PARTE II

Diferentes tierras parecían alzarse mayestáticamente desde los bosques de color verde oscuro… y lejos, en los montes bajos del otro extremo de la isla, antiguos edificios, cuya decadencia no llegaba a percibirse en la distancia.

La base de las montañas eran sobre todo pendientes inclinadas, muy sencillas de subir. Encontramos rastros de antiguas calzadas, casi borradas ya, y pequeños restos de ruinas, en peor estado que las primeras que habíamos visto… posiblemente por encontrarse más expuestas a las lluvias erosivas. De forma gradual, las colinas fueron dando paso a una pendiente alta y escarpada, donde la ascensión resultaba más difícil aunque no imposible. Eran bastante escarpadas y apenas tenían vegetación, salvo por algún bosquecillo situado en los riscos y en las pocas mesetas planas que íbamos encontrando, y en las que había grupos de árboles enormes. Buscando un camino menos accidentado, nos topamos con una antigua calzada, cuyo pavimento estaba cuarteado y partido, habiendo desaparecido por completo, incluso, en varios lugares, pero que discurría con una pendiente suave a través de las montañas. De manera que la seguimos… la calzada más antigua del mundo, o eso creo, y me pregunté qué extraños pies habrían hollado aquel amplio camino cuando todavía era una vía imperial. Por encima de nosotros, en las montañas, atisbábamos de cuando en cuando aquel extraño destello que habíamos notado antes.

Subimos más y más alto por entre aquellas montañas y, al fin, la calzada fue a parar a lo alto de una colina; al llegar a lo alto, nos detuvimos, asombrados. El sol se estaba ocultando en el océano occidental. Nos encontrábamos sobre una amplia meseta, evidentemente un risco de aquella cadena montañosa, dado que, en dos de sus lados la ladera descendía mientras que, en los otros dos, ascendía. Y en aquella meseta se alzaba una ciudad. O eso nos pareció en aquel primero y asombrado vistazo. Pero, tras aquella primera mirada de sorpresa, vimos que no era más que un fantasma, la sombra de una ciudad, el espectro de una antigua civilización.

Cruzamos con cautela la llanura y penetramos en las silenciosas calles. No había señal alguna de que una muralla hubiera rodeado la ciudad. Las calles estaban pavimentadas y las casas eran de piedra. Cada casa estaba construida en un perfecto semicírculo, abierto en la fachada de su parte recta, y con el tejado sostenido por grandes columnas. Detrás de las columnas había un patio muy espacioso, en algunos casos techado, y diferentes aberturas carentes de puertas que conducían a las distintas cámaras, que eran muy amplias. En el centro exacto de la ciudad se elevaba un edificio colosal y, mientras el sol los bañaba perezosamente, supimos que era aquello lo que habíamos visto reluciendo desde la lejanía. En apariencia, guardaba cierto parecido con los teocalis de los aztecas, excepto porque —por increíble que pueda parecer—, parecía estar compuesto enteramente de metal, que brillaba con un fulgor blanco, como si no hubiera sido afectado por incontables años de corrosión. Alzaba su increíble mole hasta una altura de lo menos noventa metros, y el destello del sol poniente sobre su superficie estuvo a punto de cegarnos.

A pesar de todo, nos atraía como si de un imán se tratara y, al acercarnos a él, vimos que todas las calles convergían en ese edificio. Según nos acercamos más, comprobamos que cada calle estaba flanqueada a cada lado por grandes columnas, que me recordaron a los misteriosos Salones de Mitla que había visto en Méjico.

Sentimos una sensación de irrealidad mientras caminábamos por las calles de aquella ciudad olvidada, con los edificios desiertos a cada lado y, por encima de todo, aquella pirámide tan increíble y de sorprendente belleza.

Llegamos hasta ella, escudando nuestros ojos de su blanco fulgor y suspirando de alivio cuando el sol se ocultó y el brillante resplandor se convirtió en una suave luminiscencia. Tanteamos con la mano su superficie. Era de metal —de plata, juraba el holandés—, pero yo no creía que fuera plata, aunque su brillo pulimentado sugería algo más. No mostraba el menor rastro de corrosión.

