Capítulo VII.
Los preparativos para el invierno

¡El invierno! Creo que la mayoría de la gente considera el invierno como una época de tormentas, frío e incomodidades. Lo ven como algo ante lo que no hay más remedio que inclinarse; así lo dicta la Divina Providencia. La perspectiva de un baile o un par de fiestas les anima, y consigue que el horizonte de sus vidas se alegre un poco; pero todo es lo mismo, oscuridad y frío. ¡Uf, no! Por favor, que venga el verano, dicen. No puedo hablar de lo que mis compañeros pensaban ahora que el invierno llamaba a nuestra puerta; por mi parte, yo esperaba el invierno con placer. Cuando paseaba sobre la nieve de la colina y veía brillar a lo lejos la luz de la ventana de la cocina, me llegaba una indescriptible sensación de confort y bienestar. Y cuanto más negras y tormentosas eran las noches de invierno, mayor era esa sensación en nuestra pequeña y acogedora casa. Puedo imaginar al lector haciéndose preguntas y sé lo que dirá: «¿No estabais muertos de miedo ante la posibilidad de que la barrera se partiese y acabarais a la deriva en mar abierto?». Contestaré a esa pregunta de la manera más sincera posible. Con una sola excepción, todos coincidíamos en que la parte de la barrera en la que instalamos la cabaña descansaba sobre tierra firme, con lo que podíamos descartar cualquier viaje por mar. En cuanto al que pensaba que la barrera flotaba, puedo asegurar de forma rotunda que en ningún momento mostró el más mínimo temor. Y creo que con el tiempo llegó a estar de acuerdo con nosotros.

Si un general quiere ganar una batalla, debe estar siempre preparado. Si su oponente hace un movimiento, debe saber qué hacer para contener ese movimiento; todas las posibilidades han de estar planteadas de antemano, no puede haber imprevistos. Nosotros nos encontrábamos en la misma situación. Debíamos considerar de antemano lo que el futuro nos podía deparar y prepararnos para ello mientras tuviésemos ocasión. Cuando el sol nos abandonara y sólo nos cubriera la oscuridad, ya sería demasiado tarde para prepararnos.

Lo primero que reclamó nuestra atención e hizo que nos estrujáramos el cerebro, fueron los miembros de sexo femeninos de nuestra expedición. No tuvimos un momento de paz en la barrera. Lo que sucedió fue que todas nuestras féminas de cuatro patas, once en total, se pusieron de acuerdo para presentarse, todas a la vez, en una condición «de buena esperanza», y de ninguna manera, en estas circunstancias, habíamos contemplado semejante perspectiva. Verdaderamente, esto nos mantuvo bastante ocupados. ¿Qué había que hacer? Gran pregunta. Once hospitales de maternidad parecían muchos, pero sabíamos por experiencia que siempre iban a necesitarse los primeros auxilios. Si dejábamos a todas juntas en el mismo lugar podían ocurrir escenas bastante desagradables, y terminarían devorándose las crías unas a otras. ¿No había ocurrido eso mismo unos días antes? Kaisa, una gran hembra negra y blanca, se apropió de tres cachorros de sólo tres meses de vida cuando nadie la veía y con ellos se preparó un almuerzo. Cuando llegamos, lo único que vimos era como desaparecían entre sus dientes los extremos de los rabitos. Ya no había nada que hacer. Afortunadamente, la tienda de los perros de Prestrud quedó vacía, pues su equipo se repartió entre las demás. Al ser él quien abría camino a pie durante las marchas, no necesitaba perros. Aquí, con un poco de maña, dispusimos de dos nuevas zonas. Cuando montamos al principio todo el campamento, teniendo en cuenta este problema, levantamos un «hospital» en una tienda de dieciséis plazas, pero ahora se podía ver a las claras que era del todo insuficiente. Tuvimos que recurrir al material que abundaba en gran cantidad en esta región helada. Levantamos una espléndida y enorme cabaña de nieve. Junto a ella, Lindstrøm había construido en su tiempo de ocio otra más pequeña que estuvo terminada al regreso del segundo viaje de avituallamiento. Con todos estos arreglos a nuestra disposición ya éramos capaces de hacer frente al invierno.

