
PARTE I
Capítulo 1
No es asunto de nadie bajo qué circunstancias llegué a bordo del Vagabundo, que navegaba desde Tahití hasta la Mazmorra de Davy Jones, con el mismísimo Diablo como tripulación. Todos nosotros éramos del tipo más bajo y descuidado, unos auténticos desechos en la playa. Hombres que habían perdido la esperanza y, con ella, también el miedo… despojos de los Mares del Sur, basura de las playas; navegábamos en una loca aventura, condenada de antemano desde antes de que el podrido casco de nuestro barco zarpara de puerto. No llevábamos cargamento alguno salvo sueños muertos y torturantes recuerdos; andábamos cortos de provisiones pero los barriles de fiero ron abundaban en la sentina. Y jugábamos a los dados y nos maldecíamos entre nosotros, pues nos odiábamos, tanto como odiábamos el mundo. Los cuchillos salieron a relucir antes de que Tahití hubiera desaparecido en el horizonte y antes de que nuestra enloquecida embarcación alcanzara un final mucho más cataclísmico que el que pueda haber sufrido cualquier velero que haya navegado jamás.
Íbamos en busca de esa aguja en el pajar de los Mares del Sur que es el depósito de perlas de Lao Tao. Borrachos, perdidos, disolutos, manejando la bomba de achique hasta que nuestras manos encallecidas se convirtieron en masas de carne, surcamos mares sin nombre, muy alejados de las cartas de navegación. Los últimos días navegábamos de forma errática, sin avistar jamás otra vela o tierra firme. Entonces el huracán nos golpeó y, en un remolino ciego y enloquecedor de rugiente furia, escuchamos unos acantilados tronando en la oscuridad. Íbamos a encallar. El animal que se proclamaba a sí mismo capitán se encontraba borracho hasta morir.
Todos los demás, abrieron los restantes barriles de ron y, en medio de la juerga, la perdición se abatió sobre nosotros. Mis recuerdos de aquel cataclismo son muy vagos. Yo no estaba borracho pero, en medio de aquel torbellino de locura, mi mente embotada se negaba a funcionar. Recuerdo cuando el estruendo del arrecife se alzó por encima del rugido de los vientos y las olas inmensas. Recuerdo cuando nuestro bajel chocó con un estrépito que destrozó su quilla como si fuera de cristal, destrozando su maderamen en una miríada de tablillas; el resto lo recuerdo como fruto de un delirio. Sé que salí despedido y fui vapuleado por unas olas gigantescas; sé que los afilados colmillos de aquellos arrecifes negros arañaron y desgarraron mi carne; que sufrí las agonías de un centenar de muertes y que, finalmente, el sufrimiento, la resistencia y la locura, se disolvieron en el olvido.
Desperté a la vida, boquiabierto de asombro al descubrir que aún vivía. Amanecía. La tormenta se había alejado. Me encontraba yaciendo en parte en un breve charco de agua y, en parte, sobre la suave superficie de una playa de arena blanca. Aquella playa se extendía como una franja muy estrecha entre el borde del agua y un altísimo acantilado vertical. Al mirar al mar, divisé una amplia franja de aguas en calma, más allá de las cuales se alzaban, afilados y terribles, los arrecifes en los que el Vagabundo se había desgarrado el corazón. Del barco no quedaba ni rastro. La playa estaba llena de tablones, y fragmentos de madera destrozada. En la furia de la tormenta, yo me había aferrado a uno de ellos. Ningún cadáver había llegado a la orilla… ¡Un momento! A poca distancia de mí, divisé una figura blanca que yacía tal como yo lo había hecho, con los miembros lacios sobre una película de agua que ni siquiera los cubría.
Mientras corría hacia aquella figura, vi que se trataba del gigantesco holandés que había sido uno de los pocos marineros realmente competentes a bordo del Vagabundo. Yacía como si estuviera muerto, con su corto cabello rubio apelmazado por el salitre y su piel pálida arañada y desgarrada en una docena de puntos. Pero discerní en él signos de vida, y comencé a reanimarle. Bajo mis manos, poco a poco, acabó volviendo en sí y miró en derredor, asombrado.
—¿Estoy vivo? —dijo—. ¡Verdamnt! ¿Y tú también? ¿Dónde está el resto de la tripulación, yanqui?
—Trasegando su bebida en el Infierno —gruñí—. Vamos… si te ves capaz de caminar, vamos a ver si podemos encontrar la manera de subir por esos acantilados.
Con un bufido, logró ponerse en pie, aunque las piernas le temblaron un ápice.
—Siempre soy capaz de andar —masculló—. ¡Vamos! Pero ¿dónde estamos?
—¿Cómo voy a saberlo? —repliqué—. En alguna isla poco conocida, supongo. Espero que no nos encontremos con alguna de esas tribus caníbales.
—No es que estemos en forma para enfrentarnos a ellos —musitó.
Hice acopio de nuestras posesiones. Tampoco tardé demasiado. Las pocas ropas que habíamos vestido habían quedado destrozadas por los estragos de la tormenta. Cada uno vestíamos un par de pantalones empapados de agua de mar, aunque tan reducidos a jirones que casi parecían un par de taparrabos. Mi largo cuchillo de marino seguía aún en su funda y el holandés tenía una pistola, que llevaba siempre en una pistolera con una funda cerrada.
—¿Cuántos cartuchos tienes? —pregunté.
—Seis en el tambor —dijo, mientras rebuscaba en sus bolsillos—. Eso es todo. Espera… aquí está. Tengo una caja de cerillas envuelta en hule impermeable.
—Bien está —repuse—. Vamos a tener necesidad de ellas. Supongo que los cartuchos estarán demasiado mojados como para sernos de alguna utilidad.
—No. También es munición a prueba de agua —respondió—. Pero mejor voy a sacarlos y los secaré. Y también el revólver. El agua salada no es nada buena.
Y eso hizo. Después de lo cual, vagamos por debajo de los acantilados, buscando alguna manera de subir. Cuando el sol comenzó a ocultarse, y apenas se podía ver, seguíamos sin encontrar ninguna garganta o camino para ascender. Por lo que podíamos ver, se alzaban en ambas direcciones, curvándose al llegar arriba. Alcanzaban casi los cincuenta metros de altura, y eran de roca sólida, casi tan suave como el cristal. Ni tan siquiera una araña podría haber escalado por ellos. Aunque se alzaban en vertical, se curvaban hacia afuera en la cima, presentando una superficie casi cóncava, haciendo que resultara imposible encaramarse a ellos.
Entonces, de repente, el holandés señaló la base del acantilado y vi allí lo que parecía ser una apertura natural. Se trataba de un agujero casi redondo de poco más de dos metros de diámetro. En esa zona, la playa se estrechaba hasta el punto que el agua llegaba casi a la boca de la caverna; con la marea alta, debía de quedar oculta toda ella, o al menos en parte.
El holandés se aproximó con cautela, asomándose a la oscuridad sin previo aviso, y encendió una de sus cerillas. Un gruñido de asombro escapó de él, y yo le imité con una exclamación de sorpresa. La caverna conducía hacia arriba, como un túnel en cuesta, y un tramo de escalones, tallados en la roca viva, ascendía hasta perderse en la oscuridad. La cerilla se apagó y el holandés y yo retrocedimos un paso y nos miramos con expectación.
—¡Eso sube! —exclamó, con un tono de evidente excitación—. ¡Te apuesto un dólar a que nos lleva a la isla que hay en lo alto! —llevado por los nervios, destrozaba el inglés de un modo horrible, pero me las arreglé para hacerme una idea de lo que decía.
—Es muy probable —repuse—. Pero ¿qué significa? ¿Quién lo construyó? ¿Cómo sabemos que no vamos a meternos de lleno en un antro de salvajes si subimos por ahí?
Sacudió la cabeza.
—Hace mucho tiempo que ningún hombre sube por esos escalones. ¿No has visto en ellos el limo del mar, y cómo han ido creciendo las algas en los tramos inferiores? Apuesto a que, quien fuera que los talló, se marchó hace ya mucho tiempo. En muchas islas de los Mares del Sur he visto cosas construidas por gente que fue olvidada hace ya mucho. ¡Vamos!
Ya he mencionado que éramos hombres que habían perdido tanto la esperanza como el miedo. Subimos por aquellos escalones oscuros y resbaladizos, sin saber muy bien —ni tampoco importarnos—, qué íbamos a encontrar más allá. De manera que subimos y seguimos subiendo, avanzando a tientas en la oscuridad y llenándonos de arañazos, pues no estábamos dispuestos a gastar más cerillas. Ascendimos cierta distancia, pisando la viscosa fetidez de los niveles inferiores hasta que llegamos a una superficie plana que parecía ser el suelo de otra caverna, o una continuación del camino en línea recta.
Le dije al holandés que encendiera otra cerilla, no fuera a ser que nos perdiéramos en un laberinto de cavernas o cayéramos a alguna sima. La tenue luz mostró que nos encontrábamos en un amplio túnel que, indudablemente, había sido tallado por manos humanas en la roca sólida de los acantilados; observamos las paredes rectas y suaves, y el techo arqueado con el asombro que provocan los misterios del pasado. Y muy antiguo nos pareció aquel túnel, pues sus paredes estaban ennegrecidas como por milenios de antorchas, y el suelo estaba alisado como si hubiera sido hollado por innumerables pies durante muchos siglos. Seguimos avanzando, rodeados de silencio y oscuridad hasta que, poco después, el corredor volvió a estrecharse y nos topamos con un nuevo tramo de escaleras. Resultó ser más corto que el anterior y nos condujo a un nuevo túnel, más ancho, a partir del cual —según nos mostró la luz de otra cerilla— partían muchos otros corredores a ambos lados, conformando un auténtico laberinto. Seguimos el túnel principal y, durante un tiempo, caminamos a oscuras.