El edificio parecía sólido; no vimos puertas ni ventanas por ninguna parte. Exhaustos por nuestra larga ascensión de la montaña, nos tendimos junto al altar de su pináculo y nos zambullimos en un sueño en el que no fuimos molestados ni por pensamientos de monstruos que nos acechaban, ni por la reflexión de que nos encontrábamos tumbados encima de lo que podía considerarse como el tesoro de un millar de reyes.

Nos despertamos casi al amanecer y nos apresuramos a descender antes de que el sol convirtiera la escalinata en un camino cegador. Me pregunté cómo habrían podido soportar los habitantes de aquella ciudad olvidada el continuo esplendor de aquella mole de blanco fulgor y, de algún modo, una especulación un tanto inquietante penetró en mi mente; una especulación acerca de si las gentes de aquella era perdida eran exactamente humanas, tal como el hombre moderno concibe la humanidad.

Por doquier encontramos evidencias de una antigua grandeza… columnas talladas, decoraciones murales, cuyos pigmentos, ya gastados sugerían una prístina belleza, lacerías de oro y plata… todo ello se deshacía en pedazos poco a poco.

El holandés, encantado ante el antiguo esplendor de aquel lugar, estaba dispuesto a dedicar la mayor parte del día a explorarlo, pero yo sentía en mi interior una impaciencia creciente por investigar el resto de la isla y descubrir qué había en las laderas al sur de las montañas. De modo que, poco antes del medio día comimos los mangos que habíamos traído con nosotros, cruzamos la meseta y contemplamos una espléndida vista de montañas boscosas y valles que descendían gradualmente hasta el mar, que resplandecía azul y misterioso a la luz del sol. Divisamos la antigua calzada, que serpenteaba colina abajo, atravesando frescos valles, pero dado que la pendiente era mucho menos empinada que en el otro extremo de la meseta, nos decidimos a no seguir el trazado en espiral de la calzada, y atajamos bajando directamente por la ladera.

A media tarde, entramos en un valle pequeño y, según lo atravesábamos, un curioso sentimiento de familiaridad se cernió sobre mí. Comencé a preguntarme dónde y cuándo había visto un valle tan parecido como para provocar tales impresiones y, de repente, llegamos ante la entrada de una caverna. El holandés me miró de un modo extraño y sentí que mi pulso se aceleraba… no con la anticipación de un peligro inminente, sino debido a un fortalecimiento de aquella sensación de familiaridad.

Sin cruzar palabra, penetramos en la caverna con cautela, con las armas a punto, con lentitud deliberada, para dar tiempo a que nuestros ojos se acostumbraran a la penumbra. El suelo estaba cubierto por una gruesa capa de polvo. Ningún pie, ya fuera humano o animal, había entrado allí en muchos siglos. Los ojos del holandés brillaron de forma extraña en la oscuridad. Susurró de un modo fantasmal, que me recordó al susurro del viento entre las ramas:

¡Yo he estado aquí antes!

Me sobresalté, mientras extraños espectros susurraban en el fondo de mi mente una serie de secretos que me veía incapaz de comprender. Tras mirarnos el uno al otro, nos adentramos más en la caverna, sin saber muy bien qué buscábamos, hasta que allí, en la gris oscuridad, lo encontramos, y el vello de nuestras nuca se erizó con monstruosas sensaciones, mientras nos inclinábamos sobre el montón de huesos que yacían en el mismo lugar en el que habían caído hacía ya miles de años. Se trataba de los esqueletos de dos hombres: uno de gran estatura y el otro un verdadero gigante. En las costillas del primero había clavada una gran daga de pedernal, mientras que, alojada en la columna vertebral del gigante vislumbramos una tosca espada de bronce.

Saqué la espada de lo que había sido su último lugar de reposo. La empuñadura de madera se había podrido hacía ya largo tiempo, pero el alma de acero que sostenía la hoja parecía haber sido fabricada para mi mano… el holandés y yo nos miramos en la penumbra, sintiendo escalofríos ante las visiones que no podíamos… que no nos atrevíamos… a mencionar en voz alta.

