CAPÍTULO 8

Charleston, nuestro objetivo, era una ciudad situada cerca del mar en una lengua de tierra formada por la confluencia del río Cooper, al norte, y del río Ashley, al sur. Sus aguas unidas se vertían en el océano frente a la isla Sullivan, donde los americanos tenían un fuerte guarnecido con baterías pesadas. Entre la ciudad y la isla había un buen puerto para barcos. Las grandes mareas de estos ríos, así como las agradables brisas del mar, hacían de Charleston un lugar más saludable que las tierras bajas circundantes, de manera que frecuentemente acudía allí gente enferma de las islas de las Indias Occidentales para restablecerse de la fiebre. Sin embargo, el agua potable se contaminaba con frecuencia y, a causa del clima bochornoso, toda la población blanca tenía la tez de color de grasa y bilioso, y sus energías reducidas hasta tal punto que parecía incapaz de cualquier esfuerzo físico sostenido. Todo hombre blanco de cierta categoría tenía un número de esclavos, y ninguno estaba dispuesto a rebajarse haciendo el menor trabajo siempre que pudiera realizarlo un esclavo, ya se tratase de cargar su escopeta de caza, de peinar sus cabellos, o de trinchar la carne en el aparador antes de la comida. Incluso el niño que iba a la escuela disponía de un joven esclavo que le llevaba la cartera, y la señorita que dejaba caer un abanico de sus manos flojas llamaba a un esclavo para que lo recogiese antes que agacharse para hacerlo ella misma. Esa gente despreciaba o compadecía a los «pobres blancos» que, faltos de recursos para comprar y mantener a uno o dos esclavos, estaban obligados a hacer por sí mismos trabajos viles.

Ya que la institución de la esclavitud es el aspecto más característico de los estados del Sur, el lector me dispensará si me extiendo sobre este particular en el curso del presente relato. Los habitantes de Charleston no la consideraban en absoluto vergonzosa u odiosa, por estar tan generalizada, si bien como ciudadanos americanos que eran proclamaban su culto a las libertades civiles e insistían en los fueros y la dignidad del hombre. En efecto, los vecinos de Charleston eran conocidos en toda América por su hospitalidad, su cortesía y su espíritu progresista, y cabe mencionar en su honor que, durante toda la guerra, siguieron importando libros y todas las nuevas creaciones de las artes de Inglaterra y otros países del Viejo Mundo. Charleston era, en particular, el centro del arte musical en América y casi todos los hombres sabían tocar el violín o la flauta o algún otro instrumento, mientras que todas las mujeres sabían cantar.

En la costa, al sur del río Ashley, había cierto número de islas bajas que teníamos que ocupar una a una: Edisto, St. John’s, St. James. Cuando al día siguiente de nuestra partida de Tybee llegamos a la aldea de Edisto del Norte, desembarcamos sin encontrar resistencia y ocupamos St. John’s Island, cuyas playas restantes estaban limitadas por Stono Creek. Desde este brazo de agua, un canal tortuoso llamado Wappo Cut conducía al río Ashley, directamente frente a Charleston; a su derecha estaba situada St. James Island. Menciono estos detalles, porque al día siguiente de nuestra llegada a St. John’s Island fui designado para realizar con un destacamento al mando del mayor Moncrieff, nuestro ingeniero jefe, sondeos en Stono Creek. Él deseaba averiguar si sería posible llevar barcos de avituallamiento hasta nuestro campamento desde el mar. Fue ésta mi primera aventura en los estados del Sur, y aunque ocurrió muy poco que tuviera importancia militar, recuerdo todo el itinerario con la viveza de las primeras impresiones que perduran en la mente sin perder nitidez, mientras que hechos posteriores mucho más notables se borran por completo de la memoria.

Cuando casi habíamos terminado nuestro trabajo, el mayor Moncrieff, un escocés inteligente, encontró francamente insoportable el calor de nuestra embarcación y pidió que hiciéramos un alto y nos refrescáramos un poco. Estábamos pasando junto a un campo anegado en que chapoteaba un grupo de esclavos negros, hombres y mujeres, sin más vestimenta que un trapo en torno de la cintura. Estaban entregados al cultivo del arroz. El arroz era el producto principal de aquella provincia, y su cultivo requería mucho trabajo.

Enfilamos hacia la orilla, y el teniente Sutherland, del cuerpo de ingenieros, que formaba parte de nuestro destacamento, hizo señas a un joven negro, quien se nos acercó. Con gran sorpresa mía descubrí que el infeliz apenas si sabía tres palabras de inglés; sólo articulaba una jerga ininteligible, sin duda la lengua nativa de la selva del Congo de donde le habían llevado para ser vendido como esclavo.

