CAPÍTULO 17
Rodeaban los cuarteles y el paseo público de Frederick Town numerosos centinelas; pero antes de tratar de encontrar un eslabón débil en esta cadena, el sargento Macleod y yo nos propusimos ensayar otro plan. Nos enteramos de que se enviaban con frecuencia pequeñas partidas de prisioneros, con fuerte escolta, para recoger leña. Pronto persuadimos al sargento intendente del Setenta y Uno, quien tenía a su cargo nuestra cabaña, de que nos incorporase a la siguiente partida, que debía salir el 12 de diciembre. Luego tratamos de inducir al mayor número posible de los que componían el grupo a arriesgarse y huir con nosotros. Pero sólo uno de ellos, un soldado raso que también se apellidaba Macleod, se declaró dispuesto a ello.
Cuando llegó el día en cuestión, aguardé presa de gran tensión nerviosa la llamada para salir a desempeñar nuestra tarea. Primero vacié mi mochila y distribuí mis efectos menos necesarios entre mis camaradas, pero me puse tres camisas, metí mi par de zapatos de repuesto en el bolsillo, me envolví en la manta y cogí mi hacha.
A las diez llegamos al bosque, situado a media milla de nuestro lugar de reclusión, y nos pusimos inmediatamente a talar árboles. Los dos Macleod se mantenían a mi lado, y entre los tres derribamos un pino y lo partimos en trozos. Luego dije a uno de nuestros guardianes:
—La madera de pino da un fuego vivo, pero se consume en muy poco tiempo. ¿Nos dejaría a mí y a mis compañeros talar aquel magnífico arce que está ahí cerca?
El guardia accedió pero, con esa rudeza que siempre caracteriza al hombre vulgar cuando está investido de alguna autoridad, nos detalló varias cosas desagradables que de todos modos podríamos hacer con la madera, una vez cortada en pequeños pedazos. Juntos nos encaminamos al arce, aparentando indiferencia, y con el fin de no despertar sospechas empezamos a discutir a gritos acerca de la mejor manera de talarlo; luego nos pusimos a trabajar, sin perder de vista al guardián.
Cuando por fin éste se volvió para vigilar a los otros prisioneros, aprovechamos la oportunidad y nos metimos corriendo en lo más espeso del bosque. La ansiedad y la esperanza, que más o menos se contrarrestaban en nuestro ánimo, eran las dos alas que impulsaban nuestra huida. Nuestros guardianes tendrían que ser capaces de correr como gacelas para darnos alcance. Seguimos corriendo hacia adelante por el bosque hasta que me pareció que habían transcurrido unas dos horas, deteniéndonos apenas para tomar aliento. Tomamos rumbo al Norte. Finalmente, nos pareció que podíamos caminar sin peligro y continuamos nuestra marcha durante otras tres horas o más, caminando y corriendo alternativamente, hasta que llegamos al río Great Monocaccy justo aguas abajo del Bennet’s Creek. Allí pagamos nuestro pasaje a un viejo barquero y cruzamos a la otra orilla sin ser examinados, pues las mantas en que íbamos envueltos ocultaban nuestros uniformes y nos daban una apariencia de indios más que de soldados británicos.
Pero una vez más la suerte nos abandonó. Estábamos cruzando un bosque, cuando de pronto topamos con una partida de americanos armados, que nos rodearon inmediatamente y nos llevaron en calidad de presos de regreso a Frederick Town, que era su punto de destino. Se burlaron en forma amistosa de nuestra locura al querer escapar sin conocer el terreno. Pero luego la cosa se puso más fea. Al entrar en la ciudad, al caer la noche, con los pies doloridos, un hombre que haraganeaba en el porche de una taberna gritó:
—Que me cuelguen si no es otra vez ese infatigable sargento Gerry Lamb. En eso de escapar se pinta solo. Se escapó del ejército de la Convención cerca de Fishkill Creek, cuando yo servía en el cuerpo de ingenieros, y llegó a Nueva York. La semana pasada lo vi cuando lo traían preso a esta ciudad después de haberse escapado del hospital de Gloucester. Mucho ojo con él, soldados, o les va a engañar otra vez. Corre como si tuviese alas, ese Gerry Lamb.
El hombre, que era un desertor, estaba ebrio, y quizá no tenía malas intenciones; pero los soldados le prestaron atención y me entregaron a la guardia del campamento como hombre de cuidado.
