LA ISLA DE LOS EONES

(Parte IV)

Un posible final para «La isla de los eones»

Casi había amanecido cuando el holandés se despertó sobresaltado. Me miró de soslayo y no dijo nada. No se me ocurrió reprocharle que se hubiera dormido durante la guardia, pero me intrigó su manera de despertar, y no pude evitar preguntarme si no habría tenido un sueño parecido al mío.

Tras desayunar un poco de fruta, discutimos de nuevo acerca del rumbo a seguir. El holandés seguía insistiendo en buscar el elixir mencionado por el mago, aunque yo veía poco probable que algo así pudiera existir, y menos aún que pudiéramos encontrarlo. No obstante, nada perdíamos por terminar de explorar aquella parte de la isla, de forma que acordamos seguir avanzando.

La parte superior de la cordillera sur consistía en un inacabable conjunto de cumbres y valles pequeños que se extendían entre las diferentes cimas. En ocasiones, el lado sur de algunos de aquellos valles descendía en vertical casi hasta el agua, pues sus paredes se mezclaban con las del acantilado que circundaba la isla. Fue atravesando uno de aquellos valles cuando me vi asaltado por una inexplicable sensación de peligro que, en aquel instante, no supe explicar. Deteniéndome en seco, miré en derredor, pero no vi nada que justificara ese ataque repentino de terror instintivo.

Poco después del medio día, nos encontrábamos al fondo de un nuevo valle cuando observamos que la siguiente cumbre se elevaba considerablemente más que las restantes. Por lo que acertamos a vislumbrar en su parte superior, parecía estar coronada por un tipo de edificación que no se parecía a ninguna de las que habíamos visto hasta el momento.

—Esa debe de ser la cumbre más alta de toda la isla —comenté al holandés.

—¿Has visto lo que sobresale por la cima? —inquirió este—. Parece más una especie de fortaleza, no un templo como los que hemos estado encontrando. Mira esas murallas. ¡Me recuerdan a las que debieron de alzarse en Babilonia hace milenios!

Me guardé de replicarle que, por lo que sabíamos, las murallas hacia las que nos dirigíamos podían haberse erigido milenios, eones antes de que existiera el imperio babilonio o incluso el sumerio. Después de haber leído el pergamino que encontramos en el templo del dios sin nombre, los dos nos mostrábamos taciturnos y no hablábamos salvo cuando resultaba estrictamente necesario.

Ascender a aquella cumbre no fue tan sencillo como sucediera con las anteriores. Mientras que en las demás, la pendiente no había sido excesivamente pronunciada, y habíamos encontrado en ocasiones caminos y rampas que nos ayudaban a ascender, esta parecía encontrarse aislada de una forma premeditada. Las paredes de la montaña se acercaban en ocasiones a la verticalidad, y me sorprendió comprobar que el holandés, tan gigantesco como era, se las arreglaba bastante bien escalando. Sus recias manos se clavaban en cada pequeña grieta en la roca, o se aferraban al saliente más pequeño, mientras sus poderosos brazos le impulsaban hacia arriba, tirando del enorme peso de su corpachón norteño. En cuanto a mí, jamás he tenido problemas para trepar. Mis antepasados irlandeses ya trepaban a los acantilados cuando los rubios ancestros de mi compañero surcaban las olas a bordo de sus barcos dragón.

Comenzaba a anochecer cuando avistamos la cima a pocos metros por encima de nuestras cabezas. El sol iluminaba el océano, bañándolo de un fulgor carmesí y dotando al paisaje de un brillo dorado. Por encima de nosotros, el castillo se alzaba como una negra mole bajo el cielo en penumbra. Bajo nosotros pudimos contemplar una amplia panorámica de toda la isla… la ciudad de la meseta, los bancales de acuíferos, las numerosas arboledas de diseños circulares y las montañas y templos del otro extremo… Y entonces, impelido por algún instinto atávico, recordé el templo del ídolo, sufrí un escalofrío y observé temeroso las montañas más cercanas. Allí, muy cerca del lugar en el que habíamos dormido la noche anterior, me pareció ver una sombra oscura, arrastrándose al amparo de las rocas. Avisé a gritos al holandés, señalando el lugar. Apenas acertamos a vislumbrar una leve sombra en movimiento, pero mi compañero no se lo tomó a broma.

