PARTE I

¡Brruuum! ¡Un destello de llamaradas pareció desgarrar el mismísimo cielo! Un terrorífico estampido, como el de toda una batería de cañones descargando un gran proyectil. Un enloquecido tumulto; voces gritando, órdenes e instrucciones; y, por encima de todo ello, el estruendo de las olas.

Un vistazo breve, fugaz, a una gran mole alzándose a babor, con burbujas verdes y fosforescentes recubriéndola por doquier… ¡Y después el impacto!

Vagas impresiones —tan borrosas y confusas como mi propia conciencia—, obtenidas de reojo durante aquella extrañísima batalla, en un mar de medianoche, a más de dos mil kilómetros de tierra firme.

Me encontré a mí mismo flotando agarrando a una viga de madera, azotado por las olas y sumergido hasta la cintura. Una tenue luna pendía sobre el océano y fue gracias a su luz por lo que pude distinguir, lejos, al Sur, en el horizonte, una vasta mancha borrosa, que se iluminó en uno y otro momento con destellos de fuego. Aquí y allá flotaban restos de un naufragio.

Entonces, en el agua, al alcance de mi mano, algo se agitó y salpicó; mi carne se encogió por el miedo a los tiburones. Levanté las piernas y las deposité como pude sobre el tablón sobre el que tan precariamente flotaba.

La cosa provocó más salpicaduras, cada vez más cerca, y comprobé que se trataba de un hombre. Me dejé llevar por mi primer impulso y, extendiendo un brazo, le arrastré hasta el fragmento de madera, aunque al hacerlo estuve a punto de que nos hundiéramos los dos.

Apenas pude distinguirle bajo aquella luz tan tenue, de modo que aguardé a que me hablara. Él tosió, escupió agua y dijo:

—Esos condenados yanquis han hundido nuestro barco, ¿eh?

Me enardeció una cólera feroz.

—¡Sí! —espeté—. ¡Y yo voy a hundirte ahora mismo a ti… boche!

Profirió una exclamación de asombro, y me abalancé contra él. Allí, sobre el tablón, luchamos en silencio. Apoyados en nuestro único soporte, frente a frente, forcejeamos y nos golpeamos, sin lograr nada en especial, hasta que el tablón volcó y nos precipitó a ambos en el agua.

Nos sumergimos uno junto al otro, y descendimos más y más, hasta que mis ojos comenzaron a percibir pequeñas luces. Entonces nadamos hacia arriba, salimos a la superficie, volvimos a zambullirnos peleando y de nuevo emergimos.

En ese instante, cuando volvíamos a salir a la superficie, logré liberar una mano y le propiné un derechazo en la mandíbula con todas mis fuerzas. No llevaba más que la mitad de la potencia que habría tenido en una pelea sobre el suelo pero, dado que se encontraba casi exhausto, el alemán se desplomó, aparentemente inconsciente.

Le solté, y se hundió en silencio. Entonces, llevado por un impulso, me zambullí tras él; le agarré de la manga y le devolví a la superficie, y cargué con él hasta que encontré un nuevo tablón a flote. Tras intentarlo un rato, conseguí auparme sobre él, sin soltar a mi desmayado enemigo. Provengo de una raza carente de lógica. Ni siquiera me planteé que estuviera haciendo algo fuera de lo común, al arriesgar mi vida para salvar a un enemigo al que, apenas unos segundos antes, estaba arriesgando mi vida para matar.

Izarle hasta el tablón fue una tarea larga y difícil, unida al riesgo de volcar nuestro precario salvavidas, pero cuando al fin lo conseguí, me tendí sobre la madera, completamente agotado.

En primer lugar, tomé la precaución de registrar a mi acompañante en busca de armas. Al igual que yo, no llevaba más que unos pantalones de marinero, un cinturón ancho y una camisa rasgada. Encajado a la altura de su cintura, entre el pantalón, encontré un revólver de cañón largo que no había tenido ocasión de emplear durante la pelea. En sus bolsillos encontré varios cartuchos para el arma.

Metí las balas en mis bolsillos y, al hacerlo, comprobé que aún llevaba conmigo mi largo y afilado cuchillo que tan popular me había hecho entre mis compañeros de tripulación.

Al cabo de un rato, el alemán gruñó y se incorporó renqueante. Le apunté con su propio revólver.

—Bájalo —gruñó—, no pienso escapar. Por Dios que he tenido suficiente.

—Más te vale portarte bien, o recibirás mucho más —avisé.

—Bah, cállate —replicó, mientras yo jadeaba tan furioso como sorprendido.

—Dime —inquirí—. ¿Quién manda aquí, alemán?

—Escúchame con atención —repuso—. Vuelve a llamarme alemán y volveré a darte un sopapo, tanto si tienes mi arma como si no. Nací en Ámsterdam.

—Pues entonces, ¿qué narices hacías en la marina alemana?

Se encogió de hombros con impaciencia y me dio la espalda con un gesto de desdén.

Disgustado, proferí un improperio y contemplé el silencioso océano, mirando hacia donde la batalla naval parecía seguir su curso.

—Condenados krauts… habéis hundido nuestro barco —dije con saña.

—Ah, cállate —repuso malhumorado—. ¿Acaso vosotros, malditos yanquis, no habéis hundido también el barco en el que yo navegaba?

—Y bien que me alegro de ello —repliqué, antes de caer en un silencio despectivo.

Las olas golpeaban suavemente nuestra improvisada balsa. Una brisa ligera agitó la superficie del océano. Tan calmo y sereno como parecía, no era para mí sino una gran bestia que jamás dormía, que observaba sin cesar con sus ojos entrecerrados, aguardando, esperando… no pude evitar estremecerme. Observé las estrellas y la tenue luna que flotaba ahora en el horizonte occidental. Pensé en lo absurda que resultaba aquella situación. Dos insignificantes insectos humanos flotando sobre el inservible resto de un naufragio, a la deriva en aquel vasto y majestuoso esplendor, mientras balbuceaban iracundos acerca de los destinos de sus patéticas naciones.

No sin cierta languidez, pensé que todo aquello era absurdo. ¿Qué importancia tenía quién gobernaba el mundo, tanto si era el káiser o el presidente del capitalismo, los trabajadores o los emperadores? Los barcos no abundaban en aquel mar solitario, y el agua de mar era salobre. La luz del sol no tardaría en llegar y, con ella, los tiburones…

Me desperté poco a poco. Amanecía, y el mar brillaba como plata fundida. Al otro lado de la balsa se sentaba el holandés; empuñaba la pistola.

—¿Quién es ahora el jefe, yanqui? —preguntó con una amplia sonrisa.

—Deja de llamarme yanqui —grazné—. Yo nací en Virginia, si es que eso significa algo para tu cerebro porcino.

Ante mi sorpresa, depositó el revólver sobre la madera.

—Creo que deberíamos dejar de pelearnos y decidir qué es lo mejor que podemos hacer —dijo—. No podemos esperar ser rescatados, porque los barcos mercantes no abundan en estas aguas desde que comenzó la guerra en el Pacífico, y sé que la flota alemana tiene orden de dirigirse directamente a Vladivostok para ponerse en contacto con el gobierno de los soviets.

—No tenemos agua potable ni nada en absoluto —recalqué—. Parece como si hayamos llegado a nuestro final, holandesito.

—Aquí tienes tu cuchillo —me lo pasó—. Está bastante afilado.

Comprendí lo que pretendía decir y sentí un escalofrío.

El calor del sol comenzaba a ser inaguantable. Nos quitamos las ropas, las empapamos en el agua y nos las volvimos a poner, con lo que conseguimos refrescarnos por un tiempo. El mar parecía fresco y tentador pero no nos atrevimos a darnos el baño que tanto ansiábamos. De manera incesante, escrutábamos la tranquila superficie en busca de alguna señal de tiburones. Y al cabo de un rato atisbamos una aleta larga y triangular hendiendo las aguas. En un breve espacio de tiempo, una docena de bestias nadaba en círculos en torno a nuestra balsa.