El sargento Macleod y el soldado del mismo apellido fueron separados de mí; los devolvieron a su regimiento, en tanto que yo fui enviado preso al cuartel de la guardia americana.
Hacía un frío intensísimo y el cuartel de la guardia era un blocao abierto por el cual entraban libremente la nieve y el frío. Con grandes dificultades conseguí que un guardia, por seis peniques, me trajera un poco de paja sobre la que pudiera acostarme en un rincón. Pero no tardé en comprobar que mi estancia allí sería muy dura; pues cada vez que los guardias descubrían que me había dormido, prendían fuego a la paja, y al arder ésta proferían alaridos como los indios, regocijándose ante mi apuro y mofándose de mis esfuerzos por apagar las llamas. A la hora del relevo me tomaba a veces la libertad de arrimarme al fuego para calentar mis miembros medio congelados; pero esta satisfacción duraba poco, pues cuando los centinelas eran relevados entraban rápidamente en el cuartel de la guardia y, si me encontraban cerca del fuego, solían atacarme a golpes, y a lo mejor una docena de bayonetas caladas apuntaban a un tiempo a mi pecho. Cuando me di cuenta de que no podría esperar piedad de aquellos salvajes, y que cada día me trataban peor, escribí una carta al comandante en jefe americano. En dicha carta, que entregué al teniente que inspeccionaba la guardia, informé al comandante sobre el trato que recibía a diario y le solicité que me trasladara a la cárcel de la ciudad.
Esta petición me fue concedida tres días antes de Navidad, pero no por eso mejoró mi situación. Se me quitó el dinero y los efectos que me quedaban, y fui alojado en la parte superior de la prisión, a la que tuve que trepar por un largo tablón, provisto de tablillas, cuya posición era casi vertical. En ese triste lugar, sin ningún tipo de comodidades, encontré a doce delincuentes encadenados a las paredes. Algunos eran desertores de la milicia; otros, ladrones de caballos; dos eran vendedores ambulantes encarcelados por haberse dedicado a su profesión sin poseer licencia. Uno había insultado a un miembro del Congreso, y otro había tratado de hacer circular dinero falso. Pronto fui atado al lado de ellos, y los saludé cortésmente. Tras hacerme toda clase de preguntas, a las que contesté con cuidado, reanudaron su única y constante ocupación, que consistía en discutir sobre política. Ni uno solo, dicho sea de paso, hablaba bien del Congreso. En cambio sentían gran estima por los generales Washington y Green, y quedaron complacidos cuando declaré que esa estima me parecía muy justificada. Los pobres recibían una ración muy escasa de galleta y un poco de tocino rancio, con agua para rociar la comida; en cuanto a mí, no se me dio ni un bocado por no estar a cargo de la prisión, pues yo era preso militar recluido allí a petición propia. Pero los prisioneros, aunque algunos de ellos eran sin duda unos bribones redomados, se compadecieron de mí. El hombre que había insultado al miembro del Congreso y llevaba allí la voz cantante declaró que sería «una barbaridad» que se me dejara morir de hambre, y a propuesta suya decidieron que cada uno de ellos debía reservar para mi subsistencia una duodécima parte de su ración. A no ser por su humanidad, nunca habría sido escrito el presente libro: me habría muerto de hambre.
Debo aquí, en honor a la justicia, explicar el porqué del mal trato que se me dispensaba. El regimiento de caballería aniquilado en agosto de 1776 en Long Island se componía en gran parte de jóvenes oriundos del límite occidental de Maryland, circunstancia esta que era motivo de odio general hacia los prisioneros británicos, alegándose que al regimiento se le había negado cuartel y que fue masacrado. Ignoro lo que puede haber de cierto en esta afirmación. Por otra parte, se me trataba con particular rigor porque se creía que todavía alentaba planes de fuga, lo que era cierto.
Permanecí en aquella prisión por espacio de doce días, hasta después del año nuevo de 1782, sufriendo de día las punzadas del hambre y tiritando de frío toda la noche. La única ocasión en que nos quitaban nuestras cadenas era cuando, una vez al día, se nos conducía abajo, a la letrina, bajo escolta de guardias armados con mosquetes. Aunque difícilmente cabe concebir mayores sufrimientos, nuestra situación era, sin embargo, aún peor, pues continuamente éramos molestados por los chillidos de una negra liberta que se hallaba recluida en el fondo de la prisión por haber asesinado a su hijo. Se pasaba la noche gritando, llorando y gimiendo por su «pobre corderito», su «panalito de miel» que se había ido para convertirse en un ángel allá en el cielo.
