¡Leven anclas!
Todo comenzó en los muelles de Suva. Nos encontrábamos allí gastando unos cuantos peniques en bebida cuando el viejo capitán Bill Branner penetró en la taberna, rugiendo borracho. El capitán Bill estaba loco —todo el mundo en los muelles estaba de acuerdo en eso—, y era el tipo de hombre que mandaba desplegar todo el velamen cuando rugía un viento que habría hecho que el mismísimo Harry Morgan navegara justo a la costa, pero también era del tipo de los que le patean la cabeza a un marinero por escupir contra el viento.
Su tripulación había desertado en masa… desde el grumete al cocinero. El único hombre que permanecía a su lado era el primer oficial Bully Sloan, un demonio de ojos rasgados que jamás habría logrado enrolarse en una embarcación decente. Jamás llegué a saber a ciencia cierta el motivo por el que la tripulación del capitán Bill había saltado del barco, pues Branner se limitaba a farfullar y maldecir en cuanto alguien sacaba el tema, y Sloan se limitaba a callarse con ese gesto típico del que desea acallar cualquier pregunta. Pero debió de tratarse de alguna chifladura del capitán o de alguna nueva atrocidad de su primer oficial… o las dos cosas juntas.
El capitán Bill Branner estaba enloquecido por el ron y dicha locura no le abandonaba jamás, de forma que ni siquiera era capaz de alistar una tripulación. Todos le conocían bien, así como a su mascota, ese demonio de oficial. De manera que ¿qué hacía? Deambulaba por los tugurios de peor reputación, enrolando a gente como nosotros, la peor calaña posible. Decía que iríamos en busca de perlas, del mayor cargamento que se hubiera conocido jamás. Y que compartiría con la tripulación los beneficios que obtuviera. Ni uno solo de nosotros tenía la menor esperanza real de hacerse con perlas, aunque siempre existía alguna posibilidad de lograrlo. Así fue como consiguió a quince hombres: vagabundos de las playas, escoria de los muelles, ratas marinas… inmundos en tierra y peores aún en alta mar. Subimos a bordo y, esa misma noche, zarpó el crucero del propio Diablo.
Los problemas comenzaron nada más levar anclar y no pararon hasta… bueno, mejor será que cuente por orden el relato. Eramos un hatajo bastante mugriento de marineros, debo admitirlo. Nuestros ojos estaban inyectados en sangre por la bebida y nuestros músculos se hallaban fláccidos por el mismo motivo. Muchos de nosotros no habían tirado de un cabo en años. Yo estaba en mejor forma que el resto, pero tampoco tenía nada de lo que jactarme. Pero el trabajo duro y el salitre del viento me hicieron expulsar todo residuo de alcohol, haciendo que volvieran a salirme callos en pies y manos; antes de que el viaje concluyera, yo era un hombre nuevo —o al menos parte del hombre que había sido antes de quedar varado en tierra—, aunque los motivos de lo segundo no son algo que desee comentar aquí y ahora.
Después de tres días de navegación desde Suva a Melbourne, nuestros nervios estaban tan desechos que uno de nosotros se enfrentó con Bully Sloan y, antes de que el revoltoso pudiera enterarse de lo que estaba sucediendo, acabó tirado en la cubierta con los sesos desparramados. Sloan era un tipo bastante hábil con los puños, pero mucho más aún con el pincho. El infierno se desencadenó en aquel viaje a partir de entonces, y no exagero. Día tras día, y a cualquier hora, los cuchillos salían a relucir, los puños golpeaban y las picas volaban. Uno de aquellas ratas de mar intentó acuchillar por la espalda al capitán Bill por una u otra razón que jamás fue divulgada, pero el capitán fue demasiado rápido con el Colt 44 que llevaba siempre encima. En cuanto al tipo al que mandó a la sentina, se encontraba demasiado furioso por su desagradable tarea y le dio por meterse con los demás… es decir, que lo intentó, hasta que un cuchillo blandido por Banda Bill, una rata marina borracha de whisky, dejó el asunto resuelto.
