El regreso del hechicero

I. El Sello de Mihiragula

Moví mis miembros ateridos en la hedionda oscuridad, maldiciendo el sonido de las cadenas que me aprisionaban. No sabía cuánto tiempo llevaba en aquella mazmorra subterránea; en la monotonía de la oscuridad perpetua, los días y las noches se mezclaban de un modo indistinguible, convirtiéndose en una sola cosa. Incluso cuando me traían mi escaso tazón con sopa aguada y la repugnante comida, tan solo una pequeña rendija se abría en la viscosa pared de piedra, dejando pasar una tenue luz, gris y burlona, mediante la cual no veía más que la mano amarilla y de uñas negras que me traía la comida. De haber podido llegar hasta esa mano con mis mandíbulas, le habría clavado mis dientes hasta que se hundieran en su carne hedionda, y no habría soltado a mi presa mientras aún me quedara un hálito de vida.

¡Atrapado como un cordero! Eso era lo que más me atormentaba… el hecho de que nos habíamos metido de lleno en una trampa, John Ladeau y yo, como un par de pipiolos… nosotros, que habíamos vivido aventuras a lo largo y ancho de todo Oriente, arriesgando el pellejo y jactándonos de conocer en profundidad todas las triquiñuelas de la mente oriental.

Una vez más, repasé la secuencia de acontecimientos que me había llevado a esa situación. Nos encontrábamos en Nanking, donde, en el barrio nativo, escuchamos una historia basada en una serie de rumores, y ante la cual nos habíamos reído… rumores de unas montañas en el Gobi, allí donde se supone que no hay montañas, y de una extraña lamasería negra donde misteriosos monjes guardaban un preciado secreto. ¿De qué podría tratarse dicho secreto salvo un gran tesoro? ¿Sería oro, o raras piedras preciosas? Así razonamos John Ladeau y yo mismo, y habíamos trazado nuestros planes con la implacabilidad de dos aventureros endurecidos que habían dejado atrás tanto los temores como los escrúpulos, tras la puerta que encierra el pasado.

Con una pequeña banda de renegados chinos, nos habíamos adentrado con osadía en el Gobi. Pero los vientos de nuestra ventura no habían sido demasiado propicios y, al amparo de una aterradora tormenta de arena, unos jinetes salvajes, de rostros achatados y monturas peludas, habían asaltado el campamento. Los rufianes de nuestros seguidores habían escapado como un solo hombre; en cuanto a John Ladeau y a mí, logramos abrirnos paso, escapando de la carnicería y, de algún modo, conseguimos darle esquinazo a nuestros perseguidores en medio de aquel infierno de arenas revueltas. Deberíamos haber dado marcha atrás, pero no lo hicimos. Cada centavo que nos quedaba lo habíamos invertido en aquella aventura. Decidimos jugar hasta el final… arriesgando nuestras vidas contra el sueño de una fortuna. Y, con espíritu desafiante de los hombres desesperados, nos adentramos a solas en el desierto.

De las vicisitudes de ese terrorífico viaje, de nuestras batallas con la sed, el hambre, las tormentas de arena y los nómadas vociferantes, no tiene mucho sentido hablar. Pero al fin contemplamos, con el primer destello del blanco amanecer del desierto, unas montañas desoladas alzándose en el horizonte y un sombrío castillo de piedra negra recortándose contra el cielo de la mañana.

Nuestra intención era acudir con osadía a las puertas y pedir cobijo, como si fuéramos unos viajeros perdidos y hambrientos. Una vez dentro, deberíamos trazar nuestros planes de acuerdo con el número y la disposición de sus habitantes. Caso de haber demasiados, habríamos de intentar sorprenderles con la guardia bajada, y doblegarles. Odio la hipocresía. Teníamos la intención de abatirles a tiros a todos ellos si se resistían. Puede que se tratara de un plan alocado, pero no menos del que tuvo Cortés hace ya siglos. Éramos hombres poderosos, duros y veloces como lobos, bien armados, y muy versados en el uso de nuestras armas.