Fue en ese momento cuando comenzó a hacerse notar un olor curioso y desagradable. Al principio era tan vago e ilusorio que apenas resultaba perceptible y el holandés se rio cuando le hablé de él, atribuyéndolo a lo mustio de aquellas cavernas, probablemente plagadas de materia vegetal en descomposición. Pero según avanzábamos, el olor se fue haciendo más evidente.
El pasadizo empezó entonces a curvarse y a girar de un modo serpenteante, en lugar de discurrir recto. Mientras tanteábamos por las curvas paredes, dimos con entradas a otros corredores divergentes y nos resultó complicado seguir el túnel principal. Comencé a temer que pudiéramos quedar separados en la oscuridad y le dije al holandés que me cogiera la mano. Después, cada uno de nosotros avanzó a tientas con la otra mano, con lo que pudimos avanzar más deprisa, siguiendo las vueltas del corredor y sin meternos en las otras entradas.
Entonces, el olor que antes notara se tornó mucho más pronunciado. Era algo apabullante… repulsivo. Parecía preñado de una extraña amenaza, como cuando un hombre olfatea a un repugnante monstruo reptilesco que le ha preparado una emboscada. Comencé a estremecerme y a mirar hacia atrás. De repente, la oscuridad se había convertido en una cosa maligna y tangible, dispuesta a saltar sobre nuestras espaldas.
El holandés parecía estólidamente indiferente ante cualquier posible amenaza siniestra y me encontraba a punto de repetirle en voz alta mis temores cuando un sonido ligero y sigiloso llegó a mis oídos, aparentemente desde atrás. Escuché, y el vello de mi nuca se erizó. El sonido era tan suave, tan tenue, que casi parecía un truco de la imaginación, pero el pánico hizo presa en mí y me vi obligado a luchar contra él. Perdí mi interés en aquellos corredores antiguos que ahora parecían imbuidos con una maldad al acecho; todo cuanto quería era volver a salir a la luz del día.
Entonces, de repente, volví a escuchar el mismo sonido, aunque de forma más nítida. Me detuve, haciendo que el impaciente holandés guardara silencio, y escuché, forzando al máximo mis oídos. No quedé decepcionado pues, una vez más, y más alto, escuché aquel sonido maligno y cauteloso, como si algo intentara alcanzarnos en silencio. Y, de un modo horrible e inexplicable, no sonaba como algo que caminara. El horror sopló sobre mí como un viento frío, pues el miedo a lo desconocido puede inducir al pánico incluso al más desalmado de los lobos marinos. ¿Sería acaso un murciélago, tal como sugería el holandés o se trataba de algún tipo de monstruo misterioso que nos seguía, aguardando su oportunidad para caer sobre nosotros?
Avanzar con el peligro a la espalda resulta más aterrador que hacerlo frente a él. Desenfundando mi largo cuchillo, retrocedí con sigilo por el camino por el que habíamos venido. Pero no había avanzado ni media docena de pasos cuando fui presa de un horror tan inexplicable que me detuvo en seco y, maldiciéndome a mí mismo por cobarde, volví de nuevo junto al holandés, notando el vello de la nuca erizado y una mano gélida en mi columna vertebral. Sabía —igual que sabía que estaba vivo—, que allí, en la oscuridad, acechaba algo espeluznante —ya fuera natural o antinatural—, y que esperaba que yo me metiera de lleno en sus fauces.
—¿Qué sucede? —se quejó el holandés con petulancia—. ¿A qué viene todo ese ir y venir…? ¡Verdamnt! ¡Ahora lo huelo, yanqui! ¿Qué es eso, en nombre de…?
—¡Silencio! —susurré—. Sígueme… ¡con cuidado pero deprisa!
Mientras avanzábamos con sigilo por el corredor, escuchamos de nuevo aquel sonido tan suave como repelente. La cosa se había detenido cuando nos giramos hacia ella, pero ahora volvía a seguirnos… y estaba cada vez más cerca. El holandés quería encender una cerilla, pero le dije que se esperara. Tanteando en la pared, mi mano encontró lo que andaba buscando… la entrada a un corredor perpendicular al nuestro. Arrastrando conmigo al holandés, me deslicé por la apertura y nos pegamos a la pared, aguardando mientras conteníamos la respiración. Era aquella una opción desesperada, pero no tanto como seguir avanzando por aquel pasadizo hasta que la perdición se abatiera sobre nosotros desde atrás.
El hedor se hizo más intenso, invadiendo la atmósfera. Entonces lo escuché. Los dedos del holandés se clavaron cual garfios en mi brazo. Sentí nauseas. El sonido no se parecía a nada que hubiera escuchado antes… a nada sano o normal. Pero, indudablemente, era algo que se movía por la oscuridad, deslizándose. Imagine el lector varias docenas de serpientes gigantes reptando sobre un suelo rocoso, arrastrando y empujando una enorme masa viscosa, una mole inestable… cuya descripción elude la imaginación. Resulta impensable. Pero, aún así, eso describe a la perfección aquel ruido obsceno, espeluznante y viscoso que la cosa hacía al avanzar. Se arrastraba o deslizaba por el corredor. Por un momento sentimos su nauseabunda presencia en frente de la entrada tras la cual nos refugiábamos. De haber extendido una mano, habría podido tocarlo en la oscuridad. Permanecimos paralizados, con la sangre helada por el terror. No podíamos ver en aquella absoluta negrura pero tuvimos la impresión de un tamaño gigantesco y de una amenaza antinatural. El fétido hedor estuvo a punto de hacernos desmayar, mientras la cosa se deslizaba, chapoteando, más allá de la entrada y el sonido de su avance se iba alejando por el corredor a oscuras. Evidentemente había estado siguiéndonos por el sonido de nuestras pisadas y no por la vista o el olfato pues, en el segundo caso, se habría dado la vuelta para perseguirnos al interior de aquel pasadizo lateral.
Con nuestros cuerpos bañados en sudor frío, nos apresuramos a adentrarnos en aquel pasadizo estrecho y serpenteante, obsesionados con el temor a que alguna revuelta de dicho pasaje nos devolviera de bruces y sin saberlo al pasadizo principal, directos a las fauces de ese monstruo desconocido. Hacía ya tiempo que habíamos perdido todo sentido de la orientación y vagábamos a ciegas, sin atrevernos a encender una cerilla por temor a atraer al monstruo. Ahora sabía cómo debía de sentirse un ratón cuando estaba siendo cazado por una enorme serpiente.
Entonces, de repente, una luz grisácea apareció frente a nosotros y, incrementando nuestro paso, avanzamos incansables por el estrecho túnel hasta ir a parar a una amplia caverna circular. Nos detuvimos, asombrados. El lugar era inmenso. Las paredes se alejaban en la penumbra y apenas podíamos percibir la bóveda superior o techo. Flotaba sobre nosotros como una nube grisácea. Y todo aquello, al igual que los túneles, era obra del hombre. La superficie de las paredes era suave y estaba decorada con frescos borrados por el paso del tiempo, que, bajo aquella luz tan tenue, apenas pudimos distinguir. También la superficie del suelo era suave pero, al igual que en los túneles, parecía cubierta de limo, como si una enorme criatura, húmeda y viscosa se hubiera arrastrado por él. La apertura por la que habíamos penetrado era arqueada y vislumbramos otras más allá, espaciadas y a intervalos regulares. No pudimos determinar la fuente de la luz, pero pensamos que se filtraba de algún modo desde el techo. De ser así, eso significaba que aquella cámara estaba cerca de la superficie.
Avanzamos hasta el centro de la caverna y, de repente, el holandés gritó y agarró mi brazo, mientras levantaba su revólver. Miramos hacia arriba, forzando la mirada en aquella penumbra. Una figura gigantesca acechaba pegada a la pared opuesta. Esperamos en tensión, con los nervios desechos, pero no se movió. Parecía algo inanimado. El holandés se echó a reír, aunque la suya fue una risa histérica e inarticulada de puro alivio.
—¡Es su dios de piedra! No es más que una estatua, yanqui… ¡un ídolo!
Se acercó a la estatua, ahora con más decisión. Se trataba en verdad de una escultura gigantesca; se alzaba muy alta por encima de nuestras cabezas, desdeñosa, sombría… una imagen que se remontaba al amanecer de la creación cuando los hombres soñaban de forma monstruosa, dando forma a dioses monstruosos. Las piernas estaban arqueadas y dobladas; una mano enorme estaba extendida en parte, agarrando una especie de símbolo, cuya naturaleza no pudimos determinar; la otra mano estaba bajada, extendida en ángulo recto desde su gran torso, con los dedos medio extendidos, como si estuviera a punto de aferrar algo. El rostro era un estudio del arte bestial, con unos labios fláccidos y retraídos que dejaban entrever unos enormes colmillos torcidos, un hocico achatado, una frente baja e inclinada, unas orejas muy juntas entre sí y una cabeza curiosamente malformada. El conjunto daba una impresión de deformidad y anormalidad debidas a un diseño deliberado, y no a un arte de calidad inferior. La imagen era una obra maestra de la perversidad.
Permanecimos observándola, asqueados pero también fascinados, y el holandés dijo:
—¡Mira, el altar de los sacrificios!
