CAPÍTULO 20

El autor ha conducido a sus lectores por variados campos de aventuras y penalidades, llevándolos por tierra y mar a través de unas cuatro mil millas, desde su enrolamiento en Dublín hasta Boston, y luego otras cuatro mil millas, aproximadamente, en sus complicados viajes, pasando por Nueva York, a través de los estados del Sur y del Centro; y nuevamente de regreso a Nueva York. Por angustiosos que hayan resultado estos capítulos, espera que la fiel descripción local que contienen ofrezca cierto grado de amenidad e interés, por ser el relato de un testigo ocular. Ahora, llegado casi al término de su carrera militar, el autor se dispone a retirarse de la escena literaria, consciente de que sólo la terrible conflagración de la guerra pudo hacer público a un personaje tan oscuro como él.

El capitán Skinner nos desembarcó a la mañana siguiente con una carta dirigida a su padre, coronel de un regimiento de americanos leales. Nos presentamos ante el coronel Skinner, quien ordenó inmediatamente que un barco nos llevase a Nueva York. Nuestro aspecto sorprendió a los soldados de la guarnición cuando con paso brioso nos dirigimos al cuartel general. Nunca se habían presentado en estado tan andrajoso sargentos del regimiento de los Reales Fusileros Galeses. Sir Guy Carleton, que entretanto había reemplazado a Sir Henry Clinton como comandante en jefe, nos acogió muy amablemente y le dimos toda la información que creímos de utilidad para el comando. Pero se me oprimió el corazón al pensar, mientras permanecía en el salón, cómo había estado allí la última vez en más o menos idéntica situación y con cuánta familiaridad y gentileza el pobre mayor André había conversado conmigo. Todavía colgaban en las paredes algunos dibujos y siluetas enmarcados que él había hecho. Su puesto de ayudante general era ahora ocupado por el mayor Frederick Mackenzie, quien había sido ayudante de los Reales Fusileros Galeses durante el asedio a Boston, y por eso se interesó mucho por nosotros. Expresó el deseo de que yo escribiera un relato de nuestra fuga, y luego nos envió al oficial que debía pagarnos el premio habitual. Después de haber anotado mi nombre en el libro, este oficial se fijó en la parte superior de la primera página.

—Vaya —dijo—, los Lamb son famosos por este tipo de cosas. Aquí hay otro Roger Lamb, sargento del Noveno, uno de los primeros que logró escapar del ejército del general Burgoyne, en el invierno de 1778.

—Soy yo —contesté—. Pasé después al regimiento de los Reales Fusileros Galeses.

—Pues si usted puede probar eso —dijo él—, tengo una buena noticia que darle. El coronel John Hill, que fue canjeado y enviado a Inglaterra, le dejó aquí todas sus pagas atrasadas.

No me fue difícil proporcionar esta prueba, pues había por entonces oficiales de ambos regimientos en Nueva York, y me fue pagado el dinero, que ascendía a cuarenta libras.

El mayor Mackenzie me recomendó luego al general Birch, comandante de Nueva York, quien me nombró su secretario mayor, con un buen sueldo. Pero la gentileza del mayor no paró ahí: a iniciativa suya fui más tarde designado ayudante del cuerpo de Voluntarios de la Marina Mercante, que prestaba servicio permanente en la ciudad. ¡Durante los dos meses que estuve con ellos disfruté del único descanso —bien puedo decirlo— que tuve durante los ocho años que estuve en América! Debo señalar que Sir Guy Carleton había sido nombrado para este cargo por Lord Rockingham (que había sucedido en el ministerio a Lord North) ante todo por ser un administrador honesto y enérgico, que expulsaría de su madriguera en Nueva York a los parásitos y ladrones que bajo la mirada negligente de los generales Sir William Howe y Sir Henry Clinton habían acumulado inmensas fortunas a la sombra de la guerra. Sir Guy instituyó inmediatamente una Corte General de Investigación y no tardó en destituir a un gran número de funcionarios, comisarios y contratistas.

Más tarde, cuando fueron firmados los preliminares de paz entre España, Francia, América y Gran Bretaña, yo estaba en King’s Bridge al mando de los reclutas de los Reales Fusileros Galeses, que se encontraban de servicio allí. Me enteré de la noticia con una especie de apatía, pero muchos leales y británicos la recibieron con la más viva indignación. Se daban cuenta de que el ejército del general Washington estaba más pobre y abandonado que nunca, y era incapaz de realizar una sola jornada de marcha; que hasta tramaba con frecuencia motines y era tenido a raya sólo mediante el fusilamiento de los cabecillas. El propio general Washington admitió más tarde que sus gentes eran presa de una especie de estupor; que si se nos hubiese permitido avanzar, seguramente habríamos tomado las Highlands sobre el río Hudson. Los términos de la paz concedían a los Estados Unidos la independencia total; los vastos territorios del interior desde el curso medio del Misisipi hacia el Norte hasta los Grandes Lagos, antes parte del Canadá; los derechos de pesca del bacalao en las costas de Terranova y la conservación de las propiedades confiscadas a los leales. Éstos, de los que veinticinco regimientos habían combatido en nuestros ejércitos, se arrancaron entonces las insignias británicas y las pisotearon. Lo habían perdido todo.