Me devanaba los sesos para hallar algún medio de escapar, y finalmente prometí al negro que nos traía los alimentos y el jarro de agua que le daría una de mis tres camisas (que todavía llevaba puestas) si me proporcionaba pluma, tinta y una hoja de papel y llevaba una carta mía a un oficial que, según sabía, estaba en la ciudad. Se trataba del mayor Gordon, del Ocho, al que había prestado el servicio de curarle una pequeña herida maligna de que sufría, en York Town, y atender a los once heridos que su regimiento había dejado atrás en Gloucester Point. Era un caballero de espíritu muy generoso; se había ofrecido voluntariamente para reemplazar al teniente coronel Lake, el oficial designado por Lord Cornwallis para el mando del ejército cautivo, nada más que por ser soltero, mientras que el coronel Lake tenía mujer e hijos.
El negro me trajo lo que le había pedido y escribí al mayor, informándole de mi mala situación y suplicándole que intercediese ante el comandante americano en mi favor. Todo lo que solicitaba era ser liberado de la prisión y alojado entre otros soldados británicos.
El negro volvió pronto para informarme que había entregado la carta y reclamó la camisa. No sabía si debía creerle o no, pero cumplí por mi parte con lo pactado y esperé ansiosamente el resultado de mi gestión. A la mañana siguiente, un soldado se presentó al pie del tablón y gritó:
—¿Hay aquí un prisionero de nombre Robert Land? Como ninguno contestara, el soldado se dispuso a marcharse, cuando tuve la inspiración de gritar:
—¡Ah, perdón, presente! —pues suponía que mi nombre había sido escrito mal en la orden de excarcelación, y prefería de todos modos ser puesto en libertad por un rato como Robert Land a permanecer encadenado allí como Roger Lamb.
—Pues en marcha, Land —me dijo él—. Mucho ojo y fíjese por dónde camina. ¿Le gusta tanto la prisión que se da tan poca prisa para dejarla?
—Primero tendrá que soltarme de la cadena —dije.
—¡Vamos, qué lío es éste! —gritó él—. ¡Eh, guardián! ¿Dónde ha metido sus malditas llaves, pedazo de bruto? Vamos, suba pronto y suelte al señor Land, el soldado inglés, o le meto una bala en el cuerpo. Tengo mucha prisa esta mañana.
En un santiamén fui desencadenado, y temblando de debilidad bajé por el incómodo tablón. El soldado me tuvo lástima al ver mis mejillas pálidas y hundidas, y a pesar de su prisa me permitió recuperar mi dinero del director de la prisión, si bien aquel hombre codicioso se negó a devolverme mis zapatos de repuesto, que vi llevaba puestos. Luego confié cinco chelines al negro, con un chelín extra para él, encargándole que los gastara en alimentos para mis compañeros de infortunio. Creo que era un hombre humano y honrado, y espero que cumpliera el encargo.
Entonces el soldado me dijo:
—Tengo órdenes de llevarle a la presencia del capitán Coote.
Temí que después de todo hubiera hecho mal en responder al nombre de Land, pero me tranquilicé al ser llevado a través de la ciudad al alojamiento del capitán Eyre Coote, del Treinta y Tres, pues este caballero me saludó pronunciando mi nombre correctamente.
—Dígame, sargento Lamb —exclamó, cuando estuvimos a solas—, ¿qué han hecho esos canallas con usted? ¡Parece un cadáver que camina!
Con breves y sencillas palabras le conté mis malandanzas y le confesé mi resolución y esperanza de escapar, a pesar de todo, a Nueva York.
Sus ojos se llenaron de lágrimas de simpatía.
—Ah, sargento —dijo—, todos somos desgraciados, mas a pesar de todo, no debemos perder el ánimo. El mayor Gordon le transmite sus saludos. Desde que llegó aquí está aquejado de toda clase de achaques. No es indiferente a su caso, pero me lo ha asignado a mí. Tengo una buena noticia que darle: he obtenido del comandante americano una orden de excarcelamiento para usted. Queda en adelante bajo mi mando.
