Capítulo VIII.
Un día en Framheim

Para poder entender mejor nuestra vida diaria, nos daremos una vuelta por Framheim.

Es 23 de junio, por la mañana temprano. Una completa tranquilidad inunda la barrera —aunque quien no haya estado en estas regiones no conoce lo que significa tranquilidad—. Salimos a la vieja pista que usamos para venir desde donde fondeó el Fram. Nos detendremos varias veces en el camino y nos preguntaremos si esto puede ser real; nunca ninguno de nosotros había concebido nada tan hermoso como esta visión. Hacia el norte, el borde de la barrera y, más cerca, los montes Nelson y Rönniken; detrás, una cumbre tras otra, montaña tras montaña, a cual más alta, elevadas por antiguas fuerzas. La luz es maravillosa. ¿Qué causa esa extraña claridad? Es limpia como la luz del día. Las jornadas más cortas del año están aún por llegar. No hay sombras, eso significa que tampoco hay luna. No; es una de las pocas apariciones realmente intensas de la aurora austral que nos da la bienvenida. Parece como si la naturaleza deseara honrar a nuestros invitados y se mostrase con sus mejores galas. Y ha elegido una preciosa vestimenta. Calma total, claridad bajo el titilar de las estrellas, ni un sonido desde ningún sitio. Espera. ¿Qué es eso? Como un torrente de fuego la luz atraviesa el cielo y un sonido como el de un silbido le sigue. ¡Silencio! ¿No oís? Otro resplandor aparece de nuevo en forma de banda, brillando en franjas rojas y verdes. Permanece quieto un momento, como pensando qué dirección tomar y de nuevo comienza a moverse seguido de un silbido intermitente. Así nos ofrece la naturaleza en esta maravillosa mañana uno de sus más misteriosos e incomprensibles fenómenos, la audible luz del sur.

Ahora podrán ir a casa y contar a sus amigos que han visto y oído de primera mano las luces del sur, porque supongo que no tendrán dudas de que realmente lo han escuchado. ¿Dudan? ¿Cómo puede uno dudar de lo que ha oído con sus propios oídos y de lo que ha visto con sus propios ojos? Pues están engañados, como muchos otros. Los silbidos del norte y las luces del sur nunca han existido. Son creación de las propias ansias de belleza, animadas por el propio aliento, el cual se congela en el aire helado. —¡Adiós, precioso sueño! Todo se desvanece en el inmenso paisaje—. Quizá sea algo estúpido llamar la atención sobre esto; mis compañeros ya no dan importancia a este hermoso misterio pero el paisaje tiene la misma atracción.

Entre tanto, hemos pasado Nelson y Rönniken y empezamos a subir los primeros cerros. No muy lejos, una gran tienda se levanta ante nosotros, y justo delante vemos dos oscuras y largas hileras. Estamos llegando a nuestro almacén principal y pueden verse todas las cosas en orden, las cajas apiladas, como si las hubiera colocado un experto constructor. Todas ellas situadas de la misma forma, todas con la numeración mirando al norte.

—¿Qué os hizo elegir esa dirección en particular? —Es la pregunta obvia—. ¿Hay alguna razón especial?

—Desde luego que la hay. Si miran hacia el este notarán que en el horizonte el cielo es más luminoso y brillante que en cualquier otra dirección. Es el día tal como lo vemos ahora. Ahora mismo no se puede llevar a cabo ningún trabajo con esta luz. Sería imposible ver la numeración de la caja con su orientación hacia el norte si no fuera por el brillo de la aurora austral. Pero la intensidad de esta luz aún llegará a ser más fuerte. A las nueve en punto la luz estará en el nordeste y podremos localizarla diez grados por encima del horizonte. Para entonces no piensen que dará tanta luz como creen, pero será suficiente para poder leer los números sin ningún esfuerzo. Es más, deberían ser capaces de leer el nombre de los fabricantes que están rotulados en algunas de las cajas; y cuando la rojiza luz del día se haya movido hacia el norte, aún los podrán ver de manera más clara. No cabe duda de que los números y las letras son grandes —unos cinco centímetros de alto por tres de ancho—, pero de todas formas durante el día también tendremos luz, incluso en los momentos más oscuros del año. La oscuridad absoluta que la gente cree no existe. En la tienda que está detrás guardamos el pescado seco; tenemos gran cantidad de comida, de manera que nuestros perros jamás pasarán hambre. Pero ahora tenemos que darnos prisa si queremos ver cómo comienza el día en Framheim.

—Ahora estamos pasando junto a la bandera de señalización. Hay cinco entre el campamento y el almacén y son muy útiles en los días de oscuridad, cuando nieva y el viento sopla desde el este. Aquí, desde la pendiente de la colina pueden ver Framheim. Ahora parece una sombra sobre la nieve, aunque realmente no está lejos de aquí. Las formas puntiagudas que se levantan hacia el cielo son las tiendas de los perros. Nuestra cabaña propiamente no se puede ver; está completamente cubierta por la nieve, oculta en la barrera.

Veo que empiezan a entrar en calor con la caminata. Iremos más despacio para que no se acaloren demasiado. Estamos a poco menos de -46° C, por lo que es natural que pasen un poco de calor mientras caminamos. Con esa temperatura y un tiempo tan tranquilo como este, a poco que se muevan pronto sentirán calor… La llanura a la que estamos bajando forma una especie de valle; si se agachan y miran al horizonte, con un poco de esfuerzo serán capaces de ver todas las cumbres y montículos que nos rodean. Nuestra casa se encuentra justo en la ladera a la que nos estamos acercando. Elegimos este punto en particular porque pensamos que era el que estaba mejor protegido, y resultó que acertamos. El viento casi siempre sopla del este y a veces con mucha fuerza y la ladera nos proporciona un buen resguardo contra ese viento. Si hubiésemos colocado nuestra casa en el lugar del almacén, habríamos sufrido las inclemencias de los vendavales de manera más severa. Ahora, según nos acercamos a la casa, hay que tener mucho cuidado para que los perros no escuchen nuestra llegada. En este momento tenemos unos ciento veinte y como empiecen a hacer ruido, adiós a la tranquila mañana polar. Ya estamos llegando. En días con esta claridad se puede ver todo lo que nos rodea. ¿Dicen que no se ve la casa? Les creo. Esa chimenea que sobresale de la nieve es lo único que se puede apreciar en la barrera. Esta trampilla a modo de puerta por la que entramos podría pasar por un trozo de madera tirado sobre la nieve, pero en realidad no es así: es la entrada a nuestro hogar. Mientras bajan hacia el interior de la barrera tienen que agacharse un poco. Aquí, en las regiones polares, todo está hecho a escala reducida, no podemos permitirnos el lujo de extravagancias. Hay que bajar cuatro escalones y con cuidado, que son bastante altos. Afortunadamente, entramos justo para ver comenzar el día. Veo que la lámpara del pasillo aún no está encendida, lo que significa que Lindstrøm todavía no ha salido. Agárrense al cinturón de mi anorak y síganme. Este pasillo hecho en la nieve conduce al cobertizo. ¡Oh, lo siento, deben perdonarme! ¿Se han hecho daño? Se me olvidó decirles que tuviesen cuidado con el marco de la puerta del cobertizo. No es la primera vez que alguien se golpea con él. Es una trampa en la que solemos caer, aunque ya la conocemos y estamos prevenidos.

Si esperan un momento, encenderé una cerilla para poder ver nuestro camino. Ahora estamos en la cocina. Procuren hacerse invisibles y síganme durante el día. Como saben, es la víspera de San Juan, por lo que sólo trabajaremos hasta mediodía; podrán ver cómo pasamos una tarde de descanso. Cuando manden este relato a casa, deben prometerme no ponerle demasiado colorido. Bueno, he de dejarles. Hasta luego.

¡Br-r-r-r-r-r-r-r-r! Es el despertador. Espero un ratito, otro, otro más. Estoy acostumbrado a oír ese ruido en mi casa, seguido siempre del que producen dos pies descalzos andando por el pasillo y un bostezo al mismo tiempo. Aquí no se oye nada. Cuando Amundsen me dejó, olvidó decirme cuál era el mejor lugar para colocarme. Traté de seguirle dentro de la habitación, pero con la atmósfera que se respiraba… mejor no, gracias. Podía imaginármela fácilmente, con nueve hombres durmiendo en una habitación de seis por cuatro metros; no era necesario que nadie me contase el aire que se respiraba. Seguía sin oír nada. Supongo que sólo ponían el despertador para soñar que tenían que salir de la cama. Espera un minuto, pensé. «¡Lindtröm, Lindtröm!». Alguien decía el nombre de Lindtröm, no Lindstrøm. «¡Vamos, por Dios, tienes que levantarte! El despertador ya ha sonado bastante». Ese es Wisting, conozco su voz, le conozco como si estuviera en casa. Es un pájaro madrugador. ¡Un ruido tremendo! Es Lindstrøm bajando de su litera. Aunque le costó levantarse, tardó muy poco en ponerse la ropa. ¡Un! ¡Dos! ¡Tres! Ya está en la entrada de la habitación con una pequeña lámpara en la mano. Son las seis en punto. Lo encontré bien: fuerte y regordete, como la última vez que le vi. Viste de color azul oscuro, con un gorro de lana en la cabeza. Me gustaría saber por qué lleva ese gorro, aquí dentro no hace frío. A decir verdad, he pasado más frío en invierno en la cocina de mi casa en Noruega, por lo que esa no debe ser la razón del gorro. ¡Ah, ya lo tengo! Es calvo y no quiere que los demás le vean la calva. Es algo que hacen frecuentemente los hombres calvos; odian que todo el mundo les mire. Lo primero que hace es encender el fuego. La zona del fogón está debajo de la ventana y ocupa la mitad de los ocho metros cuadrados de la cocina. La forma de encender el fuego es lo primero que me llama la atención. En casa, normalmente, empezamos partiendo la madera y colocándola con mucho cuidado. Pero Lindstrøm la pone de cualquier manera en la chimenea. Bueno, si es capaz de encender el fuego así, significa que es un tipo inteligente. No había terminado de preguntarme cómo sería capaz de hacerlo, cuando de repente se agacha y saca una lata. Sin la menor vacilación, como si fuera lo más natural del mundo, vierte un poco de parafina sobre la madera. No una o dos gotas, no, vierte la cantidad suficiente como para estar seguro de que va a prender. Una cerilla. Y entonces comprendí cómo lo hacía Lindstrøm. Era hasta elegante, debo decir. Hassel debería haber visto este derroche. Amundsen me había dicho algo de sus apaños cuando subimos aquí, y ya sabía que Hassel era el encargado del carbón, la madera y el combustible.

La olla del agua se llenaba la noche anterior, por lo que sólo había que colocarla junto al fuego; al poco comenzó a hervir. A medida que el fuego subía por la chimenea, esta comenzó a rugir —este compañero no escatima el combustible—. ¡Es asombrosa la prisa que se da en tener el café preparado! Pensaba que el desayuno era a las ocho y no son más que las seis y cuarto. Molía el café con tanto ímpetu que se le movían hasta las mejillas. Si la calidad está en proporción a la cantidad, debe estar muy bueno. «¡Diablos! —saludo matinal de Lindstrøm—, ¡este molinillo de café no sirve ni para echarlo a los cerdos! Apenas tiene fuerza para moler los granos. No me debería llevar tanto tiempo». Y tenía razón; después de un cuarto de hora de duro trabajo, sólo había conseguido moler la cantidad justa. Son las seis y media. ¡Ya está el café! ¡Ah, qué aroma! Daría cualquier cosa por saber dónde lo ha conseguido Amundsen. Mientras tanto, el cocinero saca su pipa y llena de humo su estómago aún vacío. Y parece no molestarle. ¡Voilà! El café está hirviendo en el fuego.