Así terminó una contienda que despojó a Inglaterra de mucho más de la mitad de su territorio. Hasta qué punto su comercio y sus intereses legítimos como nación quedaban afectados por ella, es una cuestión sobre la cual era vano entonces hacer conjeturas, y se han vertido desde entonces opiniones tan innumerables como contradictorias. Esto sí que puede decirse sin temor a la contradicción: para imponer gravámenes sobre el té y otros productos, que habrían rendido tan sólo algunos miles de libras esterlinas —¡suponiendo incluso que los gastos de percepción no excediesen en mucho a los ingresos!—, se provocó una guerra que aumentó en no menos de 120 millones de libras la deuda nacional, ya de por sí muy crecida, y duplicó la carga de los intereses que devengaba. (Los franceses, dicho sea de paso, también perdieron 50 millones de libras como consecuencia de esa misma guerra.) Sin embargo, el dinero es basura, y mucho dinero es mucha basura, y a la larga creo que era mejor que las dos naciones se separaran. Quién sabe si no llegará un día en que los americanos, recordando los antiguos vínculos del afecto y de la lengua que a pesar de todo siguen uniendo a las dos naciones, entren en una coalición armada con nosotros contra los franceses u otros enemigos enconados que amenazan nuestras libertades comunes. Sin embargo, a raíz de la pérdida de sus conservadores, han sido deplorablemente lentos en organizarse como nación sobre una base sólida, y en este mismo año en que escribo (1814) nos hemos enfrentado de nuevo con ellos y nos hemos visto obligados a desembarcar tropas que han incendiado su nueva capital, Washington.

He reservado para mis lectores dos gratas sorpresas, que voy a ofrecerles ahora. El sargento Collins y su grupo llegaron sanos y salvos a Nueva York a fines del mes de abril. Habían sufrido las mismas penalidades que nosotros, y tuvieron la mala suerte de ser capturados en Jericho Valley cuando se disponían a cruzar el río Delaware, unas millas más abajo de Trenton, siendo encerrados en la famosa prisión correccional de Filadelfia. Allí, el trato dado a los presos estaba sabiamente orientado hacia el fin de extirpar sus vicios y abrir ante ellos la perspectiva de su reinserción como miembros honestos de la sociedad; se les permitía continuar su oficio durante el tiempo de su encarcelamiento, y se enseñaba algún oficio a los que no conocían ninguno. El sargento Collins y su grupo declararon pertenecer a esta última categoría, y fueron instruidos en la fabricación de clavos; del mismo modo que a las mujeres ignorantes se les hacía en general abatanar cáñamo. Si a mis camaradas, que preferían la libertad a ser reformados, los hubiesen hecho batidores de cáñamo, habrían sustraído hebras para retorcerlas y hacer cuerdas, de las que se hubieran valido para huir; siendo fabricantes de clavos, sustrajeron barras de hierro y se escaparon socavando los cimientos de su celda. Se introdujeron clandestinamente a bordo de un barco mercante amarrado en el muelle y fueron rescatados, al salir el barco del río, por un corsario británico.

Celebramos con un banquete nuestra reunión, según lo convenido, con los platos selectos que habíamos mencionado cuando estábamos agazapados en la nieve, cerca del río Susquehannah, si bien tuvimos que renunciar a las piñas por no poder conseguir esta fruta. Puedo asegurar a mis lectores que el gasto no fue poco, pues en el mercado de Nueva York una pierna de cordero se vendía a la sazón a una guinea, un pollo a seis chelines, un huevo de buena calidad a tres peniques, y lo demás a precios similares. También la bebida era carísima. Propuse brindar en silencio por «una cara ausente», refiriéndome naturalmente a Smutchy Steel, y cuando llevábamos nuestras copas a los labios, alguien, como si se tratara de un efecto teatral, llamó a la puerta.

—Pase —gritamos, y permanecimos a la expectativa para ver de quién se trataba.

