ¡qué caramba! Ya que no puedo servir a mi rey con el arma en la mano, me niego a comer a sus expensas sin hacer nada, por pobre que sea la comida. Así que me voy, Gerry. Iré a trabajar a la granja de mi hermano Corny, como él me ha pedido, hasta que cambien las cosas. Estoy perdiendo mi vigor y mi alegría de vivir, y esto me entristece mucho.

No pude decidirme a disgustarme con Johnny Maguire el Loco. Le estreché la mano y le expresé la firme esperanza de que volviéramos a vernos una vez terminada la guerra. Sin embargo, al decir esto me daba cuenta de que la guerra tal vez se prolongaría aún durante meses y acaso años, ahora que la tambaleante causa de los americanos había sido reforzada con la ayuda francesa. Temía también que los españoles y los holandeses pudieran prestar igualmente su apoyo al ver nuestra difícil situación, temor que no tardaría en quedar justificado.

En octubre se me concedió un pase para visitar el pueblo de Brookfield, que quedaba a una buena jornada al sur. Era un deber triste el que me habían impuesto mis superiores: visitar al sargento Buchanan y al soldado Brooks en sus últimas horas, pues el jurado los había condenado muy justicieramente a la horca por el crimen de asesinato. La primera noticia que recibimos de este fallo la contenía una carta escrita por el sargento Buchanan al teniente coronel Hill, y que decía más o menos esto:

Al teniente coronel John Hill,

comandante del Noveno regimiento del ejército

de la Convención en Rutland

EXCELENTÍSIMO SEÑOR:

Con profunda pena y sincero arrepentimiento someto a su consideración mi presente caso. Ha de saber usted que en el mes de mayo último recibí de mi oficial el encargo de confeccionar botas para la compañía, y que se me entregó la suma de ciento cincuenta dólares en moneda del continente para comprar cuero, hilo, piedra para batir el cuero, leznas, etcétera. Este dinero me fue sustraído en una taberna y, ante la imposibilidad de recuperarlo y dándome vergüenza volver con las manos vacías, me encaminé al pueblo de Taunton, donde ejercí mi oficio para rehabilitarme. Cuando había ahorrado lo necesario, emprendí, en julio, el regreso a Rutland, con la esperanza de conseguir el perdón de Vuestra Excelencia. Entonces conocí al soldado Thompson, que había desertado de la compañía de Granaderos y quien me informó que yo había sido declarado desertor y reemplazado por el sargento Roger Lamb. Al enterarme de esto resolví huir a Montreal, donde había dejado a mi mujer y a mi hijo, con la esperanza de obtener perdón por intermedio del general Sir Guy Carieton, al que me presentaría.

De camino hacia el Canadá pasé por este pueblo de Brookfield, donde reparó en mí una tal Mrs. Spooner, hija del bien conocido general Ruggles, que se destacaba por su apego a la causa del rey y me ofreció ayudarme con todos los medios a su alcance para llegar sano y salvo al Canadá. Por desgracia para ella, Mr. Spooner, su esposo, era un ardiente partidario de los revolucionarios y esto era causa de discordias domésticas que le hacían sentir un odio feroz hacia él. El apego común a la causa de Su Majestad fue un vínculo que nos unió a Mrs. Spooner y a mí, así que me enamoré profundamente de ella, aunque no me percaté de que el cariño que ella a su vez demostraba profesarme no era más que un simulacro. Pues (como ahora me doy cuenta) su propósito era usarme como el instrumento de sus designios y deshacerse del esposo para casarse con su criado. Cuando Mr. Spooner salió de viaje para Boston, ella me reveló un plan que había concebido para eliminarle, echando veneno en la comida que tomaría en una fonda del camino, y venció mis escrúpulos declarando que su esposo era un oficial del ejército rebelde y que, por lo tanto, darle muerte en tiempos de guerra era «matar, no asesinar».

