Capítulo III.
De camino hacia el Sur
Transcurría el mes de mayo de 1910, un mes primaveral tan hermoso como sólo se puede encontrar en Noruega —un bonito sueño de verdor y de flores—. Por desgracia, tenía poco tiempo para admirar el esplendor que nos rodeaba; nuestra consigna era «alejarnos», alejarnos de estas bonitas vistas lo antes posible.
Desde comienzos de mes el Fram permanecía amarrado más allá de los viejos muros de Akershus. Recién reformado, llegó desde el astillero de Horten; se podía ver el brillo de su nueva pintura desde la lejanía. Sin desearlo, ante su vista uno pensaba en cruceros y vacaciones, pero esos pensamientos pronto se disiparon. El primer día después de su llegada, la cubierta del navío cobró la apariencia que deseábamos: la carga había comenzado.
Una larga procesión de cajas de provisiones recorría de manera incesante el camino desde el sótano del Museo Histórico, donde las habíamos estado guardando, hasta la amplia bodega del Fram. Allí, el teniente Nilsen y otros tres paisanos de Nordland estaban preparados para recibirla. El proceso no era tan sencillo, al contrario, era un trabajo muy serio. No se trataba de saber qué encerraba cada una de las cajas, el problema era saber dónde se colocaba cada una de ellas y, al mismo tiempo, hacerlo de tal manera que resultase fácil encontrar los suministros a la hora de buscarlos. Era una tarea complicada ya que había que prestar atención a las numerosas trampillas que daban acceso a la bodega donde se encontraban los depósitos de petróleo para no bloquear ninguna, pues de otra manera podríamos cortar el trasiego de petróleo a la sala de máquinas.
A pesar de todo, Nilsen y sus ayudantes realizaron su tarea de forma brillante. Entre los cientos de cajas ni una sola se colocó en lugar erróneo; ninguna de ellas estaba almacenada de tal manera que no se pudiera sacar a la luz del día de forma rápida.
Mientras las provisiones se iban colocando en su lugar, también se subía a bordo el resto del equipo. Cada miembro de la expedición se ocupaba afanosamente en procurarse lo necesario para su propio camarote. Esto no era una cuestión banal: uno podía estrujar su cerebro para adelantarse a los problemas que podían surgir, pero estos surgían constantemente y de improviso. Hasta que por fin llegó el punto final de soltar amarras y comenzar a navegar. Estaba a punto de llegar el mes de junio.
El día antes de dejar Christiania tuvimos el honor y la satisfacción de recibir la visita del rey y la reina de Noruega a bordo del Fram. Como nos habían informado con antelación de la visita de Sus Majestades, nos esforzamos cuanto nos fue posible en poner un poco de orden en el caos que reinaba a bordo. No sé si hicimos todo de forma correcta, de lo que sí que estoy seguro es que cada miembro de la expedición del Fram siempre recordará con todo respeto y gratitud las palabras de despedida que pronunció el rey Haakon.
El rey, por su parte, nos regaló una jarra de plata, la cual se convirtió en el más delicado ornamento de nuestra mesa en los momentos de celebración.
El día 3 de junio por la mañana el Fram abandonaba Christiania rumbo a mi casa en Bunderfjord. El motivo de esta escala era recoger la casa que nos tenía que alojar en la estación de invierno, la cual se había construido en el jardín. Nuestro excelente carpintero Jögen Stubberud había supervisado su fuerte y robusta construcción. Rápidamente se desmontó en piezas y cada una de las maderas y vigas fue cuidadosamente numerada. Teníamos una imponente pila de materiales que subir a bordo, donde realmente ya no teníamos demasiado sitio. La parte más voluminosa se colocó en la proa y el resto en la bodega.
Los miembros más experimentados de la expedición estaban ocupados haciendo conjeturas ante esta «casa observatorio», que era como los periódicos la habían bautizado. Y es lógico admitir que tenían buenas razones para sus especulaciones. Era mezquino compararla con un simple observatorio, pues estaba suficientemente preparada como refugio para vientos y tempestades. Nuestra casa era un modelo de solidez, con tres dobles paredes, doble suelo y techo. Su mobiliario incluía diez tentadoras literas, un fogón y una mesa y, por último, además, un mantel para la mesa de una nueva marca americana. «Entiendo que quieran mantenerse calientes mientras hacen sus observaciones —había dicho Helmer Hanssen—, pero en realidad no termino de entender qué calor les puede aportar un mantel sobre la mesa».
El 6 de junio por la tarde se anunció que todo estaba preparado y por la noche preparamos una pequeña cena de despedida en el jardín. Aprovechando la oportunidad deseé buena suerte a cada uno de los hombres y finalmente nos unimos todos en un Dios proteja a nuestro rey y a nuestra patria.
Y con esto terminó la cena. El último hombre en llegar al barco fue el segundo de a bordo; y se presentó con una herradura. En mi opinión, es bastante increíble que una herradura nos pueda traer suerte. Quizá tenga razón. La herradura finalmente se clavó en el mástil, dentro del comedor del Fram, y aún permanece allí.
Una vez todos a bordo, nos dispusimos a levar el ancla. El cabrestante comenzó a chirriar y la pesada cadena rechinó según se introducía en el escobén. Era la media noche cuando el ancla salió del agua y justo el 7 de junio[10] el Fram abandonó por tercera vez el fiordo de Christiania con un suave balanceo. En las dos ocasiones anteriores, un grupo de incondicionales había traído de vuelta a casa este barco con todos los honores después de años de servicio. ¿Seríamos dignos de mantener esa honorable tradición? Sin duda, este fue uno de los pensamientos con el que muchos de los hombres ocuparon su mente mientras nuestra embarcación se deslizó sobre el tranquilo fiordo a la luz de una noche de verano. El comenzar un 7 de junio se tomó como señal de buena suerte, pero entre nuestras brillantes y seguras esperanzas se deslizó una sombra de melancolía. Las laderas de las colinas, los bosques, el fiordo… —todo era tan fascinante y tan querido— nos llamaban con su encanto, pero un motor Diesel no sabe de estos encantos. Su tuf tuf incansable y brutal rompía la tranquilidad. Un pequeño bote en el que viajaban nuestros familiares más cercanos poco a poco se fue quedando a nuestra popa. En el crepúsculo se podía vislumbrar un pañuelo blanco y seguidamente el adiós.