Sin embargo, una mujer vestida con una harapienta camisa de algodón vino en su ayuda, y se dirigió al teniente Sutherland:

—Buen día, señor coronel. ¿Quiere hablar con capataz? Él dormir allá, bajo aquel árbol.

—Entonces ve a despertarlo, buena mujer —dijo el teniente, complacido con eso de coronel—. Dile que el ingeniero jefe de las fuerzas británicas desea hablar con su patrón.

—¡Caramba, señor coronel, qué difícil es eso! Le diré: coronel británico desea verle; despiértese o el señor enojarse mucho.

Se fue corriendo y pronto vino un joven capataz mulato, avanzando lentamente a través del arrozal. Parecía enojado por la interrupción de su siesta, pero deseoso de disimular su enojo por temor al castigo.

—Llévame a tu amo —le ordenó el mayor Moncrieff.

—Mi amo quizá duerma aún —objetó el capataz—. Es un buen patrón, pero muy violento, y se pone furioso si se le despierta.

—Yo me responsabilizo de las consecuencias —declaró el mayor—. Tengo entendido que por aquí los señores son muy amables con los forasteros.

Cuando el capataz vio nuestra determinación de hacer la visita, cambió de tono.

—No; le he mentido. Mi amo no está durmiendo, y le será muy grato recibirlo. Nadie quedará tan complacido como él con su visita.

Se volvió hacia los esclavos, amenazándolos con terribles castigos si abandonaban el trabajo durante su ausencia, y nos indicó el lugar donde podíamos amarrar nuestro barco y desembarcar. Luego nos condujo a la casa del colono, que se levantaba detrás de un bosquecillo de pequeñas palmeras, flanqueada por un enorme granero y dos o tres pilas de paja de arroz. Antes de llegar hasta ella pasamos junto a una hilera de destartaladas cabañas, unas treinta en número, con tejado de hojas de palmera, de las que brotaba un nauseabundo olor de animales. Dos negras, viejas y desnudas, con motas canosas en la cabeza y senos marchitos, asomaron la cabeza a nuestro paso profiriendo gritos de asombro y admiración al ver nuestras armas y ropas.

—Allí está el matadero —dijo el capataz, señalando con la mano—. Mi amo es un hombre muy rico. Posee un centenar de negros que trabajan bien. Todos, salvo los viejos, trabajan en los arrozales.

Se adelantó para avisar a su amo de nuestra llegada. Este caballero se llamaba capitán Gale —en todo el Sur todos los hombres ostentaban algún grado militar, aunque no hubiesen servido un solo día en las filas de la milicia provincial— y era el prototipo del plantador. Se presentó ante nosotros en ropa de casa: camisa de batista, pantalones de lienzo, gorro, los pies desnudos, y blandiendo en la mano izquierda un látigo siempre vibrante para tener a raya a los esclavos. Vino a nuestro encuentro con la mano derecha tendida para saludar a los oficiales. No estaba borracho ni sobrio, sino en un estado de vaga euforia.

—¡Señores, me es muy grato darles la bienvenida! —dijo—. ¡Vaya! Es bálsamo para mis ojos ver una vez más a militares británicos. Es el preludio de acontecimientos muy gratos. Ustedes los británicos arrojarán pronto a esa maldita chusma de rebeldes más allá de Charleston. Desde que se han hecho fuertes por aquí estoy apartado de todo trato con gente decente, excepción hecha de mis vecinos, los Bennet, los Motte y los M’Corde. ¡Esto cambiará ahora! ¿Qué les parece si tomamos una copa de licor añejo a la salud de Su Majestad el rey George? ¡Eh, Cudjo, Cudjo!, maldito perro negro, ¿hasta cuándo he de desgañitarme llamándote? ¡Anda y sírvenos el licor en seguida!

Desde la otra habitación llegó una voz alarmada:

—¡Voy, amo! ¡Cudjo siempre responde cuando le llama el amo!

Y Cudjo, otro joven mulato, vino corriendo con el aire culpable de quien ha sido sorprendido dormido, trayendo en una bandeja una botella de licor y tres copas. El capitán Gale hizo restallar en broma su látigo ante el chico, llamándole holgazán.

Entonces se brindó en la terraza a la salud de Su Majestad, mientras yo apostaba centinelas por los terrenos; luego me presenté al mayor Moncrieff para recibir órdenes, quien tuvo la gentileza de sugerir al colono que a mí también me gustaría apurar una copa, observando que era un oficial subalterno que ya había realizado un servicio notable en la guerra y había sido premiado por Sir Henry Clinton por llevar a un grupo de prisioneros evadidos, sanos y salvos, a través de las líneas del general Washington.