—¿Crees que es eso, yanqui? —me preguntó—. ¿Crees que es la cosa que nos atacó al otro lado de la isla?

—Por lo que sé —repuse—, solo hemos encontrado dos seres con vida en esta isla del demonio, y no me imagino a aquel otro ser octopoide escalando montañas…

—En ese caso, nos ha estado siguiendo la pista. ¡Nos hemos descuidado, yanqui! Y hemos tenido mucha suerte de que no cayera sobre nosotros durante estas últimas noches.

—Simplemente tenía mucho sitio donde buscar. Pero yo diría que él también nos ha visto. Bien. Esta mole de aquí arriba es un lugar como cualquier otro para pasar la noche. A lo mejor podemos encontrar algún sitio donde refugiarnos.

De manera que le dimos la espalda al peligro y continuamos ascendiendo. Nuestro enemigo se encontraba a casi un día de marcha de nosotros y podíamos aprovechar esa ventaja para explorar aquel extraño bastión en busca de cualquier cosa que pudiera servirnos contra él. Desde refugio, hasta armas.

Llegamos al fin a la cima y nuestros ojos contemplaron una visión estremecedora: ante nosotros se alzaba una muralla de casi cinco metros de altura, construida con sillares perfectos de una piedra negra similar al basalto. La muralla se encontraba derruida en varios puntos, por efecto de la edad, pero en conjunto se mantenía tan sólida como el día en que se erigiera, hace ya eones. Aquellas partes donde la pared había cedido, dejaban entrever el interior: un amplio patio de armas plagado de edificios en ruinas y una especie de bastión o torre de homenaje —lo llamo así por su aparente función, pero no existía semejanza con las de las fortalezas medievales—, cuyas paredes de sillares negros se entremezclaban con la roca viva del acantilado, descendiendo a plomo hacia las negras aguas. Casi pude imaginar a un poderoso rey de la antigüedad, asomándose en lo alto de sus almenas, escrutando el mar en busca de navíos de guerra.

Rodeamos la muralla hasta encontrar un punto por el que poder cruzar al interior. El patio se encontraba plagado de restos de sillería, procedentes tanto de la muralla como de los pequeños edificios aledaños, de los cuales quedaba más bien poco, aparte de su trazado inicial. Dirigiéndonos al bastión central, encontramos una enorme apertura, cuyas puertas de bronce se habían desplomado hace milenios, y yacían ahora en el suelo, cubiertas de polvo y suciedad. En esta ocasión, no dudamos antes de entrar. La amenaza de la sombra que nos perseguía por las montañas nos había vuelto menos quisquillosos.

Nada más entrar, un hedor inaguantable asaltó nuestras fosas nasales. No se trataba de un hedor como el que habíamos olido en las cavernas junto al mar, ni tampoco se parecía a la peste que desprendía nuestro velludo perseguidor. Se trataba de un olor almizcleño, que no supe identificar, pero que envió mil punzadas de alarma por todos los nervios de mi nuca.

El holandés también lo sintió. No solo el olor, sino también la presencia. Porque allí dentro vivía algo. Algo diferente a lo que habíamos conocido hasta ahora, y que el pergamino del mago no había llegado a mencionar. Algo que, al igual que sucediera con el pulpo de la caverna, parecía ligado a ese sitio, como una especie de guardián.

No obstante, se tratara de lo que se tratase, no se encontraba a la vista. Los últimos rayos de sol penetraban ya por las pocas aberturas sin ventanas de las paredes de sillares negros, pero fueron suficientes para ver que el lugar, aunque amplio, se encontraba desierto. Al otro extremo de la entrada, una amplia escalera de planta semicircular ascendía a lo que supusimos que eran las cámaras superiores de la fortaleza. Pero, al llegar al nivel del suelo, y tras un breve desembarco, la escalera continuaba bajando.

—¿Adónde crees que bajará, yanqui? —preguntó el holandés— ¿Tendría mazmorras este castillo?

—No he conocido un solo castillo sin ellas —repuse—. Aunque, por lo que sabemos, bien podría descender hasta el nivel del agua. De todas formas, ahora mismo no me apetece bajar a comprobarlo.

El holandés se cuidó mucho de burlarse de mí, probablemente porque él sentía lo mismo. Caminamos hacia la escalera y comenzamos a subir. Un piso superior resulta más sencillo de defender ante un atacante y confiábamos en poder resistir allí arriba.

