PARTE III

—Entonces, al cabo de muchos siglos, aquellas gentes desaparecieron por causas naturales, o fueron aniquilados por los pueblos antecesores de los toltecas. Von Kaelmann decía que, probablemente, aquellas tribus esclavizaron a los descendientes de los lemurios y aprendieron de ellos sus artes y su cultura, un poco al estilo en que los romanos aprendieron de sus esclavos griegos. Decía que los elementos básicos del arte mexicano y sudamericano eran los mismos, pero que se habían ido separando con el paso de las eras, siguiendo líneas divergentes.

—Sí, ya —todavía me mostraba escéptico—. Pero ¿cómo explicaba el hecho de que los aztecas aparecieran de repente en Méjico, miles de años después de que hubieran sido erigidas las ruinas del Yucatán? Según ese punto de vista, los pueblos mexicanos y sudamericanos habrían llegado más o menos a la vez a sus respectivos emplazamientos.

—¡No! —el holandés sacudió las manos en furiosa negación—. Decía que los aztecas encontraron, o lograron permanecer, en una pequeña isla del Pacífico que acabó siendo sumergida por algún terremoto posterior, igual que le había sucedido al continente de Lemuria, y que sus supervivientes lograron abrirse camino hacia lo que hoy en día es Méjico, desarrollando allí los estilos artísticos que habían creado en esa segunda isla. Dijo que los constructores de túmulos de Norteamérica eran unos salvajes que habían sido enseñados a su vez por renegados de esos antiguos pueblos descendientes de los lemurios.

Me puse en pie.

—Muéstrame esos jeroglíficos y deja que compruebe que sabes leerlos.

—¿Y cómo vas a saber que no me lo estoy inventando? —inquirió, impaciente—. De todos modos, ven. Te los enseñaré.

Le seguí por la meseta hasta un templo en ruinas que resplandecía a la luz de la luna frente a la ladera de la siguiente cumbre. Sus columnas estaban cubiertas de figuras, como en la ciudad en ruinas, pero resultaban mucho más nítidas y fáciles de distinguir.

—«El Templo del Gran Dios —leyó lentamente el holandés, intentando hablar con el menor acento posible—. Señor del mar, del cielo y del mundo. Ke-Nahaa, el que fue y será, y que vive por siempre». Algunas palabras no las entiendo. Es como si tuvieran palabras en su idioma que no significaran nada en el nuestro. Aquí hay más.

Inclinándose más cerca y forzando la vista a la luz de la luna, leyó:

—«Señor de la vida y de la muerte, recibe este templo y haz prosperar el reino de Nyulah, el primogénito del Sol, rey de Mu, heraldo de Ke-Nahaa». Parece ser que algún rey construyó este templo —dijo el holandés, de un modo bastante innecesario—. La mayoría de estos templos fueron construidos para servir a la vanidad de los reyes y para complacer a los dioses.

—¿Mencionan a un único rey y a un único dios? —pregunté.

—Sí… en este templo. Yanqui, escucha —me palmeó en el hombro, excitado—. ¿Te das cuenta de lo grande que es esto que hemos hecho por el mundo? ¡Es el mayor descubrimiento de nuestra era! ¡De todas las eras! ¡La piedra Rosetta no es nada comparado con esto! ¿Qué dirá von Kaelmann? Será miembro de honor de todas las sociedades de investigación… ¡y seguro que nosotros también!

—¿Ah, sí? —no pude resistirme a adoptar un tono sarcástico—. ¿Y cómo se enterarán de todo esto? A mí me parece que vamos a pasarnos aquí lo que queda de nuestras vidas.

¡Verdamnt! Es verdad. De todas formas, al menos lo descubriremos por nosotros.

Permaneció en silencio un rato, escrutando las columnas, hasta que dijo:

—Por lo que puedo sacar en claro de esto, parece una glorificación de su dios, y de ese rey del que te he hablado. Pero aparte de eso, hay algo que no acierto a comprender. ¿Por qué están aquí todas estas ruinas? Está claro que esta isla, antaño fue una montaña, sin duda la más alta de toda Lemuria. La gente no suele construir templos, ciudades y todo tipo de cosas en los picos de las montañas, cuando puede hacerlo en valles inferiores, mucho más fértiles. No lo entiendo.

—A lo mejor, en lugar de hundirse de una sola vez, el continente se fue sumergiendo de forma paulatina, obligando a la gente a ir subiendo cada vez más alto a las montañas —sugerí.

—No es mala idea. De todas formas, echaré un vistazo y leeré todo cuanto pueda, a ver si logro hacerme una idea.

Observé el cielo.

—Todavía me queda un rato para dormir —le recordé—. Despiértame a media noche —y me tendí en la hierba, junto a las columnas.

No tardé en dormirme, mientras el holandés seguía enfrascado en la traducción de los jeroglíficos.

El sol había salido cuando me desperté. El holandés yacía junto a mí, roncando a pleno pulmón.

Se despertó e incorporó, bostezando.

—Se me olvidó despertarte —dijo—. Estuve leyendo esas escrituras hasta que me caí de puro sueño. ¿Qué hacemos ahora?

—Podemos descender las montañas hasta la costa —repuse—. Tenemos todo el tiempo de una vida para hacerlo, de modo que ¿qué más nos da?

—Hemos pasado unas pocas noches sin tener que salir corriendo por media isla para evitar ser devorados —dijo—. Eso ya es algo.

Descendimos por la suave pendiente, encontrando cada vez más ruinas, que se encontraban en mejor estado de conservación que las que había en lo alto y en la cara norte de las montañas. Al fin, llegamos a un pequeño valle y, mientras lo atravesábamos, nos topamos con la boca de una gran caverna. El holandés me dedicó una extraña mirada y sentí como mi pulso se alteraba… no con la anticipación ante el peligro que pudiera acecharnos allí, sino con una curiosa sensación de familiaridad.