Este plan fracasó, porque el hombre (según afirmó ella) bebió tan copiosamente en la fonda que vomitó el veneno, y Mr. Spooner regresó inesperadamente a casa, sorprendiéndome sentado en la sala. Se mostró muy disgustado por ello y, dirigiéndome muchos insultos que no quiero detallar aquí, me ordenó que me fuera. Mrs. Spooner me buscó otro alojamiento y se comunicó en secreto conmigo por medio del criado, su amante. Me aseguró que si yo la ayudaba a librar al mundo de aquel monstruo me daría una considerable suma en productos y tierras e iría conmigo en calidad de esposa a donde yo quisiera. Le contesté que me negaba a cometer ningún acto de violencia, y que tenía obligaciones con mi mujer y mi hijo, replicando ella que yo era un soldado y faltaría a mi deber si vacilaba en eliminar a tan enconado enemigo de mi soberano. Si yo accedía, ella me conduciría sano y salvo al límite canadiense (donde su esposo poseía tierras que a su muerte pasarían a manos de ella), haciéndome pasar como criado suyo, si yo no consentía en que me llamara esposo. Una vez allí me dejaría cruzar la frontera y ponerme a salvo.

En eso, ocurrió que el soldado Brooks, de mi compañía, pasó por Brookfield «castigando al gato», que es un término de la jerga que se usa por aquí para decir que se recorre el país ofreciéndose para trabajos temporales en las granjas. En un momento de ofuscación asocié a Brooks conmigo para la proyectada acción violenta, prometiéndole la mitad de la suma en metálico que Mrs. Spooner se había comprometido a pagarme. Un día, cuando Mr. Spooner se había alejado a caballo cierta distancia de la casa, resolvimos llevar a cabo nuestro propósito cuando regresara, por la noche. Brooks fue elegido para darle muerte, pues yo temblaba ante la idea de manchar mi mano con la sangre de un hombre desarmado. Y ya conoce Vuestra Excelencia sin duda de antiguo el carácter de Brooks, hombre dispuesto a todo.

Esa noche, Brooks, armado con un pesado garrote de nogal, se puso al acecho en un lugar conveniente cerca de la puerta de la mansión de los Spooner, y le fracturó el cráneo al desgraciado en el instante en que éste se disponía a entrar en la casa. Arrojamos el cadáver en un profundo pozo, y Mrs. Spooner nos entregó una suma de dinero y nos aconsejó ocultarnos hasta que ella pudiera explicar de algún modo plausible la desaparición de su esposo. Sin embargo, no pudo evitar que el criado la abandonara. Él se fue con nosotros, declarando que no podía casarse con una mujer que se regocijaba así ante el cadáver maltrecho de su esposo. Su abandono apenó mucho a Mrs. Spooner, y llevada por su ofuscación informó a sus vecinos que un grupo de desertores británicos había saqueado su casa y asesinado a su esposo, llevándose el cadáver. Así se descubrió todo y fuimos apresados en el pueblo de Linn, donde yo trabajaba en una fábrica de calzado. Nuestro crimen común fue, pues, descubierto, y el cadáver sacado del pozo.

Cuando el brazo de la ley se puso sobre mi hombro, me di cuenta plena del crimen horrendo del que había sido cómplice, y cuando el jurado me condenó a muerte, me resigné en cierto modo a mi suerte, pues el sacerdote que me visitó en la prisión me dijo que si yo daba pruebas de un arrepentimiento sincero y confesaba plenamente mi terrible maldad, me diría cómo pasar a la eternidad con el ánimo sereno, confiando en la infinita misericordia de Dios para con los pecadores. Sus palabras me llegaron al corazón y al instante me arrodillé para rezar con él. Tras rezar por espacio de algunas horas, vi la luz y supe en mi corazón que Dios me había perdonado. También mi compañero de maldad, el soldado Brooks, experimentó un cambio completo desde nuestra encarcelación, y aguarda con impaciencia la muerte que redimirá su alma de su cuerpo pecador, dejándola volar a mansiones eternas.

Tenga a bien Vuestra Excelencia perdonar a los dos de corazón por el oprobio que hemos causado al regimiento, accediendo, con su bien conocida generosidad, a enviar aquí a uno de nuestros antiguos camaradas, para que esté presente en la hora de nuestra ejecución, y nosotros no rindamos el alma completamente rodeados de extraños en esta tierra extraña. Consideraríamos un gran favor que fuera el sargento R. Lamb el elegido para tal servicio, pues será un digno depositario de nuestros últimos deseos y nuestro último adiós, y persona de cuyos propios labios esperamos oír el perdón por ofensas pasadas.