Al instante el capitán Gale se deshizo en amabilidades para conmigo y ordenó a Cudjo traer en seguida otra copa.

—¡Vaya, mi buen héroe! —exclamó—. Conque usted engañó a ese viejo Fabio de Virginia, ¿eh?, como un Aníbal. ¡Bravo, bravo! ¡Y ahora va a vengarse por lo que esa maldita chusma yanqui le hizo! ¡Canallas! Los hay a montones en Charleston. ¡No les dé cuartel! ¡A pegar duro! ¡Hay que matarlos como a perros! ¡Hay que hacerlos trizas! ¡Hurra! ¡A ellos, británicos! ¡Si no fuera por mi maldito lumbago, les juro que me lanzaría con ustedes a la carga contra esos hijos de perra!

Brindé respetuosamente por la salud del rey, bebiendo el licor, que era en efecto muy bueno pero de fuerte efecto en un estómago vacío.

El mayor Moncrieff pronunció algunas palabras ponderando la plantación, palabras que el capitán Gale escuchó complacido, y el teniente Sutherland observó que la vida de un plantador debía de ser muy agradable.

—A Dios gracias, no tengo motivos para quejarme, salvo de esa maldita guerra. Se llevó nuestras bonitas monedas de oro y de plata, inundándonos en cambio con esa porquería continental que se convierte en insulto y traición en cuanto uno la coge en la mano. Gracias a Dios, ustedes han venido finalmente en nuestra ayuda, pues las cosas se han puesto muy feas para los hombres honrados.

A continuación se jactó de su «ganado negro», término con el que se refería evidentemente a los negros. Poseía seis sirvientes y criadas, mulatos todos, ya que eran los mejores para los quehaceres domésticos.

—Los crío personalmente —dijo en tono jovial—, porque así, ¡caramba!, sólo puedo culparme a mí mismo por sus puntos flacos. Lo que es la madre de Cudjo, era una magnífica y robusta muchacha de la Costa de Oro, virgen aún, y la conseguí por nada, esto es, se la gané a un viejo y decrépito francés de Tradd Street en Charles-ton, en una noche de naipes. ¡Valiente esfuerzo me costó derrotar al viejo aquel, punto por punto, hasta que conseguí el premio! Creo que Cudjo se parece un poco a mí…, fíjense en su manera de andar y en mis propias piernas torpes… La misma criada me dio otro hijo, que es mi lacayo y también un chico muy apuesto, aunque debo admitir que me jacto demasiado de él. Al capataz lo tuve con otra muchacha de la Costa de Oro, a quien empleaba de cocinera. Era una mujer de todos los diablos, pues se puso celosa de la madre de Cudjo y la envenenó…, bueno, se lo perdoné, ¡je, je!, ya que los celos no son un grave delito en una mujer… Pero entonces la preñó un negro que había venido de casa de los Bennet con un grupo musical. Así que perdí la paciencia con esa zorra locuela y la devolví al trabajo con la azada. ¿Qué le parece eso, mayor?

El mayor Moncrieff, que estaba familiarizado con este tipo de gente acomodada, contestó que aquella criada le había jugado sin duda una mala pasada.

—Ah, pero eso no es todo, ni mucho menos —continuó el capitán Gale—. Abortó en el tercer mes, como por despecho; y temiendo que volviera a jugar sucio conmigo, la cambié al viejo Bennet por una yegua preñada. Sin embargo, después de todo, ella resultó una buena paridera mientras que mi yegua perdió su potrillo, así que el viejo Bennet salió ganando. ¡Son unos bichos difíciles, esas hembras negras! ¡Se lo aseguro!

—Sin duda deben de tenerle muy atareado día y noche —observó el teniente con soma.

—Almorzamos a las dos, señores —continuó el capitán Gale—, e insisto en que nos hagan ustedes el honor de comer con nosotros. Hay también una buena comida para sus hombres…, un plato de cerdo con batatas y pastel casero, si eso les gusta. ¿Qué le parece, sargento?

—Ya lo creo que nos gustará, señor —contesté.

—En cuanto a nosotros, caballeros —prosiguió—, sé lo que nos tocará en suerte. —Guiñó un ojo y les hundió el índice en el abdomen a los dos oficiales—. Un ganso con jalea de grosella, y para rociarlo, una botella de vino añejo de Madeira. ¡Algo especial para usted, mayor Moncrieff, mi noble hijo del trueno!

