Capítulo IX.
El fin del invierno

Pasado el solsticio de invierno, el tiempo comenzó a transcurrir incluso más deprisa que antes. La época de máxima oscuridad había terminado y la presencia del sol empezaba a notarse cada vez más. Una mañana, en medio de este periodo de oscuridad, apareció Hassel y anunció que Else había tenido ocho cachorros. Seis fueron hembras, por lo que su destino inmediato estaba sentenciado; fueron sacrificadas y dadas como alimento a sus hermanos mayores, los cuales lo aceptaron gustosamente. Apenas hubo tiempo de ver cómo los masticaban; no dejaron prácticamente nada. No cabía duda de que fue un plato de su gusto, pues al día siguiente los otros dos cachorros también habían desaparecido.

Las condiciones atmosféricas con las que nos encontramos en esta zona nos sorprendieron gratamente. En todas las regiones antárticas de las que teníamos información, el tiempo siempre se había mostrado muy cambiante. En el Bélgica, entre los hielos a la deriva al oeste de la tierra de Graham, siempre encontraron un tiempo desapacible acompañado de tormentas. Nordenskjöld, mientras exploraba la zona oriental de la misma región, registró detalladamente la misma información, una tormenta tras otra de manera continua. Y por varias expediciones inglesas que visitaron el estrecho de McMurdo, tuvimos noticia de fuertes e incesantes vientos. Verdaderamente, ahora sabemos que mientras estuvimos viviendo en la barrera con un clima magnífico —calmas y ligeras brisas—, en el campamento de Scott, a unos seiscientos cincuenta kilómetros al oeste de nuestra posición, tuvieron problemas por las frecuentes tormentas que dificultaron enormemente su trabajo.

Había esperado que las temperaturas se mantuvieran altas durante todo el invierno y que pudiéramos ver nítidamente la oscuridad del cielo sobre el mar. Siempre que la dirección del viento era favorable, las oscuras, pesadas y densas nubes se presentaban de manera evidente, permitiendo sin lugar a dudas que una gran extensión del mar de Ross estuviera abierto durante todo el año. Sin embargo, la temperatura bajó bastante y la media mostrada en nuestras observaciones durante el año es sin duda la más baja que jamás haya sido registrada. El día 13 de agosto de 1911 llegamos a anotar -59° C. Durante cinco meses del año registramos temperaturas por debajo de -50° C. Las temperaturas subían cuando soplaba el viento, a no ser que viniera del sudoeste; en este caso generalmente bajaban.

Pudimos observar la aurora austral muchas veces, pero sólo en contadas ocasiones apareció con todo su esplendor. Tomaba todas las formas posibles, aunque la más común era la de bandas listadas. La mayoría de las veces la aurora era multicolor, pasando del rojo al verde.

Mi hipótesis acerca de la solidez de la barrera —esto es, que descansa sobre tierra firme— pareció confirmarse en todos los puntos donde hicimos observaciones durante los doce meses de nuestra estancia en ella. Durante el invierno y la primavera la placa de hielo se comprime contra la barrera formando crestas de hielo que llegan a alcanzar una altura de doce metros. Esto sucedía a sólo dos kilómetros de nuestra casa, pero a pesar de ello nunca llegamos a notar sus efectos lo más mínimo. En mi opinión, si la barrera hubiera estado flotando, habríamos sufrido las consecuencias de este violento choque producido en su borde, pues habría producido sacudidas en la casa. Cuando estaban construyéndola, Stubberud y Bjaaland escucharon un fuerte sonido procedente de algún lugar lejano, pero no notaron nada. Durante toda nuestra estancia nunca escuchamos ningún sonido, ni sentimos ningún movimiento. Otra buena prueba es la que aporta el gran teodolito utilizado por Prestrud. Cualquier pequeña perturbación podía alterar su nivel; era suficiente un ligero cambio de temperatura para ello. Tan delicado instrumento nos hubiera mostrado inmediatamente cualquier tipo de inclinación en caso de que la barrera hubiera estado flotando.

El día que entramos en la bahía por vez primera, una pequeña porción del cabo oriental se desprendió. Durante la primavera, un iceberg chocó contra una insignificante parte del borde exterior de la barrera. A excepción de estos pequeños sucesos, cuando nos marchamos la barrera quedó tal cual la habíamos encontrado, prácticamente inalterada. Los sondeos, los cuales mostraban un rápido ascenso del lecho marino a medida que el Fram cambiaba su posición a lo largo de la barrera en dirección sur, eran también un claro signo de que la tierra firme estaba muy cerca. Finalmente, los montes de la barrera parecían ser la mejor prueba; estos no podían levantarse a trescientos treinta y cinco metros —que era la altura medida entre Framheim y un punto a unos cincuenta kilómetros al sur— sin tierra en su parte inferior.

El trabajo que venía a continuación era terminar los equipos de los trineos a toda prisa. Habíamos sido conscientes desde mucho tiempo atrás de que debíamos hacer el mejor provecho de nuestro tiempo si queríamos tener todos nuestros equipos preparados para mediados de agosto. Los equipos personales tendríamos que prepararlos en nuestro tiempo libre. Para la primera mitad de agosto podríamos comenzar a ver el final de esta labor. Bjaaland ya tenía los cuatro trineos preparados. Eran una obra maestra en la que había trabajado durante el invierno; de construcción extremadamente ligera, aunque muy resistentes. Su longitud era la misma que la de los originales —unos tres metros y medio—, pero los patines no tenían protección. Dejamos un par de trineos del Fram, del modelo antiguo con los patines recubiertos con fuertes láminas de acero, por si necesitásemos utilizarlos en caso de que el tipo de superficie lo requiriese. El peso medio de los nuevos trineos era de veinticuatro kilogramos, con lo que habíamos disminuido el peso de cada uno en unos cincuenta kilogramos.

Una vez que Bjaaland los terminó, los guardamos en el Almacén de ropa. La forma en que Hanssen y Wisting habían unido cada una de las partes era garantía de seguridad; de hecho, la única manera en la cual uno puede esperar que el trabajo se realice adecuadamente y se lleve a cabo de forma óptima es que esté hecho por el mismo hombre que va a utilizarlo. Ellos sabían lo que se jugaban. Lo hicieron de modo que les permitiera alcanzar su destino y, lo que es más, traerlos de regreso a casa. Cada una de las piezas se examinaba y comprobaba cuidadosamente; entonces se colocaba en su lugar, con cuidado y precisión. Cada vuelta de cuerda, tensada con firmeza y colocada en su lugar correcto. Y, finalmente, los nudos estaban hechos de tal manera que podían quitarse fácilmente con un cuchillo o un hacha en caso de necesidad; no había peligro de que se desataran con un tirón ocasional. Un viaje en trineo como el que teníamos ante nosotros era una empresa seria y el trabajo tenía que realizarse de manera competente.

El taller donde hicieron su trabajo no era ni caliente ni confortable. El Almacén de ropa fue siempre el lugar más frío, probablemente porque siempre había corrientes de aire. Había una puerta que daba directamente a la barrera y un pasillo abierto que conducía a la casa. Aunque no en mucha cantidad, el aire frío circulaba de manera constante, sin embargo importaba mucho sentir ese aire cuando se trabaja a unos -60° C y encima con los dedos desnudos. Aquí siempre había varios grados «bajo hielo». Para poder tener las cuerdas flexibles mientras las colocaban, empleaban un hornillo Primus sobre una piedra cerca del lugar donde trabajaban. A menudo me admiraba de su paciencia cuando les observaba; les he visto trabajar en más de una ocasión toda una hora seguida con las manos al aire a temperaturas de -30° C. Esto se puede hacer por poco tiempo, pero trabajar día tras día, durante la más oscura y fría parte del invierno como ellos lo hicieron, es bastante duro y supone una enorme paciencia. Aunque sus pies tampoco se libraban; apenas hay diferencia te pongas lo que te pongas si tienes que permanecer quieto. Aquí, como en cualquier otro lugar frío, se ha demostrado que las botas con suela de madera son las mejores a la hora de realizar trabajos sedentarios. Por una u otra razón, los ocupantes del Almacén de ropa no se mostraron partidarios de este principio de las suelas de madera y continuaron trabajando durante todo el invierno con sus botas de piel de reno y foca. Prefirieron dar patadas al suelo antes que admitir la incontestable superioridad de las suelas de madera en semejantes condiciones.

Según iban terminando los trineos, los numeraron del uno al siete y los guardaron en el Almacén de ropa. Los tres trineos antiguos que deberíamos haber usado se habían hecho para la segunda expedición del Fram. Eran extremadamente fuertes y evidentemente más pesados que los nuevos. Todas las maderas y ataduras fueron revisadas cuidadosamente y se reemplazaron las que se consideraron necesarias. Quitaron las placas de acero de los patines de uno de ellos, manteniendo las de los otros dos por si fuese necesario su uso.