Mientras el café hierve y Lindstrøm fuma, yo seguía preguntándome por qué se daba tanta prisa en preparar el café. ¡Soy un burro! Pensé. ¿No lo ves? Se va a tomar una taza de café caliente recién hecho antes de que los demás se levanten: la cosa está clarísima. Con el café preparado, me senté en una silla plegable justo en un rincón para observarle. Debo decir que volvió a sorprenderme. Retiró la cafetera del fuego y tomó una taza del estante de la pared; seguidamente, vertió en la taza el contenido de una jarra que había encima de la mesa. ¿Se lo pueden creer? ¡Se tomó una taza de té frío! Si sigue actuando de esta manera, seguro que nos sorprenderá muchas más veces antes de que llegue la tarde, pensé. Entonces empezó a mostrar un profundo interés por una olla de hierro esmaltada colocada sobre un estante justo encima del fogón. El calor ahora es intenso (miré al termómetro que colgaba del techo y marcaba 29° C), pero da la impresión de que aún necesita más. La olla estaba envuelta en toallas y con muchos trapos por encima, y daba la impresión de tratarse de algo que había estado muy frío. De vez en cuando le echaba unas miradas de inquietud; miraba al reloj y parecía que algo rondaba en su mente. De pronto su cara se iluminó, soltó un largo y no muy melodioso silbido, se agachó, tomó un recogedor y salió al porche. Ahora sentía, realmente, una enorme curiosidad. ¿Qué pasará a continuación? Volvió de nuevo con una amplia sonrisa en su cara y el recogedor lleno de… ¡carbón! Si antes había sentido curiosidad, ahora estaba intrigadísimo. Me retiré tan lejos como pude de la cocina, me senté en el suelo y fijé mis ojos en el termógrafo. Según lo miraba absorto, el trazador comenzó a moverse hacia arriba, marcando escalones aceleradamente. Esto no era nada bueno. Pensé en hacer una visita al Instituto de Meteorología tan pronto como llegase a casa para decirles lo que estaba viendo con mis propios ojos. Aquí abajo, en el suelo donde estaba sentado, el calor comenzaba a ser intolerable. ¿Cómo estaría si me hubiese sentado justo al lado de la estufa? ¡Me estaría asfixiando en mitad de la barrera! Este hombre debe haber perdido el juicio. Estoy a punto de soltar un grito de pánico, cuando se abre la puerta y llega Amundsen desde la habitación. Exhalé un profundo suspiro. Pensé que ahora todo volvería a la normalidad. Eran la siete y diez.

—¡Buenos días, gordo!

—Buenos días.

—¿Qué tal ahí fuera?

—Cuando salí, había viento del este y niebla espesa, pero de esto hace un buen rato.

Esta afirmación me dejó helado. Allí estaban tan tranquilos, hablando del tiempo, y yo les puedo jurar que ni siquiera habían abierto la puerta en lo que iba de mañana.

—¿Cómo va la cosa? ¿Le falta mucho?

Amundsen mira con interés la misteriosa olla.

—Sí, ya casi está —contesta Lindstrøm al tiempo que echa otro vistazo bajo el trapo—, pero he tenido que darle más hoy.

—Parece que va bien —replica el otro, y se va.

Mi interés ahora se divide entre el interior de la olla y la vuelta de Amundsen con el asunto sobre meteorología que, evidentemente, no han terminado. No pasa mucho tiempo antes de que vuelva a aparecer; como es de esperar, la temperatura exterior no invita a quedarse fuera.

—Escucha de nuevo, amigo —dice al tiempo que se sienta en la silla plegable junto al lugar donde yo me encuentro sentado en el suelo—, ¿qué tiempo dices que hace?

Yo afiné el oído; esto se está poniendo divertido.

—Cuando salí afuera a las seis en punto, había viento del este y una niebla tan espesa como una pared.

—¡Hum! Entonces ha mejorado de manera extraordinariamente rápida. Ahora hay una calma total y todo está bastante despejado.

—¡Ah, justo lo que yo había pensado! Podía ver cómo disminuía la luz, mientras que por el este el cielo se volvía más luminoso.

Lindstrøm salió de esta con bien. Mientras tanto, era el momento de volver a la olla. Bajándola del estante donde estaba, la colocan sobre la mesa y van retirando uno a uno los trapos que la cubren hasta que, finalmente, queda totalmente destapada. Ya no puedo resistir más, me levanto para mirar. Y desde luego, merece la pena echar una ojeada. La olla estaba rebosante de una masa de color dorado, llena de burbujas, mostrando que de una manera u otra aquello había subido con el calor. En ese momento comencé a respetar a Lindstrøm: era un cocinero excepcional. Ningún pastelero de nuestra tierra hubiera podido preparar una masa tan fina como aquélla. Eran las siete y veinticinco. Da la impresión de que aquí todo se rige por el reloj.

Lindstrøm echó la última y más tierna mirada a su olla, cogió una botella de alcohol y se marchó a la habitación contigua. Vi el momento oportuno para seguirle. Quedarme allí con Amundsen, quien permanecía medio dormido en la silla, era menos divertido. En la otra habitación reinaba la oscuridad y una atmósfera… no, ¡al menos diez atmósferas! Aún estoy en la entrada y ya me cuesta respirar. Lindstrøm avanza vacilante en la penumbra intentando encontrar las cerillas. Con una de ellas encendió un infiernillo que cuelga bajo una lámpara de alcohol. No hay mucho que ver bajo una de estas lámparas; simplemente se puede adivinar. Quizá también oír. Estos chicos eran dormilones sonoros. Unos resoplaban por aquí, otros por allí; había ronquidos en cada rincón. La lámpara de alcohol habría estado ardiendo durante un par de minutos cuando Lindstrøm ya estaba manos a la obra con cierto apremio. Justo en el momento que se marchaba la llama se apagó, dejando la habitación de nuevo a oscuras. Oí como dejaba la botella de alcohol sobre un taburete cercano y de lo que siguió después ya no puedo hablar, pues no estaba familiarizado con los sonidos que me rodeaban —aunque desde luego hubo bastantes—. Oí un clic —no tenía ni idea de lo que era— y con un movimiento dejó la lámpara sobre el mismo taburete. Entre tanto, sonó una especie de silbido y me llegó un profundo olor a parafina. Estaba pensando cruzar la puerta y marcharme, cuando en un instante —como supongo que ocurrió en el primer día de la creación— se hizo la luz. Pero una luz difícil de explicar; era una luz que deslumbraba y hacía daño a la vista debido a su intensidad. Era totalmente blanca y creaba un ambiente agradable, siempre y cuando no se mirase de forma directa. Evidentemente se trataba de una lámpara Lux de doscientas candelas. Mi admiración por Lindstrøm se transformó ahora en entusiasmo. ¡No sé lo que hubiese dado por haberme vuelto visible para darle un abrazo y decirle lo que pensaba de él! Pero eso no podía ser; entonces no me hubiera sido posible ver cómo era la vida en Framheim. Así que seguí siendo invisible y me quedé donde estaba. Lindstrøm trató primero de limpiar todo lo que había manchado al rellenar la lámpara. El alcohol, por supuesto, se había salido de la botella cuando esta se cayó y ahora se extendía por toda la mesa. Aunque en realidad no parecía preocuparle mucho. Con la mano en forma de cucharón lo retiró de la mesa y terminó sobre las ropas de Johansen, que andaban por allí cerca. Parecía que se encontraba a gusto tanto entre alcohol como entre parafina. Seguidamente desapareció en la cocina, aunque reapareció rápidamente con platos, tazas, cuchillos y tenedores. La colocación de los cubiertos para el desayuno que hizo Lindstrøm fue el mayor concierto para cubertería y orquesta que jamás hubiera oído antes. Si quería poner una cuchara dentro de una taza no lo hacía de una forma ordinaria, no, colocaba la taza, levantaba la cuchara dos cuartas y la dejaba caer dentro. El ruido que provocaba era infernal. Ahora sabía por qué Amundsen se había levantado tan temprano; me atrevo a pensar que quería escapar del concierto. Aunque esto me permitió apreciar el buen humor de los caballeros que aún permanecían en la cama: si esto hubiera ocurrido en cualquier otro lugar del planeta, sobre la cabeza de Lindstrøm hubieran ido a parar varios pares de botas. Pero aquí debían vivir los hombres más pacíficos de la tierra.

Mientras tanto, yo había tenido tiempo para husmear a mi alrededor. Cerca de la puerta donde me encontraba había un tubo que llegaba hasta el suelo. Pensé que sería el tubo de ventilación. Me incliné y acerqué mi mano a la abertura; apenas se sentía circular una pizca de aire. Así que esta era la causa de los malos olores. Lo siguiente que atrajo mi atención fueron las literas —un total de nueve: tres a mano derecha y seis a mano izquierda—. La mayoría dormía, si es que podían con tanto trajín en la cocina, dentro de sus sacos de dormir. Desde luego, debían de tener calor suficiente. El resto del espacio estaba ocupado por una larga mesa con pequeños taburetes a ambos lados. Parecía reinar el orden; la mayoría de las ropas permanecían colgadas. Naturalmente, algunas estaban tiradas por el suelo, aunque pudiera ser que Lindstrøm las hubiese tirado al pasar por allí en la oscuridad. Sobre la mesa, cerca de la ventana, había un gramófono y algunas cajas de tabaco junto a un cenicero. Los muebles no eran abundantes, ni tampoco de estilo Luis XV o Luis XVI, pero eran los suficientes. En la pared de la ventana colgaban algunos cuadros y retratos del rey y la reina, y también del príncipe heredero Olav, según parece, recortado de un papel y pegado sobre una cartulina azul. En el rincón más cercano a la puerta, en el lado derecho donde no había literas, el espacio parecía estar ocupado por las ropas, algunas colgadas sobre la pared, otras puestas en fila. Así que era el secadero, modesto y simple. Bajo la mesa había unas cajas barnizadas. ¡Sabe Dios para qué!

En este momento, surgió la vida en una de las literas. Era Wisting, cansado del ruido que aún continuaba. Lindstrøm se tomaba su tiempo haciendo ruido con las cucharas, riendo de manera maliciosa y mirando sin parar a las literas. Este alboroto no lo hacía por nada. Wisting fue el primero en responder y aparentemente el único; no había signo de movimiento en ninguno de los demás.

—¡Buenos días, Gordo! Creo que no vas a terminar hasta que llegue la noche.

Ahora venía el saludo de Lindstrøm.

—Ya hablaste, viejales, si yo no te hubiera despertado también tú estarías durmiendo hasta entonces.

Eso era pagarle con su propia moneda: evidentemente, Wisting no entró en el juego. De todas formas, los dos se sonreían y asentían con la cabeza, lo que demostraba que no querían fastidiarse. Finalmente Lindstrøm consiguió poner la última taza y al dejar la última cuchara cayó el telón del final del concierto. Pensé que ahora volvería a la cocina a continuar con su trabajo, pero parecía que tenía algo que hacer antes. Levantó la cabeza inclinándola hacia atrás, se estiró la piel bajo la barbilla —me recordaba forzosamente a un gallo joven a punto de cacarear— y tronó con toda la fuerza de sus pulmones:

—¡Fuera de la cama, chicos, vamos, rápido!

En ese momento terminaba sus tareas de la mañana. Los sacos de dormir parecían despertar a la vida, y frases como «¡Vaya demonio de compañero!» o «¡Cierra la boca, vieja cotorra!», indicaban que los habitantes de Framheim ya estaban despiertos. Radiante de alegría, el causante de los problemas desaparecía por la puerta de la cocina.

Ahora, uno tras otro iban sacando sus cabezas fuera del saco. Ese debe ser Helmer Hanssen, que estuvo en el Gjøa junto a Amundsen cuando descubrieron el paso del noroeste; parece una cuerda estirada. ¡Y ahí tenemos a Olav Olavson Bjaaland! Yo podría haber gritado de alegría: mi viejo amigo de Holmenkollen. El gran corredor de maratón, acordaos. También dominaba el salto en vertical. Si Amundsen tuviera unos cuantos como él, iría derecho al polo Sur. Le toca el turno a Stubberud, de quien un periodista del Aftenpost dijo que era tan inteligente como para llevar dos contabilidades paralelas. Aunque según le veo ahora, no me da la impresión de ser contable —aunque uno nunca puede decir lo contrario—. Aquí están Hassel, Johansen y Prestrud; ya están todos en pie y muy pronto comenzarán su día de trabajo.

—¡Stubberud! —es Lindstrøm asomando la cabeza por la puerta—, si quieres galletas calientes, tendrás que renovar el aire de aquí dentro.