Seguí escuchando con atención la extraordinaria charla de este terrateniente, y pronto tuve el privilegio de ver a su mujer e hija blancas que vinieron a saludar a los oficiales británicos. Las dos lucían vestidos franceses muy bonitos y modernos, y llevaban en la cabeza una enorme papalina de gasa azul, de las que por allí usaban todas las mujeres de cierta posición social; estaban hechas con una redecilla que se sujetaba firmemente a la parte posterior de la cabeza. La parte delantera, a la que pequeñas varillas de caña daban rigidez, se proyectaba unos dos pies o más hacia adelante sobre la cara e iba adornada con cintas de color cereza.

El mayor Moncrieff y el teniente Sutherland hicieron a la señora de la casa y a la hija algunos cumplidos a la manera neoyorquina, que ellas aceptaron con avidez, como si fuesen golosinas, sonriendo con afectación y jugando tanto con los ojos que me quedé pasmado. Noté que la señorita Arabella, que había nacido en aquella mansión, había contraído el acento y dialecto negroide. Pues en las Carolinas era costumbre entregar a las criaturas blancas, inmediatamente después de nacidas, a un ama de leche negra, así que no bebían una sola gota de la leche materna, y a causa del constante contacto con la servidumbre de color, las hijas de los plantadores conservaban durante toda la vida el acento y las maneras viciadas de aquélla.

El grupo entró entonces en la casa y yo fui a atender a la tropa, mientras pensaba: «Son gente que no comprenderé nunca.» Y mi perplejidad tampoco se desvaneció cuando una semana más tarde, consultando directamente a un miembro de la familia Motte, comprobé que el capitán Gale, aunque fluctuaba notoriamente entre la causa leal y la revolucionaria, era tenido en muy buen concepto en St. John’s Island. Era un amo considerado con sus esclavos, esto es, tenía con ellos la consideración de un ganadero que no fatiga excesivamente al ganado ni lo castiga demasiado, ni tampoco les regatea el agua y el forraje. Y ellos se lo agradecían con una lealtad de perro, que me conmovía cuando la veía asomar en los ojos de Cudjo. Con su mujer era afectuoso; no la maltrataba ni cuando estaba borracho como una cuba. Ella aceptaba con calma la procreación de mulatos bastardos, a la que se entregaba su marido como parte de la economía rural, y no lo consideraba un proceder vil. Para su hija era un padre indulgente y toleraba sus amoríos, siempre que no deshonraran a la familia. Tenía un hijo al que había enviado a una escuela inglesa.

La vida del capitán, como la de la mayoría de los otros plantadores de la comarca, era ésta: Se levantaba aproximadamente a las ocho de la mañana, bebía un vaso de aguardiente fuerte con agua azucarada; luego montaba en su caballo pura sangre y recorría la plantación para inspeccionar su ganado humano y animal. Volvía hacia las diez para tomar un desayuno a base de jamón, tortas de maíz, tostadas y sidra. Después andaba por la casa, tocando la flauta o jugando a los dados, mano derecha contra mano izquierda. A mediodía echaba un trago de licor con agua, para abrir el apetito para el almuerzo, y bromeaba amablemente con sus sirvientes y los niños negros que jugueteaban en la galería. Comía a las dos, y a continuación dormía unas tres horas. Finalmente, después de haber tomado unos sorbos de té en compañía de su esposa y su hija Arabella, comenzaba el trabajo serio de la jornada, que consistía en emborracharse con aguardiente, tras lo cual, sus jóvenes sirvientes mulatos lo acostaban. Interrumpía esta rutina más o menos una vez por semana para asistir a alguna carrera de caballos o pelea de gallos, o a una subasta de esclavos o de ganado, y para visitar el juzgado vecino en su calidad de magistrado en los días de reunión del tribunal. El primer día de cada mes llevaba a su mujer y su hija a Charleston, para que disfrutaran un poco de la sociedad; permanecían tres días en la ciudad, de donde él regresaba tendido en el suelo de su carruaje en estado de inconsciencia.

El 20 de febrero, día en que acampábamos en Stono Ferry, nos visitó el mayor André en su calidad de ayudante general. Éste dijo a nuestro comandante, el teniente coronel Balfour, al alcance de mis oídos:

—Debemos tener mucho cuidado para evitar que, por un despliegue precipitado de fuerzas, el ejército del general Lincoln se retire de sus posiciones, hasta que estemos en condiciones de cortarle la retirada. La orden del comandante en jefe es terminante en este sentido. Se alegra ahora de que tardáramos tanto en llegar aquí, pues esto ha alentado al general Lincoln a concentrar toda su milicia y ponerla a trabajar en la mejora de sus fortificaciones. Ojalá no se decida a emprender una ofensiva prematura, cambiando de idea a última hora.