Penetramos con cautela en la caverna, permitiendo que nuestros ojos se acostumbraran poco a poco a la tenue luz. El suelo estaba cubierto de polvo; resultaba evidente que ningún pie o pata, de hombre o bestia, había pasado por allí en muchos siglos.

—Yanqui —dijo el holandés, con una extraña solemnidad en su voz—. ¡Yanqui, yo he estado aquí antes!

Respingué. Extraños espectros susurraban en la parte posterior de mi mente, sugiriendo unas ideas espeluznantes. El holandés y yo nos miramos, y entonces seguimos avanzando, sin pronunciar palabra… sabiendo ambos lo que, vagamente, esperábamos encontrar. Allí, en la gris oscuridad, lo encontramos… nuestro cuero cabelludo se estremeció con una sensación monstruosa cuando nos arrodillamos frente a los huesos humanos que llevaban allí yaciendo varios miles de años. Se trataba de los esqueletos de dos hombres, uno de ellos notablemente grande y el otro casi un gigante. Entre las costillas del primero había una gran daga de pedernal y, alojada en la columna vertebral del gigante, una tosca espada de bronce.

—Estos no eran lemurios —susurró el holandés con voz queda.

—No —me incorporé, tirando de la espada y sacándola de la vértebra. La empuñadura de madera se había podrido hacía ya largo tiempo, pero el arma parecía confeccionada para ser blandida por mi mano…

El holandés y yo nos miramos en la penumbra, con la piel de gallina, y unos pensamientos que no podíamos —no nos atrevíamos— expresar en voz alta.

Señalé al fondo de la caverna, donde las sombras eran más profundas.

—Debería estar allí, en las sombras… —susurré.

—… La lanza —concluyó él.

—Una lanza de bronce con tres círculos superpuestos tallados a un lado —terminé con aire ausente, como en trance.

Codo con codo, avanzamos hasta el fondo de la caverna… allí, en el polvo, encontramos una lanza de bronce de extraña manufactura. La punta y el astil eran una sola pieza de bronce, y el conjunto medía poco más de dos metros… y, a un lado del filo, profundamente tallados en el metal, había tres círculos concéntricos. La lanza se me cayó de las manos, yendo a parar al polvo en el que había yacido durante cien mil años. La cabeza me dio vueltas y me sentí como un hombre que se encontrara al borde de una sima, bajo la cual se extendieran insondables profundidades y monstruosos abismos del espacio y el tiempo, con la nada bajo sus pies y los vientos del cosmos soplándole en la cara. La sensación de un Tiempo sobrecogedor se abatió sobre mí… gigantescos golfos de eones, una miríada de enjambres de tierras, lugares y eventos que formaron una cortina brumosa frente a mí, con visiones que casi podía tocar.

Lentamente, retrocedí hasta la luz. El rostro del holandés resplandeció lívido en la penumbra mientras me seguía.

Me quedé allí, en la entrada de la caverna, mientras él avanzaba en la oscuridad, y moví mi brazo de forma involuntaria —como si arrojara una lanza—. El holandés retrocedió un paso, sobresaltado, y empalideció aún más.

—Por el amor de dios, salgamos de aquí.

Escapamos a toda prisa y no nos detuvimos hasta que no hubimos subido a lo alto de la cresta rocosa que separaba aquel valle del siguiente. Entonces miramos hacia atrás un momento. ¿Qué sombrío acontecimiento había tenido lugar en aquel valle silencioso, en los días en que el mundo era joven? Fuera lo que fuera, una cosa era segura. Nosotros, de alguna forma, habíamos tomado parte en aquello.

Seguimos avanzando en el más absoluto silencio. Al fin, vacilante, el holandés dijo:

—Oye, yanqui, ¿cómo… cómo sabías que la lanza estaba allí?

Un gélido escalofrío recorrió mi columna.

—Cállate —espeté—. ¿Cómo lo sabías ?

Su única réplica fue encoger sus enormes hombros.

El viento susurraba sobre la cresta de la montaña, agitando las ramas de los árboles… ligeramente. A pesar de la calidez del sol, me estremecí.

—Lemuria —murmuró el holandés—. Lemuria. Dicen… dice que… que Neptuno… caminó por aquí.

Respingué de forma involuntaria, casi como si esperara contemplar en cualquier momento la gigantesca forma borrosa del dios del mar alzándose del océano, con las barbas chorreantes y el tridente dispuesto. No fue un pensamiento agradable. Los hombres desconfían de los dioses del ayer, y las deidades de épocas pasadas suelen convertirse en los demonios de hoy en día.

Llegamos al fin hasta otro valle de montaña —aunque en lugar de un valle en sí, parecía una meseta—, y contemplamos un gran templo que se alzaba frente a nosotros. Su fachada daba al este y estaba construido según los diseños de las ciudades en ruinas de las montañas. Un gran semicírculo, con enormes columnas alzándose en su parte recta. Dichas columnas eran de una llaneza espartana, pues carecían de jeroglíficos y decoración de ningún tipo. Todo el edificio estaba construido con el mismo tipo de piedra que habíamos visto en la mayoría de las otras ruinas. Al mirar a través de las columnas, distinguimos que, en lugar de una fachada abierta, como en el resto de los templos, el edificio se hallaba circundado por un muro y su única entrada parecía ser una enorme puerta doble en su parte central.

Había unas pocas ventanas, a intervalos regulares, pero demasiado altas como para que ningún hombre pudiera encaramarse a ellas la puerta parecía de bronce, de una pieza única, al igual que las ventanas.