—Tengo seis cartuchos en el arma, y unos pocos más que podrían servir en cuanto se sequen —dijo el holandés—. Pero deberíamos reservarlos por si hunden la balsa.

Durante todo aquel día, flotamos a merced de la brisa y las mareas. Durante todo el día, el sol ardió por encima de nosotros, secando nuestras ropas y disolviendo nuestro sudor. Durante todo el día, aquellas implacables bestias del mar nos rodearon sin cesar.

Al atardecer, estábamos enloquecidos por la sed. Una brisa ligera nos proporcionó algo de alivio pero no nos atrevimos a dormir por temor a caernos de la minúscula balsa, directos a las fauces de los aterradores depredadores que nos acosaban.

Una vez más, salió el sol, trayendo consigo un calor infernal. Lo contemplamos con apatía. Apenas podíamos permanecer despiertos, aunque dormir resultaba también imposible bajo aquel calor abrasador. Los rayos del sol se reflejaban en las aguas, directamente a nuestros ojos, hasta que nos quedamos casi ciegos.

Entonces, cuando el holandés cambió de postura, haciendo que se hundiera ligeramente una esquina de la balsa, un escualo surgió de las aguas, apoyándose sobre la madera y sus poderosas fauces se cerraron con fuerza a escasos veinte centímetros del brazo del holandés. El tiburón resbaló por el borde de la balsa y cayó al agua con un chapoteo, pero a partir de entonces, los escualos se volvieron más osados y estrecharon aún más el círculo en torno a nosotros. Tanto nosotros como el fragmento de madera que nos sustentaba estábamos casi al mismo nivel que el agua, y cualquier movimiento en falso podía provocar que volcáramos.

A última hora de ese día, el holandés perdió su camisa tras sumergirla un momento en el agua, para intentar refrescarse. Con un poderoso tirón de su mandíbula, un tiburón se la arrebató de las manos. Los brazos y los hombros de mi acompañante no tardaron en estar quemados por el sol y cuarteados. A pesar del estoicismo del que hacía gala, estalló en un torrente de improperios en contra del imperio germánico, contra los americanos que habían hundido su barco e incluso contra sí mismo, por meterse en una guerra en la que nadie le había llamado.

Mientras él rabiaba y maldecía, se me ocurrió una idea y me pregunté por qué no se me habría ocurrido antes.

No era más que una posibilidad desesperada, pero si tenía éxito, podría significar comida para nosotros. Me quité la camisa y le di instrucciones al holandés para que la sostuviera en alto y tirara de ella en el momento en que un tiburón la mordiera. Me tendí cerca del borde, cuchillo en mano. En el instante en que la camisa rozó el agua, la superficie bulló de forma salvaje. El holandés tiró con toda su considerable fuerza, nuestra balsa se agitó terriblemente y capté el atisbo de una forma sinuosa, casi ofidia que emergía de las profundidades, con varias filas de afilados dientes abriéndose y cerrándose, y unos espeluznantes ojos de pez, carentes de párpados, asomando a cada lado de un hocico repulsivo; hundí entonces mi cuchillo entre ambos ojos, clavando al tiburón a la tabla y matándole de esa única puñalada, o eso me pareció, aunque sus convulsiones estuvieron a punto de hacernos volcar. Sea como fuere, faltó muy poco para que cayéramos al agua y los otros tiburones se agitaron en derredor, frenéticos por la visión y el hedor de la sangre. Por repulsivo que pueda sonar, hicimos filetes de nuestra presa y bebimos su sangre, devorando también su carne dura e insípida.

Aquello nos revivió de un modo considerable y resultó ser bastante beneficioso pues, cuando los tiburones acosaron la balsa unos minutos después, les arrojamos pedazos de carne y, al pelearse por desgarrarla, se olvidaron de nosotros.

Comenzaba a atardecer cuando, lejos, al Este, divisé en el horizonte una tenue línea que no era parte del océano. Forzamos la vista y el holandés declaró que incluso podía divisar algunos árboles, aunque creo que su deseo influyó bastante en su creencia. Cuando cayó la noche, no pudimos discernir nada más, pero intentamos orientar la balsa en aquella dirección lo mejor que pudimos. Indiferentes a los tiburones empleamos nuestras manos para remar en esa dirección.

Nuestro avance fue lento pero firme y, poco después, la luna salió, gloriosa y fulgurante, bañando el mar con una atrevida luz plateada. Y, al frente, a una gran distancia, avistamos tierra. Distinguimos árboles y lo que parecía ser una costa rocosa de acantilados escarpados.

El holandés juró haber escuchado un rugido apagado, pero yo no pude oír nada. Poco después fuimos conscientes de que la balsa se dirigía hacia la isla —si es que se trataba de una isla—, moviéndose por sí sola, y dedujimos que la corriente nos llevaba hacia allí.

Fue en ese momento cuando empecé a escuchar el rugido del que había hablado el holandés. Se fue haciendo más grande según nos acercábamos a la isla, y nuestra balsa ganó velocidad de un modo sorprendente. Los altos acantilados que habíamos observado al principio aparecieron delineados en su escarpada altitud y, al mirarlos, comencé a preguntarme si seríamos capaces de escalarlos, suponiendo que no fuéramos proyectados contra ellos con una fuerza terrorífica, lo cual parecía bastante probable, pues para entonces la balsa avanzaba a una velocidad que quitaba el hipo. El rugido había crecido hasta llenar el aire y apenas acertábamos a oírnos entre nosotros.

El holandés dio un grito y, apartando mi mirada de los acantilados, descubrí la fuente de aquel rugido. A varios centenares de metros de la base de los acantilados el agua bullía y rugía en torno a los bajíos más enloquecidos que hubiera visto jamás.

Altas rocas que sobresalían de los bancos de arena rugían contra las aguas, como si nos estuvieran invitando. Las rocas sobresalían del agua en varias filas, como si se tratara de las mandíbulas de un tiburón. Y, según nos acercábamos a ellas, divisé un área de agua en calma entre los bancos de arena y rocas, y la base del acantilado… unas aguas asombrosamente tranquilas y en reposo. Por el contrario, el agua en torno a los bajíos de arena y roca parecía poseer vida propia. ¡Algo bullía a su alrededor, en gran número!

La corriente, que nos arrastraba hacia aquella mazmorra de Davy Jones, había adquirido para entonces la velocidad más terrorífica que nadie pueda acertar a imaginar. Apenas lográbamos mantenernos sobre la balsa. Llegamos entonces a los primeros bajíos, y el rugido pareció llenarlo todo… el cielo, el mar, el universo al completo. Nuestra balsa giró sobre sí misma, chocando con varias rocas, mientras nosotros hacíamos lo posible por mantenernos en su parte central, aferrándonos a ella con uñas y dientes.

Y entonces vimos por qué las aguas en torno a las rocas parecían hervir de vida. Aquello estaba atestado de tiburones. No acierto a imaginar cómo podrían vivir en aquellos bajíos aterradores, pero había cientos, miles de ellos, saltando como salmones gigantes, abriéndose camino y, en ocasiones, destrozándose contra las prominencias rocosas al saltar en el aire.

Ocurrió entonces un suceso tan extraño y, al mismo tiempo, tan simple, que dudo que algo así haya acontecido jamás en el mundo, o vuelva a hacerlo de nuevo.