Señalé a la parte trasera de la caverna, cubierta de sombras profundas.

—Por allí, tirada en la oscuridad, debería de haber… —susurré.

—Una lanza —concluyó él, con una luz fantasmal en sus ojos dilatados.

—Una lanza de bronce, decorada con tres círculos superpuestos —dije como un hombre en trance.

Codo con codo, nos dirigimos hacia el fondo de la caverna… y allí, sobre el polvo, mi mano, tanteando el suelo, la encontró… una lanza de punta de bronce y de manufactura primitiva… y en un lateral de su hoja metálica, profundamente tallados, aparecían tres círculos concéntricos. La punta de lanza se me cayó de las manos, yendo a parar de nuevo al polvo en el que había descansado durante Dios sabe cuántos miles de años. La cabeza me dio vueltas, como si me encontrara sobre un vasto pináculo con insondables profundidades de espacio y monstruosos abismos por debajo de mí, mientras el viento cósmico me soplaba en el rostro. La sensación de un tiempo apabullante, sobrecogedor, se abatió sobre mí… gigantescos golfos de eones, una miríada de tierras, de edades y de acontecimientos que conformaban una ola brumosa que se alzaba entre mí y la visión que estaba a punto de tener.

Retrocedí lentamente en dirección a la luz. El rostro del holandés resplandecía de palidez bajo aquella penumbra, mientras seguía mis pasos. Me planté en la entrada de la caverna y, mientras él se disponía a salir de la oscuridad, un alarido extraño, fiero e involuntario escapó por entre mis labios mientras, tras hacer retroceder la mano, la proyectaba velozmente hacia delante, como si fuera a arrojar una lanza. Y el holandés respingó, tambaleándose de repente y sin querer. Su rostro empalideció por completo.

—¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí! —exclamé, con una especie de frenesí y, impulsados por el pánico, escapamos a toda velocidad, y no disminuimos nuestra velocidad hasta que no hubimos cruzado la cresta del valle y este desapareció por completo de nuestra vista. Al fin, vacilante, el holandés dijo:

—Yanqui… ¿cómo… cómo sabías que esa lanza estaba allí?

—¡Cállate! —espeté—. ¿Cómo lo sabías ?

Su única respuesta fue un encogimiento de sus enormes hombros. Mis propios pensamientos eran caóticos. ¿Cómo habían ido a parar esos esqueletos a la caverna, tan bárbaros y extranjeros como parecían para aquella isla extraña? ¿Qué impía hechicería moraba allí, para que el rostro del holandés, al salir de la caverna, se hubiera alterado de un modo tan fantástico bajo aquella luz incierta, al pensar que se enfrentaba a un oponente al que casi podía recordar? Y ¿por qué yo, sintiendo una ciega marea de furia roja, irracional, había gritado en aquella lengua bárbara, desconocida, pensando en arrojar muerte contra su pecho? Pues en aquel enloquecido instante, me pareció como si sostuviera una lanza entre las manos. El viento susurró por encima de las crestas de las montañas, agitando las ramas de los árboles… ligeramente. Me estremecí.

Como de mutuo acuerdo, cambiamos de dirección y, poco después, llegamos ante la antigua calzada, que discurría con placidez por entre los valles. Por alguna razón indefinida, habíamos perdido, momentáneamente al menos, nuestro deseo de explorar aquellas montañas ignotas. Acechaba allí una espeluznante sensación de secretos monstruosos, que nos repelía. Se acercaba el ocaso. Llegamos a una pequeña meseta, casi libre de árboles pero cubierta de una hierba muy frondosa. Bebimos de un manantial que encontramos allí, comimos alguna fruta que sacamos de uno de los pocos árboles y nos preparamos para pernoctar. Decidimos que era una locura no montar guardia, y establecimos que yo haría la primera, hasta que saliera la luna, momento en el que despertaría al holandés.