Me apresuré a dar al capitán Coote (quien más tarde sería el teniente general Sir Eyre Coote) las gracias por su gentileza, y me tomé la libertad de felicitarle por la noticia —que acababa de recibirse en el país— de la victoria que su tío, de su mismo apellido, había obtenido sobre una enorme horda de hindúes acaudillados por Hyder Alí en la batalla de Porto Novo.
—¡Ah, sargento! —dijo él, dando un suspiro—, a mi pobre tío le queda sin embargo un largo camino que recorrer. El viejo está enfermo, y con su puñado de hombres famélicos, frente a la adversidad por la traición del gobierno de Madrás, andando y desandando bajo aquel clima pestilente, me da pena pensar en él y esos otros valerosos comandantes nuestros que luchan con terrible desventaja en puntos lejanos de nuestro Imperio. En la India, Goddard, Popham y Caniac; ¡y mi amigo Flint, en Wandewash, obligado, según me he enterado, a construir morteros de madera y granadas de barro! El general Elliott asediado y cañoneado durante largos meses en Gibraltar, y el pobre Murray, cuya bandera espero que todavía ondee en Port Mahon. Nuestros camaradas acorralados en Charleston, y otras varias guarniciones languideciendo en Pensacola y las islas de las Indias Occidentales, bajo la constante amenaza de quedar aniquiladas por la fiebre o las flotas francesa y española. Los americanos tienen una sola guerra que librar y cuentan con un enjambre de aliados, en tanto que nosotros luchamos ahora solos y por nuestra vida, como un toro atacado de frente por tres mastines, mientras dos más lo acosan prontos a clavarle los dientes en las entrañas. ¡Ojalá yo estuviera libre de mi palabra de honor! Trataría de escapar con usted.
Mientras conserve la vida, recordaré las palabras afectuosas del capitán Coote.
—Mi capitán —le dije—, lo que me impulsó a desertar fue el amor a la libertad y la lealtad a mi soberano. Usted ha confirmado esos sentimientos en mí, y no me daré tregua hasta que encuentre el medio de escaparme otra vez.
—Escúcheme ahora, sargento Lamb —dijo él—, ya he dado órdenes a mis sargentos para que le construyan una cabaña en el campamento y le incorporen a su grupo. Lo harán gustosos, pues todos ellos le aprecian. Tome; acepte esta guinea como mi tributo a su fortaleza de ánimo. Y cuando se haya repuesto un poco y reanude su plan, mis esperanzas y mis votos son por que tenga éxito en su tentativa de fuga.
Me fui triunfante para unirme al Treinta y Tres en su campamento, encontrando mi cabaña casi terminada de construir. Pero no bien estaba instalado con cierta comodidad entre aquella magnífica gente, llegó la orden de que todos los hombres alojados en regimientos que no eran los suyos debían ser trasladados al lugar que les correspondía. Yo debía ser transferido bajo escolta a los Reales Fusileros Galeses, confinados en Winchester, a unas ochenta millas al oeste de allí.
Ese viaje de cinco días por los Montes del Sur y Harper’s Ferry no ofreció nada digno de interés. Mis dos guardianes callaban y se mostraban hoscos tanto entre ellos como conmigo. Me vigilaban estrechamente durante el día, y por la noche me ataban con gruesos grilletes que debía llevar durante la marcha. A lo largo del río Potomac la tierra era rica y, al parecer, estaba dedicada primordialmente al cultivo de trigo. Más allá del desfiladero, en los Montes del Sur, se extendía un ancho valle de piedra caliza cuyas aguas me produjeron al principio intensos dolores. En el medio de este valle, con el Devil’s Backbone cubierto de nieve sirviendo de fondo, estaba situada Winchester, que resultó ser una ciudad irregular de unas doscientas casas. Los Reales Fusileros Galeses habitaban un campamento en las inmediaciones de un fuerte cercano, que durante la guerra anterior había sido construido por el general (entonces coronel) Washington como un baluarte contra los pieles rojas.
Allí me dio la bienvenida el capitán de Saumarez, quien mandaba el regimiento cautivo y estaba enterado de mis penurias.
—Sargento Lamb —me dijo—, ¿quiere usted tomar nota de una advertencia mía? Sé por los guardias que le han traído aquí, que es usted un hombre marcado. El sargento dice que sus camaradas han estado constantemente ocupados en aprehenderle y escoltarle de un lugar a otro. Tengo entendido que cuando dentro de tres días nos vayamos a Little York, en Pensilvania, le pondrán bajo arresto en cuanto se incorpore a filas, y le recluirán aquí, en la cárcel de Winchester, de donde ya no saldrá, salvo como cadáver, hasta el fin de la guerra.
