CAPÍTULO 15
Esta capitulación sería fatal para nuestra causa en América, a pesar de que teníamos todavía gran número de tropas destacadas en el continente, y a pesar de que el rey George, que recibió la mala noticia con gran entereza, optó por continuar la lucha a toda costa. Lord George Germaine finalmente dimitió, lo que significaba una ventaja para el país, al que había servido tan mal, siendo recompensado por sus servicios extraordinarios con un vizcondado. El conde de Sandwich, alias Jemmy Twitcher, detestado por todos, retuvo su cargo algunos meses más. (Pasó sus últimos días en soledad, pues dos años antes había perdido a su arrogante y ambiciosa, pero devota, compañera, Miss Ray, a quien un antiguo amante de ella, el reverendo James Hackman, mató a tiros de pistola junto a la entrada del Teatro del Covent Garden.) El gabinete declaró entonces que sólo debían realizarse operaciones defensivas contra los americanos, y en efecto, ya no tuvo lugar ninguna batalla de envergadura. El hecho era que estábamos librando simultáneamente varias guerras importantes, a saber: con los españoles en Gibraltar y Menorca, con las hordas inmensas de la India, con los holandeses en casi todos los mares de la tierra, y con los franceses en las Indias Occidentales y la India, además de la guerra en América. En esa época el poeta William Cowper escribió estos versos, muy ciertos y sentidos:
¡Pobre Inglaterra! Eres una corza desdichada,
que tiene todos los vicios menos el del miedo.
Las naciones te dan caza. Todos te persiguen como a una presa.
Te acosa la jauría, y tú permaneces
impávida, incólume.
Además, la neutralidad armada de Europa, una coalición compuesta por Rusia, Prusia, los países escandinavos y bálticos, Portugal, Turquía y en realidad casi toda Europa nos era hostil. Unía a esos países el compromiso común de resistir por la fuerza la «piratería» y la «codicia» de nuestra flota, cuando deteníamos y registrábamos barcos neutrales que transportaban municiones de guerra para nuestros numerosos enemigos.
La oposición clamó entonces por la retirada completa de todas nuestras fuerzas de América, para proteger mejor nuestras propias islas. Sí: y tal vez no nos habríamos visto metidos en tal situación si no hubiese sido por los cabecillas, que antepusieron los intereses partidarios al honor nacional. Sin que les importasen un bledo las vidas de nuestros pobres muchachos en América, habían fomentado en secreto la causa americana manteniendo una correspondencia traidora con el doctor Franklin y Mr. Silas Deane, como también por medio de informaciones falsas y libelos publicados en su prensa detractora. Pero ¿dónde está el político que pueda erigirse en juez? De los conservadores, la mayoría de los que no eran simplemente haraganes e incompetentes en su deber eran unos bribones de siete suelas. Empleando las palabras de Shakespeare, uno podría lamentarse: «¡Una misma plaga en las dos casas!»
Era realmente penoso comprobar el empeño con que los escritores partidarios de la oposición insistían en la capitulación de Lord Cornwallis. Uno de ellos habló sin ambages del «orgullo de Lord Cornwallis». ¿De qué orgullo? Justamente lo contrario era el verdadero carácter de su señoría. En esa campaña (hago estas afirmaciones basándome en mi experiencia personal) vivía como un soldado común. No pretendía ni aceptaba ninguna distinción; ni siquiera se permitió la de una tienda. Cuando un oficial querido es el blanco de ataques calumniosos, éstos no pueden dejar de provocar un resentimiento en la mente de todo viejo soldado, quien sabe que la verdad es todo lo contrario, pues la calumnia es algo que el temperamento militar no soporta y que la misericordia cristiana no perdona fácilmente. También Mr. Ramsay suele contar una bonita historia respecto a aquella ocasión: «El ujier del Congreso, un hombre de edad, murió repentinamente al enterarse de la captura del ejército de Lord Cornwallis. Todo el mundo atribuyó su muerte a una violenta emoción de alegría política.» Mr. Ramsay me trae a la memoria el recuerdo de un famoso predicador republicano de Inglaterra, quien tuvo el gesto impío de tomar como tema estas palabras del buen anciano Simeón: «Señor, deja ahora a tu siervo partir en paz, puesto que mis ojos han visto tu Salvación», cuando predicó para celebrar la Revolución Francesa.
