CAPÍTULO 6
Pedí permiso al sargento de guardia para conversar con Johnny Maguire el Loco antes de hacerse efectivo su arresto, permiso que me fue concedido. Maguire me contó entonces a qué se debía el que él estuviese en Nueva York. Había ido a vivir con su hermano Cornelius, quien tenía una granja cerca de Norwalk, en la parte sur de Connecticut, situada frente a Long Island, al otro lado del estrecho. Una vez llegado allí sin contratiempo, Cornelius le había enseñado a cuidar ganado, árboles, sembrados y aves de corral. Cuando estuvo seguro de que podía confiar al Loco Johnny, con la ayuda de la familia, el cuidado de los trescientos acres de su propiedad, Cornelius cogió su escopeta de caza que colgaba de un clavo y anunció su propósito de ir a reunirse otra vez con el ejército del general Washington en East Highlands. Entonces, Johnny se negó a permanecer en la casa si Cornelius se alistaba en el ejército, señalando con mucha razón que de lo contrario cometería el delito de alta traición: liberar a un soldado para luchar contra el rey era el mismo crimen que luchar personalmente contra él. Así llegaron a las manos. Cada uno agarró una de las pesadas barras de hierro que en esas tierras se usaban calentadas al rojo vivo para chamuscar los flips (una desagradable mezcla de cerveza, ron y melaza, que sin embargo era buena para combatir el frío) y la emprendieron a golpes el uno con el otro, resueltos a no dar ni recibir cuartel. Johnny derribó a su hermano sobre el suelo de la cocina, pegándole en el cráneo, y luego se dio a la fuga, huyendo hacia Nueva York, que quedaba a unas dos jornadas de marcha.
—¿Fuiste sin guía, Johnny? —pregunté.
—Sin más guía que el diablo —respondió.
—¿Caminaste de noche? —inquirí.
—¿Y qué haría yo caminando de noche? —contestó él—. El sol me va mejor que la luna para viajar.
—Siendo así, ¿cómo te las arreglaste para llegar a salvo? —pregunté, confundido—. ¿No vestías el uniforme escarlata?
Me guiñó un ojo con malicia y, tras una breve pausa, dijo sencillamente:
—Bueno, yo iba solo, ¿sabes?, y hablaba con acento irlandés, así que creían que era un desertor…, en efecto, lo era…, y, naturalmente, inclinado a la infidelidad. Parece que hay un tal doctor Ben Franklin que últimamente ha dirigido al Viejo Mundo cartas muy persuasivas, diciendo que la rebelión es el deber y salvación de los irlandeses. Me fui a Nueva York por el camino de Eastchester, y cada vez que veía venir a alguien en dirección contraria, me sentaba al borde del camino, fingía curarme un pie como si estuviese lleno de sabañones y le dejaba acercarse. Luego le preguntaba ansiosamente a qué distancia quedaba el pueblo que yo acababa de dejar, y le decía que me llamaba Johnny Maguire, que era un desertor del ejército de Nueva York y que iba con los pies doloridos a reunirme con mi hermano Cornelius Maguire en Norwalk. Le acompañaba un trecho cojeando, y luego volvía a sentarme y a mirarme el pie. Cuando el otro se había perdido de vista, me levantaba y continuaba viaje.
—Debió de ser una manera incómoda de viajar cuando había mucha gente en el camino —observé.
—Sí —asintió él gravemente—. Hubo días en que avancé dos millas y retrocedí tres. Pero podía progresar más cuando la lluvia limpiaba de gente los caminos. Bueno, conforme me acercaba a destino, mayor alegría fingía de haber roto las cadenas de la esclavitud británica y salido al aire libre de la América patriota. Tal sentimiento me ganó más de una buena comida, y más copas de lo que me convenía, pues a pesar de ser gente tan lista se dejan engañar fácilmente. ¡Pero estaba visto que los engañaba con demasiado éxito! Un individuo excesivamente cordial me invitó a subir a su magnífico carruaje amarillo y no quiso aceptar mi negativa. Me llevó medio camino de vuelta a Norwalk y me costó librarme de él. Finalmente llegué a unas tres millas de aquí y desde entonces, cada vez que me encontraba con alguien hacía ver que desesperaba por escapar a mis perseguidores, y fingía que el pie me molestaba más y más. Al fin, un supuesto amigo me traicionó con la esperanza de recibir una recompensa; me delató a un centinela británico, que vino y me llevó sano y salvo a las filas inglesas. Y ahora te toca a ti contar cómo te las arreglaste para escapar. ¡Venga tu historia, sargento Gerry Lamb!
Fuimos entonces agasajados en el cuartel de la guardia con víveres y cerveza británicos. Los hombres se mostraron muy cordiales y los oficiales nos trataron con gran gentileza. Terminada la comida, aunque yo hubiera deseado vivamente dormir todo el día, fuimos conducidos a la ciudad de Nueva York, que estaba a unas quince millas, para presentarnos en el cuartel general. Éramos el primer grupo que había escapado del ejército de la Convención desde el mes de septiembre.