Ante el ídolo había una amplia losa rectangular de basalto negro, suave y pulida como por largos siglos de uso. Abajo, en la parte plana, discurría un estrecho canal, más manchado y oscuro que el resto del altar. Me pregunté cuántas víctimas vociferantes se habían agitado en vano sobre aquella losa maldita mientras su sangre fluía hacia el canal para apaciguar al monstruo de la caverna que se cernía frente al altar. Pero ahora, al igual que el ídolo, aquella piedra sacrificial estaba cubierta de polvo, como si llevara miles de años sin ser usada.
—Debemos estar cerca de la superficie —musité mientras forzaba la vista mirando la penumbrosa techumbre—. Debe de haber una escalera que conduce arriba y que parte de esta caverna. Vamos a buscarla.
Le dimos la espalda al ídolo y avanzamos hacia la pared opuesta. Al acercarnos, comenzamos a seguir su curva, escrutándola con atención en busca de escaleras que llevaran arriba, y evitando de manera instintiva las misteriosas y negras aberturas con las que los diferentes corredores convergían en la gran cámara.
El holandés iba frente a mí; alzando la mirada, observé que, descuidado, pasaba sin fijarse frente a una de aquellas aberturas a oscuras. Algún instinto en mi interior me urgió a gritarle una advertencia… y, mientras lo hacía, algo ofidio y viscoso emergió de la oscuridad enroscándose en torno al cuerpo del holandés. Su alarido de pavor quedó medio apagado mientras era arrastrado hacia el umbral como si fuera un niño… al igual que una araña arrastraría a una mosca hasta su guarida. Salté hacia delante, mientras mi terror frenético ahogaba una exclamación en mi garganta. El holandés se agarró con ambas manos al umbral y forcejeó desesperado, resistiendo con todo su poder a la fuerza que tiraba de él hacia la oscuridad.
Al saltar junto a él, vislumbré, vislumbré una gran masa gris similar al tentáculo de un pulpo gigante enrollado en torno a él. Y, en la oscuridad del corredor, atisbé una vaga masa elefantina y olí de nuevo aquel hedor vil y apabullante. Apuñalé salvajemente aquel tentáculo que amenazaba con arrebatar al holandés de su precaria sujeción y, con un siseo lacerante, otros tentáculos emergieron de la oscuridad atrapándome en su abrazo. Arañaron la piel de mis brazos y piernas. Mis huesos crujieron con agonía bajo aquella presión. Fui vapuleado de un lado a otro como una rata en las fauces de una pitón. Mi cuchillo se hundió profundamente, seccionando casi el férreo tentáculo que me apresaba, y la herida dejó escapar una suerte de limo viscoso. Pero la fuerza con que me apretaba no se relajó, y los desorbitados ojos del holandés brillaron de terror crudo mientras el monstruo amenazaba con arrancarle de su asidero y arrastrarle a la oscuridad… y a la perdición.
Entonces, con un bramido agónico y desesperado, el holandés se liberó de su presa con una mano y, casi con el mismo movimiento, sacó su pistola y disparó a ciegas a la oscuridad. Ante el destello y la detonación, noté que el tentáculo se apartaba de mí y fui arrojado con violencia al suelo de la caverna. Mientras me levantaba, mareado, escuché el nauseabundo sonido chapoteante de la retirada del monstruo.
El holandés me agarró y empujó con violencia hacia el centro de la caverna. Su rostro estaba azulado bajo la luz grisácea. Corrimos a trompicones y noté que jadeaba profundamente para recobrar el aliento.
—¡Deprisa! ¡Deprisa! —farfulló— ¡Trepemos al ídolo… a la parte superior del ídolo, antes de que vuelva!
Llegamos ante la imagen y, guardando nuestras armas bajo los cinturones, comenzamos a trepar. No resultó tan difícil como podía pensarse; con el terror como incentivo, no tardamos en subir a lo alto de aquel grotesco dios de piedra. Colocándonos frente a frente sobre sus respectivos hombros y aferrándonos a la grotesca cabeza para sujetarnos, hicimos una breve pausa para recobrar el aliento.
—¿Qué… qué era eso? —susurró.
Exhaló un profundo suspiro y boqueó un instante.
—¡No lo sé! Un poco más y me habría llevado a… ¡Verdamnt! ¡Casi me parte en dos! Era grande… ¡muy grande! ¡Eso es todo lo que sé!
—¿Era un pulpo? —aventuré.
—¡No lo sé! —repitió—. ¡Si lo era, jamás ha habido un pulpo así en toda la historia del mundo! ¡Debía de ser más grande que un elefante! ¡Debemos irnos! ¡Volverá! ¡Nos arrebatará de esta estatua! Mi bala no llegó a herirlo… solo le asustó por el destello y el estampido.
—¡Escucha! —guardamos silencio. Procedente de un corredor exterior, escuchamos de nuevo aquel chapoteo terrible.
—¡Está volviendo! —susurré frenético. El holandés lanzó una mirada desesperada en derredor. Al encontrarnos sobre los hombros del ídolo, nos hallábamos cerca del alto techo arqueado y, mientras alzábamos la vista, respingó de repente.
—¡Sujétame para que no me caiga! —dijo bruscamente y, encaramándose a la deformada cabeza del ídolo, se balanceó de forma precaria. Le sujeté las piernas y le observé alzarse y golpear los sillares del techo aquí y allá. Entonces aplanó las manos presionándolas contra un sillar y apretó con todas sus fuerzas. Ante mi asombro, una sección de metro y medio cedió hacia dentro y hacia arriba, y, al hacerlo, estuvo a punto de derribarnos de nuestra precaria sujeción.
La luz inundó la caverna. El holandés se agarró al borde de la abertura y trepó hacia lo alto, a través de ella, para a continuación inclinarse hacia abajo y agarrarme de las muñecas. Un sonido provocó que girara mi cabeza hacia el corredor en el que habíamos estado a punto de ser atrapados, y el vistazo me impulso a subir con compulsiva premura. No pude distinguir detalle alguno de la mastodóntica masa que acechaba allí como una gran mancha negra, pero era oscura y maligna, cubierta de ondulantes tentáculos, y ardían en ella dos grandes brasas de fuego amarillo, como carbunclos sacados del llameante fuego del infierno.
El holandés también lo vio y, con un grito jadeante y estrangulado me levantó en vilo, alzándome con un tirón frenético a través de la trampilla, que cerró tras de mí. Dejamos escapar entonces un suspiro de alivio y miramos en derredor.
Nos encontrábamos en una pequeña estancia excavada en la roca. No había puerta para salir de allí pero una escalera ascendía hasta un techo de roca a través del cual se filtraba la luz del día por una abertura tan minúscula que escaparía a la mirada casual. Subimos las escaleras y, en lo alto, encontramos una segunda trampilla. El holandés apoyó contra el techo sus poderosos hombros y empujó hacia arriba. Contuve el aliento temiendo que pudiera estar cerrada por el exterior, pero, lentamente, cedió hacia arriba y hacia fuera y al fin emergimos a la luz solar del comienzo de la mañana. Antes siquiera de mirar a nuestro alrededor levantamos la pesada trampilla y volvimos a colocarla en su lugar. Carecía de goznes sino que, sencillamente, encajaba con precisión en la apertura. Fue entonces cuando nos giramos y contemplamos nuestros nuevos dominios.
Nos encontrábamos en las ruinas de lo que debía de haber sido un templo. El suelo era de losas de mármol, agrietadas en numerosos puntos. La techumbre, si alguna vez llegó a haberla, se había desplomado hacía ya mucho tiempo. El tamaño del edificio debió de ser considerable, a juzgar por el espacio que englobaban sus desmoronados muros, que se alzaban de tres metros y medio a cuatro metros y medio en algunos lugares, aunque en otros puntos se encontraran casi al nivel del suelo. El liquen y el musgo había hecho presa de los escombros y el efecto general era de una increíble antigüedad.
Las ruinas en las que nos encontrábamos se hallaban situadas en lo alto de un monte bajo, carente de árboles pero cubierto por una hierba exuberante. Más allá, un bosque de árboles se elevaba hasta el cielo, discurriendo sin arbustos hasta la base del monte en todos sus lados, a excepción de la cara Este, donde la vegetación era escasa. En esa dirección y a pocos kilómetros, pudimos divisar el borde de los acantilados y, más allá, el mar.
Hacia el sur, alzándose en la distancia por encima de los árboles, se distinguía una cordillera de poca altura, azulada, borrosa e ilusoria.
La isla entera parecía poseer esa apariencia ilusoria. Ningún pájaro canturreaba entre las ramas, ni tampoco había signos de animales pequeños correteando por entre los árboles o sus ramas. Ninguna brisa agitaba las hojas de los árboles.
El efecto general era el de una vetustez increíble. Un aura de mustia antigüedad flotaba sobre todo el lugar, acrecentándose de un modo inconmensurable en aquellas ruinas antiguas.
De mutuo acuerdo aunque sin hablar, bajamos el monte y penetramos en el bosque. Los árboles alcanzaban una altura tremenda, pero pocos arbustos impidieron nuestro avance. Los árboles en sí no nos resultaban familiares. No fui capaz de reconocer ni una sola de aquellas especies y el holandés juraba que eran de un tipo que se había extinguido en el resto del mundo hacía ya incontables eras.
Encontramos fruta —una especie de mango— y, con ciertas reservas, nos llenamos el buche. Pero resultó refrescante y agradable al paladar. Buscando un arroyo, dimos con un manantial que brotaba del suelo en el centro de una arboleda.
Bebimos hasta saciarnos y, el holandés, levantando la cabeza, señaló de repente:
—¡Yanqui, mira el manantial!