Pasamos por entre las poderosas columnas y, asombrados, nos detuvimos ante las puertas. Presentaban una superficie suave, carente de cerrojos o tiradores. Las empujamos con fuerza, logrando el mismo resultado que si hubiéramos empujado las Montañas Rocosas.

—Parece que sí que hay algo tallado en la puerta —dijo el holandés, cuando hicimos una pausa para recobrar el aliento.

—Yo diría que es una especie de figura que simboliza un esqueleto.

—Sí —convino el holandés—. Aunque a lo mejor es una especie de advertencia como las que hacían los incas… que siempre dejaban algo detrás, para que matara al que profanara el lugar.

—Es posible… de todos modos, vamos a verlo de cerca. Esta cosa… —nos habíamos girado un instante para discutir entre nosotros y, cuando me volví de nuevo para señalar el esqueleto, me detuve en seco, pues mi dedo señalaba una puerta sin adornos—. ¡La figura ha desaparecido!

—¡Dios! —el jadeo del holandés terminó en un susurro fantasmal. Me adelanté y pasé la mano por la superficie de la gran hoja de bronce. Mis dedos notaron líneas pero no tallas… e incluso entonces, contemplé un débil destello mientras la figura reaparecía. Retrocedimos un paso al verla emerger de nuevo… sí, es la única palabra que se me ocurre para describirlo. Aquella cosa era como un horrible esqueleto que flotara en medio de un océano insondable, apareciendo de vez en cuando por encima de la superficie.

—Es como si un hechicero hubiera aprisionado el alma de un horrible demonio en la hoja de esta puerta —susurró el holandés—. Yanqui… ¿crees… que podría salir?

Necesité de cierto coraje para acercarme de nuevo a la puerta frente a aquella aparición, pero posé mis manos sobre su superficie y comencé a tantearla en busca de algún resorte secreto. El holandés acudió en mi ayuda y, de repente, sin previo aviso, la puerta se deslizó hacia dentro. Retrocedimos por puro instinto, pero después caminamos hasta el umbral y escrutamos la penumbra del interior. El suelo estaba lleno de polvo y nos pareció percibir un gran pilar que se alzaba en la oscuridad, mientras que recios muros sujetaban una impresionante techumbre en sombras.

—Marca el lugar de la puerta que has tocado —le dije al holandés, el cual sacó un trozo de lápiz y se puso a ello. Me di cuenta de que la figura había vuelto a desaparecer.

—Yanqui —dijo el holandés—. En esta puerta no se quedan las marcas.

—¿Quieres decir que no se marca el lápiz?

—No. La marca desaparece.

Con una exclamación de impaciencia, le quité el lápiz y dibujé un círculo en un punto al azar. Entonces, ante mis ojos, la marca desapareció, como el humo en el aire.

Furioso, saqué mi cuchillo y arañé el bronce con su punta. Ciertamente, el metal se dejó rayar —por un instante, mostró una marca clara—, pero también eso desapareció. Mientras tanto, la figura había vuelto a aparecer.

Miré al holandés, que evitó devolverme la mirada.

—Te juro que esta es —dije de forma innecesaria—, la puerta más extraña que haya visto jamás. ¿Qué clase de sustancia es esta que no retiene ni la marca de un lápiz ni el rayado de un cuchillo… dando al mismo tiempo esa sensación de planeidad y de profundidad?

¡Es el mar! —susurró el holandés—. Neptuno, el dios del mar, colocó su mano sobre toda Lemuria… los lemurios fueron sus hijos, y evolucionaron a partir de los tiburones y los pulpos… no de los simios, como el resto de nosotros. Eran dioses, pero no como los nuestros, dado que ellos tampoco eran humanos.

—Qué locura —dije, no del todo convencido—. Haz el favor de serenarte. No tienes nada que temer, salvo tu propio miedo —y entonces, al acordarme de una cosa, añadí—. De todos modos, intenta recordar dónde apretaste para abrir la puerta, y nos quedaremos con el lugar, aunque no podamos marcarlo.

Examinó la superficie y respondió:

—La verdad es que ya no me acuerdo.

—Lo recordabas aproximadamente, ¿no es así? Puedes aproximarte más o menos, ¿no?

—No —replicó con expresión confusa—. Ni siquiera me acuerdo qué parte de la puerta estaba tocando, si la de arriba o la de abajo, ni nada de nada.

—Bueno, vale —las excentricidades del holandés estaban empezando a alterarme los nervios—. Vamos dentro, a ver lo que encontramos… eso si encontramos algo.

Vaciló.

—Yanqui, ¿te parece buena idea?

—No veo por qué no.

—No querían que nadie entrara aquí jamás… por eso colocaron esa figura en la puerta. Esas gentes de antaño sabían mucho más que nosotros, y puede que no debiéramos entrar.

—Muy bien —repuse con impaciencia—. Quédate aquí fuera, esperando a que el esqueleto vuelta a aparecer en la puerta, mientras yo echo un vistazo dentro.

Frunció el ceño y, empujándome a un lado con un gesto de desdén, cruzó el umbral a mi lado y, juntos, miramos a nuestro alrededor. Gigantescos pilares sostenían una techumbre de tal altura que casi no podíamos distinguir. Flotaba sobre nosotros como un cielo difuso y sombrío. Las columnas rodeaban una amplia isleta central, algo hundida en el suelo, y descendimos hacia ella. Reinaba el silencio… un silencio que no era de este mundo… un silencio expectante. Casi me parecía escuchar el batir de unas alas gigantescas… casi me parecía sentir cómo se movían las sombras. Un sentimiento de dimensiones terroríficas se abatió sobre mí… de vastas alturas alzándose desde profundidades insondables. Me sentí como un insecto que se arrastrara por el suelo de algún palacio gigantesco. La maldad acechaba a nuestro alrededor, por encima de nosotros y por debajo.