A la mañana siguiente amarramos en el puerto de Horten. Una inocente barcaza se colocó a nuestro lado, aunque en realidad no era tan inocente como aparentaba. Transportaba más de media tonelada de explosivos y munición para rifles, algo desagradable pero no menos indispensable que el resto de nuestro equipo. Además de subir a bordo municiones, tuvimos la ocasión de completar nuestras reservas de agua. Una vez realizadas estas tareas, no perdimos un instante en zarpar. Cuando pasamos junto a los barcos de guerra amarrados a puerto, la banda de marineros tocó el himno nacional. A las afueras de Vealös tuvimos la oportunidad de dar nuestro adiós a un hombre con el que la expedición tiene una gran deuda de gratitud, el capitán Christian Blom, superintendente del astillero, que supervisó las largas reparaciones del Fram con incansable interés y esmero. Nos adelantó con su velero; no recuerdo si le dimos una ovación. Si no fue así, cometimos un gran error.
Ahora estábamos de camino hacia el Sur, como indica el título de este capítulo, aunque no del todo en serio. Ante nosotros teníamos una tarea adicional: el crucero oceanográfico del Atlántico, y esto conllevaba un considerable desvío en nuestro camino. Los resultados científicos de esta travesía serán detallados por los especialistas a su debido tiempo; aquí hacemos sólo esta pequeña mención para no romper la continuidad de la historia. Después de consultar con el profesor Nansen, el plan era comenzar la investigación al llegar al sur de Irlanda, y desde ese punto dirigir nuestro trabajo hacia el este tanto como el tiempo y las circunstancias lo permitieran. El trabajo continuaría en el viaje de regreso en dirección al norte de Escocia. Por varios factores, este programa se redujo considerablemente más adelante.
Los primeros días tras abandonar Noruega nos favoreció el mejor tiempo del verano. El mar del Norte estaba en calma, como una balsa de aceite; el Fram se balanceaba menos que cuando estaba fondeado en Bundefjord. Era lo mejor que nos podía suceder y difícilmente hubiéramos supuesto esta situación cuando pasamos por Færder y llegamos al caprichoso Skagerak. Con tanta presión por la falta de tiempo, no nos había sido posible estibar y sujetar la última carga con la seguridad deseada; una fuerte brisa en la entrada del fiordo habría sido bastante inconveniente. Así, todo se pudo hacer concienzudamente, pero nos obligó a trabajar día y noche. Ya he contado que en anteriores ocasiones los mareos hicieron temibles estragos a bordo del Fram[11], pero esta vez pudimos escapar con facilidad de este problema. Casi todos los miembros de la expedición estábamos acostumbrados al mar y los pocos que, quizá, no estaban del todo preparados, tuvieron toda una semana de buen tiempo para ponerse a tono. Hasta donde se me alcanza, no hubo un solo caso de esta desagradable y pavorosa dolencia.
Después de pasar el bajío de Dogger tuvimos viento del nordeste, que fue muy bienvenido; con la ayuda de las velas pudimos acelerar la no menos imprudente velocidad con la que el motor era capaz de impulsarnos. Antes de zarpar había surgido una controversia sobre las propiedades del Fram en cuanto a sus cualidades para navegar. Unos decían que no podría deslizarse por el agua con facilidad, mientras que otros con igual vehemencia afirmaban todo lo contrario, diciendo que sería el más rápido. Como se puede suponer, la verdad siempre está en el justo medio de los dos extremos. El barco no era lo que podemos llamar un «barco de competición», pero tampoco lo que otros califican como un «tronco». Antes de tener viento del nordeste camino del canal de la Mancha navegamos a una velocidad cercana a siete nudos, lo cual se consideraba satisfactorio para las condiciones reinantes. La importante pregunta que nos hacíamos era si podíamos contar con vientos favorables hasta bien pasado el estrecho de Dover y sobre todo una vez pasado el canal de la Mancha. Nuestro motor era demasiado limitado si teníamos que navegar contra el viento, lo que nos obligaría a tener que optar por los métodos tradicionales de navegación. Virar hacia el canal de la Mancha, la zona más concurrida de todos los mares del mundo, no es en sí mismo un trabajo agradable; era lo peor que nos podría suceder, ya que perderíamos un tiempo precioso que podríamos emplear en investigaciones oceanográficas. Pero el viento del este fue benévolo y sopló de forma constante. En pocos días atravesamos el canal de la Mancha y, tan sólo una semana después de haber dejado Noruega, pudimos comenzar el primer estudio oceanográfico según estaba dispuesto en nuestros planes. Hasta este momento todo había ido sin problemas, pero la cosa cambió; comenzaron las dificultades, primero en forma de un tiempo desfavorable. Cuando el viento del noroeste comienza a soplar en el Atlántico Norte es sabido que seguidamente viene la lluvia, y ahora no iba a ocurrir lo contrario. Lejos de dirigirnos hacia el este, nos amenazaba con empujamos hacia la costa irlandesa. No es que esto fuera del todo malo, pero nos obligó a acortar la ruta original viajando demasiado hacia el sur. Otra causa que contribuyó a este hecho fue la avería del motor. Nuestros mecánicos no tenían claro si la avería era debida al motor o a algún problema con el combustible. Si queríamos repararlo debíamos hacerlo en puerto y sin demora, en caso de que necesitase grandes reparaciones. A pesar de estas dificultades, tomamos bastantes muestras de agua y de temperaturas a diferentes profundidades antes del regreso a casa, los que sucedió a principios de julio. Nuestro destino fue Bergen.
Mientras navegábamos desde los Pentland Firth sufrimos un fuerte temporal con viento del norte que nos permitió comprobar cómo se comportaba el Fram en esas condiciones. No fue un momento fácil. Fue un vendaval con mar cruzada que nos permitió navegar a toda vela; tuvimos la satisfacción de ver cómo nuestro velero alcanzaba más de nueve nudos. Era tanta la fuerza del viento que la sujeción del palo se aflojó, dejando entrar el agua en la cabina delantera. Tanto el camarote del teniente Nilsen como el mío se anegaron levemente. Los demás, situados a babor, donde más arreciaba el viento, se mantuvieron secos. El resultado final fue la pérdida de unas pocas cajas de cigarros que se mojaron; aunque, dicho sea con verdad, no se perdieron del todo, ya que Rönne se hizo cargo de ellas y al cabo de seis meses se regaló a sí mismo con cigarros cubiertos de moho y sal. Viajando a ocho o nueve nudos por hora, no tardamos mucho en recorrer la distancia entre Escocia y Noruega. El 9 de julio, la tarde del sábado, el viento cesó y al mismo tiempo el centinela avistó tierra. Era Siggen, en Bömmelö. En el transcurso de la noche llegamos a la costa y el domingo por la mañana del día 10 de julio llegamos a Saelbjomsfjord. No teníamos cartas de navegación de esta ensenada y, después de avisar con nuestra poderosa sirena, la cual despertó a todo el vecindario, el práctico del puerto subió a bordo. Se mostró visiblemente sorprendido cuando descubrió el nombre escrito en el costado del barco. Ante él tenía al Fram. «Señor, pensé que eran rusos», exclamó. Pienso que fue una simple excusa por su poca premura en subir al barco.