Cabalgamos hasta las puertas y vociferamos. No hubo respuesta. No se percibió el menor signo de vida en todo el edificio. El puente levadizo colgaba descuidadamente abierto. Penetramos con cautela. No vimos a nadie. La lamasería mostraba señales de haber estado ocupada pero, cuando recorrimos el patio y las cámaras, no vimos a nadie. Y nos vimos obligados a llegar a la conclusión de que, por alguna causa inexplicable, el lugar había quedado temporalmente desierto. A continuación, tras abrir una puerta, penetramos en la cámara del tesoro de los lamas… una pequeña celda con filas de cofres reforzados con bronce. Tras abrir uno de aquellos cofres, descubrimos que estaba lleno de joyas y monedas de oro y plata… monedas de Inglaterra, Francia, Alemania, Rusia y China. Monedas que habían sido acuñadas en Roma, durante los días del fin de su Imperio. Monedas con la efigie de Alejandro Magno. Monedas de los hunos blancos, turcas y de la antigua Persia. Y algunas antiguas de la India y Japón.

Y, mientras nuestros ojos relucían y nuestras mentes se volvían locas con aquel derroche de riqueza, la fatalidad se abatió sobre nosotros. El suelo de la cámara del tesoro cedió bajo nuestros pies, zambulléndonos en la celda a oscuras que había debajo. La caída dejó inconsciente a Ladeau, y también yo acabé perdiendo el sentido tras ser atacado por una miríada de asaltantes a los que no llegué a ver y frente a los cuales no pude asestar más que una sola puñalada para defenderme. Ese único golpe llenó mi mente de un feroz orgullo, y fue el único bálsamo ante mi furia y mi vanidad heridas. Al menos me había cobrado mi precio, pues sentí cómo mi puñalada penetraba a través de una piel de cabra y una camisa de piel de camello, hasta acabar con su portador.

Recuperé el sentido rodeado de una oscuridad absoluta, en una celda fétida y viscosa, tirado en el vil suelo, donde yacía con las manos y el cuello encadenados, tan reciamente que apenas podía extender una mano hacia la comida y el agua que me proporcionaban con no demasiada regularidad. No tenía ni idea de dónde estaba mi compañero o si aún vivía, ni tampoco lograba entender por qué me mantenían con vida. Pues sabía bien que, de alguna manera, se habían enterado de que tanto Ladeau como yo pretendíamos robar su tesoro.

Entonces, mientras maldecía entre dientes mi mala suerte, escuché un crujido de cerrojos y goznes oxidados, y una luz grisácea penetró en mi mazmorra. Al levantar la mirada, vi que una especie de ventana se había abierto en la pared y, perfilándose en la luz grisácea de la apertura, apareció la cabeza de una persona que, por instinto, supe que debía ser el lama principal del monasterio. Bajo la sombra de su capucha, su rostro de asceta parecía más sombrío, más alejado de la humanidad, que ningún otro rostro que hubiera visto jamás… excepto uno. Sus rasgos no eran particularmente mongoloides, ni tampoco sus ojos grises no almendrados. Creo que pertenecía a esa extraña tribu sin nombre que habita en la región de Neketoya… y que no es ni tártara ni eslava.

—Has perdido la partida, hombre de occidente —dijo el lama en su propia lengua, una rama del mongoloide—. Has desperdiciado tu vida. ¿Puedes decirme por qué no debería arrebatártela?

—Déjame suelto un par de minutos y te enseñaré un par de razones bastante buenas —ladré—. ¿Qué has hecho con Ladeau… mi compañero?

—Se ha dispuesto de él del mismo modo que contigo —respondió el lama—. Y debemos ser compasivos. Si lo deseas, los dos podréis iros de aquí, libres.

—¡Que si lo deseo! —repliqué con sarcasmo—. ¿Y por qué habría de ser de otra forma?

—Dependerá de ti —prosiguió con voz átona—. Eso dependerá de ciertas condiciones… si accedes a ellas, ambos podréis marcharos, ilesos, de la lamasería negra.

—¿Cuáles son dichas condiciones? —pregunté.

—Debes realizar para nosotros cierta hazaña.

—Lo haré —repuse—. Sácanos de aquí y danos algo de comida decente, y haré lo que quieras, si entra en los límites de lo posible para un ser humano.

—Nada pedimos que esté más allá del poder de un ser humano —replicó el Lama Negro.