Le di las gracias al capitán por su advertencia, y la mañana del 16 de enero, cuando el regimiento, junto con todos los demás, partió hacia Little York, informé que estaba enfermo y me quedé atrás, en el hospital. El médico, que me conocía, me envió muy gentilmente a tenderme sobre una camilla en la «cabaña de la muerte», destinada a alojar a los enfermos desahuciados.
Los días que pasé allí me fortalecieron un poco. Una vez transcurridos éstos y cuando los guardias habían abandonado la ciudad para escoltar al ejército hasta Little York, no era difícil escapar de la cabaña, que no estaba vigilada a causa del lúgubre fin a que la destinaban. Debo decir aquí que había confiado a Smutchy Steel mi propósito de seguir al regimiento, y le había rogado hacerme un favor si podía: informar a nuestros viejos camaradas del Noveno, que se hallaban por entonces alojados en las cercanías de Little York y disfrutaban allí de amplia libertad, que yo estaba en camino para allá. Le dije que haría como si nunca me hubiera escapado del Noveno desde su primera capitulación en Saratoga; alegaría que había quedado atrás en Charlotteville, trabajando (igual que el pobre Terry Reeves) en la plantación del coronel Cole, cuando el Noveno partió de allí en abril, pero que ahora volvía para incorporarme al regimiento.
Averigüé que el camino corría en línea recta unas cien millas, cruzando siete ríos o grandes arroyos y una cadena de colinas. Me puse en marcha en la mañana del 18 de enero. Hacía un frío intensísimo, pero tenía la guinea del capitán Coote, o mejor dicho, su cambio en billetes pequeños, medios reales y cobres, y también mi manta y algunos objetos indispensables que había obtenido en la cabaña de la muerte, de los efectos de un fusilero que murió allí durante mi estancia. En la mochila llevaba cuatro libras de harina, una botella de ron y un poco de carne en conserva.
Me parecía que el severo trato que me habían dado los americanos me dispensaba de revelar la verdad sobre mí mismo. Sólo estaba resuelto a no tratar de conquistar los favores de ninguna persona que encontrara fingiendo deslealtad a mi rey y a mi patria. Resultó aquélla una de mis marchas más duras, pues la efectuaba en pleno invierno y estaba enfermo, solo, y me acosaba el constante temor de ser llevado de nuevo a la cárcel. El viento soplaba del noroeste y era completamente glacial. Pero el mismo rigor del tiempo ayudaba a mis fines, pues no me cruzaba en el camino con nadie que se tomara la molestia de hacerme preguntas, excepto un viejo loco que olía a cerdos, aunque no llevaba tales animales consigo. Me detuvo a pocas millas de Spurgent donde yo debía volver para cruzar el río Potomack.
—¡Párese, señor! —gritó—. Supongo que usted viene de Charlotteville pasando por Wood Gap.
—Nein —dije yo, fingiendo ser alemán, pues no quería entrar en conversación. Era casi la única palabra alemana que sabía por entonces, aparte de ja, que significa lo contrario.
—Entonces, supongo que viene de Kentucky, ¿eh? —sugirió él.
—Nein —volví a decir con aire aburrido.
—Oh, ¿de dónde diablos viene usted entonces? —insistió él. Para librarme de él, solté una retahíla de disparates ininteligibles tales como «Twankydillo, lilliput, finicky blitzen, niminy-piminy buzz-buzz postdam finicky-fanicky, ulallo hot-pot Fredericksburg».
Captando la última palabra, dijo, como si entendiese lo que yo había pronunciado:
—Entonces, se habrá enterado usted de todas las noticias. Por favor, señor, ¿a qué precio va allí el tocino?
—Kenn kein Englisch —grité con pretendido enojo, recordando providencialmente las palabras con que los guardias alemanes de nuestro campamento de Rutland nos apartaban cada vez que les pedíamos un pequeño favor.
Esto sí que lo entendió.
—Ah, señor, ahora veo que usted no es uno de los nuestros. Bueno, tengo que seguir viaje. Tengo una larga marcha por delante. -Ja, ja —dije, apartándome de él.