Camilla, una vieja zorra astuta, tenía el tiempo controlado; sabía que tendría que dar a luz en la oscuridad y, a decir verdad, eso no le daba ningún gusto. Se dio más prisa y estuvo preparada para cuando el «hospital» se terminó de construir. A partir de ahora, podía esperar el futuro con más calma mientras miraba como desaparecían los últimos rayos de sol. Cuando la oscuridad llegó, sus cachorros ya eran capaces de cuidarse por sí solos. Camilla, por cierto, tenía su propia manera de cuidar a sus crías. Desde luego, algo había en el hospital que no le gustaba. El qué, no lo supimos, pero la verdad era que prefería siempre otros lugares. No era raro ver a Camilla atravesar una terrible tormenta, con 30° bajo cero, llevando a una de sus crías en la boca, buscando un nuevo lugar donde acomodarlas. Mientras tanto, las otras tres, que quedaban esperando, chillaban y aullaban. Los lugares que elegía, por regla general, no se correspondían con la idea que tenemos de confort; por ejemplo, junto a una caja de madera, totalmente expuestos al viento, o detrás de un montón de tablas, con unas corrientes de aire que harían las delicias del mejor fabricante de chimeneas. Pero si a ella le gustaba, no había más que hablar. Si a la familia no se la molestaba, permanecían en el mismo lugar durante varios días antes de realizar otra mudanza. Voluntariamente, nunca regresó al hospital. No era raro ver a Johansen, convertido en el guardián de la familia, corriendo con la señora Camilla llevando en brazos a toda la prole hasta el hospital, para dejar allí a los cachorros con palabras de ánimo.

Al mismo tiempo establecimos un nuevo protocolo de actuación con nuestros perros. Hasta ahora habíamos obligado a los animales a permanecer atados para evitar que fueran a la caza de focas, ya que de otra manera hacían auténticos estragos. Había ciertos individuos que estaban especialmente capacitados para estas lides, como le sucedía a Major, un perro de Wisting. Había nacido cazador y no le temía a nada. También estaba Svarten, del equipo de Hassel; la diferencia era que este último siempre iba solo, mientras que Major se llevaba a toda la cuadrilla con él. Por lo general, todos ellos regresaban con las fauces escurriendo sangre. Para poner fin a este deporte nos vimos obligados a tenerlos atados con las correas. Pero ahora que las focas habían emigrado, les dejamos sueltos. Como es natural, lo primero que hicieron para estrenar su libertad fue pelearse. Según había ido pasando el tiempo, y por razones que no llegamos a comprender, habían ido apareciendo odios y rencillas entre varios perros; por fin había llegado el momento de demostrar quién era el más fuerte, y se lo tomaron muy en serio. Poco tiempo después su comportamiento fue mejorando y las peleas se hicieron muy extrañas. Desde luego, siempre había algunos que no podían cruzarse sin intentar morder el cuello del otro, por ejemplo Lassesen y Hans; y conociendo sus formas de ser, siempre estábamos con un ojo vigilante sobre ellos. Pronto aprendieron cuál era su tienda y su lugar dentro de ella. Tan pronto como llegaba el día les soltábamos, para volver a atarlos de nuevo a la llegada de la noche, cuando les dábamos de comer. Una vez acostumbrados a este ritmo nunca nos dieron problemas y todos nos demostraban su afecto cuando por la tarde les poníamos las correas. Cada animal sabía quién era su jefe y su tienda y qué tenía que hacer en cada momento. Con aullidos de alegría los perros se reunían alrededor de su guía y corrían a su tienda con muestras de júbilo. Mantuvimos estas normas todo el tiempo. Su