Además de sujetar las cuerdas y fijaciones, estos dos hombres tuvieron otra tarea que les llevó mucho tiempo. Siempre y cuando Wisting no estaba ocupado en los trineos, uno podía oír el ruido de su máquina de coser. Tenía miles de cosas diferentes que hacer en el cuarto de costura y pasaba allí casi todo el día hasta bien entrada la tarde. Solamente cuando llegaba la hora de los dardos, a eso de las ocho y media, era cuando se dejaba ver; y si no fuera por el hecho de estar encargado de controlar las puntuaciones, hubiera sido difícil verle incluso en ese momento. El trabajo más importante que se traía entre manos era convertir cuatro tiendas de tres plazas en dos. No fue tarea fácil manejar esas tiendas más bien grandes en el pequeño agujero que llamamos cuarto de costura; por supuesto, utilizó la mesa del Almacén de ropa para hacer los cortes oportunos, pero aun así es un misterio cómo se las arreglaba para conseguir que las costuras saliesen rectas dentro de ese agujero. Me estaba preparando para ver la más extraña tienda cuando la sacasen al exterior y la montaran a la luz del día; cualquiera podía conjeturar que el suelo de una estaría cosido al de la otra. Pero no sucedió nada de eso. Cuando montaron la tienda por primera vez, demostraron que estaba perfecta. Cualquiera podría pensar que se había confeccionado en un gran almacén de marinería en vez de en un agujero en el hielo. Unos dedos tan hábiles como estos no tenían precio en una expedición como la nuestra.

En la segunda expedición del Fram se utilizaron tiendas con doble techo y, como es natural, nada es tan bueno y útil como lo que no se tiene; los elogios a una tienda doble ahora estaban fuera de lugar. Bueno, naturalmente, tengo que admitir que una tienda con doble techo es más cálida que una simple, pero, al mismo tiempo, no se debe perder de vista el hecho de que la tienda con doble techo es también el doble de pesada; y cuando uno tiene que considerar el peso hasta de un pañuelo de bolsillo, se entenderá que la cuestión de las ventajas reales de la tienda con doble techo tiene que ser considerada a fondo antes de dar el paso de decidirse por una o por otra. Había pensado que con paredes dobles se podría evitar la escarcha que, por lo general, es bastante molesta dentro de las tiendas y a menudo trae serias consecuencias. Entonces, si el doble techo pudiese evitar o mejorar esta situación de alguna manera, podría haber visto la ventaja de llevarlas; con el aumento de peso diario producido por los depósitos de escarcha, en poco tiempo sería igual, si no mayor, al peso adicional de la doble tienda. Las tiendas dobles están construidas de forma que la parte exterior está fija mientras que la interior queda suelta. Tras discutir esta cuestión, llegamos a la conclusión de que los depósitos de escarcha se producen tan rápido en una doble como en una simple, de manera que la utilidad de una tienda doble me pareció más bien incierta. Si el objeto era meramente el tener unos cuantos grados más dentro de la tienda, pienso que lo mejor sería sacrificar ese confort y evitar peso. Además, teníamos tal cantidad de ropa para dormir calientes que no tendríamos que sufrir mayores penurias.

Otra cuestión surgió como resultado de esta discusión. ¿Cuál sería el color idóneo para una tienda? Pronto nos pusimos de acuerdo en que un color oscuro era el más apropiado, por varias razones. En primer lugar, como descanso para la vista. Sabíamos muy bien que una tienda oscura es más confortable, sobre todo después de viajar todo el día por la brillante superficie de la barrera. Seguidamente, otra importante consideración: el color oscuro puede captar una gran cantidad de calor al salir el sol. Uno puede comprobarlo fácilmente si camina con ropas oscuras bajo el sol y seguidamente se pone ropas blancas. Y finalmente, una tienda oscura sería mucho más fácil de ver sobre una superficie blanca que una de color claro. Cuando todas estas cuestiones fueron debatidas y se admitió la superioridad de la tienda oscura, nos aplicamos a ello por partida doble, pues todas nuestras tiendas eran de color claro, por no decir blancas, y la posibilidad de conseguir que fueran oscuras no nos parecía fácil. Es verdad que teníamos unos cuantos metros de lona oscura y material impermeable de color claro que podrían haber sido totalmente apropiados para este propósito, pero cada palmo de este género hacía tiempo que se había destinado a otro uso, con lo que no nos podían sacar de esa dificultad. «Pero —alguien dijo, poniendo gesto de astuto mientras lo decía— ¿no tenemos tinta líquida y en polvo con la que podamos teñir de oscuro nuestras tiendas?» ¡Sí, por supuesto! Todos sonreímos de forma indulgente; era tan simple que sólo mencionarlo parecía una tontería, pero aun así: el hombre olvidó su tontería y los trabajos de tintorería comenzaron. Wisting aceptó la tarea de teñirlas, además de las que ya tenía encomendadas, y tuvo tanto éxito que poco tiempo después teníamos dos tiendas de azul oscuro en vez de blancas.

Tenían muy buena apariencia, sin duda, recién teñidas como estaban, pero ¿cómo estarán después de un par de meses de uso? La opinión general era que, probablemente, en gran parte volverían a su color original o quizá quedarían deslucidas. Se tenía que idear otra patente. Un día, mientras tomábamos nuestro café después de comer, alguien sugirió de repente: «Mirad ahí —supuse que teníamos que mirar a nuestras literas—, podemos sacar de las cortinas el doble techo de las tiendas». Esta vez la compañía dejó de lado la sonrisa y, según dejaban sus tazas, pusieron semblante casi de compasión. Nadie dijo nada, pero el silencio parecía insinuar algo así como: «¡Pobre chaval! Se cree que no se nos había ocurrido hace mucho tiempo». La propuesta fue adoptada sin discusión y Wisting tuvo otro largo trabajo que sumar a su ya larga lista de tareas. Las cortinas de nuestras literas eran de color rojo oscuro, confeccionadas de un material muy ligero; se cosieron todas, una a una, y finalmente terminaron siendo una tienda. Sólo proporcionaron material para un doble techo, pero es bueno recordar que mejor es tener una rebanada de pan antes que no tener nada, con lo que todos nos dimos por satisfechos. La tienda roja, que montamos unos días más tarde, contó con un aprobado incondicional; podía ser divisada sobre la nieve a varios kilómetros de distancia. Otra ventaja importante era que protegía a la tienda principal. En su interior, el efecto de la combinación de rojo y azul proporcionaba una agradable sombra oscura. Otra cuestión era como protegerla de cien perros sueltos, con un comportamiento mucho peor que otros de su misma especie. Si el material se volvía rígido y quebradizo, acabaría destrozado en poco tiempo. Y las necesidades que teníamos de tiendas eran considerables; esperábamos que al menos nos aguantase ciento veinte días. Sugerí a Wisting que hiciese dos dobles techos más o algún tipo de protección. Estas protecciones consistían simplemente en unas piezas de lona, lo suficientemente largas como para abarcar toda la tienda, de modo que sirviese de defensa para prevenir que los perros entrasen en contacto directo con las tiendas. Formaban un círculo cerrado que podía sujetarse con los bastones de esquiar. Tenían muy buen aspecto cuando estuvieron terminadas, aunque nunca llegaron a usarse; tan pronto como comenzamos nuestro viaje, encontramos un material mucho más apropiado y que siempre lo habíamos tenido con nosotros: nieve. ¡Qué idiotas! Por supuesto, todos los sabíamos, sólo que nadie lo llegó a decir. Bueno, esto es un punto en contra. De todas formas, estas protecciones nos vinieron muy bien como material de reserva en el viaje y las empleamos para otras cuestiones.

El siguiente trabajo también recayó en Wisting: tenía que hacer cortavientos para cada hombre. Los que habíamos traído resultaron ser demasiado pequeños y las cosas que él hacía eran demasiado grandes. En mis pantalones cabían fácilmente dos personas; aunque las cosas aquí tienen que ser así. En estas regiones uno descubre enseguida que todo lo que es amplio es cálido y confortable, mientras que lo ajustado —a excepción del calzado, por supuesto— es frío e incómodo. Uno comienza a sudar muy pronto y termina por estropear la ropa. Además de los pantalones y anoraks cortavientos, fabricó escarpines del mismo material. Supuse que estos escarpines —puestos sobre los otros que llevábamos— producirían un efecto aislante. En este punto la opinión estaba muy dividida, pero debo confesar —al igual que mis cuatro compañeros del viaje al Polo— que jamás tuve un serio problema con ellos. Cumplieron con todas nuestras expectativas. Aunque la escarcha se pegaba a ellos, también se podía quitar con mucha facilidad. Si se humedecían, se secaban sin dificultad con cualquier clase de tiempo; no conozco ningún material que seque tan rápidamente como este a prueba de viento. Otra ventaja era que protegía de desgarros a los otros calcetines y los hacía mucho más duraderos. Prueba de lo confortables que nos resultaron estos escarpines, a quienes realizamos este largo viaje en trineo, es que cuando alcanzamos el almacén a 80° S —ya en el viaje de regreso, esto es, cuando ya considerábamos que lo habíamos concluido—, encontramos algunas cajas con varias prendas de vestir. En una de ellas había dos pares de estos escarpines —que debieron pertenecer a alguno de los contrarios al uso de esta prenda— y pueden imaginarse la divertida situación: todos los queríamos, todos, sin excepción. Dos afortunados se aferraron a ellos y los escondieron como si fuera el más valioso de los tesoros. No tengo ni idea de que harían con ellos al llegar a casa; pero, desde luego, es todo un ejemplo de lo que llegamos a valorarlos.