El sargento que nos acompañaba, de nombre Collins, natural de Londres, fue con el tiempo un buen amigo mío. A diferencia de la mayoría de los suboficiales de este regimiento, era muy comunicativo, siendo la mayor parte del discurso que me dirigió tan divertido como instructivo. Me dijo:
—Usted será llevado ante el mayor André, el ayudante general. Tiene el mejor cerebro y el corazón más bondadoso de todo el ejército británico. El general Clinton está entusiasmado con él. Naturalmente, algunos oficiales lo consideran demasiado afrancesado; dicen que es un hombre romántico y excesivamente interesado por las modas y el teatro. En efecto, diseñó todos los trajes para nuestras representaciones en el teatro de Filadelfia, se hizo cargo de los papeles principales, escribió los prólogos, pintó los decorados y qué sé yo cuántas cosas más. La gran Mischianza, o función de despedida para el general Howe, fue una representación estupenda, y el mayor André la inventó y organizó personalmente. Caballeros de la Montaña en Llamas, Caballeros de la Rosa, una regata, un torneo, reinas de belleza, doncellas de honor, grandiosos fuegos artificiales…, ¡vamos!, fue una fantasía hermosa y exquisita, un cuento de hadas que se convertía en realidad ante nuestros ojos. Era una burla a los estragos de la guerra que nos rodeaban y un desafío al rey francés que acababa de pronunciarse contra nosotros.
Nuestro aspecto de hombres agotados por un largo viaje suscitó la compasión de los soldados que se nos cruzaron en el camino, y dos o tres veces fuimos invitados a alguna taberna e incitados a contar nuestras aventuras. Pasamos bajo los bastiones de Fort Washington y por McGowans Pass, cerca del pueblo de Harlem, que era un lugar tan bien defendido que algunas compañías apostadas allí estarían en condiciones de tener a raya a todo un ejército. Aproximadamente a mediodía llegamos a Nueva York propiamente dicha, enclavada en el extremo de la isla y que ya por entonces era una gran ciudad de diez mil habitantes nativos, si bien no tenía ni la mitad de su actual categoría e importancia. Había allí un gran exceso de población, por la afluencia de elementos militares y de gran número de leales procedentes de todos los puntos del país, que compensaban con creces la pérdida de tantas familias que militaban en el bando contrario. La congestión se agravaba a causa de la pérdida de mil cien casas, más de un cuarto de la ciudad, que habían sido incendiadas por los americanos al evacuar la ciudad. Las ruinas de estas casas estaban al este de Broadway (la magnífica vía de setenta pies de ancho que corría a lo largo de una loma en el centro de la ciudad) y al sur de Wall Street, donde residía la gente de dinero. Alrededor de las chimeneas y paredes que seguían en pie habíanse dispuesto tablones y lonas, y los andrajosos que habitaban esos agujeros daban a la ciudad un aspecto miserable. Eran en parte la habitual escoria de la humanidad que pulula alrededor de las puertas de las ciudades del mundo entero donde hay guarnición militar, pero en parte también las más lastimosas víctimas de esta guerra fratricida: terratenientes y sus familias, descendientes de los primeros colonos que la ley del populacho y la rapiña había echado de sus tierras y reducido a la mendicidad. De las casas que se habían salvado algunas estaban construidas con buen gusto al estilo inglés, muy sólidas y pulcras y de varios pisos; pero la mayor parte eran construcciones holandesas de techo puntiagudo, cuyos aleros se proyectaban hacia la calle. Comprobé que el espíritu holandés gobernaba todavía la ciudad; la norma de los holandeses, que de hecho acaparaban los mercados y los negocios, era dar poco y pedir mucho; ocultar las ganancias y vivir sólo para ellos. Podían ser reconocidos por su cómica costumbre de fumar «cigarros», que eran hojas de tabaco arrolladas en forma de un tubo de seis pulgadas de largo, cuyo humo absorbían sin la ayuda de ningún instrumento. Según me informó el sargento Collins, obtenían ganancias enormes alquilando apartamentos y vendiendo provisiones. Los precios que me indicó eran cuatro o cinco veces más caros que los que regían en Dublín en los días en que yo estaba acantonado en aquella ciudad.
Otras cosas que vi y que me sorprendieron en esta primera visita a la ciudad fueron una larga fila de esclavos negros llevando fardos de mercancías en la cabeza —casi un cuarto de la población neoyorquina estaba constituida por negros o mulatos—, y tres queridas de oficiales, yendo en elegantes coches y luciendo cada una un traje de corte militar con los distintivos del regimiento de su respectivo protector. Las calles principales estaban pavimentadas, limpias y flanqueadas de árboles. Había algunas tiendas realmente buenas en las calles cercanas a Broadway, algunas de ellas tan lujosas como las que más en Dame Street o Parliament Street de mi ciudad natal, de las que bien puede decirse que son dos de las más importantes calles comerciales de Europa. No dejó de impresionarme vivamente el contraste entre este ambiente opulento y el horrible campo del que había escapado esa misma mañana.
