CAPÍTULO 5
Finalmente llegamos a la sólida casa del capitán Webber que nos había sido indicada, reconociéndola por el círculo de cedros. Por las ventanas no se filtraba el menor indicio de luz, lo que no tenía nada de sorprendente, pues ya había pasado la medianoche. Fuimos hasta la puerta y dimos fuertes golpes.
Una voz de hombre preguntó desde dentro:
—¿Quién es?
Yo contesté:
—Tres amigos de su cuñada, la viuda Eder.
—¿Qué amigos? —inquirió el mismo hombre, con cierta alarma. Smutchy tuvo la audacia de contestar:
—Tres soldados británicos.
Entonces gritó una voz de mujer:
—¡Váyanse, soldados! Aquí no queremos británicos, y a la mujer de mi hermano Jan debería darle vergüenza enviarnos aquí tales hombres. Siempre ha causado problemas a la familia.
El hombre evidentemente reprendió a su mujer, pues al insistir nosotros en nuestro ruego de que se nos franqueara la entrada, bajó la escalera en camisa de noche, con una linterna en la mano, y nos abrió la puerta. Era un hombre alto y corpulento, y llevaba un gorro de dormir.
—Bueno, señores —dijo—, ¿qué les trae por aquí? Mi esposa está muy alarmada por su presencia aquí a estas horas, y les ruega abrevien sus explicaciones. Además, hace mucho frío.
Pasamos a la cocina, que tenía el suelo de ladrillos y estaba bastante bien arreglada, con paredes empapeladas, platos de peltre en las alacenas y muebles de recargado estilo holandés. Sobre la repisa de la chimenea colgaba una enorme escopeta de caza, y en un rincón había un reloj alto con esfera de bronce. También observé un loro disecado en una vitrina.
—Póngase esto sobre las rodillas, señor —dijo Harlowe, sacando de su mochila una manta inglesa nueva, una de las que nos habían sido entregadas poco antes de emprender nuestra marcha—. Así entrará en calor.
—Es buena lana —dijo él, admirándola—. No nos quedan más que dos delgadas mantas; las demás nos las quitaron para la milicia, a pesar de que yo mismo soy capitán.
—Es suya, y también otra tan buena como ésta, si puede usted llevarnos sanos y salvos a Nueva York —le aseguró Smutchy.
—Es muy buena lana —volvió a decir el hombre—. Pero tendrían que darme una suma de dinero para que accediera a eso. Es peligroso, muy peligroso, lo que ustedes me proponen.
—Llévenos a las avanzadas británicas —dije yo—, y le daremos todo el metálico que tenemos, que en oro y plata asciende a veinte dólares, aparte de las dos mantas como pago adelantado. Además, el comandante en jefe, Sir Henry Clinton, le entregará otra recompensa: tres guineas por hombre. Eso le servirá para pasar bien el invierno, capitán Webber.
Pero entonces la esposa de Webber, una mujer flaca y de pelo gris, apareció en el umbral de la habitación donde estábamos conversando y oyó lo que yo acababa de decir.
—William —gritó alarmada—, no irás. Como amante esposa y madre de tus tres hijos no permito que vayas… aunque tenga que impedírtelo por la fuerza.
—Vamos, mujer —dijo él, tratando de apaciguarla—, ya sabes que los tiempos son difíciles, y confieso que la suma que me ofrecen es muy tentadora, si se me garantiza esa recompensa. Te compraría un vestido nuevo, y calcetines y zapatos para todos los muchachos, aparte de las ovejas de que hemos hablado hoy.
Ella prorrumpió en llanto, no sabría decir si sincero o hipócrita.
—¡Cómo! —exclamó con acento dramático—. ¿Quieres hacerme desdichada, corriendo al encuentro de la muerte? ¿Piensas dejarme sin esposo, como mi pobre cuñada Eder, y dejar huérfanos a nuestros hijos? Bien sabes que hay varios campamentos y guarniciones en las Eastern Highlands, entre este lugar y Nueva York. No podrías caminar diez millas sin ser apresado, y entonces te colgarían como a un perro.
Los crudos argumentos de ella actuaron sobre el capitán Webber con la fuerza de la naturaleza. Cambió al instante de parecer.