Se los recomiendo fervientemente a quienes tengan que realizar similares expediciones. Pero debo advertir también de sus inconvenientes: al llegar la noche y quitarse las protecciones de los pies, hay que quitar toda la escarcha, ya que de otro modo esta se descongela durante la noche y aparecerán totalmente húmedos por la mañana. En ese caso no puedes echar la culpar a los escarpines, sino a ti mismo.

Después de esto le llegó el turno a la ropa interior. No había nada que no se pudiese conseguir en el departamento de sastrería y equipamientos de Wisting. Entre nuestro material médico contábamos con dos grandes rollos de fina y ligera franela, y de aquí fabricó ropa interior para todos. La que habíamos traído de casa estaba hecha de material de lana extremadamente gruesa y teníamos nuestros temores de que no fuese lo suficientemente cálida. Personalmente, llevé durante todo el viaje la ropa confeccionada por Wisting y jamás he conocido algo tan perfecto. También hizo unas fundas para los sacos de dormir, y entre unas cosas y otras se las arregló para prepararlo todo. Algunas personas dan la impresión de ser capaces de hacer cualquier cosa, y hacerlo aunque no tengan tiempo; hay otras que no.

Los días de Hanssen estaban bien ocupados, teniendo en cuenta lo mañoso y trabajador que era. Era un experto en todo lo relativo a trineos y en todo momento sabía qué tenía que hacer. Cuando se ponía manos a la obra, yo me podía sentir tranquilo; nunca dejaba nada a la improvisación. Además del montaje de los trineos, tenía una gran cantidad de cosas que hacer. Entre ellas, preparar todos los látigos necesarios, dos por cada guía, catorce en total. Stubberud proporcionó los palos. Consultando con el «Sindicato de carpinteros», había elegido unas empuñaduras fabricadas con tres estrechos listones de nogal. Supuse que si estos se ataban fuertemente y se cubrían con cuero, podrían resultar tan fuertes como cabía esperar. La idea de hacer las empuñaduras con tres piezas de madera, era conseguir que estas se doblasen antes de partirse. Sabíamos por experiencia que cuando los látigos eran muy rígidos no duraban mucho. Así, acordamos que Stubberud hiciese las empuñaduras y, una vez terminadas, las dejara en manos de Hanssen.

Hassel hizo las cuerdas del látigo durante el invierno, siguiendo el modelo esquimal. Eran circulares y pesadas —como tenían que ser—. Era peligroso estar cerca cuando las manejaba una mano experta. Hanssen recibió las dos partes para unirlas y formar el látigo. Como todo, esto también lo realizó con el mayor cuidado. Cada látigo llevaba tres de estas fuertes cuerdas, las cuales se volvían a recubrir con cuero. Hanssen, en particular, no estaba muy convencido de la empuñadura de tres piezas de nogal, pero hizo su trabajo sin poner ninguna objeción. Es verdad que todos nos dimos cuenta que, en esta ocasión y en contra de su costumbre, se dedicó a este trabajo después de la cena, junto con Wisting. Esto me sorprendió un poco, ya que Hanssen era muy aficionado a jugar a las cartas después de cenar y jamás se lo perdía a menos que tuviese trabajo que hacer. Se me ocurrió una noche expresar mi sorpresa y Stubberud me contestó enseguida:

—Está haciendo empuñaduras.

—¿Qué tipo de empuñaduras?

—Para los látigos —añadió Stubberud—, aunque yo le puedo garantizar que no podrá conseguir otras tan firmes y fuertes como estas de nogal que estoy haciendo.

Se le veía un poco ofendido por todo esto, se le notaba a la legua; la idea también era suya. Entonces —hablando del rey de Roma— entró Hanssen con un gran látigo en la mano. Yo, por supuesto, aparenté estar extremadamente sorprendido.

—¿Qué —dije—, más látigos?

—Sí —dijo él—; no me fío de los que hago durante el día. Pero aquí tiene uno en el que puede confiar.

Debo admitir que su apariencia era fabulosa. Toda la empuñadura estaba cubierta, con lo que no se podía ver de qué material estaba fabricado.

—Pero —me aventuré a objetar—, ¿estás seguro de que es tan fuerte como los otros?

—Oh, por supuesto —contestó—, estoy dispuesto a compararlo con cualquiera de esos otros…

No dijo la palabra, pero tampoco era necesario. No había duda de su significado; «podridos látigos» sonaba en nuestros oídos, tan rotundo como si nos lo hubiese gritado. No tuve tiempo de ver los efectos de esa terrible expresión, ya que sonó una voz con tono resolutivo:

—¡Eso lo veremos!

Me di la vuelta y allí estaba Stubberud, apoyado al final de la mesa, evidentemente dolido por las palabras de Hanssen, las cuales tomó como una afrenta personal.

—Si te atreves a arriesgar tu látigo, vamos.

Con actitud desafiante, tomó uno de sus ofendidos látigos de tres piezas de la estantería de su litera. La cosa se ponía interesante. Todos miramos a Hanssen. Se había alejado para no estar en desventaja; tenía que luchar. Con su arma en la mano entró en el «ring». Las condiciones fueron aceptadas por las dos partes: lucharían hasta que uno de los látigos se rompiese. El duelo de látigos comenzó. Los oponentes se lo tomaban muy en serio. Un, dos, tres. El primer golpe empuñadura contra empuñadura. Los combatientes habían cerrado los ojos esperando el resultado; cuando los abrieron de nuevo, brillaron con una agradable sorpresa: ambas empuñaduras estaban como al principio. Ahora cada hombre estaba realmente encantado de su propia obra y los golpes se hicieron más rápidos. Stubberud, que daba la espalda a la mesa, estaba tan animado ante este sorprendente resultado que, cada vez que levantaba su arma, golpeaba el borde de la mesa con un fuerte estruendo sin darse cuenta. No sé cuántos asaltos habían librado cuando escuché un chasquido, seguido de las palabras: «¡Aquí lo tienes, abuelo!». Cuando Stubberud abandonó el ring, pude ver a Hanssen. Aún estaba en el campo de batalla, ojeando su látigo; parecía el tallo de un lirio partido. Los espectadores no habían permanecido en silencio; habían seguido la lucha con mucha animación, entre risas y gritos. «¡Eso es, Stubberud. No te rindas!» «Bravo, Hanssen. ¡Buen golpe!».

Después de todo, los látigos resultaron extraordinariamente buenos; no es que aguantasen todo el viaje, pero permanecieron enteros durante mucho tiempo. Eran herramientas con fecha de caducidad; si sólo se hubieran usado para dar trallazos, hubieran sido eternos, pero por regla general uno no se conformaba con eso. Cuando se tenía que dar una «confirmación», como nosotros lo llamábamos, era cuando las empuñaduras se rompían. Las confirmaciones se hacían cuando alguno de los perros no se comportaba, actuaba mal o se negaba a obedecer. Consistía en tomar la primera oportunidad en que el trineo paraba, meterse entre ellos, sacar fuera al rebelde y golpearle con la empuñadura. Estas confirmaciones, si ocurrían muy a menudo, podían agotar las existencias de empuñaduras.

Buscamos también la forma de que Hanssen pudiera preparar gafas al estilo esquimal, y comenzó a trabajar en ello, pero sucedió que cada uno tenía su propia patente, y muchas veces resultaba mejor. Al final, la idea se abandonó y cada hombre se hizo las suyas propias.

El principal trabajo de Stubberud consistió en hacer las cajas de los trineos más ligeras y desde luego que lo consiguió, aunque a costa de un duro trabajo. Le llevó mucho más tiempo de lo que uno pueda pensar. La madera tenía muchos nudos y muchas veces tenía que trabajar contra veta; tuvo que cepillar gran cantidad de madera, aunque podía «garantizar», como él aseguraba, que no se romperían. Las paredes no eran más de unos milímetros de grosor, y llevaban reforzadas las uniones con esquinas de aluminio.

Además de rehacer los trineos, Bjaaland tuvo que preparar los esquís. Para sujetar las grandes y anchas botas que llevaríamos, las fijaciones Huitfeldt tenían que ser mucho más anchas de lo normal y, como teníamos las apropiadas, lo único que Bjaaland tuvo que hacer fue cambiarlas. En cuanto a las correas de sujeción a los esquís, como ocurrió con las gafas de nieve, cada cual tuvo que patentar su propio modelo. Encontré que las que Bjaaland se había fabricado eran tan eficientes, que sin dudarlo le encargué unas iguales para mí; y puedo decir en su honor y en el de quien me las hizo, que eran de primera clase y me sirvieron perfectamente durante todo el viaje. Al fin y al cabo, era el mismo tipo de anclaje de un sistema más antiguo que, con la ayuda de unos ganchos y unos ojales, podía quitarse en un instante. Y esto era lo que pedíamos a nuestros correajes: que sujetasen el pie como con una mordaza, al tiempo que fuese fácil engancharlos y desengancharlos. Durante el viaje, al final de cada jornada, los teníamos que quitar; si uno dejaba las correas puestas, a la mañana siguiente habían desaparecido. Para nuestros perros eran como un manjar. En una palabra, el esquí tenía que quedar totalmente desnudo.