No obstante, según fuimos ascendiendo, el hedor que habíamos notado al entrar se fue tornando más penetrante. Sin mediar palabra, el holandés y yo nos miramos y, aunque no cesamos nuestra ascensión, enfilamos cada nuevo escalón con el mayor sigilo, moviéndonos como espectros silenciosos, aunque tensos y listos para la acción.

A pesar de todo, no estábamos preparados para lo que nos aguardaba en el piso superior, pues a pesar de la penumbra, pudimos observar en el suelo, frente a nosotros, una enorme forma cilíndrica, del grosor de un buen barril de cerveza, que se agitaba ligeramente. Lo que nosotros veíamos no era sino un segmento en sombras de un todo que no acertábamos a discernir en toda su longitud. Ante el desembarco de la escalera se agitaba aquello, un grueso cilindro en sombras, cuyos extremos se perdían a ambos lados, en la penumbra, como si se tratara —y sabíamos que así había de ser—, de una pequeña parte de una serpiente de monstruoso tamaño, agitándose, adormilada, ante nosotros.

Nos detuvimos en seco. El holandés y yo nos miramos durante un segundo, sin apenas poder vernos en la creciente oscuridad. Un instante después, descendimos las escaleras en un estado de frenética desesperación, y no nos detuvimos al llegar a la planta baja sino que, impulsados por el pánico, seguimos descendiendo, más y más, hasta que la oscuridad se cernió a nuestro alrededor, como una entidad sólida. Tan solo entonces aminoramos el paso y yo, extendiendo el brazo, agarré el del holandés. Respingó, aterrado, pero se calmó de inmediato al comprender que era yo.

—Holandés —susurré—. ¿Te quedan a mano algunas de esas cerillas a prueba de agua?

Tardó en contestar, pero le escuché rebuscar en su bolsillo y, al cabo de unos segundos, oí el raspado del fósforo y vislumbré el resplandor de la cerilla encendida.

Nos encontrábamos a la mitad de un tramo de escaleras aunque, por lo que podía recordar, impulsados por el pavor debíamos de haber descendido cuanto menos el equivalente a cuatro pisos. Un poco más abajo, en el rellano, acerté a vislumbrar lo que, hace milenios, debían de haber sido nichos para antorchas. Un poco más allá, la escalera seguía descendiendo.

—¿Qué hacemos, yanqui? —inquirió el holandés—. ¿Subimos?

No me agradaba la idea de volver a acercarme a aquella serpiente colosal que apenas habíamos acertado a imaginar. Era posible que no la hubiéramos despertado, en cuyo caso podríamos llegar sin novedad a la planta baja, pero ¿y después, qué? Nuestro viejo asaltante seguía dirigiéndose hacia nosotros, y la planta baja del bastión resultaba imposible de defender. Por otro lado, si habíamos llegado a despertar a la serpiente…

Mi compañero masculló un improperio cuando la cerilla le quemó el dedo. Se disponía a encender otra, pero le detuve.

—Aguarda un instante —le indiqué—. Me parece sentir aire fresco procedente de abajo. Descendamos al rellano y miremos si podemos construir una antorcha o algo que se le parezca.

Bajamos hasta el desembarco y tanteamos por el suelo, y en el nicho de la pared, hasta que encontramos algo parecido a una gasa, que enrollamos en torno a lo que en ese momento nos pareció una barra de piedra y que, tras encender una nueva cerilla y prender nuestra improvisada antorcha, descubrimos que era, en realidad, un fémur humano, procedente del esqueleto, con la ropa medio desecha, que nos observaba desde el suelo.

—Sigamos bajando —propuse—. Curiosamente, el aire parece más limpio cuanto más descendemos.

El holandés asintió y, sin mediar palabra, proseguimos la marcha, escaleras abajo, sin atrevernos en ningún momento a mirar atrás.

Ignoro durante cuánto tiempo estuvimos bajando. Me parecieron siglos, aunque, pienso que debió de tratarse de algo menos de una hora. A diferencia de lo que nos había sucedido en el templo del dios desconocido, donde la sensación de altura parecía algo irreal e ilusorio, ahora sabíamos que debíamos de estar descendiendo casi hasta el nivel del mar, una suposición que se vio confirmada cada vez más por el frescor del aire que llegaba hasta nuestras fosas nasales.

Al fin, y tras un descenso que nos pareció interminable, desembarcamos del último tramo de escaleras y contemplamos el Templo del Dios del Mar.