Cuando hubo anochecido y mientras el holandés dormía sobre la hierba, me senté con la espalda apoyada sobre el tronco de un árbol y contemplé las laderas en sombras. No había brisa alguna y, como de costumbre, reinaba el silencio. Observé un estrangulado grupo de árboles a poca distancia de mí y me fijé en cómo resplandecía la luz de la luna sobre las ruinas de mármol blanco, mientras especulaba ociosamente acerca del destino de aquel pueblo sin nombre que en otra era había habitado aquella isla misteriosa. Entonces, me obligué a dejar a un lado mis meditaciones y desperté al holandés.

Tras acostarme, me pareció que no había dormido nada más que un instante cuando me encontré de repente con que el holandés me estaba despertando.

—¡Lemuria! —decía—. ¡Lemuria!

Parpadeé.

—¿Qué? ¿Ya me toca hacer guardia? ¿Ya es medianoche?

—No, todavía no es medianoche, pero escúchame, yanqui. ¡Sé dónde estamos! —sus pequeños ojos brillaban a la luz de la luna—. Escucha, aquí al lado hay unas viejas ruinas… un palacio, supongo… o eso pensaba, hasta que encontré que estaban repletas de jeroglíficos. Y escucha esto: ¡Puedo leerlos a la luz de la luna!

—Qué tontería —bufé—. ¿Acaso están en… alemán?

—¡No, no! —gesticuló, furioso—. Escucha esto: en una ocasión pasé una estación entera junto al profesor von Kaelmann en una pequeña isla del Pacífico, cuando la lluvia no cesaba un solo instante y no había otra cosa que hacer salvo escuchar cómo la lluvia batía interminablemente contra las hojas del tejado de nuestra choza. De manera que von Kaelmann me enseñó un extraño manuscrito que, según él, había copiado a partir de unos jeroglíficos tallados en una columna, encontrada en una isla que nadie excepto él había explorado. Había resuelto el enigma de sus figuras y su deseo era enseñármelas. Cada marca es un símbolo y cada símbolo es una palabra; el carácter de cada palabra viene determinado por su relación respecto del símbolo clave. Me llevó meses aprender a distinguir ese símbolo clave. Y estos de aquí son iguales. Ya me habían parecido curiosamente similares cuando los vi en las ruinas del otro lado de la isla. Esta noche los he estudiado más de cerca y he empezado a reconocerlos.

—¿Y qué raza los empleó? —le pregunté.

—¿Has oído hablar de Lemuria? ¿No? Pero habrás oído la leyenda de la Atlántida. Pues bien, Lemuria fue al Pacífico lo mismo que la Atlántida fue al Atlántico. Von Kaelmann decía que los primeros eran más antiguos que la Atlántida… que ya eran una gran civilización cuando los atlantes no eran más que unos salvajes… antepasados de los Cro-Magnones. Decía que los ídolos de la Isla de Pascua habían sido erigidos por los lemurios y que, después de que su continente se hundiera bajo las aguas —igual que le sucediera a la Atlántida, varias eras después—, los supervivientes de otras islas y colonias —si es que alguno había—, acabaron siendo destruidos por los salvajes de otras islas.

—Creo que te estás volviendo majara —dije, poniéndome en pie—. Enséñamelo.

Le seguí por la meseta hasta un templo en ruinas, que resplandecía a la luz de la luna sobre la ladera de la montaña. Las columnas estaban cubiertas de figuras talladas que resaltaban con claridad bajo aquella marea de luz plateada.

—Es el templo de su gran dios —el holandés fue tocando cada jeroglífico con sus dedos gordezuelos, hablando con lentitud e intentando reprimir su acento en la medida de lo posible—. Señor del mar, del cielo y del mundo, Xulthar, el que fue, es, y será por siempre jamás. Algunas palabras no logro comprenderlas. Aquí hay algunas más: Señor de la vida y de la muerte, recibe este altar y haz prosperar el reino de Nyulah, primogénito del sol, rey de Mu y heraldo de Xulthar.