Quedo de V. E., su seguro y sinceramente arrepentido servidor, el pecador

J. BUCHANAN

(exsargento)

BROOKFIELD, CÁRCEL MUNICIPAL

15 de octubre de 1778

Durante mi expedición a Brookfield, que realicé en un solo día, tomé un refresco en una taberna del camino, y el tabernero, una persona juiciosa, me informó sobre el reciente desarrollo de la guerra, desmintiendo o aclarando con su relato muchos rumores desorbitados que habían circulado en nuestro campamento. Me contó que el Parlamento británico había sometido al Congreso propuestas de paz y enviado agentes con este fin poco después de divulgarse la noticia de la alianza francesa. Estas propuestas incluían la renuncia al derecho de recaudar impuestos en América y a toda reivindicación que pusiera trabas al libre desenvolvimiento del pueblo americano, así como el indulto para todos los rebeldes, siempre que no fuera cortado el vínculo que unía a los dos países, esto es, la lealtad común a la Corona. Pero a estas alturas se había levantado tanto odio contra Gran Bretaña, y el pueblo de América esperaba que la alianza con los franceses daría lugar a una expansión tan grande de su comercio, que el Congreso no tardó en repudiar a los agentes enviados por el Parlamento. Tal decisión entristecía a muchos americanos que se consideraban todavía británicos; pero eran impotentes frente al clamor de los patriotas que consideraban a Inglaterra como una nación condenada a una bien merecida destrucción.

A fines de junio nuestro ejército principal al mando del general Clinton había abandonado la ciudad de Filadelfia (donde se designó al general Arnold gobernador militar) y, retirándose a través de Nueva Jersey, había hecho frente al ejército del general Washington en la tenaz acción de retaguardia de Monmouth y regresado sano y salvo a Nueva York. El general Washington había avanzado hasta el río Hudson, cruzado su cauce, acampado en White Plains, en las Highlands, amenazando a Nueva York, y apoderándose de la fortaleza de West Point, más o menos a mitad del camino, aguas arriba, de Albany, su reducto principal junto al río. Entonces, nuestras fuerzas de Nueva York habían realizado una o dos incursiones muy enérgicas y victoriosas en ambas márgenes del río Hudson y contra pueblos e islas de la costa de Nueva Inglaterra, tomando un gran botín y destruyendo gran número de barcos corsarios.

En cuanto a los franceses, hasta entonces habían defraudado las esperanzas de los americanos, a pesar de que una flota francesa muy superior numéricamente a nuestra escuadra había llegado a aguas americanas y tratado, en cooperación con el general Sullivan y una gran fuerza de milicianos de Nueva Inglaterra, de copar y capturar la guarnición británica de Newport, en Rhode Island. No tardó en crearse una antipatía recíproca entre estos precarios aliados, y los franceses se retiraron, ofendidos. Además, en Boston, un grupo de apasionados marineros franceses atentó de tal manera contra la moral de aquella ciudad puritana, que los habitantes dieron muerte en la calle a un oficial francés. La alianza habría terminado en aquel momento y lugar a no ser por el Consejo de Massachusetts, el cual, temeroso de las consecuencias de este acto de locura popular, se apresuró a votar un monumento al francés asesinado. ¡El crimen fue imputado políticamente a marineros británicos capturados y a nosotros mismos, el lastimoso ejército de la Convención! Entretanto, muchos de los hombres del general Sullivan se habían pasado a nuestras filas y fue levantado su asedio a Newport, que se había hecho peligroso. En fin, la guerra no iba tan mal para nuestra causa, después de todo, si bien frente a nuestros éxitos había que poner la captura de casi mil buques mercantes británicos por corsarios americanos por un valor total de dos millones de libras esterlinas.

El mismo tabernero me informó también sobre una incursión muy cruenta realizada por leales americanos e indios de las Seis Naciones contra un distrito fronterizo de Pensilvania; fue completamente devastado un valle entero, el del río Wyoming, y muchos prisioneros fueron quemados atándolos a estacas. Dije que esperaba sinceramente que este relato de salvajismo indio fuera no menos exagerado que relatos anteriores de esta índole.