Stubberud simplemente sonríe y le mira sabiendo que no se quedará sin ellas. ¿De qué estaba hablando? ¿Galletas calientes? Debe estar relacionado con la maravillosa masa y el delicado y seductor olor que desde la cocina penetra ahora a través de las rendijas de la puerta. Stubberud va, y yo debo ir con él. Sí, como suponía: allí está Lindstrøm ante el hornillo, a toda máquina, blandiendo el arma con el que da la vuelta a las galletas y, sobre una sartén, tres galletas de masa de trigo amarillenta crepitando al calor del fuego. ¡Diablos, qué hambre me ha entrado! Regreso a mi antigua posición, para no ser un estorbo, y me quedo observando a Lindstrøm. Aquí está el hombre que elabora las galletas calientes con asombrosa destreza; con su rápido y repetitivo proceso, casi me recuerda a un malabarista lanzando las pelotas. La forma de manipular la espátula muestra su fabulosa competencia. Con la espumadera en una mano deposita porciones de masa dentro de la sartén y con la espátula en la otra las remueve hasta que están hechas, todo al mismo tiempo. ¡Parece algo sobrehumano!

Llega Wisting, saluda y acerca una taza de aluminio. Sintiéndose totalmente honrado, el cocinero llena su taza con agua hirviendo. Seguidamente desaparece por el porche. Esta interrupción distrae a Lindstrøm de sus malabarismos con las galletas y una de ellas cae rodando al suelo. Este compañero es extremadamente flemático; no estoy seguro si va a desecharla o no. Creo que la mirada que lanzó en ese mismo instante quiso decir algo así como: «Bueno, creo que tenemos que dejar alguna galleta para los perros».

Ahora llegan todos en fila con sus tazones, para conseguir un poco de agua hirviendo. Me levanté intrigado por la situación y fui con uno de ellos al porche y, de ahí afuera, a la barrera. Quizá no me crean cuando les cuente lo que vi. ¡Todos los exploradores polares en fila, lavándose los dientes! ¿Qué me dicen a eso? Después de todo, no son tan cerdos. Olía a dentífrico Stomatol por todas partes.

Aquí llega Amundsen. Está claro que viene de tomar datos meteorológicos en el exterior, ya que trae el anemómetro en la mano. Le sigo por el pasillo y cuando nadie nos ve, le doy una palmadita en el hombro y le digo: «Un gran grupo de muchachos». Se limita a sonreír, aunque una simple sonrisa con frecuencia dice más que muchas palabras. Yo entendí perfectamente lo que quería decir; él los conocía muy bien y desde hace mucho tiempo.

Ahora son las ocho en punto. La puerta que une la cocina con la habitación está totalmente abierta y el calor del lugar se mezcla con el aire fresco que Stubberud envía a través del respiradero. El ambiente ahora es más agradable, aire caliente y renovado por todos los lados. Entonces presencié una interesante escena. Según entraban los caballeros de limpiarse los dientes, uno a uno tenían que adivinar la temperatura. Esto proporcionó momentos de broma y diversión y, entre risas y charlas, tuvo lugar la primera comida del día. En las conversaciones ante la mesa, entre galletas y entusiasmo, estos exploradores polares se comparaban con nuestros antepasados, los osados vikingos. Esta comparación jamás se me hubiese ocurrido al ver esa asamblea de hombres ordinarios lavándose los dientes. Mas ahora que estaban ocupados dando cuenta de sus platos, al conocer su aptitud, no cabía ninguna duda de la comparación; nuestros antepasados los vikingos no habrían podido atacar sus platos de comida con menos ganas que con las que lo hacían estos nueve hombres. Un montón de pasteles de crema caliente tras otro desaparecían como por encanto. ¡Yo había pensado que cada hombre sólo podría comer uno! Cubiertos de mantequilla y rodeados de mermelada, estos pasteles se terminaban con sorprendente rapidez. Me sonreí pensando en el mago que muestra un huevo en una mano para hacerlo desaparecer un instante después. Si tuviesen que dar una paga al cocinero que hiciese los platos más apreciados, desde luego, Lindstrøm tendría el mejor salario. Los pasteles se mojaban en un buen tazón de fuerte y aromático café. Pronto se pudo comprobar sus efectos, y la conversación se generalizó. De lo primero que hablaron fue de una novela, evidentemente muy popular, llamada The Rome Express. Desafortunadamente yo no había leído esa célebre obra, y por lo que hablaban se trataba de un asesinato perpetrado en ese tren. Comenzó una viva discusión para saber quién era el asesino. Creo que el veredicto general se inclinaba por el suicidio. Siempre he supuesto que encontrar temas de conversación debe ser complicado en expediciones como esta, donde las personas viven juntas día tras día durante años, pero aquí no parecía que esa dificultad existiera. Apenas el muerto del tren se había desvanecido más en la distancia que entre el humo, aparecieron otras cuestiones sobre el lenguaje. Y en este tema también las discusiones echaban humo. Estaba claro que en este tema había dos bandos. Para no herir los sentimientos de ninguno de los dos, prefiero no transcribir lo que escuché. Aunque alguna cosa sí que puedo decir: los partidarios de la reforma concluyeron declarando que el maal[23] es el verdadero idioma de Noruega, mientras que sus oponentes mantenían la misma idea de su propia lengua.

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Alrededor de la mesa del comedor de Framheim. De izquierda a derecha: Lindstrøm, Hassel, Wisting, Hansen, Amundsen, Prestrud y Stubberud

Después de un rato los tubos de ventilación no proporcionaban la suficiente ventilación y el olor del tabaco pronto ganó la supremacía frente al aire fresco. Pero por encima del tabaco se hablaba de la tarea del día. «Bueno, yo tengo suficiente con suministrar leña a ese pájaro carpintero hasta la fiesta», dijo Hassel. A mí me hizo sonreír. Si Hassel hubiera sabido cómo se había empleado la parafina por la mañana, creo que hubiera añadido algo sobre «el bebedor de petróleo». Eran las ocho y media y Stubberud y Bjaaland se prepararon. Por la cantidad de ropas que se pusieron, adiviné que iban a salir fuera. Sin decir nada y con paso lento salieron fuera. Mientras tanto, los demás continuaban con sus cigarros matinales y algunos de ellos comenzaron a leer, pero a eso de las nueve todos estaban en movimiento. Se pusieron sus ropas de piel y se prepararon para salir. Para entonces Bjaaland y Stubberud habían vuelto de su paseo, y por observaciones tales como «frío horroroso», «mucha nieve por el almacén» y frases semejantes comprendí el tiempo que hacía. Prestrud era el único que no se había preparado para salir fuera; se dirigió hacia un espacio abierto bajo la litera que quedaba más lejana, donde había un cajón. Levantó la tapa y aparecieron tres cronómetros; en el mismo momento tres de los hombres mostraron sus relojes, se hicieron las comparaciones pertinentes y los resultados se anotaron en un libro de registros. Una vez que los tres se sincronizaron, los hombres y sus respectivos relojes salieron fuera. Tuve la oportunidad de deslizarme detrás del último de ellos. Prestrud y sus cronómetros eran algo demasiado serio para mí: prefería saber qué estaban haciendo el resto de los hombres.

Fuera había mucha animación; toda clase de aullidos de perro surgían de las tiendas. Algunos hombres habían salido de casa mucho antes que nosotros, con lo que ya estaban es sus respectivas tiendas con las luces encendidas desatando a los perros. ¡Qué bonito panorama ver las tiendas iluminadas, recortándose sobre el oscuro cielo estrellado! Aunque realmente no era del todo oscuro: el pequeño resplandor del amanecer se había esparcido y ya dominaba la luz desprendida por la aurora austral, la cual había decrecido bastante desde la última vez que la vi; evidentemente se hallaba cerca su fin. Ahora la tropa de cuatro patas empezaba a congregarse sobre el hielo, saliendo como cohetes del interior de las tiendas. Se veían de todos los colores —grises, negros, rojos, marrones, blancos y mezcla de todos ellos—. Me sorprendió verlos tan pequeños, aunque de todas formas se les veía espléndidos. Rechonchos y fuertes, bien cuidados y alimentados, desbordando vida. Inmediatamente se reunieron en grupos de dos, tres y hasta cinco, y podía verse claramente que eran buenos amigos, pues se hacían mimos unos a otros. En cada grupo había uno en particular que llevaba la voz cantante. Todos los demás se reunían a su alrededor, lamiéndole, demostrándole su sumisión y dedicándole todo tipo de deferencias.

Todos corrían a su lado sin ningún tipo de hostilidad. Su principal interés se centraba en dos grandes montones negros que destacaban sobre el mismo suelo del campamento; yo no sabría decir exactamente lo que eran —aún había poca luz para distinguir las cosas con claridad—, aunque creo no equivocarme si dijese que se trataba de focas. La verdad es que su carne debía de ser dura para comerla, ya que podía oír como crujía entre los dientes de los perros. La paz sólo se rompía en ocasiones contadas; a veces no estaban todos de acuerdo con su comida, pero aun así las peleas eran muy esporádicas. Un hombre siempre está vigilando, armado con un palo, y al oírle gritar pronto se separan. Parece que están bien disciplinados.

Lo que más me llama la atención son los perros jóvenes, y sobre todo los más pequeños. Estos tendrían, según juzgué por su apariencia, unos diez meses de vida. Estaban en perfecta forma y se apreciaba que habían sido cuidados desde el momento en que nacieron. Su pelaje era sorprendentemente grueso, mucho más que el de cualquiera de los mayores. Se les veía extraordinariamente valientes y no se arredraban ante ningún compañero.

Ahí estaba el más pequeño de todos, como una bola de lana; todos jugaban revolcándose en la nieve. Estaba asombrado de ver cómo soportaban el frío, pues nunca habría pensado que animales tan jóvenes pudieran sobrevivir al invierno. Después de decir que no soportan bien el frío, he de reconocer que lo soportan mucho mejor que los adultos. Mientras que estos se alegraban de entrar en sus tiendas al atardecer, los pequeños se negaban a hacerlo y preferían dormir fuera. Y así lo hicieron gran parte del invierno.

Una vez que los hombres terminan de desatar a los perros, salen con las linternas en la mano en diferentes direcciones hasta que, aparentemente, desaparecen en la superficie de la barrera. Creo que habrá muchas cosas interesantes que ver aquí durante el día. ¿Qué diablos harán estos hombres? Allí está Amundsen; le han dejado solo y está encargándose de sus perros. Me acerco a hablar con él.

—Ah, me alegro mucho de que venga conmigo —me dice—, ahora voy a presentarle a alguna de nuestras celebridades. Comenzaremos con este trío —Fix, Lasse y Snuppesen—. Siempre se comportan así cuando estoy aquí fuera, no me dejan en paz ni un instante. Fix, el grande de color gris que parece un lobo, tiene muchos mordiscos sobre su conciencia. Su primera hazaña fue en Flekkerö, cerca de Christiansand, donde estuvieron todos los perros durante un mes cuando llegaron de Groenlandia. Allí le dio a Lindstrøm una fea dentellada en el momento que le volvió la espalda. ¿Qué le parece un mordisco de una boca como ésa…?

Ahora Fix está amansado y permite a su guía abrirle sus mandíbulas con las manos sin rechistar lo más mínimo —¡Dios, qué dientes! Me alegré interiormente de no haber estado en los pantalones de Lindstrøm aquel día—.

—Si se da cuenta —continuó con una sonrisa—, verá que Lindstrøm aún se sienta con cuidado. Yo mismo tengo una marca en mi pantorrilla izquierda, y la mayoría de los hombres también lleva señales parecidas. Muchos aún lo tratan con respeto. Este otro es Lassesen, es su apodo, su nombre de pila es Lasse y, como puedes ver, es casi totalmente negro. Creo que era el más salvaje de todos cuando íbamos en el barco. Tuve que llevarlo atado en el puente con mis otros perros, junto a Fix. Los dos eran amigos desde Groenlandia. Y también he que confesar que cuando tenía que pasar cerca de Lasse, primero calculaba las distancias. Por lo general, siempre permanecía mirando al suelo de la cubierta, a la manera de un toro bravo. Si trataba de acercarme él no se movía, se mantenía inmóvil, pero podía ver cómo elevaba su labio superior enseñándome los dientes, con lo cual te quitaba las ganas de acercarte. De esta manera pasaron quince días. Finalmente su labio se estuvo quieto y fue subiendo la cabeza, sobre todo para ver quién le servía la comida y el agua cada día. Pero el camino desde ahí hasta llegar a congeniar fue largo y tortuoso. Más adelante, empecé a rascarle el lomo con un palo; las primeras veces, mordía el palo de golpe y lo hacía pedazos con sus dientes. Pensaba que tenía suerte de que no fuera mi mano. Cada día conseguía acercarme un poco más a él, hasta que una vez arriesgué mi mano. Me lanzó una fea mirada, pero no me hizo nada; desde ese momento comenzó nuestra amistad. Cada día nos hicimos mejores amigos, y ahora puedes ver la posición en la que nos encontramos. La tercera es Snuppesen, una dama pelirroja. Es su amiga del alma y nunca se separa de estos dos para nada. De todos nuestros perros, ella es la más rápida y activa. Conmigo es muy cariñosa, casi siempre se yergue sobre sus patas traseras haciendo lo posible por llegar a mi cara. He intentado acostumbrarla a no hacer eso, pero todo ha sido en vano ella tiene su propia personalidad. Por ahora no tengo otros animales que merezca la pena mostrarte, a no ser que no le encante escuchar una serenata. En ese caso, por allí anda Uranus, que es un cantante profesional. Vamos con el trío y podrá oírlo.