»Parece que algún rey erigió este templo en honor a un dios —comentó el holandés de un modo bastante innecesario—. ¡Escucha, yanqui! —me palmeó la espalda con fuerza, llevado por la emoción— ¿Te das cuenta del descubrimiento que acabamos de realizar? ¡La Piedra Rosetta no es nada en comparación con esto! ¿Qué dirá el viejo von Kaelmann? Le harán miembro de honor en todas las sociedades de investigación… ¡Y eso es lo mínimo que harán con nosotros!

No pude resistirme a replicar en tono sarcástico:

—¿Y cómo piensas que podrá enterarse de ello?

¡Verdamnt! —gruñó—. Es verdad. Es probable que nos quedemos aquí de por vida.

Volvió a examinar las columnas y añadió:

—¿Por qué están aquí todas estas ruinas? Esta isla debía de ser la montaña más elevada de lo que una vez fuera Lemuria. ¿Por qué habría de construir la gente palacios y templos en lo alto de las montañas?

—Es posible que el continente se fuera sumergiendo de forma gradual, obligando a la gente a subir cada vez más a las montañas —sugerí.

—Puede que sí. Sea como fuere, puedo leer sus inscripciones.

—Pues lee —gruñí—. Yo me vuelvo a dormir. Despiértame cuando te canses —y, tumbándome al amparo de las columnas, no tardé en quedarme dormido; el holandés siguió concentrado en los jeroglíficos.

El sol estaba en lo alto cuando me desperté. El holandés yacía junto a mí, roncando tranquilamente.

—¿A esto le llamas tú hacer guardia? —quise saber—. ¿Por qué no me despertaste?

—Me quedé dormido de tanto estudiar esos ideogramas —bostezó—. ¿Qué hacemos ahora?

—Descenderemos por la ladera hasta la orilla sur —respondí—. Ya que tenemos que quedarnos en esta isla, lo menos que podemos hacer es explorarla.

La antigua calzada descendía por el borde de la meseta y atravesaba valles de ensueño y laderas cubiertas de verde. La siniestra belleza de aquel litoral, su encanto élfico e inhumano se nos metió en el alma, embrujándonos, hechizándonos con su extraño silencio.

—Lemuria —murmuró el holandés—, Lemuria. Dicen que Poseidón caminó por aquí.

Me sobresalté involuntariamente, casi como si esperara contemplar la gigantesca figura del dios del mar, emergiendo del océano azul, con la barba chorreante y blandiendo su tridente. Los hombres desconfían de los dioses de eras pasadas, y las deidades del ayer suelen convertirse en los demonios del hoy.

Y así fue como llegamos ante otra de aquellas mesetas de las tierras altas, y divisamos ante nosotros un altísimo templo. No podía ser otra cosa que un templo, el altar de alguna raza brumosa y fantástica, con sus enormes columnas sin tallar, mirando a través de las cuales observamos que, en lugar de tener abierta la fachada, como las demás ruinas, aquel edificio se encontraba cerrado por un muro y la única entrada parecía consistir en una descomunal doble puerta de bronce situada en su parte central.

El gigantesco edificio se alzaba en medio de una pradera… no había caído en ruinas, como otros que habíamos visto, sino que, aparentemente, se mantenía tan bien conservado como en los días en que aquel pueblo extraño atravesara sus portales. De hecho, contuvimos el aliento, esperando ver aparecer alguna figura de un momento a otro.

—¿Te das cuenta de que puede haber gente aquí, yanqui? —preguntó, muy nervioso, el holandés.

—Qué majadería —repliqué, aunque en lo más profundo de mi mente no estaba tan seguro—. Los hombres que construyeron eso de ahí, llevan muertos por lo menos mil años. Vamos.

Descendimos por la cuesta, cruzamos la verde pradera del valle y nos plantamos ante un edificio mastodóntico que se alzaba, imponente, frente a nosotros. Más allá de sus enormes columnas sin tallar, que discurrían por toda la fachada, vislumbramos una pared, de gran grosor aparente, quebrada tan solo por una entrada en la que se había encajado un par de descomunales puertas de bronce. Unas pocas ventanas, colocadas a intervalos regulares, constituían el resto de los huecos, pero se encontraban mucho más altas de lo que ningún hombre podía trepar.