comida consistía en carne de foca y grasa de ballena un día, y pescado seco el siguiente; por regla general, ambas cosas desaparecían sin protestas, aunque lo que más les gustaba era la carne de foca. A lo largo de casi todo el invierno tuvimos restos de foca esparcidos por una de las pendientes de la barrera; naturalmente era un centro de gran interés. Podíamos considerarlo el mercado central de Framheim, y no siempre era un lugar pacífico. Los clientes eran muchos y había gran demanda, de manera que veíamos escenas muy animadas en ocasiones. Nuestro propio almacén de carne de foca era «la tienda de la carne». Unas cien focas habían sido troceadas y apiladas en su interior. Como ya he mencionado, habíamos construido una pared de nieve de un metro ochenta de altura alrededor de la tienda como protección contra los perros. Aunque tenían para comer todo lo que querían, y aunque sabían que la entrada al recinto de «la tienda de la carne» les estaba prohibida —posiblemente esta prohibición les servía de incentivo—, siempre tenían los ojos puestos en esa dirección y la cantidad de dentelladas en la pared de nieve hablaban de forma elocuente de lo que hacían cuando no les veíamos. En concreto Snuppesen no podía apartar sus ojos de esa pared y, siendo como era extremadamente ágil y ligera, buscaba siempre la menor oportunidad. El tiempo que dedicaba a esta actividad nunca lo hacía sola, siempre seducía a sus dos atentos caballeros, Fix y Lasse; estos, de todas formas, eran menos decididos y tenían que contentarse con mirarla. Mientras ella saltaba al interior de la pared, lo que consiguió en una o dos ocasiones, ellos corrían alrededor dando chillidos. Tan pronto como oíamos sus aullidos, sabíamos exactamente lo que estaba sucediendo y alguno de nosotros salía al exterior armado con un palo. Se requería bastante astucia para pillarla con las manos en la masa, pues tan pronto como cualquiera de nosotros se acercaba, sus dos galanes dejaban de aullar, indicándole que algo malo sucedía. Entonces aparecía su roja cabeza por encima de la pared mirando en derredor. No hace falta decir que jamás saltó a los brazos del hombre del palo, pero por regla general nunca se quedó sin castigo. Fix y Lasse también se llevaban lo suyo. Verdad era que, en realidad, no habían hecho nada malo, pero lo podían haber hecho. Ellos lo sabían y mientras tanto observaban el castigo de Snuppesen en la distancia. La tienda en la que guardábamos el pescado seco estaba siempre abierta, apenas les interesaba.

El sol continuaba su curso, cada día más y más bajo. Después de nuestro último viaje no lo vimos demasiado; llegó el 11 de abril y, como siempre rápidamente, se desvaneció. La Pascua llegó a la barrera y, como en cualquier parte del globo, nosotros la celebramos. Las vacaciones las festejamos comiendo un poco más de lo normal; en realidad no teníamos otra forma de celebrarlo. Ni cambiamos de vestimenta ni hicimos ninguna otra reforma en nuestras vidas. En las tardes de vacaciones, normalmente escuchábamos un poco el gramófono, tomábamos un vaso de ponche y fumábamos un cigarro. Teníamos que tener especial cuidado con el gramófono. Sabíamos que era un aparato delicado y que podría dejar de funcionar muy pronto en caso de usarlo demasiado, de manera que sólo lo usábamos en ocasiones especiales, aunque disfrutábamos mucho con su música. Cuando terminó la Pascua, todos dimos un suspiro de alivio. Estas vacaciones son más bien tediosas, sobre todo en un lugar como la barrera donde no hay ninguna distracción, lo que significa que se nos hicieron insufriblemente largas.