Escuché un tintineo de cadenas y cerrojos mientras la ventana se cerraba; a continuación, un enorme tibetano penetró en mi celda y se puso a trabajar con mis cadenas. Me quitó las del cuello y los tobillos, y remplazó las de las muñecas por una especie de esposas ligeras, de las cuales colgaba una especie de cadena fina. Sujetó el extremo de esta con su mano izquierda mientras, con la derecha, empuñaba una amenazadora pistola Luger con el seguro quitado. Me gruñó, haciéndome un gesto para que le siguiera y salimos de la celda hasta un túnel oscuro y estrecho, por el que fuimos a parar a una escalera de caracol. Tras la escalera, llegamos a un nuevo corredor, más ancho e iluminado que el de abajo, y que nos condujo a una segunda escalera. Tras ascender por ella y atravesar una amplia puerta arqueada, penetré en una cámara muy espaciosa. Me quedé perplejo. Las habitaciones y corredores que habíamos explorado antes de nuestra captura estaban dispuestas con la desnuda simplicidad espartana de un monasterio. Pero aquella cámara no parecía tanto la celda de un monje asceta como los aposentos de alguna corte india, exótica y voluptuosa. El suelo era de teca pulida, el techo una cúpula de lapislázuli, las paredes estaban ocultas detrás de costosos tapices, tras los cuales —tuve esa sensación—, acechaba algo.

Divanes con brocado de plata y cojines de seda cubrían el suelo en descuidada profusión y, sentado con las piernas cruzadas sobre un taburete de pelo de camello —una imagen incongruente de sobriedad en medio de tanto lujo— descubrí al Lama Negro.

Me senté frente a él, en un cojín, con el gran tibetano alerta junto a mí, sosteniendo aún la cadena que inmovilizaba mis muñecas y sin apartar el cañón de su pistola de la parte trasera de mi cabeza. Evidentemente, el Lama negro era un personaje de mucha importancia, y no pensaban correr el menor riesgo ante una posible acción de venganza por mi parte.

—Conocimos vuestros planes de latrocinio —dijo el Lama de repente—. En Oriente, las paredes tienen orejas y lenguas, y mis espías me mandaron mensajes acerca de vosotros desde mucho antes de que cruzarais la Gran Muralla. Vuestros esfuerzos por mantenerlo todo en secreto nos resultaron muy divertidos. La Lamasería Negra es el corazón de Mongolia y aquí lo sabemos todo, pues, al igual que una araña, extendemos nuestros tentáculos por todas las tierras de Oriente.

»Escapasteis a los hijos del desierto, pero nosotros estábamos sobre aviso. Dejamos abierta la cámara del tesoro para atraparos. Nosotros estábamos escondidos en pasadizos secretos y habitaciones ocultas. ¿Tienes alguna petición especial de clemencia?

—¡Cierra el pico! —espeté con un rictus de furia en los labios—. Hemos perdido la partida y no vamos a suplicar. Vinimos aquí para saquearos, pero fuisteis demasiado listos… eso es todo. No me lances un sermón… porque a tu manera, tú estás tan podrido como nosotros. De algún modo, me necesitas, porque si no me habrías degollado hace ya tiempo. Escúpelo.

—Exacto —asintió, como si estuviera meditando—. Tenemos necesidad de ti. Te enviaremos a Inglaterra, a cierta misión. Una vez la lleves a cabo, tú y tu amigo seréis libres.

Aquella proposición inesperada me pilló en cierto modo con la guardia baja.

—¿Cómo puedo confiar en ti, o tú en mí?

—Nosotros mantenemos nuestra palabra —respondió—. No te queda otra elección que confiar en nosotros… y nosotros confiaremos en ti, porque nos quedaremos con tu amigo como rehén hasta tu regreso.

—¿Qué misión es esa? —quise saber, cada vez más curioso.

—Se trata de recuperar algo sagrado que nos fue robado hace mucho tiempo —respondió el Lama—. Mira —sacó de su túnica un fragmento de pergamino sobre el cual había un curioso garabato. Su diseño parecía ser una especie de palo con unos siete brotes, y medía alrededor de cinco pulgadas.

»Es la rama que fue quebrada por el Amo del Árbol de los Sueños, hace mucho tiempo —zumbó el Lama Negro—. Nos fue robada por infieles. Habrás de comprar tu vida con su devolución. La reconocerás en cuanto la veas, pues no existe otra reliquia en el mundo como ella. Quedó transfigurada cuando fue tomada del Árbol de los Sueños, de forma que, ahora, su tallo es de jade negro y sus brotes de joyas carmesíes.

»Se encuentra en posesión del profesor James Dornley, que vive en una aldea llamada Drackly, en Yorkshire, Inglaterra.