Yo también tuve una trifulca con Bully Sloan en la cubierta principal, y le di guerra durante unos minutos, poniéndole incluso un ojo a la funerala… pero por mi vida que los nudillos de bronce que empuñaba con la mano izquierda resultaron ser demasiado para mí. Había uno de entre nosotros que habría podido incluso con Sloan… un gigante rubio de Cape Town llamado Hurley. Pero Bully no pensaba perder la dignidad permitiendo que el infierno se desencadenara frente a él, y se cuidaba bastante de mantener la mano apoyada en la culata de su pistola siempre que Hurley andaba cerca. Ni siquiera eso hacía que se encontrara completamente a salvo pues, una noche, un antiguo camarero de bar llamado Brisbane le arrojó un cuchillo que falló en alcanzar al primer oficial por poco más de un centímetro… y terminó el viaje encadenado.
Y en medio de todo aquello, el capitán Bill se volvió completamente loco, debido no solo al whisky que trasegaba continuamente sino también a su propensión natural hacia la locura. Creo que las perlas jamás habían existido, salvo en su propia mente quebrada. Soltó todo el trapo y comenzó a virar en redondo con el timón, en mitad de un viento huracanado que nos estampó contra unos arrecifes durante una media noche, haciendo que la embarcación se fuera al infierno bajo nuestros pies.
Algunos de nosotros conseguimos llegar a la orilla… excepto, claro está, el camarero Brisbane. Se encontraba encadenado y nadie se acordó de liberarle. A menudo he pesando en aquel pobre diablo, atrapado como una rata en una jaula que se hundiera.
Algunos se ahogaron y otros fueron presa de los tiburones, pero nueve de nosotros conseguimos llegar a tierra… Banda Bill, Hurley, un marinero de Nueva Hanover al que llamaban el Holandés, un tasmanio al que llamábamos Wallaroo, un inglés que se hacía llamar Ballarat, un mestizo llamado Wagga Joe, un cockney de nombre Reddy, yo mismo… y Bully Sloan. El resto, incluyendo al capitán Bill, fueron pasto de los tiburones.
¿Cómo llegamos a tierra? ¿Cómo abandonan las ratas un barco que se hunde? Nadamos y nos apoyamos en las diferentes piezas de madera del derelicto. Pero logramos llegar a tierra, los nueve, medio desnudos, magullados y llenos de arañazos. Y maldecimos el mar, los arrecifes, la vida misma… y también maldecimos la memoria del capitán Bill… de corazón y a voz en grito, maldecimos al enloquecido fantasma del capitán ahogado… y entonces nos echamos a dormir en la arena. El amanecer nos llegó con el resplandor propio de los trópicos y los pájaros de llameantes colores comenzaron a revolotear por entre los árboles, mientras daban comienzo a sus coros matutinos. Y nueve exhaustos marinos se pusieron en pie, quitándose el sueño de los ojos y se maldijeron entre sí, mientras echaban de menos el líquido infernal del bar de Jim en Suva.
No quedaba ni rastro del barco. Tras colisionar contra los arrecifes, había sido arrastrado mar adentro, donde se había hundido como una roca. En cuanto a la isla, era como cualquier a de las que había en esas aguas… Y las había a millares… una playa ancha de arena blanca que ascendía suavemente desde las olas hasta un ondulante mar verdoso de follaje y palmeras. Había fruta a mano y nos llenamos la panza, maldiciendo por no tener carne ni bebida en condiciones. A continuación nos dispersamos por la playa, pues ninguno de nosotros deseaba la compañía de los demás. En cuanto a Bully Sloan, no tenía nada que decir, pero, de forma casual, nos dejó ver que todavía conservaba la pistola.
Me encontraba tendido en la arena, observando a un cangrejo que avanzaba como si supiera a donde iba,… cuando se acercó a mí Banda
Bill, aquel demonio inmundo eternamente bañado en whisky, que a lo largo de su vida había cometido todos los crímenes imaginables, excepto el de cobardía.
—Compañero —me dijo—, creo que tenemos la oportunidad de ajustarle las cuentas a Bully Sloan de una vez por todas.
(fin del fragmento)