El hombre no me mostró hostilidad por el hecho de que yo fuera un soldado al servicio de Gran Bretaña, sino que me compadeció en cierto modo, lo que me disgustó no poco. Me dijo que hacía algunos años había visitado Dublín, y me preguntó con toda sinceridad cómo podía yo conciliar mi actuación militar con el sentido común. ¿No opinaba yo, aunque evidentemente no me consideraba como un esclavo y me enorgullecía de mi subordinación al rey, que la tierra libre de América era de todo punto preferible a la de Irlanda? Dijo que, por su parte, había visto tantas cosas desagradables en medio del esplendor y la soberbia de los ricos en la ciudad de Dublín, que su impresión de conjunto fue la de pena y de horror… ¡Tantos enjambres de mendigos callejeros! ¡Tantas bandadas de criaturas miserables! ¡Tanta gente degradada y desamparada! ¿Cómo los labriegos de Irlanda y de la misma Inglaterra se las arreglaban para vivir con salarios tan bajos, siendo tan caros los artículos de primera necesidad? Me dijo que no se lo explicaba. Y sin embargo, pese a tanta pobreza y miseria, se le exigía al pueblo impuestos con implacable rigor, para engordar a los esbirros del trono y dar pensiones y prebendas a esos aristócratas holgazanes. Me enseñó un diario que recalcaba la presente situación miserable de Irlanda, e informaba (sin mucha exageración, como advertirán mis lectores) que mi país estaba al borde de la ruina. La ruptura con las colonias había cerrado el mercado principal de la industria del lino, el comercio de víveres estaba aniquilado por una proclama real, los precios del ganado vacuno y lanar habían bajado, y millares de fabricantes se veían obligados a cerrar sus fábricas. En Dublín el pan se vendía a precios de verdadera carestía, y multitudes hambrientas desfilaban por las calles llevando un crespón negro en señal de su desgracia, en tanto que en el campo «los miserables que quedaban apenas parecían seres humanos».

A duras penas contuve las lágrimas al leer ese diario, pensando en las penurias a que mis propios padres y hermanas estaban necesariamente expuestos, y en mi actual impotencia para prestarles ayuda. Sin embargo, las preguntas del patrón no surtieron sobre mí el electo deseado; le dije que, aunque él me considerara por ello un hombre depravado, permanecería en todas las circunstancias leal al rey al que había jurado fidelidad, y que las actuales penurias y miserias de Irlanda y de Inglaterra tenían su origen en gran parte en el hecho de que los americanos habían faltado a ese mismo juramento de fidelidad, lo cual causaba enormes sufrimientos y gastos a los tres países.

—¡Vaya un irlandés raro que es usted! —exclamó él—. ¿Acaso no es cierto que el carácter nativo y la idiosincrasia política de su pueblo siempre han tendido a la rebelión, y que los irlandeses siempre y como un solo hombre se han resentido de la dominación de los reyes británicos?

—Eso, señor —le contesté—, es una calumnia tradicional en los historiadores. Precisamente lo contrario es cierto; a lo largo de más o menos veinte reinados que han sucedido a la sumisión inicial de los príncipes irlandeses, la lealtad de Irlanda a los reyes de Inglaterra se ha roto muy rara vez. Con frecuencia soldados irlandeses han sido llevados a Inglaterra para proteger a sus soberanos contra las insurrecciones de rebeldes británicos. En el mismo período hubo en la isla más grande más de treinta guerras civiles de mayor o menor importancia, y se destronó a cuatro monarcas británicos, asesinándose a tres.

Entonces, él cambió la dirección de su ataque:

—Bueno, si usted dice la verdad y me han informado mal, me sorprende sin embargo que las continuas crueldades y desatinos de los gobernantes británicos no le hayan llevado a romper con la causa británica. Lo que es yo, no quisiera vivir en ninguna parte como no fuera en la libre tierra americana.

Repliqué a esto que ponía en duda la prosperidad política de un país que expulsaba a sus conservadores, lo mismo que la de un país que colgaba a sus liberales. Pero lo complací diciéndole que había en América muchas costumbres o inclinaciones de mi agrado y que podrían ser trasplantadas con ventaja a Irlanda; por ejemplo, la hospitalidad y ayuda mutua que se prestaban las gentes de tierra adentro y el gran valor que se daba a la educación. Sin embargo, le juré que nunca sería capaz de renegar de mi país natal, y que a mi regreso haría lo posible por mejorar sus condiciones a la luz de mis nuevas experiencias, como un súbdito leal del rey.