Nuestra forma de vida seguía un orden completo y todo fluía de manera fácil y correcta. El principal trabajo del invierno sería perfeccionar nuestros equipos para el viaje hacia el sur con los trineos. Nuestro objetivo era alcanzar el Polo, lo demás era secundario. Las observaciones meteorológicas estaban a la orden del día y preparadas para el invierno. Se llevaban a cabo a las ocho de la mañana, a las dos y a las ocho de la tarde. Estábamos tan faltos de mano de obra que nadie se podía ocupar de estas labores por la noche; además, viviendo como vivíamos en un espacio tan reducido, sería bastante molesto que alguno de nosotros estuviese deambulando por la casa a esas horas, pues nunca habría un momento de paz. Mi principal objetivo era que cada uno de los miembros de la expedición se sintiera cómodo y feliz, de modo que cuando llegase la primavera todos estuviésemos frescos, preparados y ansiosos de enfrentarnos con la tarea final. No era mi intención que malgastásemos el invierno holgazaneando, nada más lejos de mi intención. Para que un hombre se encuentre satisfecho y en buena forma siempre ha de estar ocupado. Por tanto, esperaba que cada uno de los hombres se mantuviese ocupado también fuera de las horas destinadas al propio trabajo. Al final del día cada hombre era libre de hacer lo que quisiera. Siempre teníamos que mantener un cierto orden y limpieza, tanto como las circunstancias lo permitieran. De forma que decidimos que cada uno de nosotros se encargaría del «orden» durante una semana. Esta tarea consistía en barrer el suelo cada mañana, vaciar los ceniceros, etc. Para asegurar una total ventilación, especialmente donde dormíamos, establecimos como norma que nadie podía dejar nada bajo su litera a excepción de las botas. Cada hombre tenía dos perchas para colgar sus ropas, suficiente para la que tenía que ponerse durante el día; toda la ropa superflua se guardaba dentro de nuestros macutos y se sacaba fuera. Esta fue la manera con la que conseguimos algo de orden; en cualquier caso, lo peor de la suciedad era librarse de ella. Es muy dudoso que un ama de llaves puntillosa fuera capaz de tenernos todo en perfecto orden.

Cada uno tenía su trabajo habitual. Prestrud, con la asistencia de Johansen, se ocupaba de las anotaciones astronómicas y las observaciones pendulares. Hassel se convirtió en una autoridad en lo que se refería al carbón, madera y queroseno; era el responsable de estos suministros. Como encargado de todas estas cuestiones, se le nombró máxima autoridad. Esta distinción se le hubiera podido subir a la cabeza de no ser porque, junto a ella, también estaba la de chico de los recados. Además de recibir órdenes, tenía que repartir las provisiones, y hay que reconocer que desempeñó su trabajo con distinción. Era hábil en sisar a su cliente, Lindstrøm, al que durante el largo invierno le hizo ahorrar gran cantidad de carbón. Hanssen tenía que mantener el almacén en orden y despachar todo lo que se necesitaba. Wisting tenía el encargo de cuidar de todos los equipos y no permitía que nadie los tocase sin su permiso. Bjaaland y Stubberud eran los encargados de cuidar el cobertizo y el pasaje que rodeaba la casa. Lindstrøm se ocupaba de la cocina, el trabajo más duro y a la vez más desagradecido de una expedición como esta. Nunca nadie dice nada de lo buena que está una comida, pero si un día de mala suerte se le quema la sopa al cocinero, mejor no escuchar lo que sus oídos pueden llegar a oír. Lindstrøm era un hombre con una disposición incansable; lo único que siempre le decían era: «Otra vez lo mismo».