—El general Lincoln —opinó el coronel Balfour— cometerá una verdadera insensatez si no se retira ante la noticia de que más de siete mil hombres bien adiestrados están marchando contra sus cinco mil bisoños, y bajo el mando de oficiales con experiencia en el asedio. Me parece que cinco mil hombres no son suficientes para guarnecer tan extensas fortificaciones. Sin embargo, es probable que se sienta tentado a resistir un asedio, si lo que el verano pasado hicieron nuestros hombres en Savannah, frente a fuerzas muy superiores, desafía a su orgullo de americano.

—Dios quiera que así sea —dijo el mayor André.

—Bueno —observó el coronel Balfour—, también Sir Henry se siente picado en su orgullo, pues hace cuatro años fracasó frente a Charleston, si bien él no tuvo la culpa.

Entonces el coronel Balfour se excusó y se fue, y yo me atreví a dirigirme al mayor André y solicitar su permiso para informarle de algo. Él estaba montado, con los brazos en jarras, en un hermoso caballo gris que roía el pasto bajo un florido judas, un extraño árbol retorcido cuyas flores rojas brotan directamente de la corteza, evocando la sangre que manaba del traidor Judas cuando se ahorcó. Parecía sumido en pensamientos penosos. Se sobresaltó al dirigirle yo la palabra, pero fue muy gentil al reconocerme, y me alentó a decir lo que estuviera en mi mente. Le pedí perdón por meterme en asuntos que no me incumbían, pero proseguí:

—Puede usted estar seguro, mi mayor, de que el general Lincoln resistirá. Pues mis guardias en Rutland me aseguraron que había montado en cólera contra los generales Shuyler y St. Clair por haber abandonado el fuerte de Ticonderoga cuando lo sitiábamos, y juró que todo americano que no defendiera hasta el último cartucho una ciudad confiada a su defensa merecía ser colgado sin consideraciones. Me dijeron que el general Arnold argumentó en su contra y aprobó la decisión del general St. Clair, y que por poco llegaron a las manos. Me olvidé de mencionarle este detalle cuando, en septiembre pasado, usted tuvo la gentileza de llamarme a su gabinete.

El mayor André se golpeó la frente con los nudillos.

—¡Claro, sargento Lamb, si seré imbécil al no haber pensado antes en eso! Es cierto; yo también oí hablar de ello en aquel entonces. Le estoy muy agradecido, amigo mío, por habérmelo hecho recordar. Ahora puedo tranquilizar a Sir Henry Clinton. Ah, vamos a atrapar a ese viejo zorro, se lo aseguro.

El día de San David inició el mes de marzo con la acostumbrada fiesta en el regimiento, a la cual los fusileros invitamos a todos nuestros vecinos. El mayor André cantó en nuestra mesa de oficiales una parodia grotesca que él mismo había escrito, que se titulaba «Balada de la expedición a Rhode Island», y de la que sólo recuerdo estos versos:

Las harapientas fuerzas avanzaban
con sus banderas desplegadas, señor;
sus pífanos tocaban Yankee-doodle-doo,
los capitaneaba King Hancock, señor.

Fue aplaudido ruidosamente. Al pedírsele que pronunciara un discurso, hizo la siguiente declaración:

—Señores, ésta ha sido una guerra muy larga, pero será ganada este año. Les ruego que no insistan en que les dé una explicación si les digo que pronto un perro ovejero americano entrará en secreto en nuestro redil, con todo su rebaño.

Esta oscura promesa corrió de boca en boca, y algunos la interpretaron en el sentido de que el general Washington estaba negociando en secreto con el general Clinton. Otros opinaron que el general Charles Lee iba a «hacer de general Monk» y acaudillar una contrarrevolución de los leales. De todos modos, el mayor André se expresó tan categóricamente, que todos le creyeron con respecto al próximo fin de las hostilidades.