Nos dirigimos hacia dos perros de pelaje blanco y negro que estaban tumbados sobre la nieve a cierta distancia, mientras los otros tres saltaban y jugueteaban a nuestro alrededor. Según nos acercábamos a ellos se fijaron en el trío y los dos saltaron poniéndose en pie como si hubieran escuchado una voz de mando. Creo que habíamos encontrado al solista. ¡Válgame el cielo, qué voz más horrible! Podía distinguir que el concierto era en honor de Lasse, y Uranus no cejaba mientras estuviésemos junto a él. Aunque mi atención se desvió súbitamente ante la aparición de otro trío que me produjo una impresión extraordinariamente favorable. Volví a mi acompañante en busca de información.

—Sí —continuó—, estos tres perros son del equipo de Hanssen; quizá alguno de nuestros mejores animales. El gran blanco y negro se llama Zanko —parece ya bastante mayor—; los otros dos, redondos como salchichas y de igual pelaje, son Ring y Mylius. Como puede apreciar, no son muy grandes, más bien son del grupo de los pequeños, aunque están, sin ninguna duda, entre los mejores de nuestros ayudantes. Por sus parecidos concluimos que eran hermanos —son como dos gotas de agua—. Ahora vamos a pasar justo por en medio de la masa de perros, a ver si encontramos alguna celebridad más. Allí están Karenius, Sauen, Schwartz y Lucy; pertenecen al grupo de Stubberud y dentro del campamento son una fuerza. La tienda de Bjaaland está cerca; sus favoritos están allí tumbados, son Kvaen, Lap, Pan, Gorki y Jaala. Todos ellos son pequeños, pero buenos perros. Mirando en dirección sudeste está la tienda de Hassel, aunque no se ve ninguno de sus perros. Todos estarán tumbados a la entrada del almacén del petróleo, donde normalmente se encuentra su guía. La siguiente tienda es la de Wisting. Tenemos que dar una vuelta por los alrededores, a ver si podemos ver al grupo. Allí están, los cuatro jugando. El grande pelirrojo del lado derecho es Colonel, nuestro animal más elegante. Sus tres compañeros son Suggen, Arne y Brun. Debo contar una pequeña historia sobre Colonel, cuando estaba en Flekkerö. Entonces era totalmente salvaje, rompió las cuerdas que le sujetaban y se lanzó al mar. No lo descubrimos hasta que llegó a medio camino entre Flekkerö y tierra firme, probablemente iba persiguiendo un grupo de ovejas. Wisting y Lindstrøm, que estaban encargados de los perros, bajaron un bote y finalmente consiguieron subir a bordo al animal. Más tarde, Wisting y Colonel echaron una carrera a nado, pero a decir verdad no recuerdo cuál fue el resultado. Nuestras expectativas estaban puestas en estos perros. La tienda de Johansen estaba en una esquina; no había mucho que decir sobre sus perros. La más digna de renombrar era Camilla. Es una excelente madre y cuida a sus cachorros muy bien. Normalmente tiene grandes camadas.

Creo que por ahora ya ha visto suficientes perros, así que, si no le parece mal, le mostraré los subsuelos de Framheim y lo que hay en ellos. He de decirle que estamos muy orgullosos de este trabajo, y me figuro que Vd. también estará de acuerdo. Empezaremos por Hassel, pues su departamento es el más cercano.

Nos dirigimos hacia la casa, pasamos por su extremo oeste y pronto llegamos a una construcción que parecía una torre de perforación. Debajo hay una gran trampilla. Donde se unen las tres patas de la torre, hay un pequeño soporte por el que pasa una cuerda atada a uno de los extremos de la trampilla. Un contrapeso cuelga del otro extremo un metro por encima del nivel de la nieve.

—Ahora estamos en los dominios de Hassel —dice mi compañero. Era bueno que él no pudiera verme, pues yo podía parecer un poco despistado. ¿En los dominios de Hassel? Me pregunté a mí mismo. ¿Pero qué quiere decir este hombre? Si estamos sobre la barrera desnuda.

—¿Oye ese ruido? Es Hassel, serrando madera.

Entonces se inclinó y levantó la pesada trampilla con gran facilidad ayudado por el contrapeso. Anchos peldaños de nieve conducían hacia abajo, muy abajo, bajo un mundo subterráneo en la barrera. Dejamos la trampilla abierta para aprovechar la poca luz existente en el día. Mi anfitrión marchaba primero; yo le seguía. Después de descender tres o cuatro escalones, llegamos a una entrada que estaba tapada con una cortina de lana. La descorrimos. El sonido que al principio me había llegado como un ronroneo grave y sordo, ahora era más agudo y se apreciaba con total claridad que se trataba de una sierra. Entramos dentro. El lugar era largo y estrecho, excavado directamente en la barrera. Sobre una sólida bancada de hielo se veía un barril tras otro, colocados en perfecto orden; si están todos llenos, hay parafina suficiente para varios años: ahora entiendo los derroches de Lindstrøm a la hora de encender el fuego por las mañanas. En el centro de la habitación colgaba una lámpara, una de esas corrientes, con una malla de alambre recubriendo el cristal. En una habitación normal no hubiera dado mucha luz, pero aquí, rodeada de hielo blanco, brillaba como el sol. En el suelo tenía encendida una estufa Primus. El termómetro que colgaba un tanto separado de la lámpara indicaba -20° C, así que Hassel difícilmente podría quejarse de calor; aunque con lo que tenía que serrar, no le importaba demasiado. Nos acercamos a Hassel. Parecía tener mucho trabajo; había cortado tanto que el serrín volaba por todos los lados.

—Buenos días.

—Buenos días —cada vez había muchísimo más serrín volando.

—Parece que hoy estás ocupado.

—¡Oh, sí! —La sierra ahora trabajaba a una velocidad peligrosa—. Lo tengo que terminar para la fiesta, tengo que darme prisa.

—¿Cómo vas con el suministro de carbón?

Eso hizo efecto. Paró la sierra instantáneamente, la levantó y la dejó en el suelo, apoyándola en la pared. Esperé el siguiente paso sin reprimir mi expectación; algo, hasta ahora inimaginable, iba a suceder. Hassel miró a su alrededor —uno siempre tiene que ser precavido—, se acercó a mi anfitrión y le susurró, con toda precaución:

—Le he hecho ahorrar veinticinco kilos la última semana.

Respiré de nuevo; había esperado algo peor que eso. Con una sonrisa de satisfacción, Hassel reanudó su trabajo interrumpido, y creo que nada en el mundo le podría detener de nuevo. Lo último que vi según salíamos por la puerta fue a Hassel rodeado de un halo de serrín.

Volvimos de nuevo a la superficie de la barrera; empujando con un solo dedo, la trampilla giró sobre sus goznes y se cerró silenciosamente. Pude ver que Hassel era capaz de hacer otras cosas aparte de serrar madera. Afuera permanecía su equipo —Mikkel, Raeven, Masmas y Else—, vigilando todos sus movimientos. Todos parecían estar en plena forma. De aquí nos fuimos a ver a los demás.

Pasamos por la entrada de la cabaña y alzamos la trampilla que hacía de puerta. Una luz cegadora me deslumbró. En la pared de la escalera que conduce hacia el interior desde la superficie se había practicado un hueco en donde habían puesto una caja de madera revestida de chapa brillante; dentro, una pequeña lámpara daba una muy buena iluminación. Aunque en realidad lo que producía tal brillo era todo lo que nos rodeaba, hielo y nieve por todos lados. Ahora por fin podía ver a mi alrededor, ya que todo era oscuro cuando llegué por la mañana. Aquí comenzaba el túnel de hielo que se dirigía hacia el cobertizo; lo podía distinguir por la forma de la entrada. Pero ¿qué había allí, en el lado contrario? Podía ver que el pasaje continuaba. ¿Dónde terminaría? Estando en la zona iluminada, el túnel aparecía bastante oscuro.

—Lo primero que vamos a hacer ahora es ver a Bjaaland.

Diciendo estas palabras mi acompañante se inclinó y se adentró en el oscuro pasaje.

—Mire allí, en la pared de hielo, justo bajo nuestros pies. ¿Puede ver luz?

Mis ojos se habían ido acostumbrando gradualmente a la oscuridad del túnel y podía ver una luz verdosa brillando a través de la pared de hielo, donde señalaba con el dedo. Un nuevo ruido llegó a mis oídos, un sonido monótono que provenía de abajo.

—¡Cuidado con los escalones!

Podía estar seguro de que lo tendría; ya había dado ese mismo día un buen tropezón y con eso tenía suficiente. Una vez más, seguimos descendiendo en la barrera por una ancha y sólida escalera de hielo, con los escalones cubiertos con maderas. De repente la puerta se abrió —una puerta corredera en la misma pared de hielo— y entramos en el local de Bjaaland y Stubberud. Este recinto podía medir unos dos metros de alto, cuatro y medio de largo y dos de ancho. Habían esparcido serrín por el suelo, lo que hacía al lugar más cálido y acogedor. En uno de los extremos había una estufa Primus, y sobre ella una gran caja de chapa de la que se desprendía vapor.

—¿Cómo va todo?

—Perfectamente. Precisamente estamos curvando los patines de los trineos. Hemos hecho un cálculo aproximado del peso y lo podemos reducir a veintidós kilogramos.

Me pareció casi increíble. Amundsen me había hablado, mientras hacíamos el camino de subida por la mañana, de lo pesados que eran los trineos —setenta y cinco kilogramos cada uno—. Y ahora Bjaaland los iba a rebajar a veintidós, menos de un tercio de su peso original. En la pared de hielo de la habitación habían fijado ganchos y estanterías donde estaba toda la herramienta colocada. El banco de carpintero de Bjaaland era lo suficientemente grande, tallado en el hielo y cubierto con tablas. A lo largo de la pared opuesta había otro banco, igualmente de gran tamaño, aunque más corto que el primero. Evidentemente, era el lugar de trabajo de Stubberud. Hoy no estaba aquí, pero podía verse que estaba planificando las cajas de los trineos para hacerlas más ligeras. Una de estas ya estaba terminada; me acerqué para observarla. En la parte superior, sobre una pequeña chapa de aluminio, estaba escrito: «Peso original: nueve kilos; peso reducido: seis kilos». Podía comprender lo que este ahorro de peso significaría para los hombres en un viaje como el que iban empezar. Una sola lámpara era la encargada de la iluminación, pero daba una excelente luz. Dejamos a Bjaaland. Estaba seguro de que todo el equipo de los trineos se encontraba en las mejores manos.

Seguimos el camino hasta la entrada misma de lo que realmente era la casa. Aquí nos encontramos con Stubberud. Estaba ocupado con la limpieza y la preparación de la fiesta. Todo el vapor de la cocina, al abrirse la puerta, se condensaba en el techo y las paredes, convirtiéndose en una escarcha de varios centímetros de grosor, y ahora Stubberud la estaba quitando con una larga escoba. Todo tenía que estar limpio y ordenado para el solsticio de invierno, por supuesto. Pasamos a la cocina. La olla donde se preparaba la cena hervía borboteando. El suelo de la cocina se veía fregado y limpio, el linóleo que lo recubría aparecía reluciente. Lo mismo ocurría en la sala de estar; todo estaba limpio. Tanto el suelo como el mantel de tela americana resplandecían. El aire era puro, totalmente puro. Todas las literas estaban arregladas y los taburetes en su sitio. Aquí no había nadie.

