Capítulo V.
En la barrera
Así pues, el día 14 de enero llegamos a este vasto y misterioso fenómeno natural, la Barrera de hielo del mar de Ross, un día antes de lo calculado. Uno de los problemas más difíciles con el que se tenía que enfrentar la expedición, transportar nuestros animales de tiro en buenas condiciones hasta el campo de operaciones, estaba resuelto. Habíamos embarcado noventa y siete perros al zarpar de Christiansand; ahora el número había crecido hasta ciento dieciséis y prácticamente todos estaban preparados para la marcha final hacia el polo Sur.
El siguiente gran problema al que nos enfrentamos fue encontrar en la barrera un sitio apropiado donde instalar nuestra base. Había pensado transportar todo al interior, equipos y provisiones, lo suficiente como para asegurarnos de no acabar a la deriva en el Pacífico en caso de que se partiese la barrera. Por tanto, establecí que una distancia conveniente estaría a dieciséis kilómetros del borde. Pero nuestra primera impresión de las condiciones parecía indicarnos que gran parte de ese largo y problemático transporte estaba de más. A lo largo del borde exterior, la barrera presentaba una superficie lisa y plana, pero aquí, dentro de la bahía, las condiciones eran totalmente distintas. Incluso desde la cubierta del Fram podíamos observar grandes alteraciones de la superficie en todas direcciones; enormes grietas y hondonadas se extendían por todos lados. La mayor elevación se situaba en dirección sur en forma de cresta arqueada, y le calculamos una altura de unos 150 metros sobre el horizonte. Pero debíamos suponer que esta cima seguiría elevándose más allá de nuestro campo de visión.
Nuestra hipótesis inicial de que había tierra firme bajo el hielo, y de ahí la formación de la bahía, se vería pronto confirmada. No nos llevó demasiado amarrar nuestro barco a los pies del hielo, que aquí alcanzaba unos dos kilómetros más allá del borde de la barrera. Todo se había preparado con mucha antelación. Bjaaland había dispuesto nuestros esquís para que cada hombre tuviese los suyos. Las botas de esquí nos las habíamos probado hacía tiempo, unas veces con un par de medias y otras con dos. Con dos, por supuesto, las botas nos quedaban estrechas. Creo que es totalmente imposible conseguir que un fabricante de botas las haga de horma ancha. De todas formas, con dos pares de medias siempre podíamos andar por las cercanías del barco. Para viajes largos usamos las botas de lona que ya mencionamos.
Del resto del equipo olvidé citar las cuerdas Alpine, las cuales se habían preparado mucho tiempo atrás. Medían unos treinta metros y fueron fabricadas con excelente material, suave como la seda, especialmente indicado para su empleo a bajas temperaturas.
Después de una cena rápida, cuatro de nosotros nos dispusimos a salir. La primera excursión fue un solemne acontecimiento, pues muchas cosas dependían de su resultado. El tiempo era estupendo, tranquilo y con un sol brillante, con unas ligeras nubes sobre el hermoso azul pálido del cielo. Había una cierta calidez en el aire que podíamos sentir incluso en este inmenso campo de hielo. Las focas permanecían tumbadas hasta donde nuestra vista podía alcanzar —grandes montañas de carne fresca, comida suficiente para nosotros y para nuestros perros durante años—.
La marcha fue ideal, nuestros esquís se deslizaban de manera fácil y confortable por la nieve suelta recién caída. Pero ninguno de nosotros estaba entrenado después de cinco meses de viaje por mar, así que nuestra velocidad era más bien lenta. Después de hora y media de marcha habíamos alcanzado el primer punto importante, el lugar donde se encuentran el mar de hielo y la gran barrera. Este lugar siempre nos había preocupado. ¿Cómo sería? ¿Un alto y perpendicular precipicio de hielo por el que tendríamos que izar nuestras cosas con la ayuda de algún aparejo? ¿O una peligrosa grieta que no seríamos capaces de cruzar sin tener que dar un largo rodeo? Naturalmente, esperábamos encontrar algo de esa clase. Por supuesto, este enorme y terrible monstruo ofrecería resistencia de una manera u otra.
¡La misteriosa barrera! Todas las narraciones, desde los días de Ross hasta hoy, se habían referido a esta extraordinaria formación natural con temido respeto. Y entre líneas siempre se podía leer la misma frase: «Silencio, permaneced callados, ahí está la misteriosa barrera».
¡Uno, dos, tres! ¡Un pequeño salto y la barrera fue coronada!
Nos miramos unos a otros y sonreímos; probablemente, todos teníamos el mismo pensamiento. El monstruo había comenzado por perder algo de su misterio, y el miedo perdía algo de su fuerza. Lo desconocido estaba empezando a ser desvelado.
Habíamos abierto la puerta de nuestro reino sin mayor esfuerzo. En ese punto la barrera tenía una altura de unos seis metros, y su unión con el mar de hielo estaba cubierta de nieve, de modo que la subida tomaba la forma de una ligera y suave pendiente. Desde luego, esto no supondría ningún esfuerzo extra.
Hasta ahora habíamos avanzado sin tener que utilizar cuerdas. Ya sabíamos que el mar abierto no nos ofrecería dificultades ocultas, pero cuales serían las condiciones más allá de la barrera era otra cuestión. Pensamos que sería mejor usar la cuerda antes de que alguno pudiera caer dentro de una grieta, por lo que decidimos encordarnos.
Marchamos en dirección este, siempre subiendo a través de un pequeño valle formado por el monte Nelson a un lado y el monte Rönniken al otro. Con todo, el lector no debe imaginar, después de escuchar estos imponentes nombres, que camináramos entre inmensas montañas. Tanto una como otra no son más que dos viejas crestas de origen volcánico formadas en el inicio de los tiempos, cuando las inmensas masas de hielo fueron empujadas con terrible fuerza sin encontrar ningún tipo de resistencia, hasta que en este punto una presión superior las detuvo y las astilló, poniendo límite a su avance. Debió ser una descomunal colisión. Pero ahora todo se había terminado: paz, un ambiente de infinita paz lo envolvía todo. Nelson y Rönniken sólo eran dos abuelos ya retirados. Considerándolos como simples crestas eran enormes, su punto más alto estaba por encima de los treinta metros. En el valle, la superficie alrededor del Nelson estaba totalmente cubierta, mientras que la parte inferior del Rönniken mostraba profundas cicatrices en forma de fisuras o agujeros. Nos acercamos con precaución. No era fácil ver su profundidad y si tenía algún tipo de conexión oculta con Nelson al otro lado del valle. Mas no fue éste el caso. Examinándolas más de cerca, comprobamos que estas grietas tenían un fondo firme y sólido. Entre los dos montes la superficie era perfectamente plana, lo que ofrecía un lugar idóneo para instalar allí a nuestros perros.
El capitán Nilsen y yo establecimos el orden de los trabajos que deberíamos realizar, y decidimos que los perros debían ser trasladados a la barrera lo antes posible, quedándose al cuidado de ellos dos hombres. Elegimos este lugar para tal propósito. Las viejas crestas nos contaban la historia geográfica de la zona de forma evidente, por lo que no debíamos temer ninguna alteración del terreno. Además, teníamos la ventaja de que podíamos divisar el barco desde aquí, con lo que siempre estaríamos en comunicación directa con los hombres de a bordo.
