Oro español en Devil Horse

1. El hombre con ojos de serpiente

Mike Costigan contempló con curiosidad el objeto que yacía en su mano.

—¿Dices que encontraste esto en el Pico del Este? ¿Dónde exactamente?

—En alguna parte —contestó el pillo a quien iba dirigida la pregunta de Mike, un muchacho delgado y con pinta de vagabundo con una enmarañada pelambrera a través de la que brillaban sus ojos, pequeños como los de una alimaña.

—En alguna parte —repitió con imprecisión, con las cejas contraídas por el esfuerzo—. Algún peñasco suelto…

—¿Quieres decir ese peñasco de la cara norte que fue desgajado por alguna explosión?

—Sí —los ojos se le iluminaron momentáneamente—, ese es el lugar. Déjame quedármela.

Mike devolvió la moneda a la mugrienta mano extendida, diciendo mientras lo hacía.

—Parece una moneda española de finales de los 1.700. No dejes que nadie te la quite por nada.

Observó al muchacho largarse encorvado calle arriba… un huérfano conocido como Skinny, que se había criado en la fiebre del petróleo y que contaba con alguna deficiencia mental.

—Es extraño que encontrase una moneda española en el Pico Este —musitó Mike—. Nunca he visto una como esa, excepto en el museo o en colecciones privadas. Supongo que algún topógrafo o trabajador del oleoducto la perdió y el chico aprovechó para encontrarla en uno de sus vagabundeos sin rumbo por la zona.

Un momento después un amigo le saludó y se olvidó de todo lo relativo al muchacho y su hallazgo.

—¡Eh, Mike! ¿Sabes de alguien que vaya a Beard? Me gustaría encontrar la manera de ir.

—No tengo nada que hacer —contestó Mike—. Te conduciré hasta allí.

—Odio darte todos estos problemas… si no quieres ir, de todas formas.

—No hay ningún problema. Es una bonita mañana y estaré encantado de conducir.

Unos pocos momentos más tarde los dos hombres iban a gran velocidad por la carretera que salía de Lost Plains hacia el oeste. El amigo de Mike le miró con curiosidad.

—¿Cómo es que has decidido pasar las vacaciones en tu viejo pueblo, cuando podrías haber ido a cualquier parte del mundo? Tienes un montón de pasta.

Mike sonrió. Era un joven alto, esbelto pero de constitución poderosa con hombros anchos y largos y musculosos brazos. Tenía un franco y enigmático rostro irlandés, adornado por unos ojos verdes y un abundante pelo oscuro. Su edad estaba en algún momento del final de la veintena, aunque aparentaba ser más joven.

—En realidad, casi ni lo sé. Tengo muchos amigos aquí, y además… sabes que mi primer libro y prácticamente todos mis últimos relatos se desarrollan en esta zona, basados en el material que consigo en los campos de petróleo.

—Sí, pero la fiebre se ha pasado y Lost Plains está tan adormecida como lo estaba antes de que encontraran petróleo aquí. Eres un joven demasiado imponente para ser escritor.

—Es la época de juventud —sonrió Mike—. No estoy muy lejos de los treinta años.

—¿Cómo consigues alguna inspiración en esta zona?

—No la tengo, desde que volví aquí —admitió Mike—, pero los posos de una fiebre siempre permanecen. Durante el oleaje, la madera de deriva queda retenida en el remolino, y yo espero encontrar a un tipo para usarlo como personaje en mi próxima historia o artículo.

—Para en el Pico Este, entonces, y echa un vistazo a los dos geólogos que trabajan allí.

—¿Geólogos? ¿En el Pico Este?

—Eso es lo que dicen ser. Pero qué hacen buscadores de petróleo allí, es algo que no puedo entender. La gente de Gulf vació todo lo que había alrededor y no queda bastante petróleo ni para arrancar un motor. Esos tipos no parecen buscadores normales tampoco. Quizás han sido enviados por alguna compañía sudamericana. No lo sé. Parecen como españoles… tipos morenos con bigotes oscuros… no tengo mucho que contar. Vinieron aquí en aeroplano, he oído. Se dice que están en aquel terreno al norte del pico. El único que no ha sido cultivado este año.

—No vive mucha gente alrededor del pico —dijo Mike—. Nadie en un par de millas. Ellos podrían acampar allí hacer lo que quisieran sin interrupción. Me pregunto dónde y cómo consiguen sus provisiones, ¿lo sabes?

—Puedes investigarlo.

El pico en cuestión surgió justo delate de ellos, a alrededor de unas diez millas del pueblo de Lost Plains, hacía en noroeste. En realidad, era un monte solitario de dimensiones considerables, que se alzaba abruptamente desde el nivel del territorio que lo circundaba y parecía tener una gran altura, aunque esto era en apariencia, puesto que era una ilusión creada por lo llano del terreno de alrededor. Unas pocas millas más allá, hacia el noroeste, se alzaba su gemelo. Estos picos eran llamados, en conjunto, los Picos Cadoak y eran diferenciados por los términos del Pico Este y Oeste.

Representaban una formación común en el centro-oeste de Texas. Estas montañas, como la mayoría de las otras de ese tipo, se habían formado hacía eones por la erosión. Miles de años de lluvias y duros aguaceros se habían llevado las partes blandas, bajando el nivel del terreno a veces tanto como varios cientos de pies. Esas montañas habían permanecido intactas debido a su fuerte capa de arenisca que se extendía de forma evidente en sus cimas, y era lo suficientemente gruesa para ser impermeable a la erosión.

El Pico Este, como todos los de su clase, era bastante escarpado, alzándose como lo hacía, abruptamente desde la llanura de mezquites y era extremadamente rocoso, con sus bordes delineados por peñascos desiguales que habían sido, en algún momento u otro, desgajados de la arenisca. Aquí y allí, pedruscos de unos veinte pies de altura mostraban el efecto del clima y los robles palustres y los robles perennes crecían en densos matorrales hasta su cumbre.

La carretera a Beard, la capital del Condado de Caloran, serpenteaba hacia el norte rodeando la montaña y pasaba a menos de una milla de su falda este. La montaña en sí, estaba rodeada de pastos y campos, y ningún camino transitable para vehículos llegaba a menos de una milla de ella.

Los dos amigos acababan de hacer el giro hacia el norte cuando el amigo de Costigan, mirando hacia atrás, vio otro coche a punto de adelantarles, y le saludó, al reconocer a sus ocupantes.

—Estos tipos van a Beard, Mike; continuaré el camino con ellos y no tendrás que conducir hasta allí. Gracias de todas formas.

Cuando se hubo hecho el cambio, el otro coche continuó y Mike miró alrededor para buscar un lugar lo suficientemente ancho en el que dar la vuelta. La carretera a Beard era notablemente estrecha. Condujo despacio y finalmente hizo el giro en el punto donde la carretera estaba más próxima a la montaña. Mientras lo hacía, escuchó como le saludaban a él. Paró el motor y miró alrededor. Se le estaba aproximando un hombre de entre los mezquites y por la descripción que le habían dado, Mike le reconoció como uno de los reservados geólogos.

Era alto, de complexión esbelta, muy moreno y con un poblado bigote.

Mike sonrió.

—Que me aspen si no es Relentess Rudolph —se dijo a sí mismo mientras se sentaba a observar la llegada del hombre—. Si fuera a escribir un verdadero viejo melodrama del tipo de los alegres noventa, no podría tener un villano mejor. Alto, delgado, bigote negro… ¡ajá, mi orgullosa belleza, ya te tengo en mi poderrrr, al fin! En realidad, probablemente sería un maestro de la escuela dominical en su hogar y un honesto colaborador en las actividades de los boyscouts. Se parece demasiado a un desperado para ser uno.

El hombre trepó a través de la cerca de alambre y se acercó hasta el coche.

—¿Te gustaría conseguir algún dinero, eh? —dijo abruptamente, y Mike quedó de alguna manera sorprendido por el silbante acento extranjero; que cuadraba tan perfectamente con la aparición del hombre que resultaba irreal… o un premeditado efecto de escenario.

El tipo repitió la pregunta con impaciencia mientras Mike estaba recuperando su equilibrio mental que, por alguna razón, se había descompuesto. Se dio cuenta mecánicamente de que el hombre tenía los atuendos habituales en la mayoría de los geólogos: gorro del ejército, pantalón caqui con cordón y camisa caqui, y botas; aunque algo de esas ropas no encajaba con el hombre. Mike no podía poner la mano en el fuego por la diferencia, pero había un indicio en la manera en la que el hombre las llevaba, que no estaba acostumbrado a ese traje.

Pasó su mirada de las ropas al rostro del hombre, y se sobresaltó de nuevo. Todas sus teorías acerca de la escuela dominical se desvanecieron. Asombrosamente vívidos contra las oscuras facciones, un par de centelleantes ojos le miraban sin parpadear. Fueron los atributos de aquellos ojos los que provocaron un involuntario escalofrío en la columna vertebral de Mike. Eran inhumanamente fríos e inhumanamente inexpresivos… parecían más los ojos de una serpiente que los de un hombre.

—Sí, claro, me gustaría ganar algo de dinero —se encontró a sí mismo diciendo mecánicamente.

Bueno. Conduce hasta Lost Plains entonces, y compra estas provisiones… ten la lista. Después vuelve aquí y me encontraré contigo, y cuando tenga la comida te pagaré diez dólares.

—Perfecto —Mike estaba vestido con bastante rudeza, siguiendo su habitual costumbre cuando salía a «reunir material» y nada en su aspecto o en el de su ruidoso coche podría sugerir que era uno de los principales escritores jóvenes del país. Cualquiera hubiera pensado de él que era lo que aparentaba ser: un joven matón que trabajaba en los campos de petróleo.

—¿Qué hay de darme la pasta con la que conseguir el papeo? —preguntó Mike, representando el personaje que asumía.

¡Carramba! ¿Darte el dinero? No, no, amigo mío. Paga las cosas por ti mismo y tráeme la factura. Te pagaré el precio y diez dólares para ti.

—De acuerdo —se rindió Mike, saliendo del apuro, pensando que por realismo no se habría rendido con facilidad—. Volveré tan pronto como pueda.

—Cuidado con lo que haces —se burló el otro con un tono autoritario que provocó que el rostro de Mike se enrojeciera de furia y le saliese una respuesta ardiente por la boca… la cual se perdió entre el rugido del motor.

—Quizás —musitó mientras conducía de vuelta al pueblo—, por la falta de oportunidad o iniciativa, ese hombre es un ciudadano recto e importante en alguna parte, y si mi juicio del carácter no me falla del todo, aquel tipo es un asesino en potencia… un corazón criminal. El acento sonaba falso al principio, pero era real. El tipo no es mejicano… —pensó— caramba, me parece que así es como Skinny encontró su moneda… un recuerdo de familia, quizás. Se la compraré a Skinny y se la devolveré al tipo. Es un bruto maleducado, pero un personaje interesante… me pregunto qué estará haciendo en la montaña. Tiene ojos de serpiente, o nunca he visto una cascabel.

Su vívida imaginación comenzó a fantasear con un complot alrededor del latino de apariencia siniestra… no tenía forma de saber que los sucesos se transformarían en un relato más extraño y más sombrío, que cualquiera que Mike Costigan hubiera escrito jamás.

2. Una chica y un misterio

Al llegar a Lost Plains, Mike fue a la tienda de alimentación y compró las provisiones que estaban en la lista, pagándolas de su propio bolsillo. Mientras salía por la puerta hacia la calle, vio a Skinny y le hizo señas.

—Skinny, ¿aún tienes aquella moneda? —el otro asintió hoscamente—. Te daré diez dólares por ella… dos veces su valor.

—Steve Leary la compró —contestó el muchacho.

—¿Steve Leary la compró? Más bien me parece que te la quitó… ¿Cuánto te dio?