Fue un agradable viaje por los fiordos de Bergen, con un tiempo templado y agradable comparado con el frío y duro clima que habíamos sufrido fuera de estas aguas. Durante todo el día tuvimos calma chicha y, con los cuatro nudos por hora que nos podía proporcionar nuestro maltrecho motor, era entrada la noche cuando anclamos en el astillero de Solheimsvik. Mientras duró nuestra estancia en estos astilleros se celebró la feria de muestras y el comité organizador tuvo el detalle de regalarnos pases para todos los miembros del Fram.
Diversos negocios me obligaron a viajar a Christiania, dejando el Fram en manos del teniente Nilsen. Tenían algo más que manuales a bordo. La firma Diesel de Estocolmo envió a un mecánico experimentado, Aspelund, que enseguida comenzó a poner a punto el motor. Los trabajos de reparación los hicieron de forma gratuita los mecánicos de Laxevaag. Después de investigar a fondo, decidieron cambiar el tipo de aceite que utilizábamos como combustible por petróleo refinado. Por cortesía de la Compañía de Petróleos de Noruega del Este conseguimos este combustible en condiciones favorables, en los almacenes que tiene la compañía en la dársena de Skaalevik. La compra se realizó a cuenta, quedando pendiente de pago.
Las muestras de agua tomadas en nuestro viaje se llevaron a la estación biológica, donde Kutschin comenzó de inmediato los estudios necesarios para determinar la proporción de cloro.
Nuestro camarada alemán, el oceanógrafo Schroer, nos abandonó en Bergen. El 23 de julio el Fram zarpó de allí, arribando al día siguiente a Christiansand, donde me recogieron. También aquí tuvimos un día muy ajetreado. En uno de los almacenes de la aduana adquirimos bastantes cosas que necesitábamos a bordo: no menos de cuatrocientos fardos de pescado seco, equipos para esquís y trineos, una carga de madera, etc. En Frederiksholm, a las afueras de Flekkerö, habíamos encontrado acomodo para —quizá lo más importante de todo— «los pasajeros»: noventa y siete perros esquimales que, procedentes de Groenlandia, habían llegado a mediados de julio en el vapor Hans Egede. Los perros tuvieron una dura y larga travesía, y no llegaron en las mejores condiciones, pero bajo la supervisión de Hassel y Lindstrøm pocos días después recuperaron totalmente su vigor. Una buena alimentación con carne fresca puede hacer maravillas. La normalmente pacífica isla, con sus restos de antiguas fortificaciones, atronaba día tras día, y a veces de noche, con los mejores conciertos de aullidos. Estas demostraciones musicales atrajeron la curiosidad de numerosos visitantes, ansiosos por examinar a los miembros del coro más de cerca, y en ciertas ocasiones se les permitió entrar para ver a los animales. Esto afectó a la mayoría de los perros, haciéndoles más dóciles. Lejos de mostrarse fieros o huidizos, apreciaban mucho estas visitas, pues a veces recibían alguna chuchería extra, pedazos de bocadillo o cosas por el estilo. Al mismo tiempo les servía de entretenimiento en su vida de cautividad, tan antipática para un perro del Ártico, vida que, por otra parte, casi todos ellos pasan encadenados. Hay que reconocer que esto último es necesario, sobre todo para evitar peleas entre ellos, cosa que no es infrecuente cuando uno o varios se sueltan, pero los dos vigilantes siempre estaban preparados para capturar a los fugados. Uno de los perros, inteligente y pícaro, comenzó a olfatear un rastro —el motivo de esta «expedición» era una confiada oveja que estaba pastando cerca—, pero su rastreo fue interrumpido a tiempo.
Después de la llegada del Fram, Wisting se hizo cargo del cuidado de los perros en lugar de Hassel y Lindstrøm, que se quedaron en la isla. Wisting tenía su propio estilo para llevar a los perros y estos pronto le cogieron confianza; también demostró tener una considerable habilidad como veterinario —se necesita tener un amplio conocimiento en esta materia, ya que las heridas y todo tipo de enfermedades son frecuentes entre estos animales—. Como ya he mencionado, hasta este momento todos los miembros de la expedición, a excepción del teniente Nilsen, desconocían la envergadura del viaje. Por eso, entre lo que llevábamos a bordo y los preparativos que hicimos durante nuestra estancia en Christiania, había tal cantidad de material que provocó las sospechas de aquellos que tan sólo esperaban llegar a San Francisco rodeando el cabo de Hornos. ¿A qué objeto llevar tantos perros y tan lejos? Y si lo había, ¿serían capaces de sobrevivir a un viaje atravesando tan singular sitio? Además, ¿no había perros suficientes, tan buenos como estos, en Alaska? ¿Por qué llevábamos la sobrecubierta repleta de carbón? ¿Cuál era el destino de tantas planchas y vigas de madera? ¿No sería más conveniente recoger esos productos en Frisco? Estas y otras muchas cuestiones comenzaron a circular de boca en boca; verdaderamente, las caras de todos empezaron a semejar signos de interrogación. Nadie me preguntó, ni por asomo. Era el segundo de a bordo quien tenía que soportar el peso de las preguntas y responder lo mejor que podía —una ingrata tarea para un hombre que ya tenía sus manos más que ocupadas—.
Para aliviar esta situación, antes de partir de Christiansand decidí informar a los tenientes Prestrud y Gjertsen del verdadero motivo del viaje. Después de hacerles prometer que guardarían el secreto, recibieron completa información sobre la intención de alcanzar el polo Sur, así como la razón de tanto secretismo. Cuando les pregunté si estaban dispuestos a tomar parte en este nuevo plan, me contestaron sin titubeos de forma afirmativa, con lo que el ambiente se calmó.