El 19 de abril fue el último día que vimos el sol, desde entonces, siempre quedaba por debajo del horizonte, por las crestas del norte. Se podía ver un intenso rojo, rodeado de una mar de lenguas de fuego, que no desapareció hasta el día 21. Ahora todo estaba bien, cada cosa estaba en su sitio. En lo que se refería a la cabaña, no podía ir todo mejor; pero el cobertizo, que en un principio quisimos usar como taller, pronto demostró ser demasiado pequeño, oscuro y frío, por no hablar del tráfico reinante en esa zona, pues los trabajos que se llevaban a cabo se veían continuamente interrumpidos. A excepción de este oscuro agujero, no teníamos otro lugar donde realizar nuestros trabajos. Por supuesto, podíamos utilizar nuestro cuarto de estar, pero estaríamos interfiriendo en la vida de los demás durante todo el día. No era un buen asunto ocupar el único lugar de paz y tranquilidad que teníamos y hacer de él un sitio de trabajo. Ya sé que por costumbre se hace eso, pero siempre he creído que es una mala idea. Nos faltaba ingenio para buscar una solución, pero las circunstancias llegaron en nuestra ayuda una vez más. Tengo que confesar que habíamos olvidado traer una herramienta muy común y muy necesaria en expediciones polares, las palas para nieve. Una expedición bien equipada como la nuestra debería tener al menos doce fuertes palas de hierro. No teníamos ninguna. Disponíamos de dos que no nos servían de mucho, ya que podían considerarse restos de serie. Afortunadamente, teníamos una magnífica plancha de hierro macizo. Bjaaland se puso manos a la obra y consiguió construir una docena de las mejores palas. Stubberud colocó los mangos, y quedaron como recién salidas de la fábrica. Este hecho tuvo mucho que ver con nuestro futuro bienestar, como más tarde se verá. Si hubiéramos tenido las palas con nosotros desde el comienzo, podríamos haber quitado la nieve de la entrada cada mañana, como hace la gente normal. Pero como no las teníamos la nieve se acumulaba día tras día en nuestra puerta. Antes de que Bjaaland preparase las palas, se había formado un gran montón que se extendía desde la entrada hasta el lado oeste de la casa. Este montón de nieve, tan grande como la casa en sí misma, nos hizo poner mala cara cuando una mañana nos tocó salir a retirarla con las palas. Según contemplábamos el montón de nieve, con miedo de comenzar, uno de nosotros, no sé si fue Lindstrøm, o Hanssen quizá, ¿o no fui yo mismo? Bien, eso no importa, uno de nosotros tuvo la brillante idea de que era mejor aliarnos con la naturaleza que luchar en su contra. La cuestión era que podíamos construir dentro de este montón de nieve nuestra carpintería y conectarla directamente con la casa. La idea se adoptó de forma inmediata. Y en ese momento comenzó el trabajo de tunelar, lo que nos llevó bastante tiempo. Esta labor no terminó hasta que casi tuvimos una ciudad bajo tierra, probablemente uno de los más interesantes trabajos llevado a cabo nunca en una estación polar. Empecemos con la mañana en que dimos el primer golpe con la pala en el montón de nieve; era el martes 13 de abril. Mientras tres hombres trabajaban cavando directamente sobre el montón desde la puerta por el lado oeste, otros tres estaban ocupados haciendo la conexión con la casa. Se construyó con tramos de tabla, las mismas que se habían usado en el Fram para hacer la falsa cubierta de los perros, y discurría desde el montón de nieve hasta el cobertizo. La parte abierta entre el montón y el cobertizo por la parte norte se rellenó totalmente con una pared de sólida nieve que llegaba a juntarse con el techo, mientras que el mismo espacio por el lado sur se dejó abierto a modo de salida. Desde ese momento se despertó en nosotros una fiebre por la construcción, y a un ambicioso proyecto le seguía otro. Así acordamos excavar un pasadizo a lo largo de todo el montón de nieve que terminase en una caseta en la que podríamos colocar un baño de vapor. No era más que un proyecto, un baño de vapor a 79° de latitud sur. Hanssen, constructor de cabañas de nieve de profesión, comenzó a trabajar en ello. Hizo una pequeña y sólida por debajo del nivel de suelo, y medía tres metros y sesenta centímetros desde el suelo hasta el techo. Era un espacio más que suficiente para colocar un baño de vapor. Mientras tanto, los tuneladores seguían avanzando; cada día oíamos más y más cerca los picos y las palas. Desde luego, para Hanssen era mucho trabajo. Ahora que ya había terminado la cabaña del baño, comenzó el túnel de acceso desde las otras ya construidas y, la verdad sea dicha, cuando comenzaba una cosa no le llevaba mucho tiempo terminarla. Oímos cómo los grupos se iban acercando uno al otro. El interés se iba acrecentando. ¿Llegarán a encontrarse? ¿O estarán cavando de tal forma que un grupo se cruzará con el otro y pasarán de largo? Magníficos trabajos de ingeniería rondaban en mi cabeza. Si ellos vienen hacia nosotros, nosotros debemos ir hacia ellos… «¡Hola!». Un rostro iluminado de felicidad interrumpió mis pensamientos y se abrió paso a través de la nieve justo en el momento que me disponía a clavar el pico en ese mismo punto de la pared. Era Wisting, el pionero del túnel de Framheim. Desde luego que tenía buenas razones para estar feliz, había escapado de la broma con su nariz sana y salva. Un instante después y se hubiera tropezado con mi pico. Era una estupenda vista la de este largo y blanco pasadizo que terminaba en una brillante cúpula. Según avanzábamos, íbamos profundizando al mismo tiempo, de forma que no debilitásemos el techo. Picar hacia abajo no suponía ningún problema, la barrera era lo suficientemente profunda.

