Fragmento sin título

Bill me miró entonces y dijo:

—Ese bote solo puede llevar a una persona. No a dos. Echaremos los dados para decidir quién se queda y quién se va. El que zarpe en el bote, tiene una buena oportunidad de llegar a tierra firme.

En ese momento, miramos en derredor, y contemplamos el minúsculo islote, la arena que se extendía en torno nuestro, rodeada de océano por todas partes.

Miré a Bill y luego al bote. Volví a mirar a Bill.

Divisé entonces en sus ojos una llama bestial. Y supe que la misma llamarada ardía en los míos.

Nuestros cuchillos se desenvainaron, reluciendo, fulgurantes bajo el sol tropical. El acero impactó contra el acero, y él cerró su otra mano alrededor de mi garganta. Mi mano aferró la suya.

Mi mente retrocedió en ese momento a las innumerables y salvajes aventuras que habíamos vivido, tanto en tierra como en el mar. Bill y yo siempre habíamos sido compañeros. Camaradas. Pero el océano nos había quebrado, disipando nuestras mentes. El océano no es más que otro monstruo, de manera que luchamos contra él. En una ocasión, Bill me había salvado la vida cuando estuvimos a punto de hundirnos por culpa de un iceberg, y yo, por mi parte, le había rescatado de un grupo de asesinos thug, en Delhi.

El acero impactó contra el acero.

Logré derribarle y me abalancé sobre él. Impulsado por una furia animal, levanté en alto mi cuchillo, pero me detuve un breve instante.

Y fue entonces cuando Bill, mirando más allá de mi hombro, dejó escapar un jadeo por entre sus labios resecos:

—¡Un barco!