Ahora había tres hombres a bordo, todos oficiales, que estaban al corriente de la situación y en posición de eludir cuestiones molestas y sosegar las inquietudes de quienes aún no sabían nada.
Dos hombres —Hassel y Lindstrøm— se nos unieron durante la estancia en Christiansand; además, hicimos otro cambio: el mecánico Eliassen fue dado de baja. No fue tarea fácil encontrar un hombre con la preparación suficiente para hacerse cargo de la mecánica del Fram. Pocos, por no decir nadie, podríamos encontrar en Noruega con conocimientos de motores del tamaño del nuestro. Lo único que podíamos hacer era buscarlo donde fabricaron el motor, en Suecia. La compañía Diesel de Estocolmo nos ayudó a superar este problema. Nos enviaron a la persona que, como más tarde se confirmó, era la adecuada. Su nombre era Knut Sundbeck. Podría escribir un capítulo entero sobre el trabajo que este hombre realizó, siempre de forma callada y sin ostentaciones. Desde que comenzó la fabricación del motor del Fram él estuvo presente, de modo que su conocimiento era completo. Lo cuidaba como si fuera el amor de su vida, así que ya no tuvimos que preocuparnos más de este tema. Es justo decir que hizo honor a su empresa y a su país.
Mientras tanto nosotros seguíamos con nuestro duro trabajo, poner todo a punto para navegar. Decidimos zarpar lo más pronto posible, antes de mediados de agosto a más tardar.
El Fram había estado en dique seco, con lo cual el casco estuvo totalmente al descubierto para poder hacer las reparaciones necesarias; esta posición y la pesada carga que soportaba sobre los bloques de madera del dique, terminaron por dañar la quilla. Una vez puesto en flotación y con la ayuda de un buzo, todo quedó reparado rápidamente.
Los cientos de fardos de pescado seco fueron apilados en la bodega principal, comprimiéndolos al máximo pues apenas quedaba espacio. Todo el equipo de trineos y esquís se almacenó en otro lugar más lejano para evitar en lo posible la humedad. Este material debe mantenerse seco ya que de otra manera puede llegar a deformarse y quedar totalmente inservible. Bjaaland, que sabía cómo se debían cuidar estos equipos, se hizo cargo de ellos.
Con todo dispuesto y embarcado, llegó el turno para los «pasajeros». El Fram levó anclas en Fredriksholm y de inmediato se hicieron los preparativos para recibir a nuestros amigos de cuatro patas. Bajo la experta dirección de Bjaaland y Stubberud, la tripulación se puso manos a la obra con hachas y sierras, y en pocas horas el Fram dispuso de otra cubierta. Consistía en un falso suelo formado de listones que se podían retirar con facilidad para poder baldear y hacer su limpieza. Esta falsa cubierta descansaba sobre tablones de unos ocho centímetros, clavados en la cubierta del barco, que dejaban un espacio suficiente para permitir que el agua, que inevitablemente llegaba a la cubierta en este tipo de viajes, pudiera escurrir fuera con facilidad y, al mismo tiempo, para que el aire circulara manteniendo el espacio bajo los animales lo más fresco posible. El sistema resultó ser muy funcional.
La parte de proa del Fram tenía una verja de hierro cubierta con una malla metálica; pusimos además un revestimiento de madera que recorría la parte interior de la verja con objeto de proporcionar sombra y refugio del viento, donde colocamos la máxima cantidad de cadenas, fuertemente sujetas, para mantener a los perros atados. No era cuestión dejarlos sueltos, y menos al principio. Teníamos la esperanza de poder hacerlo más adelante, cuando conociesen a sus adiestradores mejor y estuviesen familiarizados con su entorno.
Al caer la tarde del 9 de agosto nos dispusimos a recibir a nuestros compañeros de a bordo. Los trajeron desde la isla en una gran barcaza, en grupos de veinte. Wisting y Lindstrøm supervisaron el transporte, donde lo primordial era el orden. Habían sabido ganarse totalmente la confianza y el respeto de los animales, que era lo que en realidad se pretendía. En la pasarela del Fram los perros tomaron parte en una activa y decidida recepción y, antes de que se recobrasen de la sorpresa y el miedo, se encontraron sujetos a las cadenas preparadas en la cubierta, dándoles a entender, con todos los miramientos, que lo mejor que podían hacer era aceptar la situación con calma y tranquilidad. Todo este proceso se hizo tan rápido que en un par de horas subimos los noventa y siete perros a bordo y los instalamos. Aunque debo añadir que en aquel momento la cubierta del Fram estaba completamente repleta. Creímos que seríamos capaces de mantener el puente libre de carga, pero si queríamos subir todos los perros a bordo, eso no podía ser. El último viaje de la barcaza, con catorce perros, se tuvo que acomodar allí. Tan sólo quedó un pequeño espacio disponible para el timonel. Igual que para el oficial de vigilancia, al que le quedó poca libertad de movimiento; este, durante toda la guardia, se veía obligado a matar el rato quedándose inmóvil en un punto mientras los perros le miraban. Aunque en esos momentos no hubo tiempo para esa clase de problemas. En cuanto los perros estuvieron a bordo y los visitantes en tierra, el motor del cabrestante comenzó a funcionar en el castillo de proa. «Leven anclas». A toda marcha, el viaje hacia nuestro objetivo, más de 25.000 kilómetros, había comenzado. Silenciosamente y desapercibidos, al atardecer, salimos del fiordo; sólo unos pocos amigos nos acompañaron.
Una vez que el práctico nos dejó fuera de Flekkerö, la primera oscuridad de aquella tarde de agosto ocultó el perfil de la costa a nuestra vista, aunque Oxö y Ryvingen, con sus luces, nos dieron su despedida a través de la noche.
Habíamos tenido suerte con el tiempo y el viento cuando comenzamos nuestro crucero atlántico al inicio del verano; en esta ocasión, si es que es posible, aún resultamos más favorecidos. Todo estuvo en perfecta calma mientras navegamos, y el mar del Norte permaneció tranquilo durante unos días más. Estando como estábamos acostumbrados a todo lo que nos rodeaba —el mar, los perros, la enorme carga que transportábamos—, lo único que hicimos durante la primera semana fue disfrutar del buen tiempo.