—Cinco dólares… que es lo que dijo el cajero del banco que era su valor —murmuró Skinny—. Nada corriente en Leary, que es un apostador y un contrabandista, según creo.

—¿Cuánto hace que la encontraste? —preguntó Mike ociosamente.

—Hace un par de semanas.

—¿Tanto?

—Sí.

Mike silbó. El español llevaba en el pico solo unos pocos días, de acuerdo con lo que había escuchado. Descartó, con un encogimiento de hombros, la idea de que hubiera cualquier conexión entre el hallazgo de la moneda y la presencia de los hombres. Nunca le habría dedicado un segundo pensamiento al asunto excepto por la extrema rareza de la moneda, unido a la coincidencia de un español en la montaña donde se había encontrado la moneda española. Mera coincidencia, decidió. Las monedas españolas, incluso las inusuales, no eran nada fuera de lo normal, y los topógrafos españoles, aunque raros, no eran imposibles. Otro hombre no habría pensado en el asunto para nada, y Mike decidió que su mente de escritor había sacado punta al asunto, buscando una conexión donde no había ninguna, y motivos donde todo era mera coincidencia. La vida estaba llena de etiquetas que nunca comienzan y raramente terminan.

Le cogió su billete a Skinny y después, sintiéndose sediento, fue hasta una tienda y compró una limonada en la máquina de bebida fría.

Mientras estaba allí, el autobús de la línea del oeste, que iba desde Fort Worth a El Paso y Santa Fe, pasó y se bajó un solo pasajero, una mujer joven, delgada y vestida a la última moda.

Entró en la tienda y Mike tuvo un atisbo de su rostro blanco, sorprendentemente joven, con labios carnosos y ojos negros muy expresivos, coronados con un cabello rizado y sedoso, extremadamente negro. Sus ojos se cruzaron con los de ella durante un instante, y su corazón se saltó un latido o más, puesto que unos sentimientos extremadamente extraños a su naturaleza se apoderaron de él.

Nunca había sido un galán; todo lo contrario. Su vida había transcurrido en la dura, ruda y extremadamente masculina atmosfera de los campos petrolíferos y los pueblos en expansión, y sus maneras, como sus historias, habían sido trazadas a la manera de los hombres. Aunque había algo chispeante que le empujaba hacia la delgada y solitaria joven como un imán atrae al acero. Sentía un vago, y aún confuso calor en la zona del pecho y era consciente de un profundo deseo de saber más de la joven que había aparecido ante él tan repentinamente.

—Esto es Lost Plains, ¿verdad? —le estaba preguntando ella al dependiente de la tienda en aquel momento—. ¿Hay una montaña en estos alrededores conocida como Caballo Diablo?

—No la conozco —replicó el dependiente.

—Ella habla del Pico Este —interrumpió Mike—. Los españoles le dieron el viejo nombre indio… Montaña Devil Horse.

—Es la primera vez que lo oigo —dijo el dependiente—, y he vivido aquí toda mi vida.

—Nadie la llama así ahora —contestó Mike—. Ha sido conocida como Cadoak Este desde que los americanos se establecieron en la zona. Está descrita en los mapas más viejos como Caballo Diablo, aunque, creo que usted la vio en su camino hacia el pueblo.

—¿La que está al noroeste? —exclamó—. Sí, lo hice, y pensé que era la que estaba buscando.

Volvió sus grandes y atribulados ojos hacia Mike, y él se dio cuenta de las profundas sombras bajo ellos. Un patético aire de debilidad parecía evidente en la languidez de su esbelta silueta. Para Mike, un perspicaz observador de las personas, le pareció que había estado trabajando bajo alguna terrorífica presión, tanto física como mental. La compadeció sin saber por qué. El instinto de protección se acrecentó en él. Ella parecía tan pequeña y desprotegida. Fue consciente de un ridículo deseo de tomarla entre sus brazos y consolarla como si fuera una niña asustada.

—Debo ir a la montaña de inmediato —dijo ella de repente—. ¿Cómo puedo ir?

Mike, estaba exultante por dentro… más coincidencias y una oportunidad para ser de ayuda a la extraña joven… entonces su ánimo decayó cuando un pensamiento le golpeo de súbito: sin duda esta joven, que parecía española, era la prometida o esposa del geólogo español de la montaña. Aunque de cualquier forma, contestó con entusiasmo.

—Voy allí. Estaré complacido de llevarla… y traerla de vuelta, también, si así lo desea.

El rostro de ella se iluminó.

—¡Oh, es estupendo! Le pagaré lo que me pida.

Mike sintió un estúpido resentimiento por esto último, pero antes de poder hablar, ella se giró hacia el dependiente, preguntando si podría dejar la maleta en la tienda hasta que volviera. De todas formas, Mike se fue hablando solo mientas ella le acompañaba hasta la calle, detrás de él.

La joven estaba ahora temblando bastante como si sufriera una gran excitación. Apenas le dirigió una palabra durante todo el viaje, lo que decepcionó a Mike. Condujo con precaución y bastante despacio, alegrándose la vista con su lozana belleza con miradas casuales de reojo, tratando de analizar la razón para su aparente perturbación. El anticipar el encuentro con alguien amado, a duras penas podría causarle tanto nerviosismo, decidió, y finalmente desistió, contento de sentarse junto a la joven y posar sus ojos sobre ella, aunque fuera temporalmente. La joven, pensó Mike, era tal y como había soñado, pero nunca encontrado. Él se presentó, pero ella no le dio ninguna respuesta.

Ella mantenía los ojos fijos en la montaña frente a ellos y cuando estaban cerca de su destino, la excitación de ella creció.

—Esto es todo lo lejos que podemos ir con el coche —dijo Mike, deteniéndose en el lugar donde tenía que entregar las provisiones—. Podemos hacer el resto del camino a pie, aunque es bastante duro.

Ella salió del coche en un instante. Se encaminó hacia la valla, entonces se detuvo… sus ojos se ensancharon, su rostro se tornó pálido y volvió la vista hacia Mike con una mirada tan cargada de odio y acusación que le dejó sin habla.

—¡Bestia! ¡Traidor! —susurró.

La boca de Mike se abrió ante la amenaza; miró alrededor, buscando algún motivo para su comportamiento. El hombre al que mentalmente había llamado Rudolph estaba allí, con los brazos cruzados y una sonrisa diabólica en la cara.

—¡Ah, señor, —dijo él con una entonación silbante que de alguna manera parecía cargada de un siniestro significado—, trae de vuelta de ese viaje más de lo que le pedí! Este es, por supuesto, un placer, señorita.

La joven retrocedió lentamente alejándose de él, con la mano extendida como para defenderse.

—¡Gómez! ¡No me toques! —susurró, y Mike supo que estaba terriblemente asustada.

Mientras que él mismo estaba demasiado aturdido con el giro que habían tomado los acontecimientos para ser capaz de decir o hacer algo inteligente por el momento.

Gómez, sonriendo aún de manera malvada, se adelantó con unas pisadas sinuosas e inaudibles que le recordaron a Mike a una gran serpiente reptando hacia su víctima. Sus largos y delgados dedos se cerraron con crueldad alrededor del brazo de la chica, y ella gimió lastimosamente, desfalleciendo bastante por el apretón.

Tras esto, Mike se despertó de súbito. Dando un paso adelante, le cogió la muñeca al español como con una tenaza de acero y le puso a un lado la mano culpable, sin gentileza ninguna.

—No sé lo que está pasando —dijo con furia—, pero mantenga las manos lejos de la dama.

—¡Assssiii! —la pronunciación de la palabra fue como el siseo de una serpiente—. Quizás este sea uno de tus asuntos, ¿eh?

La dama es mi pasajera —replicó Mike—. Y soy responsable de ella.

Aquí están sus cosas. Cójalas y lárguese.

Durante un momento permanecieron casi tocándose, el oscuro semblante de Gómez expresaba mudas amenazas, los ojos de Mike brillando con una lenta furia que estaba comenzando a consumirle. Entonces la mano derecha del latino se dirigió con rapidez hacia su cinturón, al mismo tiempo que el puño derecho de Mike golpeaba su mandíbula… un directo que tumbó a Gómez sobre su espalda como si le hubiera golpeado un martillo pilón. Mike pateó de su mano el cuchillo que había desenvainado, y retrocedió, observándole con cautela, los puños cerrados y preparados para más acción. El latino, sin embargo, no hizo ademán de reiniciar el combate. Se levantó mareado, se sacudió una gota de sangre de la comisura de la boca y se marchó, murmurando, después de lanzar una única mirada asesina a su vencedor.

Mike se giró hacia la joven, bastante más indecisa en su modo de tratarle de lo que esperaba de ella.

—¿Quiere que la lleve de vuelta al pueblo, señorita? —preguntó.

—Sí, por favor —su voz era baja, temblorosa, sus modales apáticos. El encuentro con Gómez parecía haberla arrebatado algo. Su anterior excitación parecía haberse desvanecido en algún tipo de desconcertada desesperación. Ella volvió al coche en silencio, hundiéndose en el cojín en una clase de frío desaliento, sin hablar durante algún rato.

Mike no se entrometió en sus pensamientos, así que mantuvo los ojos sobre la carretera que se abría ante ellos, con la mente dando vueltas sobre pensamientos fragmentarios. Tenía la sensación de que había tropezado con una verdadera historia de misterio.

—Le he juzgado mal —titubeó—. Perdóneme por las cosas desagradables que le dije. Creo… —no completó la frase.

—Está bien, señorita —se trabó Mike—. Yo… yo… —repentinamente se dio cuenta de que él, que nunca antes se había quedado sin palabras, estaba quedando como un torpe idiota. Hizo un desesperado esfuerzo y recobró algunas de su acostumbrada facilidad de palabra.

»No quiero que parezca que me entrometo en sus asuntos —le dijo—. Ni siquiera sé su nombre o por qué la atacó ese tipo. Pero sé que tiene problemas y quisiera ayudarla. ¿Me dejará?

Ni siquiera su petición le pareció a Mike extraordinaria o impertinente, debatiéndose como estaba con el nuevo sentimiento que había llegado a su vida de manera tan repentina.

La joven entrelazaba sus dedos de manera nerviosa. Era evidente que casi había alcanzado el punto en el que una mujer está apunto de pedir ayuda a cualquiera que parezca dispuesto a proporcionársela con amabilidad, sea extraño o no. Sus labios se abrieron, como si fuera a hablar, y entonces sufrió un súbito temblor.

—¡No! ¡No! —murmuró—. Gracias… pero no puedo… ¡No puedo!

Mike, naturalmente, no insistió con el tema, dándose cuenta que ya había traspasado los límites de la cortesía formal.

Apenas intercambiaron una palabra entre ellos hasta que se bajaron delante de la tienda de Lost Plains y la joven preguntó lo que le debía. Mike le contestó que no le debía nada, y viendo que ella estaba inclinada a discutir el asunto, soltó el embrague y arrancó de una manera tan abrupta que casi pareció ruda. Sentía que no estaba en disposición de explicar por qué no quería cobrarle a la joven… una posición que podría parecer incongruente considerando el papel que había asumido.

Condujo hasta la casa de huéspedes donde tenía habitación y pasó el resto de la tarde pensando, deteniéndose solo para bajar a cenar, tras lo que de nuevo subió por las chirriantes escaleras, entró en su habitación, se sentó sobre la cama, y continuó sopesando los acontecimientos del día.

Agrupó todos los sucesos: primero, el hallazgo de la moneda española por Skinny, la aparición del pseudogeólogo, la llegada de la joven y la culminación de su llegada con el ataque por parte de Gómez.

Qué conexión exacta tenían esas cosas, unas con otras, no sabía decirlo. Al fin, con un impaciente encogimiento de hombros, decidió que su mentalidad tejedora de historias le estaba incitando a empalmar un hilo narrativo entre la casualidad de la moneda y la gente de apariencia latina de la montaña. De cualquier manera, meditó, el hombre que ahora tenía la moneda era la última persona en el mundo de la que pensaría que está interesado en monedas antiguas… un jugador y un contrabandista. Dudó de si Skinny le había dicho exactamente donde había encontrado la moneda, porque su vago recuerdo se había debilitado por el paso del día.