—Señores —habló—, como ya les he dicho, es una empresa muy peligrosa. Todo lo que ha dicho mi esposa es muy cierto. Nuestra gente tiene avanzadas muy poderosas a lo largo del río hasta King’s Bridge; y si me capturan al llevarles a ustedes hasta las líneas británicas no me perdonarán. Sin embargo, si no les acompaño hasta el final, no obtendré la recompensa.
Entonces ya fueron vanos todos nuestros argumentos, pese a nuestra promesa de agregar doce dólares a las mantas inglesas como pago a cuenta. Finalmente, por un dólar de plata, se declaró dispuesto a llevarnos a otro amigo, un hombre pobre, conocido simplemente como el viejo Joe, quien vivía dos millas más allá y probablemente accedería a acompañarnos. El capitán Webber nos aseguró que sólo accedía a ayudarnos hasta este punto porque no deseaba desairar a Mrs. Eder.
Partimos aproximadamente a la una de la madrugada, y al cabo de una hora llegamos a la cabaña del pobre hombre, enclavada en la cumbre de una alta montaña. Había luz y encontramos al viejo Joe y a una joven sobrina suya atendiendo a su mujer, que se hallaba enferma de malaria. La luz era proporcionada por una vela de cera verde hecha con las bayas de un arbusto llamado árbol del sebo, que ardía despidiendo un olor agradable. Las velas de sebo legítimo eran muy raras en los estados del Norte durante la guerra, ya que todo el ganado gordo había sido requisado para abastecer a los ejércitos. Explicamos nuestra situación, y yo informé al viejo Joe —que parecía muy preocupado porque su esposa estaba enferma— que poseía ciertos conocimientos médicos. Recomendé para la mujer una decocción de la corteza de una especie de sauce que los indios usaban como remedio contra dicha enfermedad, y el hombre dio muestras de gran alivio por tener un médico en casa. Por un dólar accedió a llevarnos seis millas más allá, hasta donde vivía un colono alemán que con toda probabilidad se prestaría a servirnos de guía, pues había perdido casi todas sus ovejas a raíz de las últimas crecidas y se hallaba muy necesitado de dinero. Partimos en seguida, y tras caminar por espacio de casi seis horas, a través de un desierto sin caminos y lleno de pantanos, llegamos al borde de un bosque, encontrándonos a cincuenta yardas de un campamento americano. Soldados vestidos de color ante y azul llevaban baldes llenos de agua y haces de forraje a través de un campo de ejercicios bajo la dirección de un sargento, que afortunadamente nos daba la espalda. Rápidamente retrocedimos al bosque, y el viejo Joe, aterrado, nos abandonó, huyendo a todo correr.
Harlowe corrió tras él y, cogiéndole del cuello, le preguntó cómo se le ocurría abandonarnos de aquella manera. El hombre confesó que se había equivocado de camino y que sólo ahora se daba cuenta del lugar donde estábamos. Nos encontrábamos en pleno campamento enemigo. El paraje se llamaba Red Mills, cerca del lago Mahopac y a unas seis millas de Goolden’s Bridge, sobre el río Croton. Como último servicio, el viejo Joe nos informó sobre un sendero que conducía al puente, más allá del campamento americano aconsejándonos dar la vuelta alrededor del campamento a través del bosque, hasta dar con él. Este sendero pasaba junto a la cabaña de amigos que le debían favores. Nos describió la cabaña, pero no nos dijo el nombre de sus moradores. Le dimos las gracias y seguirnos su consejo. No tardamos en dar con el sendero y avanzamos cautelosamente por el bosque que lo flanqueaba, hasta que, más o menos a mediodía, llegamos a la cabaña.
Sus ocupantes eran gente buena, leales por inclinación y, a mi entender, arrendatarios de la familia Colden que poseía tierras por allí. Cuando pregunté a la mujer cómo se llamaba, contestó tras una breve vacilación que su nombre era Hannah Sniffen, esposa de James Sniffen. Su marido no estaba, sino únicamente ella, una hija adulta y dos muchachos. Nuestra llegada los sorprendió, pero estaban evidentemente complacidos con nuestra compañía, pues los nombres del capitán Webber y del viejo Joe eran de peso para ellos. Preguntaron cómo estaban dichas familias, y cuando hablé de la enfermedad de la mujer del viejo Joe y del remedio que había prescrito para ella, Mrs. Sniffen, una mujer bulliciosa de mejillas encendidas, mostró interés y preguntó si además de cirujano y médico yo era también sacamuelas. Me dijo que hacía noches que no podía dormir a causa de un dolor de muelas, pero que tampoco se decidía a confiarse a las pinzas de su marido, por temor de que arrancara la corona del diente, que tenía cariado, empeorando así las cosas.