Delante de una de esas tiendas, donde se vendían cajas de rapé y cajas para confites, esmaltadas, estaba de pie en actitud negligente un joven y bien parecido petimetre, vestido con una casaca de seda azul celeste y un chaleco floreado, chupando el cabo de su bastón al parecer de malaca, el cual, cuando lo apartó de la boca con un gesto pensativo, resultó ser de ámbar oscuro. También lucía una capa militar española, de seda color amarillo canario con forro de inmaculada blancura, y una espada con pomo de cristal y vaina toledana. Se parecía tanto a una figura de cera o un figurín, que se me ocurrió hacerle hablar, para ver qué lengua brotaría de aquellos labios de Cupido. Le pregunté, pues, la hora.
Él clavó en mí una mirada vaga, pero cuando repetí mi pregunta en voz más alta, pero en tono todavía cortés, optó por contestarme, en vista de que iban conmigo otros tres soldados. Extrajo reposadamente del bolsillo derecho del chaleco un reloj de oro con incrustaciones de brillantes, lo miró unos instantes y proclamó:
—Honrado casaca roja, sepa usted que sólo faltan tres minutos para mediodía.
El hombre recordaba tan vívidamente al estrambótico bufón Arden de Shakespeare, que me atreví a citar:
Así podemos ver, dijo él, cómo se mueve el mundo.
El hombre se rió ante esta salida.
—Touché —murmuró, y continuó:
Y así de hora en hora llegamos a la madurez,
y luego de hora en hora a la decadencia,
y con eso se acaba la historia.
Satisfechos mi curiosidad y humorismo, me dispuse a darle las gracias y seguir mi camino, pero él me retuvo.
—No tan de prisa, amigo —dijo—. Hasta ahora hemos consultado sólo un oráculo cronológico. Quédese aquí mientras consultamos el otro.
Extrajo del bolsillo izquierdo de los calzones color perla otro reloj de gran precio; a continuación sacó otra vez el primero, intentando, evidentemente, establecer un término medio entre ambas horas. Pero antes de que pudiera contestarme, la batería que dominaba los accesos Norte y Este del río disparó el cañonazo que anunciaba el mediodía, y al punto repiquetearon las campanas de varios templos.
—Ahora es mediodía —declaró entonces con seguridad.
—Le estoy muy agradecido, señor —contesté, haciendo una leve reverencia, que él tuvo el gesto caballeresco de devolver, diciendo en tono sincero:
—No, señor, no hay de qué.
Proseguimos nuestro camino hacia el magnífico edificio de ladrillos situado al final de Broadway que, según pudimos ver por la guardia de honor apostada junto al portón y el estandarte real que ondeaba en lo alto, era el cuartel general. Pero Richard Harlowe se rezagó y nos hizo señas de que esperásemos un poco, dirigiendo a su vez la palabra a nuestro amigo el petimetre. No oímos lo que decían, pero los dos mantuvieron durante medio minuto una animada charla; luego Harlowe volvió a reunirse con nosotros.
—Hola, Caballero Harlowe —dijo Smutchy en tono de burla—, ¿era aquella preciosidad su hermano menor? ¿Ha accedido acaso a comprar su licencia?
Harlowe le lanzó una mirada penetrante y contestó, algo confundido:
—No, es sólo un primo irlandés.
Todos reímos de buena gana, aunque sin ver la gracia que podía tener esa respuesta.
En el cuartel general fuimos recibidos al instante por el oficial de guardia, quien nos dijo:
—El ayudante general, mayor André, ya está enterado de su huida y desea verles inmediatamente.
Fuimos llevados a la presencia del mayor André, quien nos dio a todos la bienvenida, felicitándonos por nuestra fugas Luego se dirigió a mí:
—¿No ha sido usted, sargento Lamb, quien ha dirigido esta expedición?
Cuando confirmé que así era, el mayor me invitó a pasar al salón, ordenando antes a su ayudante que llevara a mis camaradas y la escolta a la despensa para ser agasajados allí. Luego me sirvió personalmente un vaso de vino de Madeira.
—¡Hable usted, sargento Lamb! —dijo simplemente.
Sonreí.
—¿Dónde debo comenzar mi relato, Excelencia? Ya sabe usted que es peligroso pedir a un irlandés que cuente su historia. El mayor prorrumpió en una sonora carcajada.
—Bueno, cuénteme primero, si quiere, las circunstancias que le llevaron a enrolarse en el ejército.
—Creo que me alisté porque estaba harto de ser un empleado de oficina y ambicionaba la gloria —contesté.