—Hasta ahora sólo ha visto una pequeña porción de nuestro palacio subterráneo, pero creo que antes de continuar tenemos que ver la parte de arriba. Sígame.

Salimos de la cocina y entonces subimos por unos escalones sujetos a la pared que daban acceso a la parte superior a través de una trampilla. Con la ayuda de una pequeña lámpara eléctrica pudimos distinguir lo que había a nuestro alrededor. Lo primero que llamó mi atención fue la biblioteca. Allí estaba la biblioteca de Framheim, y me causó tan buena impresión como todo lo demás. Los libros estaban numerados del uno al ochenta en tres estanterías. Junto a ellas se encontraba el catálogo, y le eché un vistazo. Había libros para todos los gustos; «El bibliotecario, Adolf Henrik Lindstrøm», leí al final. Así que este hombre, además, era bibliotecario; desde luego, un hombre polifacético. También se podían ver largas filas de cajas llenas de mermelada de arándanos, dulce y amarga, sirope, crema, azúcar y conservas en vinagre. En uno de los rincones parecía haber un cuarto totalmente oscuro. Había una cortina para impedir que entrara luz; allí había una colección de cubetas para revelar fotografías, lentes, etc. De este altillo se hacía un buen uso. Ahora que habíamos visto todo, bajamos para proseguir la inspección.

Justo en el momento que alcanzábamos la zona de vivienda, Lindstrøm llegó con un gran cubo de hielo; comprendí que trataba de conseguir agua. Vi a mi acompañante armarse de una potente y gran linterna, con lo que iba a comenzar realmente nuestro viaje por los subsuelos. En la pared norte de la zona de vivienda había una puerta y a través de ella accedimos a un pasaje construido, adosado a la casa y oscuro como una tumba. La linterna había perdido su eficacia; la llama ardía de manera lánguida produciendo una luz mortecina que apenas traspasaba el cristal que la cubría. Alcé mis manos hacia delante. Mi anfitrión paró y me dio una conferencia sobre el maravilloso orden y la total pulcritud que reinaba entre ellos. Yo estaba encantado de escucharle y, después de lo visto, podía certificar la veracidad de lo que me contaba sin la menor duda. Aunque en el lugar donde ahora nos encontrábamos tuve que fiarme de su palabra, ya que todo estaba negro como el agua del fondo de una sentina. Empezamos a movernos de nuevo; yo me sentía muy seguro de no tropezar con nada, pues me había hablado tanto del orden con el que guardaban las cosas que solté el anorak de mi guía, al que hasta ahora me había mantenido agarrado. Eso fue una tontería por mi parte. ¡Tortazo! Acabé por los suelos todo lo largo que era: había pisado algo redondo y eso me hizo caer. En un intento de no perder el equilibrio me sujeté a algo, también redondo, que terminó por los suelos igual que yo, aunque de una forma bastante violenta. Quería saber por mí mismo que era lo que había por el suelo en un lugar tan ordenado como éste. La tenue luz de la linterna, aunque no era muy fuerte, fue suficiente para ver lo que tenía en mis manos: ¡un queso holandés! Volví a dejarlo en su sitio —para que todo quedase en orden—, me incorporé y miré mis pies. ¿Con qué había tropezado? Otro queso holandés —¡si es que no era de otra clase por el estilo!—. Ahora comenzaba a tener mi propia opinión del orden reinante, aunque no dije nada. Aunque me gustaría saber por qué mi acompañante no tropezó con el queso caminando como iba delante de mí. Ya —me respondí a mí mismo—, creo que él sabe qué tipo de orden hay en este lugar.

En el extremo este de la casa el pasillo estaba brillantemente iluminado por la luz que entraba a través de una ventana situada en esa fachada. Ahora podía ver claramente el lugar donde me encontraba. En el lado opuesto a la ventana, en la parte de la barrera que aquí formaba otra pared del pasaje, se había excavado un gran agujero; no se podía ver nada dentro, ya que estaba muy oscuro. Mi acompañante conocía bien el camino, por lo que puse mi confianza en él, si bien habría tenido mis dudas de pasar por aquí yo solo. El agujero se extendía por la barrera y al final formaba prácticamente una habitación con el techo abovedado. Lo único que vi fue una pala y un hacha en el suelo. ¿Para qué diablos usarían esta habitación?

—Mire, todo el hielo de este lugar se ha empleado para el suministro de agua.

De modo que esta era la cantera de Lindstrøm, de la que había extraído hielo y nieve durante todos estos meses para cocinar, beber y lavar. En una de las paredes, cerca del suelo, había un pequeño agujero, lo suficientemente grande como para que un hombre pasase a gatas.

—Ahora debe encogerse y venir detrás de mí; vamos a visitar a Hanssen y Wisting.

Seguidamente, mi acompañante desapareció por el agujero como una culebra. Yo me eché al suelo tan rápido como un relámpago y le seguí. No quería quedarme sólo en la oscuridad de ese lugar. Me las arreglé para mantenerme agarrado a una de las perneras de su pantalón y así seguí hasta que vi luz al otro lado. El pasadizo por el que nos deslizábamos era estrecho durante todo su recorrido y nos obligaba a arrastrarnos con manos y rodillas; afortunadamente no era largo. Al final terminaba en una habitación grande y cuadrada. Había una mesa baja justo en el centro y sobre ella Helmer Hanssen se ocupaba en atar con cuerdas los trineos. La primera impresión era que el lugar no estaba bien iluminado del todo, aunque había varias lámparas y candiles. Pero examinándolo de una forma más detenida me di cuenta que era debido a la cantidad de objetos de color oscuro que allí se almacenaban. Junto a una de las paredes había ropas, una inmensa cantidad de ropas de piel. Todas estaban cubiertas con mantas para protegerlas de la escarcha que se formaba en el techo y que caía encima al cabo del tiempo. En la pared opuesta estaban amontonados los trineos y al final, en la pared contraria a la puerta, había cantidad de ropa interior de lana. Cualquier encargado de deportes de Christiania hubiese envidiado este almacén. Se podían ver chaquetas de Islandia, camisetas, ropa interior de todo tipo de tallas y grosores, calcetines, guantes de lana, etc. En el rincón entre esta pared y la de los trineos estaba el agujero por el cual habíamos entrado. Más allá de los trineos, en la misma pared, había una puerta con una cortina y en su interior se podía oír un extraño zumbido. Estaba muy interesado en saber qué podía ser, pero antes tenía que escuchar lo que estos dos hablaban.

—¿Qué le parecen las ataduras ahora, Hanssen?

—Oh, todo quedará suficientemente bien sujeto; de cualquier forma, mejor que antes. ¡Mire aquí cómo han rematado los cabos!

Me incliné para ver cuál era el problema con los cordajes de los trineos y debo decir que me sorprendió lo que vi. ¿Cómo es posible tal chapuza? Los marineros tienen mucho cuidado con los extremos de los cabos. Todos saben que si el extremo no está bien trenzado, el nudo que puedan hacer no sirve para nada; es norma obligada que los cabos deben rematarse con los extremos cuidadosamente terminados. Cuando los examiné, ¿qué creen que vi? El final del cabo estaba cosido con un pequeño hilván, semejante al empleado para sujetar etiquetas.

—¡Estaría bueno conquistar el Polo con esto!

Sin duda, esta observación final de Hanssen era la expresión más suave de lo que pensaba sobre el material. Después de comprobar los nuevos cordajes, realmente estaba de acuerdo con Hanssen cuando decía que cumplirían su función. Aunque dicho sea de paso, no era un trabajo fácil a -26° C, como marcaba el termómetro, pero a Hanssen parecía no importarle.

Había oído que Wisting también colaboró en esta tarea, pero ahora no estaba presente. ¿Dónde podría estar? Mis ojos se fueron involuntariamente a la cortina, tras la cual se oía un extraño zumbido. Ya estaba muerto de curiosidad. Finalmente, mi acompañante pareció dejar la cuestión de las cuerdas e hizo signos de seguir hacia delante. Dejó la linterna y retiró la cortina.

—¡Wisting!

—¡Sí!

La respuesta pareció llegar desde un lugar lejano. El ruido cesó y se descorrió la cortina. Ante mí, la escena que más me impresionó de todo lo que vi aquel memorable día. Allí estaba sentado Wisting, en medio de la barrera, con una máquina de coser. La temperatura exterior en este momento es de -51° C. Necesitaba que alguien me lo explicara. Crucé la puerta para verlo de cerca. Entonces, ¡uf! Recibí una bofetada de aire caliente. Miré al termómetro; marcaba +10° C. ¿Pero cómo puede ser esto? ¡Cosiendo tan tranquilo en un sótano de hielo a +10° C! Recuerdo que en la escuela me decían que el hielo se funde a 0° C. Si esta ley física aún se cumple, aquel hombre debería estar bajo una ducha. Entré en la habitación; el cuarto de costura no era muy grande, de unos dos metros de lado. Junto a la máquina de coser —una moderna máquina a pedales— había otros muchos instrumentos, como brújulas y cosas por el estilo, además de una gran tienda de campaña en la que en ese momento estaba trabajando. Aunque lo que más me interesaba era saber cómo evitaba las gotas de agua del techo. Y ahora podía ver cómo lo hacía; era algo ingenioso. Había cubierto el techo y las paredes con lonas, de tal forma que toda el agua derretida desaguaba en un barreño situado en la parte inferior. ¡Hombre astuto! Así recogía agua limpia, un bien muy apreciado en esta región. Después me enteré de que casi todos los equipos para el viaje hacia el Polo se estaban confeccionando en esta pequeña habitación de hielo. Bien, con hombres como estos no creo que Amundsen merezca ningún reconocimiento por alcanzar el Polo. Más bien habría que darle una paliza si no lo consiguiera.

Aquí ya hemos terminado y seguramente ya debo haber visto todo. Mi guía se dirige a la pared donde está toda la ropa colocada y empieza a hurgar entre ella. Inspección de ropa, pensé para mí, no hay nada extraño en ello. Me senté en los trineos de la pared opuesta y comencé a repasar lo que había visto, cuando de repente le veo abrirse paso metiendo la cabeza entre la ropa, como si se lanzase a bucear, y desaparece entre los fardos de piel. De un salto me pongo en pie y me acerco al montón de ropa; estoy empezando a sentirme bastante perdido en este mundo tan misterioso. En mi precipitación choco con el trineo de Hanssen, que cae al suelo; él mira alrededor de manera furiosa. Menos mal que no puede verme, parece como si quisiera matar a alguien. Me deslizo entre los motones de ropa y ¿qué es lo que veo? Otro agujero en la pared, otro estrecho y oscuro pasillo. Me armo de valor y entro. Este túnel es más alto que los otros y puedo andar agachado. Afortunadamente, la luz del final me muestra el camino, de modo que por esta vez no voy a oscuras durante mucho tiempo. Acabo en otra gran habitación similar a la anterior; después me enteré que la llamaban «el Palacio de cristal». El nombre es muy apropiado, pues todo reluce como tal. Junto a una de las paredes descansa un buen número de esquís y, diseminadas por otro lugar, cajas, unas de color amarillo y otras negras. Después de mi visita a Stubberud, puedo adivinar lo que significa. Las cajas de color amarillo son las originales, y las de color negro las que ha reformado. Aquí todo está calculado. Por supuesto, el color negro es más visible sobre la nieve que el amarillo; así, las cajas serán más fáciles de distinguir, sobre todo en la distancia. Y en el caso de que les falten marcas indicadoras, sólo tienen que romper una de las cajas para conseguir todas las que necesiten, y serán mucho más fáciles de avistar sobre la nieve. Estas cajas no eran más grandes que las usadas para las latas de leche y construidas de la misma forma. En ese momento recordé una imagen. Cuando me senté en los trineos en el taller de Hanssen, vi pequeños trozos de alambres fijados a ambos lados del trineo. Exactamente ocho a cada lado. Están preparados para cuatro cajas, ya que es difícil poder llevar más en los trineos. Las partes sueltas de los alambres terminaban en ojales. Evidentemente, había cuatro alambres en cada caja, dos en la parte delantera y dos en la trasera. Si estos se pasaban por los que tenían los ojales y se tensaban, las cajas quedaban sujetas como por una mordaza, al tiempo que las tapas se podían abrir libremente en cualquier momento. Era una ingeniosa idea que podía ahorrar gran cantidad de trabajo.