Le contesté que a cambio de una buena comida le arrancaría gustoso y sin complicaciones cualquier diente que tuviera en la boca, pues con la, ayuda de unas pequeñas pinzas de acero estaría en condiciones de llevar a cabo la operación. Así quedó convenido.
Nos sirvió asado de cerdo, frío, y patatas salteadas con un dulce de membrillo de sabor agridulce, así como sendos jarros de estaño llenos de cerveza de abeto. Salvo el potaje de maíz y las manzanas que nos había servido Mrs. Eder —pues no habíamos probado la cola de cerdo que nos ofreció—, no habíamos comido nada desde nuestra cena en Nine Partners, dos días atrás; así que de más está decir que esta comida nos resultó muy aceptable. Terminado el almuerzo me entró sueño, al punto que apenas si podía mantener abiertos los ojos. Pero primero tenía que cumplir con lo convenido, sacando aquella muela, y tuve la buena suerte de extraerla toda entera, a pesar de tener la raíz muy torcida, sin lesionar la encía. Esta hazaña suscitó la admiración de la familia, arrancándoles exclamaciones de: «¡Espléndido! ¡Ha sido una extracción magnífica!» También los dos muchachos se declararon dispuestos a confiarse a mi habilidad profesional; pero rehusé hacerlo alegando que estaba muy fatigado por la caminata y dije que, con el permiso de Mrs. Sniffen, me proponía acostarme y echar una siestecita sobre mi manta en un rincón. Mis compañeros ya se preparaban para hacer lo mismo.
Sin embargo, ella se opuso categóricamente a esto, a pesar de que su hija suspiró:
—Bien se han ganado una siesta, los pobres. Déjalos descansar ahí; no van a estorbarnos.
—No seas tonta, Mary —exclamó la madre—. ¿No sabes que nuestros soldados vienen con frecuencia por aquí desde White Plains? Es muy posible que algunos vengan mientras duermen estos ingleses, ¡e imagínate lo que sufriríamos entonces por el delito de haberles dado hospedaje! Vamos, ahora mismo oigo ruido de pasos…, ¡salgan corriendo, soldados!, ¡dense prisa…, escóndanse en el desván!
Y nos echó apresuradamente.
Pero sólo era su marido, un hombrecillo pálido e indeciso. Al verlo comprendí muy bien que su mujer dudara en confiar el diente a sus pinzas. El hombre pareció alegrarse de nuestra presencia. Le revelamos nuestra intención de huir a Nueva York, pero él repitió lo que habían dicho nuestros anteriores protectores respecto al gran número de puestos americanos, particularmente a lo largo del río, agregando:
—Les juro, muchachos, que hay cien probabilidades contra una de que sean apresados.
Le prometimos recompensarle generosamente si accedía a guiarnos. Al fin dijo:
—A varias millas de aquí, en Pine’s Bridge, vive un hombre joven. Se llama Van Wart. Es un muchacho muy inteligente y tiene amigos tanto entre los cowboys como entre los skinnerss[4] Creo que estará dispuesto a servirles de guía. En tal caso no tendré inconveniente en acompañarles también, pues él conoce el país como la palma de la mano. Pero sé muy bien los peligros a que nos expondremos, y no iré sin un segundo guía.