Cuando terminamos esto, empezamos a trabajar en la carpintería. Tuvimos que cavar a bastante profundidad según nos íbamos acercando a los bordes redondeados del montículo de nieve. Primero excavamos y luego profundizamos. Si mal no recuerdo, alcanzamos casi dos metros desde la superficie de la barrera. El taller quedó muy amplio, con espacio para dos carpinteros y longitud suficiente para los trineos. La mesa de trabajo fue tallada en la pared y recubierta con maderas. Este local terminaba en su parte oeste en una pequeña habitación donde se guardaban las herramientas. Una ancha escalera, tallada en el hielo y recubierta con maderas, unía la carpintería con el cobertizo. Tan pronto como se terminó la carpintería, sus encargados se trasladaron a ella y se establecieron dándole el nombre de «Sindicato de carpinteros». Aquí se terminaron de retocar todos los equipos de los trineos para el viaje final. Enfrente de la carpintería se excavó la herrería, siempre a la misma profundidad; esta era menos usada. A un lado de la herrería, cerca de la casa, se excavó un profundo agujero donde terminaban las aguas residuales procedentes de la cocina. Entre el sindicato de carpinteros y la entrada al cobertizo, en el lado contrario de la subida a la barrera, construimos una pequeña habitación que, desde luego, merece una detallada explicación, aunque la reservaremos para más adelante. La subida a la superficie de la barrera, que hasta entonces se había mantenido abierta mientras los trabajos progresaban, se cerró ahora con un sistema que merece la pena ser mencionado. Hay gran cantidad de personas que aparentemente nunca aprendieron a cerrar las puertas tras su paso; donde dos o más se reúnen, siempre encuentras al menos uno que tiene este defecto. ¿Cuántos habría entre nosotros, que no éramos ni dos ni tres, sino nueve? No sirve de nada recordar a quien sufre este defecto que tiene que cerrar la puerta tras él; simplemente es incapaz de hacerlo. Por mi parte, aún no tenía la suficiente familiaridad con mis compañeros como para plantearles la cuestión de los cierres de puerta, por lo que decidimos colocar una con autocierre para evitar futuras desavenencias. La construyó Stubberud, fijando el marco sobre la pared de modo que siempre obligaba a la puerta a estar en la misma posición, de la misma manera que se hace con las trampillas de los sótanos en las casas. Así, la puerta no podía quedarse abierta; se cerraba sola. Quedé muy satisfecho cuando la vi terminada pues de esta forma también estábamos protegidos contra la invasión de los perros. Cuatro escalones de nieve cubiertos con maderas conducían desde la puerta hasta el cobertizo. Además de todas estas nuevas habitaciones, también habíamos conseguido una protección extra para la casa.