Nuestra balsa se dirigía directa contra unos de aquellos salientes rocosos, mientras, a nuestros lados, los fieros escualos navegaban junto a nosotros, con sus aterradoras fauces abiertas, brillando plateadas a la luz de la luna. Entonces, justo antes de estamparnos contra aquella roca, otra de menor tamaño alteró nuestro rumbo. Por imposible que pueda parecer, a partir de allí se formó una ola enorme que alcanzó los quince metros de altura, impulsándonos por encima de la roca… ¡con la balsa y nosotros justo en lo alto de la ola! El fragmento de madera se alzó sobre su parte más plana, con dos pobres seres humanos aterrorizados y sin atreverse a soltarse. Tras pasar por encima de al menos media docena de rocas, volamos al menos treinta metros por los aires y fuimos a caer a la zona de aguas en calma, en la base del acantilado.

Frenéticos por el miedo a los tiburones, pataleamos y remamos en dirección a la pared rocosa. Unos doce metros después, nuestros pies tocaron el fondo arenoso, y descubrimos que, justo frente a los acantilados, la profundidad del agua era de poco más de un pie. Pero escalar aquella pared rocosa parecía tarea imposible.

Ante nuestro asombro, no parecía haber tiburones en aquellas aguas calmas. Podíamos verlos saltando en los bancos de arena, a menos de cien metros de nosotros, pero ninguno se acercaba siquiera a la pared del acantilado.

No obstante, no pensamos demasiado acerca del por qué de dicho fenómeno, pues nos hallábamos enfrascados en dilucidar cómo encontrar alguna vía de acceso a la isla que se alzaba por encima de nosotros. Algo que, aparentemente, los acantilados no nos iban a permitir. Se alzaban frente a nosotros, altos, resbaladizos e inescalables. Y no parecían descender en ninguna parte, al menos en lo que acertábamos a vislumbrar de la línea de la costa.

Por lo que pudimos deducir, toda la isla debía de estar circundada por una alta muralla rocosa, frente a la cual había una zona de aguas en calma, o al menos eso es lo que nos pareció por lo que podíamos distinguir.

—¿Dónde se supone que estamos? —grité por encima del estruendo de los bajíos.

El holandés negó con la cabeza.

—Jamás he oído hablar de una isla como esta —bramó.

Me pregunté cómo nos las arreglaríamos para ganar acceso a la isla. La pared rocosa parecía muy sólida y no solo ascendía casi en vertical, sino que se curvaba hacia fuera al llegar a lo alto, presentando una superficie cóncava, a la que resultaba imposible aferrarse.

Le hice una señal al holandés y comencé a rodear la base del acantilado. Con suerte, encontraríamos algún punto menos escarpado.

No habíamos avanzado demasiado cuando llegamos ante una especie de abertura natural en la roca. Se trataba de un agujero casi redondo, de poco más de dos metros de diámetro, justo por encima de las aguas en calma. Estaba oscuro y no resultaba especialmente invitador.

—Tengo cerillas en una cajita a prueba de agua —dijo el holandés y, tras asomarse a la oquedad, encendió una de ellas. Lo que vimos nos provocó un jadeo de asombro a los dos. En lugar de descender, la caverna ascendía hacia lo alto, y un tramo de escalones, toscamente labrados en la roca viva, desaparecía en la oscuridad, allá en lo alto.

Cuando la cerilla fluctuó y terminó apagándose, el holandés y yo retrocedimos un paso y nos miramos, asombrados.

—Las escaleras suben —señaló el holandés con un tono de evidente excitación—. Te apuesto uno de tus dólares a que suben hacia la isla que hay en lo alto —con la excitación, mezcló las palabras en inglés con algunas en holandés, pero no tuve problemas para entenderle. Yo había pensado lo mismo.

No se me ocurrió un plan mejor que subir por aquellas escaleras, a donde quiera que nos condujeran. De modo que entramos y ascendimos, tanteando en la oscuridad y arañándonos los tobillos con las escaleras, pues empleamos muy pocas de las cerillas.

Durante cierta distancia, los escalones ascendían, pero después llegamos a una superficie plana que parecía ser el lecho de otra caverna o una continuación de la misma.

Fuera lo que fuera, era amplia, pues no acertamos a tocar ninguno de sus extremos, a pesar de hallarnos en la zona central. Le dije al holandés que encendiera otra cerilla, pues no me atrevía a perderme en lo que seguramente podía ser un laberinto de pasadizos.

La tenue luz mostró que nos encontrábamos en una gran caverna que discurría en ángulo recto hasta las escaleras por las que habíamos subido y, como no sabíamos muy bien hacia dónde dirigirnos, giramos a la derecha y proseguimos el camino. Al cabo de un rato, la caverna se estrechaba hasta un nuevo tramo de escaleras. Subimos por ellas. Resultó ser más breve que el anterior y, poco después, desembarcamos en una caverna similar a la que habíamos abandonado, pero algo más pequeña, según mostró la luz de una nueva cerilla.

Fue entonces cuando un olor peculiar y una tanto desagradable comenzó a hacerse notar. Al principio era tan vago e ilusivo que apenas resultaba perceptible, y el holandés se rio de mí cuando lo mencioné. Pero según fuimos avanzando, el olor se tornó más perceptible.

La caverna continuaba en la distancia y avanzamos en la oscuridad. Al tantear las paredes, nos topamos aquí y allá con lo que parecían ser accesos a otras cavernas. No entramos en ninguna de ellas, pues estábamos decididos a permanecer en la caverna o pasaje principal, seguros de que, tarde o temprano, nos conduciría a la superficie. Me dio la sensación —y después se demostró correcta—, de que la caverna no discurría en línea recta, sino que tenía numerosas curvas y vueltas, aunque la superficie del suelo se mantenía al mismo nivel.

Poco después fui consciente de que aquel hedor se había vuelto más pronunciado. Por extraño que pueda resultar, parecía haber algo repulsivo y amenazador en aquel olor. Me puse nervioso. Sentí escalofríos y no cesaba de mirar detrás de mí. De repente, la oscuridad parecía haberse convertido en algo malicioso y tangible, dispuesto a saltar contra nosotros desde nuestras espaldas.

Me disponía a comentárselo al holandés cuando, de súbito, un sonido suave y sigiloso llegó a mis oídos. Escuché y, por alguna razón, el vello de mi nuca se erizó. El sonido era tan tenue, tan suave, que casi parecía un truco de la imaginación, pero sentí un deseo enloquecido de salir huyendo frenéticamente. Me quedé quieto, escuchando, pero no lo oí.

Habíamos avanzado una corta distancia cuando volví a escuchar aquel sonido. Me detuve, haciendo una señal al impaciente holandés para que guardara silencio y escuché. Una vez más aquel sonido… muy suave, muy sigiloso… como si algo intentara arrastrarse en silencio. Aunque, de un modo horrible e inexplicable… ¡No sonaba como si caminara o se arrastrara! Me estremecí. ¿Sería tan solo un murciélago o alguna otra criatura menor, o bien se trataba de algo que nos seguía, esperando una oportunidad para caer sobre nosotros?

Tras decirle al holandés que caminara con cuidado, siguiendo mis pasos, retrocedí hacia el lugar en que aquella cosa debía estar acechando, a menos que mi mente y mis oídos me estuvieran jugando una mala pasada. Pero no había avanzando ni media docena de pasos cuando fui presa de un horror tan inexplicable que me detuve en seco y, maldiciendo mi cobardía, retrocedí sobre mis pasos. La impresión de algún tipo de horror acechándome en la oscuridad, aguardando para devorarme, había sido demoledora.

—¿De qué se trata? —inquirió el holandés en tono petulante—. Verdamnt, ¡menuda peste!

Tras hacerle callar, seguí avanzando por la dirección que llevábamos al principio.