Se metió en la cama, apagó la luz, y se durmió pronto.

3. Una batalla en las sombras

Mike se despertó de manera repentina. Se sentó en la cama, escuchando con atención, tratando de penetrar la oscuridad de su habitación de manera inconsciente. ¿Qué le había despertado? Se preguntó. ¿Había soñado que en alguna parte del edificio había gritado una mujer… un corto y aterrorizado aullido que había terminado de manera tan repentina como había empezado? Estaba a punto de acostarse otra vez, cuando le llegó el sonido de algún tipo de pelea… el débil arrastrar de pies… un juramente susurrado. Los sonidos parecían llegar directamente de una habitación al otro lado del descansillo. Mike se levantó. No podía evitar el investigarlo. La habitación estaba vacía, según sabía.

Cruzó la sala, deteniéndose un momento junto a la puerta cerrada para verificar sus sospechas. Sí, no había duda de ello… algún tipo de disputa había tenido lugar en aquella oscura habitación. El pensamiento de lanzarse contra merodeadores desconocidos era demasiado imponente… la hora, que ya había pasado de la media noche, y el escenario revuelto proporcionaban un inquietante efecto a la cosa. Lo más prudente para hacer, por supuesto, sería despertar a los otros huéspedes y a la encargada y pedir ayuda antes de investigar… pero Mike Costigan nunca se había enorgullecido por sus acciones prudentes.

Así que probó la puerta y al encontrarla cerrada, arrojó todo su peso contra ella. La frágil cerradura cedió y se catapultó hasta la habitación.

La luz de la luna fluía desde una ventana, provocando un difuso adorno de sombras en el suelo. Mike tuvo por un instante la confusa impresión de un retorcido y ondulante bulto de oscuridad junto a la ventana, entonces el bulto se separó en dos figuras, una de las cuales le embistió en silencio, una forma sombría e ilusoria, cargada de evidente amenaza.

Mike vio un brillo de acero e instintivamente alzó su brazo izquierdo y por pura suerte detuvo la muñeca que descendía con su antebrazo, sintiendo que el cuchillo resbalaba por su manga sin hacerle daño. En el mismo instante golpeó a ciegas con su derecha, un golpe de refilón que hizo girar a su fantasmal atacante. Siguió instantáneamente con la izquierda, mientras el cuchillo se alzaba de nuevo, y esta vez le alcanzó de lleno. El merodeador retrocedió por la habitación, aterrizando sobre el suelo cerca de la ventana con un crujido.

La luz de la luna mostró su rostro por un instante y Mike captó un destello de sus duras facciones, con barba rala, de labios gruesos que se retorcían en una mueca de odio asesino. Entonces, mientras alzaba una silla para renovar su ataque, el tipo se levantó y desapareció por la ventana, lanzando su cuerpo corto y pesado a través del alféizar con una agilidad simiesca.

Mike corrió hacia la ventana y salió justo a tiempo para ver al hombre descolgarse de la escalera que se apoyaba contra la casa, y se escurrió entre las sombras. Mike reconoció la escalera como la que habían dejado en el lateral unos carpinteros que habían hecho algún trabajo durante el día.

Encendió la luz… se quedó paralizado totalmente por la sorpresa. Allí, sobré el suelo, yacía la joven a la que había conducido hasta el Pico Este aquel día. Estaba allí, agazapada, sujetándose con un brazo, y la otra mano apretada contra el pecho, y durante un instante, Mike pensó que se estaba muriendo. Sin saber apenas lo que hacía, se arrodilló junto a ella y la tomó en sus brazos; y en ese instante Mike Costigan supo que el amor había llegado a su vida.

—Muchacha, ¿está usted herida? —jadeó con voz ronca, estremeciéndose cuando vio que su ligero camisón colgaba en jirones a su alrededor, como si se hubiera destrozado con un cuchillo afilado.

—No —susurró ella; su aliento le llegaba en rápidos jadeos, y un suspiro de alivio se le escapó de los labios. Puesto que no estaba herida, le pareció que ella estaba simplemente exhausta por su batalla con el asaltante desconocido… o a punto de sufrir un colapso mental y físico.

La levanto con dulzura y la tendió sobre la cama. Estaba tembloroso, agitado. Demasiado disgustado para actuar con un razonamiento lógico. Toda su vida, los impulsos le habían movido tal como hacían ahora. Se arrodilló junto a la cama, colocó su brazo bajo los hombros de ella y la atrajo hacia sí.

—Aunque no conozco su nombre y usted no sabe nada de mí —susurró—, me da igual. solo sé que la amo y la voy a ayudar y a proteger, tanto si le gusta como si no.

Miró fijamente a los oscuros y melancólicos ojos mientras hablaba, vencido por el temor a lo que había dicho. Pero aquellos ojos se dulcificaron y parecieron atraerle, y una tímida mano se pasó por sus hombros.

Entonces le llegó el sonido de pisadas que se amontonaban en el descansillo y un excitado balbuceo de voces de la encargada y sus clientes que venían a investigar los extraños sonidos.

La joven se echó apresuradamente la ropa de cama alrededor de los hombros y le dijo con un acelerado tono bajo:

—¡No actué como si estuviera sorprendido, no importa lo que yo diga!

Mike retrocedió desde la cama y un instante más tarde, unos rostros curiosos ojeaban con precaución desde la puerta.

—¡Que la tierra me trague! —dijo la patrona—. ¿Qué clase cosas están haciendo a esta hora de la noche?

La joven se ruborizó de manera encantadora.

—Lamento realmente habar despertado a todo el mundo —dijo con inocencia—. ¡Un enorme gato entro por mi ventana donde la persiana está rota y me asustó terriblemente! El señor Costigan me oyó gritar, vino y lo espantó.

La patrona frunció el ceño.

—No sabía que la persiana estaba suelta —murmuró. La joven le devolvió la mirada con ingenuidad.

Su mirada vagó hacia la ventana donde colgaba la persiana como una evidencia indiscutible, y Mike pensó que si iba allí para investigar, vería la escalera contra el lateral de la casa y podría tener más ideas sobre el asunto. Sin embargo, no lo hizo, y cualquier sospecha que pudiera despertarle la presencia de Mike en la habitación, no la dijo en voz alta. Ciertamente, el mobiliario mostraba evidencias de una pelea de algún tipo… que podrían haber sido causadas por los esfuerzos de un hombre por echar a un indeseado e hiperactivo gato.

La encargada se encogió de hombros e hizo salir a su rebaño de nuevo, murmurando mientras lo hacía:

—Un gato, ¿hum? ¡Supongo que se habrá quedado mudo en la esquina de la casa! No me cuenten qué intención tendrían esos gatos de ciudad.

Costigan fue el último en irse, naturalmente, y se detuvo para un rápido susurro.

—¿Está a salvo ahora?

—Sí —respondió ella con un tono igual de bajo—. Dejaré la luz encendida… y no se atreverá a volver esta noche.

Mike fue hasta la ventana, cogió el borde de la escalera y la empujó lejos de la casa, encogiéndose por el ruido que hizo al caer.

—Estaré al otro lado del descansillo en caso de que me necesite.

—Gracias —una cálida sonrisa iluminó sus agotadas facciones—. Váyase, por favor; le contaré todo por la mañana, se lo prometo.

4. Oro Español

A la mañana siguiente, Mike bajó las escaleras temprano, a pesar del hecho de que solo había dormido un poco la noche anterior. La puerta que estaba al otro lado del descansillo estaba cerrada y resistió la tentación de llamar. La encargada se lo encontró en la sala y le lanzó una mirada agria.

—¿Hay más problemas con gatos? —preguntó sarcásticamente.

—No —contestó Mike de manera pensativa—. Le he escuchado rondar entre los árboles y bufar desconcertado por la furia, después de que le asustase; el dominio del hombre sobre las bestias ha quedado demostrado y así que la noche transcurrió bastante pacífica.

—De cualquier forma —dijo ella mordazmente—, debo decir que es una joven muy molesta. Vino ayer tarde, alquiló su habitación y se metió en ella y no había salido desde entonces. ¡Quiere que se le sirvan las comidas en la habitación! Veinte años llevo tratando con toda clase de gente de los campos petrolíferos desde Tulsa hasta la frontera, y esta es la primera vez que me han pedido que sirva comidas en las habitaciones. No lo habría hecho si no me hubiese pagado un extra. Justo ahora iba a llevarle el desayuno.

—¿Cómo se llama? —Mike no pudo resistirse a preguntarlo.

—No lo sé. No pregunto los nombres cuando pagan por adelantado como hizo ella. No se ofreció a decírmelo cuando pagó para una semana. Me parece que se esconde de alguien, porque me dijo que no le mencionara a nadie que estaba aquí. Espero no ser asaltada por ninguna bandida de pelo corto.

Mike se fue hasta el comedor e hizo justicia al desayuno que estaba colocado delante de él, a pesar del hecho de que estaba absorto por el problema al que se enfrentaba; en otras palabras, la chica. No pudo evitar el ataque nocturno. Al principio, después del viaje a la montaña, había sospechado un asunto amoroso, un pretendiente rechazado o un marido celoso, pero la cosa estaba tomando un aspecto siniestro.

Salió al jardín después del desayuno y la primera persona que vio fue a la joven, sentada en la hierba cerca del centro del césped. Llevaba un vestido ligero de color blanco que parecía ensalzar su juventud y fragilidad y Mike se quedó mudo e inerte por su belleza, bañada por el brillo del sol naciente. Ella se sorprendió cuando él se aproximó y le hizo un gesto para que se sentase a su lado.

—Primero —dijo ella—, quisiera agradecerle tanto por lo que hizo ayer, como la noche pasada. Me ha salvado la vida en ambos casos.

—Seguramente… —comenzó él, pero ella le interrumpió.

—No, es la verdad. Aquellos hombres trataron de matarme antes… y lo intentarán de nuevo. Es por lo que dudaba en contarle lo que le prometí la pasada noche, pues entonces estará expuesto a los mismos peligros.

—Perdí el control la pasada noche —dijo—. De otra manera no habría encontrado el coraje para decir lo que dije. Pero lo que dije entonces lo digo ahora, cuando digo que la amo…

—No, espere hasta que me haya escuchado. La declaración de amor de un hombre es un honor para una mujer, pero no puedo pensar en mí precisamente ahora. Escuche.

»Mi nombre es Marilyn la Valon. Mi familia proviene de España por ambas partes, pero hemos sido ciudadanos de los Estados Unidos durante generaciones. Yo misma he nacido en Mississippi.

»Cuando Méjico se libró del yugo español en 1822, el General Ricardo Marez, que estaba en Santa Fe en ese momento, se apresuró hacia el sur para ayudar al partido realista. Se llevó con él el beneficio de una expedición comercial y también una parte de su fortuna personal… el total de lo cual abultaba tanto que requería un tren de mulas para transportarlo.

»Fue obligado a desviarse lejos de su ruta para evitar los soldados rebeldes, y en algún lugar del centro-oeste de Texas, se desvaneció con toda su tropa. No se volvió a oír hablar de ninguno de ellos de nuevo, de acuerdo con los registros históricos, aunque algunas mulas que llevaban la marca de Marez fueron vistas después entre los indios de aquella región. Esto es todo lo que se sabe por la historia y los anales de la familia… puesto que Ricardo Marez estaba relacionado con la familia de mi madre.