Nos encontrábamos en una amplia cámara cuyo techo abovedado se elevaba hasta una altura de más diez metros por encima de nuestras cabezas. En medio de la vasta sala se alzaba una estatua gigantesca, mayor aún que el ídolo simiesco que contempláramos en la caverna, tras nuestra llegada a la isla. La luz de la antorcha no llegaba a iluminar su figura lo suficiente, pero llegamos a captar un atisbo de una colosal figura humanoide, aunque enfermizamente achaparrada y encorvada, con amplias patas escamosas y enormes pies palmeados descansando sobre un enorme pedestal. Su cabeza, sumida en las sombras del techo abovedado, no resultaba visible, pero parecían caer de ella densos jirones de barba, que bien podían ser tentáculos, si de verdad fuera posible concebir a un ser así, cuya cabeza recordara a la de un pulpo de proporciones monstruosas. Aquel debía ser, por tanto, el Poseidón, o Neptuno que había mencionado el holandés en sus traducciones, el dios tutelar de aquella raza, la descomunal criatura del mar cuya furia había desencadenado el final de aquella antiquísima civilización.

La vasta cámara se encontraba abierta en uno de sus lados, asomando al mar en un balcón de proporciones ciclópeas, como si los antiguos constructores de aquel templo lo hubieran dispuesto así para que su deidad marina pudiera contemplar las aguas en todo momento. De ahí procedía, entonces, la brisa fresca que habíamos sentido ascender por la escalinata, y cuyo olor a salitre nos golpeó el rostro según avanzábamos junto al altar.

Casi un tercio de la cámara se encontraba abierta al acantilado y, según avanzábamos, descubrimos una escalera circular que descendía desde el saliente hasta llegar al agua y los bancos de arena. Pero al asomarnos al mirador, la visión que contemplamos nos hizo olvidarnos incluso de la extraña y colosal estatua que se alzaba a nuestras espaldas. Abajo, en el banco de arena, descubrimos tal profusión de barcos de todas las edades que la cabeza nos dio vueltas y hubimos de aferrarnos a la balaustrada de basalto del mirador para no perder el equilibrio.

Pues allí, a penas a ocho o nueve metros por debajo de nosotros, había decenas, centenares de barcos de toda clase y pertenecientes a todas las edades conocidas por el hombre: desde pecios españoles a galeones ingleses, canoas nativas y restos destrozados de bajeles de diseños desconocidos… algunos de los cuales sobresalían por entre la arena, enterrados por las mareas desde hacía eones, y aplastados por el peso de los navíos más recientes. Vislumbramos incluso lo que debía de haber sido un barco de guerra alemán de nuestra época, y cuya proa y parte superior habían sido barridas completamente por la furia de las aguas, pero que conservaba intacta toda la parte inferior de la quilla con sus bodegas.

Era tal el estado de asombro en que nos encontrábamos, que no fuimos capaces de detectar la enorme y desgarbada figura que se arrastraba contra nosotros al amparo de las sombras.

De repente, sentí como algo me agarraba el pecho en una férrea presa y escuché gritar al holandés. De nuevo, olfateé aquella peste que percibiera días atrás, cuando fui atacado en la arboleda junto al templo al norte de la isla, y supe que nuestro atacante, tras haber recuperado nuestro rastro en las montañas, nos había perseguido con ánimo renovado, alcanzándonos antes de lo que habíamos previsto.

Proferí un alarido del más puro horror mientras intentaba forcejear y soltarme, moviendo la mano para intentar desenfundar mi cuchillo. Era inútil. La presa de nuestro enemigo me paralizaba el brazo derecho, de manera que intenté retorcer mi propio brazo izquierdo para agarrar mi acero.

La antorcha había caído al suelo, pero su luz bastó para iluminar al holandés, que yacía boca abajo, tendido en el suelo, con un descomunal brazo peludo sujetándole contra el solado. No cesaba de debatirse, y supe que también él estaba intentando agarrar su arma. Aquel ser inmundo nos tenía agarrados como si fuéramos unos niños de guardería, inmovilizándonos como podía, para evitar que pudiéramos contraatacar. Aquello, en lugar de provocarme impotencia, me enfureció más allá de lo que habría creído posible. Aquella cosa nos había hecho correr por toda aquella isla infernal, obligándonos en todo momento a mantenernos en guardia, y ahora nos sujetaba a ambos con sus manos como si fuéramos unos infantes. Una marea de furia carmesí comenzó a fluir frente a mis ojos, mientras sentía que las venas de mi cuello y de mi frente se hinchaban hasta un punto de tensión inaguantable.