Vino la Pascua, importante época festiva en Virginia y las Carolinas, y a pesar de la guerra las gentes de la región de Charleston no renunciaban a sus costumbres tradicionales de bebida, lucha, carreras y hacer rodar huevos. Como esta última práctica constituye en cierto modo una novedad, la voy a describir en detalle. Calentaban huevos de gallina en palo de campeche, que daba a la cáscara un bonito color carmesí. Este color no se desteñía, y con una aguja se podía trazar sobre las cáscaras cualquier dibujo o figura amatoria que la fantasía inspirara. Los dibujos favoritos eran lazos de amor, cupidos, flores y corazones atravesados por una flecha; y esos huevos adornados, con el nombre del ser amado (pues allí la Pascua se parecía mucho al 14 de febrero, día de los enamorados), eran un regalo sentimental con que se obsequiaba recíprocamente la gente joven enamorada. Los niños, que igualmente recibían de sus padres esos vistosos huevos, los hacían rodar uno contra otro hacia un agujero hecho en el césped, de modo que chocaban en el fondo del mismo; el huevo cuya cáscara quedaba rajada pasaba a manos de aquel cuyo huevo permanecía intacto. El vencedor final de ese certamen infantil recibía el título de «Rey de la Pascua». Sin embargo, el jolgorio pascual se tomó indignación ante la noticia de que el Congreso había repudiado su papel moneda. Se recordó que en el mes de septiembre anterior, el Congreso había proclamado: «Una república incumplidora e insolvente sería una novedad en el mundo político, y aparecería entre las naciones respetables como una vulgar prostituta entre recatadas matronas.» Ahora esa recatada matrona aplicaba impúdicamente el colorete a sus propios labios. Se había producido un grave abuso con el cambio en todo el continente; en vez de perseguir el acreedor al deudor, las cosas ocurrían al revés. El deudor venía corriendo con un montón de papel comprado por muy poca moneda para cancelar un préstamo o una hipoteca, y el acreedor no podía rechazarlo. Muchos huérfanos y menores eran estafados en forma similar por sus tutores.

Sobre Wappo Cut fue tendido un puente, y una gran parte de nuestro ejército lo cruzó desde St. James Island y remontó el río Ashley en una distancia de doce millas, siendo luego llevado a la otra orilla, a la base de esa lengua de tierra cuya punta era la ciudad de Charleston. Por entonces ya era fin de marzo, pues Sir Henry procedía con gran cautela y siguiendo un cuidadoso método, asegurando sus líneas de comunicaciones y abastecimientos, ocupando y fortificando todos los lugares de importancia militar, y tendiendo puentes sobre los ríos y caminos por los pantanos. Entretanto, el general Lincoln no solamente se había mantenido firme, sino que hasta había enviado emisarios al Norte pidiendo refuerzos. La noticia de ello causó general satisfacción en nuestras filas. No dudábamos ni un instante que una batalla general, o un intento de asalto, terminaría con la victoria de nuestra causa.

Ahora bien, el general Lincoln podía abrigar la esperanza de burlar nuestro asedio si contaba con provisiones suficientes para alimentar a sus veinte mil hombres; pues las fortificaciones que había mandado construir desde que nuestra flota fue divisada eran muy poderosas. Se extendían detrás de la ciudad, desde el río Ashley, a través de toda la lengua de tierra hasta el río Cooper, en una distancia de una milla y media. El primer obstáculo con que tropezaron nuestros hombres fue un ancho canal lleno de agua, que en ambos extremos desembocaba en un pantano y era dominado por un fuerte con un inmejorable campo de fuego a lo largo del canal. Seguían abattis, o sea, árboles hundidos en la tierra en posición inclinada y con las ramas fuertemente podadas proyectándose hacia afuera; luego un foso seco guarnecido con dos hileras de empalizadas y, finalmente, una cadena de bastiones unidos entre sí mediante trincheras. Había también, en el centro de la línea, un vasto hornabeque de mampostería, que constituía una especie de ciudadela avanzada. Tales eran las defensas enemigas levantadas contra nuestro avance por tierra solamente; en el litoral, numerosas baterías potentes protegían los accesos por mar, mientras estacas y otras obstrucciones dificultaban el desembarco desde botes. Nuestra flota estaba fuera del puerto, al sur de Sullivan’s Island, pero no se aproximaba más a causa del fuerte de aquella isla, provisto de baterías pesadas para luchar por el paso.

La noche del día uno de abril, Sir Henry, o más propiamente el mayor Moncrieff, que dirigía el sitio en su calidad de ingeniero jefe, ordenó a dos mil hombres cavar posiciones de asedio a menos de media milla de distancia de las líneas americanas. Nuestro regimiento se hallaba destacado entonces en un lugar denominado Linning’s, en la margen opuesta del río Ashley, justo enfrente de estas posiciones, y nuestra tarea consistía en llevar a través del río, en pequeños botes, herramientas, bastidores de madera y otros elementos de ingeniería. Durante esa noche las cuadrillas levantaron dos reductos, de un área aproximada de un cuarto de acre cada uno, que el enemigo descubrió al rayar el alba. A la noche siguiente agregaron un tercer reducto situado entre los dos restantes, y por espacio de una semana continuaron todas las noches cavando como topos en la tierra húmeda y construyendo emplazamientos para nuestra artillería.