Desde aquí el valle giraba lentamente hacia el sur. Una vez que señalamos el lugar donde estableceríamos nuestras primeras tiendas, continuamos con nuestras investigaciones. El valle seguía ascendiendo hasta alcanzar su punto más alto a unos metros de distancia. Desde allí teníamos una excelente visión de todo el valle y de otros cercanos. La barrera se extendía más al norte, horizontal y en línea recta, aparentemente sin solución de continuidad, y al este terminaba en una pronunciada pendiente hacia el cabo de la Cabeza de Hombre, que acota el límite este de la parte interior de la bahía de la Ballenas, ofreciendo un acogedor rincón para fondear nuestro barco. Allí se extendía el interior de la bahía, rodeada por los hielos, y nada más que por los hielos de la barrera, hasta donde la vista alcanzaba, mostrando a nuestros ojos un escenario blanco y azulado. Más tarde, este lugar nos sorprendería con unos juegos de colores espectaculares; era un lugar muy prometedor.
La cima donde estábamos no era muy ancha, y en muchos sitios había sido barrida por el viento, por lo que mostraba un hielo azulado. Pasamos por allí como si estuviésemos cruzando el paso de la Termopilas; después la cima seguía en dirección sur y tras un ligero descenso se unía con una gran planicie rodeada por elevaciones en todas direcciones; una cuenca, de hecho. Pensamos que, para terminar esta primera expedición, sería bueno descender para ver con nuestros propios ojos el lugar. Las grietas eran pequeñas y estaban casi totalmente rellenas con nieve, por lo que no nos pareció peligroso. Nos dio la impresión de que este lugar sería seguro y acogedor para usarlo como refugio. Esta extensión de hielo, a excepción de unos pocos montículos bastante pequeños en forma de montones de heno, era totalmente llana y sin grietas.
Lo cruzamos y continuamos hacia arriba, hasta una cresta que se alzaba majestuosamente en dirección sur. Desde la cima todo era llano hasta donde alcanzaba la vista; poco más se puede decir. Continuamos un poco más a lo largo de esa cresta en dirección este, pero no encontramos ningún lugar especialmente apropiado para nuestro fin. Seguimos pensando que la pequeña depresión que habíamos visto anteriormente era el mejor lugar para nuestro refugio.
Desde la altura en la que nos encontrábamos, mirando en dirección sudeste, podíamos ver parte de la bahía de las Ballenas. En contraste con los hielos que formaban la base de la barrera, la parte interior de la bahía estaba formada por hielos que habían sido levantados por la presión. Pero ahora teníamos que dejar este tipo de estudio para momentos ulteriores. A todos nos gustó el lugar elegido y estuvimos de acuerdo en escogerlo como nuestro futuro lugar de residencia. Volviendo sobre nuestros pasos, no nos llevó mucho tiempo deshacer el camino andado.
Después de un detallado examen de la superficie y de discutir las diferentes posibilidades, llegamos a la conclusión de que colocaríamos nuestra tienda en una pequeña elevación situada al este. Parecía ser el lugar más acogedor de todos los que nos rodeaban, y no nos equivocamos. Rápidamente decidimos elegirlo por ser, a nuestro juicio, el mejor sitio que la barrera nos podía ofrecer. Dejamos marcado el lugar con un palo de esquí y regresamos al barco.
A todos les produjo una gran satisfacción la noticia de que habíamos encontrado un lugar apropiado para instalar nuestra base. Sin decirlo, todos temíamos el largo y penoso transporte de materiales y provisiones a través de la barrera.
El hielo era un hervidero de vida. Allá donde volviésemos la mirada podíamos ver rebaños de focas de diferentes especies, sobre todo de Weddell y cangrejeras. La gran foca leopardo, que habíamos visto de manera ocasional sobre alguno de los témpanos, no apareció por aquí. No vimos ni un solo ejemplar durante nuestra estancia en la barrera. Lo mismo nos sucedió con la foca de Ross. Los pingüinos no eran muy frecuentes, aunque de vez en cuando se dejaban ver algunos aquí y allá; para nosotros eran los más apreciados. Todos los que vimos eran de la especie llamada adelia. Un día, mientras nos afanábamos en el transporte de mercancías, un tropel de pingüinos surgió del agua como por arte de magia y se posó sobre el hielo. En un principio se les veía un tanto extrañados: no todos los días se cruzaban con hombres o embarcaciones, pero su asombro pronto dio paso a la curiosidad por ver qué estaba ocurriendo. Se aposentaron cómodamente y comenzaron a estudiar nuestros movimientos. Sólo de vez en cuando emitían algún sonido y daban un pequeño paseo por el hielo. Les llamaba la atención de manera especial cuando usábamos nuestros arpones para hacer agujeros sobre la superficie helada. Se arremolinaban alrededor nuestro cuando estábamos dedicados a esta tarea y torcían la cabeza hacia un lado, como queriendo mostrar el más vivo interés. No parecían mostrar el mínimo atisbo de miedo hacia nosotros, y casi siempre les dejábamos en paz. Aunque alguno de ellos tuvo que perder la vida; lo necesitábamos para nuestra colección de especímenes.
Ese mismo día tuvimos una emocionante cacería de focas. Tres focas cangrejeras se aventuraron por las cercanías del barco y pasaron a engrosar nuestro almacén de carne fresca. Con el fin de asegurar el cobro de nuestras presas, elegimos a dos cazadores fuertes; se acercaron con el mayor sigilo, aunque esto no era realmente necesario, ya que las focas permanecían totalmente inmóviles. Los cazadores andaban agachados como lo haría un indio, con la cabeza baja y la espalda girada. Estuvo bien. Aunque sin querer se me escapaba la risa, guardé un cierto decoro. Unos disparos y dos de las durmientes focas, tras un pequeño espasmo, quedaron inmóviles para siempre. Fue distinto con la tercera. Serpenteando como una culebra, se deslizó por la nieve con sorprendente velocidad. El problema era la falta de práctica, pero la caza es la caza y para conseguir resultados hay que continuar en el empeño. ¡Bang! ¡bang! y de nuevo otro ¡bang! Menos mal que no nos faltaba munición. Uno de los cazadores gastó todos sus cartuchos y tuvo que regresar, pero el otro continuó con la caza. ¡Cómo me pude reír! A estas alturas no me era posible mantener la compostura; la risa pudo conmigo. A lo lejos, entre la nieve, la caza continuaba: la foca primero, el cazador tras ella. Podía ver cómo aumentaba la furia del cazador por momentos. Se veía que era algo que podría hacerle perder su dignidad. La foca se escapaba a tal velocidad que levantaba en el aire una cortina de polvo blanco. Aunque había gran cantidad de nieve suelta, la foca se mantenía en la superficie, no así el cazador que a cada paso se hundía hasta las rodillas. En un corto período de tiempo, la distancia entre foca y cazador se hizo insalvable. De vez en cuando, el cazador hacía una parada, apuntaba y disparaba. Después de cada disparo, afirmaba haber dado en el blanco. Yo, personalmente, tenía mis dudas. En cualquier caso la que no se enteraba era la foca, ya que su velocidad no disminuía. Al final, el aguerrido cazador se dio por vencido y regresó. «Bestia difícil de matar», decía entre dientes según subía a bordo. Me mordí los labios para no reírme, no quería herir sensibilidades.