Él me dio una palmada en el hombro y exclamó:
—Vaya, por esa misma razón me alisté yo. Pero…, yo tuve la suerte de tener un padre rico que pudo comprarme el grado de oficial. ¿Cuántos años tiene usted?
—Veintitrés —le informé.
—Bueno, hay más mérito en ser sargento a los veintitrés años que coronel a lose veinte —observó con gran franqueza—. Pues, a Dios gracias, el dinero o el privilegio rara vez intervienen en el nombramiento de nuestros oficiales subalternos, que son el alma de nuestro ejército de línea.
Nunca, antes ni después, oficial alguno me habló con tal llaneza y familiaridad ni provocó en mi corazón tan inmediato y espontáneo afecto. Su rostro, de tez morena, era bondadoso, abierto y animado. Tenía cabellos largos y hermosos, que de acuerdo con la moda los llevaba atados con una cinta negra y le colgaban sobre la espalda; el encaje del cuello y de los puños era de Mechlin y pulcrísimo, y las guarniciones de la casaca escarlata de corte impecable eran de un vivo color verde. En una palabra, era el hombre más apuesto que yo he visto jamás. No había tampoco en él traza alguna de arrogancia, y cuando fue al grano y me preguntó detalles de mi cautiverio y fuga, me di cuenta en seguida de que el sargento Collins no se había equivocado al alabar tanto su inteligencia. Quiero mencionar, de paso, que era característico en él al hablar de nuestro enemigo americano el nombrarlo con respeto, sin tratarlo jamás de «rebeldes» o yanquis, o mohairs, sino que siempre les llamaba cortésmente «los coloniales».
Primero me preguntó lo que sabía yo, por experiencia y por referencias, sobre la disciplina, composición, armas y disposición de las fuerzas de los «coloniales», la capacidad y el espíritu de sus oficiales y el actual estado de ánimo de la milicia, de las tropas regulares y los campesinos. Anotó rápidamente mis respuestas y, asintiendo con la cabeza, las cotejó con apuntes que ya figuraban en un gran libro encuadernado en piel de becerro que tenía delante.
—¿Vio usted alguna vez al general Benedict Arnold? —me preguntó de pronto.
—Sí, Excelencia —contesté—. Lo vi recorriendo al galope las líneas en el combate de Freeman’s Farm; es un hombre sin miedo. Es una gran lástima que un oficial tan juicioso y gallardo sea mariscal de campo al servicio de los americanos.
—Entre nous, muchos congresistas continentales parece que opinan lo mismo —dijo él riendo—. Siento no conocerle personalmente. Pero conozco a la dama a quien ha entregado su corazón; es una joven sentimental y buena. Le deseo que sea feliz con él. Su padre fue muy gentil conmigo cuando estuve en Filadelfia. Por eso temo que, no obstante estar enamorado de ella el gobernador militar, la pobre Peggy Shippen sea tachada de conservadora por las celosas señoras liberales de allí, y proscrita de las reuniones sociales. En cuanto al general mismo, mis agentes dicen que lleva un tren de vida muy por encima de sus recursos en aquella ciudad; allí todo es muy caro, ¿sabe? Temo que esto le acarree más dificultades con sus enemigos. Pero hablemos de su fuga. Voy a traer un mapa y trazaremos juntos su ruta. Ahora estamos aquí, a cinco millas al sudoeste de Hopewell, ¿verdad? ¿Dónde hay que marcar la cabaña de la viuda Eder?
Trazamos la ruta con lápiz en el mapa y marqué lo mejor que pude los blocaos y campamentos, y también los puentes sobre los arroyos y otros detalles de interés militar. Cuando le dije el nombre de nuestro guía, describí su persona y hablé de su mujer y de su casa, el mayor exclamó riendo:
—¡Conque dijo llamarse James Sniffen!, ¿eh? Éste no es su verdadero nombre. Lo tomó de un granjero liberal de White Plains… No; yo conozco a ese hombre y podría decir su nombre si quisiera, pero no se lo diré a usted, ya que él lo mantuvo en secreto. Haré que mis agentes le entreguen una adecuada recompensa, como estímulo. Es un hombre muy audaz y ha hecho mucho por nuestra causa.
Cuando hube dado al mayor André toda la información que pude, expresó gran satisfacción.
—Bien, sargento Lamb —dijo—; como oficial subalterno del Noveno usted disfruta de un privilegio que no se concede a la tropa, o sea el de elegir si quiere regresar a Inglaterra con el primer barco, para recibir un puesto en el regimiento, o, si prefiere, seguir sirviendo en América. Por mi parte, espero sinceramente que elija esto último. Aquí nos hacen falta soldados expertos.
Cuando vacilé un momento antes de contestar, adivinó la causa.