Es interesante recordar que la Revolución Americana fue el medio de introducir en Francia nuevas ideas de independencia que, encontrando arraigo entre la gente del pueblo, resultaron a la larga fatales para el régimen. Los jóvenes franceses del ejército de Newport que recorrieron América y fueron acogidos por un pueblo de campesinos vigorosos, hospitalarios, que se bastaban a sí mismos y eran reacios a todo gobierno, difundieron a su regreso a Europa, con gran entusiasmo, conceptos filantrópicos. En verdad, prendieron fuego a una caja de pólvora que hizo volar su propio polvorín en una explosión tremenda. Europa se habría salvado de treinta años de derramamiento de sangre si esos jóvenes filósofos revolucionarios hubiesen permanecido en la Corte. Dicen que el partido de la reina María Antonieta tuvo dificultades para imponer al desgraciado rey Luis XVI el tratado con América. Aunque no le repugnaba la idea de humillar a Gran Bretaña, lo consideraba un acto desleal, y cuando se le solicitó que lo sancionara mediante su firma, arrojó la pluma. Sin embargo, ante la repetida insistencia, cedió y firmó el documento, que indirectamente sería la sentencia de muerte para él mismo y su encantadora joven reina. Gran número de los altos oficiales ante los cuales desfilamos (entre ellos el duque de Lanzun) iban a morir, antes de que transcurrieran muchos años, bajo la cuchilla del instrumento inventado por el doctor Guillotin, o languidecerían durante años en la prisión; y entre la tropa había muchos destinados a ser sus jueces, carceleros y verdugos.
El mismo contagio arruinó también a la monarquía española, recibiendo así su merecido por haberse alineado contra nosotros.
Permítaseme agregar aquí, a título de curiosidad, el extracto de un discurso pronunciado en el Congreso, al recibirse la noticia de nuestra capitulación, por el célebre doctor Witherspoon, presidente del Nassau College de Princeton y el primer humanista de América. Quiero dejar bien claro, sin embargo, que debo oponerme a su ataque duro e injusto contra el general Washington, como también a su censura respecto al almirante Sir Thomas Graves (quien más tarde combatió con gran valentía bajo el almirante Howe en aquel glorioso Primero de Junio). En la batalla de Chesapeak, Sir Thomas hizo todo lo que cabía esperar de él; pero tuvo mala suerte. Sin embargo, el elogio que el doctor Witherspoon tributó a Lord Cornwallis está de acuerdo con la realidad y estoy seguro de que el discurso no resultará desprovisto de interés, ya que ilustra las disensiones y las incertidumbres que a la sazón caracterizaban la opinión pública americana.
Nos corresponde dar las gracias al Cielo por la victoria que acabamos de obtener, y si bien ésta fue lograda sobre un puñado de hombres, se trataba de fuerzas habituadas al triunfo y acaudilladas por un general que sobresale por su valentía no menos que por su prudencia; un general no igualado en coraje por el loco de Macedonia ni por el Fabio romano en lo que respecta a sabiduría y prudencia. La derrota no ha empañado su fama; pues le rodeó un poderoso ejército de tropas escogidas de Francia y de América, que contó con la ayuda de una escuadra formidable. Y para colmo de sus dificultades, fue atacado por el hambre en su campo.
Sería por mi parte un crimen guardar silencio en esta ocasión que ha llenado de regocijo a todos los corazones. Procurar a América libertad y felicidad siempre ha sido mi empeño desde que me incorporé a vuestro seno; esto me ha valido una serie de penalidades y he sufrido no poco daño en mis bienes y en mi reputación personal.
Ahora, señores, en el momento en que la victoria ilumina nuestras armas, aprovechemos la oportunidad para asegurarnos ventajosas condiciones de paz. Así sacaremos provecho del ejemplo de todos los estados sensatos que destacan en la Historia.
Habrá, tal vez, quien considere harto reprobable y agraviante para la dignidad de esta poderosa Confederación doblegarse y ofrecer condiciones de paz, cuando hemos conquistado tan magníficos laureles; pero si sopesamos todas las circunstancias de nuestra victoria, cuyo valor se ha exagerado, quizá todo hombre desapasionado comprenda más cabalmente la cordura de mi consejo.