Allí en medio estaba Johansen, justo en el centro del Palacio, empaquetando. Daba la impresión de tener un difícil problema que resolver; parecía estar profundamente pensativo. Ante él, una caja a medio embalar con las siguientes marcas «Trineo n.° V. Caja n.° 4». Jamás he visto un contenido tan singular, mezcla de pemmican y salchichas. Jamás había oído hablar de salchichas en un viaje con trineos; debe ser algo bastante novedoso. Los trozos de pemmican eran de forma cilíndrica, de unos cinco centímetros de largo y doce de diámetro; cuando se empaquetaban en grupos de cuatro dejaban entre ellos un hueco en forma de estrella que se rellenaba con las salchichas, los cuales ocupaban el hueco justo hasta arriba de la caja. Aunque la salchicha… Déjeme ver. ¡Ah! Una de las salchichas tiene la piel rota; me acerco a la caja para verla mejor. ¡Oh, astuto granuja! ¡Es leche en polvo lo que esconde en esos huecos! ¡Así que utiliza cualquier pequeño espacio! Los huecos que quedan entre las piezas de pemmican y los laterales de las cajas son la mitad de profundas que el resto y no pueden rellenarse con las «salchichas de leche»; pero no se puede malgastar ese espacio de ninguna manera. No, ahí se guarda el chocolate partido en pequeños trozos. Cuando todas estas cajas estén empaquetadas, parecerán madera sólida de lo llenas que están. Hay una totalmente terminada; tengo que ver lo que contiene. Bizcochos. Cinco mil cuatrocientos bizcochos es lo que marca la tapa. Dicen que los ángeles tienen el don de la paciencia, pero creo que es una nimiedad comparada con la de Johansen. No queda ni un milímetro libre en la caja.

El Palacio de cristal me recuerda en este momento un almacén de ultramarinos y venta al por mayor: pemmican, bizcochos, chocolate y salchichas de leche por todos lados. En la pared opuesta a la de los esquís hay una abertura. Veo a mi acompañante dirigirse hacia ella, y esta vez procuro no perderle de vista. Sube dos peldaños, empuja una trampilla y sale a la barrera; y yo tras él. La trampilla se cierra y nos encontramos cerca de otra, también en la barrera, aunque esta es una moderna puerta corrediza. Da acceso al interior del Almacén de ropa. Me vuelvo hacia mi anfitrión para darle mis más sinceras gracias por el interesante viaje a través de la barrera, expresando mi admiración por la estupenda obra de ingeniería que he podido contemplar. Pero interrumpe mi discurso diciendo que aún no hemos terminado. Sólo me ha llevado arriba para no tener que volver a gatear.

—Ahora —añadió— seguiremos nuestro viaje por la superficie.

Veo que no me libro de esto, pues empiezo a estar harto de tanto pasillo subterráneo. Mi anfitrión parece adivinar mis pensamientos y me dice:

—Debemos ver a los hombres mientras trabajan; después ya no tendrá el mismo interés.

Veo que tiene razón, me tranquilizo y le sigo.

Pero el destino me tenía preparado otra cosa. Según salimos a la barrera, vemos a Hanssen con su trineo y seis perros frescos, con los arneses colocados. Mi acompañante tiene el tiempo justo para insinuarme: «Sube; yo te espero aquí», cuando el trineo se pone en marcha a una tremenda velocidad, llevándome como insospechado pasajero.

Según avanzamos la nieve nos envolvía. Podía ver con toda claridad que Hanssen controlaba a los perros, aunque tenía que luchar con un grupo de granujas. Oí los nombres de Hök y Togo en particular, que parecían los más revoltosos. De pronto, se revolvieron sobre sus compañeros y todo el equipo terminó enredado; aunque esto no ocurrió muchas veces gracias al látigo que, manejado con gran destreza, continuamente chasqueaba sobre sus orejas. Los dos «salchichas» que había visto en la ladera —Ring y Mylius— eran los líderes; también eran juguetones, pero se mantenían en sus puestos. Hai y Rap también formaban parte del equipo. Rap, el que tiene una oreja rasgada, estaría encantado de unirse a su amigo Hai para pelearse con Hök y Togo, pero el látigo se lo impide. Silbaba de un lado a otro, adelante y atrás, entre medias de todos, sin compasión, y esto hace que se comporten como buenos chicos. Detrás de nosotros, a unos pocos metros, llega Zanko. No le han puesto los arneses y corre suelto. Subimos a galope la colina hacia el almacén y pasamos por la última bandera. Este lugar es bastante diferente a la luz del día. Eran las once en punto y la luz del alba había iluminado una buena parte del cielo en dirección norte. Los números y marcas de las cajas eran fácilmente visibles.

Hanssen manejaba los perros hábilmente entre las filas de cajas hasta que se detuvo. Bajamos del trineo. Permanece inmóvil durante un momento, mira alrededor y vuelca el trineo, dejando los patines al aire. Supuse que lo hacía para prevenir que los perros se marcharan en cuanto les diese la espalda; personalmente, creí que era una pobre precaución. Salté sobre una de las cajas y me senté a esperar acontecimientos. Y llegaron en forma de Zanko. Hanssen se había apartado un poco, con un trozo de papel en la mano, y parecía estar examinando las cajas mientras se alejaba. Entonces Zanko llegó hasta sus amigos, Ring y Mylius, y fue recibido muy cordialmente. Esto era demasiado para Hök, que se lanzó como un cohete, seguido de su amigo Togo. Hai y Rap nunca dejaban escapar una oportunidad como esa, y se lanzaron ansiosos al fragor de la batalla. «¡Alto, sinvergüenzas!». Era Hanssen quien les increpaba mientras volvía a toda prisa. Zanko, libre como estaba, levantó su cabeza lo suficiente como para ver acercarse el peligro; sin vacilar, dejó la pelea y se marchó hacia Framheim lo más aprisa que pudo. No sé si porque unos perdían su sexto combate o porque los otros eran conscientes de la llegada de Hanssen con sus amenazas, no soy capaz de determinarlo, la verdad es que finalmente se separaron y, como si hubieran recibido una señal, tomaron el mismo camino. Que el trineo estuviera volcado les fue indiferente; corrían como el viento por la ladera y desaparecieron hacía la línea de las banderas. Hanssen no tardó en tomar una decisión, aunque era inútil. Se lanzó todo lo deprisa que pudo sin dudarlo, mas no había alcanzado la línea de las banderas cuando ya los perros, con el trineo volcado detrás, corrían hacia Framheim donde finalmente se detuvieron.

Yo volví tranquilamente, contento por la nueva experiencia vivida. Al final de la pendiente encontré a Hanssen que regresaba al almacén por segunda vez; parecía extremadamente enfadado y la forma de manejar el látigo no prometía nada bueno para las costillas de los perros. Ahora Zanko sí llevaba puesto el arnés, junto con el resto del equipo. A mi llegada a Framheim no vi a nadie, por lo que me colé en el cobertizo y esperé una oportunidad para entrar en la cocina. Esta no tardó en llegar. Resoplando y jadeando como una locomotora, Lindstrøm entró desde el pasaje que rodeaba la casa. En sus manos llevaba otra vez un gran cubo lleno de hielo y una lámpara eléctrica colgando de su boca. Para poder abrir la puerta de la cocina sólo tuvo que empujarla con la rodilla; yo me colé dentro. La casa estaba vacía. Pensé que ahora tendría una buena ocasión de observar lo que hacía Lindstrøm cuando se quedaba solo. Dejó en el suelo el cubo de hielo y poco a poco fue llenando la olla que tenía colocada en el fuego. Miró el reloj: las once y cuarto. Bien. La comida estará a su hora. Lanzó un profundo y largo suspiro y salió a la habitación. Llenó su pipa y la encendió. Acto seguido, se sentó y cogió una muñeca que estaba sentada sobre una peana. Su cara se iluminó; se apreciaba lo feliz que era. Levantó la muñeca y la colocó sobre la mesa; en cuanto la soltó, el juguete comenzó a dar saltos, uno tras otro de manera interminable. ¿Y Lindstrøm? Reía hasta descoyuntarse mientras gritaba: «¡Muy bien, Olava; otra vez!». Entonces miré a la muñeca con más atención. Ciertamente, era algo fuera de lo común: tenía la cabeza de una mujer mayor —evidentemente la de una vieja y desagradable sirvienta—, pelo amarillo, una mandíbula colgante y una expresión de loca enamorada. Vestía un traje de cuadros rojos y blancos y, cuando se inclinaba hacia atrás, como era de esperar, provocaba un atrevido movimiento de su vestimenta. Se apreciaba que la figura, originalmente, había sido la de un acróbata, pero estos ingeniosos exploradores polares la habían rebajado a esta espantosa condición. Cuando repitió el experimento y yo comprendí la situación, no pude evitar reírme a carcajadas, aunque Lindstrøm estaba tan profundamente ocupado que no llegó a oírme. Después de divertirse durante unos diez minutos, se cansó de Olava y la puso de nuevo en la peana. Ella se sentó inclinando la cabeza y haciendo reverencias, hasta que fue olvidada.

Mientras tanto, Lindstrøm había ido a su litera y se medio tumbó en ella. Pensé que iba a dar una cabezada antes de la comida, pero no. Se levantó y cogió una baraja de cartas totalmente desgastadas, volvió a su litera y comenzó un tranquilo y serio solitario. No le llevó mucho tiempo, pues no debía ser muy complicado, pero sirvió para su propósito. Se apreciaba lo contento que se ponía cada vez que una carta coincidía en el lugar apropiado. Finalmente, las cartas estaban colocadas en su orden; había terminado el juego. Se quedó un rato sentado mientras disfrutaba de la visión de la baraja ordenada; recogió todas las cartas con un suspiro y se levantó mientras murmuraba entre dientes: «Sí, seguro que alcanza el Polo; y lo que es mejor, será el primero». Colocó de nuevo la baraja en la repisa de su litera y pareció quedar satisfecho consigo mismo.

Entonces la rutina de poner la mesa comenzó de nuevo, aunque ahora con mucho menos ruido que por la mañana; no había nadie a quien molestar. Cinco minutos antes de las doce empezó a sonar una gran campana de barco y poco después comenzó la cena. Sin un esmerado aseo, los comensales se sentaron a la mesa con rapidez. No había muchos platos donde elegir: una espesa y negra sopa de foca, con un montón de cosas curiosas: trozos de carne de foca —«taquitos» sería la expresión adecuada, aunque en este caso engañosa; sería mejor decir «tacazos»— con patatas, zanahorias, coles, nabos, guisantes, apio, ciruelas pasas y manzanas. Me gustaría saber cómo llamarían los cocineros profesionales a este plato. Dos grandes jarras de sirope y agua estaban sobre la mesa. Ahora me llevé otra sorpresa. Tenía la impresión de que una cena como esta transcurría en silencio, pero de ninguna manera era este el caso. Hablaron todo el tiempo y la conversación giró principalmente sobre lo que habían hecho durante la mañana. De postre tomaron ciruelas verdes. El tabaco de pipa y los libros pronto hicieron su aparición.

A eso de las dos en punto, los chicos comenzaron a dar de nuevo signos de vida. Sabía que esa tarde no trabajarían —víspera de San Juan—, aunque las costumbres son así de extrañas. Bjaaland se levantó de forma autoritaria y preguntó quién iba a hacer el primer turno. Después de un montón de preguntas y respuestas, se decidió que Hassel debería ser el primero. La verdad es que no sabía de qué hablaban. Les oí hablar sobre uno o dos hornillos —dicen que una media hora es lo máximo que uno podía permanecer allí—, pero esto seguía sin darme ninguna pista de lo que hablaban. Me tendré que pegar a Hassel. Todo volvió a la tranquilidad; el único lugar que parecía estar habitado era la cocina.