Profiriendo un alarido más propio de una bestia salvaje que de un ser humano, terminé de retorcer mi brazo izquierdo hasta lograr agarrar la empuñadura de mi puñal y, sin perder un solo instante, lo hundí con todas mis fuerzas en la mano que me agarraba el pecho y el brazo derecho, sin importarme que la furia de mi acometida pudiera atravesar la zarpa de mi enemigo, clavándose en mi pecho. Pues ya nada me importaba. No acuchillaba para liberarme y escapar. No deseaba hacerlo. Tan solo quería seguir apuñalando aquella garra y conseguir soltarme lo suficiente como para poder darme la vuelta y morir mirándole a la cara a mi atacante, y haciéndole frente con todo lo que tenía.

Noté como la punta de mi cuchillo me arañaba las costillas tras atravesar la dura carne de aquella cosa, pero no cesé de apuñalarla, una y otra vez, hasta que su presa cedió y pude darme la vuelta, rugiendo de cólera, con los dientes apretados y un torrente de espuma asomando por las comisuras de mi boca.

Entonces, al fin, lo vi. El ser que nos había acosado desde nuestra llegada a la isla era una especie de homínido simiesco de casi tres metros de altura. Decir que se parecía a un gorila enorme no sería hacerle justicia, pues poseía numerosos atributos humanos que los primates no han llegado aún a desarrollar. Se trataba más bien de una suerte de híbrido, en parte gorila, y, en parte, un humano gigante de musculatura poderosa pero extrañamente distribuida. Y, en ese momento, una pequeña parte de mi mente retrocedió hasta el sueño en el que contemplé al mago precipitarse hacia la muerte desde un acantilado, intuyendo que en dicho sueño se encontraba la clave de algo importante, que mi furia no me dejaba razonar.

¡Holandés! —bramé, con un alarido inarticulado e incoherente, cuando al fin lo comprendí—. El mago también era inmortal… pero ¡murió! La edad y la enfermedad no le afectaban… pero ¡podía ser matado!

Casi de inmediato, escuché gritar a mi compañero y, apenas unos segundos después, resonó el ensordecedor estampido de su pistola. El ser retrocedió unos pasos hasta la escalera, pero sin cesar de mirarnos, y entonces pudimos contemplarle en toda su magnitud: un gigante velludo y desgarbado, de rostro simiesco, grandes colmillos y pequeños ojos amarillos de mirada maligna… un simio humano cuyos abultados músculos sangraban ahora por varios puntos sin que aquello pareciera causarle la menor molestia, aparte de haberle hecho retroceder unos pasos y moverse ahora con cautela.

Con el rabillo del ojo, vislumbré al holandés, extendiendo el brazo en que sostenía su revólver. Apuntando con una sangre fría que me hizo envidiar su gélido coraje norteño, se tomó un par de segundos antes de disparar una bala directamente contra la cabeza de aquel engendro de los albores del tiempo. El estampido reverberó en el templo como una explosión, y el monstruoso homínido cayó hacia atrás con un disparo perfecto justo encima de los ojos… pero no se desplomó del todo. Apoyado sobre los codos, se mantuvo incorporado, aunque con la mirada vidriosa.

Y entonces tuvo lugar la experiencia más aterradora de cuantas vivimos en aquella isla infernal. Con un sobrecogedor susurro que nos heló la sangre de las venas, algo se abatió sobre él, procedente de la escalera… algo que podía ser una serpiente descomunal, pero cuya longitud no podía ser menor a ocho o diez metros. Se enroscó en torno al enorme pecho del simio humano abriendo sus fauces frente a su rostro velludo, mientras el engendro simiesco, desnudando las suyas en un mudo rugido, se abalanzaba con garras y colmillos contra la cabeza del enorme ofidio.