Mientras todos estos trabajos iban adelante, nuestro constructor de instrumental trabajaba a marchas forzadas. El mecanismo de relojería del termógrafo estaba mal: el huso se había roto, creo. Esto era especialmente molesto, ya que este termógrafo había funcionado perfectamente con bajas temperaturas, mientras que los otros se veía claramente que estaban construidos para funcionar en los trópicos; de una u otra forma, no funcionaban con el frío. Nuestro técnico de instrumental tenía un método para ocuparse de todos estos aparatos, casi sin excepción. Los ponía en el horno y encendía el fuego. En ese momento comenzaban a funcionar perfectamente, lo que despejaba la duda de que estos aparatos fueran totalmente inservibles. El termógrafo no funcionaba en el frío. De todas formas, limpió todo el lubricante viejo que tenía pegado en todas las ruedas y ejes y demás rincones, pues parecía goma de pescado, y lo colgó en el techo de la cocina. La temperatura del lugar quizá le hizo recobrar el conocimiento haciéndole creer que estaba en los trópicos. De esta forma tendríamos registrada la temperatura de la cocina, y quizá más tarde también seríamos capaces de anotar las cenas que habíamos tenido durante la semana. Que al profesor Mohn le sirvieran de algo estas mediciones era otra cuestión; nuestro constructor de instrumentos tampoco prestó mucha atención al tema. Además de todos estos instrumentos teníamos un higrómetro registrador. Hay que reconocer que estábamos bien surtidos, pero esto suponía que uno de nosotros tenía que salir fuera, al menos una vez cada veinticuatro horas, para tomar nota de los datos. Lindstrøm lo había limpiado, engrasado y puesto a punto. A pesar de todo, a las tres de la mañana dejó de funcionar. Pero Lindstrøm no se dio por vencido. Después de muchas consultas, se le encomendó la tarea de construir un termógrafo a partir del higrómetro registrador y del termógrafo estropeado; era un trabajo apropiado para él. El producto que me mostró horas más tarde me puso los pelos de punta. ¿Qué diría Steen? ¿Saben qué es lo que me enseñó? Pues bien, era una vieja lata de carne que rodeaba por dentro la caja del termógrafo. ¡Cielos! ¡Parecía un insulto a todos los aparatos de medidas meteorológicas! Me quedé pasmado pensando que me quería gastar una broma. Estuve estudiando cuidadosamente su cara durante todo el rato para poder encontrar el quid de la cuestión, una mueca, algo, yo no sabía si reír o llorar. Desde luego, la cara de Lindstrøm permanecía completamente seria. Creo que lo apropiado en esta situación hubiera sido soltar lágrimas de risa. Pero cuando mis ojos se posaron sobre el termógrafo y leí «Conservas Stavanger. Las mejores croquetas», no pude contenerme más. Todo era demasiado cómico y me eché a reír a carcajadas. Cuando por fin pude controlar mi ataque de risa, escuche la explicación. Uno de los cilindros del termógrafo no funcionaba bien, de modo que lo cambió por la lata tras hacer las transformaciones necesarias. El nuevo sistema cumplió con su cometido espléndidamente. El termógrafo-croqueta consiguió medir hasta -40° C, pero llegado a este punto se rindió.