Antes de zarpar no nos faltaron toda clase de profecías malignas que recaerían sobre nosotros y nuestros perros. Escuchamos cantidad de estas predicciones, y seguramente hubo muchas más en cuchicheos que no llegaron a nuestros oídos. Que si los pobres animales eran un pasaje terriblemente malo, que si el calor de los trópicos acabaría con la mayor parte de ellos, que si alguno sobreviviese quedaría en estado tan miserable que sería zarandeado o arrojado por la borda cuando soplasen los alisios sobre cubierta, que sería imposible mantener los perros vivos con sólo pescado fresco, etc.
Como todo el mundo sabe, estos pronósticos estuvieron muy lejos de convertirse en realidad. Ocurrió exactamente lo contrario. Desde entonces, creo que a la mayoría de los que hicimos el viaje nos han hecho las mismas preguntas. ¿El viaje al Sur no fue una empresa demasiado tediosa y aburrida? ¿Os contagiaron los perros algún tipo de enfermedad? ¿Cómo diablos hicisteis para mantenerlos vivos?
No es necesario decir que cinco meses de viaje por las aguas que teníamos que navegar significaban aburrimiento y monotonía en grandes dosis, aunque todo depende de los recursos para mantenerse ocupados. A este respecto nosotros tuvimos en los perros justo lo que se pretendía. No cabe duda de que su adiestramiento supuso un ejercicio de paciencia, sin embargo, como cualquier otro trabajo, se podía acompañar de diversión y entretenimiento y más cuando teníamos que tratar con seres vivos que tenían sentido suficiente para apreciar los progresos que hacían y corresponder a su manera.
Desde el primer momento insistí de todas las formas posibles en la capital importancia para nuestra empresa de que nuestros animales de tiro llegaran en perfecto estado a nuestro destino. La única consigna que teníamos era: «Los perros, lo primero; y después, los perros». El resultado final dice bien cómo se cumplió esta consigna. El siguiente preparativo fue separar a los animales y dividirlos en grupos de diez; a cada grupo se le asignó uno o dos cuidadores, que se responsabilizaron de sus animales y su cuidado. Yo mismo me hice cargo de catorce de ellos, los que habíamos colocado en el puente. La alimentación de los animales era la operación que requería la presencia de toda la tripulación en cubierta, y por tanto se realizaba en el cambio de guardia. El placer más grande en la vida de los perros del Ártico es atiborrarse de comida; esto se corrobora viendo cómo se aplaca su nerviosismo ante su plato de comida. Actuamos utilizando esta regla y el resultado no nos decepcionó. En unos pocos días, cada grupo de perros era el mejor de los amigos del cuidador asignado.
Como se puede suponer, no fue muy del agrado de los perros estar siempre encadenados, su temperamento es demasiado activo para eso. Nos hubiese encantado poder soltarlos para que corrieran libremente, lo cual habría sido beneficioso para su estado físico, pero por el momento no nos atrevimos a correr el riesgo de dejarlos a todos sueltos. Pensamos que era necesario un poco más de adiestramiento antes de dar este paso. Como hemos visto, ganar su confianza fue relativamente fácil, más complicado fue completar su adiestramiento. Era muy enternecedor verles alegres y agradecidos al dedicarles un poco de tiempo para entretenerlos. El primer encuentro que teníamos a primera hora de la mañana era el más especial. Con una coral de aullidos demostraban el sentimiento que les suscitaba la simple vista de sus cuidadores, aunque desde luego ellos querían algo más que la simple presencia de sus guías. No estaban satisfechos hasta que no nos metíamos entre ellos acariciándoles y dándoles palmaditas a todos y cada uno. Si por casualidad alguno quedaba sin sus palmaditas, de inmediato mostraba signos de decepción.
Difícilmente se puede encontrar un animal que sea capaz de mostrar sus sentimientos de la manera en que lo hace un perro. Alegría, tristeza, gratitud, reproche, son reflejos de un modo de comportarse que, de manera especial, se palpa en su mirada. El ser humano tiene el monopolio de apreciar lo que llamamos alma y se dice que los ojos son el reflejo de esa alma; eso es bastante cierto. Ahora bien, si miramos a los ojos de un perro y los estudiamos atentamente, cuántas veces podemos ver algo «humano» en ellos, los mismos sentimientos y actitudes. Muchas veces podríamos decir que casi nos muestran su «alma». Pero dejemos estas cuestiones para aquellos que quieran estudiarlas de manera más particular y pasemos a mencionar otro aspecto que en muchas ocasiones nos muestra que los perros son algo más que carne y hueso: su marcada individualidad. Llevábamos cerca de cien perros a bordo del Fram. Poco a poco, según íbamos conociendo a cada uno con el trato diario, fuimos descubriendo que cada uno tenía sus rasgos característicos. Era complicado encontrar dos iguales, ni en apariencia ni en conducta. Aquí, un buen observador tenía la ocasión excepcional de entretenerse. Si en algún momento alguien de nosotros se encontraba harto de su propia compañía, lo cual, debo admitir, raramente ocurría, era fácil, por regla general, encontrar distracción entre los animales, digo por regla general porque había excepciones. No fue del todo agradable tener toda la cubierta llena de perros durante tantos meses; nuestra paciencia se puso a prueba en muchas ocasiones. Pero a pesar de todos los inconvenientes y problemas que supuso el transporte de los perros, puedo afirmar que todos aquellos meses de viaje hubieran sido mucho más monótonos y pesados sin nuestros «pasajeros».
Durante los primeros cuatro o cinco días estuvimos siguiendo nuestra ruta hacia el estrecho de Dover, y nuestras esperanzas renacieron porque en esta ocasión podríamos atravesarlo sin grandes dificultades. Habían sido cinco días de absoluta calma. Podría haber sido una semana, pero no fue así. Al pasar al oeste del faro flotante de Goodwins el buen tiempo nos abandonó y en su lugar tuvimos viento del sudoeste con lluvia, niebla y pésimas condiciones atmosféricas. En el transcurso de hora y media la niebla se hizo tan densa que era imposible ver más de dos o tres veces la distancia de nuestro barco; pero si no podíamos ver nada lo que sí podíamos hacer era oír mucho, demasiado diría. El incesante silbido de los barcos de vapor y sus sirenas nos indicaba la multitud de navíos que surcaba la zona. No fue una situación exactamente agradable. Nuestra embarcación tenía muchas virtudes, pero no evitaban que fuese lenta y torpe a la hora de virar. Y esto era un elemento muy peligroso en estas aguas. Y, debe ser recordado, cualquier posible accidente, bien por nuestra culpa o por la de otros barcos, sería absolutamente desastroso para todos. Teníamos tan poco tiempo de margen que otro retraso podría arruinar toda la expedición. Un carguero ordinario puede asumir riesgos, ya que sus pilotos son cuidadosos y con sus maniobras mantienen el barco fuera del peligro. Por norma las colisiones suceden como resultado de la precipitación o de la falta de precaución por un lado o por otro. Por las embestidas uno tiene que pagar, y la prudencia quizá te haga ganar dinero. Nuestro cuidado consistía en vigilar el rumbo, pero tendríamos poco consuelo si otro navío hubiera colisionado con nosotros por su imprudencia. No podíamos asumir ese riesgo, así que decidimos adentrarnos en los Downs y fondear allí.