¡Qué magnífica tarde! El sol estaba alto y brillaba en el cielo a pesar de la hora. Sobre las montañas de hielo, sobre la imponente barrera hacia el sur, se proyectaba una reluciente, blanca y deslumbrante luz, tan intensa que era cegadora. Pero en dirección norte caía la noche. El gris plomizo del mar en el horizonte se tornaba en un profundo azul y, gradualmente, se aclaraba hasta que toda la gama de colores era eclipsada por los radiantes destellos de la barrera. Ya sabemos lo que esconde la noche tras las masas blanquecinas de niebla. Esa parte ya la hemos explorado y salimos victoriosos. Pero ¿qué esconde el Sur tras su brillante día? Atractivo y tentador se extiende ante nosotros. Sí, hemos oído tu llamada y acudiremos. Tendrás tu beso, aunque tengamos que pagar por ello con nuestras vidas.
El día siguiente, domingo, nos trajo el mismo buen tiempo. Evidentemente, para nosotros no existía la idea de domingo. No podíamos permitirnos el lujo de tener días de asueto. Nos dividimos en dos equipos: el equipo de mar y el de tierra. El de mar, compuesto por diez hombres, se hizo cargo del barco, mientras que el de tierra fijó su residencia en la barrera para un año, quizá dos, o el tiempo que fuese necesario. El equipo de mar estaba compuesto por Nilsen, Gjertesen, Beck, Sundbeck, Ludvig Hansen, Kristensen, Rönne, Nödtvedt, Kutschin y Olsen. El equipo de tierra lo formaban Prestrud, Johansen, Helmer, Hanssen, Hassel, Bjaaland, Stubberud, Lindstrøm y yo mismo. Lindstrøm continuaría a bordo unos días más, mientras siguiéramos haciendo las comidas en el barco. El plan inicial era que un grupo de seis hombres acamparía en una tienda grande de dieciséis plazas, entre los montes Rönniken y Nelson, mientras que otros dos hombres vivirían en una tienda en el lugar donde se construiría la cabaña definitiva. Evidentemente, estos dos hombres eran Bjaaland y Stubberud, nuestros dos hábiles carpinteros.
A eso de la 11 de la mañana estábamos preparados para comenzar la aventura. Teníamos un trineo, ocho perros, provisiones y equipo con un peso total de trescientos kilogramos. El «saque de honor» lo hizo mi equipo, el de tierra. El equipo de mar se había reunido en cubierta para ser testigo de primera mano. Todo estaba preparado; después de incontables esfuerzos por nuestra parte o, si se prefiere, después de darnos una paliza con cada uno de los perros, habíamos conseguido colocarlos en línea delante de los trineos, al modo de Alaska. Blandiendo el látigo con un chasquido final, nos pusimos en marcha. Volví la mirada al barco. Sí; como pensaba, todos nuestros compañeros estaban en fila admirando la bonita salida. Quizá en algún momento levanté la cabeza de forma altiva en señal de triunfo, no lo sé exactamente pero, de ser así, he de reconocer que hubiera sido una estupidez por mi parte. Simplemente hay que esperar; las derrotas llegan ellas solas y señalan con el dedo al derrotado. Los perros habían pasado año y medio tumbados, comiendo y bebiendo y, para ellos, no había otra cosa que hacer. Ninguno de ellos comprendía que había llegado la hora de cambiar de tarea. Después de dar unos pasos hacia adelante, decidieron que era hora de sentarse y, ante los gritos de su guía, lo único que hacían era mirarse unos a otros. En sus caras tan sólo podía leerse un desconcierto total. Al final conseguimos con una ración de látigo que se pusieran en marcha y que entendieran su nuevo trabajo aunque, a pesar de todo, ellos querían seguir peleándose unos con otros. «¡Cielos, venid en mi auxilio!» ¡Qué trabajo tuvimos ese día con aquellos ocho perros! Si todo el camino al Polo tuviese que ser así, pensé en medio del tumulto, tendríamos que emplear al menos un año, eso sin contar con el regreso. Durante esta confusión eché una mirada de reojo al barco, pero el panorama que encontré me hizo girar la vista rápidamente. Nuestros amigos del equipo de mar se estaban partiendo de risa y no se puede uno hacer idea de los gritos de mofa que llegaban a nuestros oídos. «¡Si seguís así, no llegáis ni a comer las uvas!», o «¡Bien hecho, dale con una escoba, verás cómo arrancan!». Cada vez estábamos más atascados. Era una desesperación. Al final, entre la fuerza de los animales y la de los hombres conseguimos que el trineo se moviese de nuevo.
Nuestro primer viaje en trineo no fue lo que se puede llamar un éxito. Al final logramos montar nuestra tienda sobre la barrera entre los montes Nelson y Rönniken, una amplia y robusta tienda de lona de dieciséis plazas. Alrededor de esta colocamos fuertes cuerdas dispuestas en forma de triángulo, de unos cincuenta metros de lado, donde atamos a los perros. La tienda estaba equipada con cinco sacos de dormir y abundantes provisiones. La distancia que habíamos recorrido fue de unos dos kilómetros y doscientos metros según el medidor de distancias del trineo[16]. Una vez terminado este trabajo fuimos al lugar donde instalaríamos nuestra base. Allí montamos una tienda similar destinada a los carpinteros y dejamos marcado el lugar exacto donde tendrían que montar la cabaña de madera. Después de examinar el terreno, decidimos colocarla orientada de este a oeste y no de norte a sur, como estuvimos tentados de hacer, ya que se supone que normalmente los vientos más frecuentes y violentos provenían del sur. Hicimos la elección correcta. Los vientos predominantes llegaron del este, de forma que siempre chocaban contra la pared más pequeña y protegida. La puerta miraba al oeste. Una vez realizado este trabajo, marcamos el camino de vuelta a la primera tienda y hasta el barco colocando una bandera negra cada quince pasos. De esta forma podríamos ir de un lugar a otro sin miedo a perdernos durante una tormenta. La distancia desde el lugar donde instalaríamos nuestra cabaña hasta el barco era de unos cuatro kilómetros. El lunes 16 de enero comenzamos a trabajar muy temprano. Unos ochenta perros y seis miembros del equipo, nos dirigimos al primer campamento con todo el equipamiento y las provisiones que pudimos cargar en los trineos; otros veinte perros que formaban el equipo de Stubberud y Bjaaland se dirigieron al segundo campamento completamente cargados. Desde luego, en estos primeros días seguíamos teniendo problemas con los perros, pues les costaba aceptar que tenían que obedecer. De vez en cuando olvidaban las órdenes de sus guías y tomaban el rumbo que les apetecía. Más de una vez nos hicieron sudar la camiseta para hacerles saber quién era realmente el jefe. Fue un trabajo extenuante, pero al final lo conseguimos. ¡Pobres perros! Aquellos días tuvieron que comer mucho pescado molido. Las horas de trabajo se alargaban durante todo el día; rara vez terminábamos antes de la 11 de la noche, y a las 5 de la mañana ya estábamos arriba dispuestos a comenzar la jornada. Todo esto no nos apetecía, pero estábamos ansiosos de terminar el trabajo cuanto antes para que el Fram pudiese zarpar. El lugar donde estaba fondeado era bueno, pero no era el mejor. El precario muelle donde estaba amarrado se rompía sin previo aviso, y toda la tripulación se tenía que poner a trabajar para construir otro nuevo cuanto antes. Estos hielos quebradizos mantenía a estos desafortunados «hombres de mar» en constante actividad. Es enervante tener que estar siempre alerta en tu puesto de trabajo o tener que dormir con un ojo abierto. Nuestros diez compañeros tenían que afrontar situaciones difíciles, pero lo más asombroso era la serenidad con que las afrontaban. Las bromas y el buen humor reinaban entre ellos. Su cometido era sacar todos los enseres y provisiones de las bodegas y depositarlos sobre el hielo para que el equipo de tierra los transportase a los campamentos. Este trabajo estaba minuciosamente coordinado, de tal forma que era raro que un equipo tuviese que estar esperando al otro. Durante los primeros días de acarreo con trineos, los miembros del equipo de tierra se quedaron roncos, y algunos llegaron a perder la voz. Todo era debido a los continuos gritos y voces que tenían que dar para controlar a los perros. Los bromistas del equipo de mar tuvieron la oportunidad de ponernos un apodo: «las cotorras».