Johansen, además de la tarea de empaquetar, se ocupó de repartir los pesos y hacer piquetas. La forma de hacer el pesaje fue muy ingeniosa; adoptó el sistema de la «yarda de acero». Si nunca llegó a usarse, no fue por la falta de peso, pues había suficiente. La razón fue que teníamos todas nuestras provisiones tan organizadas que podíamos empaquetarlas sabiendo de antemano su peso exacto. Nosotros mismos nos pesamos el 6 de agosto, resultando que Lindstrøm, con 86 kilogramos, era el más pesado de todos. Desde ese momento quedó bautizado como «gordinflón». Las piquetas que Johansen había hecho tenían una forma diferente a la habitual. En vez de largas y delgadas, estas eran cortas y más gruesas. Inmediatamente vimos sus ventajas. Además de ser más ligeras, eran mucho más fuertes. No recuerdo que durante todo el viaje se rompiera ni una sola; posiblemente perdimos una o dos. La mayoría volvieron a casa intactas.

Hassel trabajaba en sus látigos en el almacén de combustible. Era un lugar bastante incómodo para él, pues siempre hacía mucho frío; pero lo tuvo todo preparado en la fecha que había prometido.

Prestrud hizo mapas y copió tablas para anotar datos. Seis de nosotros tendríamos sendas copias. En cada trineo había un libro que combinaba las provisiones y la anotación de observaciones, marcado con el número del trineo. Recogía, en primer lugar, una lista exacta de lo que cada caja contenía y, además, las tablas necesarias para anotar nuestras observaciones astronómicas. En estos libros cada hombre anotaba una relación diaria del tipo y cantidad de provisión que iba utilizando, de esa forma siempre se podía conocer lo que quedaba en las cajas. Más adelante también se anotaba la distancia recorrida cada día, el rumbo y datos similares.

Lo dicho es una breve explicación de todo lo que hicimos en nuestra «jornada de trabajo» durante el invierno. Además de todo esto, por supuesto, cada hombre tenía que hacer cientos de cosas para preparar su equipo personal. Durante ese tiempo cada uno tuvo tarea para dejar su equipo preparado, de modo que tuviera ocasión para hacer modificaciones en caso de que lo juzgase necesario. A cada uno se le proporcionó un abrigo grueso y otro más ligero de piel de reno, así como unos guantes y calcetines de mismo material, más calcetines de piel de perro y botas al estilo esquimal confeccionadas con piel de foca. También un equipo completo de ropa interior y una capa para el viento. Todos los equipos eran similares; no hubo privilegios para nadie. Las prendas de piel fueron las primeras en las que los hombres se pusieron manos a la obra y hubo mucho que hacer en ellas ya que no se habían hecho a medida. Unos encontraron que los ojales de su anorak no quedaban a la altura de los ganchos que tenían que entrar en ellos; otros, que les quedaba un poco corto, con lo que todos los hombres tenían trabajo, unos para cortar y otros para añadir. A uno le quedaban largos los pantalones, a otros cortos, con lo que se los tenían que cambiar. Sin embargo, se las arreglaron para dejarlo todo a medida. Las agujas no descansaban, bien para coser una pieza o hacer un dobladillo y acortar un bajo. Aunque empezamos con tiempo suficiente, parecía que nunca íbamos a terminar. La ordenada habitación tenía que ser barrida cada mañana para retirar la enorme cantidad de trozos de piel y de pelo de reno, y resultaba que a la mañana siguiente aún había más. Estoy seguro de que si aún estuviésemos allí, seguiríamos sentados cosiendo nuestros equipos.

Hicimos un montón de inventos. Por supuesto, la máscara para proteger la cara se llevó la palma y terminó tomando la forma de protector de nariz. Yo mismo me dejé seducir por estos experimentos, y pensé que con toda la razón, pero reconozco que mis resultados fueron muy pobres. Intenté con un sistema que, por supuesto, pensé que era mejor que cualquiera de los que habían inventado anteriormente. El día que probé mi invento no sólo se me heló la nariz, también las mejillas. Nunca volví a intentarlo. Hassel era bueno creando nuevos inventos; sobre él recayó la tarea de hacer el protector de nariz de todos. Estas patentes son algo bueno para entretener el tiempo; cuando una cosa interesa mucho, todo lo demás sobra… y es inútil para un trabajo serio.

Los sacos de dormir también se convirtieron en otro buen motivo de interés. Johansen trabajó con mucha decisión para confeccionar uno de doble capa. ¡Dios sabe la cantidad de piel que utilizó! Ni lo sé, ni tampoco quiero saberlo. Bjaaland también estaba muy interesado en hacer modificaciones en el suyo. Le pareció que la abertura de la parte superior no era del todo conveniente y prefirió hacerla en el centro; sus modificaciones para colocar un faldón, con botones y lazos, le hacían parecer un coronel de dragones cuando estaba en la cama. Él estaba encantado con su obra; al igual que con sus gafas de nieve, a pesar de que con ellas no veía y de que pudiera acabar sufriendo la ceguera de las nieves. Los demás dejamos los sacos como estaban; las únicas modificaciones fue hacerlos más largos o más cortos, según cada cual. A todos nos gustaba el sistema de cierre que tenían; en general lo calificamos con buena nota. Para el exterior de nuestros sacos teníamos unas cubiertas de lona fina; eran extremadamente útiles; yo no podría pasar sin ellas. Durante el día los sacos siempre estaban bien protegidos con dichas lonas, por lo que el hielo jamás llegaba a ellos. Por la noche quizá aún eran más útiles, ya que los protegía de la humedad que desprendíamos al respirar. Esta, en vez de condensarse sobre la piel de los sacos y humedecerlos, se quedaba en la lona, formando durante la noche una fina película de hielo que desaparecía durante la jornada siguiente, desprendiéndose mientras el saco permanecía estirado en el trineo. Esta cubierta debía tener un tamaño amplio; era importante que fuera más larga que el saco de dormir, de forma que se pudiera colocar alrededor del cuello mientras uno dormía para evitar que la respiración entrase dentro del saco. Todos teníamos sacos dobles, uno interior y otro exterior. El interior era de piel de ternero o de hembra joven de reno, y bastante ligero; sin embargo, el exterior estaba hecho de gruesa piel de reno macho, de unos seis kilogramos de peso. Los dos tenían la abertura en uno de los extremos, como los sacos, y los dos se podían atar alrededor del cuello. Personalmente, este diseño siempre me ha parecido el mejor, es el más fácil, simple y confortable. Es recomendable para todo el mundo.

Muchas fueron las novedades en los modelos de gafas de nieve. Desde luego, era una materia muy importante y requería un estudio completo. ¡Y bien que lo estudiamos! El problema concreto era encontrar una buena montura para las gafas. Es cierto que durante todo el otoño no utilicé más que un par de gafas ordinarias con cristales tintados de amarillo, y resultaron ser excelentes; pero para un viaje largo pensamos que serían una protección insuficiente. Por tanto, me apunté a la competición por idear el mejor invento. Finalmente, todos terminamos con monturas de cuero, con un pequeño orificio para los ojos. El premio se lo llevó la patente de Bjaaland, que fue la más empleada. Hassel tenía su propio invento, combinado con un protector para la nariz; cuando se las ponía me recordaba al águila americana. Nunca se las vi usar, ni nadie de nosotros las usó, a excepción de Bjaaland. Este usó sus propias gafas durante todo el viaje y resultó ser el único que sufrió la ceguera de las nieves. Las gafas que yo utilicé —eran las mismas que las de Hanssen; sólo había esos dos pares iguales— me protegieron perfectamente; en ningún momento tuve el más mínimo signo de ceguera. Eran como otras gafas cualquiera, sin ninguna gasa alrededor de los cristales; la luz podía penetrar por todos los sitios. El Dr. Schanz, de Dresde, que me las envió, puede estar muy satisfecho de su invención; supera a cualquier otro diseño que yo haya visto o probado.

El siguiente asunto importante eran nuestras botas. Había indicado expresamente qué tipo de botas debíamos llevar, independientemente de si la persona a la que iban destinadas se la pusiese o no; eran indispensables en caso de tener que atravesar algún glaciar, lo cual era una contingencia con la que teníamos que contar. Partiendo de esta premisa, cada uno podía actuar según su parecer y todos comenzaron a hacer mejoras según las experiencias ya vividas. La mejora consistía en agrandarlas. Wisting tomó en sus manos las mías de nuevo y las desarmó. Sólo cuando ves las cosas desmontadas en piezas puedes ver cómo se hace un trabajo. Entendimos mejor cómo se habían hecho nuestra botas; no se podría encontrar un trabajo más concienzudo ni un material más resistente. Fue un arduo trabajo descoserlas. Las mías perdieron en esta ocasión un par de plantillas. No recuerdo cuántas llevaba, pero por fin tenía el espacio suficiente que siempre había buscado. Anchura suficiente para protegerme los pies adecuadamente, y encima quedaba espacio para una suela de madera. Esto me hizo sentirme feliz; había alcanzado mi gran objetivo. Ahora la temperatura podría ser tan baja como quisiera, pues no podría atravesar la suela de madera, además de varios calcetines; creo que llevaba en total siete pares. Esa tarde fui feliz. El esfuerzo había sido largo: tardamos cerca de dos años en llegar a este resultado.