Justo frente a nosotros teníamos la ciudad de Deal, en esos momentos en el apogeo de la temporada de verano; la única distracción que tuvimos fue contemplar a toda esa gente indiferente que pasaba el rato bañándose y dando paseos por la blanca y tentadora arena. Ellos no tenían que preocuparse de dónde soplaba el viento. Nuestra única preocupación era que este rolase en dirección contraria o, en su caso, cesase del todo. Nuestra comunicación se limitó a bajar a tierra para enviar cartas y telegramas a casa.
A la mañana siguiente nuestra paciencia casi se había agotado, el viento del sudeste seguía soplando como hasta ahora, pero el tiempo se había aclarado, por lo que decidimos intentar tomar rumbo al oeste. No hubo nada que hacer salvo echar mano a los tradicionales métodos de navegación. Bordeamos cabos uno tras otro y esto fue lo único que pudimos hacer por el momento. Intentamos cambiar rumbo uno tras otro, pero no hicimos ningún tipo de progreso. En los alrededores de Dungeness fondeamos de nuevo y una vez más nos consolamos con el bálsamo reparador de la paciencia. Allí pasamos la noche. El viento cambió de dirección y pensamos que seríamos capaces de zarpar al romper el día, pero el viento aún siguió soplando en dirección contraria y nos obligó a navegar casi hasta el final del canal de la Mancha. Tardamos una semana completa en hacer poco más de quinientos kilómetros[12]. Fue muy duro, y más teniendo en cuenta la distancia que nos quedaba por recorrer.
Para mí y para la mayoría de los hombres fue un signo de alivio cuando al fin conseguimos acercarnos a las islas Scilly. El eterno viento del sudoeste seguía soplando, pero en ese momento no nos importó demasiado. Lo principal era que estábamos en mar abierto, con todo el Atlántico delante de nosotros. Quizá uno tenga que navegar en el Fram para ser capaz de entender plenamente qué bendición sentimos todos al alejarnos de las costas y de un mar saturado de barcos; eso sí, dejando a un lado el constante trabajo en una cubierta repleta de perros.
En nuestro primer viaje por el canal de la Mancha, en junio, dos o tres palomas mensajeras se posaron en las jarcias para descansar. Cuando llegó la noche pudimos atraparlas con facilidad. Anotamos su número y marcas y un par de días más tarde, una vez que se hubieron repuesto, las soltamos. Después de revolotear una o dos veces alrededor del palo mayor se dirigieron a la costa de Inglaterra. Este episodio nos indujo a llevar unas cuantas palomas mensajeras cuando zarpamos de Christiansand. El teniente Nilsen, su propietario, se encargó de ellas. Se les construyó un nuevo domicilio, a media distancia entre proa y popa, en el que pasaban los días tranquilamente. No se sabe cómo, pero el segundo de a bordo pensó que el palomar tenía mala ventilación y para remediarlo dejó la puerta entreabierta. El aire ciertamente entró dentro, pero las palomas salieron fuera. Un bromista, al descubrir que las aves habían volado, escribió «Para soltar» en la pared del palomar. Ese día, el segundo de a bordo no estuvo de buen humor. Por lo que recuerdo, esta fuga sucedió mientras estábamos en el canal. Las palomas seguro que encontraron su camino a Noruega con facilidad.
El golfo de Vizcaya tiene mala fama entre los hombres de mar, y la tiene bien merecida. Ese tempestuoso rincón del mar oculta en sus profundidades muchos navíos con sus tripulaciones. Por nuestra parte, teníamos buenas esperanzas de escapar ilesos considerando la época del año, y nuestras esperanzas se cumplieron. Tuvimos mejor suerte que nuestros osados antecesores. Nuestro terco oponente, el viento del sudoeste, se cansó de ser contrario a nuestro afán por progresar, pero no sirvió de nada. Nuestra marcha fue lenta, aunque poco a poco fuimos avanzando. Repasando lo aprendido sobre meteorología en mi juventud, recuerdo de manera especial los frecuentes vientos del norte que te empujan lejos de la costa al paso por Portugal. Fue una agradable sorpresa cuando los alcanzamos al abandonar el golfo. Era un cambio bien recibido después de haber estado retenidos en el canal de la Mancha, a pesar de llevar todo el velamen desplegado. Este viento del norte soplaba tan fuerte como antes lo había hecho el del sudoeste, y en lo que nos pareció una respetable velocidad, navegamos hacia el sur día tras día hacia la zona de buen tiempo, donde los suaves alisios hacen que la vida del marinero, por lo general, sea más placentera.
En esta materia, en lo que se refiere a la marinería, nuestro trabajo había sido muy liviano, incluso en estas primeras semanas que aparentemente parecieron ser más complicadas, ya que siempre había manos expertas preparadas para lo que se requería, aunque el trabajo a realizar no fuese del todo agradable. Como por ejemplo, limpiar la cubierta. Cada uno de los hombres tuvo la oportunidad de poder exponer su parecer acerca de cuál era la mejor forma de transportar animales vivos en cubierta y de cómo se debería realizar ese trabajo. Por mi parte, siempre he mantenido la opinión de que un barco polar en ninguna caso debe parecerse a un sucio y mugriento ballenero, aunque la cubierta esté repleta de perros. Por el contrario, creo que en un viaje de esta clase es primordial mantener todo lo que nos rodea lo más limpio y aseado posible. Es importante deshacerse de todo aquello que pueda desmoralizar o causar efectos depresivos. Los efectos de estar rodeados de suciedad son tan conocidos que creo que no es necesario redundar en el tema.