Aparte de las incomodidades del constante cambio de amarre del barco por la rotura de los hielos y de los témpanos a la deriva, este puerto de fortuna tenía varios aspectos que nos hacía considerarlo muy bueno. Una pequeña brisa nos hacía golpear de vez en cuando contra el hielo, pero no lo suficientemente fuerte como para comprometer el buque. Una gran ventaja era que las corrientes, en este lugar, siempre se dirigían hacia mar abierto, lo que significaba que estábamos a salvo de los icebergs. El transporte de equipos desde el barco hasta la barrera sólo se podía hacer con cinco hombres, ya que no contábamos con los carpinteros, afanados en la construcción de la cabaña. Además otro hombre más se quedaba de guardia en la tienda, con lo que sólo podíamos usar la mitad de un equipo, seis perros cada vez. Si hubiésemos utilizado trineos con doce perros habríamos tenido muchos problemas, pues otro hombre habría tenido que quedarse a cargo de los perros que no se emplearan para el transporte. Otro de los deberes de la persona que se quedaba de guardia en la tienda era cocinar y mantenerla limpia y ordenada. Era un puesto muy deseado y muchos se apuntaban a él. Les daba un pequeño respiro en el monótono trabajo con los trineos.
El 17 de enero los carpinteros comenzaron a cavar los cimientos de la casa de madera que sería nuestro centro de operaciones. Los efectos de las tormentas antárticas que habíamos escuchado nos hicieron tomar toda clase de precauciones para hacer que la cabaña fuese estable y se mantuviera firme. Los carpinteros comenzaron por cavar en la barrera unos cimientos de un metro veinte. No fue un trabajo fácil; a sesenta centímetros de la superficie encontraron una dura y pulida capa de hielo, y para poder romperla tuvieron que echar mano de los picos. Ese mismo día se levantó un obstinado viento del este que levantaba remolinos de nieve, de modo que según picaban los cimientos de la cabaña, la nieve los iba tapando. Aunque esto no amedrentó a los hombres; construyeron una pared, a modo de pantalla, y de esta manera pudieron trabajar durante todo el día. Una vez salvado este impedimento, a la llegada de la noche ya habían terminado toda la cimentación. Con hombres así no existen dificultades en el trabajo. Estas tormentas de viento también entorpecían el transporte con los trineos, y comprobamos que el tipo de arneses usados en Alaska no era apropiado en estas condiciones, con lo que regresamos al barco y preparamos los nuevos arneses según el modelo usado en Groenlandia. Toda la tripulación trabajó en ello. Rönne, nuestro experto guarnicionero, llegó a coser cuarenta y seis juegos de arneses en el transcurso de un mes. Los demás trenzamos las cuerdas necesarias para los aparejos, mientras que otros las sujetaron a los enganches de nuestros trineos. Cuando llegó la noche también teníamos equipos nuevos para nuestros perros y sus trineos. Fue todo un éxito y en pocos días todo estaba funcionando a la perfección.
Estábamos divididos en dos grupos, cinco hombres dormían en la tienda situada en la parte de abajo, mientras los dos carpinteros y yo ocupábamos la tienda de arriba. Una noche nos ocurrió algo un tanto curioso. Acabábamos de entrar en la tienda después del trabajo cuando oímos chillar a un pingüino justo al lado. Salimos inmediatamente y allí, a pocos metros de la entrada, se encontraba un gran pingüino emperador haciendo reverencia tras reverencia. Daba la impresión de que había subido hasta allí simplemente para mostrarnos sus respetos. Creo que no fuimos muy educados a la hora de devolverle el saludo, pero las cosas funcionan así en este mundo. Con una reverencia final, terminó sus días en la sartén.
El 18 de enero comenzamos a subir los materiales para la cabaña y, tan pronto como llegaban, los carpinteros se ponían manos a la obra para montarlos. No es necesario decir que todo funcionaba como una máquina bien engrasada. Un trineo tras otro descargaba el material. Los perros trabajaban espléndidamente, al igual que sus guías, y con la misma velocidad con que llegaban los materiales se levantaba nuestra futura casa. Todas y cada una de las partes venían marcadas desde Noruega de tal forma que se descargaban del barco según un orden de montaje preestablecido. Además, había que tener en cuenta que Stubberud era su constructor, con lo que se conocía cada uno de los clavos que debían usarse y dónde había de ponerse. Me siento feliz y orgulloso cuando vuelvo la vista atrás y pienso en esos días con alegría, porque durante ese tiempo de duro trabajo nunca se escuchó ni una sola nota discordante. Presumo con orgullo de haber tenido el privilegio de mandar un grupo de hombres como aquél. Y cuando digo hombres, lo digo en el estricto sentido de la palabra. Todos conocían sus obligaciones, y las cumplieron.
Durante la noche el viento cesó y la mañana nos trajo un tiempo claro y sereno. Era un placer trabajar en días así. Tanto hombres como perros contaban con el mejor de los ánimos. En estos viajes entre el barco y la estación[17], cazábamos focas constantemente, pero nunca nos apartábamos de nuestra ruta para este tipo de cacerías, simplemente cogíamos las que encontrábamos a nuestro paso. Aparecíamos de improviso sobre alguno de los rebaños, disparábamos a la presa, la desollábamos y la cargábamos en los trineos con las demás provisiones y materiales de construcción. Esos días, los perros tenían fiesta: comían toda la carne fresca que querían.