Seguidamente fueron los arneses de los perros los que necesitaron un repaso. No podíamos permitirnos la experiencia del viaje al último almacén, cuando dos perros cayeron a una grieta por llevar unos defectuosos. Dedicamos gran esfuerzo y atención a este equipo, y para ello utilizamos el mejor material del que disponíamos. El resultado recompensó nuestros quebraderos de cabeza; teníamos unos buenos y fuertes arneses para cada equipo.

Quizá toda esta descripción abra los ojos a mucha gente y muestre que el equipo para una expedición como la que nosotros organizamos no se prepara en un día. Hacer que una expedición tenga éxito no sólo es cuestión de dinero, aunque, bien lo sabe Dios, es importante tenerlo. Verdaderamente, puedo decir que depende en gran medida de cómo esté equipada la empresa, de cómo se afronte cada dificultad y de qué precauciones se tomen para superarlas o evitarlas. La victoria aguarda a aquel que tiene todo bajo control —la gente lo llama suerte—. La derrota es para aquellos que descuidan las necesarias precauciones a tiempo; lo llaman mala suerte. Aunque rezo para que no piensen que una frase de estas sirva de epitafio a mi propia tumba. No; los honores para quienes se los merecen: para mis fieles compañeros, quienes con su paciencia, perseverancia y experiencia llevaron todo nuestro equipo al límite de la perfección, y gracias a ello hicieron posible nuestra victoria.

El 16 de agosto comenzamos a cargar nuestros trineos; dos estaban emplazados en el Palacio de cristal y otros dos en el Almacén de ropa. Fue una gran ventaja poder hacer este trabajo a cubierto; por entonces la temperatura oscilaba entre -50 y -60° C, con vientos ocasionales de entre veintiún y veintitrés kilómetros por hora. Hubiera sido casi imposible cargar los trineos al aire libre bajo estas condiciones, y más aún si tenía que hacerse con sumo cuidado para que todo quedase firmemente sujeto, como evidentemente se hizo. Todos los cables de sujeción tenían que atarse a largos trozos de cuerda fina y esto llevaba su tiempo, pero cuando las cosas se hacen adecuadamente, como fue el caso, las cajas quedaron sujetas como con mordazas, bien inmovilizadas. Quitamos las planchas de zinc que teníamos bajo los trineos para que no se hundiesen en la nieve suelta, pues no las encontramos útiles para nada. En su lugar pusimos unos esquís que nos sobraban, que más tarde nos fueron de mucha utilidad. Para el 22 de agosto los trineos estaban preparados y esperando iniciar la marcha.

A los perros no les gustó el frío que habíamos tenido durante tanto tiempo; Cuando la temperatura bajaba entre -50 y -60° C, podía verse por sus movimientos cómo les molestaba. Permanecían de pie y levantaban las patas del suelo alternativamente, manteniendo unas alzadas mientras las otras les sostenían, para seguidamente intercambiarlas. Eran inteligentes e ingeniosos hasta el extremo. El pescado no era algo que les gustara mucho y con algunos de ellos había que emplearse a fondo para meterlos en las tiendas por las noches, cuando había pescado para cenar. En concreto, Stubberud tuvo muchos problemas con uno de los más jóvenes; se llamaba Funcho, y había nacido en Madeira, durante nuestra estancia en septiembre de 1910. Para la comida de la noche, como ya se ha dicho, cada hombre, después de atar a sus perros, iba a la pared de la tienda donde estaba la carne, recogía sus cajas con carne troceada y las sacaba de allí. Funcho acostumbraba a esperar ese momento. Cuando veía a Stubberud con la caja, sabía que era carne y entraba tranquilamente a la tienda. Pero no siempre era así; si Stubberud no llevaba la caja, el perro no entraba y, lo que es peor, era imposible atraparlo. Esto ocurrió unas cuantas veces. Entonces a Stubberud se le ocurrió una estratagema. Cuando Funcho, como era habitual —incluso cuando había pescado—, miraba desde la lejanía la escena de cómo sujetaban a los demás, Stubberud iba con toda calma a la citada pared, tomaba una caja vacía preparada para la ocasión, la colocaba sobre su hombro y volvía a la tienda. Funcho estaba atento. Corría alegremente a la tienda, encantado sin duda con la generosidad de Stubberud de darle carne dos noches seguidas. Pero allí le esperaba una gran sorpresa. Stubberud le cogía por el cuello y le ataba toda la noche. Después de fruncir el ceño ante la caja de carne vacía, miraba a Stubberud; no estoy seguro de lo que pensaba. También hay que decir que este engaño no tuvo mucho éxito a partir de entonces; Funcho tenía su plato de pescado seco para la cena y con eso se tenía que contentar.

Durante el invierno perdimos algunos perros. Dos —Jeppe y Jakob— murieron por algún tipo de enfermedad. Knæten fue sacrificado, ya que había perdido casi todo el pelo de la mitad de su cuerpo. Madeiro, nacido en Madeira, desapareció al comienzo del otoño, y Tom lo hizo más tarde; sin duda los dos debieron caer en alguna grieta. Ya habíamos tenido la oportunidad —dos veces— de ver cómo ocurría esto; en ambas ocasiones vimos desaparecer al perro en la grieta, y pudimos observar desde la superficie cómo caían hasta abajo sin proferir un solo ruido. Estas grietas no eran profundas, pero sí de pendientes muy pronunciadas, con lo que los perros no podían salir sin ayuda. Indudablemente, los dos perros que he mencionado encontraron la muerte de esta forma; debió ser una muerte lenta, teniendo en cuenta lo tenaces que son estos animales. Muchas veces sucedió que los perros desaparecían, estaban ausentes durante unos días y después regresaban; probablemente caían en las grietas y finalmente conseguían salir de nuevo. Es bastante curioso, pero cuando emprendían estas escapadas no daban mayor importancia a las condiciones del tiempo. Cuando les venía en gana desaparecían, incluso cuando las temperaturas bajaban de cincuenta bajo cero, con viento, con ventiscas. Así, Jaala, una señorita del equipo de Bjaaland, desapareció llevándose con ella a otros dos atentos galanes. Los encontramos más tarde, tumbados tranquilamente detrás de un montículo de hielo; daban la impresión de encontrarse muy felices. Habían estado por ahí unos ocho días sin comer, y durante esos días la temperatura apenas había subido de -50° C.

El 23 de agosto llegó: un día tranquilo, parcialmente nublado y con -42° C. No podíamos imaginar mejor tiempo para sacar los trineos y llevarlos al punto de partida. Tuvimos que sacarlos por la puerta del Almacén de ropa; era el lugar más grande y por ello el más fácil de practicar. Primero tuvimos que retirar la nieve que se había acumulado en esa zona, ya que los ocupantes de ese departamento habían preferido usar el pasadizo interior para llegar allí. La nieve tenía bloqueado todo el acceso, con lo que no se podía ver el interior; con un par de fuertes palas y un par de hombres más fuertes aun empleándolas, la entrada pronto quedó expedita. Conseguir sacar los trineos fue una tarea laboriosa; cada uno de los trineos pesaba cuatrocientos kilogramos y la subida a la superficie era bastante empinada. Nos pusimos manos a la obra y, unos tirando y otros empujando, uno a uno fueron saliendo lentamente a la luz del día. Los arrastramos hasta un lugar cerca de donde teníamos los instrumentos de observación, apartado de la casa y desde donde poder organizar el comienzo de la marcha. Los perros estaban descansados y medio salvajes, por lo que necesitaban el mayor espacio posible; una simple caja de embalaje, algún poste, el puesto de observación, todo podía ser objeto de su interés, e infaliblemente a ellos habrían acudido directamente siguiendo su curiosidad. Entonces los esfuerzos de los guías habrían sido en vano. Esa mañana no les habíamos desatado y ahora cada hombre se dedicaba a colocar los arneses dentro de cada tienda. Mientras tanto, yo me dediqué a observar los trineos totalmente cargados y preparados para comenzar un largo viaje. Traté de sacar mi vena poética —«El siempre inquieto espíritu humano», «El misterioso, inexplorado e imponente hielo»— aunque creo que no estaba muy inspirado; quizá era demasiado temprano. Abandoné mis esfuerzos, después de llegar a la conclusión de que cada trineo tenía la forma de un ataúd más que cualquier otra cosa, pintadas como estaban todas las cajas de negro.

Todo iba según lo programado. Los perros estaban al borde de la histeria. ¡Qué rato hasta que logramos ponerles todos los arneses! No estaban quietos ni un instante; o bien tenían algún amigo al que querían dar los buenos días, o bien algún enemigo sobre el que abalanzarse. Siempre tenían donde ir. Cuando comenzaron a tirar, empujando con sus patas traseras, levantaron una nube de nieve y se miraron unos a otros en plan desafiante, lo que puso nervioso a su guía. Si hubiera estado atento en ese momento, interviniendo rápidamente, podía haber evitado la batalla que se avecinaba; pero uno no puede estar en todo al mismo tiempo y el resultado fue una serie de escaramuzas salvajes. ¡Extrañas bestias! Habían pasado el invierno de forma relativamente pacífica, pero ahora, tan pronto como les pusimos los arneses, sentían la necesidad de pelear como si su vida dependiese de ello. Finalmente todo quedó listo y nos pusimos en marcha. Era la primera vez que llevábamos equipos de doce perros, y todos estábamos impacientes por ver el resultado.