Pregunté quiénes eran esos cowboys y skinners, y Mrs. Sniffen me dijo que eran la plaga del condado de Westchester, a cuyo límite norte habíamos llegado. Los principales terratenientes del distrito, que se habían encontrado en una situación muy próspera, apoyaban la causa británica, pero pronto tuvieron que refugiarse en la ciudad de Nueva York. Sus arrendatarios y otros hacendados experimentaron grandes pérdidas a causa de las requisas de ambos ejércitos, en tanto que los jornaleros y el vulgo, que se habían quedado, se juntaron para formar bandas de salteadores como pretendidas fuerzas auxiliares de uno u otro ejército. Los que pertenecían al «partido alto», esto es, a los leales, se llamaban cowboys, por su práctica de llevarse el ganado de los revolucionarios; pero el ganado no era su única presa. Los que formaban parte del «partido bajo», los revolucionarios, se conocían con el nombre de skinners, pues eran gente de corazón aún más endurecido y despojaban a sus víctimas de ambos sexos de todo cuanto poseían en el mundo, y no vacilaban en llevarse hasta las medias y la ropa interior de las mujeres. Esos cowboys y skinners operaban en la Tierra de Nadie entre las dos avanzadas, y aunque fingían despojar sólo a los secuaces del bando opuesto, se dedicaban en realidad a degollar y saquear con absoluta indiferencia hacia la filiación, de sus víctimas. La esposa de Sniffen nos aseguró que existía un entendimiento perfecto entre estos dos enemigos declarados, que tras un simulacro de escaramuza destinado a convencer a las tropas regulares de que cumplían con su deber, se reunían en secreto como amigos en alguna granja abandonada para alternar jocosamente la melodía del Yankee Doodle con la Marcha de los Granaderos y el Hot Stuff. El objeto de estos encuentros consistía en intercambiar ganado y mercaderías robados por los cowboys a sus aliados, los leales, y por los skinners a sus aliados, los revolucionarios. Estas mercaderías, que era peligroso convertir en dinero en territorio aliado, podían ser canjeadas con el enemigo, y lo que conseguía cada bando era presentado como legítimo botín tomado en supuesta lucha. Cada bando pretendía siempre haber causado pérdidas abrumadoras al adversario y haberle causado numerosas bajas. Dicen que cuando el celebrado Aaron Burr comandaba las avanzadas americanas en esa Tierra de Nadie y se dio cuenta de los saqueos y crueldades de los skinners, exclamó indignado: «¡Yo podría ahorcar a media docena de buenos liberales con todo el veneno de un inveterado conservador!» Pues una banda de esos miserables, tratando de sacar a un anciano cuáquero más dinero del que poseía, lo habían tostado desnudo sobre ceniza caliente, como uno asa una patata, hasta que al pobre se le levantó la piel en ampollas. Luego lo habían colgado tres veces de una viga, dejándolo allí un rato, y ajado otras tantas veces, hasta que finalmente murió.
Isaac van Wart fue llamado y llegó al cabo de algunas horas, cuando ya habíamos reparado nuestras fuerzas durmiendo en el bosque, ocultos en un montón de hojas caídas. Aseguró que políticamente era un cowboy, pero en seguida pudimos ver que su coraje no estaba a la altura de su profesión. Era un bruto de aspecto salvaje y no sabía leer ni escribir. Se jactó mucho de sus éxitos y estratagemas en la Tierra de Nadie, y de cuántas veces «las balas habían zumbado como abejas alrededor de su cabeza»; pero estuvimos convencidos de que Mr. Sniffen tenía un concepto demasiado elevado de su talento. Primero se declaró dispuesto a cualquier empresa desesperada, pero con un pretexto u otro postergó siempre, una y otra vez, la hora de nuestra partida; y Sniffen se negó a partir sin él.
Por fin, al cabo de dos días, Van Wart accedió a acompañarnos, siendo continuamente acusado de cobardía por Mary Sniffen, y sólo después de haberle entregado nosotros cinco monedas de plata españolas a cuenta, y una de las dos mantas inglesas. Sniffen aceptó el mismo pago y señaló la insólita calidad del dinero en moneda, refiriéndose al hecho de que conservaba su peso íntegro. Una cantidad inmensa de monedas de oro y plata españolas, portuguesas e inglesas se había introducido en América desde el inicio de la guerra, circulando allí en gran variedad de formas mutiladas. La culpa de la mutilación de las monedas la echaban los americanos unánimemente al teniente general Archibald Robertson, un ingeniero escocés y ayudante general de Intendencia de nuestro ejército, a tal punto que las monedas mutiladas se denominaban «Robertsons». Mas todo el mundo, en ambos bandos, cortaba cualquier moneda en mitades, cuartos u octavos para procurarse moneda pequeña, y, naturalmente, muchos octavos eran en realidad novenos o décimos. Sin embargo, se prefería esta moneda con mucho al papel.