Nos movimos como espectros a través de aquel silencio susurrante.

Ya empezaba a pensar en que aquel sería un lugar muy adecuado para que nuestro enemigo desconocido nos tendiera una emboscada cuando llegamos al lugar en el que las líneas de las columnas se apartaban a un lado para dejar un espacio despejado. A partir de allí, unos grandes escalones ascendían hasta perderse en la oscuridad y, en lo alto atisbamos una figura gigantesca que acechaba en las sombras como un demonio sin forma. Subimos más y más, por aquellas escaleras que se extendían frente a nosotros en unos tramos aparentemente interminables.

—Unas escaleras hasta las estrellas —musitó el holandés—. Las estrellas del infierno.

Comencé a marearme. Sentí vértigo. Aunque, seguramente, no habíamos subido tanto como en las últimas montañas que habíamos escalado. Reconozco que parecía imposible, pero me sentí como si hubiéramos subido hasta las mismísimas estrellas. Medio atontado, me pregunté si no estaríamos subiendo las escaleras de la muerte. ¿O habíamos quizás salido de nuestro propio plano de existencia, accediendo a otro universo, a otra dimensión?

—Esto está muy alto. ¡Muy alto! —susurró el holandés—. Más alto que cualquier montaña. Ojalá no fuera más que un sueño.

Me estremecí ligeramente. ¿Quién no ha sentido en sueños dicha sensación de altura indescriptible, antiterrenal?

Aquello era monstruoso, grotesco. Por muy grande que el edificio nos hubiera parecido desde fuera, aquella sensación de magnitud empequeñecía nuestro concepto de su tamaño. Llegamos al fin ante la gran plataforma en lo alto de las escaleras, experimentando la sensación de encontrarnos sobre una amplia meseta que flotara en la oscuridad del espacio cósmico. Permanecimos allí, inmóviles y mareados y, al fin, al cabo de un tiempo, nuestros ojos comenzaron a acostumbrarse a aquella penumbra antinatural mientras contemplábamos como algo nuevo aquella enorme sombra que se alzaba ante nosotros. Se trataba de la figura de una especie de dios, poderoso y sombrío, erguido y con un gran brazo levantado. No puedo saber cómo era de grande. No existe un estándar humano con el que poder juzgarlo. No acerté a crearme un concepto claro acerca de su tamaño. Sencillamente, noté una sensación de inmensidad, algo que bien podía aplicarse al resto de las cosas de aquel templo tan terrible.

Allí, ante el ídolo, se levantaba un altar enorme y, con ayuda del holandés, trepé a su parte más alta, para después ayudarle a subir. Nos levantamos y contemplamos aquella cosa descomunal que tan alta se alzaba frente a nosotros y, entonces, aunque de forma borrosa, distinguí lo que parecía ser una especie de cilindro blanco que yacía en el altar, justo debajo del dios. Avancé un paso y me incliné para recogerlo. Al tomarlo, me pareció como si estuviera adherido al altar y, al tirar de él, fui vagamente consciente de un susurro en el aire por encima de mí. El holandés gritó: «¡Cuidado, yanqui!», y se abalanzó contra mí. Caímos de cabeza sobre el altar justo cuando el poderoso brazo del ídolo se estampaba contra el lugar en el que me había encontrado apenas un segundo antes. De haberme apartado un instante después, me habría aplastado como un martillo a una hormiga. El eco del estruendo resonó en el amplio espacio del templo, quebrando el silencio en un millón de fragmentos vibrantes que resonaron de columna a columna como algún eco terrible en una vasta montaña. Temblorosos, no acurrucamos junto al altar… como dos insectos perdidos en lo más alto del mundo. Descubrí que aún sostenía en mi mano aquel cilindro, aunque una parte de él había quedado destrozado por aquel brazo asesino que por tan poco margen había errado su objetivo.

—Me has salvado la vida, holandés —dije a regañadientes—. No lo olvidaré.

Se estremeció, como si tuvieran nauseas.

—Marchémonos de aquí.

Nos apresuramos a descender por las escaleras, sintiendo como si bajáramos por la ladera de una montaña interminable. Cuando al fin llegamos abajo, esperaba ver algo de luz, entrando por la puerta que habíamos dejado abierta. Pero todo estaba tan oscuro que ni siquiera acertábamos a distinguir las enormes columnas.

—Yanqui —jadeó el holandés—, ¡la puerta se ha cerrado!

Fue entonces, como si una aciaga seguridad hubiera hecho presa en nosotros, cuando nos entró el pánico. Profiriendo alaridos incoherentes, corrimos a ciegas, chocando contra las columnas y errando sin rumbo, enloquecidos. Me di cuenta, con una sensación de horror apabullante, de que el holandés ya no se encontraba junto a mí, y le llamé a gritos. Me respondió desde algún lugar en la distancia y, durante lo que nos parecieron horas, nos buscamos el uno al otro. En ocasiones, su voz parecía estar cerca y, en otras, terriblemente lejos. Al fin, desesperado, le grité que se quedara completamente inmóvil y que no cesara de gritar. Así fue como al fin pudimos encontrarnos de nuevo, y suspiramos de alivio a pesar de la siniestra oscuridad y del horror de aquel laberinto de pilares.

Después, durante lo que nos parecieron eras incontables, vagamos por entre aquellas columnas, buscando puertas o ventanas, como hormigas perdidas en algún bosque primordial. Al fin, encontramos lo que parecía ser la puerta de bronce y sobreponiéndonos a la sensación de que el esqueleto de la puerta no podía verse desde el interior, tanteamos la superficie en busca del resorte que la abriría.

—Por el amor de dios, ve con cuidado —le dije, sacudido aún por nuestra experiencia reciente—. No queremos tocar algún resorte que haga que el templo entero se derrumbe sobre nosotros.