Ignoro cómo pudo ser posible algo así. Aquella cosa debía estar muerta, no ya por mis puñaladas y el primer disparo del holandés, sino por el tiro en la frente que acababa de recibir. Pero su cólera parecía obligarle a continuar luchando, desgarrando la carne escamosa de la repugnante serpiente con sus zarpas y sus colmillos torcidos, como si su cuerpo, aunque muerto, continuara moviéndose por sí solo, enzarzado en aquel último combate mortal contra un oponente digno de él. Al fin, con su último estertor, el homínido decapitó al reptil con un golpe de sus zarpas, cuyo impulso les precipitó a ambos, abrazados en la muerte, por encima de la balaustrada, hasta estamparse contra la cubierta de un barco de siglos pasados.

Ese fue el final de nuestra aventura en la misteriosa isla de los eones pasados. Tras el desenlace, el holandés y yo permanecimos largo rato apoyados contra la balaustrada, sin cruzar palabra, respirando con agónicos jadeos y sin acabar de creernos que siguiéramos aún con vida.

La mañana nos sorprendió allí, sentados en la escalera que descendía hasta el cementerio de barcos, sin atrevernos a dormir a pesar del cansancio. La antorcha se había apagado hacía horas, pero ninguno de los dos había pensado siquiera en encenderla. Era como si temiéramos que, al realizar cualquier movimiento, alguna de aquellas cosas pudiera revivir de entre los muertos y abalanzarse de nuevo contra nosotros.

No fue así. Al alba, exhaustos pero de alguna forma fortalecidos, nos dedicamos a hurgar por entre las ruinas de los centenares de barcos que permanecían varados y destrozados en aquel maligno banco de arena. Más allá, a unos treinta metros, la mar rompía contra los afilados bajíos que semejaban dientes de tiburón.

No referiré aquí los horripilantes y prodigiosos hallazgos que encontramos por entre los diferentes pecios, galeones, botes y bajeles de toda índole, al igual que no referiré tampoco la naturaleza exacta de la estatua del templo del mar, que pudimos contemplar en todo su magnificente horror cuando la luz del sol inundó al fin la cámara del templo. Algunas cosas no pueden ser concebidas por la mente de un ser humano de hoy en día, y ciertos horripilantes detalles no aportarían nada más a esta narración, salvo provocar en el lector un horror absoluto y descontrolado.

Rebuscamos en aquel cementerio durante casi una semana. Una vez al día, nos veíamos obligados a subir de nuevo hasta el castillo, y de ahí al exterior, para proveernos de nuevas provisiones de aquella fruta que parecía crecer en la mayoría de los árboles de la isla. El resto del tiempo lo pasamos rebuscando por entre los restos de barcos, con la vana esperanza de encontrar cuanto menos un bote al que adosar una pequeña vela, y con el que poder correr el riesgo ante las corrientes y las rocas afiladas que rodeaban la isla. Pero ninguno de los dos estábamos preparados para el hallazgo que terminamos por descubrir en la bodega del barco alemán.

Allí, en una cámara que, aunque húmeda, había quedado ya desprovista de agua, encontramos un contenedor del tamaño de un camión, y al que ni el naufragio ni los estragos del agua parecían haber afectado. El buque debía de transportar suministros de guerra para el frente, pues la cubierta de la bodega se encontraba repleta de diferentes restos de equipo para el ejército. Destrozamos una pared del contenedor con sendas hachas de buen acero que encontramos en lo que quedaba de la sala de máquinas de aquel buque. Y, cuando examinamos el interior, ambos boqueamos de asombro, sin poder creer lo que estábamos viendo. Allí, ante nuestros ojos, y en aparente perfecto estado, se encontraba un caza Fokker biplano para la guerra en el frente.

No aburriré al lector con el trabajo que supuso para nosotros abrir una brecha en el casco del buque para poder sacar el aeroplano sin destrozarlo. Lo que el mar había quebrado con tanta facilidad, supuso una tarea de titanes para nosotros, ayudados apenas con hachas y palancas de acero. Tampoco detallaré la construcción de la rampa que hubimos de colocar para que el aparato descendiera intacto a la arena desde la cubierta de la bodega, ni los días que pasamos buscando combustible entre las embarcaciones más modernas y despejando un franja del banco de arena lo bastante extensa como para permitir que el aeroplano despegara. El holandés juraba que podía pilotarlo, y por Judas que no mintió.

Al fin, al rayar el alba, casi dos meses después desde nuestro naufragio ante aquella isla del demonio, subimos al aparato en el que habíamos depositado todas nuestras esperanzas y despegamos, ascendiendo más y más en el dorado cielo, hasta dejar atrás, y para siempre, la isla de los eones.