Entonces se asomó una cabeza bien conocida y una voz más conocida aún preguntó:

—¿Hay cubierto para ocho o sólo para siete? ¿Y dónde está esa fuente llena de patatas que me prometieron?

—¡Smutchy! —gritamos, y corrimos hasta él, dándole un efusivo abrazo—. ¿Cómo llegaste hasta aquí?

—Por el mismo camino que tú, Gerry —dijo—. Tuve suerte desde que nos separamos cerca de Elizabethtown. El guía no nos había abandonado, sino que por un error nos había esperado en otra colina más próxima al pueblo. Cuando se dio cuenta de su equivocación nos siguió, y me encontró tendido sin conocimiento junto al camino. Me reanimó con un poco de ron caliente y me llevó a casa de un amigo, donde permanecí tres semanas, hasta que mi pie quedó curado con cataplasmas. Mi siguiente etapa fue la casa de un viejo irlandés situada cerca del río, quien me encargó que te transmitiera sus cordiales saludos. Y desde allí fui en un bote a Staten Island, con viento favorable y cielo estrellado.

¡Pueden ustedes imaginarse fácilmente qué noche fue aquélla!

En mayo de 1783, el capitán de Saumarez, uno de los doce capitanes cuya vida se había sorteado por orden del general Washington, condujo a los Reales Fusileros Galeses, que seguían tan animosos como siempre, para reunirse con el ejército de Staten Island. El coronel Balfour ya se encontraba en Nueva York, pues Charleston había sido evacuada algunos meses antes por los británicos. Yo agregué mi compañía de reclutas al regimiento, y el 5 de diciembre nos hicimos todos a la mar en Sandy Hook. Mirando atrás hacia la costa que se iba perdiendo en el horizonte, dije al sargento Collins, que se hallaba a mi lado:

—Dígame, Collins, ¿cómo se siente en este solemne momento? Él contestó:

—Contento por haber visto tantas cosas y escenas interesantes,

pero sin el menor deseo de regresar a esa costa. También estoy harto de combatir. El doctor Franklin no estaba muy equivocado cuando declaró que nunca ha habido una guerra buena ni una paz mala. América para los americanos, digo yo; será a la vez una recompensa y un castigo para ellos. Son vivaces y sensibles y no son gente mala; pero si el arcángel Gabriel en persona descendiese del cielo para gobernarlos, lo denunciarían al día siguiente como un tirano, un libertino y un ladrón; tan celosos son de sus libertades.

Cuando el sargento Collins se retiró de la cubierta, afloraron sin querer a mis labios las palabras de Ricardo Plantagenet, en el Enrique VI de Shakespeare, con las que se lamenta de la pérdida de las posesiones británicas en Francia, y recité con voz melancólica a las gaviotas que seguían nuestro barco:

¿Y en esto se han convertido nuestros esfuerzos?

¿Tras la matanza de tantos pares,

de tantos capitanes, caballeros y soldados

que perecieron en esta contienda

y dieron sus vidas por su patria?

Tras una travesía breve y feliz desembarcamos en Portsmouth, Inglaterra. Desde allí marchamos a Winchester, donde solicité mi licencia a pesar de disfrutar de grandes privilegios en el ejército y ganar mucho dinero. El coronel Balfour argumentó gentil y afablemente conmigo para persuadirme a seguir sirviendo; pero había decidido regresar a mi país.

Firmó a regañadientes mi licencia y, junto con un grupo de compañeros míos, me encaminé a Londres para presentarme a la junta de reclutamiento. Allí se me consideró demasiado joven para recibir la pensión, juzgándose además que no llevaba suficiente tiempo en el servicio. El 15 de marzo salí de la metrópoli, que visité por primera y última vez, y cuatro días más tarde desembarqué en Dublín, con la indescriptible alegría de mi anciana madre y dos hermanas que vivían aún.

El Noveno también regresó de su cautiverio en la primavera de 1783, pero lamentablemente su número había quedado muy reducido. Pronto se reorganizó y se le otorgó el título de Regimiento de East Norfolk, pero sus hombres se conocen ahora más popularmente con el mote de «Los Santos». Son todavía rudos y diligentes, pues las características de los regimientos no cambian. Del dominio público son el heroísmo y la entereza de este regimiento y el de los Reales Fusileros Galeses en las guerras contra Napoleón Bonaparte.

Jane Crumer y su marido permanecieron en Little York, junto con un grupo de familias de Convention Village. Sin embargo, con el correr del tiempo yo había de renovar mi trato con aquella mujer realmente admirable.