Lo miré. Lo que había tomado por el lecho natural del manantial era en realidad un gran cuenco cóncavo de piedra incrustado en el suelo. El agua brotaba a través de una serie de pequeños agujeros abiertos en su base y, en los bordes, había talladas una serie de líneas, extrañas y casi borradas. Y me fijé en que los árboles que crecían en torno a la fuente, estaban dispuestos formando un círculo perfecto… demasiado perfecto como para ser obra de un crecimiento natural al azar.
—Nos hemos topado con los restos de una antigua civilización —señalé—. La pregunta es si alguno de sus descendientes humanos habrá sobrevivido.
—No hay nadie más que nosotros en esta isla —repuso el holandés con confianza—. Es por esa sensación de desolación y abandono durante muchas eras. He sentido algo parecido en las ruinas toltecas, y en Luxor, en Stonehenge y en Zimbabue.
—Puede que tengas razón —mascullé—. Aunque a veces me da la sensación de estar siendo observados.
—Puede que por los fantasmas de sus antiguos habitantes —replicó el holandés mientras caminábamos sin rumbo por la espesura en dirección a las montañas del este. Aquí y allá nos topamos con otras ruinas, tan viejas y destartaladas que no se podía distinguir su estilo arquitectónico original.
Al cabo de un rato, el holandés pronunció en voz alta una pregunta que también a mí se me había ocurrido.
—¿Por qué no se escucha el rugido de los arrecifes?
—Los acantilados se curvan hacia fuera —sugerí—. A lo mejor el sonido rebota en ellos.
Era la única explicación que podía ofrecerle. La ausencia del ruido del mar debía de ser uno de los innumerables misterios de aquella isla misteriosa. Bajo los acantilados, el fragor resultaba apabullante durante la marea alta. Pero arriba, en la isla, nuestros oídos apenas percibían un murmullo.
Llegamos a las montañas del este que, en esa parte, se alzaban más que en otras, presentando un aspecto escarpado ante la costa, a pesar de que la tierra discurría casi plana hasta llegar a ellas desde tierra adentro. Al igual que en la parte opuesta de la isla, a la que habíamos llegado tras el naufragio, divisamos una estrecha playa de arena, más allá de la cual se extendía una franja de agua en calma y, más allá, el cinturón de afilados arrecifes. Decidimos que la isla entera nos tenía atrapados.
—Jamás saldremos de esta isla —comencé a decir, llevado por el pesimismo—. Ningún barco podría acercarse lo suficiente como para recogernos…
Me detuve con brusquedad y ambos nos miramos con nerviosismo. Desde algún lugar cercano, como si hubiera nacido con la tenue brisa que ahora nos agitaba el cabello, se había alzado una melodía baja y suave, indescriptiblemente dulce. No había en ella nada parecido a un tono, tal como lo conoce el mundo moderno, pero era como si una mano maestra hubiera dispuesto y colocado las fibras del sonido. Resultaba ensoñador, embrujador, como producido por las flautas del dios Pan, aunque fui vagamente consciente de que bajo su portentosa belleza, existía una nota menor, oscura y siniestra. Su efecto era hipnótico. El holandés permaneció escuchando, extasiado.
—¡Las Lorelei! —susurró—. ¡La música de las sirenas! ¡La canción que escuchó Ulises!
La memoria de una antigua leyenda sopló en mi alma como un viento frío. ¿Sería aquella la isla entre cuyos acantilados, en los tiempos antiguos, aquellas criaturas semihumanas de belleza enloquecedora embaucaban y atraían a los marinos hasta su perdición? Me incliné por encima del borde, mirando hacia abajo y ambos gritamos de asombro al contemplar unas figuras blancas y delgadas, apenas discernibles por la curva de las paredes del acantilado… unas formas esbeltas, desnudas, exquisitamente formadas… y ambos reímos aliviados.
—Son imágenes —dije—, labradas en la roca viva de los acantilados y protegidas de las aguas por los afilados arrecifes, tan bien conservadas que deben de tener lo menos mil años. ¡Y mira!
Mientras la brisa se alzaba de nuevo, volvimos a escuchar aquella música sobrenatural y, tras un minucioso examen, pudimos descubrir un sistema de agujeros que habían sido horadados en la roca del acantilado de forma que, cuando el viento soplaba a su través, provocaba aquel fantástico sonido. ¿Por qué? Ni el holandés ni yo pudimos aventurar la menor suposición.
El día estaba acabando. Decidimos regresar al templo en ruinas sobre el monte y pernoctar allí. Ninguno de los dos habló acerca del monstruo que vivía en las cavernas de abajo. La luz del sol había disuelto nuestros temores y siniestras especulaciones y yo, al menos, había decidido casi que aquella cosa no era sino un pulpo o criatura similar, que había crecido hasta alcanzar un tamaño poco habitual, mientras que el horror que habíamos sentido se había debido, seguramente a la oscuridad y el misterio de aquel emplazamiento.
Casi había anochecido cuando nos dejamos caer sobre unos lechos improvisados a base de ramas y musgo, para dormir el sueño de los exhaustos. La luna había salido cuando desperté, y contemplé al holandés, que se había incorporado y observaba el silencioso bosque. En sus ojos había un poco de aquella misma expresión que había mostrado cuando escuchamos la música de los Acantilados Melodiosos.
—Escucha.
Forcé los oídos para captar cómo las olas lamían los distantes acantilados; el murmullo del viento nocturno; el golpeteo de una rama contra otra. No oí nada. El silencio atenazaba aquel lugar con una presa que quitaba el aliento.
—El silencio —susurró el holandés—. Silencio. Es como si fuéramos los últimos hombres sobre la faz de la tierra.
Contemplé el bosque. En sus profundidades no se agitaba la menor brisa. La luna no lograba penetrar en su frondosidad. No escuché nada ni vi nada. Pero me pareció sentir unos ojos aterradores acechándonos desde la oscuridad… aguardando… esperando…
Una débil brisa agitó entonces las hojas; desde los Acantilados Melodiosos susurró el vago hálito de una melodía dulce, embrujadora, repelente. Me estremecí.
Esa noche me desperté una vez más, con la sensación de una amenaza inminente, y observé de nuevo el bosque silencioso, donde me pareció que una sombra grotesca, escapaba desde el pie del monte hasta el amparo de las profundas sombras de los árboles.
Capítulo 2
Cuando me desperté, el sol estaba en lo alto y el holandés no estaba a la vista. Me encontraba a punto de llamarle a gritos cuando la trampilla de piedra del suelo giró hacia arriba y él apareció por ella, trepando como pudo.
—¿Dónde has estado? —pregunté.
—En esa cámara que hay por encima de la caverna —repuso, evitando mi mirada—. Quería… quería… bueno, ¡qué narices! ¡Quería ver si ese condenado ídolo seguía aún allí!
Boqueé de asombro.
—¿Te has vuelto majara?
—Anoche me pareció verlo frente a los árboles, al pie de este monte —repuso con desdén.
—Y dedujiste que tenía que tratarse del ídolo, que había salido a dar un paseo —repliqué con sarcasmo—. ¡Por todos los demonios, estás empezando a perder la chaveta!
Bufó con desdén y se sumergió en un taciturno silencio. Conociendo el efecto que la soledad absoluta puede tener sobre la mente de los hombres, hice cuanto pude para entablar una conversación. Replicó a mis comentarios con unos gruñidos bastante groseros, hasta que toqué el tema de la civilización desaparecida.
—Yo no he sido siempre una rata de mar —dijo— y he estudiado y visto muchas más cosas de las que podrías pensar. ¿Has oído hablar del profesor von Kaelmann? Yo fui su guardaespaldas y acompañante en muchas de sus expediciones de investigación. Me enseñó mucho acerca de razas perdidas y culturas desaparecidas. Por eso te digo que no he visto nunca nada como esas ruinas, y creo que son incluso más antiguas que las cretenses, que ya eran viejas cuando mis antepasados y los tuyos eran salvajes arios.
Deseaba descolgarse por el acantilado para examinar las tallas de las sirenas, pero me negué a ayudarle, temiendo que pudiera soltarse y cayera a la muerte, o que la roca pudiera ceder debido a su peso considerable. Ante mi negativa, se volvió taciturno y comenzó a vagar por entre las ruinas, hurgando en ellas con un palo, examinando fragmentos de mármol y pedazos de mampostería partida, y deteniéndose de vez en cuando para contemplar los Acantilados Melodiosos con sus pequeños ojillos grises. Temiendo que la soledad y el silencio estuvieran empezando a afectar su mente intenté, en repetidas ocasiones, entablar conversación, hasta que al fin, irritado, lo dejé estar y me marché al bosque.
Pensé en la forma que había visto junto a los árboles la noche anterior pero, en medio de aquel silencio absoluto, no me pareció que pudiera ser nada vivo ni amenazador. Vagué sin rumbo, recogiendo fruta y comiéndola y, poco después, sintiéndome cansado, me senté contra el tronco de un árbol para echar una siesta.