—Permítame asegurarle de antemano que no será enviado a ningún cuerpo en que no le agrade servir; sé muy bien cuánto varían los regimientos en calidad. No, no, sargento Lamb. Sir Henry Clinton, el comandante en jefe, me ha autorizado a dejar a su propio criterio la elección del regimiento en el que quiera ahora servir en América.
—En tal caso la respuesta es muy fácil —dije—. Me quedaré aquí. Elijo el de los Reales Fusileros Galeses. Si me es permitido solicitar un favor, deseo que el soldado Alexander Steel, que ha venido conmigo, sea trasladado al mismo cuerpo, pero el soldado Richard Harlowe a otro.
—Me ocuparé de esto —dijo el mayor—. E informaré al coronel Balfour de los Reales Fusileros Galeses que usted es un hombre enérgico e instruido, y le pediré que le conserve su grado. Entretanto, le doy las gracias por su información y por su decidida lealtad. ¡Que la suerte le acompañe!
Me estrechó cordialmente la mano y luego me envió con su ordenanza al coronel Handfield (el actual comisario general de Irlanda), que estaba encargado de pagar a los hombres que escapaban del cautiverio. Recibí una recompensa de tres guineas, aparte de la suma que, de acuerdo con mi informe, habíamos pagado de nuestro bolsillo para sobornar a los guías. Me inclino a creer que este premio que recibimos mis camaradas y yo se debió en gran parte a la benevolencia secreta de Sir Henry. El coronel Handfield aplicó a mi huida del ejército de la Convención el calificativo de «deserción honrosa». Ésta era la diferencia que el propio general Burgoyne estableció, al dirigirse al Parlamento, entre los soldados que desafiando todas las dificultades se reintegraban a las fuerzas de Su Majestad y aquellos que abandonaban su regimiento con intención de ir a vivir entre los americanos.
Antes de nuestra partida tuve una oportunidad de ver a Sir Henry. Era un hombre bajito, corpulento y pletórico, con una nariz señorial y un aire de honradez y gallardía, aunque no era fácil penetrar su reserva ni era él tan afable con las tropas como lo había sido el general Burgoyne.
Aquella noche dormimos en el cuarto de guardia del cuartel general, y a la mañana siguiente, después de recorrer la ciudad, regresamos a King’s Bridge. El sargento Collins se quejó mucho de lo cara que era ahora la vida en Nueva York, pero expresó la esperanza de que pronto «fuésemos lanzados a una campaña que empujase al abismo las tambaleantes fuerzas de los rebeldes». Dijo que ese verano había participado en una batalla naval contra los franceses, habiéndose ofrecido tres compañías del regimiento para actuar como fuerza de marinería bajo las órdenes del almirante Richard Howe. Iba en el barco Isis, de cincuenta cañones, al mando del capitán Raynor, cuando se entró en combate con el César, francés de setenta y cuatro cañones, que quedó tan maltrecho que, con sus velas al viento, fue a resguardarse al puerto de Boston.
—Pero la guerra principal por aquí —dijo— no es contra la rebelión, sino contra el fisco de Gran Bretaña. Me enfurece ver los escandalosos fraudes y desfalcos que se cometen aquí al amparo del gobierno militar.
Le pedí detalles que apoyaran esta acusación general.
—Oh —contestó—, en todo lo que se ve por aquí hay una cuestión moral. Mire usted aquel ganado que llevan al matadero; ¿de dónde cree usted que viene?
—¿Es ganado de los rebeldes sacado por los cowboys del distrito de Westchester, o comprado por ellos a los skinners? ¿O acaso se lo han quitado a los liberales de Long Island o Staten Island?
—Ya veo que sabe usted algo de eso. Bueno, cualquiera que sea su procedencia, los comisarios de ganado lo habrán recibido por lo menos a razón de dos guineas por cabeza, y vendido como carne de vaca al ejército a razón de dos chelines la libra, quedándose con las pieles y el sebo. ¡Vaya una ganancia! ¿Y qué ve usted más allá? Es el King’s College, que era la universidad de esta ciudad, con facultades de Artes y Física. Ahora hay tropas alojadas allí. Los intendentes cobran a la Corona un alquiler excesivo por estos edificios, como también por las iglesias, centros de reunión de cuáqueros, cervecerías, etc. ¿Y cree usted que esos agentes restituyen a los dueños un solo centavo? Nada de eso. Y fíjese en el humo que sale de aquella hilera de chimeneas. Es otra historia. Los mismos intendentes traen la leña de los bosques de Long Island o Staten Island y pagan a los propietarios conservadores quince chelines por cuerda y a los liberales nada en absoluto. El transporte les cuesta menos que nada. Sin embargo, ¡hay que ver el precio que cobran por la leña! ¡Ochenta chelines por cuerda!