No habíamos caminado ni una docena de pasos cuando volví a escuchar una repetición de aquel sonido. Justo en ese momento, mi mano tanteó una de las entradas que daban acceso a otras cavernas a partir de la principal y caminé al interior con presteza, arrastrando conmigo al holandés y haciéndole guardar silencio. Permanecimos a la escucha. Poco después, el sonido volvió a repetirse, en esta ocasión más fuerte y cercano.

El olor se tornó más intenso, invadiendo toda la atmósfera. Entonces lo oímos. Los dedos del holandés se cerraron en torno a mi hombro como si fueran zarpas de acero. Sentí nauseas. El sonido no se parecía a nada que hubiera escuchado jamás, aunque indudablemente se trataba de algo que se movía en la oscuridad, acechando. Imaginad docenas de enormes serpientes deslizándose sobre un lecho rocoso, arrastrando consigo una masa descomunal, pulposa e inestable… resulta impensable. Semejante descripción escapa a la imaginación, pero eso, y nada más que eso, era lo que sugería el ruido que esa cosa hacía al desplazarse. Se arrastró por la caverna dejando tras de sí un hedor espantoso, mientras pasaba junto a nuestro escondrijo. Si aquella cosa era un animal, ciertamente no tenía sentido del olfato, pues pasó a escasos tres metros y medio de nosotros. Permanecimos allí agazapados y escuchando hasta que aquel sonido desapareció por el extremo del pasadizo. Ya no había duda alguna. Algo nos acechaba en la oscuridad.

Me disponía a continuar por el pasadizo cavernoso, por la misma dirección que había tomado aquella cosa, pensando que, aún así, era el curso de acción más seguro, pero el holandés temía que el ser estuviera esperándonos. De manera que encendimos una cerilla, con gran cuidado y escudándola con las manos para que su luz no saliera al corredor exterior; descubrimos entonces que nos encontrábamos en un estrecho pasadizo que derivaba de la caverna principal. Lo seguimos durante cierta distancia, hasta llegar a una gran sala de planta circular. Supusimos que debíamos estar cerca de la superficie, pues se hallaba vagamente iluminada por una luz que —era evidente—, se filtraba desde arriba.

Cuando nuestros ojos se hubieron acostumbrado a aquella tenue luz, descubrimos que aquella estancia o caverna en la que habíamos penetrado era sencillamente inmensa. Las paredes se perdían en la vaga lejanía y apenas acertábamos a discernir la parte más alta del techo.

Otras puertas aparecían a distancias más o menos regulares en torno a la caverna, y todas ellas apuntaban a la teoría de que la mayor parte de aquello era obra del hombre.

Caminamos hacia el centro de la caverna, y fuimos conscientes de una gran forma que se alza, difusa, cerca de la pared más alejada de nosotros. Nos acercamos con cautela y quedamos sorprendidos con lo que descubrimos. Frente a nosotros se alzaba una imagen enorme, tallada en la roca sólida de la caverna. Con una forma que recordaba a un hombre, se elevaba al menos hasta unos nueve metros de altura. El estilo era algo tosco, pero demostraba una gran habilidad. Las piernas estaban arqueadas y dobladas; una gran mano permanecía un poco más adelantada agarrando una especie de símbolo obsceno, mientras que la otra mano, bajada en ángulo recto al enorme torso, aparecía abierta, con un gesto que sugería que pretendía agarrar algo. El rostro era un estudio de arte bestial. Unos labios plenos y sensuales se abrían ante unos grandes colmillos torcidos; una nariz malformada y una frente baja y repulsiva… toda aquella cosa, aunque fuera una tosca obra maestra, resultaba repelente en extremo. Toda la figura daba la impresión de deformidad, pero debida a un diseño elaborado, no a una artesanía de poca calidad. Era como si el artista desconocido hubiera pretendido exactamente eso, y lo hubiera logrado, al plasmar una cosa, un medio humano, deformado en su mente, en su cuerpo y en su alma.

El holandés se estremeció.

—Vaya una verdamt estatua. ¿A quién le podría gustar algo así?

—Es una estatua del káiser, holandesito —me burlé—. No, ahora que lo pienso, no lo es. Es demasiado guapo.

Replicó con desprecio y entonces se fijó en otra cosa.

—Mira.

Frente al ídolo había una gran roca, cuya parte superior estaba pulida, como por siglos de uso. En uno de sus laterales de abría una especie de grieta o canal, y toda aquella pieza estaba manchada de una sustancia negruzca, ya seca. Al igual que el ídolo, estaba polvorienta, como si llevara mucho tiempo sin ser usada.

—Ofrecían sacrificios humanos —señaló el holandés.

—Escucha —repuse—. Debemos estar cerca de la superficie y ha de existir una manera de salir de esta caverna. Tendría que haber una escalera, para subir. Tú ve por allí, que yo miraré por aquí. A ver si encontramos el modo de salir de esta maldita caverna. Tiene que haber alguna escalera.

Me dirigí al otro extremo de la caverna y comencé a examinarla con detenimiento.

Mientras me hallaba así entretenido, escuché como el holandés profería un salvaje alarido, y oí también el sonido que habíamos escuchado en la caverna principal. Crucé la estancia a toda prisa y contemplé una visión tan aterradora como bizarra. El holandés estaba atrapado por un pulpo gigantesco. ¡Pero menudo pulpo! Los peces diablo y las ballenas que he visto parecerían juguetes a su lado. Sus tentáculos, enormes y ondeantes, parecían árboles espeluznantes, mientras que su torso, tan deforme como colosal, hacía que el grandullón al que tenía aferrado pareciera un enano. Me parecía, más que un mero pulpo gigante, que, por su apariencia, bien podía tratarse de uno de esos krakens legendarios, descritos en la antigüedad, que eran capaces de tragarse barcos enteros. Y estoy seguro de que aquella cosa que pretendía devorar al holandés, podría haberse tragado perfectamente un velero. Me abalancé contra aquella cosa, apuñalando a diestro y siniestro con mi cuchillo y, de inmediato, me encontré acosado por una docena de grandes tentáculos que me arañaban la piel de los brazos y las piernas, intentando pulverizarme. Los tentáculos, flexibles y gomosos, resistían mis puñaladas y, en un instante, mi brazo derecho quedó inmovilizado por un tentáculo. Forcejeando con desesperación, pasé el cuchillo a mi mano izquierda y lo hundí hasta el fondo en aquel cuerpo viscoso.

A pesar de hundir el cuchillo hasta la empuñadura en repetidas ocasiones, las puñaladas no parecían tener más efecto que provocar que la criatura se esforzara más por aniquilarnos. La presión sobre mis miembros se tornó terrible, y mis sentidos comenzaron a abandonarme. Entonces se produjo un destello, una explosión atronadora. Entonces, me descubrí a mí mismo incorporándome, mareado, desde el suelo de la caverna, y escuché cómo el pulpo se alejaba por una de las salidas laterales.

El holandés me sacudió.

—¡Deprisa! ¡Deprisa! —gritó—. Logré liberarme una mano y le disparé, pero el brazo se me movió hacia arriba y no le acerté, de modo que volverá en cuanto se recupere de la sorpresa. ¡Tenemos que salir de aquí!

Tambaleándome, me puse en pie y le seguí por la caverna. Corría con poco estilo, pero era muy veloz para ser un hombre de ese tamaño.

Al llegar al ídolo, comenzó a trepar por él. Comprendiendo lo que tenía en mente, me encaramé al otro lado. Trepé con cierta facilidad y, poco después, nos encontramos subidos a los enormes hombros de la imagen, agarrados a la repugnante cabeza para no caer. Permanecimos así unos instantes, hasta que escuchamos el siseante sonido del pulpo. El terror me provocó escalofríos. Aquella cosa podía llegar hasta nosotros con sus tentáculos, arrancándonos de la estatua, y entonces…

—Sujétame para que no me caiga —dijo bruscamente el holandés. Subió con cuidado a la cabeza del ídolo, abriendo las piernas para mantenerse equilibrado. Tanteó la pared aquí y allá y, entonces, apretó con todas sus fuerzas en un punto concreto de la roca. Ante mi asombro, una sección cuadrada de unos dos metros se deslizó hacia abajo, y a punto estuvo de hacernos caer.