»Hace alrededor de un año, un amigo mío estaba en Oklahoma, el viejo territorio indio, y conoció a un viejo jefe indio de los kiowas. Este indio le cogió un gran afecto, sin ningún motivo especial, y le mostró muchas reliquias de los tiempos pasados, entre ellos un mapa vagamente trazado con líneas rojizas sobre un trozo de cuero de Cordovan, como el que era usado para hacer las botas de los caballeros españoles en tiempos pasados. Las líneas eran borrosas y la escritura casi ilegible por el tiempo, pero mi amigo comprendió el nombre: General Ricardo Marez.

»Esto interesó a mi amigo enormemente, puesto que conocía la historia de mi familia, así que indujo al viejo jefe a que se lo vendiera, y después me lo dio. Con la ayuda de unas poderosas lentes de aumento me las arreglé para comprender que el mapa representaba una montaña, y pude descifrar que el nombre que estaba escrito era el de Caballo Diablo. Después me hice con un viejo mapa de Texas y localicé la montaña en el Condado de Caloran, diez millas al noroeste del viejo asentamiento que ahora es el pueblo de Lost Plains.

»Mi amigo averiguó la historia del mapa por medio del viejo jefe kiowa. Le dijo que había sido tomado de los comanches en una batalla y que los comanches lo habían tomado del cuerpo de un oficial español que había sido masacrado junto a todos sus hombres en la Montaña Devil Horse, en el oeste de Texas. Pensó que era algún tipo de encantamiento y no tenía ni idea de su significado; había sido muy apreciado por los indios por la valentía del hombre de quien había sido tomado, y tenía mucha historia por sí mismo, al parecer. Distintos jefes notables lo habían llevado en varios momentos.

»Por supuesto, puede darse cuenta de lo que significaría un mapa como ese. El General Marez, rodeado por los salvajes y sabiendo que estaba condenado, ocultó el oro e hizo un mapa del escondite, confiando en los santos para que lo llevaran a las memos correctas. Murió allí, con todos sus hombres y durante un centenar de años el mapa dormitó en los zurrones de guerra de los guerreros pieles roja.

»Parecía bastante fácil conseguir el oro después de eso. Y, ciertamente, tengo más derecho que nadie, puesto que el General Marez murió sin un hijo y yo, junto a mi hermana, somos sus únicos descendientes vivos.

»Pero no tenía ni idea de los obstáculos que podrían alzarse. Primero fui incapaz de descifrar nada acerca de la montaña. El cuero estaba podrido y las líneas se habían desvanecido, hasta la mera silueta de la misma montaña; su nombre y el nombre de la firma era las únicas cosas legibles. No podría decir en qué lado estaba oculto el tesoro, si en la cima, en la falda o dónde. Cualquier marca podría haber sido hecha para mostrar la localización exacta, y la dirección, pero si había alguna, ya no era visible.

»Mi única oportunidad, pensé, era venir a esta montaña y buscar por todas partes hasta encontrar el oro. Esto parecía un trabajo terroríficamente inmenso, aunque, bajo las circunstancia, no tuve dudas. Y mientras estaba poniendo en marcha mis planes para venir a Texas, mis dos enemigos aparecieron en escena, repentinamente y sin previo aviso. Eran Gómez, el hombre que vio en la montaña ayer, y El Culebra, que trató de matarme la pasada noche.

»Gómez es un español, aunque ha vivido la mayor parte de su vida en Méjico y los Estados Unidos. Una vez fue agente indio en Sonora y de alguna manera supo la historia del tesoro de Marez. El Culebra, que parece más una bestia que un humano, es descendiente de un renegado mejicano que tomó parte en la masacre en Caballo Diablo. Este hombre era demasiado ignorante para leer o escribir, pero sospechaba que el mapa era la clave hacia el oro, que él sabía que se había cargado en mulas y nunca fue encontrado después de la batalla. No pudo hacer interesarse a los indios por el tesoro, puesto que ellos, o no supieron o no se preocupaban por el dinero en aquellos tiempos, y el guerrero que cogió el mapa rehusó compartirlo con él. El Culebra sabía todo esto por los relatos que fueron pasando por su familia, pero no sabía en qué parte de Texas ocurrió la batalla.

»Pero el encuentro entre él y Gómez les puso en el camino correcto finalmente. Hasta aquel momento solo había sabido que la expedición de Marez había desaparecido en algún lugar de Texas, pero ahora, sabiendo con seguridad que fueron los indios y no los rebeldes mejicanos quienes le destruyeron, y averiguando la tribu que lo hizo, fue capaz de hacer una búsqueda sistemática. Comenzó a trazar el mapa, y su determinación y persistencia le habrían proporcionado crédito para una causa mejor.

Mike Costigan escuchó, encantado. Esto era más fantástico que cualquier historia que hubiese escrito, leído o escuchado jamás.

—¿Por qué? ¡Solo piénsalo! ¡Comenzar a perseguir un mapa que estaba perdido hace más de cien años entre salvajes que prácticamente se habían olvidado de él! Nadie salvo un hombre con profundos conocimientos en la tradición e historia india lo habría intentado jamás.

—Es un concienzudo estudiante de antropología y conoce muchas lenguas indias, y fue de reserva en reserva, y se aproximó a los indios que se habían ido a las ciudades y se habían civilizado para preguntarles. Finalmente, fue siguiendo a los distintos poseedores del mapa a través de los comanches hasta los kiowas y al fin llego hasta el viejo jefe que lo poseyó… ¡solo para encontrar que lo que había buscado sistemáticamente durante años, se lo había apropiado un turista por pura casualidad!

»Encontró e interrogó al amigo que me había dado el mapa, y con métodos retorcidos averiguó que en ese momento estaba en mi posesión. Entonces se aproximó a mí y me lo pidió, pero yo conocía mis derechos y rehúse dárselo.

»Me amenazaron y comenzaron a perseguirme sistemáticamente. No tenía amigos a los que apelar, puesto que había dejado el pequeño pueblo de Mississippi en el que había crecido y mi hermana yo nos trasladamos a Natchez.

»Se convirtieron en mi sombra, atentaron contra mi vida y rebuscaron con frecuencia en mis aposentos durante mi ausencia. Pero mantenía siempre el mapa junto a mí y al final optaron por la violencia personal.

»Me atrajeron a una casa solitaria en las afueras de la ciudad y, registrándome, me quitaron el mapa por la fuerza. Estaba casi casi indefensa por el miedo puesto que sabía que, para que sus propósitos se cumplieran, nunca me dejarían volver a casa con vida. Este conocimiento me proporcionó la fuerza de la desesperación y mientras Gómez estaba estudiando los tenues trazos, me solté de El Culebra, arranque el mapa de la mano de Gómez, y me arrojé por la ventana, que estaba en una segunda planta. Estaba tremendamente magullada por la caída, pero me las arreglé para levantarme, tambaleante, antes de que ellos llegaran a la escalera, y me oculté en unos arbustos. Escapé de ellos por el momento, aunque fue una experiencia terrible. Fue mientras me tuvieron prisionera, cuando

Gómez me contó todo lo que le he contado acerca de su búsqueda del mapa.

«Al saber que sería amenazada constantemente, envié a mi hermana a quedarse con una tía nuestra en Virginia, donde pensé que podía estar a salvo de la persecución que había caído sobre mí, y reuní el poco dinero que tenía y vine a Texas. Pensaba que había esquivado a Gómez, puesto que después del intento en la casa solitaria, no volví a ver a ninguno de ellos. Al saber que no podía averiguar nada más del mapa, lo dejé en lugar seguro pero, evidentemente ellos piensan que aún lo tengo.

»Ayer, cuando vi a Gómez esperando, yo… yo… pensé… —su voz titubeó un poco—, pensé que era usted uno de sus hombres y me asusté. Pensé que me había traicionado deliberadamente y yo… había pensado que era un hombre en el que podía confiar, aunque no le hubiese visto antes.

»Usted me ha demostrado que es un hombre de verdad, pero aún tenía miedo de confiar en usted. Debe perdonarme; he aprendido tanto acerca de la crueldad de los hombres en los últimos meses, que me temo que he llegado a sospechar de todos.

»La noche pasada llegué a la casa de huéspedes bastante tarde y pedí una habitación. No sabía que hacer… estaba completamente perdida. Pensaba que había apartado a Gómez de mi camino, pero había llegado aquí primero. Supongo que leyó el nombre de la montaña antes de que le quitase el mapa de las manos en aquella casa vieja de Natchez. No estaba convencida de marcharme, y tenía miedo de quedarme.

»Encontré que mis temores estaban justificados cuando El Culebra trepó hasta mi habitación la pasada noche y trató de forzarme a que le diera el mapa. Si lo hubiera tenido, se lo habría dado porque estaba realmente asustada y pensé que moriría. Pero lo deje a salvo en Natchez porque sabía que no podría decirme nada más acerca de él.

»No me creyó cuando se lo dije, y desenvainó su largo cuchillo, tapándome la boca con su mano cuando grité. Me las apañé para agarrarle de la muñeca, pero destrozó mi camisón y me habría matado si no hubiese venido usted.

—Me hubiera gustado saber todo esto —murmuró Mike, las cejas se le fruncieron mientras la antigua fuerza celta comenzó a arder en su interior—. No se me hubiera escapado con tanta facilidad.

—Vino justo a tiempo. Ellos temen que apele al gobierno de los Estados Unidos y les paralice finalmente.

—¿Por qué no lo hace? Parece que sería la forma más rápida y segura de conseguir justicia. Podría probar su derecho sobre el tesoro.

—No me atrevo —replicó ella con apatía.

El fuego con el que había narrado la historia pareció haberse extinguido en ella, justo cuando el encuentro con Gómez le había quebrado el espíritu el día anterior.

—No me atrevo —repitió—. Este dinero podría ser reclamado por el gobierno mejicano y me lo podrían quitar si se supiera.

—¿Quién dice eso?

—Gómez.

Mike pensó en ello. No se lo creía, pero su conocimiento de las costumbres internacionales era muy vago. Si era un tesoro tan grande como se decía, podría ser posible. Presumía que el gobierno mejicano había confiscado la propiedad de los «leales» cuando vencieron a la autoridad española.

—Además están los propietarios de la tierra —continuó ella.

—Las tierras son ahora propiedad de una corporación, para quien un millón de dólares significa menos que un centenar para mí. El dinero es de usted y tiene derecho a él.

Súbitamente ella puso una atractiva manita sobre su brazo.

—Debe usted pensar que soy horriblemente codiciosa y avarienta —dijo, con un ligero temblor de voz—, pero necesito ese dinero terriblemente, y no puedo afrontar el liarme con un pleito de ningún tipo… debo tenerlo ahora. Mi hermana pequeña se está muriendo en ese terreno bajo del Mississippi. Ella morirá, si no puedo arreglarlo para llevarla a algún clima seco, como Arizona o Nuevo Méjico. Es solo una niña.

Su voz se convirtió en un sollozo y las lágrimas manaron de sus ojos.

—Usted misma es solo una niña —dijo Mike con amabilidad—. Pobre muchacha, ha pasado suficiente como para quebrar a siete hombres.

—Mi familia es de la cepa de la vieja Castilla —contestó, secándose los ojos y recobrando la compostura—. Se dice desde antiguo que los la Valon tienen una naturaleza férrea.

—¿Qué iba a hacer ayer cuando llegase a la montaña? —preguntó Mike, sacudido por un súbito pensamiento.

—No lo sé —admitió ella con impotencia—. Me parece ahora como si estuviera aturdida por las semanas anteriores. Mí único pensamiento era escapar de Gómez y llegar a la montaña.

—¿Cómo demonios pensaba encontrar el oro usted misma sin ninguna herramienta, o llevárselo si lo hubiera encontrado? —la reprendió Mike con amabilidad—. Necesita a alguien para preparar los detalles y que cuide de usted, mi joven dama, y voy a hacer exactamente eso. Pero escuche ¿por qué se exponerse a estos peligros? Soy solo un escritor que lucha por abrirse camino, pero tengo dinero más que suficiente para mis necesidades… déjeme…

Ella se encendió como si la hubieran aguijoneado.