Me desperté mucho después de lo que había previsto. Fue de repente, y un gélido escalofrío se abatió sobre mí en mitad de aquella oscuridad y de aquel silencio. La noche había caído; el bosque estaba negro y silencioso. Ni siquiera podía ver las siluetas de los árboles, ni las estrellas asomando por entre las ramas. Me puse en pie y, de repente, ¡me sentí horrorizado al percatarme de que estaba escuchando con atención! Pues algún vago sonido debía de haberme despertado. No había brisa que agitara las hojas, pero un sonido siniestro y suave me llenó de un temor sin nombre. No se produjeron más sonidos. Ni siquiera cuando una enrome manaza cerró sus zarpas sobre mí. Con un alarido, me eché hacia atrás, pero sin lograr romper aquella presa de hierro, mientras otra mano me agarraba de la garganta, con las garras desgarrando mi carne mientras yo intentaba zafarme. Frenético por el terror, me agité a uno y otro lado, intentando liberarme de esa presa mortal, mientras arrojaba unos demoledores puñetazos que se estrellaron sin efecto contra un cuerpo hediondo y peludo. ¡Creía saber quién era mi asaltante…! El holandés debía de haberse vuelto loco por la soledad.
Mi hombro parecía estar a punto de quedar arrancado de mi cuerpo y la otra zarpa invisible seguía apretando mi garganta, de modo que me debatí en la oscuridad como un lobo atrapado. Mis puñetazos, que han dejado sin sentido a numerosos hombres fornidos, rebotaron contra un cuerpo que parecía tan duro como la roca o el metal, contra algún terrible reptil de gran dureza. Mi terror frenético me dotó de una fuerza sobrehumana, pero también comencé a notar que dicha fuerza no iba a tardar en menguar, mientras mi oponente apretaba mi garganta cada vez más. Sentía sus dedos inhumanos en mi garganta, apretando más y más. Con un último esfuerzo, saqué mi cuchillo y golpeé con toda la fuerza de la desesperación. Sentí que la hoja se hundía profundamente… mi asaltante respingó de un modo convulsivo… y entonces caí al suelo del bosque, donde yací, solo. Sin más ruido del que hacía el viento sobre las copas de los árboles, mi gigantesco enemigo se había escapado.
Hasta el día en que yazca moribundo recordaré aquella huida a través del bosque negro, donde la agitación de una simple rama estaba preñada de la más escalofriante amenaza y el horror me pisaba los talones con sus fauces esclavizadoras mientras yo corría a trompicones por entre aquella oscuridad sólida. Fue una auténtica pesadilla, pero solo me asaltaron mis propios temores y conseguí llegar al fin junto a la base del monte en el cual se alzaba el templo en ruinas.
Allí, al menos, emergería de las sombras y contaría con la luz de la luna. Me apresuré a subir la cuesta y me detuve de repente. En una de nuestras toscas camas de ramas y musgo yacía el holandés, con un brazo enorme sobre la cara para protegerse los ojos de los rayos de luna que bañaban su enorme corpachón. Avancé en silencio, cuchillo en mano, caminando de puntillas. Me agaché junto a él, sin cesar de mirarle, esperando a que despertara de su sueño fingido… para matarle con mi afilado cuchillo.
Al mirar sus poderosos hombros, su pecho de barril y sus grandes brazos, no me extrañó que su fuerza, incrementada con el poder que proporciona la locura, hubiera sido tan terrible. Entonces vi algo más. Al igual que la mayoría de los alemanes y holandeses, era prácticamente lampiño. La cosa contra la que yo había luchado en el bosque era muy velluda al tacto. Además, aunque el holandés era un hombre musculoso, de carne firme e inmensamente poderoso, su piel no poseía la inhumana dureza de aquel aterrador antagonista. Por otro lado… había sangre en mi cuchillo, lo que demostraba que mi puñalada a ciegas había logrado acertar, pero el cuerpo semidesnudo del holandés la menor señal ni herida. Dejé escapar un suspiro de sincero alivio, y enfundé mi arma.
El holandés se despertó, bostezó y se incorporó.
—Ah, aquí estás. Te estuve buscando pero no te encontré. ¿Dónde andabas?
Gruñí a modo de respuesta y me tendí en mi tosco lecho. No sabría decir qué fue lo que me impulsó a guardar silencio acerca de mi aventura. Quizás se tratara de un instinto de contenerme de hablar sobre algo, hasta que hubiera podido meditarlo, y formarme alguna teoría acerca de la naturaleza del atacante. Resulta más probable que se tratara de la horripilante duda acerca de mi propia cordura, que comenzaba a instalarse en lo más profundo de mi mente. ¿Había luchado en verdad con un producto de mi propia imaginación? ¿Había sido todo una pesadilla de la cual no había logrado despertar hasta hacía un breve instante? Cierto era que había sangre en mi cuchillo, pero… ¿podía haberme herido a mí mismo… infligiéndome en los delirios de mi pesadilla, las heridas de mi cuello y de mis brazos? ¿Incluso habría sido capaz de tirar con tal fuerza de los músculos y ligamentos de mi hombro, que ahora me latían, doloridos, y resultaban prácticamente inútiles? Fuera cual fuera la razón, nada le dije al holandés, pero, en secreto, me decidí a permanecer el resto de la noche despierto y vigilante.
Confiaba que el dolor de mi hombro maltrecho me mantuviera despierto, pero me equivoqué. A pesar de todo, me dormí.
Debían faltar unas pocas horas para el amanecer cuando la cosa vino.
Fuera lo que fuera, vino en silencio y tenía en sus garras al holandés antes de que este se hubiera despertado. Me desperté con el impacto entre dos cuerpos pesados a mi lado, aferrados en un abrazo mortal, y por un bramido del holandés. La luna se había puesto y una bruma había ascendido desde el mar, envolviéndonos con sus negros pliegues. En la oscuridad, negras garras desgarraban carne y piel de nuestros miembros y torsos, y unos brazos poderosos nos levantaron como si fuéramos plumas. En la oscuridad, nuestros salvajes puñetazos impactaban en ocasiones contra nosotros mismos, otras erraban por completo, pero también se estamparon contra nuestro antagonista lo bastante a menudo y con la suficiente fuerza como para dejar sin sentido a un hombre robusto. Los recibió como fueran las bofetadas de una muchacha. En el fragor del comienzo del combate, se me había caído el cuchillo de la mano y aunque boqueé al holandés que se arriesgara a disparar, no me respondió.
El empellón de un brazo gigantesco me había arrojado al suelo, medio desmayado y el holandés había caído, agitándose y boqueando por su vida bajo los demoledores dedos del monstruo cuando, en alas de un viento creciente, nos llegó por encima del bosque la música dulce y diabólica de los Acantilados Melodiosos. Apenas habían quebrado el silencio cuando el holandés fue arrojado a un lado como un juguete roto y, en la bruma que comenzaba a alzarse, vislumbramos una sombra monstruosa que descendía por la loma del monte.
Tosiendo y jadeando, el holandés se puso en pie tambaleándose y se lanzó hacia la trampilla del suelo. Acudí en su ayuda y la levantamos, descendimos a la cámara de abajo y volvimos a bajar la trampilla a su lugar. Como ya he dicho, no tenía goznes ni estaba pegada a la mampostería, sino que tan solo encajaba en su lugar, con un asidero en su parte superior y otra en la inferior… meros agujeros horadados en la roca. Nos agazapamos en lo alto de la escalera subterránea y escuchamos.
—¿Dónde está tu revólver? —susurré.
—Lo dejé en el suelo, porque era incómodo dormir con él —jadeó—. No tuve la menor oportunidad de cogerlo. ¿Qué era esa cosa?
Le hablé de lo que debería haberle hablado antes, de mi lucha entre los árboles y, apenas había terminado de contárselo cuando escuchamos ruidos al otro lado de la trampilla. Agarramos el asidero interior, apoyando nuestros brazos contra las paredes. Pero, lentamente, la trampilla comenzó a ascender, levantándonos en vilo del suelo.
Al apoyar la otra mano contra el techo para hacer palanca, toqué una barra de metal oxidado colocada en una ranura; se me ocurrió de inmediato el uso que podíamos darle y le comuniqué mi hallazgo al jadeante holandés. Colocando una mano contra el techo para hacer palanca, ejerció toda su poderosa fuerza. En la oscuridad, escuché como exhalaba el aliento en profundos jadeos. Bajo nuestros esfuerzos combinados, la puerta dejó de subir durante un instante, pero a pesar de nuestras fuerzas, que casi hacían estallar las venas de nuestras frentes, no fuimos capaces de bajarla de nuevo, ni tan siquiera un centímetro. Entonces, una vez más, débilmente, escuchamos como la brisa provocaba música en los Acantilados Melodiosos, mientras, por encima de nosotros, nuestro desconocido atacante respingaba y se relajaba involuntariamente. Entonces, con una demoledora explosión de esfuerzo, colocamos de nuevo la losa en su posición. Durante un instante, el antiguo cerrojo que acababa de encontrar, corroído por el óxido de varios milenios, resistió el frenético tirón de mis dedos, pero luego, a regañadientes, se colocó en su lugar, en una ranura lateral de la roca.
Jadeando y completamente exhaustos, nos desplomamos.
Por encima de nosotros, la cosa renovó sus esfuerzos. La gran barra de metal crujió y se torció pero resistió, y al final los sonidos cesaron, pero no nos atrevimos a salir, por temor a que la cosa nos estuviera esperando. De manera que seguimos agachados y escuchamos, temblorosos, y cuando pensamos en la aterradora caverna de abajo, donde moraba aquel espeluznante monstruo marino, incrementó nuestro temor.
Al fin, la primera luz de la mañana comenzó a filtrarse por entre las diminutas rendijas de la trampilla de roca, y nos atrevimos a emerger a la luz del día. Mi cuchillo se encontraba allí donde había caído, así como la pistola del holandés. Seguramente, si nuestro atacante hubiera sido humano, por lo menos se habría llevado el cuchillo. De algún modo, nos sentimos más osados en cuanto hubimos recuperado nuestras armas y, manteniendo el ojo avizor, descendimos hasta el manantial más cercano para beber y bañarnos. Necesitábamos ambas cosas. Nuestros breves atuendos estaban reducidos a jirones, y nuestros cuerpos estaban llenos de arañazos y cardenales. Mi hombro contusionado no me había servido de nada en el combate y la frente del holandés mostraba un tajo de feo aspecto. Tanto uno como otro presentábamos un espectáculo tan lamentable como repulsivo, cubiertos de mugre, polvo y sangre coagulada.