Todo fue mejor de lo que esperábamos; no es que fuera un tren expreso, desde luego, pero era la primera vez y no podíamos quejarnos. Algunos de los perros habían engordado demasiado durante el invierno y tenían dificultades para seguir el ritmo; al ser su primer viaje, fue bastante duro para ellos. Pero la mayoría estaba en excelente forma, sanos, rollizos, y en ningún caso torpes. Esta vez no les llevó mucho tiempo subir la colina; la mayoría tuvo que parar y recobrar el aliento sobre la ladera, pero hubo otros que no necesitaron hacer ningún alto. Arriba, en la cima, todo parecía estar como lo habíamos dejado en el mes de abril. La bandera permanecía en el mismo lugar donde la habíamos colocado, y no parecía estar muy desgastada. Y, lo que era aún más extraño, incluso podíamos ver nuestras huellas en dirección sur. Llevamos a nuestros perros hasta bien arriba, les quitamos los arneses y les dejamos sueltos. Dimos por sentado que regresarían deprisa y tan contentos a casa, a por su plato de carne, y la mayoría no nos decepcionó. Partieron alegremente de camino a casa, y pronto la superficie helada quedó cubierta de perros. No todos se comportaron como buenos chicos. En algunos puntos aparecieron nubes blanquecinas sobre el hielo; eran nubes de nieve que levantaban los combatientes. Pero su regreso fue irreprochable; no tuvimos noticia de que ninguno se detuviese por ahí. En el recuento de la noche, resultó que diez se habían perdido. Era extraño. ¿Se habrían caído los diez en alguna grieta? No parecía probable.

A la mañana siguiente, dos hombres fueron hasta el punto de partida para ver si encontraban rastro de los perros perdidos. En el camino encontraron un par de grietas, pero no vieron a los perros. Cuando llegaron al lugar donde dejamos los trineos, allí estaban los diez acurrucados, durmiendo. Estaban tumbados junto a su trineo y en ningún momento parecieron enterarse de la llegada de los hombres. Uno o dos quizá abrieron un ojo, pero eso fue todo. Una vez despiertos y dándoles a entender con signos inequívocos que se requería su presencia en casa, les pareció algo inaudito, más allá de cualquier límite. Algunos simplemente no lo creían; dieron unas vueltas por los alrededores y volvieron a tumbarse en el mismo lugar. Tuvimos que llevárnoslos a latigazos. ¿Se puede imaginar algo tan inexplicable? Todos allí tumbados, a cinco kilómetros de su cómodo hogar, donde sabían que les esperaba abundante comida, y con temperaturas de -40° C. Aunque llevaban veinticuatro horas fuera, ninguno de ellos mostró signos de querer abandonar el lugar. Si hubiera sido verano, con el sol calentando, uno podría entenderlo, pero con estas condiciones no.

Ese día, 24 de agosto, el sol reapareció sobre la barrera por primera vez en cuatro meses. Daba la impresión de que sonreía, con un saludo amistoso a las viejas montañas que había contemplado durante tantos años; pero cuando los primeros rayos alcanzaron el punto de partida, su cara bien podía haber mostrado sorpresa: «¡Bien, después de todo, ellos son los primeros! ¡Yo he hecho todo lo posible por estar aquí!». No se podía negar; habíamos ganado la carrera, salimos a la barrera un día antes que el sol.

Aún no podíamos fijar el día de la partida definitiva; teníamos que esperar a que la temperatura se moderase un poco. Mientras siguiera tan baja, no podíamos pensar en iniciar la marcha. Todas nuestras cosas ya estaban preparadas sobre la barrera y sólo restaba colocar los arneses a los perros y comenzar. Aunque no sería esa la impresión que cualquiera pudiera sacar al vernos cuando digo que todas nuestras cosas estaban preparadas; el cortar y coser seguía funcionado, incluso más que antes. Lo que antes se le había ocurrido a alguien como algo secundario, para hacer en caso de tener tiempo o simplemente olvidarlo, ahora de repente se presentaba como lo más importante del equipo; y aparecía el cuchillo y comenzaba a cortar, hasta que un montón de pelos y retales quedaba por el suelo; seguidamente la aguja comenzaba a trabajar y una costura se añadía a otra hasta que quedaba todo listo.

Los días pasaban y la temperatura no mostraba signos de ser primaveral; de vez en cuando daba un salto de unos treinta grados, pero sólo para volver a caer rápidamente hasta los -50° C. Una espera como esta no es nada agradable; siempre tengo la idea de que soy el único que queda detrás, mientras los demás ya están en camino. Y podía adivinar que no era yo sólo el que tenía este sentimiento.

—Daría cualquier cosa por saber a qué distancia está Scott.

—¡Por Dios! El aún no ha salido fuera, hace mucho frío para sus ponis.

—Ah, ¿pero cómo sabes que ellos tienen tanto frío como nosotros? Supongo que allá lejos, entre las montañas donde están, el tiempo es más templado; lo que sí puedes jurar es que no están perdiendo el tiempo. Ya han demostrado lo que pueden llegar a hacer.

Conversaciones de este tipo eran las que se podían escuchar esos días. Esta incertidumbre era lo que nos preocupaba —no a todos— y, personalmente, lo sentía enormemente. Estaba decidido a emprender la marcha tan pronto como fuera posible, y las objeciones de los que decían que podíamos perder todo si empezábamos demasiado pronto no parecían tener mucha fuerza. Si veíamos que hacía mucho frío, lo único que teníamos que hacer era darnos la vuelta, con lo que yo no veía ningún tipo de riesgo.

Llegó septiembre con -42° C. Esa es una temperatura soportable, pero decidimos que era mejor esperar a ver cómo se sucedían los acontecimientos; quizá el tiempo seguía jugando a engañarnos de nuevo. Al día siguiente, -53° C; tiempo claro y en calma. El 6 de septiembre, -29° C. Finalmente había llegado el cambio y pensamos que era el mejor momento. Al día siguiente, -22° C. El ligero viento que llegaba del este era como una apacible brisa de primavera. Bueno, en cualquier caso, ahora teníamos una buena temperatura para comenzar la marcha. Todo el mundo preparado; mañana partimos.

Llegó el 8 de septiembre. Comenzamos el día como siempre, desayunamos y nos preparamos para el viaje. No teníamos mucho que hacer. Los trineos vacíos que habíamos preparado para acercarnos hasta el punto de partida estaban listos; sólo teníamos que meter algunas cosas en ellos. Aunque el simple hecho de tener que recoger esas pocas cosas era la causa de más retraso. Teníamos que colocar los arneses a doce perros para cada uno de los trineos, y ya sabíamos que nos costaría mucho esfuerzo hasta que nos pusiésemos en marcha. Nos ayudamos por parejas para traer los perros hasta los trineos y ponerles los arneses. Antes, unos habían sido muy precavidos para anclar firmemente los trineos con una piqueta clavada en el hielo; otros, simplemente se habían contentado con volcar el trineo; y otros, como en ocasiones anteriores, fuimos más imprudentes. Todos teníamos que estar preparados para cuando el primer hombre se pusiese en marcha pues, de no ser así, sería imposible sujetar a los perros de los demás trineos y tendríamos una salida en falso.

Esa mañana nuestros perros se encontraban terriblemente excitados y confusos, pero al final todo estaba preparado, excepto uno o dos pequeños detalles. Entonces, de repente oí un grito salvaje y, al darme la vuelta, vi a uno de los equipos iniciando la marcha sin su guía. El que estaba más cerca salió corriendo con el fin de ayudar, resultando que su propio equipo también se puso en marcha detrás del otro. Los dos trineos en marcha y los guías detrás, corriendo a más no poder; pero la lucha era desigual: en un momento los guías estaban derrotados. Los dos trineos fuera de control tomaron dirección sudoeste y se fueron como el viento. Los hombres tuvieron un duro trabajo; corrieron sin parar un largo trecho, siguiendo las huellas de los trineos. Los perros desaparecieron detrás de las cumbres, por lo que no consiguieron alcanzarlos hasta mucho más tarde.