El 9 de abril, a primeras horas de la tarde, oímos un intenso cañoneo más allá de la ciudad, y en seguida nos enteramos de que la flota había forzado valientemente el paso, experimentando tan sólo pérdidas insignificantes, y se había apoderado del puerto. Sin embargo, el general Lincoln había hundido un número de barcos a través del río Cooper, desde Charleston, oponiendo así una barrera insalvable al paso de nuestra flota; además protegía la margen opuesta del río con tres regimientos de caballería. Así los americanos estaban en condiciones de trasladar suministros a la ciudad de modo regular a través del río Cooper; y, el 10 de abril, setecientos buenos soldados de Virginia bajaron por el río en pequeñas embarcaciones y se unieron a la guarnición sin encontrar resistencia. «Tanto mejor —pensábamos—. Cuantos más peces haya en la red, tanto más importante será la redada.» Recibimos entonces, por nuestra parte, el refuerzo de tres mil hombres procedentes de Nueva York.

Ese mismo día se envió al general Lincoln un parlamentario con bandera blanca intimándole a rendir sus tropas como prisioneros de guerra, con la promesa de que serían protegidas las vidas y los bienes de los habitantes; pues Sir Henry no había cañoneado aún la ciudad y no quería hacerlo sin previo aviso. El general Lincoln respondió lacónicamente que habría salido de la ciudad dos meses atrás si hubiese sido su propósito eludir la batalla.

Se inició, pues, el asedio, y nuestros morteros de diez pulgadas no tardaron en arrojar proyectiles incendiarios a la ciudad, que prendieron fuego a cinco o seis casas y produjeron gran alarma entre la población. Además, funcionaban tres obuses de ocho pulgadas y diecisiete baterías de veinticuatro libras, con Coehorns, Royals y otros cañones, que producían gran estruendo. Con la ayuda de un catalejo vi estallar un obús contra la torre de la iglesia de San Miguel, donde el enemigo tenía instalado un puesto de observación. También la flota participó en el cañoneo.

Al cabo de otra semana, nuestros hombres en la orilla opuesta del río Ashley habían avanzado zapando y completaron otra línea paralela de trincheras un cuarto de milla más cerca del enemigo. Entretanto, nuestras fuerzas de caballería, después de haber obligado a los plantadores de Port Royal, cerca de Savannah, a venderles sus caballos, con los que reemplazaron los caballos perdidos, habían cruzado el río Cooper treinta millas aguas arriba y aniquilado toda la unidad americana de caballería que estaba destacada allí. Les seguían fuerzas de infantería que se apoderaron de todas las posiciones en las restantes orillas, completando el cerco. Charleston se hallaba así sitiada por todos lados.

El 21 de abril, el general Lincoln envió una bandera blanca a nuestras líneas y pidió una tregua, proponiendo abandonar la ciudad con toda la guarnición a tambor batiente y con las banderas desplegadas, llevando consigo todas sus armas, incluso las municiones. Sir Henry debía comprometerse a no perseguir a la columna por espacio de diez días, y a los pocos barcos americanos que estaban fondeados bajo la protección de las baterías debía permitírseles igualmente hacerse a la mar sin ser molestados. Huelga decir que esta proposición fue rechazada, ya que se trataba de una grotesca mala interpretación de la verdadera situación.

¡Y se reanudó el asedio! Se avanzó una tercera línea paralela de trincheras a escasa distancia del foso enemigo, que fue drenado en el extremo norte, el del río Cooper, por una zanja cavada hasta allí. El foso quedó seco al cabo de dos días, y una compañía de tiradores alemanes se apostó en él para disparar casi a quemarropa contra los centinelas americanos en las trincheras. Nuestras pérdidas por el fuego del enemigo se elevaban por entonces a siete u ocho por día. El 8 de mayo, algunas baterías de cañones fueron emplazadas a unas cien yardas de la plaza y Sir Henry, impulsado por sentimientos humanitarios, ofreció las mismas condiciones que antes. Pero el general Lincoln todavía actuaba como si le quedaran más cartas de las que nosotros creíamos. Contestó en términos altaneros y hubo muchos hurras desafiantes y un violento cañoneo de cuantas bocas de fuego poseían, al parecer en un estallido de exaltación frenética, pero sin consecuencias para nosotros. Era cierto que al llegar el calor nuestro ejército tal vez perdería muchos miles de hombres a causa de la fiebre, y que los franceses posiblemente intentarían pronto romper el asedio; pero Sir Henry sabía que ya no quedaban provisiones más que para una semana en la ciudad, y que la ración diaria de maíz había sido reducida a seis onzas por persona. Sabía también, por espías que teníamos en el Congreso, que no se elaborarían planes de operaciones conjuntas de la expedición francesa y los ejércitos del general Washington hasta que aquélla llegara a aguas americanas. Ordenó, pues, que prosiguiera el cañoneo.