—¡No! ¡No! —exclamó ella— ¡No!

—Por favor, escúcheme —le rogó—. No quiero ser grosero. La amo y quiero ayudarla. Espero no ofenderla con esta declaración, pero no puedo evitarlo. Nunca he creído en el amor a primera vista, pero ahora sí lo hago… aunque no reconocí la emoción hasta la pasada noche. No deje que un falso orgullo sea un obstáculo. A pesar de mi apariencia ayer, no soy un matón, ni un tipo de hombre al que una joven deba temer.

Ella bajó la mirada pensativamente y cuando habló lo hizo en voz

baja.

—Puedo decir que no es un rudo trabajador por su manera de hablar y sus modales, y estoy segura de que sus intenciones son buenas. Pero no puedo aceptar su oferta, aunque le agradezco la gentileza de su propuesta. Y… y… lo otro… por favor no vuelva con ese asunto de nuevo… —Después, mientras bajaba el rostro, añadió con timidez—: Al menos… al menos hasta que este asunto se haya solucionado.

Su corazón se desbocó. Ella era indescifrable como la Esfinge, pero sus palabras no eran descorazonadoras. Se preguntó si ella, también, sentía algo similar por él. No estaba seguro. Su actitud podría ser la de una mujer desesperada aferrándose a la primera oferta de ayuda y temerosa de ofender a su campeón. Cambió de tema abruptamente.

—Creo que me dejaré caer por el Pico esta tarde —musitó—. Quizás…

—¡No! ¡No! —exclamó Marilyn de manera tan vehemente que le sorprendió—. ¡No! ¡Le matarían!

—Supongo que sería temerario aventurarse donde ellos de manera abierta, pero tengo una idea. Hay una vieja carretera que se aproxima al Pico desde el oeste y es poco transitada. Puedo seguirla hasta dos millas del Pico en coche y después seguir el camino por una quebrada, permaneciendo a cubierto, justo hasta la falda de la montaña… puesto que la quebraba discurre más allá de su base. Allí puedo ocultarme y escrutar la zona, para averiguar en qué zona de la montaña están esos canallas, y explorar un poco por mi cuenta.

—Pero le llevaría días descubrir el escondrijo del tesoro —protestó Marilyn—. Y puede estar seguro de que caerán sobre usted en algún momento.

—Tengo una idea —repitió Mike—. Creo que sé algo más que esos tipos, aunque sea extraño de decir, pues la razón exacta de mi conocimiento es aún un misterio para mí.

Pero el recuerdo de la pieza de oro de Skinny le había llegado a la mente de súbito y una idea estaba tomando forma.

—Entonces iré con usted.

—¡Usted! Por qué, muchacha… —Mike se detuvo de repente—. ¿Aún no confía en mí, Marilyn? —preguntó en voz baja.

Ella se ruborizó y bajó la mirada. Mike deseó no haber hablado.

—Confío en ti —contestó, en voz baja—. Te lo he contado todo y me he puesto a mí misma en tu manos. Pero no puedo permitir te arriesgues y yo no. Oh, ¿no lo ves? Debo ver cómo termina esto de una vez.

—Tu confianza no será traicionada —dijo Mike con voz ronca, conmovido por su desamparo y su valor—. Preferiría que no vinieses, pero si lo deseas, no puedo hacer nada para impedirlo.

5. La guarida del contrabandista

—¿Tienes una pistola? —preguntó la joven súbitamente.

Los dos compañeros estaban siguiendo el lecho seco del barranco que Mike había mencionado, manteniéndose cerca del refugio de los árboles de su ribera. Habían dejado el coche de Mike dos millas atrás, donde la vieja carretera se acercaba a los pastos que rodeaban la montaña.

—No, no tengo —admitió Mike, alzando el pico que llevaba al hombro—. Quizás debería haber traído una, pero no tengo ninguna y no se me había ocurrido, la verdad. De todas formas nunca me he encontrado en ningún aprieto que no pudiera solucionar con mis puños.

La joven exhibió un pequeño pero endiablado revolver.

—Tengo este a mano desde que Gómez me capturó en Natchez.

—Quédatelo —se rio Mike—. No le acertaría ni a la pared de una casa con una de esas cosas. Soy mucho más mortífero con mis manos desnudas.

Marilyn volvió a poner el arma en su cinturón. Estaba vestida con un traje de montar caqui que acentuaba su delicada constitución y le daba un ligero toque masculino. A Mike le parecía que estaba más adorable con cada nuevo atuendo. Una verdadera hija de la vieja y orgullosa Castilla, pensó, mientras observaba su resuelta y ardua marcha a su lado, yendo, posiblemente, hacia unos peligros que a muchos hombres les habría hecho retroceder. En aquel momento captó un destello de una porción del espíritu que la había permitido protegerse de Gómez y su criminal compañero, a pesar del hecho de que era una muchacha joven y delicada, que había crecido en una atmosfera pacífica.

Mike, debía admitir, le estaba prestando más atención a ella que a lo que les rodeaba. Así que no percibieron a nadie cerca de ellos hasta que rodearon un abrupto recodo en la quebrada y llegaron a una inesperada y extraña escena.

Tres hombres estaban agrupados alrededor de un artilugio de metal y rollos de cobre bajo el cual había una hoguera, sobre una terraza que se inclinaba en el lecho del barranco. En ese instante, antes de que ni Mike ni la joven pudiesen recuperarse de la sorpresa, un hombre les apuntó con un rifle y les dio una brusca orden.

—¡Manos arriba!

No se podía hacer otra cosa salvo obedecer, aunque la sangre de Mike se inflamó con la facilidad con la que él, un hombre famoso por su poderío físico, había sido apresado. Reconoció a los hombres, escoria de la fiebre del petróleo, chusma que seguía a las bonanzas de cualquier tipo… jugadores y holgazanes.

El hombre más grande, Leary, un gigante con poderosos brazos y pecho de barril, era todo un personaje en los campos petrolíferos de Texas, conocido a lo largo y lo ancho por su dudosa reputación y su habilidad en las peleas violentas. Los otros dos eran sus cómplices habituales: Murken, un delgado sinvergüenza con rostro malvado que también era un luchador notable, y Edwards, un personaje de barbilla débil y mirada furtiva.

—Visitantes, ¿eh? —la ruda voz de Leary retumbó con sorna—. Átalos, Edwards. No, a la dama no, solo a Costigan,

Mike, con los ojos en llamas por una furia incontrolada, tuvo que permitir que le ataran las manos a la espalda. Fue empujado con rudeza hasta sentarlo con la espalda contra un árbol que crecía en la escarpada ribera. Marilyn, con el rostro pálido, se sentó junto a él.

—Ahora quizás podrás explicarme esto —gruñó—. Sabes que no soy un hombre de hacienda; tus correrías nos dan igual tanto a la dama como a mí.

—La idea —dijo Leary arrastrando las palabras, mientras se sentaba cerca, sobre una enorme roca—, es que se nos pagará una buena pasta por hacer esto. Oh, sí. Tu amigo Gómez. Hemos estado vigilándoles durante algunos días, esto es, desde que llegaron a la montaña; nos chocó un poco que unos geólogos que estuviesen siempre cavando entre las rocas, en vez de estudiar las formaciones y cosas como esas. Así que fuimos a por ellos, pero fueron poco amigables al principio. Entonces tuve una corazonada y le compré la pieza de oro a Skinny para que me diera suerte.

»“¿Esto es lo que estáis buscando?”, les dije y se la enseñé. Se entusiasmaron al verla y finalmente mostraron sus cartas. Estaban tras un tesoro, como sabes. ¡Un millón de dólares en oro! Trataron de hacerme decirles dónde la había encontrado. Pero Skinny no podía recordarlo. Todo lo que sabía de ello es que la encontró en alguna parte en la cara norte del Pico Este. Me dijo lo que sabía aquella mañana, porque ya lo había olvidado cuando le vi. ¡Maldito bobo, de todas formas!

»Aun así, creo que Gómez y su bestia lo encontrarán esta noche y les ayudaremos a desenterrarlo y cargarlo en el aeroplano. Entonces nos repartiremos la pasta… de todos modos eso es lo que dicen. Nosotros podemos pensar distinto. Nos encontraremos aquí cuando oscurezca.

Sonrió de oreja a oreja. A Mike le corrió un sudor frío mientras la muchacha se acurrucaba junto a él.

—¡Leary, por el amor de Dios, deja que se vaya la chica! ¡Gómez la matará!

—Gómez hará lo que yo le diga —contestó Leary con satisfacción—. No tengo dudas de que te liquidará, creo.

—Te daré diez mil dólares… cada centavo de lo que tengo… si la dejas ir antes de que Gómez venga —ofreció Mike desesperado.

—¿Qué son diez mil para un hombre que va a conseguir la mayor parte de un millón? —resopló Leary con desdén—. No te preocupes por la falda; me la llevaré conmigo.

—¡Leary, tu cobardía apesta! —rugió Mike—. Si tuvieras redaños, me desatarías y lucharíamos, hombre contra hombre, ¡el que gane se queda con todo!

—Me gustaría tener un combate contigo, Costigan; creo que podrías darme uno bueno —dijo Leary con sinceridad—. Pero los negocios antes que el placer, ya sabes. Quizás lo hagamos después, si Gómez no te despacha.

Mike cayó en un súbito silencio. El día se consumía, el sol se inclinaba en el cielo hacia el oeste. Leary y Edwards riñeron por un juego de dados en la sombra de la orilla opuesta. Murken se sentaba con el rifle cruzado sobre las rodillas, vigilando a los prisioneros. Había una expresión en la mirada que dirigía a la muchacha que hizo que la sangre de Mike hirviese. Vio su oportunidad cuando la atención de Murken se distrajo durante un momento, y le susurró a Marilyn.

—¡Mira si puedes sacar tu arma y hacer que Murken arroje la suya!

Se quedó sin habla cuando ella le respondió llorosamente entre susurros.

—Yo… yo… yo ¡la perdí en alguna parte! Debe haberse escurrido de mi bolsillo después de enseñártela.

—¡Hey! —las sospecha de Murken se acrecentaron—. ¿De qué estáis susurrando?

—Estamos discutiendo acerca del tiempo —contestó Mike con pesimismo—. ¿Qué posibilidades crees que hay de que llueva, carabarro?

Murken puso una sonrisa de medio lado.

—Creo que si llueve mañana tú no lo sabrás, guapo —replicó con una deliberada malicia, y la conversación cesó.

Costigan se estaba esforzando con desesperación para encontrar una vía de escape. ¿Cómo actuarían unos personajes de ficción ante un aprieto como este? Normalmente tenían un amigo que actuaría justo a tiempo, pero eso no funcionaría aquí. ¡Otra idea! Raspar las cuerdas contra el filo de una roca. Miró alrededor. No había rocas. Su ánimo decayó. ¡Sí! Más allá de la orilla había una roca, que sobresalía de un peñasco que se había despeñado sobre el barro. No parecía particularmente afilada, pero podría servir para deshilachar las cuerdas que sujetaban sus manos.

—No te pongas nervioso —le advirtió a Murken—. Voy a cambiar mi posición. Este árbol es demasiado rugoso para apoyarme en él toda la noche.

Ayudado por la joven, se levantó y susurró a la chica que se quedara en el árbol para mantener distraída la atención de Murken al estar separados. Entonces caminó hacia la orilla, se sentó, y se desplomó contra el peñasco; un movimiento perfectamente natural. Alzó su posición casualmente hasta que sintió las piedras contra sus muñecas.

El tiempo se hacía eterno. Bajo la mirada de lince de Murken, Mike no se atrevía a hacer movimientos súbitos o violentos y el trabajo de cortar la cuerda en dos trascurrió muy lentamente. Un leve retorcer del cuerpo, moviendo las muñecas arriba y abajo cuando la mirada de Murken estaba centrada en la muchacha, era todo lo que se atrevía.