Dudé de la veracidad de muchas de esas afirmaciones; pero más tarde me convencí de que eran ciertas. Tampoco se beneficiaban solamente los oficiales de categoría inferior. En esos años, cuatro intendentes generales del ejército de América se retiraron sucesivamente a Inglaterra, cada uno de ellos, según se decía, dueño de nada menos que un cuarto de millón de libras esterlinas. Sin embargo, dos ayudantes generales de Intendencia, Archibald Robertson y Henry Bruen, citados en Nueva York, en 1782, a comparecer ante una junta de oficiales de alta graduación (en la cual yo estaba empleado), para explicar los prodigiosos gastos de su sección, insistieron en que el sistema de contratos privados era preferible al de compra directa por parte del gobierno militar. Declararon: «Ningún hombre versado en los negocios o capaz de juzgar de la naturaleza humana puede suponer que un contrato realizado por el poder público pueda ser o sea cumplido con la misma economía, el mismo cuidado y atención que cuando están directamente en juego los intereses de particulares. También sería poco menos que imposible para cualquier jefe de sección, por grande que fuese su celo y atención, cuidar de que se procediera con estricta justicia en la adquisición de la variedad de artículos que requiere el transporte por tierra y por mar de un ejército, particularmente en este país.»
Y el sargento Collins prosiguió:
—Ello no obstante, Nueva York es un lugar agradable y sano, en comparación con otros de América. Hay brisas refrescantes en verano y un aire más templado en invierno. Me refiero más bien a la parte situada en North River, donde vive la gente pudiente; el barrio comercial que está ahí abajo, en East River, ¡uf!, despide en verano un hedor como la sentina de un transporte. Es muy agradable el mes de septiembre, cuando los manzanos dan fruto y están en flor al mismo tiempo. Pero le voy a decir una cosa: uno de los más graves inconvenientes es la falta de agua buena, pues hay pocos pozos por aquí. La ciudad se abastece principalmente de una fuente que dista casi una milla, y el agua es distribuida entre la población desde el depósito que hay al comienzo de Queen Street y que le voy a mostrar. Eso, y el precio elevado del jabón, hacen que por el lavado cobren unos precios fantásticos. Mire esto, ¡mi factura más reciente: siete chelines y medio por una docena de piezas! Sí; hay muchos lugares peores que Nueva York en tiempos de paz. Estábamos aquí en 1773, dos años antes de la crisis. ¡Qué tiempos aquéllos! Tenías buena carne de vaca por tres peniques y medio la libra, y carne de cordero de muy buena calidad al mismo precio. Los pollos costaban nueve peniques el par, en vez de los cuatro chelines que cobran ahora por uno solo y pequeño. ¡Esos malditos tenderos holandeses son trapaceros como los judíos! La carne de tortuga a siete peniques la libra, ya no se la ve ahora, y las piñas, grandes como una jarra de litro, a seis peniques la pieza, también pertenecen ya al pasado. Hay sin embargo una sola ventaja en esta enorme alza de precios, y es que la gente no puede emborracharse tan fácilmente. En aquellos días se vendía un aguardiente de Nueva Inglaterra, que quemaba como fuego, a razón de tres peniques el cuartillo; y en mi vida he bebido veneno peor. En aquel entonces se erguía todavía la hermosa estatua ecuestre del rey George en Bowling Green; los malditos rebeldes la derribaron, la hicieron pedazos y fundieron los trozos en moldes para balas. Hicieron de él más de cuarenta mil balas para ser disparadas contra los pechos de sus leales súbditos, ¡oh, canallas!
De regreso en King’s Bridge, me presenté al teniente coronel Balfour, de cuya amable atención estaré siempre agradecido. El coronel del regimiento era el general Howe; pero, naturalmente, no lo mandaba en el campo de batalla. El teniente coronel Balfour me facilitó ese mismo día ropa y otras cosas necesarias, y le nombró sargento en la primera oportunidad que sé le presentó.
Por entonces, como ahora, el regimiento Veintitrés o Reales Fusileros Galeses era uno de los más importantes del ejército y conservaba un número de notables costumbres, que en su mayor parte perpetuaban el recuerdo de algún glorioso episodio histórico o mantenían la conexión titular del regimiento con Gales, aunque pocos de sus oficiales y soldados eran oriundos de ese país. Ostentábamos divisas muy hermosas en nuestras banderas y equipos. En el centro de la bandera, las plumas del príncipe de Gales proyectándose fuera de una corona, y en tres ángulos, las insignias de Eduardo, el Príncipe Negro, a saber: el Sol Naciente, el Dragón Rojo y las Tres Plumas con el lema Ich Dien.[5]
Nuestras gorras de granaderos llevaban las mismas plumas y el Caballo Blanco de Hannover, con el lema Nec aspera terrent, es decir, «No nos amilanamos ante las dificultades». Las plumas y el lema Ich Dien estaban pintados en nuestros tambores y eh el caño de las armas. Nuestras banderas y equipos llevaban también el lema: Minden. Uno de los privilegios honrosos de que gozábamos era el de desfilar precedidos por el magnífico macho cabrío que era la mascota del regimiento, con los cuernos dorados y adornado con pequeñas coronas de flores. Nos jactábamos mucho del origen lejano de esta costumbre.