—Aguarda un minuto —le interrumpí—. Si tu sistema de espías es tan perfecto, ¿por qué no se lo ha robado uno de tus propios hombres?

—Existen dificultades, las cuales aún no conoces —repuso el Lama—, Dornley es excéntrico y desconfiado. Teme nuestra venganza y su avaricia hacia el emblema sagrado es muy grande. No permite que nadie entre en su residencia, pero Abner Brill tendrá éxito allí donde otros han fracasado.

Ni siquiera me atreví a preguntarle cómo era que sabía mi nombre. Había oído lo suficiente como para convencerme de que me había tropezado con algo mucho más grande de lo que había sospechado en un primer momento. Yo sabía ya que los lamas constituían una vasta y misteriosa sociedad secreta, pero jamás habría imaginado que pudieran controlar una telaraña tan tremenda de información secreta.

—Toma el pergamino —dijo el Lama—, pero ten cuidado de no enseñárselo a nadie que yo no te haya dicho. ¿Estás de acuerdo?

—Espera —gruñí—. ¿Cómo sé que John Ladeau sigue con vida?

Se puso en pie y, caminando hacia un lado de la pared, me hizo una seña. Me puse en pie y caminé, con mi guardia pisándome los talones, y sin dejar de apuntarme con la pistola. El Lama levantó un tapiz y, tras echar hacia atrás un estrecho panel, dejó a la vista el interior de la habitación contigua. Se trataba de una cámara amplia, aireada y bien amueblada, en la cual, sentado en un confortable diván, Ladeau fumaba un cigarrillo y leía lo que parecía ser una novela. No se percató de la apertura del panel, y el Lama se apresuró a cerrarlo de nuevo y a bajar la colgadura.

—¿Estás satisfecho?

—¿Puedo verle durante un par de minutos y explicarle que no le estoy abandonando? —pedí—. O aún mejor, ¿por qué no le mandan a él y me dejan a mí como rehén?

El Lama negó con la cabeza.

—Tú eres la mejor elección para esta tarea. Requiere a un hombre de mayor educación que la que posee tu amigo. Ya se le ha explicado todo y está bastante contento. Pero no podéis hablar. Sois astutos y podríais intentar engañarnos. Te concedemos un año para conseguirnos la Rama. Durante ese tiempo, Ladeau será bien tratado y no se le confinará con demasiada severidad. Vuelve en menos de un año con la Rama y ambos seréis libres. Fracasa, y morirá. ¡No debes fallar!

Asentí lentamente, comprendiéndole.

—No subestimes la dificultad de tu tarea —me previno el Lama—. De tratarse de algo fácil, no habríamos recurrido a ti. La Rama está bien escondida y estrechamente custodiada. Tu vida estará en un peligro constante, por culpa de aquellos que la guardan. Ya casi es media noche. Partirás antes del amanecer…

—Pero no tengo dinero —le interrumpí—. Y los mongoles me rebanarán el pescuezo antes incluso de llegar a la Gran Muralla.

—Se te dará dinero. Cabalgará alguien contigo para protegerte de los hijos del desierto. Tu viaje a Inglaterra debería marchar sin problemas. Irás directamente a Suchau y te pondrás en contacto con el mandarín Yo-tai Lao, que dispondrá para ti un viaje oceánico y te dará las instrucciones finales.

»Una vez en Inglaterra, deberás ganarte la confianza del profesor Dornley. Te proporcionaré la llave de su amistad —y, abriendo un pequeño cofre, extrajo de él un curioso anillo con un sello de extraña manufactura. Era de oro macizo, y el símbolo estaba tallado en una pieza de jade.

»He aquí el objeto por el que James Dornley malgastó su juventud —dijo el Lama Negro en tono sombrío—. Dedicó treinta años a buscar esto por todos los laberintos de Oriente… ¡Es el Sello de Mihiragula!

Proferí una exclamación de sorpresa.

—Sí… el sello y anillo del emperador loco, cuyos hunos blancos descendieron desde las planicies de Oxus para asolar la India con fuego y sangre. Fue una obsesión del profesor inglés, que durante su juventud escuchó rumores acerca de su existencia. Peinó toda India… pero cuando los turcos aniquilaron a la nación de hunos blancos de Oxus, el sello fue a parar a manos de un enloquecido cacique musulmán y, por diferentes vías acabó viniendo a parar a la Lamasería Negra. Ve ahora. Bugra te conducirá a una cámara donde serás alimentado y podrás dormir unas pocas horas antes de tu partida.