—Era el Diablo —masculló el holandés—. Esta es la Isla del Diablo. Todo está mal. Las mareas, las corrientes, la ausencia de vida animal… el silencio.
—Eso era alguna especie de salvaje —repuse con impaciencia—. Puede que sea un naufrago como nosotros, que se ha vuelto loco por la soledad.
—¡Bah! —infló su poderoso pecho y me miró—. Mido dos metros diez y peso doscientas cuarenta libras —dijo—. Es todo músculo. Ese salvaje que dices me ha manejado como si fuera una muchachita de dieciséis años… no, y tampoco es un loco. Además, esa cosa nos levantó a los dos con la mayor facilidad… a mí, siendo como soy de grande, y a ti, que por lo menos debes pesar ciento noventa libras fácilmente.
—Pues entonces, ¿qué era?
Se había inclinado para beber y, como respuesta, retrocedió con un grito estrangulado, señalando una huella en el suelo mojado.
—¡El ídolo! —susurró—. ¡Es una de las manos del ídolo de la caverna!
Y, con un estremecimiento, me di cuenta de que aquella huella era como la que habría dejado la enorme zarpa del gran y obsceno ídolo de piedra si este la hubiera apoyado contra el barro.
Capítulo 3
A lo largo de aquel día, el horror no volvió a atacarnos, ni tampoco encontramos nuevas señales que mostraran que existía. El sombrío bosque permanecía en silencio y ninguna figura se vislumbraba en esas adustas profundidades que no nos atrevíamos a invadir. La mayor parte del día, lo pasé discutiendo con el holandés, intentando persuadirle para que pasáramos la noche en la pequeña cámara subterránea bajo el templo… pues lo cierto era que no conocíamos ningún otro lugar donde pudiéramos estar a salvo del enemigo que nos acechaba.
—Esa cámara se abre a la caverna donde se encuentra el ídolo —replicó, con una extraña luz en sus pequeños ojos grises.
—¿Y qué más da? —exclamé—. Nada nos demuestra que esa cosa conozca esas cavernas… en caso contrario, ¿por qué no nos atacó desde dentro la noche pasada? El pulpo no puede llegar a nosotros desde allí y, aun suponiendo que la cosa tenga la suficiente inteligencia como para intentarlo… jamás podría meter su enorme mole por esa abertura.
—¡Pero el ídolo…! —susurró con un tono que me dio escalofríos—. ¡Puede que vuelva a la vida! En China se cuentan leyendas acerca de ciertos ídolos de piedra que se mueven y respiran cuando no hay cerca de ellos ningún hombre que pueda verlos, y entonces descienden de sus pedestales para beber la sangre de los hombres…
—¡Cállate ya! —exclamé con la furia que trae el miedo— ¡Eso no tiene sentido! Puedes hacer lo que quieras… subirte a un árbol, hasta que ese gorila o lo que sea tire de ti y te zampe… ¡Pero yo voy a dormir en esa cámara!
El horror acudió pisándole los talones a la noche. No había oscurecido aún cuando me retiré a la pequeña cámara subterránea, y, el holandés, tras un momento de vacilación, me acompañó. Echamos el cerrojo de la trampilla superior y colocamos, en la inferior —la que conducía a la caverna del ídolo—, una gran pieza de mármol partido, cuyo enorme peso requirió nuestras fuerzas combinadas para poder moverla; entonces, nos preparamos para dormir.
Nuestro sueño fue en vano. Fuimos asaltados por vagas pesadillas… de las cuales despertamos, sobrecogidos por un temor innombrable. Y, como es natural, mi mente se fijó en la gran caverna circular que se extendía por debajo de nosotros. ¿Qué horrores la habrían poblado a lo largo de los siglos? ¿Qué horrores vivirían aún allí? Con un escalofrío de terror, me di cuenta de que aquel espeluznante ídolo de piedra se encontraba justo debajo de nosotros. Habíamos trepado directamente desde su cabeza malformada para llegar a esa cámara cuando abandonamos la caverna.
¿Era realmente una locura el temor que había manifestado el holandés? ¿Acaso aquel monstruo de piedra, merced a algún embrujo impío, inflamaba su pétreo ser con una vida espeluznante, acechando en derredor para matar y devorar? solo pensarlo era una locura.
Pero seguí pensando en ello hasta que un sudor frío perló mi frente y me pareció sentir incluso la cercanía de aquel demonio. Imaginé cómo se bajaba de su pedestal y flexionaba sus brazos espantosos. Ahora, sus aterradores ojos miraban con avaricia en nuestra dirección, presintiendo mi consciencia a través de la pared de roca sólida. Ahora se dirigía con sigilo hacia la trampilla interior…
Con un poderoso esfuerzo, logré liberarme de aquellas fantásticas obsesiones provocadas por una imaginación excesiva… ¡Y entonces me quedé paralizado! Acababa de escuchar con claridad un sonido potencialmente aterrador… un roce contra la pesada piedra… como si la trampilla estuviera siendo empujada hacia arriba y el fragmento de mármol partido que habíamos colocado sobre su superficie comenzara a deslizarse a un lado.
El holandés estaba despierto; sentí cómo respingaba y, cuando le susurré con fiereza que encendiera una cerilla, escuché cómo raspaba el fósforo contra el suelo y vi el destello. Sosteniendo en alto la cerilla extendida, se extendió hacia delante y ambos miramos hacia abajo, hasta las sombras del final de la escalera. ¡El fragmento de mármol había caído a un lado y la trampilla comenzaba a levantarse!
El resto es un delirio. El holandés profirió un alarido y disparó. Entonces corrimos frenéticos por entre aquella oscuridad en dirección a la trampilla superior. Recuerdo la desgarradora locura de aquel repulsivo instante en la oscuridad. Recuerdo haber emergido a la luz de la luna, igual que un alma condenada escaparía del Infierno. Recuerdo haber corrido con espuma en los labios y mi corazón latiendo con fuerza contra mis costillas. Y, en todo momento, mis oídos escuchaban los gritos del holandés:
—¡El ídolo! ¡El ídolo camina! ¡Le he visto la cara! ¡Era el ídolo!
Ignoro durante cuánto tiempo corrimos por aquella arboleda aterradora, y por aquellos prados burlonamente iluminados por la luz de la luna. solo sé que estaba a punto de amanecer cuando, al fin, nos dejamos caer, casi sin sentido y medio muertos de cansancio junto a las rocas del borde de los Acantilados Melodiosos.
Ninguna figura de horror emergió de los árboles para cargar contra nosotros. El sol, alzándose, reveló tan solo la plácida pradera cuyas verdes hojas se recortaron inmóviles contra el cielo.
De mutuo consentimiento, aunque sin cruzar una sola palabra, nos pusimos en pie y nos dirigimos hacia las montañas que se alzaban, azuladas, por encima de las copas de los árboles. No sabría decir qué refugio esperábamos encontrar exactamente en medio de aquella vastedad azul. Pero al menos sabíamos que aquella parte de la isla que estábamos abandonando resultaba excesivamente peligrosa para nosotros.
No seguimos la costa sino que atajamos directamente a través del bosque. Avanzábamos con cautela, sabiendo que aquel monstruo desconocido podría saltar sobre nosotros desde las ramas de arriba o desde los enormes troncos de aquellos árboles gigantescos pero nuestra desesperación hacia que aquello no nos importara demasiado. Que viniera a nosotros a plena luz del día… al menos así podríamos ver qué clase de criatura estaba buscando nuestra destrucción… estábamos listos para poner toda la carne en el asador y causarle todo el daño que pudiéramos antes de que nos destrozara en mil pedazos.
Los grandes árboles sombríos extendías sus ramas largas y poderosas, a través de cuyas hojas apenas se filtraba la luz del sol. Sobre aquel suelo de extrañas hierbas, incluso las pesadas zancadas del holandés no hacían el menor ruido. Todo el lugar poseía cierto efecto ilusorio. Me sorprendí a mí mismo preguntándome si de verdad continuaba en el mismo mundo en el que había nacido o si, sin nosotros saberlo, no habríamos sido transportados a algún planeta alienígena.
Nos movíamos en un silencio casi increíble, y que solo se rompía cuando alguno de nosotros hablaba. Según avanzábamos, los árboles se fueron haciendo más altos y frondosos, aunque el suelo continuaba libre de arbustos. Nos topamos con arboledas antiguas en las que algunos árboles se elevaban muy por encima de los demás, dispuestos en círculos perfectos o bien siguiendo unos diseños enormes e intrincados sobre los cuales no podíamos sino especular. El holandés sugirió que, en otra época, aquellos bosques habían sido las tierras de un gran rey. Mi propia imaginación evocó visiones de ninfas y dríades bailando por entre aquellas arboledas paganas al son de la flauta de Pan.