Continué mi camino hasta el río Potomac, que crucé sin que me hicieran preguntas; pagué al barquero el precio de mi pasaje sin decir palabra, fingiendo un violento dolor de muelas. Durante todo ese tiempo viví de mis raciones y dormía por la noche en cobertizos o sobre montones de forraje. A menudo la nieve me llegaba hasta las rodillas, y los ríos que tenía que cruzar estaban cubiertos de trozos de hielo que flotaban a la deriva. Estuve a punto de perder el dedo gordo de los pies por congelación durante mi paso por los Montes del Sur, pero los froté bien con nieve antes de que fuese demasiado tarde. Recorrí aproximadamente quince millas por día, pasando junto a cuatro tumbas recién cavadas del ejército que me había precedido.
Me hallaba entonces en el estado de Pensilvania, y por la lengua que oí hablar supe que estaba en una zona alemana. Esos alemanes eran gente laboriosa, tranquila y sobria, y los únicos americanos que se abstenían de hacer preguntas impertinentes a los viajeros. Iban siempre en busca de las tierras más ricas, donde se establecían en comunidades bien regidas y construían y laboraban como para toda la vida; no tenían ese precipitado e inquieto modo de hacer de pionero de los americanos de habla inglesa, que marcaban un pedazo de terreno en la selva, talaban árboles, construían una precaria cabaña, araban entre los troncos, extraían del suelo su parte y, al cabo de algunos años, vendían su terreno a bajo precio y pasaban a otra tierra. Esos alemanes, y los holandeses que estaban mezclados con ellos, construían magníficas y sólidas casas y amplios graneros rojos, cultivaban la tierra con cariño, manteniéndola siempre en buenas condiciones mediante una rotación de cosechas, y se dedicaban a toda clase de industrias artísticas.
Hacia el 25 de enero, me estaba arrastrando por el camino, ya muy enfermo, a unas cinco millas de Little York, cuando una mujer gritó alegremente desde detrás de una tapia:
¿Adónde vas, espíritu errante?
Mi corazón dio un brinco de alegría y declamé en respuesta:
Por los montes y los valles, |
por los bosques y matorrales, |
por el fuego y las aguas, |
vago yo por todas partes… |
—Hola, querida Mrs. Jane, ¿recuerda usted el trabajo que teníamos en Rutland con Fairy, el pequeño tambor, quien no conseguía jamás aprender estos versos?
—Hace ya dos días que aguardo su paso por aquí. ¿Ha sido tan malo el camino? —preguntó Jane Crumer—. Parece usted muy enfermo, Gerry Lamb. Venga; mi pobre marido anda por allí, en el camino. Le dará un trago de whisky.
Comprobé que Crumer tenía la mente todavía trastornada. Al llegar me dijo:
—Hola, sargento Lamb, ¿está de vuelta tan pronto? Ayer mi Jane lloró al decirme que se había escapado usted. ¡Mire cómo sonríe ahora! —Había perdido por completo la noción del tiempo, y creía que era todavía el año 1779, cuando huí de Hopewell a Nueva York. El que Jane Crumer hubiese llorado en aquella ocasión me conmovió, como también el que sonriese ahora.
El whisky me hizo entrar en calor y seguí por el camino en compañía de ellos con el corazón muy alegre. Pero la sorpresa más grata me aguardaba todavía: Smutchy había tenido la idea de llevar mi mensaje a los sargentos del Noveno, los cuales ya habían obtenido del oficial americano que los mandaba, y quien no sospechaba nada, un pase extendido a mi nombre en el que se indicaba que yo pertenecía a su regimiento. Este precioso documento me fue entregado al entrar en la ciudad, pues varios viejos camaradas míos, aparte de Jane Crumer y su marido, habían tenido la gentileza y atención de aguardar mi llegada.
De este modo evité que me metieran en el campamento que había sido construido para los Reales Fusileros Galeses y fui adoptado como habitante de Convention Village, que había sido levantada a unas doscientas yardas del campamento por los reducidos restos del ejército del general Burgoyne. Los habitantes de dicha aldea disfrutaban de amplias libertades, siendo considerados casi como ciudadanos de América. Encontré que el pase me otorgaba el privilegio de alejarme hasta una distancia de diez millas a la redonda, siempre que observara un comportamiento bueno y decente. Fui conducido a la cabaña que mis camaradas habían construido para mí, con cariño, en cuanto supieron de mi próxima llegada. La habían equipado muy confortablemente, con cama y mantas, mesa y silla, velas, licor y hasta una estufa de hierro.