Mientras tanto, el resto esperamos. La cuestión era: ¿qué harían los dos hombres cuando finalmente se hiciesen con los trineos? ¿volverían a casa o se dirigirían al punto de partida? No era divertido esperar en esas circunstancias, por lo que decidimos ponernos en marcha al punto de partida y, si fuese necesario, esperar allí. Tan pronto como se dijo, nos pusimos en marcha. Ahora veríamos cuál era la autoridad que tenían nuestros compañeros sobre sus perros, ya que todas las probabilidades caninas indicaban que intentarían seguir el rumbo que habían tomado los fugitivos. Este miedo no resultó del todo infundado; tres consiguieron hacer girar a sus perros y llevarlos por el camino correcto, pero otros dos no fueron capaces de tomar el nuevo rumbo. Después de ponerse en marcha, como es natural, pensaron que todos íbamos a tomar ese mismo rumbo. Yo sonreí, pero no dije nada. Había pasado más de una vez que mis propios perros habían tomado la iniciativa sin que yo pudiera hacer nada; no hay duda de que esas veces me había sentido un poco tonto, después de todo…

Hasta el mediodía no logramos reunir todos los trineos. Los guías de los fugitivos habían tenido una dura tarea en lograr atraparlos y estaban sudando hasta los huesos por el esfuerzo realizado. Pensé varias veces en volver, ya que tres cachorros nos habían seguido; si seguíamos adelante, al final tendríamos que sacrificarlos. Pero volver atrás después de tanto trabajo y tener que volver a realizar la misma tarea al día siguiente no era una perspectiva muy agradable. Y lo peor de todo, ver a Lindstrøm en la puerta partiéndose de risa. No, mejor sería continuar. Pensé que todos estaríamos de acuerdo. Ahora los perros estaban sujetos por sus arneses a los trineos cargados, y los que dejamos vacíos los apilamos uno encima de otro. A la una y media de la tarde nos pusimos en marcha. Pronto dejamos de ver las antiguas huellas, pero inmediatamente encontramos la línea de banderas que colocamos cada dos kilómetros cuando hicimos el viaje al último almacén. La marcha era espléndida, nos dirigíamos a buen paso hacia el Sur. El primer día no fuimos demasiado lejos —diecinueve kilómetros—. A las tres y media de la tarde montamos nuestro campamento. La primera noche fuera nunca es agradable, pero esta fue terrible. Hubo tal pelea entre nuestros noventa perros que fue imposible pegar ojo. Fue un bendito alivio cuando dieron las cuatro de la mañana y comenzamos a levantarnos. Tuvimos que sacrificar a los tres cachorros cuando paramos a comer ese día. La marcha seguía como el día anterior; la cosa no podía ir mejor. Las banderas que íbamos encontrando estaban tal cual las habíamos colocado; no mostraban ninguna señal de haber tenido que soportar ninguna tormenta de nieve durante el tiempo transcurrido. Ese día hicimos veinticinco kilómetros. Los perros aún no estaban acostumbrados, pero según iban pasando las horas se les veía más y más inmersos en su tarea.

Para la décima jornada parecían estar plenamente en forma; ese día nadie podía sujetar a su equipo. Todos querían marchar a la cabeza, con el resultado de que un equipo se abalanzaba sobre otro y provocaba el caos. Era una situación muy molesta; los perros se cansaban inútilmente y, por supuesto, perdíamos el tiempo en desenredarlos. Ese día estuvieron totalmente desmandados. Cuando Lassesen, por ejemplo, ponía los ojos en su enemigo Hans, que pertenecía a otro equipo, inmediatamente incitaba a Fix a que le ayudase. Entonces los dos se lanzaban a toda velocidad, con el resultado que los otros del mismo equipo se animaban con el cambio de ritmo y se unían a esa aceleración. Les daba igual el método que emplease el guía para detenerlos; ellos continuaban con toda su furia hasta que lograban alcanzar al equipo en el que estaba el objeto del esfuerzo de Lassesen y Fix. Entonces los dos equipos se precipitaban uno contra otro y terminábamos poniendo en orden un total de noventa y seis patas. Lo único que podíamos hacer era desenganchar a los perros que no podíamos controlar, y atarlos sobre el trineo. De esta forma logramos, finalmente, que las cosas funcionasen satisfactoriamente. Ese día recorrimos treinta kilómetros.

El lunes, undécimo día, nos despertamos con una temperatura de -55° C. El tiempo era espléndido, tranquilo y claro. Pudimos notar que los perros no se sentían del todo cómodos; comparada con otras noches, esta la habían pasado tranquilos. El frío afectaba a la marcha; era lenta y pesada. Pasamos a través de algunas grietas y el trineo de Hanssen estuvo muy cerca de caer en una de ellas, pero logró mantenerse en su sitio y no tuvo mayores consecuencias. El frío no hacía la marcha desagradable; por el contrario, a veces hacía casi calor. La respiración era como una nube, y el vapor que desprendían los perros era tan denso que no dejaba ver al equipo que marchaba al lado, y eso que los trineos marchaban muy cerca unos de otros.

El duodécimo día tuvimos -52° C, con un fuerte viento en contra. Soplaba de una manera cortante. Se podía ver claramente que era una temperatura demasiado fría para los perros; por la mañana, sobre todo, daban una impresión penosa. Aparecían tumbados hechos un ovillo, con sus narices bajo el rabo, y de vez en cuando podía verse como sus cuerpos tiritaban; incluso algunos lo hacían de manera continua. Teníamos que ponerlos en pie y llevarlos a su lugar de tiro. Tenía que admitir que con esta temperatura no era fácil continuar; el riesgo era demasiado grande. De todas formas, decidimos seguir hasta el almacén situado a 80° S y descargar allí los trineos. Ese día también hicimos un incómodo descubrimiento: el fluido de nuestras brújulas se había congelado, por lo que quedaron inservibles. El tiempo se había vuelto demasiado nublado y apenas podíamos adivinar la posición del sol. Nuestro avance en esas circunstancias se volvía muy incierto; posiblemente llevábamos el rumbo correcto, pero también era bastante probable que lo perdiéramos. De todas formas, lo mejor que podíamos hacer era montar el campamento y esperar a que las cosas mejorasen. No dedicamos nuestros mejores deseos a quienes nos habían vendido aquellas brújulas.

Eran las diez de la mañana cuando nos detuvimos. Decidimos construir dos cabañas de nieve para refugiarnos durante el largo día que nos esperaba. La nieve, en sí misma, no es buena para este fin, pero a fuerza de hacer bloques en círculo conseguimos levantarlas en pie. Hanssen construyó una y Wisting otra. A la temperatura a la que nos encontrábamos, una cabaña de nieve es mucho mejor que una tienda, y nos sentimos más confortables cuando nos metimos dentro y encendimos nuestro hornillo Primus. Esa noche oímos un extraño ruido a nuestro alrededor. Miré bajo mi saco de dormir para ver si teníamos alguna grieta en la que pudiéramos caer, pero no había nada raro por ningún lado. En la otra cabaña, sin embargo, no habían oído nada. Más tarde descubrimos que el sonido era debido únicamente al «asentamiento» del hielo. Con esta expresión quiero referirme al movimiento de las grandes placas de hielo cuando se rompen y se hunden, asentándose una en otra. Este movimiento da la sensación de que el suelo se está hundiendo debajo y esto no era muy agradable. Viene seguido de un largo y grave estruendo, que muchas veces sobresalta a los perros —y a los guías también—. Una vez, escuchamos este retumbar sobre la llanura, tan fuerte como el trueno que produce un cañón. Terminamos por acostumbrarnos a ellos.

Al siguiente día la temperatura era de -51° C, todo estaba en calma y el cielo totalmente claro. Hicimos treinta kilómetros y seguimos el rumbo como pudimos, ayudados por el sol. Cuando acampamos la temperatura era de -56° C. En esta ocasión hice algo a lo que siempre me había opuesto: Había llevado conmigo una botella de aquavit[24] noruego y otra de ginebra. Pensé que esta era una buena ocasión para sacar la de ginebra. Resultó que estaba tan dura como el pedernal. Cuando intentamos descongelar la botella, esta reventó y se derramó por la nieve; al instante, todos los perros comenzaron a estornudar. La siguiente botella —«Aquavit número 1»— estaba como un hueso, pero la experiencia da sabiduría y entonces la descongelamos con más precaución. Esperamos a meternos en los sacos para echar un trago. Me llevé una gran decepción; no era ni la mitad de bueno de lo que suponía. Pero no me arrepiento de haberlo hecho, pues aprendí que nunca jamás he de volver a repetirlo. El efecto fue totalmente nulo; no sentí nada, ni en mi cabeza ni en mis pies.

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Hansen con alguno de los verdaderos protagonistas de esta expedición

El decimocuarto día amaneció frío —la temperatura continuaba en los -56° C—. Afortunadamente el cielo estaba claro, con lo que podíamos ver por dónde íbamos. No habíamos llegado muy lejos cuando un relieve brillante apareció sobre la superficie del hielo. ¡Fuera las gafas! ¡El almacén! Allí estaba, justo en nuestro camino. Hanssen, quien había ido a la cabeza todo el camino, sin ninguna guía y la mayor parte del camino sin brújula, no podía avergonzarse de su actuación. Estuvimos de acuerdo en que todo había salido bien y eso, sin duda, gracias a él. Llegamos a las diez y cuarto de la mañana, y sin vacilar nos pusimos a descargar los trineos. Wisting se encargó de la poco agradable tarea de prepararnos una taza de leche caliente a -56° C. Colocó la Primus detrás de unas cajas de provisiones y la encendió; extrañamente, la parafina aún se encontraba líquida dentro del depósito, sin duda por haber estado bien protegida dentro de una caja. Una taza de leche malteada Horlick me supo mejor que la última vez que la probé en un restaurante de Chicago.