Según avanzábamos, la pendiente del suelo comenzó a hacerse un poco más perceptible y, poco después, llegamos ante la primera de una serie de amplios escalones del tamaño de mesetas, que indudablemente había sido una suerte de terrazas a escala gigantesca durante el reinado de aquella raza difusa que había erigido los prodigios de aquella isla. Cada terraza debía de medir un par de kilómetros de anchura, y se extendía en ambas direcciones, abarcando, aparentemente, todo el ancho de la isla. En otra época, unos amplios escalones de piedra habían formado el frente de cada terraza, pero ahora no eran más que montones de sillares derruidos, cubiertos de liquen. Además, los bordes de cada terraza habían sido erosionados, de forma que mostraban una pendiente irregular, en lugar del ángulo recto que debían haber presentado en otra era.
Pero seguían siendo planos, casi horizontales y cubiertos de hierba y, aunque el crecimiento de los bosques había borrado gran parte de los antiguos diseños de las arboledas, aun así, aquellas amplias mesetas seguían extendiéndose en magníficas curvas en cada dirección, cubiertas por las aún simétricas arboledas sobre cada una de ellas y presentando una apariencia que, cuanto menos, resultaba inspiradora. Bien podía haber sido aquel un paisaje de la Arcadia primordial.
En muchas de las arboledas encontramos manantiales, fuentes o arroyos, pero no había ruinas en aquellas terrazas, aparte de alguna fila ocasional de columnas partidas que parecían haber conformado, antaño, alguna especie de pabellón abierto.
Frente a nosotros se alzaban las montañas, pero antes de poder llegar hasta ellas iba a caer la noche, de manera que nos detuvimos sobre la última de aquellas terrazas, pues no deseábamos marchar en la oscuridad. Trepamos hasta el árbol más elevado que pudimos encontrar y nos acomodamos entre sus poderosas ramas, durmiendo sonoramente el sueño de los exhaustos. Ningún enemigo se abalanzó contra nosotros esa noche en la oscuridad. Me desperté en una ocasión. Aquel silencio perpetuo flotaba de nuevo sobre la isla. Las arboledas estaban a oscuras. Las colinas, más allá, alzaban al cielo sus crestas rocosas como monstruos prehistóricos contra las estrellas. Debajo del árbol, el manantial fluía sin hacer apenas ruido, de forma que volví a dormirme, preguntándome, adormilado, qué clase de seres habrían ido allí a beber en eras pasadas.
El sol no había salido cuando retomamos de nuevo nuestra marcha, recogiendo fruta mientras caminábamos. Habíamos cruzado la última terraza y comenzábamos a ascender por las montañas cuando el sol salió. Sobre aquella pendiente rocosa, nos detuvimos un instante para mirar hacia atrás y contemplar la tierra que habíamos atravesado. Nuestros ojos vislumbraron una escena de una belleza sobrenatural… las amplias mesetas de tierra, coronadas con árboles, marchando mayestáticas desde los bosques de color verde oscuro… y lejos, en los montes bajos del otro extremo de la isla, antiguos edificios, cuya decadencia no llegaba a percibirse en la distancia.
La base de las montañas eran sobre todo pendientes inclinadas, muy sencillas de subir. Encontramos rastros de antiguas calzadas, casi borradas ya, y pequeños restos de ruinas, en peor estado que las primeras que habíamos visto… posiblemente por encontrarse más expuestas a las lluvias erosivas. De forma gradual, las colinas fueron dando paso a una pendiente alta y escarpada, donde la ascensión resultaba más difícil aunque no imposible. Eran bastante escarpadas y apenas tenían vegetación, salvo por algún bosquecillo situado en los riscos y en las pocas mesetas planas que íbamos encontrando, y en las que había grupos de árboles enormes. El sol comenzaba a ocultarse cuando llegamos a una amplia meseta que parecía marcar el punto más elevado de la cordillera. Dividimos la noche en varias guardias, y yo me encargué de la primera.
Después de aquello, oscureció, y el holandés comenzó a roncar sobre la hierba. Me senté, apoyando la espalda contra el tronco de un árbol, observando la ladera en penumbra y escuchando con atención cualquier posible sonido. No había brisa alguna y, como de costumbre, reinaba el silencio. Observé un estrangulado grupo de árboles a poca distancia de mí y me fijé en cómo resplandecía la luz de la luna sobre las ruinas de mármol blanco, mientras especulaba ociosamente acerca del destino de aquel pueblo sin nombre que en otra era había habitado aquella isla misteriosa. Entonces, me obligué a dejar a un lado mis meditaciones y desperté al holandés.
Tras acostarme, me pareció que no había dormido nada más que un instante cuando me encontré de repente con que el holandés me estaba despertando.
—¡Lemuria! —decía—. ¡Lemuria!
Parpadeé.
—¿Qué? ¿Ya me toca hacer guardia? ¿Ya es medianoche?
—No, todavía no es medianoche, pero escúchame, yanqui. ¡Sé dónde estamos! —sus pequeños ojos brillaban a la luz de la luna—. Escucha, aquí al lado hay unas viejas ruinas… un lugar con columnatas… un palacio, supongo… o eso pensaba, hasta que encontré que estaban repletas de jeroglíficos. Y escucha esto: ¡Puedo leerlos a la luz de la luna!
—Felicidades —espeté—. ¿Acaso están en holandés?
—¡No, no! —gesticuló, furioso—. Escucha esto: en una ocasión pasé una estación entera junto al profesor von Kaelmann en una pequeña isla del Pacífico, cuando la lluvia no cesaba un solo instante y no había otra cosa que hacer salvo escuchar cómo la lluvia batía interminablemente contra las hojas del tejado de nuestra choza. De manera que von Kaelmann me enseñó un extraño manuscrito que, según él, había copiado a partir de unos jeroglíficos tallados en una columna, encontrada en una isla que nadie excepto él había explorado. Había resuelto el enigma de sus figuras y su deseo era enseñármelas. Cada marca es un símbolo y cada símbolo es una palabra; el carácter de cada palabra viene determinado por su relación respecto del símbolo clave. Me llevó meses aprender a distinguir ese símbolo clave. Y estos de aquí son iguales.
—¿Y qué raza los empleó?
—¿Has oído hablar de Lemuria? ¿No? Pero habrás oído hablar de la Atlántida. Pues bien, Lemuria fue al Pacífico lo mismo que la Atlántida fue al Atlántico. Von Kaelmann decía que los primeros eran más antiguos que la Atlántida… que ya eran una gran civilización cuando los atlantes no eran más que unos salvajes… antepasados de los Cro-Magnones. Decía que los ídolos de la Isla de Pascua habían sido erigidos por los lemurios y que, después de que su continente se hundiera bajo las aguas —igual que le sucediera a la Atlántida, varias eras después—, los supervivientes de otras islas y colonias —si es que alguno había—, acabaron siendo destruidos por los salvajes de otras islas.
Me puse en pie.
—No me creo nada de eso, pero escucharé cómo lees esas cosas.
—Vamos —dijo con impaciencia, y le seguí por la meseta hasta un templo en ruinas, que resplandecía a la luz de la lima sobre la ladera de la montaña. Las columnas estaban cubiertas de figuras talladas que resaltaban con claridad—. Es el templo de su gran dios —el holandés fue tocando cada jeroglífico con sus dedos gordezuelos, hablando con lentitud e intentando reprimir su acento en la medida de lo posible—. Señor del mar, del cielo y del mundo, Xulthar, el que fue, es, y será por siempre jamás. Algunas palabras no logro comprenderlas. Aquí hay algunas más: Señor de la vida y de la muerte, recibe este altar y haz prosperar el reino de Nyulah, primogénito del sol, rey de Mu y heraldo de Xulthar.
»Parece que algún rey erigió este templo en honor a un dios —comentó el holandés de un modo bastante innecesario—. ¡Escucha, yanqui! —me palmeó la espalda con fuerza, llevado por la emoción—. ¿Te das cuenta del descubrimiento que acabamos de realizar? ¡La Piedra Rosetta no es nada en comparación con esto! ¿Qué dirá el viejo von Kaelmann? Le harán miembro de honor en todas las sociedades de investigación… ¡Y eso es lo mínimo que harán con nosotros!
No pude resistirme a replicar en tono sarcástico:
—¿Y cómo piensas que podrá enterarse de ello?
—¡Verdamnt! —gruñó—. Es verdad. Es probable que nos quedemos aquí de por vida.
Volvió a examinar las columnas y añadió:
—¿Por qué están aquí todas estas ruinas? Esta isla debía de ser la montaña más elevada de lo que una vez fuera Lemuria. ¿Por qué habría de construir la gente palacios y templos en lo alto de las montañas?
—Es posible que el continente se fuera sumergiendo de forma gradual, obligando a la gente a subir cada vez más a las montañas —sugerí.
—Puede que sí. Sea como fuere, puedo leer sus inscripciones.
—Pues lee —gruñí—. Yo me vuelvo a dormir. Despiértame cuando te canses —y, tumbándome al amparo de las columnas, no tardé en quedarme dormido; el holandés siguió concentrado en los jeroglíficos.
El sol estaba en lo alto cuando me desperté. El holandés yacía junto a mí, roncando tranquilamente.
—¿A esto le llamas tú hacer guardia? —le pregunté—. ¿Por qué no me despertaste?
—Me quedé dormido de tanto estudiar esos ideogramas —bostezó—. ¿Qué hacemos ahora?
—Descenderemos por la ladera hasta la orilla sur —respondí—. Ya que tenemos que quedarnos en esta isla, lo menos que podemos hacer es explorarla.
De forma que cruzamos aquella meseta y divisamos las ondulantes montañas que descendían hacia el sur, hasta una costa boscosa que apenas pudimos distinguir.