Mis opiniones eran compartidas por todos a bordo del Fram y todo se hizo efectivo de acuerdo con ellas, aunque conllevasen dificultades añadidas. Dos veces al día se barría la totalidad de la cubierta, independientemente de los turnos extra para pasar el cubo y la fregona. Al menos una vez por semana se levantaba la falsa cubierta donde estaban los perros para limpiar todo a fondo, de tal forma que quedase igual que cuando zarpamos de Christiansand. Esta labor requería de gran paciencia y perseverancia por parte de los encargados de llevarla a cabo, mas yo nunca le encontré defectos. «En un abrir y cerrar de ojos lo dejamos limpio» era la frase que siempre decían.
Por la noche, cuando era difícil ver lo que uno estaba haciendo, a veces se oían exclamaciones más o menos acaloradas. Provenían de aquellos que en su cometido manipulaban rollos de soga. No es necesario dar muchos detalles para explicar la causa, baste recordar que los perros se echan a dormir en cualquier lugar después de haber comido y bebido y un montón de sogas puede ser un buen sitio para hacerlo. Aunque estas maldiciones después daban lugar a bromas. No hay nada en el mundo que no se supere con la costumbre diaria.
Hay una práctica universal a bordo de los barcos que es dividir el día y la noche en guardias de cuatro horas. Las dos guardias en las que se divide el personal se turnan cada cuatro horas. Pero en los navíos que navegan por el océano Ártico la norma no es de cuatro, sino de seis horas. Escogimos turnos de seis horas, después de someterlo a votación y aprobarlo una aplastante mayoría. Con este acuerdo sólo teníamos que hacer vigilancia dos veces durante las veinticuatro horas del día, por lo que cuando a uno le tocaba turno de guardia había dormido el tiempo suficiente. Si uno tiene que comer, fumar o simplemente charlar con los compañeros, con el turno de cuatro horas poco tiempo le queda para dormir antes de su guardia, y si tiene que echar una mano en cubierta, significa no dormir en absoluto.
Para arreglárselas con la sala de máquinas contábamos con dos mecánicos, Sundbeck y Nödtvedt; estos tenían guardias de cuatro horas. Cuando el motor tenía que funcionar de forma continua era un trabajo bastante duro y en estas ocasiones era bueno tener un hombre de reserva. Por tanto decidí llevar un tercer hombre como mecánico por si fuera necesario. Kristensen se presentó para este puesto, y puedo encarecerle que cumpliera con su trabajo de forma admirable. Siendo como era un hombre para trabajos de cubierta, teníamos miedo de que se arrepintiera de su decisión, pero no fue así, rápidamente se entregó a su nuevo trabajo en cuerpo y alma. Aunque muchas veces le podíamos ver en cubierta, sobre todo cuando atravesamos el cinturón de los vientos del oeste, cuando se necesita un hombre duro en la tormenta.
El motor, que durante la travesía del Atlántico había sido una fuente constante de dificultades e inquietudes, se ganó toda nuestra confianza bajo la supervisión de Sundbeck; era un placer oír su traqueteo. A juzgar por el sonido que venía de la sala de máquinas, uno podía pensar que el Fram se desplazaba por el agua con la velocidad de un torpedero. Y si esto no era así, no era problema del motor, sino probablemente de la hélice, ya que debería haber sido más grande, aunque los entendidos no estaban de acuerdo; en cualquier caso, algo debía de tener mal construido. Para una corta ruta marítima es acertado que sea de latón ligero, pero es una desventaja para los navíos que frecuentemente tienen que luchar con los hielos, pues se arriesgan a quedar atrapados. El único remedio es sacar a flote la hélice y cambiar las piezas de latón. Un trabajo de extrema dureza cuando se tiene que realizar en mar abierto y en un barco tan animado como el Fram.
Día a día tuvimos la satisfacción de ver cómo los perros se acomodaban a la cubierta como si fuera su propio hogar. Quizá, entre nosotros mismos, hubo quien dudó de cuál sería el final de los perros, pero esas dudas se disiparon pronto. Ya en los comienzos del viaje teníamos razones para no dudar de que desembarcaríamos a los perros sanos y salvos. Lo primero que teníamos que hacer era procurarles tanta y tan buena comida como necesitaran. Como ya he dicho, disponíamos de suficiente pescado seco para su consumo. Aunque los perros esquimales no son remilgados, la misma alimentación de pescado seco en un viaje tan largo puede resultar monótona, incluso para su apetito; y también es necesario añadir a su dieta cierta cantidad de alimentos grasos, ya que su carencia puede acarrear problemas. Llevamos a bordo varios grandes barriles de sebo y grasa, pero la cantidad acumulada no fue del todo suficiente, por lo que tuvimos que economizar. Para conseguir que durase lo máximo posible y al mismo tiempo inducir a los perros a comer la máxima cantidad de pescado seco, inventamos una mezcla que en términos marineros llamamos «dænge». No se debe confundir con «zurra»[13], que también se servía de vez en cuando, aunque era más demandado el dænge. Era una mezcla de trozos de pescado, sebo y harina de maíz, todo cocido en una especie de papilla. El plato se servía tres veces por semana y los perros se volvían locos por él. Contábamos los días para poder contemplar el espectáculo; en cuanto escuchaban el sonido de los platos en los que se les servía su ración, se levantaba tal alboroto que uno no podía ni oír su propia voz. Tanto preparar como servir esta comida era muy molesto a veces, pero merecía la pena. Es muy cierto que todos nuestros perros hubiesen mostrado peor aspecto al desembarcar en la bahía de las Ballenas si nos hubiéramos ahorrado la molestia.
El pescado seco no era tan popular como el dænge, pero tal como lo preparábamos comían bastante. No es que los perros piensen que pueden tener suficiente, pero en verdad siempre estaban preparados para robar algo de comida a su vecino, aunque la mayoría de las veces más por deporte que por otra cosa. En cualquier caso, este deporte era muy popular y al granuja que robaba le esperaba una buena paliza para que entendiese que eso estaba mal. Aunque me temo que siempre se quedaban con lo robado, incluso después de saber muy bien que aquello estaba mal; esta costumbre era demasiado antigua como para corregirla. Otro hábito, y bastante malo, que los perros esquimales han adquirido en el transcurso de los tiempos, y que yo traté de erradicar, era su tendencia a dar conciertos de aullidos con cualquier motivo durante todo nuestro viaje. Cualquiera que fuera su significado real, nunca lo supimos. Pudiera ser simplemente pasar el tiempo, expresar su gratitud o quizá su rebeldía. Comenzaban súbitamente y sin avisar. Aunque todo el grupo se silenciaba cuando el jefe de la manada lanzaba un largo y profundo aullido. En caso contrario todos los animales se unían en un infernal coro durante dos o tres minutos. Lo único divertido de estos momentos era el de su final. Todos terminaban al unísono de manera súbita, como si estuvieran dirigidos por la batuta de un director de orquesta. Pero los que estábamos en la litera intentando dormir no encontrábamos nada divertido esos momentos, o si era al final, eran capaces de despertar del más profundo de los sueños a cualquiera de nosotros. Si queríamos cortar estos episodios de raíz, lo único que teníamos que hacer era controlar al líder, y he de reconocer que lo conseguimos. Con lo que quedaron disipados los miedos de aquellos que querían descansar durante la noche.