El 20 de enero ya habíamos transportado todo el material de construcción, con lo que a partir de entonces nos dedicaríamos a preparar los almacenes y a colocar nuestras provisiones. El trabajo era tranquilo, idas y venidas, pero el viaje de vacío hacia el Fram era un momento especialmente ameno. El camino ya estaba bien marcado y la nieve dura, y se parecía más a las buenas carreteras de Noruega que a otra cosa. La marcha era espléndida. Cuando uno salía de su tienda a la seis de la mañana, lo primero que recibía era el saludo de sus doce perros. Ladraban y aullaban imitándose unos a otros, daban tirones de las cadenas para conseguir acercarse a su jefe, todo eran saltos y danzas para demostrar su alegría. Lo primero que teníamos que hacer era acercarnos a ellos por turno, darles los «buenos días» y acariciarles el lomo hablándoles de forma afectuosa. Eran unos estupendos animales. Cuando estabas entre ellos te dabas cuenta de todas y cada una de las demostraciones de felicidad con las que nos recibían. El más dócil de vuestros perros domésticos no podría demostrar mayor aprecio por su amo que cualquiera de nuestros mansos lobos. Mientras atendías a uno de ellos, los demás parecían volverse locos, daban fuertes tirones a sus cadenas mientras saltaban y ladraban; son unos animales extremadamente celosos. Cuando había recibido su dosis de afecto, les poníamos los arneses y comenzaban de nuevo los signos de alegría. Aunque parezca extraño, creo que puedo asegurar que a estos perros les encantan sus arneses. Aunque ellos sabían que eso significaba trabajo, se quedaban extasiados ante la presencia de esos utensilios. De todas formas, debo apresurarme a añadir que tan sólo sucedía en esos momentos. Después de un largo y fatigoso viaje con los trineos, las cosas se veían de otra manera. En cuanto tenían colocados los arneses, comenzaba el primer problema del día. Era imposible mantenerlos quietos. La abundante comida de la noche anterior, seguida del descanso, les proporcionaba una sobredosis de energía y de vitalidad difíciles de contener. Tenían que probar el látigo y era una pena tener que comenzar así el día. Después de haber asegurado el trineo anclándolo en el hielo, y con los seis perros dispuestos con sus arneses, todo estaba preparado. En ese momento se tiene la tentación de pensar que lo único que hay que hacer es soltar amarras y correr directos pendiente abajo hasta el barco. Nada más lejos de esto. En los alrededores de las tiendas había cantidad de utensilios desperdigados, embalajes, materiales de construcción, trineos vacíos, etc; dirigir los trineos de forma adecuada entremedias de este lío no era fácil. El mayor interés de los perros se concentraba en todos estos objetos, y teníamos mucha suerte si no terminábamos llevándonos algo por delante y volcando sobre el hielo.
Sigamos uno de estos paseos matutinos: los hombres están preparados y sus perros ya tienen los arneses bien colocados. Uno, dos, tres, y todos se lanzan al unísono. Es como un vendaval, antes de poder blandir el látigo uno se encuentra pasando como una exhalación por el medio de un montón de materiales de construcción. Los perros han conseguido el deseo de su vida, hacer una profunda investigación de esos materiales, quizá algo característico de estos perros, pero incomprensible para nosotros. Mientras este proceso se sigue desde fuera con gran disfrute, el guía del trineo tiene que comenzar a poner orden de nuevo y desliar los ramales que han quedado enredados en maderas, postes o cualquier otra cosa que rondase por el lugar. A juzgar por las expresiones, el guía no ha llegado a conseguir sus deseos. Finalmente, tiene que preparar todo de nuevo. Se consuela cuando, al mirar alrededor, se da cuenta de que no es el único que tiene problemas; quien más quien menos anda por los mismos vericuetos. Es un espectáculo digno de una comedia. Uno de los veteranos también ha fracasado y de manera tan estrepitosa que tendrá que emplear mucho tiempo en poner todo a punto otra vez. Todo en orden, se sube a su trineo con triunfante sonrisa y reinicia la marcha. Mientras el viaje discurre por la barrera todo va bien, allí nada distrae a los perros. Los problemas comienzan de nuevo cuando se llega a la parte baja, junto al mar helado. Aquí las focas se tumban en grupos dispersos para calentarse al sol, por lo que la travesía puede terminar siendo bastante tortuosa. Si un grupo de perros de refresco se empeña en tomar la dirección hacia un rebaño de focas, el cambio de ruta se convierte en toda una experiencia. Yo, personalmente, en esas ocasiones empleaba el único remedio que funcionaba, volcar el trineo. En nieve suelta, con el trineo boca abajo, los perros se detenían pronto. En ese momento se necesita estar avispado para colocar de nuevo el trineo en la dirección correcta, darle la vuelta con la mayor de las calmas y reiniciar la marcha. Pero desafortunadamente no siempre uno tiene la pericia necesaria. El deseo de vengarse de estos granujas desobedientes predisponía al guía a repartir castigos. Pero no es tan fácil como parece. Una vez que has volcado el trineo, estará más anclado a la nieve cuanto más tiempo permanezcas sentado sobre él; ahora bien, esto sucede si el trineo está cargado. El problema comienza si vas de vacío; aquí el sistema no funciona… ¡y los perros lo saben! Nunca puedes castigar a todos al mismo tiempo y, mientras le dedicas tiempo a uno, los demás van por libre, lo que no es bueno para el guía. Con suerte, quizá pueda dar la vuelta al trineo y seguir la marcha, pero cuántas veces hemos visto llegar a los perros con el trineo pero sin su guía. Con estos problemas comenzábamos nuestras jornadas y, desde luego, eran estupendos para activar la circulación sanguínea de todo el mundo. Cuando llegábamos al barco ya teníamos bien sudada la camiseta, a pesar de que la temperatura fuese de -20° C. Pero esto ocurría tantas veces que los guías terminaban agotados. Los perros, por su parte, no necesitaban estímulos, ya tenían suficientes. Los dos kilómetros que separaban el campo base del Fram se cubrían en pocos minutos.
El día 21 de enero nos llevamos una gran sorpresa al salir de la tienda. No dábamos crédito a lo que vimos, nos frotamos los ojos y volvimos a abrirlos todo lo que pudimos; no era una buena visión: el Fram no estaba. Toda la noche habían soplado fuertes ráfagas de viento y se había levantado ventisca. Probablemente el mal tiempo obligó al grupo de mar a soltar amarras. También pudimos oír con claridad el romper de las olas contra la barrera. Aun así, decidimos no perder el tiempo. El día antes el capitán Nilsen y Kristensen habían cazado cuarenta focas, de las cuales sólo habíamos podido transportar la mitad hasta el campamento en esa misma jornada. Nos pusimos manos a la obra para traer el resto. En el transcurso de la mañana, mientras despellejamos las cazadas y aun cazábamos otras, llegó hasta nuestros oídos el viejo y bien conocido sonido —puf, puf, puf— del motor del Fram, y por encima de la barrera pudimos ver el puesto del vigía sobre el palo mayor. No llegó a su antiguo atraque hasta que cayó la tarde. Un fuerte oleaje le forzó a permanecer en mar abierto.
Mientras tanto, los carpinteros estaban ocupados en la construcción de la cabaña. Para el 21 de enero el tejado estaba colocado y el resto del trabajo se podía seguir haciendo bajo cubierto. Esto supuso un gran alivio para los hombres; hasta el momento su trabajo era indudablemente el peor de todos. Aunque tenían que soportar el frío más extremo, nunca se les escuchó la más mínima queja. Cuando me acercaba a su tienda después de un día de trabajo, alguno de ellos estaba ocupado cocinando. La comida siempre consistía en tortas con café negro y espeso. ¡Qué bien sabía! La rivalidad pronto apareció entre los dos carpinteros-cocineros para ver cuál de los dos hacía mejor las tortas. Creo que los dos eran unos maestros. Por las mañanas repetíamos tortas, pero esta vez acompañadas de calientes pastelillos crujientes, con un insuperable café, todo ello preparado incluso antes de que saliera del saco de dormir. Con eso me esperaban a las cinco de la mañana. No es de extrañar que disfrutara de su compañía. Tampoco los hombres del otro campamento sufrían muchas privaciones. Wisting se reveló como un eminente talento en temas culinarios. Su plato preferido era pingüino y gaviota en salsa de tomate. Lo servía con el nombre de «perdiz blanca». Algo inolvidable.