Salimos a las seis de la tarde del cuarto día de nuestra aventura, y caminamos toda la noche a través de pantanos profundos, bosques espesos y abruptas montañas, hasta tres horas antes del alba. Entonces Isaac van Wart se detuvo de repente y dijo:
—Les aseguro que ésta es una empresa peligrosa y difícil. Ojalá no me hubiera metido en ella; la belleza de su hija, amigo Sniffen, prevaleció sobre mi prudencia. Pero ella está ahora a diez horas de marcha de nosotros, y se ha desvanecido la fascinación que ejerció sobre mí. Estamos a unas cuatro millas de Tarry Town y a una distancia igual de White Plains. A menos de una milla de nosotros hay un campamento americano de mil hombres. Estuve allí hace unos días y conozco la ubicación de todos los centinelas. Hay uno apostado en la esquina de aquella arboleda. Si me apresan, perderé la vida, pues ya tienen motivos para sospechar que he conducido vacas pertenecientes a liberales.
El hombre parecía estar dominado por un intenso terror y miedo, que no disminuyeron cuando Smutchy dijo con voz áspera:
—No nos asustamos por uno o dos centinelas. Sólo llévenos por el mejor camino que pueda. Si no hay manera de eludir alguno de ellos, puede dejarnos el asunto a nosotros y darse a la fuga para salvar su vida.
Pero nada de lo que le dijimos causó efecto en él y, a pesar de que allí mismo le ofrecimos otros doce dólares en metálico, se negó a dar un paso más hacia adelante. Con gran sorpresa nuestra, James Sniffen, que no había presumido de valiente y había insistido en que no emprendería la aventura sin Van Wart, cambió entonces de opinión. Por voluntad propia, se comprometió a conducirnos a destino si Van Wart le indicaba la manera de evitar a los centinelas, a lo cual accedió aquél.
Cuando se hubo marchado Van Wart, Sniffen dijo:
—Me mostré tan cauteloso para tranquilizar a mi mujer. Soy leal al rey George, y si puedo reintegrar tres buenos soldados al servicio de Su Majestad, me consideraré un buen súbdito. ¡Al diablo con los rebeldes! ¡Ahora, adelante con valentía!
Había llovido torrencialmente durante toda la noche, y la oscuridad era absoluta hasta cuando salió la luna; por esta razón, a pesar de que creíamos que de un momento a otro daríamos con la línea de centinelas, la atravesamos sin ser descubiertos. Sniffen nos llevó sin contratiempo por delante de un blocao atestado de soldados dormidos, y cuando nos internamos en el bosque para eludirlo, observó con frialdad:
—Señores, estos blocaos son de construcción singular, pues por
, falta de clavos están hechos con troncos unidos. Supongo que en su país difícilmente se ven construcciones hechas enteramente de madera, sin un pedazo de hierro, excepto la cadena con el gancho para la olla que cuelga en la chimenea.
Estuvimos de acuerdo en que América era un país muy notable, y que sus habitantes demostraban poseer un ingenio nada común, lo cual pareció complacerle sobremanera.
Luego trepamos por precipicios y vadeamos pantanos, y poco antes de rayar el alba llegamos a la casa de unos amigos de nuestro guía. La casa estaba situada a mitad de camino entre Tarry Town y White Plains; Sniffen los despertó llamando a la puerta. Permanecimos ocultos fuera hasta que él nos dio la señal de que todo estaba bien y podíamos entrar. Nunca supimos el nombre de aquella gente, que nos lo ocultó para que, en caso de ser apresados, no pudiéramos declarar contra ellos. Nos sirvieron asado de vaca frío con ensalada de lechuga, sidra y nueces, pero nos suplicaron que no permaneciésemos en la casa, pues eso era muy peligroso tanto para nosotros como para ellos, ya que la soldadesca americana estaba diseminada por casi toda la región e iba continuamente por allí.