La luz inundó la caverna. El holandés se coló por la abertura que acababa de surgir, y me ayudó a subir. La trampilla de losa volvió a colocarse en su sitio, y la minúscula rendija que el holandés había logrado distinguir cuando estábamos abajo, resultó ahora claramente discernible.

Nos encontrábamos en una habitación pequeña. Una escalera conducía hacia arriba. Según comenzábamos a subir por ella, escuché un sonido repulsivo al otro lado del muro. El pulpo había vuelto a entrar en la caverna circular. Seguimos subiendo por las escaleras, hasta llegar a un techo de roca. El holandés apretó el hombro contra la parte de techo que se alzaba justo sobre las escaleras y empujó hacia arriba. Lentamente, una trampilla de roca se deslizó hacia arriba y hacia afuera, y salimos, al fin, a la luz del día de primera hora de la mañana.

Nos encontrábamos en lo que parecían ser las ruinas de un templo antiguo. El tejado, si es que alguna vez lo tuvo, se había desplomado hacía ya mucho tiempo. Los antiquísimos muros estaban decrépitos. Su tamaño debía de haber sido considerable, pero las paredes se habían ido desplomando hasta tal punto que resultaba imposible deducir el estilo original de su arquitectura. En su punto más elevado, el muro alcanzaba los tres metros de altura, aunque en algunos puntos se había ido derrumbando hasta quedar al nivel del suelo. Una gran parte de las ruinas estaban cubiertas de musgo y líquenes.

Todo el lugar estaba situado en lo alto de una pequeña montaña, cuyas laderas descendían de un modo un tanto escarpado. Un bosque de árboles se elevaba hasta lo alto, carente de arbustos o sotobosque, y discurriendo a cada lado de la base de la montaña, excepto en su parte oriental, donde apenas crecía nada.

Fue en esa dirección, a varios kilómetros de distancia, donde divisamos el borde de los acantilados y, más allá, el océano.

Al sur, elevándose en la distancia por encima de los árboles, se alzaba lo que parecía ser una pequeña cordillera. Aunque no debía de encontrarse a demasiados kilómetros poseía una apariencia vaga y nebulosa, casi ilusoria, que sugería una gran distancia. De hecho, dicha ilusión era tan fuerte que el holandés creyó que habíamos desembarcado en tierra firme, en algún continente, y que estábamos contemplando una gran cordillera situada a cientos de kilómetros.

La isla entera presentaba un cierto aspecto ilusorio. Todo estaba en silencio: ningún pájaro cantaba entre los árboles, y la isla no parecía contener animales pequeños en el suelo o los árboles, las hojas de los cuales no se agitaban por brisa alguna. De algún modo, el conjunto daba la impresión de poseer una antigüedad increíble. Un aire de mustia vetustez flotaba por doquier, fortalecido por el aspecto de aquel viejo templo en ruinas.

El hambre y la sed que sentíamos comenzaron a hacerse patentes mientras descendíamos por la colina en dirección al bosque. Como ya he mencionado, había muy pocos arbustos, casi ninguno. Los altos árboles se alzaban hasta una elevación sorprendente, incluso para una isla en esa parte del mundo, donde la vegetación alcanza un notable estado de desarrollo. Siendo marinos los dos, ninguno teníamos demasiada idea de qué árboles podían ser aquellos, aunque el holandés juraba que jamás había visto ni había oído hablar de nada parecido.

No pasó mucho tiempo antes de que encontráramos unas frutas —una especie de mangos— y comimos hasta hartarnos. Comenzamos entonces a buscar agua potable. El suelo, prácticamente desprovisto de vegetación pequeña, ascendía ligeramente hacia el sur, de modo que tomamos esa dirección, con la idea de encontrar algún arroyo que naciera en las montañas del sur. Pero lo que encontramos no era ningún riachuelo, sino un manantial que brotaba de la parte central de una arboleda.

Bebimos a placer y el holandés, alzando la vista, comentó:

—Oye, yanqui, ¿no te parece que este es un manantial un poco raro para esta isla?

Miré con mayor atención. Lo que había tomado por el lecho natural del manantial era, en realidad, una especie de cuenco de piedra encastrado en el suelo. El manantial burbujeaba a través de agujeros en el fondo y sus bordes mostraban extrañas líneas y figuras.

Me fijé entonces en que los árboles que rodeaban el manantial crecían formando un círculo perfecto, algo que habría resultado imposible de haber crecido salvajes.

—Tiene que haber hombres en esta isla —señaló el holandés, olvidándose de su teoría de que estábamos en tierra firme.

Caminamos sin rumbo fijo y no pasó mucho tiempo antes de toparnos con otras señales que apuntaban a la obra del hombre. Aquí y allá, pequeños templos en ruinas se alzaban, destartalados, por entre los árboles. Tan viejos, tan decadentes eran, que su estilo arquitectónico resultaba un misterio.

Poco después, el holandés dio voz a un pensamiento que también había estado rondando por mi mente.

—¿Por qué se escucha el rugir de los bajíos?

—Las montañas se curvan hacia fuera —sugerí—, y a lo mejor el sonido rebota en ellas.

No tengo idea de si mi teoría era o no correcta. Pero lo cierto era que, en toda la isla, el estrépito de los acantilados se escuchaba como un murmullo continuo, sobre todo con la marea alta.

Tras girar del sur al este, nos abrimos camino por el bosque en dirección a la línea costera. Allí, las montañas se alzaban aún más que en la zona de la isla donde habíamos desembarcado, presentando una apariencia rugosa, que iba descendiendo poco a poco hasta llegar al nivel de las aguas. Con cierta dificultad, trepamos a las rocas, observamos el mar y contemplamos una escena extrañísima.

La marea estaba baja. Gigantescas y escarpadas, las grandes rocas alzaban al aire sus altas y afiladas puntas. Resultaban aterradoras, con el mar batiendo embravecido contra ellas. Pero al quedar desnudas y a la vista, resultaban monstruosas. Aquí y allá, algunos peces, e incluso tiburones, saltaban en el aire pasando junto a ellas. Entre aquellos dientes rocosos y la base de los acantilados, se extendía una extensión de arena, que la marea alta cubría, tornándola en un estanque plácido y calmado.

El holandés encogió sus poderosos hombros.

—Si la corriente lo atrapara, esas rocas serían capaces de hundir un barco de guerra.

Permanecimos observando la escena cuando, de repente, escuchamos un sonido que nos hizo respingar de sorpresa. Desde algún lugar de las cercanías nos llegó la música más hermosa que hubiera oído jamás.

El holandés me agarró el brazo y escuchamos. Una brisa tenue sacudió nuestros cabellos. Suave, baja e indescriptiblemente dulce, la melodía inundó el aire, pareciendo provenir de todas las direcciones. Aún así, no se trataba de una melodía, tal como se conoce en el mundo moderno, ni tampoco poseía un tono distintivo. Pero carecía de discordancias o notas mal ejecutadas. Todo se mezclaba de un modo suave, maravillosamente perfecto, como si una mano maestra tocara y distribuyera las líneas de sonido. Embrujadora, encantadora, ensoñadora, extática, como si procediera de la flauta del mismísimo dios Pan… Y aún así, fui vagamente consciente de que bajo toda su asombrosa belleza discurría una nota más baja, paradójicamente siniestra, casi repelente.