Aquel domingo subimos todos a bordo del Fram, a excepción de los hombres que quedaron de guardia en las tiendas, para pasar unos momentos de asueto. Habíamos trabajado bastante duro esa semana.
El lunes 23 de enero comenzamos a transportar las provisiones a la estación. Para ahorrar tiempo, decidimos no llevarlas directamente a la cabaña, sino dejarlas almacenadas entre tanto en un alto situado al sur del monte Nelson. Este lugar distaba poco más de quinientos metros de la cabaña, pero con las condiciones del hielo, a la larga, nos evitábamos una buena cantidad de recorrido. Una vez que el Fram zarpase terminaríamos de realizar el trayecto. Aunque la verdad sea dicha, tuvimos tan poco tiempo que al final dejamos este punto como almacén general. Subir con los trineos hasta allí resultó al principio un tanto trabajoso. Los perros, que estaban acostumbrados a tomar el camino hacia el campo de abajo, entre Nelson y Rönniken, no podían entender por qué tenían que cambiar la ruta acostumbrada. El viaje con los trineos vacíos hasta el barco era especialmente problemático. Desde este punto los perros podían oír ladrar a sus compañeros al otro lado del monte Nelson en el campo de abajo, y ocurrió más de una vez que fueran los perros los que tomaran el mando de la situación. Y cuando les da por hacer estas cosas, no es fácil tomar el control sobre ellos. Todos pasamos por trances similares. Ninguno de nosotros se libró de hacer un viaje extra. Según las provisiones iban llegando, cada guía descargaba su trineo y colocaba las cajas con el orden establecido de antemano. Comenzamos colocándolas en grupos de igual contenido sobre la pendiente. De esta forma era fácil encontrar lo que se buscaba en cada momento. La carga era de trescientos kilogramos (o seis cajas) por trineo. Teníamos que transportar unas novecientas cajas y calculamos poder hacerlo en una semana. Todo sucedió tan bien como habíamos calculado.
Para el mediodía del sábado 28 la cabaña ya estaba preparada y las novecientas cajas en su lugar. El almacén de provisiones presentaba una imponente apariencia. Grandes filas de cajas dispuestas sobre la nieve, todas ellas con su numeración visible, de forma tal que nos fuera fácil encontrar lo que buscáramos con toda rapidez. Y allí estaba la casa, totalmente terminada, tal y como se montó en su lugar de origen, Bundefjord. Aunque sería difícil imaginar un entorno tan distinto: allí, verdes pinos y agua por doquier; aquí, hielo y nada más que hielo. Sin embargo, ambos escenarios me parecían igual de hermosos; aún hoy dudo sobre cuál fue mi preferido de los dos. Mis pensamientos viajaron lejos, miles de kilómetros, en un segundo. Creo que los bosques de Bundefjord ganaron aquel día.
Como ya he mencionado, confiábamos la seguridad de nuestras cosas al hecho de que nuestra cabaña estaba sujeta al hielo de la barrera, y el tiempo tranquilo que habíamos tenido hasta ahora nos hacía suponer que las condiciones climáticas no iban a ser tan malas como habíamos previsto. Estábamos satisfechos con las cimentaciones que habíamos excavado en la barrera. La parte exterior de la cabaña estaba impregnada de alquitrán y el techo lo cubrimos de láminas aislantes también alquitranadas, lo cual hacía que destacara entre la nieve. Aquella tarde levantamos los dos campamentos provisionales y nos mudamos a nuestro hogar: «Framheim»[18] ¡Qué impresión nos causó cuando abrimos la puerta! ¡Acogedora, cómoda, limpia y ordenada! El linóleo recién puesto de la cocina y del salón de estar relucía. Teníamos una buena razón para sentirnos felices. Habíamos conseguido terminar otra importante tarea y en menos tiempo del que pensábamos. El camino hacia nuestra meta final se estaba despejando, comenzamos a vislumbrar el castillo en la distancia. ¡La Bella aún está durmiente, pero se acerca el momento del beso que la despertará!
Éramos un grupo feliz que, reunidos esa primera noche en la cabaña, brindamos por el futuro con la música del gramófono. Llevamos a la cabaña a todos los perros, también a los cachorros ya crecidos, y los atamos alrededor de un recinto cuadrado hecho de cuerdas de cuarenta y cinco metros de lado. Y, aunque parezca mentira, sus ladridos eran para nosotros como la música de un concierto. Reunidos como estaban y, bajo la batuta de algún gran director de orquesta, de día nos ofrecían conciertos y, lo que era peor, también de noche. ¡Extraños animales! ¿Qué querrían decirnos con esos aullidos? Comenzaba uno, después dos más, y al final los cien aullaban al unísono. Por regla general, durante estos conciertos permanecían sentados, estirando sus cabezas hacia arriba tanto como podían y aullaban con todo su corazón. Se les veía muy concentrados y no era fácil distraerlos. Pero lo más extraño era cómo terminaba su demostración. Todos paraban de golpe. No había ningún rezagado, ni resonaba la tan acostumbrada petición de «otra, otra». ¿Cómo lo hacían para callarse todos a la vez? Había estudiado el hecho una y otra vez, pero siempre sin llegar a un resultado claro. Se podía pensar que todo era una canción aprendida. ¿Poseerán estos animales la capacidad de comunicarse entre ellos? La cuestión es extraordinariamente interesante. Después de tanto tiempo tratando con perros esquimales, ninguno de nosotros duda de que sea así. Al final terminé por entender sus diferentes sonidos, y podía saber por sus ladridos lo que estaba sucediendo aun sin verlos. Luchas, juegos, amores, etc., cada uno tenía su sonido especial. Si querían demostrar afecto y cariño a sus guías, lo hacían de muchas formas diferentes. Si alguno hacía algo mal —sabían perfectamente que había cosas prohibidas, como por ejemplo robar comida de los almacenes—, los demás, que no habían tomado parte, daban rienda suelta a un tipo de sonido totalmente distinto a los ya mencionados. Muchos de nosotros aprendimos a diferenciar cada uno de estos sonidos. Difícilmente puede encontrarse un animal más interesante para observar y que le ofrezca a uno tal variedad de estudios como el perro esquimal. De su antecesor, el lobo, ha heredado el instinto de la supervivencia, la ley del más fuerte, en mucho mayor grado del que poseen nuestros perros domésticos. La lucha por la vida comienza en una temprana madurez, lo que les proporciona cualidades tales como grandes dosis de resistencia y frugalidad. Su inteligencia es aguda, clara y preparada para desarrollar el trabajo para el que han nacido y en las condiciones en las que se tiene que realizar. No debemos considerar al perro esquimal como lento en el aprendizaje porque no se siente cada vez que le demos un terrón de azúcar; estos pequeños juegos no tienen nada que ver con las serias tareas en las que tiene que emplear su tiempo, nunca llegará a comprender bien del todo lo del terrón de azúcar. La ley del más fuerte es su única norma. La voz del que manda es indiscutible, todo le pertenece. Los débiles se tienen que conformar con las migajas. El sentido de la amistad aparece de una forma espontánea entre ellos, pero siempre acompañada por el respeto y el miedo al más fuerte. El débil, con su instinto de protección, busca la seguridad del fuerte. El fuerte acepta la posición de protector y así se asegura un leal servidor pensando en que pueda aparecer uno más fuerte que él… y eso mismo ocurre en sus relaciones con el hombre. El perro ha aprendido a valorar al hombre como su benefactor y de quien recibe todo lo que necesita. El afecto y la lealtad también juegan un papel importante en esa relación, pero no hay duda de que, si analizamos más a fondo todas estas cuestiones, de una u otra forma el instinto de supervivencia está en la raíz de todo. Como consecuencia de ello, el respeto por su dueño es mucho más grande del que pueda llegar a tener un perro doméstico, que sólo entiende este respeto por miedo a un posible castigo. Podría quitar la comida de la boca a cualquiera de mis doce perros sin vacilar, y ninguno de ellos intentaría morderme. ¿Y por qué? Porque saben que, de otro modo, la próxima vez quizá se queden sin comida. No intentaría hacer lo mismo con un perro doméstico. Este defendería su comida incluso con los dientes si fuese necesario. Y eso a pesar de que estos perros muestran la misma apariencia de respeto que los otros. Entonces, ¿cuál es la razón? Pues que su respeto no está basado en convicciones sólidas, como el instinto de supervivencia, sino simplemente en el miedo a una paliza. Ejemplos como este indican que sus convicciones son débiles; el deseo de comida vence al miedo del palo, y el resultado es un mordisco.