El sudor pobló su frente con el esfuerzo de autocontrolarse. Sus nervios estaban bastante tensos por el esfuerzo. Sus muñecas estaba laceradas, pero apenas sintió la herida. Le parecía, después de un largo tiempo, que no había hecho nada en la cuerda. Los minutos parecían extenderse eternidades. El sol, oculto por lo árboles, se hundía en el horizonte del oeste. Pronto llegarían la noche y Gómez, ¡trayéndoles la muerte a la joven y a él! Y la cuerda seguía firme. Hizo sus movimientos más inquietos. Se resistía a tratar de romperlo a lo bestia, a dar tirones… ¡a gritar! Su rostro se entumeció por los esfuerzos de mantenerlo impasible. El contemplar a la muchacha, sentada tristemente pero aún con valentía, donde la había dejado, le revitalizó y al fin, después de lo que parecieron años y podían haber sido horas, se arriesgó a un furtivo tirón y un giro, y sintió como se partía la cuerda. Aún se sentó un momento, haciendo trabajar sus dedos que estaba entumecidos por la falta de circulación.

Murken, que había estado sentado como una esfinge toda la tarde, se levantó de repente, bostezó y estiró los brazos, dejado el rifle junto al barril que estaba a su lado.

En el mismo instante Mike encogió las piernas bajo él y se lanzó a través del aire como una roca lanzada por una catapulta, con los hombros encorvados y los brazos hacia atrás. Murken, cogido con la guardia baja, alzó el rifle con un grito inarticulado; pero, mientras lo hacía, Mike hizo carambola sobre él y su derecha, lanzada con toda la fuerza de su pesado hombro y la inercia de su cuerpo, se estrelló contra las costillas de Murken. Algo crujió como una rama al partirse, y Murken cayó. Mike le dio puñetazos con saña en la mandíbula, con la derecha y la izquierda, hasta que cayó. El rifle voló a través del lecho del barranco.

Leary se revolvió con un grito y Mike le dio una brusca orden a la joven por encima del hombro, que estaba de pie, con los ojos ardiendo por la excitación.

—¡Corre! ¡Vuelve al pueblo!

Entonces, dándose cuenta de que ella dudaba:

—¡Vete, te digo! ¡No puedes hacer nada útil aquí y si te quedas estaremos ambos perdidos! —y en ese momento ella se dio la vuelta y huyó.

Edwards se había lanzado hacia el rifle que había caído a pocos pies de él, pero Leary, con los ojos brillando por el fuego de la batalla, le hizo retroceder.

—¡Apártate de esto! —rugió, y se lanzó contra Mike como un simio gigante.

Costigan nunca había rehuido una pelea y desde que alcanzase la hombría no había sido vencido jamás. Sus ciento ochenta libras de peso eran como acero templado y hueso de ballena y era un boxeador habilidoso; además, estaba profundamente familiarizado con las tácticas violentas de los luchadores callejeros. Siempre había tenido la impresión de que si algún nombre de Lost Plains podría vencerle, este sería Leary, cuyas correrías eran casi míticas en las explotaciones petrolíferas. Así que ahora que esto se iba a poner a prueba, sintió el fiero éxtasis de la alegría de la batalla, que brotaba de él mientras se encaraba con el gigante que cargaba y cuya embestida era como la de un toro enrabietado.

Leary era una pulgada más alto y al menos veinte libras más pesado que Mike, aunque se movía con la velocidad de un peso ligero. Estuvo sobre Mike en un instante, lanzando un crochet con la mano derecha hacia la barbilla del hombre más ligero… el habitual primer golpe de una lucha callejera. Mike se agachó y lanzó su propia derecha hacia el cuerpo mientras el enorme brazo de Leary silbaba sobre él, siguiendo al derechazo con un gancho de izquierda que se estampó contra la mandíbula del gigante y le hizo girar sobre sus talones.

Leary volvió con un crochet que era como el arco de un rayo andante, y después otro. Costigan se agachó en el primero y retrocedió en el segundo, protegiéndose con ambos antebrazos la cabeza. Leary tenía facilidad para golpear. Estaba peleando con el único estilo que conocía, dependiendo de su capacidad para absorber el castigo, tratando de resistir dos golpes y asestar uno. El problema estaba en evitar su terrible directo y al mismo tiempo dirigir golpes lo suficientemente fuertes como para hacerle caer.

Otro puñetazo rebotó en el codo de Mike y descargó un directo contra la boca sin afeitar, con un golpe que hizo que la cabeza de Leary se echara hacia atrás mientras rugía, y le comenzara a manar un hilillo de sangre de la comisura de los labios. Sin amilanarse, el contrabandista volvió a cargar, con la cabeza baja, los hombros encorvados, lanzando puñetazos salvaje y terroríficamente. Mike se agachaba y esquivaba sin dar un paso atrás, haciendo que los golpes pasaran sobre su cabeza o se deslizaran junto a sus hombros, mientras lanzaba ambos puños hacia las facciones de Leary que se iban enrojeciendo con rapidez, una y otra vez, en una serie de golpes cortos y violentos.

Un crochet de izquierdas finalmente atravesó su guardia, golpeando de lleno en su cintura, arrojándole contra un árbol que había detrás, aturdido y con nauseas. Leary rugió y aprovechó su ventaja con una feroz acometida. Mike lanzó un directo con la izquierda y mientras la cabeza de Leary se doblaba hacia atrás por el golpe, empotró su derecha en el cuerpo. Su puño, que había partido de la cadera, golpeó con una fuerza terrorífica bajo el corazón del contrabandista. Era el mismo golpe que había acabado con Murken, y la boca de Leary se abrió, dejó caer las manos y se tambaleó.

Mike se fue contra él como un leopardo, golpeando con ambas manos en su floja mandíbula… izquierda… derecha… otra izquierda que partió de las rodillas de Mike… ¡Y Leary se desplomó con un crujido!

Costigan permaneció junto él, esperando que se levantara, aunque parecía increíble que cualquier hombre pudiera alzarse después de un castigo como ese. Pero Leary no era un hombre ordinario. Adiestrado en los modos de la lucha callejera, rotó sobre su espalda, pateando las piernas de Mike. Costigan cayó todo lo largo, y las manos de gorila de Leary se aferraron a él. Con un giro y retorciendo todo su cuerpo, Mike evitó la presa y consiguió levantarse, justo cuando Leary se alzaba. Entonces, antes de que tuviera tiempo de colocarse, el contrabandista lanzó su derecha con torpeza, descargándola sobre la mejilla de Mike. El hombre más ligero se tambaleó, con chispas recorriéndole el cerebro, y otro golpe le alcanzó sobre la sien; se derrumbó como un saco, mientras el paisaje giraba vertiginosamente ante su aturdida mirada.

Esquivó por instinto la patada que Leary le dirigió a la cara, cogió la pernera del pantalón del otro y consiguió erguirse de nuevo, a pesar de la lluvia de golpes que le cayó sobre la cabeza y hombros. Bloqueó un artero puñetazo hacia el vientre; después, sujetó el brazo de Leary y se aferró, con la barbilla hundida en el hombro izquierdo de su enemigo, mientras se sacudía para aclarar la mente de la aturdida debilidad. Leary, con una maldición, liberó una mano y apretó salvajemente los ojos de Costigan; el joven devolvió el cumplido con un gancho que salió de su rodilla hasta el plexo solar del que arrancó un juramento de su víctima.

Entonces, con una fuerza como Mike no había visto igual, el gigante le levantó el cuerpo, quebró su presa y le lanzó todo lo largo sobre el suelo. El mullido terreno del lecho del barranco le salvó de romperse los huesos, pero Mike se quedó aturdido durante un instante y podría haber perdido la pelea ahí, si Leary no se hubiera resbalado y caído en el intento de aprovechar su ventaja. Mientras se revolvía, Mike se levantó, aún aturdido, e intentó apretarse como hacen los boxeadores heridos. Leary le golpeó a un costado, sobre sus inseguros brazos y le estrelló un directo en el rostro. Costigan se tambaleó hacia atrás y habría caído, si no hubiera dado con la espalda en un árbol. Leary le siguió, oscilando ambos brazos.

Por primera vez, Mike estaba completamente a la defensiva. Se agachaba lo mejor que podía y bloqueaba con sus codos, sintiendo como sus brazos se entumecían con rapidez bajo los pesados golpes de Leary. La derrota parecía segura. Pero hay un extraño tipo de luchador, como mostrarían los registros de vencedores de las peleas, que nunca pierde su capacidad para golpear mientras está en pie, no importa lo aturdido que pueda estar. Mike Costigan era de ese tipo de hombre y muchos lo aprendieron a su pesar. Ahora, la vieja llama de furia se inflamó de súbito en él, renovando sus fuerzas. Abandonando su actitud defensiva y jugándoselo todo en un único y desesperado intento, se enderezó y lanzó una ráfaga de puñetazos, dirigiendo un gancho de derechas que hizo retroceder a Leary. Costigan golpeó al momento con su izquierda y su brazo pasó sobre el hombro de Leary, cuando el gigante se agachó. Mike, continuando el golpe con todo su cuerpo, chocó contra él y ambos cayeron pesadamente. Leary se golpeó la cabeza con violencia contra una raíz de árbol que sobresalía.

Tantearon alrededor y se alzaron a la vez, ambos aturdidos y perdiendo fuerzas con rapidez. Leary era una visión espantosa. Un ojo estaba cerrado por completó y el otro no era más que una hendidura en sus amoratadas facciones. Sus labios habían sido reducidos a una pulpa rojiza, el rostro cortado y machacado, y estaba sangrando profusamente del corte en el cuero cabelludo causado por la caída. Sin embargo, su vida disipada comenzaba a notársele a pesar de su casi sobrehumana robustez.

Su aliento se convirtió en un silbante jadeo. Mike estaba más fresco, habiendo sido objeto de menos castigo, y por llevar una vida más saludable. Aun así, sus rodillas se doblaban y los arboles ondeaban en confusos perfiles ante él.

Ambos comprendieron que la batalla estaba cerca de llegar a su conclusión. La resistencia humana no podía seguir prevaleciendo. Mostraron de manera simultánea sus menguantes fuerzas en un último y desesperado esfuerzo. Leary, con su único ojo brillando siniestramente, se abalanzó hacia delante con toda su ferocidad, y Mike se preparó para responder al gigante con un golpe de su mano derecha, cuyo golpe incorporaba cada onza de su menguante fuerza, y que acertó de lleno en el mentón de Leary. Costigan sintió como sus nudillos crujían mientras Leary, sacudido por la doble fuerza de la embestida y del golpe, se desplomó sobre el suelo.

Mike se quedó bamboleándose durante un instante, luchando por permanecer en pie, puesto que recordó a Edwards. Miró alrededor y vio al hombre agazapado en la ribera más alejada, con el rifle en las manos, y boquiabierto. Cuando Mike le miró fijamente, su rostro se volvió pálido, arrojó el rifle y huyó.

6. Monedas carmesíes

Mike se rio. Se pasó una mano temblorosa por la frente. No comprendía el motivo de su repentina retirada, pero estaba extremadamente agradecido por no haber sido forzado a entablar otra pelea, incluso con un debilucho como Edwards. Repentinamente, su agotamiento se le vino encima como una riada y se hundió, para yacer casi sin sentido.

Cuando recuperó algo de sus fuerzas, el sol se había puesto y las sombras se habían apoderado del fondo de la quebrada. Se levantó envarado y viendo el rifle tirado donde Edwards lo había arrojado, se acercó y lo cogió. Entonces comprendió la razón para la huida del tipo. El cerrojo se había golpeado después de que se le cayera a Murken y ya no tenía más utilidad que una rama rota de árbol. Evidentemente, aquella había sido la única arma en el campamento del contrabandista.