—¡Mira! —el holandés me agarró del brazo, señalando algo que estaba cerca, a mano; respingué. La ladera de la meseta descendía profundamente hasta un amplio valle de montaña, cubierto de hierba verde y bastante libre de árboles. En su parte central se alzaba un edificio gigantesco… que no había caído en ruinas como otros que habíamos visto, sino que, aparentemente, se mantenía tan bien conservado como en los días en que aquel pueblo extraño atravesara sus portales. De hecho, contuvimos el aliento, esperando ver aparecer alguna figura de un momento a otro.
—¿Te das cuenta de que puede haber gente aquí, yanqui? —preguntó, muy nervioso, el holandés.
—Qué majadería —repliqué, aunque en lo más profundo de mi mente no estaba tan seguro—. Los hombres que construyeron eso de ahí, llevan muertos por lo menos mil años. Vamos.
Descendimos por la cuesta, cruzamos la verde pradera del valle y nos plantamos ante un gran edificio que se alzaba, imponente, frente a nosotros. Estaba orientado al este, y conformaba una pila monstruosa de piedra curiosamente estriada, con enormes columnas sin adornar, que discurrían a lo largo de toda su fachada. Más allá de aquellas columnas vislumbramos una pared, de gran grosor aparente, quebrada tan solo por una entrada en la que se había encajado un par de descomunales puertas de bronce. Unas pocas ventanas, colocadas a intervalos regulares, constituían el resto de los huecos, pero se encontraban mucho más altas de lo que ningún hombre podía trepar.
Pasamos por entre las poderosas columnas y tanteamos las puertas. Estaban cerradas por dentro y el umbral se encontraba lleno de polvo. El sillar maestro del pórtico estaba agrietado en muchos lugares y aquel templo enorme —si eso era en realidad— mostraba muchos más signos de vejez de cerca que a distancia.
Al limpiar el polvo que cubría la hoja de la puerta, nos detuvimos en seco, repelidos por lo que contemplamos. En el bronce, profundamente, había tallado un esqueleto aterrador… el de un hombre, posiblemente, pero de un tipo de hombre que no había hollado la tierra en muchos eones. Se observaban varias anormalidades en las articulaciones de los huesos que, evidentemente, no eran culpa del artista, sino que conformaban un retrato realista de un modelo espantoso. Las costillas eran demasiado gruesas y pesadas, los dedos demasiado curvados, la mandíbula demasiado recesiva, la frente demasiado baja, los huesos de los brazos tan largos que sus manos sin carne colgaban por debajo de las rodillas, mientras que aquel monstruoso esqueleto parecía encorvarse hacia delante como un gran mono. Pero por espeluznante que resultara, aquel esqueleto no pertenecía a ningún simio. Aquello era evidente incluso para un observador casual que no estuviera versado en anatomía.
—Mira —gruñó el holandés—. Jeroglíficos justo encima de la figura. ¡Verdamnt! Yanqui, escucha lo que dicen: «Entra necio, ¡pues tu perdición está preparada!»
—¿Y qué más da? —bufé—. El tipo que talló eso, lleva convertido en polvo… desde hace ya mucho tiempo.
—Puede que sí —reconoció el holandés—. Pero también puede que dejara algo tras de sí —tal como solían hacer los incas—, para que matara a todo aquel que invadiera su tierra.
Mientras hablábamos, había estado tanteando al azar la superficie de la hoja y, de repente, sentí una suerte de prominencia, más o menos en la parte central del pecho de aquella figura esquelética tan anormal. Apreté con fuerza… en alguna parte escuché el crujido de unos goznes antiguos y oxidados y, con sorprendente rapidez, las puertas se abrieron hacia dentro. De forma instintiva, retrocedimos de aquella oscuridad absoluta, pero después, vacilantes, traspasamos el umbral, forzando la vista para penetrar en la oscuridad. Una gruesa capa de polvo cubría el suelo, pero tuvimos la impresión de grandes pilares que se alzaban en la oscuridad, y de paredes ciclópeas que se elevaban hasta unos techos en sombras situados a una altura tremenda.
—Vamos —dije, fascinado por el silencio y el misterio de aquel lugar—. A ver lo que encontramos.
Mi compañero vaciló.
—Yanqui, ¿crees que es buena idea?
—¿Por qué no? Aquí dentro no queda nada con vida… no hay más que ver lo gruesa que es la capa de polvo.
—Lo sé… pero no querían que nadie entrara aquí jamás… por eso dejaron esa advertencia en la puerta.
—Muy bien —repuse con impaciencia—. Pues quédate aquí, mirando el esqueleto de la puerta, mientras yo entro a echar un vistazo.
Con un bufido de furia, me echó a un lado y, con un gesto de desdeñosa prepotencia, penetró en el interior. Le seguí de cerca y, juntos, miramos en derredor. Gigantescos pilares sostenían una techumbre de tal altura que apenas se podía distinguir. Flotaba muy alta por encima de nosotros como un brumoso y sombrío cielo de medianoche. Entre las filas de titánicas columnas nos topamos con que el silencio reinante era más bien un silencio expectante. Mi sobrecargada imaginación me llevó a creer escuchar un batir de alas gigantescas… y a sentir la malignidad de las sombras que nos rodeaban. Un sentimiento de dimensiones terroríficas se abatió sobre mí… la sensación de una vasta altura elevándose desde insondables profundidades. Me sentí como un insecto que se arrastrara por el suelo del palacio de un gigante. El Mal acechaba a nuestro alrededor, por encima de nosotros y por debajo.
Entonces, mientras avanzábamos, las líneas de columnas se apartaron a ambos lados, dejando un amplio espacio abierto en su parte central. Una ciclópea escalera de trazado curvo ascendía más y más, hasta desvanecerse casi en la penumbra de arriba, donde acertamos a atisbar una figura gigantesca, que parecía acecharnos como si fuera un informe demonio en las sombréis. Nos detuvimos, con los corazones latiéndonos desaforados, pero luego nos dimos cuenta de que no podía ser más que otra estatua, aunque no pudimos distinguir nada de su perfil. De manera que comenzamos a subir las escaleras, cuya altura nos pareció muy poco común. Al fin, nos plantamos sobre la gran plataforma a la que ascendían y, al fin, cuando nuestros ojos se hubieron acostumbrado de algún modo a aquella oscuridad antinatural, contemplamos como algo nuevo aquella sombra descomunal que se cernía sobre nosotros. Ni siquiera entonces pudimos formarnos un concepto claro acerca de su figura. Tan solo obtuvimos la impresión de un vasto monstruo antropomórfico que se alzaba erguido, extendiendo uno de sus grandes brazos sombríos.
Ante el ídolo había un altar de gran tamaño, y vislumbré sobre su superficie un destello blanco que me picó la curiosidad. Con ayuda del holandés, trepé a lo alto del altar, le ayudé a subir a él y entonces centré mi atención en el objeto que había visto, y que resultó ser un pequeño cilindro blanco de papel o pergamino. Me agaché y lo recogí, notando que parecía estar adherido al altar… y, entonces, fui vagamente consciente de un vasto y terrible susurro en el aire, por encima de mí. El holandés profirió un alarido y lanzó su enorme corpachón sobre mí. Caímos de cabeza desde el altar mientras el poderoso brazo del ídolo se estampaba contra el preciso lugar donde nos habíamos encontrado apenas un segundo antes. De no ser por los reflejos del holandés, me habría aplastado como un martillo aplastaría a una hormiga. Los ecos de la caída resonaron estruendosamente en aquel vasto vacío, rebotando de columna en columna, mientras nosotros nos agachábamos temblorosos junto al altar, apabullados por el tumulto… como dos insectos perdidos en la azotea de la tierra. Descubrí que todavía agarraba en mi mano aquel cilindro, aunque una de sus esquinas había sido destruida por el golpe de aquel brazo descomunal que tan cerca de mí había pasado.
—Me has salvado la vida holandés —dije, medio atontado—. No lo olvidaré.
Se estremeció como si fuera presa de unas violentas nauseas.
—Salgamos de aquí.
Descendimos a la carrera aquellas colosales escaleras, sintiendo como si estuviéramos bajando por la ladera de una montaña; marchamos por entre interminables columnas y jadeamos profundamente aliviados cuando, al fin, emergimos a la luz del día… y nos detuvimos, asombrados… pues el sol no se hallaba aún en su cénit cuando entramos en el templo, pero ahora se estaba ocultando, escondiéndose como un disco dorado detrás del azul del océano occidental. ¿Habíamos estado vagando, sin saberlo, durante todo un día por entre aquel laberinto de columnas? Ante aquello, un extraño pánico se apoderó de nosotros y escapamos por la ladera de la montaña en dirección al mar, hasta que los árboles y los valles ocultaron de nuestra vista aquel templo terrible.
Finalmente, nos desplomamos sobre la hierba en la creciente oscuridad; y, hasta que salió la luna, estuvimos hablando acerca de aquel templo extraño, y del sobrecogedor destino que había estado a punto de alcanzarnos. Entonces, cuando la luna nos proporcionó luz suficiente, desenrollamos el pergamino y el holandés se inclinó sobre él, extendiéndolo con sus enormes manazas y forzando la vista para leer bajo aquella luz plateada.
Los años se alejarán con paso quedo y la muerte me hallará en la oscuridad del Tiempo antes de que logre olvidar el gélido esplendor sobrenatural de la argéntea luz de la luna iluminando las columnas de mármol y los altares en ruinas que se alzaban a nuestro alrededor, el destello del oscuro océano, más allá de los silenciosos árboles en penumbra, y la voz del holandés resonando con incesante monotonía mientras mareantes paisajes de edades perdidas discurrían frente a nuestra consciencia.
Escrito durante la segunda mitad de 1929