Unos días más tarde se unió a nosotros el último miembro del equipo que pasaría el invierno en la barrera, Adolf Henrik Lindstrøm, y con su llegada podíamos considerar terminados nuestros preparativos. Hasta ahora había permanecido a bordo haciendo las funciones de cocinero, pero ahora ya no era necesario. Su arte sería más apreciado entre «los cotorras». El miembro más joven de la expedición, el cocinero Karinius Olsen, se hizo cargo desde ese día de la cocina del Fram, y realizó este trabajo de forma concienzuda y extremadamente capaz hasta que el barco alcanzó Hobart en marzo de 1912, donde de nuevo volvió a encontrar ayuda. Fue un excelente trabajo realizado por un chaval de sólo veinte años. Ojalá hubiera muchos como él.
Con Lindstrøm, pues, tanto la cocina como el pan diario estaban bajo control. El humo subía alegremente por la brillante chimenea negra y proclamaba que la barrera ahora sí estaba habitada. Qué acogedor era llegar con los trineos después de un día de trabajo y ver el humo alzándose en el aire. Aparentemente es poca cosa, pero para nosotros significaba mucho. Con la llegada de Lindstrøm no sólo conseguimos tener preparada la comida, sino también la luz y la ventilación, materias que eran su especialidad. La lámpara fue lo primero que preparó; proporcionaba el ambiente necesario para que nos sintiéramos bien y así poder pasar el largo invierno de manera confortable. También se preocupaba de que la cabaña estuviera bien ventilada, aunque en este apartado estuvo acompañado de Stubberud. Entre los dos consiguieron proporcionar el aire más limpio y puro en el interior de la cabaña sobre la barrera, durante toda nuestra estancia. Es verdad que esto no se podía conseguir sin un duro trabajo, pero eso no les importó. Los sistemas de ventilación suelen ser caprichosos y propensos a fallar, eso ocurría entonces y ocurre ahora. Sobre todo los días de calma total. Muchos fueron los ingeniosos sistemas que emplearon para resolverlo. Generalmente, colocaban un infiernillo portátil Primus debajo del tubo de salida del aire para quitar el hielo que se acumulaba en el de entrada. Mientras uno tumbado boca abajo introducía el infiernillo en el tubo de salida, para que el aire caliente subiera, el otro, subido en el tejado, rompía los trozos de hielo que se formaban en el de entrada para que el aire circulara. Esta tarea podía durar más de una hora, pero los dos jamás se daban por vencidos. Eso sí, cuando terminaban, la ventilación quedaba restablecida y sus efectos eran claros y evidentes. No cabe duda de que en una base de invierno como la nuestra la ventilación es de gran importancia, tanto por la salud como por el confort. He leído de expediciones en las cuales los miembros han sufrido constantemente de resfriados, catarros y enfermedades similares. Esto no es más que la consecuencia de una mala ventilación. Si la renovación de aire es suficiente, el combustible tendrá mejor rendimiento, lo que significa mayor calor en el interior. Una mala ventilación significa que gran parte del combustible se perderá sin quemarse y los resultados serán el frío y la humedad. De ahí que una buena ventilación sea un requisito fundamental. Nosotros sólo usábamos la lámpara de alumbrado en la cabaña, junto a la estufa de la cocina, y así manteníamos nuestra habitación tan caliente que hasta los que teníamos las literas en la parte de arriba nos quejábamos de calor.
Originalmente colocamos diez literas en la habitación, pero como sólo éramos nueve retiramos una y colocamos en su lugar nuestra taquilla de los cronómetros. Contenía tres cronómetros marinos, además de seis relojes que utilizamos de forma continua durante todo el invierno. El instrumental meteorológico lo dejamos en la cocina, que era el único sitio posible. Lindstrøm asumió el puesto de subdirector de la estación meteorológica de Framheim, así como el de constructor de instrumentos para ese fin. Bajo la cubierta del tejado guardamos todo lo que no soportaría heladas severas, como medicinas, jarabes, mermeladas, cremas, conservas y salsas, junto con las cajas de los trineos. También hicimos un hueco para la biblioteca en ese mismo lugar.
La semana que comenzó el día 30 de enero la empleamos en traer a la cabaña carbón, madera y aceite, así como todos los suministros de pescado seco. Ese verano la temperatura osciló entre -15 y -25° C, una estupenda temperatura veraniega. También cazamos muchas focas a diario, y llegamos a tener unas cien apiladas a la entrada de la cabaña. Una noche, mientras cenábamos, Lindstrøm se acercó y nos dijo que ya no necesitábamos bajar al mar a cazar focas, ya que venían ellas solas donde estábamos. Salimos fuera y vimos que era verdad. No demasiado lejos, una foca cangrejera venía directa hacia la cabaña, brillante como un recipiente de plata al sol. Nada más llegar la fotografiamos, y a continuación pasó a formar parte de nuestra despensa.
Un día tuve una curiosa experiencia. Mi mejor perro, Lassesen, casi se congela la pata trasera izquierda. Ocurrió un día que no usamos los trineos. Era un amante de la libertad y vio la posibilidad de soltarse cuando nadie lo observaba. Por supuesto, aprovechó su libertad, como la mayoría de estos perros, para pelear. Aman las peleas y no pueden impedirlo. Comenzó una disputa con Odín y Thor que terminó en batalla. En el transcurso de la pelea, Lassesen se enredó la pata con una de las cadenas, presionándola tanto que llegó a cortarle la circulación. No sé cuánto tiempo estaría con la pata así pero, cuando llegué, vi enseguida que el perro no estaba bien. Examinándolo con más detenimiento pude apreciar que toda la herida se estaba congelando. Durante hora y media intenté restaurar la circulación en la zona. Después de darle masajes y frotar con mis manos lo conseguí. Al principio, cuando el miembro estaba insensible, todo fue bien pero, cuando la sangre comenzó de nuevo a fluir, apareció el dolor y Lassesen comenzó a ponerse impaciente. Se quejaba y llevaba la cabeza hacia la zona afectada, indicándome que lo que le estaba haciendo le producía dolor. Pero en ningún momento hizo ademán de querer huir. La pata terminó bastante hinchada, pero al día siguiente Lassesen estaba tan bien como siempre, aunque, la verdad sea dicha, un poco cojo.