Las tropas de Lord Cornwallis habían marchado audazmente por el corazón de nuestro país, teniendo que luchar, no sólo con bosques, ríos y pantanos, sino también con todas las fuerzas que nosotros pudimos enviar contra él, fuerzas que tenían una gran superioridad numérica sobre las suyas. En efecto, su ejército (se diría mejor su grupo de abastecimiento, pues no merece el calificativo de ejército) no poseía más de cuatro mil hombres; pero, no obstante sus efectivos reducidos, había sembrado el terror; hizo cundir la alarma incluso entre los hombres del general Washington y, por asombroso que parezca (!), sacó a ese valiente de su escondite (que parecía haber tomado en arriendo) al frente nada menos que de trece mil hombres, a los cuales había adiestrado durante esos últimos tres años en el manejo de las armas y enseñado a tomar por asalto fortalezas imaginarias en un campamento poderoso e inexpugnable donde a ningún enemigo se le ocurriría la idea de perturbar su sueño; y fue tal el pánico del héroe americano que ni aun al frente del grande y formidable ejército bajo su mando pudo decidirse a atacar un grupo de aprovisionamiento británico; no, primero debía estar seguro de que le precedían los franceses con ocho mil gendarmes, a modo de parapeto, para salvar a sus gallardas tropas cuyas vidas le han sido tan preciosas siempre. Y para completar su seguridad, ahí estaban, prontas a acudir a su llamada, esas treinta unidades de la escuadra, tripuladas por veinticinco mil marineros (la mitad de los cuales podían entrar en acción en tierra). ¡Santo Cielo! Si toda victoria, señores, ha de costarnos tan cara; si tenemos que enviar cincuenta mil hombres al campo de batalla para poder capturar a cuatro mil británicos agotados y medio muertos de hambre, debemos considerar muy remota la Independencia que tanto anhelamos: para conseguirla, si seguimos como hasta ahora, durante estos siete largos años, necesitaremos más que todas las riquezas de México y Perú juntas, y nuestras mujeres tendrán que dar a luz cuatro varones en un solo alumbramiento. ¡Oh espíritu intrépido del Cromwell inmortal, hasta qué punto se han enervado tus descendientes!
Señores, nuestro éxito, por más trivial e insignificante que sea, lo debemos al azar; no lo debemos a la vigilancia de nuestros aliados ni al poderío de nuestras armas, sino a la negligencia o cobardía del almirante británico, quien no se apoderó de Chesapeak cuando se le ofreció la gran oportunidad de hacerlo. Única y exclusivamente a este grave desatino hemos de atribuir nuestra buena fortuna. Pero, señores, aunque un comandante haya abandonado su puesto y traicionado los intereses de su país, ¿podemos suponer que su crimen no recibirá el castigo riguroso y ejemplar que merece? ¿Podemos esperar que nunca se despertará la venganza británica, sino que permanecerá adormecida para siempre? Cuando ese almirante culpable sea condenado a muerte, ¿creéis estúpidamente que su sucesor, temiendo por su propia vida, no aprenderá la lección? Sí, señores; hará un máximo esfuerzo y se apoderará de la bahía de Chesapeak, de la cual, como sabéis, depende nuestra suerte; pues una vez cerrada esta bahía, ¡adiós Virginia y Maryland, las fuentes de todos nuestros recursos, los objetivos que han seducido a vuestra grande y buena aliada a venir en vuestra ayuda! Entonces, un puñado de soldados británicos podrá hostigar a nuestros plantadores, asolar sus campos, quemar su tabaco, destruir sus diques y bloquear los barcos que no puedan incendiar o apresar.
Es para mí una tarea penosa, señores, trazar ante vuestros ojos el cuadro real de vuestra situación; pero es el deber de un amigo vuestro. Quien os halaga en este momento terrible, os sonríe en la cara mientras que os apuñala por la espalda; trazando ante vosotros semejante cuadro se os podrá convencer de la necesidad de enviar inmediatamente emisarios que negocien la paz con Gran Bretaña. Admito que nuestros enemigos se hallan rodeados de peligro; una poderosa coalición se ha alzado en armas contra ellos. Pero no obstante poseer sólo un pedazo de tierra, la entereza, el empeño y denuedo de los británicos han asombrado al mundo. No están agotados, ni mucho menos; hasta ahora no han ido en busca de alianzas; solos y sin ayuda han tenido a raya a la coalición de sus enemigos. Gran Bretaña puede todavía hacer ofertas muy tentadoras a cualquier potentado que quiera atraer; domina nuestros puertos de mar, es suya la grande y rica colonia del Canadá, sus flotas han arribado de Quebec, del Báltico, de las Indias Occidentales y Orientales sin perder un solo barco, sus armas en Asia han logrado conquista tras conquista; y mientras retengan allí sus dominios tendrán a su disposición una fuente perenne de recursos. Ésta es la situación de nuestro enemigo, ¡e imaginaos cuán amenazadora será si suma a su escuadra, de por sí invencible, la de otra potencia!