—Yanqui —repuso el holandés—, creo que, al fin, ha sido buena cosa que entráramos aquí. ¿Sabes qué dicen los jeroglíficos?

—¿Qué pasa con las ventanas? —dije, cambiando de tema—. Desde fuera parecían abiertas, ¿no?

—Lo que cerró la puerta, cerró también las ventanas. Esos demonios… nos tienen donde quieren, y están esperando… en la oscuridad, junto a nosotros.

Llevado por el salvajismo de mi miedo, proferí un torrente de improperios. Un pensamiento recurrente laceraba mi alma: que, de algún modo, la caída del brazo del dios había cerrado a cal y canto tanto la puerta como las ventanas, sellando nuestro destino.

¿Acaso algún hombre, en los siglos o milenios venideros, acabaría encontrando aquí nuestros huesos, al igual que nosotros habíamos encontrado los otros, que yacían en esa caverna del valle?

Continuamos registrando las paredes, en busca de una posible puerta oculta y, al fin, nos topamos con las escaleras que subían hacia el altar. Desesperados, nos sentamos en los primeros escalones y el holandés, apoyando la espalda contra un escalón superior, pateó el primero con todas sus fuerzas, llevado por la furia. De inmediato, la oscuridad absoluta se iluminó un ápice… distinguimos las amplias filas de columnas y descubrimos que la puerta se había vuelto a abrir. No perdimos un solo instante. Corrimos por la sala y nos arrojamos a través de aquella puerta maldita hacia la fresca y limpia luz solar del mundo exterior, y jamás dos prisioneros recién liberados disfrutaron tanto de la visión del cielo azul y del sol enrojecido que comenzaba a ocultarse por encima del océano occidental.

Ni siquiera miramos atrás mientras escapábamos de aquel lugar abominable. Nos dirigimos hacia el sur, colina abajo, hacia el mar, hasta que los árboles y los valles ocultaron la visión de aquel templo terrible… que, de algún modo, a pesar de parecer grande desde el exterior, no aparentaba su auténtico y sobrecogedor tamaño.

Fatigados, nos arrojamos sobre la hierba, mientras comenzaba a oscurecer, y yo descubrí que aún conservaba el cilindro que había encontrado frente al altar. Mientras estábamos perdidos en el templo, había estado a punto de arrojarlo a la oscuridad con un furioso improperio en los labios, dado que era la causa de los problemas que habíamos tenido, pero al fin me había decidido a guardarlo en mi cinturón. Entonces los saqué y, bajo la menguante luz, descubrimos que era una especie de pergamino cubierto de jeroglíficos, que no tardamos en notar en cuanto empezamos a examinarlo. Como quiera que estaba oscureciendo y no podíamos leerlo, lo apartamos a un lado hasta que salió la luna.

—Si miras todo este asunto bajo la clara luz de la razón lógica —dije—. ¿Qué sacas en claro de todo esto, holandés?

—Centrémonos primero en la puerta —comenzó con tono pedante—. No sabría que decir respecto a su imposibilidad de retener marca alguna, aunque supongo que esas gentes de antaño poseían la habilidad de hacer ciertas cosas que ya se han perdido en el mundo de hoy en día. En cuanto al esqueleto que aparecía cuando mirábamos fijamente pero que desaparecía en cuanto apartábamos la mirada, von Kaelmann siempre sostuvo una teoría de lo más fantástica… ¿has visto alguna vez esa tinta invisible que reaparece cuando le acercas algo de fuego? Ja. Von Kaelmann decía que creía posible trazar dibujos que, a primera vista, hicieran parecer que el lienzo estaba vacío, pero que aparecieran si lo mirabas fijamente. En otras palabras, que el hecho de enfocar los ojos actuaría sobre dicha tinta como el calor sobre la tinta invisible corriente, ¿ves?

—Podría ser —asentí—. Pero ¿qué pasa con las escaleras, y la ilusión de una gran altura?

Abrió sus enormes manazas en un gesto de indefensión.

—No lo sé. Puede que esa gente de antaño controlara el mesmerismo y pudieran asociarlo a ciertas cosas o lugares, como runas o lugares malditos. Debió de ser algo así lo que se abatió sobre nosotros. ¿De dónde si no habrían de venir las leyendas acerca de los embrujos y las maldiciones? Sabes que el templo no era tan grande como nos pareció. Una cosa así sería posible. Claro que sí.

La luna salió al fin, bañando la hierba con su luz plateada y el holandés se inclinó sobre el pergamino —que crujió bajo sus manazas—, forzando la vista para leer bajo aquel tenue resplandor. Esa es una escena que recordaré de por vida.

Los años se alejarán con paso quedo y la muerte me hallará en la oscuridad del Tiempo antes de que logre olvidar el gélido esplendor sobrenatural de la argéntea luz de la luna iluminando las columnas de mármol y los altares en ruinas que se alzaban a nuestro alrededor, el destello del oscuro océano, más allá de los silenciosos árboles en penumbra, y la voz del holandés resonando con incesante monotonía mientras mareantes paisajes de edades perdidas discurrían frente a nosotros.

Pues aquel pergamino era el relato de una era desaparecida, de un imperio caído en el polvo de la ruina y la decadencia. El holandés leyó en voz alta, esforzándose por formar frases que no le resultaban familiares, y farfullando en inglés como buenamente podía. Lo transcribo aquí tal como lo recuerdo, obviando la errática traducción del holandés.

La narración comenzaba de forma abrupta, dado que parte del manuscrito se había perdido.

—«… entonces yo, Nayah de la Ciudad Resplandeciente, señor de la magia de Nyulah de Mu, Sumo Sacerdote de Ke-Nahaa, escapé hasta las elevadas montañas de Valla, Valla, la que sostiene las estrellas. Allí moré y me alcé contra los reyes de Mu, los hombres de las montañas que negaban a Neptuno y adoraban al Primer Dios, el sombrío, el innombrable Ke-Nahaa, el Simio Humano.