Las anotaciones en mi diario en aquellos días eran de tipo telegráfico, sin duda por la cantidad de trabajo que teníamos. Así, la entrada final del mes de febrero rezaba con las siguientes palabras: «Un pingüino emperador nos ha hecho una visita, caldo a la taza». No hacía falta un epitafio mucho más extenso.
Framheim con alguna tienda alrededor En total había 14
tiendas de campaña en torno de la casa. La mitad de ellas fueron el
hábitat de los perros, mientras que el resto se utilizaban como
almacén de alimentos y suministros
En aquella semana liberamos al equipo de mar de los últimos perros, cerca de veinte cachorros. Fue una fiesta a bordo cuando el último abandonó la cubierta y, desde luego, no había nada de lo que sorprenderse. Con el termómetro, que últimamente rondaba los -20° C, era imposible mantener la cubierta limpia ya que todo se congelaba de forma inmediata. Una vez que todos desembarcaron sobre el hielo, la tripulación en pleno comenzó a trabajar con agua y sal, y en un corto período de tiempo pudimos volver a reconocer al Fram. Metimos a los cachorros en cajas y comenzamos el viaje de subida a la cabaña. Preparamos una de las tiendas de dieciséis plazas para instalarlos, pero ellos declinaron entrar: no pudimos hacer otra cosa que dejarlos fuera, pues era su deseo. Todos pasaron gran parte del invierno al aire libre; mientras tuvieron despojos de focas a su disposición se quedaron en la ladera, pero luego buscaron otros lugares. Así que la tienda que los más jóvenes habían despreciado se empleó en otros menesteres. Cuando una hembra iba a tener cachorros la dejábamos entrar, de ahí que la tienda comenzó a llamarse «la maternidad». Comenzamos a levantar una tienda tras otra y Framheim daba la impresión, cada vez más, de ser un lugar importante. Cada uno de los ocho equipos en los que estábamos divididos tenía su propia tienda de dieciséis plazas. Dos más para el pescado seco y una para la carne fresca, otra para las cajas de provisiones y otra para el carbón y la madera: en total, catorce. Siguiendo un plan trazado de antemano, cuando todo estuvo montado llegó a parecer un verdadero campamento.
Para entonces, los arneses de los perros habían sufrido importantes cambios ya que uno de los miembros del equipo había tenido la feliz idea de fusionar los dos tipos, el usado en Alaska y el de Groenlandia. El resultado satisfacía todas las exigencias; en el futuro siempre emplearíamos estos arneses, y comprobamos que eran superiores a cualquier otro. También los perros parecían más cómodos con ellos. Eran más prácticos y fáciles de manejar por lo que desechamos completamente las partes de cuero tan comunes en los arneses de Groenlandia.
El 4 de febrero fue un día muy completo. Como era costumbre, a la seis y media de la mañana bajamos al Fram con nuestros trineos vacíos. Cuando el primer hombre alcanzó la cima de la cresta, comenzó a agitar sus brazos y a gesticular como un demente. Entendí que había visto algo, pero no el qué. El siguiente hombre en alcanzar la cima aún fue peor, este incluso trataba de gritarme. Pero era inútil, yo seguía sin entender. El tercero en llegar a la cresta fui yo, pues la curiosidad me apremiaba. Sólo había recorrido unos metros más cuando todo quedó explicado. Siguiendo el borde del hielo, justo al sur del Fram, un gran barco se encontraba amarrado. Ya habíamos hablado de la posibilidad de encontrarnos con el Terra Nova, el barco del capitán Scott, en su viaje a la tierra del Rey Eduardo VII; pero fue una gran sorpresa igualmente. Ahora el turno de mover los brazos era mío y puedo asegurar que no tenía nada que envidiar a los dos primeros hombres. Todo el que iba llegando a la cresta repetía los mismos gestos. Cuando llegó el último hombre no pude ver sus ademanes, pero estoy seguro de que repitió lo mismo que habíamos hecho todos. Si un extraño nos hubiera visto en ese momento nos hubiera tomado por lunáticos peligrosos. El camino de bajada se nos hizo más largo que de costumbre, pero al final llegamos y nos explicaron todo. El Terra Nova había llegado a medianoche. Nuestro vigía había ido a por un taza de café —no había nada malo en ello— y cuando subió de nuevo a cubierta encontró un barco a los pies de la barrera. Se frotó los ojos, se pellizcó las piernas e intentó convencerse de que no estaba dormido. Nos contó que, después de soportar el dolor de sus propios pellizcos, llegó a la conclusión de que realmente había otro barco en aquel lugar del mundo.
El teniente Campbell, el jefe de este equipo, iba camino de la tierra del Rey Eduardo VII para llevar a cabo allí sus exploraciones. Desembarcó y vino a bordo primero, como visita de cortesía a Nilsen. Nos trajo la noticia de que no habían podido alcanzar tierra firme y ahora se disponían a volver por el estrecho de McMurdo, hasta el cabo Norte, para explorar esas tierras. En cuanto llegamos a bordo, el teniente Campbell nos visitó de nuevo y me contó esas mismas noticias él mismo.
Cargamos nuestros trineos y volvimos a casa[19]. A las nueve en punto tuvimos el gran placer de recibir la visita del teniente Pennell, comandante del Terra Nova, el teniente Campbell y el cirujano de la expedición, que fueron los primeros invitados a nuestro hogar. Compartimos un par de agradables horas juntos. Tres días después les devolvimos la visita y subimos a bordo del Terra Nova para almorzar. Nuestros anfitriones fueron extremadamente amables y se ofrecieron a llevar nuestro correo hasta Nueva Zelanda. Si hubiese tenido más tiempo, hubiera aprovechado tan amistoso ofrecimiento, pero cada hora era preciosa. Y pensé que no valía la pena andar escribiendo cartas en aquel momento.
Aunque esta foto está muy maltrecha no hemos podido evitar
incluirla. Pertenece a un momento histórico: el encuentro del
Fram con el Terra Nova, el barco de la expedición
de Scott. Cuentan que uno de los miembros de la tripulación del
Terra Nova que visitó el Fram y la estación de
Framheim, tras ver la logística y la impecable
organización de la expedición de Amundsen, aconsejó a Scott, en
cuanto se reunió con él, que no iniciara su viaje al Polo
A las dos de la tarde el Terra Nova soltó amarras y abandonó la bahía de las Ballenas. Después de su visita nos ocurrió algo bastante extraño. Casi todos habíamos cogido frío y estábamos acatarrados; nos duró unas cuantas horas y después desapareció. Sus síntomas fueron estornudos y mucosidad nasal.
El día siguiente, domingo 5 de febrero, los «piratas», como llamábamos al equipo del Fram, fueron nuestros invitados. Formaron dos grupos, ya que no podían abandonar el barco todos al mismo tiempo. Cuatro vinieron al almuerzo y seis a cenar. No teníamos mucho que ofrecer, pero nuestra invitación fue para pasar un rato entretenido con ellos, para mostrarles nuestro nuevo hogar en el que nos dejaban y para desearles un buen viaje.