Deliberamos sobre qué debíamos hacer. Sniffen nos propuso escondernos en el pajar que estaba cerca de la casa, hasta que él pudiera averiguar la manera más segura de ponernos a salvo. Nos dijo que allí nos encontraríamos tan cómodos como «pulga en piel de oveja». Accedimos por unanimidad y, cuando el alba empezó a filtrarse a través de la lluvia torrencial, trepamos al pajar, que estaba sin bardar, y cada uno se sepultó en el heno hasta la barbilla. El diluvio continuó durante todo el día. Aproximadamente a mediodía, durante un momento de calma, llegó alguien a caballo, desmontó y ató la cabalgadura a una cerca próxima; luego hizo a nuestro huésped ir con él hasta el pajar. Le oímos decir con acento de Connecticut:
—Sí, señor, es una magnífica partida de heno y vendrá muy bien a nuestras bestias. Consumen una cantidad de forraje que da miedo. Le mandaré en unas dos horas un destacamento para que lo lleven al campamento. Sin duda nos permitirá usted usar su carro, ¿verdad?
—Francamente, capitán, es usted muy duro con nosotros —protestó el pobre granjero—. Le aseguro que no sabré cómo mantener vivas a mis bestias este invierno, si ustedes se llevan ahora lo que queda de mi forraje. Ya lo pasan bastante mal.
—Bueno, supongo que tendrá que sacrificar lo que no puede alimentar, y puede estar seguro de que le pagaremos un buen precio por su carne. Los hombres también tienen que comer, lo mismo que los animales, y muchos de ellos tienen el estómago muy activo.
—¡Mi gallinero es saqueado regularmente por los soldados y todas mis cercas han sido derribadas! ¡Qué dura es la vida de una familia que vive cerca de un campamento militar! —continuó el granjero.
—Bueno, los muchachos quieren divertirse y cometen toda clase de travesuras —replicó el otro con indiferencia—. La guerra es así; y puede usted considerarse afortunado por no vivir al otro lado de King’s Bridge. Allí los comisarios son mucho más duros que los oficiales como yo.
—A este respecto no puedo opinar, capitán —contestó nuestro huésped—; pero al menos dicen que allí pagan en moneda contante y sonante.
—Bueno, en eso tiene usted razón —le compadeció el oficial—. Pero repito que la guerra es así; y siento manifestarle que debe dejar ese heno donde está, hasta que vengamos esta tarde a buscarlo.
Nos alarmó mucho la perspectiva de que se lo llevarían, pero cuando el oficial se hubo marchado, nuestro protector se quedó para asegurarnos que iba a llover más y que por esa razón no vendrían a buscar el forraje. Pero en caso de que viniesen, los vería desde lejos y nos prevendría a tiempo para huir y escondernos en otra parte.
—¡Benditos mil veces sean el profeta Daniel George y su descendencia para siempre! —observó Smutchy.
—Amén —dije yo.
Permanecimos todo el día en el pajar empapado de agua, durmiendo a ratos y por turnos; uno de nosotros siempre vigilaba. A las seis de la tarde nuestro huésped nos sirvió un excelente jamón, bien curado en la forma que había dado fama a aquella región, y sendos vasos de ron. Salimos del montón de heno y estiramos las piernas, pero todavía se nos prohibió entrar en la casa. Como volviera a arreciar la lluvia regresamos a la pila de heno, y allí pasamos toda la noche. Richard Harlowe evitaba en lo posible dirigirme la palabra, aunque existía entre ambos un acuerdo tácito a causa de los intereses y peligros comunes. Ahora reconocía de mala gana mi jefatura, y cuando se originaba una disputa sobre lo que debíamos hacer, siempre tenía que someterse a mi criterio; pues Smutchy me consideraba infalible y Harlowe no se atrevía a separarse de nosotros. En un momento dado Smutchy, que ayudaba a Harlowe a bajar del pajar, murmuró:
—¡Vaya!, ¿qué es esto? —Y luego se dirigió hacia mí—. ¡Sargento Gerry, venga usted a ver lo que he descubierto!
Acercó mis dedos a él y palpé una hilera de monedas cosidas en la costura de los pantalones de Harlowe.