Algunos meses más tarde recibí la noticia de que mi padre había muerto en Dublín casi el mismo día en que tuvo lugar esta conversación, abrumado por la pobreza y las deudas y muy apenado por haber sido informado que yo había muerto en la batalla de Saratoga. Falleció, empero, en un tiempo en que las cosas de Irlanda empezaban, al fin, a enderezarse un poco. Recordarán mis lectores que al finalizar ese mismo año el rey George tuvo la condescendencia de considerar las reivindicaciones de mis compatriotas, a lo cual fue impulsado por manifestaciones de lealtad, por demás extraordinarias, de mis paisanos, realizadas el 4 de noviembre, cumpleaños de Guillermo de Holanda. Cuarenta mil voluntarios irlandeses que habían sido alistados para repeler las incursiones contra nuestras costas con las que amenazaba el capitán de un corsario americano, Paul Jones, desfilaron ante la estatua del rey Guillermo en College Green, en Dublín, disparando salvas al aire, agitando banderas y arrastrando cañones a los cuales estaban atados carteles que decían: «¡Libre comercio o esto!» Esta manifestación tuvo un efecto inmediato. En diciembre, el Parlamento en Westminster votó resoluciones concediéndonos a los irlandeses la libre exportación de nuestros productos y manufacturas, así como privilegios en el comercio con las colonias británicas iguales a los que disfrutaban los comerciantes de Inglaterra y de Escocia.

En Brookfield me costó poco trabajo conseguir acceso a la cárcel, diciendo al llavero que el ministro metodista que era capellán de los presos sabía sin duda que se esperaba mi visita. Fue llamado el capellán, que me condujo a la celda, donde Buchanan y Brooks me recibieron con palabras tan santas que quedé asombrado. Ambos imploraron mi perdón, que les concedí de buen grado, por los engaños, fraudes y crueldades de que me habían hecho victima —de los cuales ignoraba algunos, en tanto que otros ya no los recordaba—, y trataron de convertirme a su propio estado de éxtasis religioso. Antes de su encarcelación, Brooks había sido no solo un hombre notoriamente profano, sino casi ignorante; pero desde su reclusión se había entregado con tal empeño a una lectura devota de las Sagradas Escrituras, que ahora podía leerlas con facilidad, explicarlas de una manera edificante a sus desgraciados compañeros que compartían su celda, y hasta seleccionar los capítulos más adecuados a su triste situación.

El día de la ejecución, el siguiente a mi llegada, fue una dura prueba para mí. Deseaba alegrar a esos pobres muchachos haciéndoles creer que habían logrado mi conversión, pero francamente no me fue posible. No es que yo fuera un hombre ateo o que anduviera por mal camino —pues llevaba, casi por necesidad, una vida regular y decente—, pero un cambio de sentimientos habría significado la renuncia a toda esperanza de reanudar mis relaciones con Kate Harlowe y nuestra hija. Esta perspectiva seguía siendo mi más dulce sueño y no se dejaba borrar de mi imaginación.

Mrs. Spooner, la asesina, debía morir el mismo día, pero abrigaba grandes esperanzas de escapar al castigo merecido. Esgrimió el argumento de que estaba encinta para que se le perdonara la vida, y daba muestras de impenitencia. Sin embargo, sus opiniones de conservadora la arrastraron irremisiblemente a la horca y sellaron el destino del hijo que no llegó a nacer. El patíbulo fue montado a dos millas de distancia de la cárcel, y se congregó allí una multitud de espectadores endomingados que, empero, fueron castigados por su curiosidad ociosa por una gran tormenta seguida de lluvia torrencial que de pronto cayó sobre ellos desde un cielo radiante y sereno, empapándolos hasta los huesos. Mrs. Spooner fue a la muerte lanzando gritos histéricos y feroces vituperaciones; Buchanan y Brooks, en cambio, permanecieron fieles a sus recién descubiertas convicciones y murieron con el nombre de Jesús en los labios.

Debo agregar una última observación a mi relato de tan ignominiosa catástrofe. La viuda de Buchanan, conocida con el mote de «Ana la Terrible», que con anterioridad había sido la viuda de Harry el Mortal y aun antes la de un tambor del Treinta y Tres, no se afligió cuando en Montreal conoció la muerte de su marido. Era una mujer dotada del mismo misterioso poder de atraer nuevos hombres que la consolaran en sus frecuentes viudeces que aquel grajo hembra de que he hablado anteriormente. Su cuarto marido fue un sargento comisario del Cuarenta y Siete, que tenía fama de ser el peor sinvergüenza de todo el ejército.