A mi llegada a Dublín, resolví, tras larga reflexión, que mi deber para con la patria no había de ninguna manera terminado en el campo de batalla, y que las frecuentes propuestas que me hicieran los americanos en el sentido de permanecer en su pueblo en calidad de maestro de escuela eran claros indicios del destino que me había reservado la Providencia. De vuelta en Irlanda, consagraría el resto de mi vida a educar a los hijos de mis compatriotas pobres, en las virtudes morales y las cosas más sencillas que deben saber los ciudadanos útiles, o sea, leer, escribir y contar.

Mis gratos recuerdos del sargento Fitzpatrick, cuyos hijos fueron los primeros en recibir mis lecciones, sugirieron la conveniencia de hacerme cargo de una nueva escuela libre, anexa a la capilla metodista en White Friar Lane, donde pronto hubo cuarenta muchachos confiados a mis enseñanzas. Nos reuníamos a diario en el atrio de la capilla, hasta que, al cabo de algunos años, se construyó para mí, por suscripción, una escuela en la parte trasera del templo. En el otoño de 1785 regresó Jane Crumer a Dublín. La volví a ver en casa de la viuda del sargento Fitzpatrick, que era tía suya. El pobre Crumer, su marido idiota, había hallado la muerte en Little York debido a la caída de un pino podrido. Como ella y yo armonizábamos muy bien, nos casamos el 15 de enero del año siguiente, en la iglesia parroquial de Santa Ana, de Dublín. Tuvimos una prole numerosa, pasamos por más de un mal trance, y experimentamos muchas alegrías. Quiero agregar que mis pies andariegos han cesado hace mucho de viajar. Ya llevo más de treinta años enseñando en la misma escuela, y creo que con la misma devoción con que serví en mi regimiento.

Antes de casarnos, revelé a mi querida esposa la historia de Kate Harlowe y la niña perdida, y a la larga me alegré de haberlo hecho, pues diez años más tarde una hermosa muchacha se me presentó, habiendo conseguido mi dirección de un soldado del Noveno, y declaró ser mi hija. Traía mi moneda de plata, envuelta en un papel en que estaba escrito:

Obsequio de Roger Lamb, sargento del Noveno regimiento, a su hija: Eliza Lamb.

K. H.

Me enteré de que esta encantadora criatura, cuyo rostro y figura recordaban los de Kate en sus mejores tiempos, había sido arrebatada a los indios por un oficial americano, quien deseaba adoptarla como hija propia. Pero el bardash Dulce Cabeza Amarilla, del que he escrito en mi libro anterior, averiguó su paradero y la envió de nuevo a su jefe, Thayendanegea, o capitán Brant, quien llevó a la niña, que a la sazón tenía cinco años de edad, a la casa del cuáquero Josías para que viviera entre gente de su propia raza. Como ese cuáquero se fue a vivir a Montreal, ella se crió en aquella ciudad, hasta que murió el buen hombre, dejándole una modesta renta. Poco después de su llegada a Irlanda se casó, con mi consentimiento, con un hombre de la banda del regimiento de milicianos y no tardó en hacerme abuelo.

Por mi hija supe de Thayendanegea. Me dijo que él había vuelto a visitar Londres el año siguiente de mi regreso a Dublín y que fue presentado al rey, pero por algún escrúpulo de honor rehusó besarle la mano, observando, sin embargo, que gustosamente besaría la de la reina. El príncipe de Gales halló gran satisfacción en su compañía, y mi hija había oído a Thayendanegea observar que el príncipe lo llevaba a veces «a lugares que ciertamente no eran muy apropiados para ser visitados por un príncipe». Durante su permanencia en Londres había asistido en compañía del príncipe a un baile de disfraces al que asistieron muchos miembros de la nobleza y de la burguesía, ataviado como para la guerra, pintada en mí lado de la cara una mano negra, y la nariz de color carmesí. Un miembro de la embajada turca quedó tan maravillado al ver el aspecto de Thayendanegea, que se atrevió a tocarle la nariz para satisfacer su curiosidad; no bien lo hubo hecho, Thayendanegea, divertido pero fingiendo rabia, profirió un tremendo alarido de guerra y blandió su tomahawk alrededor de la cabeza del aterrado otomano. Los hombres gritaron y desenvainaron sus espadas, las damas chillaron y se desmayaron, y Su Alteza Real tuvo que hacer grandes esfuerzos para no reírse. Esto ocurrió el mismo año en que Thayendanegea publicó el Evangelio de San Marcos en lengua mohicana. Tras una guerra contra el general americano St. Clair, al que derrotó y mató en 1791 en la batalla de Miami, se estableció para administrar su rica propiedad en las inmediaciones del Niágara, en el lado canadiense, con treinta negros a su cargo a quienes trataba con extremo rigor. Murió en 1807.