Esto iba contra lo que habíamos convenido antes de emprender la huida: compartir —por partes iguales— todo el dinero y demás bienes que poseíamos, desempeñando Smutchy la función de tesorero. Harlowe había manifestado poseer solamente tres dólares, y allí tenía otros fondos que no había declarado. Le quitamos cinco guineas. El hombre trató de defenderse alegando, en un esfuerzo por restar importancia al asunto, que se había olvidado de su existencia; sin embargo, Smutchy, registrándole más detenidamente, le encontró otra guinea, medio Joe portugués, moneda equivalente a treinta y cinco chelines en moneda inglesa, y tres moidores españoles muy recortados, ocultos bajo la manga de la chaqueta. Entonces Smutchy dijo en tono violento:
—Recuerdo un paseo que dimos juntos, sargento Gerry, cuando éramos reclutas. Cuando me burlé de la soberbia de este caballero Harlowe usted se disgustó, ¿no es cierto? ¿Qué me dice ahora de su conducta caballeresca? Vamos a ver.
Reprendí a Smutchy:
—Por Dios —le dije—, ésta no es hora de recriminaciones. Harlowe dice que olvidó agregar estas guineas al fondo común. De todos modos las tenemos ahora, y tanto mejor para todos nosotros.
No se habló más del asunto. Conforme iba transcurriendo la noche nos inquietó la idea de que también James Sniffen nos hubiera olvidado, abandonándonos a nuestra suerte; sin embargo, nuestro amable anfitrión, al visitarnos un poco antes del alba trayéndonos el desayuno, nos aseguró que James Sniffen era un hombre íntegro que no faltaba a su palabra. Su larga ausencia era una prueba de que se había preocupado por obtener toda la información posible respecto a la ubicación de los campamentos y avanzadas por entre los cuales debíamos pasar. Richard Harlowe expresó dudas al respecto y propuso proseguir viaje sin guía, pero le disuadimos de ello. Por fortuna para nosotros el viento huracanado continuó todo el día soplando del Sur, y el pajar, con nosotros dentro, siguió en su sitio. Este segundo día, Smutchy volvió a bendecir fervorosamente a Daniel George de Newbury-Port, jurando que debería ser secuestrado y designado astrónomo general de nuestro ejército. El tiempo parecía deslizarse con gran lentitud.
Al fin volvió James Sniffen. Nos dijo en voz queda desde abajo que todo estaba bien, y que debíamos prepararnos para partir con él al caer la noche. Nos quedaban todavía veinte millas por recorrer, pero caminando con brío podríamos llegar esa misma noche a King’s Bridge.
Esa noche, cuando llevábamos casi treinta y seis horas metidos en el pajar, nos despedimos de los que nos habían brindado hospitalidad (y que se negaron a aceptar una recompensa por toda su gentileza) y emprendimos con buen ánimo la etapa final de nuestra tentativa. No sabría indicar con exactitud la ruta que seguimos, pero cruzamos y volvimos a cruzar el río Bronx por vados y escalamos varios montes escarpados; el temporal no amainaba, y era noche tan cerrada que costaba creer que el guía supiese por dónde iba. Nos habíamos puesto de acuerdo en no hablarle ni hacerle preguntas para no darle ninguna excusa por errar el camino. Pero no pareció confundirse ni una sola vez. Finalmente nos dijo con alivio:
Hemos llegado a las estribaciones de los Montes de Fordham, y debemos andar con la máxima cautela, pues por aquí hay avanzadas americanas cuyas posiciones no conozco. Estamos a sólo tres millas de King’s Bridge. Una milla más allá está Musholu Brook, que conduce derecho al puente. Les acompañaré durante este último trecho si ustedes lo desean, pero creo que ahora ya pueden arreglárselas solos; estoy seguro de que querrán ahorrarme el riesgo de pasar y volver a pasar junto a esas avanzadas, teniendo en cuenta los peligros que ya he corrido para servirles a ustedes.
—Pero ¿y la recompensa del comandante en jefe? —preguntó Harlowe—. ¿No viene usted a Nueva York para cobrar la recompensa?
—No, señor —contestó Sniffen—. Creo que lo que ya he recibido y lo que ustedes se han comprometido a pagar alcanza para cubrir mis necesidades.