Echó un vistazo a sus víctimas. Después de todo, solo habían pasado unos pocos minutos… el sol estaba a punto de ponerse cuando se liberó. Leary aún yacía donde había caído, puesto que la paliza que había recibido había sido demasiado grande para el poco tiempo trascurrido desde que Mike le hiciera caer. Mike se preguntó si el tipo estaría muerto, pero desechó la suposición como improbable. Los hombres a veces se quedaban sin sentido durante horas después de recibir un nocaut en el ring o en una pelea callejera.

Murken había recuperado la consciencia, pero aún permanecía tumbado y parecía aturdido y desconcertado.

Mike pensó en atar a la pareja, pero decidió que probablemente Edwards volvería y les liberaría, así que no había ningún beneficio en atarles. No parecía haber otra cosa que hacer, salvo volver al pueblo, donde esperaba que la joven hubiera llegado antes que él.

Entonces le surgió un pensamiento. Se suponía que Gómez iba a venir al caer la oscuridad y supuestamente los contrabandistas le acompañarían a la montaña. De acuerdo con lo que Leary dijo, los dos latinos estarían de camino al alambique. Mike decidió ahora que era mejor hacer una pequeña exploración por su cuenta. Cogió el pico que estaba por allí cerca, se lo puso al hombro y fue en dirección a la montaña.

Fue con cautela, ocultándose entre los arboles como un fantasma en un remolino de polvo, aunque con algo más de dificultad de la que habría tenido el espectro. No había escapado del apretón de Leary ileso. Su ropa colgaba en harapos, su mano derecha estaba entumecida y casi inútil, y sus ojos casi cerrados. Había perdido piel de la cara y brazos en cantidades atroces, y sus costillas estaban marcadas con grandes cardenales, así que fue un agotado joven el que se aproximó al pie de Caballo Diablo cuando las primeras estrellas comenzaban a parpadear. Habría hecho bien en haberse tumbado para descansar un buen rato, pero continuó con determinación. Era una lástima que aquella gran batalla, que se había luchado hasta su amargo final, solo hubiera tenido a Edward como espectador.

Repentinamente, desde alguna parte frente a él, le llegó un bajo murmullo de voces… de las que podía decir, indudablemente, que no hablaban en inglés. Se deslizó detrás de un árbol y esperó. Pronto, dos hombres surgieron a la vista, extraños y borrosos entre las engañosas sombras. Uno era alto, de constitución esbelta; el otro era un tipo bajo y enorme, que andaba bamboleándose, como un gorila.

Mientras sobrepasaban su escondite, los dedos de Mike se cerraron sobre el mango del pico, en un agarre que dejó sus nudillos blanquecinos, y una rabia asesina se apoderó de él. Todos los ancestrales instintos primarios le pidieron que saliera de su escondrijo y masacrara a ambos con rápidos y terribles golpes de la burda herramienta que tenía en la mano.

Cuando los hombres le hubieron sobrepasado y marchado, ignorantes de haber escapado por poco, Mike se apoyó contra el árbol, agitado y asustado, temblando para recuperar el control de sí mismo. Tal es el poder del amor y del odio. Nunca antes había deseado matar a un hombre. Siempre, cualquier animosidad que sintiese, había sido satisfecha con el crujir de un puño sobre una mandíbula. Ahora, sin embargo, la mera visión de aquellos tipos que habían perseguido y maltratado a la única chica que había amado jamás, le devolvió los recuerdos del despreciable relato, y del recién encontrado amor, y fue consciente de un nuevo odio en él. Nunca habría pensado que tales pasiones fueran capaces de prender en él y que por un momento le habían hecho arder de fiereza. Continuó su camino, considerablemente agitado por la experiencia y no tan seguro de sí mismo como había estado antes.

Trepó por la pendiente poblada de mezquites del Pico Este en la naciente oscuridad, siguiendo su camino entre los raquíticos árboles que se alzaban como fantasmas grises entre las sombras. Tenía un objetivo definitivo en mente y pronto estaría allí. En la cara norte del Pico, la montaña se inclinaba de manera más abrupta hasta una corta distancia de la cima; después, caía hasta convertirse en un alto acantilado. Algunas voladuras en las cercanías habían causado posteriormente un pequeño deslizamiento de tierras y una enorme porción del lateral del acantilado se había desprendido. A sus pies, Skinny, el muchacho «extraño», había encontrado su moneda de oro, de acuerdo con la vaga e incoherente descripción del chico.

Mike se detuvo. La subida había pasado factura a sus ya fatigadas fuerzas. Por encima, el acantilado se alzaba, siniestro y silencioso. Antes había un lugar espacioso, como una pequeña meseta, que estaba desierta de árboles. Esta meseta discurría nivelada durante cierta distancia y se desplomaba en la abrupta ladera de la montaña. Al principio de la cuesta crecía una densa mata de arbustos de atrofiados robles perennes.

Aquí, hacía ya un centenar de años, los soldados del General Ricardo Marez, duramente asediados, debieron mantener su última resistencia. Mike, con su vívida imaginación, podía visualizar aquella corta y terrible batalla: los españoles, agrupados al pie del acantilado con sus desastrados fusiles de chispa y sus espadas, picas y dagas, mucho más mortales… el alto comandante de nervios de acero, tomándose tu tiempo, incluso en aquella hora salvaje, para excavar en la pared del risco y esconder el oro, que su lealtad al rey de España le había hecho traer desde la lejana Santa Fe… Trazando el mapa sobre la piel de su bota, con una daga humedecida con su propia sangre, sin duda.

Mike podía ver, con el ojo de la mente, aquella espantosa escena: el estruendo de la mosquetería, el agudo chillido de las flechas, el entrechocar de las espadas sobre los cuchillos de arrancar cabelleras. Después, la última carga… el rugido, la irresistible arremetida de los pintarrajeados demonios con plumas… la caída de los soldados bajo sus tomahawks y sus lanzas. Dibujó la última escena rojiza del siniestro drama de hace tanto tiempo: los salvajes jinetes marchándose hacia el oeste, salpicando de negro la neblina escarlata de la puesta de sol… sus cinturones y los pomos de sus sillas horriblemente adornados con ensangrentadas cabelleras. Y tras ellos, los perdedores, yaciendo en silencio al pie de aquel sombrío acantilado… desnudos, enrojecidos y mutilados.

Los hombros de Mike se crisparon un poco. ¡Días sombríos! ¡Días sombríos! Aún arrojaban su sombra sobre la época actual, con el oro manchado de sangre que incitaba a los hombres al crimen, y una descendiente de aquel altivo castellano viejo que era el propietario del oro, rivalizando con un hijo de aquellos fieros salvajes.

Muy apropiado también, pensó Mike con nórdica complacencia, que un pionero americano fuera introducido en el juego… uno de cuyos ancestros habían expulsado a ambos, los indios y los españoles, de la tierra que protegía el oro.

Se quedó mirando al risco, oscuro y sombrío a la luz de las estrellas. Aquí había encontrado Skinny la moneda. Y aquí, se decía, los primeros colonos habían encontrado los restos dispersos de esqueletos, que se habían desintegrado por la descomposición. Mike no tenía duda de que aquellos huesos señalaban la última orden de Marez. Aquellos dos hechos eran las consideraciones que le habían traído al acantilado.

Podía imaginarse, vagamente entre las sombras, los lados de dos enormes rocas, una junto a la otra. Alzó su pico, encogiéndose de dolor ante la punzada de sus rotos nudillos, y lo descargó ociosamente y al azar; golpeó donde las rocas se unían la una a la otra… hubo un movimiento repentino y entonces, ¡sus pies fueron barridos por una cascada brillante!

Mike se tambaleó, completamente tomado por sorpresa. ¡Fue demasiado simple, demasiado fácil, para ser cierto! Mike se preguntó si el azar era tan ciego como parecía. Seguramente esto era obra del aquel poder que guía los asuntos de los niños indefensos.

Examinó el antiguo escondite del tesoro, raspando un fósforo y sosteniéndolo a cubierto por las manos. Se veía una pequeña caverna, delineada por fragmentos de madera podrida, los restos de un cofre que había contenido el oro, sin duda. Los españoles habían excavado un túnel bastante profundo en el risco, colocaron allí el cofre de las monedas, y bloquearon la entrada con rocas grandes, sellándolas con barro para hacerlo similar al resto del total de la cara del acantilado. El asedio debería haber durado varios días, puesto que les habría llevado cierto tiempo completar el túnel. Con el paso del tiempo, el cofre se había podrido, dejando las monedas caídas en un montón suelto, preparadas para desparramarse en el momento en que su escondrijo fuera agujereado. El derrumbe había arrastrado un enorme montón de polvo frente a él, junto con muchas de las rocas del viejo túnel, dejando solo las últimas dos, entre las que había una abertura. La moneda que había encontrado Skinny se había deslizado a través de esa abertura.

La luna estaba saliendo y bajo su luz, Mike reunió las monedas en un montón que brillaba de manera irreal. El relato del tesoro de Marez había hecho crecer su tamaño. Mike estaba seguro que el viejo túnel no continuaba y que no quedaba más oro en él. Aquí, ciertamente, no había un millón de dólares, pero constituían varios miles. Una considerable fortuna para una joven en circunstancias de mucha escasez.

Mike pensó con pesimismo que el encontrar aquello, probablemente alejaría a Marilyn de él. Ella nunca había dicho o insinuado que respondía a su afecto y así que no tenía derecho a pensar que se preocupaba por él. Ya había decidido que había malinterpretado su expresión en la habitación, la noche anterior, y, en verdad, no se iba a imponer por mera gratitud.

Al final sintió una cierta gratificación en haber encontrado el tesoro para ella, incluso si este la apartaba de él. Su conciencia le había estado perturbando por haberla dejado hacer sola el camino hasta el pueblo, pero había llegado a la conclusión de que, probablemente, llegaría allí antes de pudiera alcanzarla. Ahora, si su ausencia le causaba alguna preocupación, la búsqueda del oro podría ser una excusa suficiente.

Así que, razonando de manera bastante pesimista, se giró hacia el tesoro, hacia el que había empezado a sentir animadversión. Sin poder explicarse cómo llevárselo, finalmente decidió llenarse los bolsillos y hacer una especie de bolsa con su camisa rota. Se llevaría tanto oro como pudiera llevar y volvería a Lost Plains, ocultando el resto en alguna parte cercana, decidió. Sería un peso considerable, pero sentía que era su tarea. Se estaba poniendo de los nervios, y nada le parecía imposible.

Tenía prisa por marcharse. Desde que había encontrado el dinero, un millar de terrores le acosaban. Miró un centenar de veces hacia el oscuro matojo de árboles del borde de la meseta, pensando que oía algún movimiento entre ellos… al sentir ojos taladrando su consciencia. Las sombras de las rocas que le rodeaban, amenazantes sombras negras a la luz de la luna, le hicieron sobresaltarse y mirar de nuevo para asegurarse de ello, el susurro del viento nocturno era como el caminar de un asesino sigiloso.

Trabajó con un apresuramiento frenético, se despojó de su camisa y se arrodilló junto al reluciente montón dorado, distraído por el momento de lo que le rodeaba… súbitamente el mundo retumbó a su alrededor y fue arrojado a un oscuro vacío, moteado momentáneamente por un millón de resplandores rojizos.

7. Recuento sangriento

Mike volvió a la consciencia despacio. Su primera impresión fue la de un entumecimiento de los brazos, después de una palpitante herida en la cabeza. Se esforzó en recordar qué había sucedido y todo volvió con lentitud: la batalla con Leary, el hallazgo del oro… ¿Qué había ocurrido después?

Se encontró con que el entumecimiento era causado por unas cuerdas que estaban enrolladas a su alrededor de manera cruel. Estaba atado de manos y pies, tendido en el suelo indefenso.