»Al principio, en las cavernas, lejos, bajo la tierra, y tras tallarlo en la roca sólida de los acantilados, se postraron ante la imagen de Ke-Nahaa. Después, surgió el descontento entre los reyes de Mu, y Nyulah, el usurpador, se rebeló contra ellos, arrebatándoles el trono de jade verde de Mu. Colocó las imágenes de Ke-Nahaa en lugares elevados y derribó las efigies del portador del tridente, Neptuno, el falso dios de Karath. Muy arriba, por entre las cumbres de Valla, la que sostiene las estrellas, construyó su ciudad del placer, Na-hor, la Ciudad de la Luna Creciente. Allí erigió la pirámide a la Mujer de la Luna y allí plantó arboledas según el antiguo orden de Mu, que representa el sol, la luna y las estrellas, los orbes que penden y se mueven por el firmamento, girando siempre alrededor del sol. Allí fundó academias de arte y de ciencia, de magia y hechicería, y allí, yo, Nayah, Sumo Sacerdote del Dios Simio, me sumergí en la tradición mística y en el conocimiento de las eras pasadas. El pasado abrió sus libros para mí y los elementos del fuego y el agua, de la tierra y el aire, me entregaron sus secretos.

»No me fue negada la sabiduría ni el poder del conocimiento. Medré con fuerza en mis estudios y mis sacerdotes recorrieron por mí todas las tierras del mundo, hasta Valusia y los Siete Imperios, hasta las Islas de los Mares y la pagana tierra de Atlantis. Llevaban consigo la palabra de Nayah, Heraldo de Ke-Nahaa el Dios Simio, y los templos de Ke-Nahaa se erigieron en muchas tierras, salvo en la antigua Valusia, donde los hombres se inclinaban ante la Serpiente, como hicieran desde que el mundo era joven.

»Entonces, Neptuno emergió y se sacudió la melena, empujando los mares contra Mu. Los mares de blanca espuma se levantaron y la tierra cedió y se hundió bajo el atronador embate de los caballos de Neptuno. Las blancas olas asolaron las veinte ciudades y las gentes de Mu perecieron a millares y a millones. El reino carmesí de Mu dejó de existir y los tiburones blancos nadaron por entre los templos sumergidos y los altares perdidos. Salvo en Valla, la que sostiene las estrellas, que se alzaba muy por encima de los verdes océanos al igual que un conquistador se alza sobre los cadáveres. Pasaron los años. Desde los acantilados de Valla, que ahora era la isla de Mu, zarparon los descendientes del pueblo de Ke-Nahaa. Viajaron al sur, al este, al oeste y al norte. Se establecieron en islas y encontraron nuevos y extraños continentes surgidos de las profundidades. Entonces, los salvajes descendieron desde el norte, y nuestra gente pereció, doblegándose ante ellos. Pero en los acantilados de Valla florecía Na-hor, ciudad de la luna y las estrellas. Aquí, los últimos del pueblo de Mu vivían con decadente facilidad. Y aquí viví yo, Nayah, el hechicero, pues había bebido de un elixir de la vida conocido tan solo por mí. Pasaron las eras. Los reyes gobernaban y morían. Nuevas tierras se alzaron de las profundidades y otras muchas se hundieron en ellas. La raza de Mu, los hijos del verde mar, se fueron esfumando como la nieve en los picos más altos de Valla. Y viví a solas, yo, Nayah. El Sumo Sacerdote de Ke-Nahaa, inmortal como un dios. Pasaron siglos. Nadie vivía ya sobre la isla de Mu, salvo Nayah… Nayah y el hijo de Ke-Nahaa, al cual había concedido la inmortalidad en la época de la grandeza de Mu: pues era Ka-ha, el último de los hijos de Ke-Nahaa.

»Entonces, los mares se llenaron de flotas de guerra y las canoas de los bárbaros norteños asolaron las tierras al este y al oeste, al norte y al sur. Los océanos se ensuciaron con la guerra y, sobre las montañas, por encima de las verdes mareas, tallé las figuras de hermosas mujeres, horadando por encima de ellas una serie de agujeros en las rocas, para que la música atrajera a los salvajes marinos hasta su perdición. Durante una de aquellas guerras en el mar, una canoa repleta de hombres que luchaban entre sí se estrelló contra los rompientes y quedó varada en la playa. Los tiburones se encargaron de todos ellos, salvo de dos, que lograron llegar a tierra y establecieron una tregua en ellos, pues antes se habían enfrentado en combate. Entonces, en la oscuridad, mientras dormían, el hijo de Ke-Nahaa se abalanzó sobre ellos y los mató».

El holandés se detuvo bruscamente y me miró de forma furtiva. También yo había sentido el fantasmal destello de reconocimiento y recuerdo cerniéndose sobre mí nada más escuchar la primera mención a aquellos dos hombres de la edad de piedra que habían muerto hacía ya tanto tiempo… una vez más, vagamente, regresaron los mareantes recuerdos de los golfos del tiempo, de los océanos de las eras, mientras el holandés proseguía:

—«Pasaron los siglos. Una vez más, los mares rugieron con canciones de guerra y nuevos barcos de guerra encallaron frente a la costa. Una gran flota se hizo añicos frente a los rompientes y dos hombres lograron llegar a tierra».

Un gélido escalofrío comenzó a recorrer mi columna vertebral, y me fijé en que el holandés se estremecía involuntariamente, mientras miraba hacia atrás de un modo furtivo.