Deliberamos, y luego le dijimos:
—Si llegamos sanos y salvos a Nueva York será principalmente gracias a su habilidad y vigilancia. Creemos que hemos llegado a donde usted dice, y estamos dispuestos a proseguir viaje por nuestros propios medios. Aquí tiene usted los veinte dólares que le prometimos a usted y a Van Wart, y aquí van tres guineas más en señal de nuestra gratitud. Si llegamos a destino, muy bien…, nuestra libertad vale diez veces más que esta suma; pero si nos apresan y nos ahorcan, es preferible que usted y su familia se beneficien de este dinero antes que nuestros verdugos. Váyase ahora y que tengan buena suerte usted y los suyos, amigo Sniffen.
Sin embargo nos acompañó todavía un trecho, en señal de gratitud, y nos indicó el punto de arranque de Musholu Brook, donde nos estrechó la mano en cordial despedida y nos dijo que ya estábamos en lugar seguro. Ésta era Tierra de Nadie y estaba bajo el fuego de las baterías británicas de Fort Charles, que dominaba King’s Bridge. No volvimos a ver a nuestro excelente guía, pero confío que llegó a casa sano y salvo.
Llegamos a una pequeña cabaña, donde Harlowe se vio asaltado por el repentino recelo de que nuestro guía nos hubiera traicionado conduciéndonos a las líneas americanas. Opinó que debíamos verificar al instante la verdad de las indicaciones de Sniffen, interrogando a los ocupantes de la cabaña. Yo tenía plena confianza en Sniffen; éste nos había asegurado que estábamos en la Tierra de Nadie y ya no teníamos nada que temer, pero no me opuse a la decisión de Harlowe. Éste fue hasta la cabaña y llamó a la puerta. Los ocupantes, un viejo negro y su mujer, se asustaron mucho al vernos, y su terror fue en aumento cuando les ordenamos encender una vela y hacer fuego para secar nuestra ropa empapada. El viejo negro cayó de rodillas y nos imploró no insistir en ello, ya que si la menor traza de luz era vista a estas horas desde Fort Charles, no tardarían en echar abajo la cabaña a cañonazos.
Entonces supimos a ciencia cierta que todo estaba bien y no tuvimos inconveniente en pasar en la oscuridad y el frío las pocas horas que quedaban de esta séptima noche de nuestro viaje: sabíamos que sería muy peligroso acercarnos al puente en la oscuridad.
Cesó la lluvia, aclaró el firmamento y pronto comenzó un alba rojiza a extenderse lentamente sobre las colinas a nuestra izquierda. Una luz rosada salpicó de reflejos relucientes las aguas de Harlem Creek, que separa Manhattan Island, donde está enclavada la ciudad de Nueva York, del municipio de Westchester. Con el corazón henchido de alegría nos encaminamos al puente.
—¡Alto! ¿Quién vive? —gritó con voz bronca el centinela. He aquí un instante que debe ser imaginado, ya que no se puede describir.
—Un sargento y dos hombres del Noveno. Nos hemos escapado —contesté yo.
—Avancen para su identificación —fue la orden, y con gran escándalo del sargento de la guardia, que había sido llamado, el centinela de avanzada arrojó su arma al suelo, lanzó el sombrero al aire y se precipitó hacia adelante para abrazarnos efusivamente.
¡Era Johnny Maguire el Loco!
—¡Oh, Gerry y Smutchy, queridos! —chilló—, ¿de veras sois vosotros? ¡Y también el «caballero» Harlowe! (Aquí nos lanzó una mirada de inteligencia.) ¡Oh, Gerry, querido, en qué triste compañía andas ahora!
Yo quedé casi tan sorprendido de este encuentro como Johnny Maguire el Loco.
—¡Sí, Johnny, somos nosotros! ¡Hemos desertado los tres para volver a unirnos a nuestro ejército!
—Dame ese mosquete Tower, querido Johnny —dijo Smutchy—. Déjame sentir su peso. He sido un hombre enfermo estos trece meses sin mi viejo mosquete, Johnny, un hombre enfermo y un esclavo.
La guardia por cuyas filas pasamos eran miembros de los Reales Fusileros Galeses, y todos mostraban un aire muy marcial, salvo el pobre Johnny, quien muy justamente fue arrestado por su efusividad hacia nosotros, actitud impropia de un buen centinela, pues los sentimientos íntimos no deben prevalecer sobre la disciplina.