Después de disfrutarla, nos abandonamos sobre nuestros trineos vacíos y tomamos rumbo a casa. La marcha era complicada, pero los perros marchaban bien con los trineos mucho más ligeros de peso. Yo me senté con Wisting, ya que consideraba que su equipo era el más fuerte. El frío nos mantenía agarrotados y me preguntaba sorprendido cómo era posible permanecer sentado en el trineo sin moverme y no quedar congelado; a pesar de todo, no íbamos mal. Sólo vi a uno o dos fuera de sus trineos en todo el día; la mayoría nos bajábamos de vez en cuando y corríamos al lado para entrar en calor. Yo mismo me puse los esquís y me dejé llevar remolcado. Esto que la gente llama deporte, a mí nunca me ha atraído, pero bajo las circunstancias lo toleraba; el objeto era calentarme los pies. Más tarde volvía a recurrir a este «deporte» del esquí, pero fue por otra razón.

En el decimoquinto día, mientras estábamos sentados en la tienda, charlando mientras cocinábamos, Hanssen dijo: «¿Por qué me parece que me he quedado sin talón?». Se quitó los calcetines y era, completamente, como una bola de sebo muerta. No tenía buen aspecto. Lo estuvo frotando hasta que pensó que «podía sentir algo de nuevo», volvió a ponerse los calcetines y se metió en el saco. Luego llegó el turno de Stubberud. «Daré gracias a Dios si no tengo algo mal también». Mismo procedimiento, mismo resultado. Menuda alegría, ¡dos talones comprometidos y a setenta y cuatro kilómetros de Framheim! Cuando nos pusimos en marcha por la mañana, afortunadamente, el tiempo era más templado —«casi verano»: -40° C—. La sensación era agradable. La diferencia entre -40 y -51° C, en mi opinión, es muy apreciable. Se puede pensar que cuando uno percibe temperaturas tan bajas, unos cuantos grados arriba o abajo no significan ninguna diferencia, pero no es así.

Durante la marcha de ese día nos vimos obligados a soltar varios perros totalmente agotados; supusimos que seguirían nuestras huellas. A Adam y Lazarus ya no volvimos a verlos. Sara murió en el camino sin haber presentado ningún síntoma anterior. Camilla se encontraba también entre los que soltamos.

En el camino de vuelta mantuvimos el mismo orden que los días anteriores. Hanssen y Wisting, por regla general, marchaban siempre en cabeza y a bastante distancia, a no ser que parasen a esperarnos. Los demás seguíamos un paso más bien lento y pesado. Pensamos detenernos en la bandera de la milla dieciséis, así la llamábamos —esta marca estaba situada a treinta kilómetros de Framheim—, y esperar a que los demás subiesen a por nosotros, pero como el tiempo estaba mejor, tranquilo y claro, y las huellas dejadas durante la marcha hacia el sur estaban totalmente marcadas, decidí seguir adelante. Cuanto antes llegasen a casa los dos talones en mal estado, mejor. Los dos primeros trineos llegaron a la cuatro de la tarde; el siguiente a las seis, otros dos a la seis y media. El último no llegó hasta las doce y media de la mañana. ¡Sabe Dios qué habían estado haciendo durante el camino!

Con las bajas temperaturas experimentadas en este viaje, pudimos apreciar una curiosa formación de nieve que nunca había visto anteriormente. La delgada nieve amontonada, extremadamente fina, formaba pequeños cuerpos cilíndricos de una media de tres centímetros de diámetro, y más o menos de la misma altura, aunque también había de otros tamaños. Generalmente rodaban por la superficie y se agrupaban por un lado y otro formando grandes montones, desde donde, uno por uno o varios juntos, comenzaban de nuevo a rodar. Si tomabas uno de estas bolas en la mano, no percibías ningún peso, pues eran ligerísimas. Si partías la más grande, por decirlo de alguna forma, no quedaba nada. A unos -40° C de temperatura dejamos de verlas.

Tan pronto como llegamos a casa nos dedicamos a curar los talones. Prestrud tenía ambos congelados, uno ligeramente, pero el otro de manera más seria, aunque, según mi parecer, no estaban tan mal como el de los otros. Lo primero que hicimos fue pinchar las ampollas que se habían formado para eliminar el agua que contenían; seguidamente las cubrimos con compresas de ácido bórico durante la noche y a la mañana siguiente. Mantuvimos esta cura durante mucho tiempo; finalmente pudimos retirar la piel muerta y entonces apareció la nueva, fresca y sana. El talón estaba curado.

Las circunstancias vividas me hicieron considerar la necesidad de dividir el grupo en dos. Uno seguiría la marcha hacia el sur; el otro intentaría alcanzar la tierra del Rey Eduardo VII, para ver qué se podía hacer allí, a la vez que exploraba las regiones de los alrededores de la bahía de las Ballenas. Este grupo estaría compuesto por Prestrud, Stubberud y Johansen, bajo la dirección del primero.

Eran muchas las ventajas de estos nuevos planes. En primer lugar, un pequeño grupo podía avanzar más rápidamente que uno grande. El número, tanto de hombres como de perros, se había demostrado claramente desafortunado en varios de nuestros anteriores viajes. El tiempo que tardábamos en estar preparados por las mañanas —cuatro horas— era consecuencia de ser tan numerosos. Con la mitad de personas, o simplemente con los que entraran en una tienda, esperaba ser capaz de reducir ese tiempo a la mitad. Desde luego, la importancia de los almacenes que habíamos establecido se incrementaría de manera considerable, ya que ahora estarían destinados para los cinco miembros del grupo originalmente pensado, y de esta forma serían capaces de mantenerlos durante más tiempo. Desde el punto de vista puramente científico, este cambio ofrecía avances tan obvios que creo que es innecesarios ahondar en ellos. De ahora en adelante, por tanto, hablaremos, por así decirlo, de dos grupos. El grupo polar estaba preparado para partir en cuanto la primavera llegara de verdad. Dejé a Prestrud fijar la fecha de partida a su criterio; no tenían tanta prisa y podrían tomarse las cosas con más tranquilidad.

Entonces comenzó de nuevo el mismo viejo alboroto sobre los equipos, y las agujas volvieron a trabajar todo el tiempo. Dos días después de nuestra vuelta, Wisting y Bjaaland salieron hasta la marca del kilómetro treinta con objeto de traer los perros que habíamos dejado sueltos en esa parte de la ruta y que aún no habían vuelto.

Hicieron el camino de sesenta kilómetros en seis horas y trajeron a todos los rezagados —un total de diez— con ellos. El más alejado se encontraba tumbado junto a la bandera; ninguno hizo ademán de levantarse cuando vio llegar los trineos. Tuvieron que ponerlos en pie para colocarles los arneses, y a uno o dos que tenían las patas en malas condiciones los subieron a los trineos. Con toda probabilidad la mayoría de ellos habrían vuelto en pocos días. Pero es incomprensible que unos perros sanos y valientes, como eran estos, se empeñasen en quedar rezagados.

Para el 24 de septiembre tuvimos las primeras noticias de la primavera, cuando Bjaaland volvió del hielo y nos dijo que había disparado a una foca. Lo que significaba que habían comenzado a llegar; era una buena señal. Al día siguiente salimos a recogerla y cazamos otra. Los perros se animaron al ver carne fresca, y no digamos la grasa. Tampoco nuestros hombres pusieron pegas a los filetes frescos.

El 27 de septiembre quitamos el tejado que había estado cubriendo la ventana de nuestro comedor; el poco tiempo en que la luz conseguía bajar por el pasadizo de madera hasta el interior era muy escaso, pero al menos era luz —luz natural— y esta era muy de agradecer.

El día 26 volvió Camilla, después de una ausencia de diez días. La habíamos dejado suelta en el último viaje, a ciento diez kilómetros de Framheim. Cuando llegó estaba tan gorda como siempre; probablemente se había estado alimentando en su soledad de uno de sus compañeros. Fue recibida con grandes ovaciones por sus muchos admiradores.

El 29 de septiembre apareció una bandada de petreles antárticos, un signo claro de la primavera. Llegaron volando y con ellos la noticia de que, esta vez en serio, la primavera había llegado. Estábamos encantados de ver estas delicadas y rápidas aves de nuevo. Volaron alrededor de la casa varias veces para ver si aún estábamos vivos; nosotros no tardamos en salir afuera como señal de bienvenida. Fue divertido ver a los perros. Al principio, estos pájaros volaban muy cerca del suelo; cuando los perros se fijaron en ellos, todos, sin excepción, salieron corriendo para intentar atraparlos. Toda la superficie se llenó de perros, todos querían ser el primero. Los pájaros levantaron el vuelo al unísono y los perros los perdieron de vista. Permanecieron quietos durante un momento, mirándose unos a otros, evidentemente indecisos pensando qué era lo mejor que hacer. Esta indecisión, como es natural, duró poco tiempo. Cambiaron de pensamiento con prontitud y se lanzaron al cuello unos contra otros.

Ahora que la primavera realmente había llegado, lo único que nos quedaba por hacer era curar los talones congelados y ponernos en marcha.