El holandés seguía escuchando, embrujado, casi en éxtasis.

Sus dedos se clavaron en mi brazo cuando me miró, centrando sus ojos grises en los míos de un modo extraño.

—¡Las Lorelei! —susurró—. ¡Son cantos de sirenas! ¡Los cantos que escuchó Ulises! Vamos, ven ¡Vamos!

Y, ante mi horror, se lanzó en dirección al borde del acantilado. Con la mente paralizada por el asombro, caminé tras él.

Recordé todas aquellas leyendas de la antigüedad. ¿Podrían ser ciertas? ¿Existieron en verdad aquellas criaturas semihumanas que acechaban a los hombres desde aquellas rocas, embrujando a los marinos y arrastrándoles a su destrucción?

¡No, no! Mi mente, mi razón, protestaron. Aquello sería contrario a la naturaleza.

Me arrojé contra el holandés, obligándole a retroceder. Me apartó de un manotazo, se encaramó al borde y señaló hacia abajo.

Contemplamos unas figuras blancas y delgadas, apenas distinguibles desde la curva de la pared del acantilado… esbeltas, desnudas, exquisitamente formadas… toda mi alma se convulsionó.

La música se detuvo de repente. Casi en el borde del acantilado, el holandés se detuvo en seco y retrocedió a trompicones. Me miró, parpadeando y con expresión estúpida.

—Eran mujeres —dijo medio enloquecido—. Fue su música… estaba dispuesto a tirarme por el acantilado para reunirme con ellas. Ha sido por su música, ja.

Incorporándome, le agarré y sacudí.

—¡Escúchame! —grité con una furia extraña—. ¡Todo eso es un mito! ¡Una leyenda! Voy a mirar. Sujeta mis piernas.

Me descolgué por el borde, con el confuso holandés sujetando mis piernas. En verdad se trataba de sirenas, y muchas, además, pero mi cordura regresó. Pues se encontraban esculpidas en la cara del acantilado con una habilidad consumada, o mejor dicho infernal. Hice, además, otro descubrimiento. Estaba a punto de decirle al holandés que me subiera cuando se alzó de nuevo una suave brisa. Al instante, aquella música extraña volvió a surgir. Descubrí entonces que en la cara del acantilado

existían numerosos agujeros diminutos. Tras mirar por arriba, más allá del borde, descubrimos otros muchos. La cosa estaba clara. Alguna mano maestra había confeccionado aquellas imágenes sobre la superficie del acantilado, horadando también aquellos agujeros con una habilidad tan increíble que producían la melodía que habíamos escuchado cuando el viento soplaba a través de ellos. Pero ¿por qué?

Sea como fuere, nos marchamos de aquellos Acantilados Melodiosos lo más deprisa que pudimos.

El día estaba ya avanzado. Tras una breve discusión, acordamos regresar al templo en ruinas, encima de la apertura de la caverna, y pasar allí la noche.

Casi había oscurecido cuando nos dejamos caer sobre unas camas caseras confeccionadas con ramas y musgo. A pesar de lo incómodas que resultaban, no tardamos en dormirnos.

Cuando me desperté, vi que el holandés se había incorporado y observaba el bosque.

Se giró hacia mí y gracias a la luz de la luna pude observar en sus ojos una expresión muy parecida a la que mostró al escuchar la música de los Acantilados Melodiosos.

—Escucha.

Forcé los oídos para captar el lamido de las olas contra los distantes acantilados; el murmullo del viento de la noche; el golpeteo de una rama contra otra. No oí nada. Absolutamente nada.

—El silencio —susurró el holandés—. Silencio absoluto. Es como si fuéramos los últimos hombres sobre la tierra.

Miré hacia el bosque. Ninguna brisa se agitaba desde sus profundidades. La luz de la luna no lograba penetrar por entre sus ramas. No escuché nada. No vi nada. Y aún así me pareció como si unos ojos aterradores nos observaran desde la oscuridad, esperando, aguardando…

Una débil brisa agitó entonces las ramas. Desde los Acantilados Melodiosos se alzó, susurrante, un vago hálito melodioso, dulce, embrujador, repelente. Me estremecí.

Volví a despertarme una vez durante la noche. Me desperté y escruté el bosque una vez más. Me pareció como si una sombra se deslizara desde la base de la ladera hasta la profunda oscuridad de las sombras.

Dormí hasta que el sol estuvo en lo alto y me levanté, mirando sorprendido en derredor. ¡El holandés no aparecía por ninguna parte!

Estaba a punto de llamarle a gritos cuando la trampilla oculta en el suelo del viejo templo se levantó, y él apareció por ella, subiendo a rastras.

Le pregunté dónde había estado y rehusó contestarme. Pero luego, mientras nos disponíamos a desayunar las frutas que habíamos recogido, dijo desafiante, pero sin mirarme a los ojos:

—He bajado a la habitación que da a la caverna circular, y he mirado por la ranura en la trampilla secreta. ¡Y el ídolo gigante ya no estaba allí!

Jadeé con asombro.

—Pero ¿quién puede haberlo movido? Sea como fuere, a mí me da igual.

Se encogió de hombros.

Aquel día lo dedicamos a explorar la isla. No íbamos a poder recorrerla en un solo día, pero al menos nos haríamos una idea de su tamaño. Poseía una forma un tanto ovalada y yo diría que debía medir alrededor de setenta kilómetros de largo por unos veinticinco de ancho, en sus extremos más separados.

Los acantilados la rodeaban por entero, y también aquel extraño cinturón de aguas en calma.

Cómo una isla de aquel tamaño no había sido descubierta, tal como parecía evidente, era, para nosotros, un misterio sin solución.

Nuestra teoría, a la que llegamos tras mucho argumentar y discutir, fue la siguiente: en primer lugar, parecía evidente que la isla estaba alejada de las rutas de comercio y de los buques de pasajeros. Además, con la marea baja, la corriente pasaba junto a la isla con tal furia que volvía imposible que cualquier barco pudiera cruzar las rocas y llegar hasta la isla. Por la noche, cualquier barco podría pasar a media legua de ella y no verla jamás.

Incluso con la marea alta, cualquier barco sería presa de la corriente, contra la que tendría que luchar para no acabar destrozada contra sus dientes de roca o varar en sus bajíos.

Debían ser incontables los barcos que habrían naufragado en ella.

De manera que, aunque avistáramos algún buque, no teníamos ni idea de cómo podríamos subir a bordo.

—Pues aquí estamos —dijo el holandés—. Y no veo cómo vamos a poder salir.

En cuanto a la isla, como ya he mencionado, poseía todas las evidencias de haber albergado un tipo elevado de civilización que, en otro tiempo, floreció en ella.

Por doquier encontrábamos edificios en ruinas de roca, y manantiales artificiales.

Me hubiera gustado estar más versado en historia antigua, pues me interesaban en gran medida todas aquellas ruinas ancestrales.

El holandés estaba más formado en esos aspectos de la cultura, pero confesó desconocer por completo qué raza podía haber erigido aquellas ruinas.

—No fueron los griegos —comentó—. Aunque no sé mucho más. He estudiado el arte y la arquitectura de los griegos, pues no siempre he sido una rata marina, pero no sé decirte más.

¡Griegos! A pesar de lo poco que sabía de los antiguos, presentí que la raza que se había alzado, y que había florecido en aquella isla, había desaparecido miles de años antes de que los primeros jónicos descendieran desde el norte a las penínsulas.

Sugerí los cretenses, pero el holandés negó con la cabeza. Era demasiado antiguo incluso para ser cretense.

Deseaba descolgarse por el acantilado para examinar las estatuas de las sirenas, pero me negué a ayudarle.