A las dos y media Bjaaland, que había estado fuera, entró y anunció que todo era ya una nube de vapor. Miré a Hassel con inquietud. Sí; este anuncio pareció animarle y darle vida. Se levantó y comenzó a quitarse la ropa. Muy extraño, pensé. ¿Qué puede ser esto? Intenté el método de Sherlock Holmes: primero salió Bjaaland; dato número uno. Después volvió; hasta ahí era lo único de lo que yo estaba seguro. Tenía que continuar con el método. Llega el dato número tres: «Todo es una nube de vapor». ¿Pero qué diablos quieren decir? Este hombre ha salido fuera —y si no ha sido sobre la barrera, habrá sido dentro de ella—, bajo la nieve helada, y cuando vuelve dice que todo es vapor. Todo me parece ridículo, absurdo. Dejé a Sherlock Holmes con sus deducciones y observé a Hassel con un interés creciente. Según se quitaba la ropa, comencé a ruborizarme y volví la cabeza, pero no se desnudó del todo. Entonces cogió una toalla en la mano: salimos por la puerta de la casa —seguía tras él, era lo único que podía hacer—, continuamos por el túnel de hielo y en aquel punto el vapor comenzó a envolvernos, haciéndose cada vez más y más espeso según avanzábamos bajo la barrera; el vapor llegó a ser tan denso que apenas se podía ver nada. Me acordé con nostalgia de la parte trasera del anorak de Amundsen al que me agarraba; ahora me hubiera sido muy útil, pero aquí no tenía donde sujetarme. A lo lejos, entre la niebla, se podía ver una luz, y me dirigí hacia ella con mucha precaución. Antes de saber dónde me encontraba, me vi al final del túnel, que daba acceso a una gran habitación totalmente cubierta de escarcha y acabada en una enorme cúpula de hielo. El vapor ahora era molesto y me impedía tener una visión clara de la habitación. ¿Pero qué había pasado con Hassel? Sólo podía ver a Bjaaland. De improviso, la niebla pareció aclararse un instante y durante un momento pude ver una pierna desnuda desapareciendo dentro de una gran caja negra; poco después vi aparecer la cara sonriente de Hassel por la parte superior de la caja. Un escalofrío recorrió mi cuerpo: parecía que le habían decapitado. Con una nueva reflexión, pude apreciar que su cara estaba demasiado sonriente, lo que significaba que la cabeza aún no se había separado del cuerpo. El vapor comenzó a disiparse poco a poco y finalmente pude ver por dónde caminaba. No tuve más remedio que echarme a reír; ahora todo era más fácil de comprender. Aunque creo que a Sherlock Holmes no le hubiera sido fácil descifrar el enigma si se hubiese quedado sentado sobre la barrera con los ojos vendados. Como iba diciendo, finalmente encontré la respuesta al enigma. Se trataba de uno de esos baños de vapor americanos plegables, y en él se encontraba sentado Hassel. El cuarto de baño, que con el vapor parecía tan espacioso y elegante, ahora se reducía a una pequeña cabaña de nieve de apariencia insignificante. Ahora el vapor se encontraba confinado en el baño, y por su parte superior se podía apreciar que la temperatura comenzaba a subir. Lo último que vi hacer a Bjaaland fue bombear dos estufas Primus colocadas justo sobre el baño para que se mantuvieran con presión, y seguidamente desapareció. ¡Cualquier actor hubiera aprendido una buena lección mirando sus gestos! Comenzó con una expresión de agrado —«bienestar» estaba escrito con caracteres brillantes sobre su cara—, seguidamente la sonrisa fue desapareciendo de manera gradual, dando paso a la seriedad. Tampoco duró mucho; apareció un temblor en las aletas de la nariz, y enseguida se vio claramente que el baño había dejado de tener una naturaleza agradable. El color de la piel, de tener un tono normal, había pasado a un tinte ultravioleta; los ojos, cada vez más abiertos. Comencé a preocuparme por que todo pudiera terminar en catástrofe.

Y llegó, aunque de una forma diferente a como yo esperaba. De improviso y sin ruido, el baño se abrió, dejando salir todo el vapor y provocando una suave y blanca cortina a continuación. No podía ver nada; sólo pude escuchar cómo apagaban las dos estufas Primus. Creo que la nube de vapor tardó unos cinco minutos en desaparecer, y ¿qué vi a continuación? A Hassel radiante como un chelín nuevo, vestido con sus mejores galas para celebrar las vísperas de San Juan. Aproveché la oportunidad para examinar el primer, y probablemente único, baño de vapor sobre la barrera antártica. Era como todos los que había visto antes, una idea muy ingeniosa. Estaba compuesto por una caja alta sin fondo, con una agujero en la parte superior lo suficientemente grande como para meter la cabeza. Todas las paredes eran dobles, de material aislante, con una separación de unos centímetros entre ellas para permitir que circulara el aire. La caja reposaba sobre una plataforma, que se alzaba medio metro sobre la superficie del hielo. El armazón encajaba en una ranura que cerraba de manera hermética. En la plataforma en la que descansaba el baño, había una abertura rectangular bordeada con un protector de caucho, y dentro de esa abertura una caja metálica cerrando de manera muy precisa la zona abierta. Bajo esta caja metálica había colocadas dos estufas Primus, con lo que ahora todo el mundo puede entender por qué Hassel sentía tanto calor. Un bloque pesado colgaba de una cuerda sujeta a una polea en la parte superior de techo; uno de los extremos estaba fijado fuertemente en el borde superior del baño y el otro caía dentro de éste. De esta manera, el bañista podía levantar por sí solo la tapa sin ninguna ayuda en el momento en que el calor fuera excesivo. La temperatura en el exterior de la pared de hielo era de -54° C. ¡Qué chicos más apañados! Más tarde me enteré que Bjaaland y Hassel fueron los constructores de este ingenioso baño.

Volví a la casa y pude ver cómo —casi— todos hicieron uso del baño de vapor. A eso de las cinco y cuarto habían terminado las sesiones de baño y todo el mundo se había puesto sus ropas de piel; era evidente que se disponían a salir fuera. Seguí al primer hombre que salió de la casa; iba provisto de una linterna, y desde luego era algo que se necesitaba. El tiempo había cambiado: de improviso se había levantado viento del sudoeste acompañado de unos gruesos copos de nieve; no es que estuviese nevando, ya que en el cielo podían verse las estrellas, el problema era que el aire levantaba la nieve en remolinos de la superficie de la barrera. En estas condiciones cada hombre debía conocer muy bien los alrededores para encontrar el camino; había que estar allí: era imposible mantener abiertos los ojos. Me puse a sotavento, cobijado por un montón de nieve, y esperé a ver qué ocurría. Los perros no parecían importunados por el cambio de tiempo; algunos permanecían acurrucados, formando un anillo con el cuerpo, con la nariz bajo el rabo, sobre la nieve, mientras otros corrían por los alrededores. Uno por uno los hombres fueron saliendo fuera; cada uno llevaba una linterna en la mano. Según iban llegando al lugar donde se encontraban los perros, cada hombre era rodeado por su equipo, y le seguían a cada una de sus tiendas con aullidos de júbilo. Aunque no todo ocurrió de manera tan pacífica; escuché —creo que era la tienda de Bjaaland— un ruido ensordecedor que iba creciendo, y miré desde la puerta: allá abajo, bajo la superficie de la barrera, la cosa estaba que ardía. El panorama era un revoltijo de perros, una masa de perros, diría: unos mordían, otros gemían, otros aullaban. Entre esta masa furiosa de perros pude ver una figura humana tambaleándose, sujetando en una mano un puñado de collares de perro, mientras daba puñetazos a diestro y siniestro con la otra y maldecía continuamente a los perros. Yo pensé en mis pantorrillas y me aparté. Aunque la figura humana que yo había visto impuso su maestría y el ruido fue disminuyendo gradualmente hasta que todo volvió a la calma. A medida que cada hombre terminaba de atar a sus perros, se dirigía a la tienda que hacía de almacén de carne, que estaba fuera del alcance de los animales, y cogía una caja con pedazos de carne de foca. La habían preparado el día anterior. Según escuché, se hacía por turnos; era la tarea diaria de dos hombres. Se daba de comer a los perros, y hora y media después de terminar, el campamento quedaba de nuevo como yo lo había encontrado por la mañana, tranquilo y pacífico. Con una temperatura de -54° C, un viento del sudoeste de treinta y cinco kilómetros por hora que barría la superficie de la barrera, y remolinos de nieve sobre Framheim, los perros descansaban en sus tiendas, bien alimentados, satisfechos y a salvo de la tormenta.

En la casa, los preparativos de la fiesta estaban en marcha y ahora se podía apreciar mejor que era una estupenda vivienda. El viento, la nieve, el frío intenso, la total oscuridad, todo cambiaba radicalmente cuando uno entraba en la casa. Todo aparecía limpio y aseado, y la mesa alegremente decorada. Había pequeñas banderas noruegas por todos lados, sobre la mesa y las paredes. El festival comenzó a las seis, y todos los «vikingos» aparecieron muy joviales. Lindstrøm había preparado «su» especialidad, y diciendo esto me quedo corto. Me asombró especialmente su capacidad y generosidad —y creo que, después del poco tiempo que le había observado, en ningún momento se mostró tacaño— cuando apareció con los pasteles «Napoleón». Debo decir que estos pasteles se repartieron después de que cada hombre se hubiera servido un cuarto de pudin de ciruelas. Tenían una presencia deliciosa, hechos del más fino hojaldre, con capas de natillas de sabor a vainilla y crema. Se me hacía la boca agua. Pero ¿y su tamaño? ¿Habría una de aquellas montañas de pastel para cada hombre? Lo más probable es que se tuvieran que repartir uno para todos, y eso sería lo que en realidad debían de estar esperando después del pudin de pasas. Pero ¿cómo lo hizo para aparecer con ocho pasteles, dos enormes platos con cuatro en cada uno de ellos? ¡Dios bendito! Uno de los vikingos comenzó y enseguida terminó su parte. Uno tras otro hicieron lo mismo, hasta que los ocho desaparecieron. No podría decir que pasasen hambre, miseria o frío cuando volviese a mi casa. Mi cabeza estaba empezando a dar vueltas; la temperatura debía de estar a tantos grados sobre cero como afuera estaba bajo cero. Miré arriba, hacia la litera de Wisting, donde había un termómetro colgado: +35° C. Los vikingos parecían no hacer el más mínimo aprecio de esta insignificancia; el trabajo con los «Napoleones» aún les tenía entretenidos.

Los deliciosos pasteles pronto fueron cosa del pasado y aparecieron los cigarros. Todos, sin excepción, se permitieron el lujo de este placer. Hasta ahora ninguno de ellos había mostrado demasiada inclinación a la abstinencia; y yo quería saber cuál era su actitud antes las bebidas fuertes. Desde luego, ya había escuchado que la tolerancia del alcohol en las expediciones polares era más bien perniciosa, por no decir peligrosa. «Pobres chicos —pensé—, quizá sea esa la razón de la afición por los pasteles. El hombre debe tener un vicio al menos. Privados del placer de la bebida, se abandonan a la glotonería». Sí, ahora lo tenía claro, y lo sentía por ellos. Me pregunté cómo les habían sentado los «Napoleones», ya que se les veía un poco decaídos. Sin duda, digerir el pastel llevaba su tiempo.

Lindstrøm, quien en ese momento parecía el más despierto de todos, comenzó a limpiar la mesa. Por mi parte, esperaba ver a cada hombre rodar sobre su litera para hacer la digestión. Pero no, ninguno de ellos parecía muy afectado por este problema. Todos permanecían sentados, como si esperasen algo más. Y, por supuesto, así era; tenía que llegar el café. Lindstrøm ya se encontraba en la puerta con tazas y jarras. Una taza de café era lo más apropiado después de semejante comida.

—¡Stubberud! —era la voz de Lindstrøm llamando desde algún lugar en la distancia—. ¡Date prisa antes de que se calienten!

Me apresuré tras Stubberud para ver qué era lo que no debía calentarse; pensé que sería algo procedente del exterior. ¡Virgen santa! Allí estaba Lindstrøm tumbado boca abajo en el almacén del techo, colgado del hueco de la trampilla ¿Qué te creías? ¡Una botella de Benedictine y otra de ponche, ambas cubiertas de escarcha! Ahora podría ver cómo nadaban estos peces —aunque quizá terminasen ahogados—. Con una sonrisa de felicidad tan grande como la de Stubberud cuando cogió las botellas, así fue recibido Lindstrøm según entraba desde la cocina; nunca antes había visto tanto cuidado y tanto cariño al llevar unas botellas. Quedé impresionado. ¡Ah, estos chicos saben cómo debe servirse un licor! «Debe servirse frío» indicaba la etiqueta de la botella de ponche. Puedo asegurar que la prescripción de P. A. Larsen fue seguida al pie de la letra esa noche. El gramófono hizo su aparición y pude comprobar el contento con el que fue recibido. Parecía que esto era lo que más les gustaba, después de todo cada hombre elegía la música según sus gustos. Pero todos se pusieron de acuerdo en que hiciese los honores el cocinero por todos sus cuidados, y el concierto comenzó con Tarara-boom-de-ay, seguido del vals Apache. La parte de su programa terminó con una recitación humorística. Mientras, él permanecía en el umbral de la cocina con una sonrisa beatífica; todo esto le sentó muy bien. Así, la música siguió un turno para que cada cual eligiese sus melodías preferidas. Algunos de los temas se reservaban para el final; eran los preferidos por todos. Primero voló por el aire Les Huguenots, una canción de Michaelowa; lo que demostraba el sentido musical de estos vikingos. Era una canción preciosa.