Pasamos por entre las poderosas columnas y tanteamos las puertas. Estaban cerradas por dentro y el umbral se encontraba lleno de polvo. El sillar maestro del pórtico estaba agrietado en muchos lugares y aquel templo enorme —si eso era en realidad— mostraba muchos más signos de vejez de cerca que a distancia. Las puertas presentaban una superficie suave, sin ningún cerrojo o asidero visible. Las empujamos sin resultado alguno.

—Hay algo grabado en las puertas —dijo el holandés, tras cesar en su vano esfuerzo por abrirlas.

—Ya empiezas a ver cosas —me burlé—. Estas puertas son completamente lisas.

—Mira más de cerca —insistió y, cuando así lo hice, me di cuenta que tenía razón. Aparecieron unas líneas débiles, vagas y sombrías.

—Es extraño que no las notara al principio —señalé—. Yo no…

Me callé bruscamente y el holandés retrocedió un paso, mientras profería un alarido estrangulado. Las tallas se estaban tornando cada vez más nítidas ante nuestros ojos. Era como una imagen proyectada sobre una pantalla, pero que lograra poseer cierto relieve real, merced a la propiedad de algún tipo de máquina de proyección, mostrando un diseño horripilante, que nacía de la inescrutable superficie de aquellas puertas misteriosas.

Y lo que apareció fue nada menos que un esqueleto… el de un hombre, posiblemente, pero de un tipo de hombre que no había hollado la tierra en muchos eones. Se observaban varias anormalidades en las articulaciones de los huesos que, evidentemente, no eran culpa del artista, sino que conformaban un retrato realista de un modelo espantoso. Las costillas eran demasiado gruesas y pesadas, los dedos demasiado curvados, la mandíbula demasiado recesiva, la frente demasiado baja, los huesos de los brazos tan largos que sus manos sin carne colgaban por debajo de las rodillas, mientras que aquel monstruoso esqueleto parecía encorvarse hacia delante como un gran mono. Pero resultaba evidente, incluso para un observador casual que no estuviera versado en anatomía, que aquel esqueleto no pertenecía a ningún simio. Por encima de la figura centelleó, con una luz maligna y fantasmal, una fila de jeroglíficos.

El holandés gruñó mientras los traducía.

—«Entra necio, ¡pues tu perdición está preparada!»

—Qué tontería —me burlé de su desconfianza—. El tipo que talló eso, lleva convertido en polvo… desde hace ya mucho tiempo.

—Puede que sí —reconoció el holandés—. Pero también puede que dejara algo tras de sí —tal como solían hacer los incas—, para que matara a todo aquel que invadiera su tierra.

—Bueno —respondí—. Dudo mucho que funcione después de tantos siglos. Vamos a echar un vistazo…

Nos habíamos girado de la puerta mientras discutíamos y ahora, cuando me giré de nuevo, me detuve en seco, con el dedo señalando una superficie en blanco. ¡La figura había desaparecido!

—¡Dios! —el holandés profirió un jadeo que se convirtió en un susurro ronco. Yo extendía la mano y la pasé por la superficie. Mis dedos no sintieron la menor línea o grabado… pero, mientras lo hacía, vislumbré la reaparición de la figura, brillando débilmente. Retrocedimos un paso cuando la figura emergió… sí, esa es la palabra… era como si un horrible esqueleto flotara en medio de un océano insondable, apareciendo de vez en cuando por encima de la superficie.

Furioso, y sobreponiéndome a una escalofriante repulsión, volví a pasar las manos por la superficie y, en esta ocasión, noté un ligero saliente, más o menos en la parte central del pecho de aquella figura esquelética tan anormal. Apreté con fuerza… en alguna parte escuché el crujido de unos goznes antiguos y oxidados y, con sorprendente rapidez, las puertas se abrieron hacia dentro. De forma instintiva, retrocedimos de aquella oscuridad absoluta.