Durante todo el día vagó por entre las viejas ruinas, hurgando en ellas con una rama, murmurando para sí, recordando fragmentos antiguos, y deteniéndose a contemplar los Acantilados Melodiosos con una mirada distante en sus pequeños ojos.

Comencé a preguntarme si la soledad y el silencio no estarían afectando su mente.

En cuanto a mí, trepé al más alto de los árboles, que se veía desde la línea de costa, y até mi camisa a su rama más alta, donde pudiera ser vista desde cualquier barco que pasara por allí.

Después de aquello, vagué sin rumbo por los alrededores, probando distintas frutas, hasta llegar a una espesa arboleda, en la que me tendí para descansar. Había anochecido cuando me desperté. Silencio. Absoluta oscuridad.

Miré en derredor, me levanté y, de repente, quedé horrorizado al forzar mis oídos: Silencio absoluto. Entonces, aunque no soplaba viento alguno, unas ramas se agitaron. Se me erizó la nuca. Pero no escuché nada más. Un silencio total, incluso cuando una enorme manaza, invisible en la oscuridad, me agarró con una presa salvaje. Dejé escapar un alarido del más puro horror y me arrojé hacia atrás. La mano invisible mantuvo su presa sobre mi hombro y mi brazo y sentí como otra mano se acercaba a mi garganta.

Frenético de terror, intenté zafarme y, con mi mano libre, golpeé un cuerpo peludo y hediondo con una fuerza que habría derribado a un hombre corriente. ¡Lo sabía! Era el holandés, enloquecido por la soledad. Qué fuerza más prodigiosa la suya. Creí que mi brazo iba a desprenderse del hombro. Y no soy ningún debilucho. El cuerpo y la mano de mi oponente eran duros, no como la carne humana en su dureza y firmeza, sino como si perteneciera a una especie de reptil de roca o metal.

Me las arreglé para sacar el cuchillo y apuñalé a ciegas; entonces fui arrojado al suelo y en la arboleda no quedó nadie salvo yo mismo… ¡Y el silencio! Sin más sonidos que el viento sobre las copas de los árboles, mi atacante había escapado.

Me moví por el bosque como alguien hechizado, forzando todos mis sentidos para captar el más ligero atisbo de ataque o emboscada. Pero nadie me molestó y, poco después, llegué a los pies del monte bajo, encima del cual se alzaba el templo en ruinas en el que dormíamos.

Ascendí en silencio y con cautela. El holandés yacía sobre una de nuestras toscas camas de ramas y musgo, escudando sus ojos con uno de sus enormes brazos para no ser molestado por los rayos de la luna que bañaban su gran corpachón. Me dirigí a él en silencio, cuchillo en mano, de puntillas, esperando a que despertara de su sueño fingido.

Al contemplar sus poderosos hombros, su pecho de barril y sus grandes brazos, me pregunté cómo había podido vencerle en dos ocasiones. Entonces vi algo más. Al igual que muchos alemanes y holandeses, era totalmente lampiño. La cosa contra la que yo acababa de luchar era desagradablemente peluda al tacto. Y me acordé de la lucha en el océano. La carne del holandés era firme, musculosa e inmensamente poderosa, pero carecía de la dureza inhumana de aquel antagonista atroz.

Entonces, ¿quién había sido? Sacudí la cabeza, asombrado. El holandés se despertó.

—Ah, eras tú. Te he estado buscando por media isla, y aquí te encuentro.

No le conté nada, pero esa noche mi sueño fue ligero.

Fue a la noche siguiente cuando la cosa llegó.

Fuera lo que fuera, vino en silencio y se apoderó del holandés antes de que este se despertara. La luna había quedado oculta tras una nube y, en la oscuridad, luchamos en silencio. Unas grandes zarpas desgarraron la piel y la carne de nuestros cuerpos, mientras nos rodeaban unos brazos poderosos.

En la oscuridad, nuestros golpes a menudo impactaban contra nosotros mismos, y otras veces erraban por completo, pero logramos encajarle suficientes puñetazos a nuestro enemigo, y con bastante fuerza como para dejar inconscientes a varios hombres, aunque no tuvieron más efecto sobre aquella cosa humanoide que la bofetada de una muchacha. El cuchillo se me había caído al principio de la lucha y no acertaba a entender por qué diablos el holandés no empleaba su pistola.

Y entonces, cuando ya sentía que mis fuerzas desfallecían, sobre el bosque se escucharon las dulces y diabólicas notas de los Acantilados Melodiosos. Apenas habían quebrado el silencio cuando fuimos arrojados al suelo y la luna, emergiendo de entre las nubes, mostró el fugaz atisbo de una sombra que se escabulló por entre las más espesas sombras a los pies del montículo.

Jadeando y tosiendo, el holandés se lanzó hacia la trampilla y la abrió. Descendimos a la pequeña cámara y volvimos a cerrar la losa. No poseía goznes ni bisagras, sino que se colocaba en su lugar tirando encajándola de nuevo, aunque poseía unas oquedades horadadas en la roca.

Una vez abajo, nos agachamos y escuchamos.

—Me dejé la pistola en el suelo, porque resulta incómoda para dormir con ella —jadeó el holandés—. Eso va a volver. Pero ¿qué era?

Le hablé sobre mi lucha en el bosque y apenas acababa de concluir mi relato cuando escuchamos un sonido suave por encima de nosotros, y la trampilla comenzó a abrirse. El holandés agarró las abrazaderas horadadas en la losa y tiró de ellas hacia abajo, mientras que yo me agarré a sus hombros y, entre los dos, dedicamos todas nuestras fuerzas a evitar que la losa se levantara. ¡Pero lentamente, fue subiendo, levantándonos en vilo como si fuéramos dos bebés!

De repente me fijé en una ranura en la superficie inferior de la trampilla y en el mismo instante divisé otro surco en el techo. Había una pieza de metal oxidado en aquel surco. Supe de inmediato para qué servía y le dije al holandés que tirara con todas sus fuerzas. Mientras yo resistía con todo el poder de mis músculos, con los pies anclados contra la pared, el holandés soltó una mano y la colocó contra el techo, para ganar un punto de apoyo. Agarró la palanca y tiró de ella con todas sus fuerzas. Las venas de su frente se hincharon y también los enormes músculos de sus brazos. Y lentamente, bajo nuestros esfuerzos combinados, la trampilla descendió unos centímetros; luego otros más y otros, hasta que me apoderé de la barra de metal y la encajé en la ranura.

Cubierta por el óxido de muchas Eras, al principio se resistió a mis esfuerzos pero, un instante después, encajó en su lugar. Jadeando, me dejé caer al suelo. Por encima, aquella cosa continuaba sus esfuerzos para llegar hasta nosotros. La gran barra de metal que sujetaba la losa crujió y se dobló, pero no cedió.

No sabría decir cuánto tiempo estuvimos en aquella habitación subterránea. Al otro lado del techo, todo estaba en silencio, y no nos atrevíamos a salir por temor a que aquella cosa nos estuviera esperando.

De manera que nos acomodamos y escuchamos, y al pensar en la caverna que se extendía bajo nosotros, donde moraba aquel aterrador monstruo marino, nuestro terror se acrecentó.

No fue hasta que la luz de primera hora de la mañana comenzó a filtrarse a través de las casi imperceptibles rendijas junto a la trampilla, que nos atrevimos a subir de nuevo.

Mi cuchillo yacía allí donde se me había caído, y la pistola del holandés donde la había dejado. Entonces, nuestro oponente no era humano. Pero ¿qué era?

Recogiendo nuestras armas, nos acercamos al manantial más cercano para beber y bañarnos.

El holandés miró en derredor, temeroso.

—Esa cosa —dijo— era el diablo. Esta es la isla del diablo. Todo está mal. Sus mareas, sus corrientes… todo.