Permitidme que haciendo mías las palabras del profeta Jeremías os pregunte: «Si has corrido con gentes a pie y te han extenuado, ¿cómo puedes entonces competir con caballos?» Una vez que vuestro enemigo haya acrecentado así su poderío, extremará su rigor para con vosotros, y en el paroxismo de su furia insistirá en vuestra sumisión, en vuestra sumisión incondicional. Para no desagradar a algunos de vosotros que calificáis de traidor al que os dice absolutas verdades, supóngase que todo lo que acabo de decir es exagerado; que Gran Bretaña está al borde del colapso. Dejad entonces que os haga estas preguntas: ¿Va en aumento vuestro poder y riqueza? Vuestro caso es lo contrario. Vuestras enfermedades, me apena decirlo, son incurables. ¿Dónde están vuestras numerosas flotas de buques mercantes que solían surcar el viejo océano? ¿Tenéis un solo barco para escoltar vuestros buques de carga o impedir su captura? ¿Tenéis mercaderías que exportar? ¿Qué ha sido de vuestros campos exuberantes y vuestras risueñas praderas? Desgraciadamente se han convertido en tierra desolada. Vuestro comercio se ha paralizado. Las primas de seguro para los contados barcos que se aventuran a hacerse a la mar, para no volver jamás, son tan exorbitantes y la paga de los marineros es tan alta (¡ya que tienen que elegir entre la muerte o un calabozo inglés!), que la ruina y la bancarrota han asumido proporciones tales que no existen palabras para describirlo. Pocos disfrutan de las comodidades, nadie de los lujos de la vida, salvo secretarios desleales, comisarios codiciosos y contratistas acaparadores. Éstos ciertamente se repantigan en sus carruajes, viven en suntuosos palacios, se rodean de un séquito de servidores y derrochan a más y mejor. «¡Maldito sea el miserable que deba su grandeza a la ruina de su país!»
¡Ojalá pudiera correr un velo sobre nuestras calamidades! Pero no lo permite mi afán de serviros. ¡No puedo menos de gritaros al oído que vuestra industria está arruinada; que vuestra pesca, esa escuela preciosa de marinos, fuente de todo lo que constituía nuestro orgullo, ya no existe! ¡Nuestros arados se han transformado en bayonetas, nuestros soldados se amotinan por falta de paga, nuestros plantadores se hallan reducidos a la mendicidad, y nuestros granjeros están arruinados! Os agobia la carga de los impuestos, no para redimiros de obligaciones, sino para mantener a los holgazanes, mimar a los soberbios, promover a bribones viles y taimados y tahúres disolutos a los más altos cargos del Estado, pagar ejércitos cuyos hombres tienen semblantes humanos pero corazones de liebres. Sí, son muchos: pero ¿para qué nos sirven? ¿Por qué llamamos a nuestro país a soldados de sopa aguada?[9] ¿Es que los nuestros son unos cobardes? ¿No están bien adiestrados, después de tantos años pasados bailando al son de los pífanos y los tambores? ¿No están dispuestos a enfrentarse con el enemigo cuando están en juego su religión y su libertad, cuando sus mujeres e hijos son masacrados ante sus ojos?
¡Oh, América! ¡América! ¡Estás arruinada y perdida irremisiblemente, condenada a la destrucción! ¡Al diablo con esa alianza francesa! Te veo postrada, implorando clemencia a los pies del monarca galo. Si Francia conquista a Gran Bretaña (¡lo que Dios no quiera permitir por vuestro bien!), tiemblo al pensar en la carga de miserias que se os echará encima. Ya los franceses os han arrebatado con malas artes Rhode Island, de donde, como de un volcán en erupción, se derramará fuego que incendiará vuestros barcos y convertirá vuestros puertos en montones de ruinas humeantes. ¡Ya me parece ver a los canadienses abalanzarse sobre vuestras posesiones en el Norte y a los franceses y españoles arrollar vuestras colonias del Sur! ¡Cual un impetuoso torrente lo barren todo en su camino! ¡E incluso vuestros propios hermanos, cuyas tierras habéis confiscado y a cuyos padres y hermanos habéis asesinado, se unen para labrar vuestra ruina! ¡Os veo convertidos en un desierto, a merced de los elementos implacables, clamando por un techo hospitalario que os resguarde de la tempestad! ¡Que el Cielo os preserve de la desventura y os disponga en favor de la paz! «¡Ésta es la hora señalada; éste es el día de la salvación!»