Nos asomamos, temerosos, atisbando gigantescas moles y titánicas columnas que se elevaban en la velada penumbra.

—Bueno —dije, y no me gustó cómo mi voz levantaba ecos en aquel silencio hueco—. Vamos a entrar, a ver lo que encontramos.

—¡Lemuria! —susurró el holandés—. Colocaron ese esqueleto en la puerta, que solo aparece cuando alguien lo mira… ¡puede que maldijeran este templo para que destroce nuestros huesos! Poseidón posó su mano sobre esta gente… eran sus hijos, y evolucionaron a partir de impías criaturas del mar… no a partir de los simios, como el resto de nosotros. Sus dioses no eran como nuestros dioses, y ellos no eran humanos, tal como nosotros conocemos la humanidad.

—Qué tontería —espeté, intentando apartar de mi mente mis propias y fantásticas especulaciones, pues un solo vistazo a aquella puerta diabólica era suficiente como para hacer que cualquier dudara de su cordura—. Si no quieres entrar, quédate aquí fuera… por si acaso al esqueleto le da por salir de la puerta.

Bufando con furia, me echó a un lado y, con un gesto de desdeñosa prepotencia, penetró en el interior. Le seguí de cerca y, juntos, miramos en derredor, temerosos, con las manos puestas en nuestro cuchillo y nuestra pistola. Gigantescos pilares sostenían una techumbre de tal altura que apenas se podía distinguir. Flotaba muy alta por encima de nosotros como un brumoso y sombrío cielo de medianoche. Entre las filas de titánicas columnas nos topamos con que el silencio reinante era más bien un silencio expectante. Mi sobrecargada imaginación me llevó a creer escuchar un batir de alas gigantescas… y a sentir la malignidad de las sombras que nos rodeaban. Un sentimiento de dimensiones terroríficas se abatió sobre mí… la sensación de una vasta altura elevándose desde insondables profundidades. Me sentí como un insecto que se arrastrara por el suelo del palacio de un gigante. El Mal acechaba a nuestro alrededor, por encima de nosotros y por debajo.

Entonces, mientras avanzábamos, las líneas de columnas se apartaron a ambos lados, dejando un amplio espacio abierto en su parte central. Nuestros pies se hundieron en la gruesa capa de polvo depositada a lo largo de eras incontables. Una ciclópea escalera ascendía más y más, hasta desvanecerse casi en la penumbra de arriba, donde acertamos a atisbar una figura gigantesca, que parecía acecharnos en las sombras. Nos detuvimos, con los corazones latiéndonos desaforados, pero luego nos dimos cuenta de que no podía ser más que otra estatua, aunque no pudimos distinguir nada de su perfil. Comenzamos a ascender por las escaleras y cuando ya habíamos subido lo que nos pareció un largo camino, nos sorprendió comprobar que todavía teníamos por delante un trecho aparentemente interminable.

—Escaleras a las estrellas —musitó el holandés—. A las estrellas del Infierno.

Sí, me sentía como si estuviera trepando hacia las estrellas, mientras me invadía una sensación de vértigo. Aquello era monstruoso… imposible. Por alto que el edificio hubiera parecido desde fuera, aquella sensación de altura, de vastedad era una pesadilla… antinatural. ¿No sería todo una alucinación?

—Esto está muy alto. ¡Muy alto! —susurró el holandés—. Más alto que cualquier montaña. Ojalá no fuera más que un sueño.

Me estremecí. ¿Quién no ha tenido una pesadilla en la que siente la sensación de una altura monstruosa, no terrestre? En mis sueños, he colgado cual monigote desde un monstruoso y ardiente cielo azul, y me he arrastrado como una hormiga por las azoteas de castillos ciclópeos, que se alzaban cual montañas hacia las estrellas. Medio atontado, me pregunté si no estaríamos subiendo las escaleras de la muerte. ¿O habíamos quizás salido de nuestro propio plano de existencia, accediendo a otro universo, a otra dimensión?