Cuando dejamos Noruega llevábamos con nosotros noventa y siete perros en total, de los cuales no menos de diez eran hembras. Este hecho justificaba nuestras expectativas de aumentar la población canina durante el viaje hacia el Sur, y estas pronto se cumplieron. El primer «feliz acontecimiento» ocurrió cuando sólo llevábamos tres semanas en el mar. Aparentemente, esto puede no tener mayor importancia en sí mismo, pero para nosotros, que vivíamos la monotonía de una jornada tras otra, este suceso era de gran interés. Por consiguiente, cuando se extendió la noticia de que Camila había tenido cuatro rechonchos jovencitos, hubo un regocijo generalizado. Dos de los cachorros eran machos y se les permitió vivir; las hembras fueron eliminadas antes de que pudieran abrir los ojos a las alegrías o a las penas. Podría pensarse que no sería difícil cuidar unos cachorros teniendo en cuenta que ya teníamos a bordo cerca de cien perros. Y así fue, cumpliendo con nuestros mejores deseos. En un principio se encariñó de ellos el segundo de a bordo, con lo que se les dejó a su cuidado. Gradualmente el número fue aumentando, de tal forma que teníamos dificultades para encontrarles alojamiento en la ya atestada cubierta. «Los meteré en mi litera», decía el segundo de a bordo. No hubo que llegar a tanto, pero si hubiera sido necesario lo habría hecho. El ejemplo fue contagioso. Más tarde, cuando los pequeños colegas fueron destetados y comenzaron a tomar otra clase de alimentos, se podía ver a un hombre tras otro, después de cada comida y de una manera regular, subir a cubierta rebañando un poco de comida de sus platos; las pequeñas bocas hambrientas se encargaban de terminar con las sobras.
En cosas como las que estoy diciendo es donde los hombres demostraron su paciencia y el cumplimiento puntual de sus obligaciones; se llama amor e interés por el trabajo. Por lo que vi y oí cada día, estos detalles fueron ciertamente verdaderos regalos; aunque en la medida en que los hombres se preocuparon, nuestro objeto aún era la prolongación de la deriva comenzada hace años en el hielo ártico. Una de las partes más extensas del plan —la lejana e inminente batalla con los témpanos del Sur— aún era algo que la mayoría de los hombres no podía ni imaginar. Consideré necesario seguir manteniéndolo en secreto un poco más de tiempo, al menos hasta nuestra salida de puerto en la escala que íbamos a hacer seguidamente: Funchal, Madeira. Es posible que a muchas personas les pueda parecer que estaba tomando demasiados riesgos dejando para el último momento el deber de informar a mis compañeros del importante giro que la expedición iba a dar. ¡Supongo que tendrían alguna, o quizá todas las razones para oponerse! Hay que admitir que era un gran riesgo, pero creo que era un riesgo más, dentro de todos los que ya estaba tomando.
De todas formas, durante estas primeras semanas de nuestro largo viaje, pronto llegué a la convicción de que nadie a bordo del Fram intentaría poner dificultades en el camino. Al contrario, cada vez tenía más y más esperanzas de que todos se alegrarían al recibir la noticia de los grandes cambios, ya que para ellos se abriría un nuevo futuro. Por ahora todo había ido con sorprendente facilidad; y creía que el futuro aún sería mejor.
Esperaba con vivo deseo nuestra llegada a Madeira: ¡Sería magnífico poder revelar de una vez mis intenciones! No hay duda de que los que ya sabían todos los detalles del plan, al igual que yo, estaban ansiosos. Los secretos no son ni divertidos ni fáciles de guardar, y mucho menos a bordo de un barco donde la convivencia es tan estrecha. Y las simples conversaciones diarias podrían desalentar a los que aún no están acostumbrados a oír hablar de las pesadas y desagradables dificultades que podían amargar nuestras vidas e impedir nuestro progreso al doblar el cabo de Hornos. Era probable que fuéramos capaces de atravesar los trópicos con los perros sanos y salvos, pero teníamos la duda de poder hacerlo dos veces; y dudas como estas había hasta el infinito. Es más fácil imaginar todas estas dificultades que describirlas, y empleando la astucia uno tiene que elegir las palabras para evitar decir demasiado. Hacer esto entre hombres sin experiencia no entraña demasiada dificultad, pero es bueno recordar que en el Fram el destino de casi la totalidad de los hombres en sus viajes habían sido los polos: cualquier pequeña frase o indirecta hubiera sido suficiente para desvelar todo el plan. Pero ni los hombres experimentados ni los demás descubrieron de forma prematura lo que sólo puede saberse con una explicación obvia.
Nuestro barco dependía en gran medida de los vientos, lo que no permitía hacer un cálculo preciso del tiempo que nos llevaría el viaje, especialmente en estas latitudes, donde los vientos son tan cambiantes. La estimación que teníamos estaba basada en una media de cuatro nudos y, como puede comprenderse, con esta modesta velocidad deberíamos llegar a la barrera de hielo a mediados de enero de 1911. Como se verá más adelante, esto se logró con extraordinaria exactitud. Para llegar a Madeira nos habíamos dado el razonable plazo de un mes. Pero hicimos mucho más que esto, fuimos capaces de zarpar de Funchal un mes después del día de la partida de Christiansand. Cuando las cosas salían de esta forma, nos olvidábamos de las estimaciones.
El retraso que nos había retenido en el canal de la Mancha fue corregido, afortunadamente, durante la travesía de la costa española hacia el sur. El viento del norte se mantuvo hasta que tomamos el rumbo nordeste. En ese momento desaparecieron los problemas. El 5 de septiembre, nuestras observaciones a mediodía nos indicaron que podríamos ver luces al atardecer, y a la diez de la noche desde las jarcias se avistó tierra: eran las luces de la pequeña isla de Fora, cerca de Madeira.