—«Hicieron una tregua, tal como había sucedido antes, y entonces, yo, observando en secreto, les reconocí como los mismos que ya habían estado allí la otra vez. Les seguí de lejos, y vi que ascendían al valle que se encuentra en la ladera sur de Valla. Allí, en una caverna, se quedaron dormidos…»

Me incliné hacia delante, tenso, sin escuchar apenas. Una vez más, lo sabía. Me acordaba. Golfos del tiempo y el espacio, mares de eones habían pasado… pero me acordaba.

—«Me acerqué entonces a ellos y les lancé un embrujo mágico. Les hechicé. Se despertaron y se mataron entre sí con espada y daga, hombre contra hombre. Ahora, sé que todo esto forma parte del Destino, pues volverán aquí, una y otra vez, con el paso de las eras. Seguirán regresando y seguirán pereciendo, pues la maldición de Ke-Nahaa está sobre ellos y sobre sus tribus».

El holandés volvió a mirarme y volví a sentir escalofríos. Continuó con el relato.

—La cadena del destino les ata a la Isla de Mu, y ellos, y solo ellos de entre todos los hombres de la tierra, podrán poner el pie sobre las cumbres de Valla. Pues el hijo de Ke-Nahaa ya está cansado de comer fruta.

El holandés dejó escapar una exclamación de susto, y mi mente se perló por un instante de sudor frío. El holandés prosiguió.

—Marché entonces a las cavernas secretas donde se alza el ídolo de Ke-Nahaa —ante cuyo altar sacrifiqué al último hijo de la raza de Mu—, y convertí en inmortal al demonio que allí mora, para que pueda darse un festín con los hijos de los hombres y matar a todo aquel que se aventure a acercarse a la costa de la Isla de Mu.

»Todos estos prodigios que he obrado los consigno ahora sobre este pergamino, que colocaré en el altar del Dios Extraño, el Dios desconocido. Allí, en ese templo, he obrado una magia muy poderosa, desconocida para los hijos de los hombres, y la muerte acecha allí a todo hombre que entre, pues cuanto he escrito no ha sido para ser leído por mortales. ¡Soy Nayah! El mar se alza esta noche y la voz de Neptuno está en el cielo. Los sementales de blancas melenas cabalgan por entre los acantilados y las voces de los dioses de Mu rugen por encima de las verdes olas. ¡Soy Nayah y soy un dios! ¡Soy más grande que Valka, más grande que Hotath, que Zukala, que Neptuno! ¡Soy más grande que K-Nahaa, más grande que el Dios Desconocido! Nayah, dios de los mares.

El holandés bajó el pergamino y suspiró de cansancio. La luna estaba adquiriendo un tono rojizo mientras se hundía en el océano occidental, y la oscuridad que precede al alba comenzaba a extenderse por el agua y la tierra.

—Yanqui, ¿qué piensas de esto, eh?

—Creo que el viejo, al final, se volvió bastante majareta —repuse.

—Sí, pero ya lo has oído. ¡El elixir de la vida! Todavía está vivo. ¡Sigue en algún lugar de esta isla! ¡Fue él quien intentó matarnos!

Le contradije.

—No… —me asaltó un pensamiento súbito—… Ke-Nahaa… el ídolo de la caverna… Dios mío, holandés ¡El hijo de Ke-Nahaa!

Me miró, boquiabierto.

—Sí, eso es —susurró—. ¡El Hijo de Ke-Nahaa! ¡La imagen viviente del Dios simio!

—Entonces, esa cosa no es más que una especie de mono —decidí—. El manuscrito dice claramente que Ke-Nahaa era un dios mono, y el ídolo de la caverna se parecía a un gorila…

Mientras hablaba, comenzaron a asaltarme las dudas… aquella cosa me había parecido horriblemente humana.

—Ya sea mono o diablo —susurró el holandés—, será nuestra perdición. Hace eones… nos… mató…

—¡Cállate! —las palabras emergieron de mi labios sin un deseo consciente. Fueron instintivas. Me dominé para no transformar en palabras los espeluznantes pensamientos que surgían en la parte posterior de mi mente. A menudo me había preguntado, al discutir la posibilidad de la reencarnación, por qué un hombre, tras reencarnarse, no puede recordar sus vidas pasadas. Ahora veía que el pasado estaba plagado de oscuridad y horror, con experiencias que podrían desgarrar tanto la mente como el alma de un hombre si este hubiera de enfrentarse a recordarlas. La mente se haría pedazos si tuviera que recordar los siglos pasados, los mares del Tiempo…

Miré hacia el Este, que empalidecía como preámbulo al amanecer y, distraído, acaricié la hierba. El holandés, con los ojos inyectados en sangre, volvió a repasar el manuscrito. De repente, lanzó una exclamación, con la tensión de un interés evidente en su voz, que fue tensa y aguda.

—Yanqui. Yanqui… ¡Escucha, dios mío, Yanqui! Él… dice… dice que el elixir de la vida… ¡está oculto en esta isla, en alguna parte!

Respingué mientras mi mente sopesaba la terrorífica importancia de las palabras del holandés.

—¡Yanqui! —exclamó—, ¡el elixir! Lo encontraremos… beberemos de él… y viviremos por siempre.

Un extraño escalofrío recorrió mi columna. Aquello, de alguna forma, me parecía casi una blasfemia.

—Voy a echarme a dormir ahora mismo —repuse, y me tendí en la hierba justo en el momento en que el sol aparecía sobre el mar. Me quedé dormido de inmediato.

Me desperté a última hora del día, y el holandés seguía repasando el manuscrito.

—Estaba intentando descubrir alguna pista acerca de dónde está escondido el elixir —dijo en respuesta a una pregunta mía—. Ya sabes que hay muchas palabras en esta escritura que no puedo descifrar.