Mientras seguía al enorme tibetano fuera de aquella estancia, miré hacia atrás y casi podría haber jurado que las colgaduras de detrás del Lama Negro se movían, como si hubiera alguien escondido detrás de ellas. Y, aunque no supe el motivo, me estremecí. De algún modo, aquella ligera ondulación casi sugería más la presencia de una serpiente enorme, en lugar de la de un hombre.

Bugra me llevó a una estancia un tanto espartana pero limpia donde me quitó las esposas y ladró una orden. Un mongol, ataviado con la túnica de piel de camello de los lamas de rango inferior me trajo un montón de comida y un poco del vino nativo… kumis… y, tras comer como si me fuera la vida en ello, me tumbé sobre un banco cubierto de piel y me dormí.

Fui despertado por Bugra en la oscuridad que precede al amanecer. Iba vestido como para realizar un largo viaje y supuse que habría de ser él quien me acompañara hasta la Gran Muralla. Me entregó una pesada chaqueta de piel de cabra, para combatir el frío de la noche del desierto y le seguí, bostezando, por el patio exterior hasta salir por completo de la lamasería. La gran mole negra se alzaba oscura y malvada, como el castillo de un ogro, contra las tenues estrellas que parpadeaban vagamente en la densa oscuridad. Un viento cortante soplaba sobre las arenas del desierto, afilado como un cuchillo. Distinguí las vagas figuras de dos camellos de monta… un transporte bastante inusual para aquella parte del mundo. El Lama Negro se encontraba junto a ellos y, a su lado, distinguí una figura vaga y sombría. No acerté a discernir de qué clase de individuo se trataba, pero me dio la impresión de ser muy alto y delgado y, cuando forcé la vista, me percaté de que la figura estaba enmascarada.

Bugra y yo subimos a nuestras monturas, golpeándolas junto a la quijada con sendos palos que nos habían proporcionado. Entonces, el Lama Negro se acercó a mí y levantó la mano.

—¡No fracases! —eso fue todo lo que dijo. Entonces, gruñendo y bufando, nuestros camellos partieron a la carrera y las sombrías figuras que observaban junto a la puerta de la lamasería negra se fundieron en las sombras.

2. Conclusión

Avanzamos a buen ritmo por el desierto del Gobi, aquel desdeñoso y callado tibetano y yo. Nos detuvimos solo a dormir unas pocas horas de vez en cuando, y para comer y beber ese brebaje indescriptible al que llaman té en esa parte del mundo. No fuimos molestados por los nómadas… evidentemente, las noticias sobre nuestro viaje nos habían precedido. De forma ocasional, encontramos algunos de sus rebaños y vislumbramos sus yurtas en la distancia, pero ninguno de ellos se aventuró a acercarse a nosotros. Aparentemente, la palabra del Lama Negro era ley.

No creo que Bugra llegara a hablarme ni media docena de palabras en todo aquel tiempo que pasamos montando en camello desde aquel amanecer a las puertas de la lamasería negra hasta el momento en que señaló en silencio a la larga y ondulante línea en el horizonte que marcaba la Gran Muralla. A continuación, dio la vuelta a su montura y regresó al desierto.

Cuando casi estaba a punto de llegar a la Muralla, volví a echarle un vistazo a la bolsa de cuero que me había entregado el Lama Negro. Estaba llena hasta arriba de monedas, todas ellas de oro, y la gran mayoría de acuñación inglesa o francesa. Pero entre ellas encontré una que no fui capaz de clasificar. La cabeza estampada en el metal poseía rasgos fuertemente semíticos, pero no pude descifrar los caracteres que le acompañaban. Evidentemente, los señores de la Lamasería Negra habían sumergido sus manos profundamente en las arcas de todas las naciones y no pude menos que maravillarme ante la enorme cantidad de riqueza que debía de yacer, aparentemente sin uso, en aquella cámara del tesoro.

Mi viaje hasta Suchau transcurrió sin incidentes y no tuve problemas en ponerme en contacto con el mandarín Yotai Lao… un rey mercader muy prominente y poderoso, y también alguien de quien no habría sospechado jamás que tuviera la más mínima conexión con los misteriosos lamas de Mongolia.