—Mirad aquí —gritó una voz con impaciencia—: ¿no vamos a tener esta noche a Borghild Bryhn?

—Sí —esa fue la respuesta—, y aquí viene.

Y la canción de Solveig fue la siguiente. Era una pena que Borghild Bryhn no estuviera allí; creo que la más calurosa ovación no le hubiera impresionado tanto como la forma en que fue recibida su canción esa noche. A medida que las notas de la canción sonaban con claridad por la habitación, se apreciaba cómo las caras se iban tornando más serias. Sin duda, las palabras del poema les afectó a todos, sentados allí, en la noche oscura de invierno sobre el vasto y salvaje hielo, a miles y miles de kilómetros de las personas que les querían. Pienso que ese era el problema; pero al ser una melodía agradable, fue un final perfecto y una fuerza natural que abrió sus corazones. Todo esto les hizo sentirse bien; después de esto, parecía como si tuvieran miedo del sonido de sus propias voces. Finalmente uno de ellos ya no pudo mantener el silencio por más tiempo.

—¡Caramba, qué maravillosamente canta esta mujer! —exclamó—; de manera especial la parte del final. Tenía un poco de miedo de que la última nota la diese demasiado aguda, a pesar de la forma magistral con la que controla su voz. La nota era exageradamente alta. Pero, a pesar de todo, ha sonado tan limpia y suave, tan completa, que ella sola se basta para hacer que un hombre sea mucho mejor persona.

Entonces, este entusiasta oyente les cuenta que, en otra ocasión en la que escuchó la misma canción, todo fue perfecto, hasta la última nota.

—En ese momento podías ver a la cantante hinchar su enorme pecho con el esfuerzo, y dar una nota tan aguda que bien podría haber derrumbado los muros de Jericó.

Después de esto el gramófono se guardó. Nadie parecía querer más canciones.

Ya eran las ocho y media, debía estar cerca el momento de irse a la cama. La fiesta había durado lo suficiente, habían tenido comida, bebidas y música. Todos se pusieron en pie y gritaron: «¡arco y flechas!». Ahora, me dije a mí mismo según me retiraba al rincón donde colgaban la ropa, el alcohol está comenzando a hacer sus efectos. Es evidente que algo de extraordinario interés iba a suceder, ya que se les veía muy activos. Uno de ellos fue detrás de la puerta y trajo una pequeña diana de corcho, y otro sacó de su litera una caja de dardos. De modo que lanzamiento de dardos… los niños tienen que entretenerse. Cuelgan la diana en la puerta que da paso a la cocina y el hombre con el primer turno de lanzamiento toma su posición al final de la mesa, a una distancia de unos tres metros. Comienza la competición de lanzamientos, entre jaleos y risas. Hay tiradores de todo tipo, buenos, malos e indiferentes. Aquí llega el campeón; se le distingue por la manera resolutiva de levantar el dardo y de lanzarlo; con toda seguridad alcanzará la mayor puntuación. Se trata de Stubberud; de los cinco dardos, dos se clavan justo en la diana, mientras que los tres restantes quedan muy cerca. El siguiente es Johansen; tampoco es malo, pero no consigue igualar el marcador anterior. Llega Bjaaland; me pregunto si será tan bueno en este juego como en el manejo de los esquís. Se coloca al final de la mesa, como el resto, pero da un paso de gigante hacia delante. Es un tipo astuto, ahora no se encuentra a más de metro y medio de la diana. Lanza bien; el dardo describe un gran arco. A este lanzamiento se le conoce como «de trayectoria alta», y los demás lo reciben con un fuerte aplauso. La trayectoria resulta ser un poco más alta de lo esperado y todos sus dardos terminan en la pared, encima de la puerta. Hassel lanza con «cálculo». Lo que calcula no es fácil de entender. Evidentemente, sus dardos no terminan en la diana; aunque, si ha hecho sus cálculos para que terminen en la puerta de la cocina, ha sido todo un éxito. Si Amundsen «calcula» o no, tiene poca importancia; todos sus lanzamientos acaban fuera de la diana. El proceder de Wisting es el mismo. Prestrud se encuentra a medio camino entre los lanzamientos buenos y los malos. Hanssen lanza como un profesional, impulsando el dardo con gran fuerza. Evidentemente piensa que está cazando morsas. Todas las puntuaciones son anotadas cuidadosamente en un libro, y los premios se entregarán más tarde.

Mientras tanto, Lindstrøm juega al solitario; sus tareas cotidianas ya están hechas. Aunque, además de las cartas, está mucho más interesado en todo lo que rodea a la diana, animando aquí y allá. Después de unos momentos, cambia el semblante; se siente en la obligación de actuar. Ha de reemplazar la luz de la gran lámpara del techo por dos más pequeñas; la razón de este cambio es que el calor de la lámpara grande puede ser excesivo para las literas de la parte superior. Esta operación es una leve insinuación de que el tiempo de acostarse ha llegado para ciertas personas. Ahora que el gran sol que cuelga del techo se ha extinguido, la habitación parece más oscura; las dos lámparas que encienden ahora dan luz suficiente, pero a pesar de todo parece que uno ha retrocedido a los días en que se usaban las antorchas de madera de pino.

Poco a poco, los vikingos se van retirando a descansar. Mi descripción de la vida durante un día en Framheim estaría incompleta si no incluyera esta escena en la narración. El principal gesto de orgullo de Lindstrøm, como ya he mencionado, era el de ser el primero en acostarse; gustosamente sacrificaría cualquier cosa por mantener este récord. Por regla general, nunca tenía problemas en cumplir su deseo y nadie intentaba hacerlo antes que él; pero esa noche fue diferente. Stubberud ya casi se había quitado su ropa cuando Lindstrøm llegó, y al comprobar que finalmente tenía la posibilidad de ser «el primero en acostarse», retó al cocinero sin dudarlo. Lindstrøm, no muy consciente de la situación, aceptó el reto y comenzó la carrera, la cual fue seguida por los demás con gran interés. Stubberud, ya preparado, se dispuso a saltar sobre su litera, situada justo encima de la de Lindstrøm, cuando de improviso se siente sujeto por una pierna y se lo impide. Lindstrøm es quien sujeta su pierna con toda su fuerza, gritando con voz lastimera: «¡Viejo, espera un poco a que yo también me quite la ropa!». Más bien me recordaba a un hombre dispuesto a luchar y que gritaba: «¡Espera a que estemos los dos iguales!». Pero con el otro no funcionaba la persuasión; estaba determinado a ganar. Entonces Lindstrøm consiguió quitarse sus tirantes —no tuvo tiempo para más— y metió su cabeza el primero en la litera. Stubberud trató de protestar; no era justo, aún no se había quitado la ropa. «Eso no importa —replicó el gordo—; lo importante es que he sido el primero otra vez».

La escena fue seguida con gran interés y gritos de ánimo, y terminó en una tormenta de aplausos cuando Lindstrøm desapareció bajo las ropas tendidas de su litera. Pero ese no fue el final de la historia; el salto sobre la litera fue seguido por un terrible crujido al que nadie, debido a la emoción del momento, dio demasiada importancia después de todo. Seguidamente aparecieron las consecuencias de aquel ruido. La estantería situada junto a la litera, sobre la que tenía gran cantidad de cosas, se había caído, llenando la litera con el rifle, las municiones, los discos del gramófono, las cajas de herramientas, caramelos, paquetes de tabaco, pipas, ceniceros, cajas de cerillas, y un largo etc; realmente no quedaba sitio para nada más. Tuvo que dejar de nuevo la litera, con lo que su derrota fue doblemente dura. Admitió con cierta pena que Stubberud era el vencedor. «Aunque —añadió— no volverás a ser el primero la próxima vez». Uno por uno, los demás se fueron acostando; los libros sirvieron de entretenimiento para unos y las pipas para otros, y de esta forma las horas fueron pasando agradablemente. A las once en punto las lámparas se apagaron y el día llegó a su fin.

Poco después mi anfitrión sale a la puerta, y yo le sigo fuera. Le había dicho que esa noche tenía que partir de nuevo y salió a despedirme.

—Le acompañaré tan lejos del almacén como pueda —dijo—; el resto del camino se las puede arreglar solo.

El tiempo ha mejorado considerablemente, aunque todo está muy oscuro, horriblemente oscuro.

—Así podremos encontrar el camino más fácilmente —dijo—; llevaré a mi trío. Si ellos no son capaces de verlo, lo olfatearán.

Desató a los tres perros, que de seguro se preguntaron qué significaba aquello, colocó una linterna sobre un montón de maderas —la cual le indicaría el camino de vuelta, supongo— y nos pusimos en marcha. Los perros estaban acostumbrados a ir por este camino, y sin dudarlo se pusieron en marcha hacia el almacén.

—Sí —dijo mi compañero—, no tienen que preguntar el camino. Lo han tenido que recorrer todos los días, al menos una vez, y frecuentemente dos o tres veces desde que llegamos aquí. Diariamente, tres o cuatro de nosotros, Bjaaland, Stubberud o yo, hacemos este camino. Como pudo ver esta mañana, estos dos lo hicieron a la ocho y media, aunque a las nueve estaban de vuelta para comenzar el trabajo. Tenemos tantas cosas que hacer que no nos podemos permitir el lujo de malgastar el tiempo. Ellos hacen su viaje hasta el almacén y vuelven, y a las nueve yo repito lo mismo. Y los demás comenzaron el invierno con la misma resolución, todos son entusiastas de estos paseos matinales. Aunque el entusiasmo no duró mucho y ahora sólo somos nosotros tres los entusiastas. Aunque el camino no es largo, unos seiscientos metros, no nos aventuramos a salir sin estas marcas que ve y sin nuestros perros. Frecuentemente dejo también colgada una linterna; pero con el frío que hace esta noche, la parafina se congela y la luz se apaga. Perder el camino aquí puede ser una cuestión muy seria, y es un riesgo que no quiero correr.

Aquí tenemos el poste con la primera marca; somos muy afortunados de llegar directamente a él. Los perros saben ir directamente al almacén. Otra razón para ser muy cuidadosos en el camino hasta el almacén es que hay un gran agujero, de unos seis metros de profundidad, justo al lado de un montículo en la ladera donde, seguro que lo recuerda, está colocada la última bandera. Si uno se pierde y cae en él puede resultar herido.

Pasamos cerca de la segunda marca.

—Las dos siguientes son más difíciles de encontrar; están muy bajas: a menudo tengo que esperar y dejar a los perros que encuentren el camino, como por ejemplo voy a hacer ahora. Uno no puede hacer nada a menos que llegue justo sobre ellas, con lo que vamos a esperar y dejar a los perros que nos ayuden. Conozco exactamente los pasos que hay entre cada marca, y cuando llego a ese número, paro y examino toda la zona. Si eso no funciona, silbo a los perros, que vienen inmediatamente. Observe —un largo silbido—, no tardarán mucho en estar aquí. Ya les puedo oír.

Estaba en lo cierto; los perros llegaron saliendo de la oscuridad, directos hasta nosotros.

—Espere que vean que lo que queremos es llegar al almacén; comencemos a andar.

Así lo hicimos. Tan pronto como los perros vieron esto, comenzaron a caminar de nuevo hacia delante, aunque esta vez acompasaron la velocidad del trote y nos permitieron seguir a su lado. Poco después nos encontramos con la última marca.

—Como puede ver, la linterna que dejé en el campamento se ha apagado, con lo que espero que me disculpe por no acompañarle más allá. De todas formas, Vd. ya sabe el camino.

Con estas palabras nos separamos, y mi anfitrión regresó seguido por su fiel trío, mientras yo…