Para el primer disparo se utilizó un obús cargado, no de pólvora explosiva, sino de arroz y melaza, como demostración de que conocíamos perfectamente la escasez de alimentos en la ciudad.

Este obús fue devuelto media hora más tarde con el siguiente mensaje garabateado en él con tiza: «Para el regimiento número Setenta y Uno y sus hermanos escoceses», y contenía azufre y manteca de cerdo. Esta broma complicada se refería sin duda a la famosa comezón escocesa causada por el recalentamiento de la sangre caledoniana a raíz de una dieta demasiado simple a base de harina de avena. La manteca de cerdo era para el uso externo como emoliente y el azufre como depurativo interno. Los escoceses figuraban entre los súbditos más leales del rey George, y ni siquiera aquellos que residían en las Carolinas habían renegado de sus principios. Después de esta broma recomenzó el cañoneo en serio.

Nuestros hombres avanzaron sus posiciones aún más, y se hicieron los preparativos para un asalto general. Sin embargo, éste no se concretó, pues muy pronto los habitantes y la milicia obligaron al general Lincoln a capitular. En un gesto de generosidad se mantuvieron las condiciones originales, y la capitulación tuvo lugar el 12 de mayo. Se dieron a la guarnición algunos honores militares; por ejemplo, todos los oficiales conservarían sus espadas y pistolas y no se registraría su equipaje. Las tropas en general debían salir de la ciudad con sus armas, pero no al hombro, y las abandonarían junto al canal. A sus tambores no se les concedía el honor de tocar una marcha británica o alemana, aunque podrían tocar el Yankee Doodle, si querían; tampoco debían desplegar sus banderas. Las tropas regulares y las fuerzas de marinería serían luego tomadas prisioneras; los milicianos debían regresar a sus hogares bajo palabra de honor y, mientras no faltaran a ella, ni sus vidas ni sus bienes sufrirían daño. Los demás civiles aptos para llevar armas recibirían igual trato.

El día 12, a las dos de la tarde, todos salieron para ser desarmados; eran cinco mil seiscientos, con siete generales, doscientos oficiales y mil hombres de las fuerzas de marinería. Los americanos nunca apilan sus armas, sino que las colocan sobre caballetes de madera o, más frecuentemente, las clavan en el suelo. Esto se hizo también ahora. Se nos entregaron cuatrocientos cañones, una cantidad de municiones, cinco potentes barcos de guerra y gran cantidad de abastecimientos. Las tropas regulares que ocuparon la ciudad (a los leales no se les dejó entrar, por temor de que saquearan e insultaran a sus paisanos) se comportaron en forma decente y no se entregaron a demostraciones de júbilo. El hecho de haber recuperado para la Corona (con esta capitulación de todo el ejército americano del Sur, al precio de tan sólo doscientas cincuenta bajas entre muertos y heridos, pérdidas más o menos iguales que las del enemigo) un territorio enorme, nos llenaba a todos de satisfacción. Todas las fuerzas habían esperado que se diera la orden de ataque, lo que habría significado la embriaguez frenética de la batalla y, según antiquísima tradición, la libertad de saquear cuando fuese tomada la ciudad. Pero por esta vez me alegré de que no se hubiera llegado a eso. Estaba ya harto de sangre y detestaba la sola palabra «saqueo», que desata los instintos más brutales y odiosos del hombre.

Ésa fue, dicho sea de paso, la primera vez que los americanos se aventuraron a defender una ciudad contra tropas regulares; y el resultado demostró la cordura del general Washington, quien se había pronunciado en contra de tal tentativa. Es de advertir, sin embargo, que Charleston era la única ciudad de importancia en la parte sur de la Confederación, y valía la pena hacer lo posible por conservarla, y que casi diez mil americanos se acercaban con rapidez para socorrerla. Algunas de estas tropas se volvieron atrás al enterarse de la capitulación; otras fueron interceptadas y derrotadas por nuestras fuerzas de caballería. También una gran flota francesa, que conducía seis mil soldados en transportes, estaba en camino; pero al recibir la noticia, en Bermuda, se dirigió al encuentro de nuestras fuerzas del Norte.