Las galas marciales pueden ser un estímulo para la disciplina y al mismo tiempo un ejercicio útil, y debo confesar que alegraba mi corazón el participar en un desfile de este regimiento; me quitaba de la boca el resabio de los ejercicios impuestos en el cautiverio con bastones en vez de mosquetes, y del recuerdo de los destacamentos tan poco marciales que habían sido nuestros guardianes durante el cautiverio de Prospect Hill y Rutland.
Durante los siguientes meses estuvimos acampados en distintos lugares de Manhattan Island, y una vez cerca del pueblo de Harlem, en cuyas cercanías estaba el notable estrecho de Hell Gate, con sempiternos remolinos y constante bramar de …aguas. La tremenda vorágine se debía a la estrechez y sinuosidad del cauce, siendo arrojadas las olas contra un lecho de rocas que se extendía hasta el otro lado. A un lado había rocas sumergidas llamadas «El lomo del cerdo», y al otro, un sitio no menos peligroso, «La sartén del diablo», donde el agua siseaba como si fuese vertida sobre hierro incandescente. En el medio, la corriente arremolinada provocaba un movimiento como de agua hirviendo, conocido con el nombre de «La olla». Este lugar había sido famoso por sus enormes y excelentes langostas, que en tiempos de paz se habían vendido a tan sólo un penique y medio la libra; pero el terrible cañoneo con motivo de la batalla de Long Island las había ahuyentado y no habían vuelto más.
Posteriormente, Sir James Wallace, perseguido por la flota francesa, llevó el Experiment, armado con cincuenta cañones, sin contratiempo hasta Nueva York a través de este peligroso paso, con gran asombro del almirante Howe. El mérito principal, sin embargo, le cupo al piloto negro encargado de la maniobra. En el instante de mayor peligro Sir James, de pie en el alcázar, dio algunas órdenes que en opinión del piloto interferían en los deberes de su propio cargo. Fue, pues, hasta Sir James y, dándole unas palmadas en el hombro, este negro le dijo: «Señor, esto me corresponde a mí.» Sir James, comprendiendo la validez de la recriminación del valiente muchacho, calló y más tarde, en prueba de gratitud por su extraordinaria hazaña náutica, le asignó una anualidad de cincuenta libras esterlinas a perpetuidad. La frase se hizo proverbial en el regimiento, y en cierta ocasión tuve la audacia de emplearla frente a un joven oficial que por entonces se incorporaba a nuestras filas, cuando trató de interrumpirme mientras instruía a mi compañía en los métodos de lucha en la selva. Aceptó la reprimenda como convenía a un cumplido caballero. Este subteniente (como curiosamente son llamados en el regimiento, en lugar de «alféreces»), el joven Harry Calvert, ha llegado a ser ahora teniente general y ayudante general de las fuerzas británicas; a su condescendencia debo mi pensión de un chelín diario que recibo del Hospital Real de Chelsea.
En una o dos ocasiones tuve oportunidad de visitar el Teatro Nuevo, abierto para Año Nuevo en John Street, del que era director el cirujano jefe del ejército, y los papeles principales corrían a cargo de oficiales del estado mayor. Me encantó particularmente la actuación del mayor André, quien representaba sus papeles con gran naturalidad y sentimiento; las representaciones de Macbeth y Ricardo III a que asistí me hicieron avergonzar de mi autosatisfacción como actor en el acantonamiento de Rutland. Los papeles femeninos estaban a cargo de las queridas de los oficiales o, a falta de ellas, de jóvenes alféreces de la guarnición.
La celebración, por parte del regimiento, del día de San David, que es el día uno de marzo, daba lugar a un desborde de buen humor y a copiosas libaciones entre los Reales Fusileros Galeses. Los oficiales y sargentos lo celebraban entre ellos con el banquete tradicional y los brindis de rigor,. A cada brindis se suele agregar el nombre de San David, lo que presta una solemnidad cómica a la ceremonia. El primer brindis es siempre por «Su Alteza Real el príncipe de Gales… y San David», mientras la banda toca la melodía de The Noble Race of Jenkin y un joven tambor, elegantemente ataviado y montado en una cabra profusamente adornada con las insignias del regimiento, es conducido tres veces alrededor de la mesa por el tambor mayor. Sucedió en Boston, cuatro años atrás, que el macho cabrío pegó de pronto un brinco lanzando al joven tambor sobre la mesa, entre los vasos y las botellas, y, saltando sobre las cabezas de algunos oficiales, volvió corriendo al cuartel.