—No era el diablo —repuse con impaciencia—. Era una especie de salvaje.

El holandés me contempló con sorna.

—¿Un salvaje? —bufó—. Oye, yanqui, mírame.

Infló el pecho y me hice una idea de lo corpulento que era.

—Mido uno ochenta y peso doscientas cuarenta libras —dijo—. Y todo ello es músculo. Me noqueaste cuando peleábamos en el océano, pero estaba agotado, porque llevaba mucho tiempo nadando. En un bar de Lahore derribé a cinco grandullones thugs punjabíes, el más pequeño de los cuales era tan grande como tú. Los destrocé con mis manos desnudas. ¿Crees que un salvaje cualquiera podría vapulearme como si fuera una jovencita de dieciséis años? Bah. Y esa cosa nos levantó a los dos en vilo, y con facilidad. A mí, tan grande como soy, y a ti, que por lo menos debes pesar tus buenas ciento setenta libras. ¡Un salvaje! Bah. Era el diablo. Ja.

Buscamos rastros del merodeador pero en el suelo no había pisadas. Pero en una suave loma, cerca del manantial, el holandés encontró un rastro.

Algo se había detenido para beber, quizás. Y allí vimos la huella gigante de una mano aterradoramente enorme y con garras. El holandés la miró y entonces se puso en pie, apartándose de ella como si en verdad fuera la marca de Satanás.

—¡El ídolo! —susurró—. Son las manos del ídolo de la caverna.

Y, con un estremecimiento, vi que la marca era igual que si la mano extendida del ídolo se hubiera posado sobre el suelo de tierra.

Apenas pude persuadirle de que durmiéramos en la pequeña cámara subterránea bajo el antiguo templo, pero no había otro lugar en toda la isla en el que pudiéramos eludir al enemigo que nos acechaba.

—Esta cámara se abre a la gran caverna donde se encuentra el ídolo —dijo con una luz extraña en sus pequeños ojos grises.

—Memeces —exclamé con impaciencia—. Esa cosa no es más que un gorila o una criatura similar. O alguna clase de salvaje. Vamos, vamos, acuérdate de las sirenas.

—A lo mejor también ellas cobran vida —susurró en un tono que me erizó el vello de la nuca.

Llegó la noche y el horror nos pisó los talones. Nos agazapamos en nuestro refugio, escuchando y aguardando. Envueltos en la oscuridad, dormitamos en ocasiones, despertando de repente con la piel de gallina.

Poco después, comencé a pensar en aquella gran caverna que había al otro lado de la compuerta inferior, separada de nosotros solo por una delgada losa de roca. Mi mente sopesó lo que había dicho el holandés. El ídolo. El ídolo. ¡De repente, con un respingo de repugnancia, me percaté de que nos encontrábamos justo encima de aquella cosa!

¿Podría ser? ¿Acaso aquel ser de horripilante apariencia, cobraba algún tipo de vida espeluznante con la llegada de la noche y se marchaba para matar y devorar? ¡No, no, no! Eso era una locura.

Pero esa idea fue creciendo hasta asumir unas proporciones monstruosas. Hasta que un sudor frío perló mi frente y me pareció sentir la cercanía de algún tipo de demonio. Ahora se levantaba de su pedestal y flexionaba sus espantosos brazos. Ahora, sus ojos aterradores miraban con avaricia en nuestra dirección, sintiendo nuestra presencia a través de la roca sólida. Ahora abría la puerta secreta, en silencio. ¡Y ahora se arrastraba por la escalera, hacia nosotros!

Tan claramente sentí esas impresiones que le dije al holandés que encendiera una de sus preciadas cerillas. Lo hizo. Salvo por nosotros, la pequeña cámara estaba desierta.

Miramos hacia abajo, a las escaleras y la puerta que conducía a la caverna circular donde se encontraba el ídolo. Y, mientras mirábamos, la puerta comenzó a deslizarse hacia abajo.

El resto fue una locura absoluta. El holandés aulló y disparó, y ambos nos dirigimos, frenéticos, hacia la trampilla que conducía al exterior.

Recuerdo haber salido a la luz de la luna; recuerdo correr, correr, correr. Recuerdo al holandés, jadeándome al oído:

—¡El ídolo! ¡El ídolo! ¡Te digo que he visto su rostro a la luz! ¡Es el ídolo!

No sabría decir durante cuánto tiempo duró nuestra frenética carrera. solo sé que comenzaba a amanecer cuando nos dejamos caer, medio inconscientes por el cansancio, en lo alto de los Acantilados Melodiosos.

Durante todo aquel día, el holandés murmuró para sí mismo. Se sentó mirando al mar, arañando sin cesar el suelo con un palo. En ocasiones, le sorprendí mirándome de un modo extraño. Y evitaba a propósito devolverme la mirada. Cuando nos reuníamos para comer o beber, se comportaba de un modo furtivo que resultaba incongruente con su poderosa complexión.

Aquel día, sentados en los acantilados, contemplamos una extraña visión. La marea estaba alta y las olas rompían contra los bajíos. Observamos cómo los tiburones saltaban entre ellos y nos preguntamos, no por qué estaban allí, puesto que la corriente parecía haberlos arrastrado, sino por qué no entraban en la zona de aguas en calma.

Entonces, procedente de alguna caverna, apareció el pulpo. La cosa se deslizó hasta el agua y se acercó a los bajíos. A continuación y por increíble que pueda parecer, extendió una docena de sus enormes tentáculos y agarró a un tiburón. Los grandes devoradores de hombres parecían perritos a su lado. Devoró a media docena de ellos antes de volver a desaparecer.

De repente, el holandés se echó a reír de un modo salvaje.

—¡Ja, ja, ja, ja! ¡La compañía del infierno! ¡El ídolo diabólico y el pulpo! ¡El pulpo se llevará nuestros cadáveres y el diablo devorará nuestras almas! ¡Ja, ja, ja, ja!

Esa noche, dormimos en la copa de un árbol cerca de los acantilados. A media altura, colocamos una serie de ramas puntiagudas, mirando hacia abajo y atadas con enredaderas. Aunque no lográramos herir con ellas a nuestro posible atacante, al menos producirían ruido y nos avisarían de que nuestro enemigo nos había encontrado y se disponía a atacarnos.

Poco después, le oímos encaramarse con sigilo a nuestro árbol. Con el mismo sigilo, pasamos a un árbol contiguo, cuyas ramas se interconectaban con el nuestro; a continuación, descendimos en silencio y escapamos a la carrera. Nos dirigimos a los Acantilados Melodiosos, pues sabíamos que no había ningún otro lugar al que ir.

Durante toda la noche, nos agazapamos en lo alto del acantilado, y, entre los árboles, captamos el atisbo de una sombra entre las sombras. El holandés estaba dispuesto a gastar munición disparándole, pero yo sabía que deberíamos esperar, hasta que estuviéramos seguros de poder acertar. Eso si podía ser derribado por las armas de los seres humanos. De una sombra a la siguiente, lo vimos acercarse, cada vez más, pero siempre la brisa hacía que los acantilados comenzaran a suspirar, y entonces regresaba al bosque. Parecía temer el sonido.

El amanecer me llenó de una sombría determinación. Creía aún que nuestro enemigo era un ser terrenal. Y dado que no esperábamos su ataque durante el día, deberíamos cazarle en su guarida. Y yo estaba seguro de que nuestra búsqueda nos llevaría hasta las brumosas montañas del sur.

Ningún otro lugar podría proporcionar un escondrijo adecuado para nuestro enemigo, a menos que realmente se arrastrara hasta la caverna, lo cual parecía probable, aunque yo no lo creía, más que nada por la ferocidad del pulpo que vivía en ella.

Le comuniqué mi idea al holandés.

Escrito en julio de 1925