Mientras pensaba en ello, llegamos al fin a una plataforma plana, en la que nos detuvimos, mareados, con la sensación de encontrarnos sobre una gran meseta, que estuviera rodeada de la colosal oscuridad del espacio cósmico. Tras lo que nos pareció bastante tiempo, nuestros ojos, acostumbrados ya a la penumbra, distinguieron vagamente la enorme sombra que se alzaba frente a nosotros. Pero no pudimos formarnos una idea correcta acerca de ella… tan solo obtuvimos la impresión de un vasto monstruo antropomórfico que se erguía, extendiendo un enorme brazo o tentáculo en sombras. En cuanto a su tamaño, no sabría detallarlo. No existe un estándar humano por el que poder juzgar algo así. No estaba construido de acuerdo a principios normales o cuerdos. Aparte de esto, no sé qué más decir, salvo que al mirarlo experimenté la misma sensación de inmensidad que en el resto de aquel templo tan terrible.

Ante aquella cosa se alzaba lo que debía de haber sido un altar colosal, y vislumbré sobre su superficie un destello blanco que me picó la curiosidad. Con ayuda del holandés, trepé a lo alto, le ayudé a subir a él y entonces centré mi atención en el objeto que había visto, y que resultó ser un pequeño cilindro blanco de alguna clase. Me agaché y lo recogí, notando que parecía estar adherido al altar… tiré de él, con fuerza… y, simultáneamente, fui vagamente consciente de un vasto y terrible susurro en el aire, por encima de mí. El holandés profirió un alarido y lanzó su enorme corpachón sobre mí. Caímos de cabeza desde el altar mientras el poderoso brazo del ídolo se estampaba contra el preciso lugar donde nos habíamos encontrado apenas un segundo antes. De no ser por los reflejos del holandés, me habría aplastado como un martillo aplastaría a una hormiga. Los ecos de la caída resonaron estruendosamente en aquel vasto vacío, rebotando de columna en columna, como un trueno en las montañas, mientras nosotros nos agachábamos temblorosos junto al altar, apabullados por el tumulto… como dos insectos perdidos en la azotea de la tierra. Descubrí que todavía agarraba en mi mano aquel cilindro, aunque una de sus esquinas había sido destruida por el golpe de aquel brazo descomunal que tan cerca de mí había pasado.

—Me has salvado la vida holandés —dije, medio atontado—. No lo olvidaré.

Se estremeció como si fuera presa de unas violentas nauseas.

—Salgamos de aquí.

Descendimos a la carrera aquellas colosales escaleras, sintiendo como si estuviéramos bajando por la ladera de una montaña. Y cuando vimos la luz grisácea que entraba por la puerta abierta, iluminando aquel bosque primordial de pilares desnudos, un pánico ciego se abatió sobre nosotros y corrimos como hombres que estuvieran saliendo del mismísimo Infierno, mientras los ecos de nuestras apresuradas pisadas se distorsionaban al pasar por entre las columnas, hasta terminar sonando como si una cosa repulsiva y enorme corriera detrás de nosotros, aunque, al mirar hacia atrás, no vi nada. Llegamos hasta la puerta, la atravesamos en una especie de frenesí y, con un miedo irracional, escuchamos como se cerraba tras de nosotros, mientras sus goznes chirriaban con un sonido que nos pareció una risa demoniaca.

No miramos la puerta; no deseábamos ver de nuevo cómo volvía a aparecer aquella imagen espeluznante. Pero cuando miramos al exterior… nos detuvimos, asombrados… pues el sol no se hallaba aún en su cénit cuando entramos en el templo, pero ahora se estaba ocultando, escondiéndose como un disco dorado detrás del azul del océano occidental. ¿Habíamos estado vagando, sin saberlo, durante todo un día por entre aquel laberinto de columnas? Una vez más, un extraño pánico se apoderó de nosotros y escapamos por la ladera de la montaña en dirección al mar, hasta que los árboles y los valles ocultaron de nuestra vista aquel templo misterioso.

Escrito durante la segunda mitad de 1929