Después se brindaba por «las espuelas de Toby Pucell[6]… y San David», «Jenkin Morgan, el Primer Caballero de Gales… y San David», «las Damas… y San David… ¡Dios les bendiga!», «las gloriosas Rosas de Minden… y San David», «los Viejos Camaradas… y San David», prolongándose la alegría durante toda la noche. Entonces, todos los oficiales y sargentos que no han cumplido en años anteriores el rito de «comer el puerro», en la forma inmortalizada por el Fluellen de Shakespeare, son obligados a hacerlo en honor de San David, subidos sobre una silla con un pie colocado sobre la mesa, mientras redoblan los tambores, hasta que la nauseabunda planta cruda ha sido ingerida por completo, tras lo cual se les consuela con un buen trago, proclamándolos galeses honorarios. Los otros sargentos de mi regimiento me obligaron a cumplir este rito, y el coronel Balfour, que acababa de incorporarse al regimiento procedente de la Guardia del Rey, hizo lo mismo en la mesa de los oficiales. Así llegué a ser una persona de triple nacionalidad: irlandés por nacimiento, e indio mohawk y galés por iniciación y adopción. Espero no haber deshonrado nunca a ninguna de estas tres naciones en mi calidad de militar.
Si bien nuestro servicio en Nueva York fue interrumpido por cuatro expediciones de carácter bélico y varias incursiones, el regimiento se comportaba como si todo fuese «paz, desfile y parque de Saint James». Me refiero con ello a la formalidad y regularidad de nuestra conducta y el cuidado extremo que todos los soldados debían dedicar a su aspecto exterior. Cada día pasábamos muchas horas limpiando nuestros pantalones y correaje, lustrando las botas, puliendo los botones y las hebillas y, sobre todo, arreglándonos correctamente el cabello. Me acordaba que en ocasión del desembarco del Noveno en Three Rivers, en el Canadá, el mayor Bolton había informado a los oficiales que en adelante el sebo que se nos suministraba se aplicaría mejor a las botas, para preservarlas de la humedad, que al cabello, para fijar la harina con que lo empolvábamos; y que esta harina nos sería asimismo más útil bajo la forma comestible del pan. Desde entonces pocos, incluso entre los oficiales, trataron de mantener una apariencia atildada. Pero los Reales Fusileros Galeses no eran un regimiento rudo y vulgar; entre nosotros el peine, la polvera y la caja de pomada eran artículos de primera necesidad, no menos que la cartuchera, la bolsita de pólvora y la baqueta, y no se toleraba la menor desviación de la conducta militar correcta en los cuarteles, ni tampoco ningún comportamiento grosero ni deambular impropio de soldados por las calles. A menudo se burlaban de nosotros, tildándonos de petimetres, pero lo aceptábamos a título de cumplido, pues también cuidábamos de nuestras armas más que los otros regimientos. Por ejemplo, comprobé complacido que los oficiales de las compañías, que eran gente pudiente y llena de orgullo profesional, habían proporcionado de su propio bolsillo a sus hombres los magníficos pedernales negros que llevan los caballeros en sus escopetas de caza. Éstos se conservaban afilados aun después de cincuenta disparos, mientras que la pólvora gruesa parda y opaca que suministraba el ejército no servía nunca para más de quince, y muchas veces ni para ésos. Lo que es más, cuando estábamos en Harlem y una parte del regimiento tenía su campamento en un muelle, se anclaron figuras de hombres de tamaño natural, hechos de cartón delgado, a una distancia adecuada del extremo del muelle, y los soldados disparaban contra ellas como ejercicio de tiro. También se les señalaba, como blancos, objetos que flotaban en el agua, como por ejemplo botellas de vidrio, balanceándose a merced de la marea, y se otorgaban premios a los mejores tiradores. Ningún otro regimiento, que yo sepa, se ejercitaba así en el tiro; los coroneles se contentaban con que las descargas se hicieran perfectamente sincronizadas, descuidando la puntería.
Siempre he sido un hombre amante de la regularidad, del orden y de la pulcritud, y como sargento de este regimiento podía dar satisfacción plena a esta inclinación. Mi peluca de sargento, que había sido costeada por el coronel y confeccionada por el peluquero del regimiento, estaba hecha del pelo más fino, y la conservaba siempre en un estado impecable. Smutchy Steel se adaptó de buen grado a este modo de vivir, pero fácilmente se comprende que a Johnny Maguire el Loco le resultaba difícil cambiar sus antiguos hábitos desordenados. Siempre estaba en apuros.
Richard Harlowe fue transferido al Treinta y Tres. Resultó entonces que, por uno de esos azares que ocurren a menudo en ocasiones extraordinarias, Smutchy Steel había estado en lo cierto. Aquel petimetre shakespeariano era en efecto pariente de Harlowe y, antes que correr otra vez la suerte indigna de ser abordado en la calle por un soldado vulgar que pudiera llamarlo primo, cuando no hermano, prefirió comprar su licencia, a condición de que se le encontrara un sustituto, lo cual no era muy difícil entre los leales reducidos a la indigencia. Así este mal soldado salió del ejército.