Retorciéndose hasta ponerse en postura de sentado, miró desconcertado a su alrededor. La luna estaba ahora alta en el cielo e iluminaba la escena con claridad. Cuatro hombres se sentaban ante él: Gómez, con su delgado rostro moreno irradiando una siniestra sonrisa; El Culebra, con sus pequeños ojos porcinos brillando con crueldad en sus burdas facciones; Leary y Edwards. Al lado había una bolsa abultada que Mike sabía estaba llena de oro.

—Ah, el visitante despierta —dijo Gómez— Leary se quedó mirando a Costigan, con el rostro apenas humano por la desfiguración.

—Me diste una paliza considerable, Costigan —dijo sin rastro de malicia—. Eres el segundo hombre que me ha vencido jamás. El otro fue un afamado peso pesado. Tuve que sajarme los párpados con mi navaja para poder ver. ¡Menuda batalla, eh!

—Sí, lo fue —afirmó Mike.

No sentía más animadversión real hacia Leary que la que el gigante sentía hacia él, y sabía que el peligro real recaía en Gómez, que soltó su ponzoña.

—Gracias por encontrar el oro, Señor Costigan. Habíamos decidido que estaba localizado en algún lugar de este acantilado, puesto que había mirado en el resto de lugares, pero pensábamos que teníamos que cavar profundo. Esta noche íbamos a excavar con la ayuda de estos hombres.

Señaló a Leary y Edwards.

—Y de paso, Señor Leary —continuó—, ¿por qué no estaban en el alambique y acaban de llegar justo ahora?

—Llevamos a Murken al pueblo —contestó Leary hoscamente—. Hostigan le rompió dos costillas. Y escucha, me estoy cansando de responder a todas sus preguntas, ¿entiendes? Mi nombre es Leary, y no respondo ante nadie, ¿entiendes?

—Así queeeee… —comenzó el latino silbantemente, pero Leary le hizo callar.

—¡No digas ni una maldita palabra más! He estado bajo tu mando todo lo que soy capaz de aguantar, ¿entiendes?

El ambiente se cargó de tensión en un momento, después Gómez lo relajó con cuidado, se encogió de hombros y sonrió.

Bueno. Ahora que aquí, nuestro amigo, ha sido tan amable de proporcionarnos el oro, solo queda cogerlo y marcharnos. Pero ¿qué haremos con él?

—Déjalo amarrado a un árbol en alguna parte —sugirió Leary.

—¿Para poner a los federales tras nuestra pista? No sería bueno, señor. Será cuestión de un pequeño golpe. No, creo que nos lo quitaremos de nuestro camino antes de irnos.

—Como te plazca —murmuró Leary—. Odio cargarme a un buen luchador como él, pero quizás sea lo más seguro.

—Exactamente. Estaremos en Sudamérica antes de que el cuerpo sea descubierto. El aeroplano de mi amigo solo puede llevarse a dos.

—Está bien para Edward y para mí —dijo Leary con brusquedad—. Sabremos cómo organizar nuestra fuga. Pero escucha: no tomaremos parte en la muerte de Costigan.

—Suficiente. Como hay menos oro del que habíamos pensado… y como ya está desenterrado —la voz de Gómez se volvió casi imperceptible—, no os necesitamos para ayudarnos a llevarlo al aeroplano.

—Bien, lo dividiremos aquí.

Mike sintió que algún tipo de clímax se aproximaba con rapidez. La tenue sonrisa de Gómez se había quedado fija de alguna manera, como congelada en su oscuro rostro. Leary se inclinaba hacia delante como un monstruo agazapado, con sus hendidos ojos brillando, y sus enormes puños apretados de manera inconsciente. Los taimados ojos de Edwards iban de lado a lado y El Culebra era el único que permanecía sentado e inmóvil, sin expresión en sus facciones.

—No, señor —jadeó Gómez, en algo que era poco más que un susurro, espaciando sus palabras ampliamente—. ¡No… creo… que… no… dividiremos… el… dinero… en… absoluto!

Durante un instante, se impuso un tenso y espectral silencio; entonces, con un rugido, Leary saltó desde su posición agazapada como un tigre gigantesco, con los dedos abiertos como unas grandes garras… la mano de Gómez se alzó con el brillo del metal y el violento crujido de una pistola automática resonó en la noche. Leary detuvo pronto su camino, para bambolearse dando tumbos, entonces se desplomó lentamente para yacer de forma grotesca a los mismos pies de su asesino.

Edward graznó inarticuladamente, se dio la vuelta y huyó hacia la cuesta abajo, pero El Culebra fue tras él, balanceado su cuerpo simiesco, como el mono al que se parecía. Edward miró atrás y comenzó a gritar muy alto y con la voz aguda. Cerca de los arboles tropezó y cayó a todo lo largo, y, en un instante, el latino estuvo sobre su espalda. Lo que ocurrió allí, en las sombras de los árboles, Mike, con la carne de gallina y los pelos de punta, no lo pudo ver con claridad, pero el acero brilló y los aullidos de Edwards menguaron hasta un insoportable chirrido antes de que fueran segados.

El Culebra salió de las sombras, solo, limpiándose la hoja de su daga en las sucias mangas.

—Ahora —dijo Gómez, que había permanecido observando con una sonrisa sardónica—, aquí solo queda llevar el oro al avión… ¡Y después a Sudamérica! Ese idiota de Leary pensó que podía engañarme. Sabía que planeaba quitarme el tesoro en el último momento y solo accedí a repartirlo con él para mantenerle en silencio.

Mike recordó las palabras de Leary, y sabía que Gómez estaba en lo cierto.

—¡El idiota! Solo quisiera que la chica estuviera aquí… entonces podríamos haber dejado todo limpio. Leary había venido media hora tarde, nos podríamos haber ido cuando fuimos al alambique y no encontramos a nadie, volvimos aquí y nos dimos cuenta, ¡nuestro buen amigo Costigan tiene el oro para nosotros! Pero desperdiciamos el tiempo buscando más y llegaron estos idiotas… para morir.

»Y ahora no nos estorbarás más, puesto que terminaré lo que El Culebra casi consuma cuando cayó sobre ti, entre las rocas y te golpeó mientras estabas absorto en el oro.

La sangre de Mike se congeló, pero se las arregló para soportar la mofa de Gómez con impavidez. Lentamente, con crueldad refinada, la mano del latino se alzó y la pistola apuntó al rostro de Mike. Costigan miró al negro cañón del que la muerte saldría disparada contra él, y su único deseo fue el poder recibirla sin dar a su asesino el placer de verle rebajarse. La vieja y lenta rabia ardió en él, junto con la furia de la impotencia… la furia de un hombre fuerte siendo masacrado sin una oportunidad para defenderse.

Los ojos de Gómez se redujeron hasta rendijas… Su dedo tembló sobre el gatillo.

—¡Manos arriba! —la orden llegó como el crujido de un látigo.

Gómez se sobresaltó, apretó el gatillo con salvajismo mientras alzaba la mirada y Mike sintió la bala abrasar la piel de su mejilla. Un chillido resonó mientras disparaba y una segunda arma detonó, Gómez se agachó instintivamente y soltó su arma como si le ardiera en la mano.

¡Nombre de Dios! —jadeó, con el rostro ceniciento a la luz de la luna—. ¡No dispare otra vez!

—¡Bestia! ¡Demonio! ¡Le has matado!

Mike, con un desesperado esfuerzo, se retorció para darse la vuelta y alzó la mirada. Marilyn estaba sobre él. Sus ojos estaban desorbitados por el terror, su rostro pálido, pero el revólver no temblaba en su mano.

—¡Le has matado! —repitió salvajemente—. ¡Y voy a matarte a ti!

La pistola apuntaba a Gómez mientras miraba a lo largo del cañón durante una horrible pausa, y el latino gritó al leer la muerte en sus ojos. El Culebra permanecía, con las manos alzadas, aparentemente estupefacto por la sorpresa.

—¡Marilyn! —exclamó Mike, consiguiendo hablar al fin—. ¡No estoy herido!

La joven se dio un gran sobresalto, bajó la vista hasta él, y en el instante siguiente cayó de rodillas a su lado y le rodeó con sus brazos, ajena a cualquier otra cosa, le besó y sollozó con toda la vehemencia de su sangre latina.

—¡Corta estas cuerdas, rápido, muchacha! —urgió, medio sofocado por su abrazo y ella comenzó a trabajar en los nudos con sus dedos.

En ese momento, Gómez y El Culebra, con la desesperación de ratas acorraladas, saltaron, agarraron el saco de oro y se lanzaron en una bamboleante carrera, llevándolo entre los dos. Mike maldijo frenéticamente, retorciéndose para liberarse de las cuerdas desatadas, pero Marilyn le cogió los brazos y le aferró.

—¡No, no! ¡Déjales ir! —le rogó, medio llorando—. No quiero volver a ver el oro de nuevo. Está empapado en sangre. Oh, Mike —gimió—. ¡Pensé que estabas muerto! Encontré mi pistola cuando volvía al coche, y entonces volví hacia dónde estabas, pero de alguna manera me salí del barranco y me perdí, y cuando regresé al alambique, no había nadie. Y me dirigí hacia aquí, y acababa de llegar.

Y terminando su incoherente relato, ella sollozó entre sus brazos como una niña con el corazón roto, toda su fiereza se había disipado. ¡Qué muchacha! Una verdadera hija de la vieja Castilla que podría vencer y acobardar a una banda de desperados, fiera y valiente como una valquiria durante un momento, y quien podría, al momento siguiente, ser tan femeninamente tierna y asustadiza como una colegiala. Mike no sabía cómo se las había arreglado para caer sobre los latinos sin ser vista, aunque ellos estaban tan pendientes de sus víctimas que no se dieron cuenta.

Repentinamente, el rugido de un aeroplano rompió el silencio. Los asesinos habían alcanzado la aeronave que había sido dejada en un campo sin cultivar al norte del pie de la montaña. Un momento más tarde, una silueta oscura pasó zumbando entre las estrellas mientras la nave emprendía su viaje hacia el sur. Gómez había ganado después de todo, pensó Mike, mientras observaba con impotencia. Entonces, desde detrás de los dos, llegó una fantasmal y gorgojeante maldición.

Se giraron… Leary, horriblemente herido, con su poderoso pecho roto en pedazos, se había esforzado para ponerse en pie, con un rifle en las manos. Sus machacadas facciones se retorcían malévolamente mientras apuntaba el arma en dirección al cielo… el cañón ondeó con indecisión, después se estabilizó. El aeroplano zumbó directamente por encima de ellos, y el rifle de las manos del moribundo dio un chasquido… una… dos veces… al cuarto disparo la aeronave viró con brusquedad. Un aullido de terror se oyó ligeramente por encima del rugido del motor y entonces, alcanzado, dio una vuelta de costado y se lanzó hacia el suelo como un cometa en llamas, dejando tras él una nube de humo y llamas hasta que se estrelló entre las copas de los arboles al otro lado de la montaña.

Y Leary, tambaleándose, soltó una espantosa carcajada que llevó un esputo sanguinolento hasta sus labios, y entonces se desplomó, y la muerte le alcanzó antes de que golpease el suelo.

Marilyn se puso las manos sobre la blanca frente y repentinamente flaqueó entre los brazos de su amante. El drama había terminado y la joven se había desmayado. Mike la llevó con ternura hasta un lugar con césped mullido a alguna distancia de la siniestra escena y la depositó poco a poco, hasta que estuvo tumbada por completo. Ella abrió los ojos en ese momento y se le quedó mirando.

—Conseguirás el oro después de todo, Marilyn —dijo él en voz baja—. Lo sacaré del aeroplano estrellado y…

Ella se estremeció.

—¡Oh, no hables de eso ahora!

—Mary, muchacha —dijo él—, puede que sea un tonto, pero empiezo a creer que realmente te preocupas algo por mí.

Él leyó la respuesta en sus ojos, y mientras la estrechaba entre sus brazos, un delicado susurro le llegó como el aliento de la brisa del anochecer.

—Mike, te amo.