—Lo has hecho mucho mejor que la mayoría de los eruditos que llevaran toda una vida trabajando en esto —reconocí—. De todos modos, ¿quién eres tú, holandés? Tú no eres una rata de mar ordinaria.

Encogió sus hombros gigantescos con ese gesto tan suyo de indefensión.

—Sí, yanqui, en realidad eso es casi lo que soy. Estudié un poco e incluso pasé por la universidad, solo de paso, en realidad. Fue von Kaelmann el que me enseñó realmente todo lo que merecía la pena saberse.

Asentí, reflexionando sobre la tendencia de los hombres a buscar la explicación de los conocimientos atribuyéndolos siempre a un linaje elevado o a un pasado romántico; en realidad, los auténticos colosos provienen siempre de la raza de los hombres comunes, que luchan con uñas y dientes para abrirse camino, con la energía de la desesperación.

—Escucha —dijo, doblando el pergamino—. Aquí ya no puedo encontrar nada más. Vamos a las montañas a echar un vistazo. Creo que el elixir estará oculto en algún lugar fuera del camino, donde a nadie se le ocurriría mirar.

—¿Qué pasa con esa Cosa a la que estamos dando caza? —pregunté.

—Parece que ya no nos sigue la pista —repuso.

—Pero la idea era matarle para poder librarnos de él —repliqué airado—. Vinimos aquí arriba para poder matarle si podíamos encontrarle en terreno favorable. Él, o eso, suele morar en las cavernas de las montañas del norte, a pesar de la presencia del pulpo.

—Iremos montaña arriba —repitió, de manera que, al fin, seguimos recorriendo las cumbres, aunque no volvimos sobre nuestros pasos. Dedicamos la tarde a una búsqueda más o menos errática, encontrando tan solo las ruinas habituales, cuya regularidad comenzaba a hacerse monótona. El holandés leyó algunos de los jeroglíficos, descubriendo que, en su mayor parte, eran dedicatorias de los templos a algunos de los diferentes dioses. La mitología de la antigua Mu, por lo que pudimos colegir, parecía estar centrada al principio en el culto de Neptuno; después vino Ke-Nahaa, y tanto a uno como al otro les servían una miríada de dioses menores, como la Mujer de la Luna y sus hermanas, las doncellas de las estrellas, Zukala, el que disponía de las almas, Valka, el dios de la fertilidad y la abundancia, y Hotath, el dios de la guerra.

El holandés comentó que —por lo que sabía de las teorías de von Kaelmann y de lo que había ido recopilando por los escritos de las columnas—, el culto de Neptuno debía de haber sido de un orden mucho más elevado que el de Ke-Nahaa. Los sacerdotes de Neptuno poseían un profundo conocimiento de los sistemas solares y de los efectos de la luna sobre las mareas, pues su culto estaba basado en la causa y efecto de las mareas y los planetas. El cambio al culto de Ke-Nahaa fue un paso atrás, una reversión a una forma de creencia más oscura y primitiva, o incluso puede que se tratara de una religión que adoptaron de una tribu o un pueblo con un credo mucho más sombrío.

Evidentemente, dicho cambio había sido llevado a cabo en exclusiva por el sacerdote Nayah, el cual poseía a todas luces un mayor conocimiento de las ciencias naturales que el que tenían los sacerdotes de Neptuno, pero tenía la intención de usar ese nuevo culto para sus propios fines, a pesar de saber que era falso y sanguinario. Debió de ser un hombre muy extraño… un gigante insano, un genio perverso. Y sentimos —tanto el holandés como yo—, que su espíritu maligno acechaba aún en esa isla, eso si en realidad no seguía aún por allí en carne y hueso.

Aquella noche dormimos despreocupadamente sobre la hierba y, tal como acostumbrábamos, cada uno hizo guardia mientras el otro dormía. Cuando me tocó dormir, una visión extraña y vivida irrumpió por entre las brumas de mis sueños. Una montaña rugía en el aire y, en mi sueño, la reconocí como una de las de la isla, aunque yo no formaba parte de aquel sueño. Las olas saltaban y discurrían frente a dicha montaña, azotándola, como si quisieran derribarla. Allí, sobre el pináculo más alto de la montaña, se elevaba una figura extraña. Se trataba de un hombre, aunque enteramente diferente de todos cuantos haya visto jamás en mis horas de vigilia. Era muy alto y delgado, y en torno a él flotaba la impresión de tener una edad increíble. Permaneció allí, agitando enloquecidamente sus brazos huesudos y con su barba blanca agitándose al viento. Era de noche y los mares saltaban con blanca furia. Y supe, de una extraña manera, que la noche estaba repleta de sonidos gigantescos y rostros monstruosos y toda suerte de bizarras formas… todo ello centrado en ese hombre. Todas las eras pasadas le bramaban desde los vientos y las olas, y todo cuando guardaba alguna semejanza con los dioses olvidados le rugía en la noche.

Entonces, con un alarido salvaje y exaltado que, en mi sueño, no acerté a escuchar, alzó los brazos por encima de su cabeza y saltó desde la montaña, protegiéndose un momento con el brazo contra las veloces murallas del mar rugiente; a continuación, el oleaje bramó y azotó el lugar donde él se había hundido.

Me desperté, cubierto de sudor frío y contemplé la pacífica quietud de los quedos árboles y las silenciosas ruinas. Y me encontré con que el holandés se había quedado dormido y roncaba, en la hierba, a pocos metros de mí. Considerando nuestras pasadas experiencias, reflexioné que era aquel un bonito modo de hacer guardia. Pero los hombres siempre son muy dados a bajar la guardia cuando el peligro real parece haberse alejado. No desperté al holandés, pero me incorporé, inquieto aún por cuanto acababa de soñar, y me decidí a añadir su guardia a la mía.

Escrito en la primavera de 1928