Dividimos nuestras fuerzas en dos equipos de trabajo. Uno de ellos se dedicó a sacar de la nieve unas cuarenta focas que habíamos dejado enterradas a un metro de profundidad; nos llevó dos días. Los pesados cuerpos de las focas, duras y totalmente rígidas, eran difíciles de manejar. Por su parte, los perros seguían este proceso con interés. Cada uno de los ejemplares que sacábamos a la superficie era inspeccionado con cuidado; los apilamos en dos montones y fueron la comida de nuestros perros durante todo el invierno. Mientras tanto el otro grupo, bajo la dirección de Hassel, se afanaba en construir una bodega para el petróleo. Los barriles que habían estado en el exterior desde febrero, ahora estaban enterrados bajo montones de nieve. Se colocaron en las paredes de la bodega y se construyó un pasillo a un nivel inferior al de los barriles; según la altura de los barriles así se excavó en la barrera. Una vez sacada toda la nieve, una de las entradas se volvió a tapiar, mientras que por el otro extremo se construyó una gran entrada. Los conocimientos de Stubberud sobre la construcción de bóvedas fueron muy útiles, y a él se debe el honor de haber construido el espléndido arco que daba entrada al almacén del petróleo. Era un placer pasar por debajo; probablemente jamás nadie haya tenido un almacén para petróleo como éste. Pero Hassel no se detuvo ahí, la fiebre por la construcción lo tenía poseído. Su gran proyecto de conectar el almacén de carbón y madera con la casa, construyendo un túnel por debajo de la superficie, casi me dejó sin respiración; para mí aquello era una tarea de superhombres, y aun así lo consiguieron. La distancia que separaba la tienda del carbón de la casa era de unos nueve metros. Hassel y Stubberud trazaron su plan, de modo que el túnel rodearía la casa hasta entrar por el ángulo sudeste. Una vez discutido el proyecto, cavaron un profundo agujero en la barrera a medio camino entre la tienda y la casa, y desde aquí siguieron en las dos direcciones hasta que, en poco tiempo, habían concluido el trabajo. En ese momento Prestrud tuvo otra idea. Mientras el agujero central permanecía abierto, quiso aprovechar la oportunidad para instalar en él su sistema de observaciones con el péndulo. Lo hizo excavándolo en ángulo recto al túnel, de forma tal que su pequeño observatorio quedó situado entre la casa y el almacén del carbón. Cuando sacamos toda la nieve fuera del túnel y el gran agujero se volvió a tapar, podíamos ir directamente de la cocina a la tienda del carbón, sin tener la necesidad de salir fuera. Salíamos al cobertizo que rodeaba la casa, donde teníamos colocadas todas la provisiones enlatadas en perfecto orden, llegábamos al ángulo situado al sudeste, y desde este punto entrábamos en el nuevo pasadizo que nos llevaba directamente a la tienda del carbón. Justo en mitad del pasaje, a mano derecha, una puerta nos conducía al observatorio donde se había colocado el péndulo. Continuando por el pasadizo, lo primero que encontrábamos eran unos escalones de bajada. Al final todo terminaba en una empinada subida que comunicaba el pasadizo con el nivel superior. Cuando se llegaba a este lugar, uno se encontraba de repente justo en el centro de la tienda del carbón. Realmente era un trabajo bien hecho que hacía honor a sus diseñadores. Era realmente útil: Hassel podía traer carbón con cualquier tiempo bajo cubierto y se libraba de tener que dar paseos a la intemperie. Pero este no fue el final de nuestros grandes trabajos subterráneos. Queríamos tener un cuarto donde Wisting pudiera almacenar todas las cosas que tenía a su cargo. Estaba especialmente interesado en que las ropas de piel de reno estuvieran bajo techo. Nos pusimos manos a la obra para excavar una habitación lo suficientemente grande para albergar todos estos artículos y, al mismo tiempo, un espacio de trabajo suficiente para Wisting y Hanssen, quien tendría que retirar los trineos lo antes posible del almacén de Bjaaland. Wisting eligió para construir esta habitación un gran montículo de nieve que se había formado en las cercanías de la tienda donde se guardaban todos estos materiales, y se situaba al nordeste de la casa. «El Almacén de ropa», así lo llamamos, era bastante largo y disponía de espacio suficiente, no sólo para todo nuestro equipo, sino para montar un taller de confección. Desde allí una puerta conducía a otra habitación más pequeña donde Wisting colocó su máquina de coser, con la que trabajó durante todo el invierno. Continuando en dirección nordeste, llegábamos a otra gran habitación, llamada «el Palacio de cristal», donde colocamos todas las cajas de los trineos y los esquís. En este cuarto guardamos todas las provisiones para los viajes con los trineos. Al principio este lugar estuvo separado de todos los demás, lo que significaba que para llegar a él teníamos que salir al exterior. Más tarde, cuando Lindstrøm hubo cavado un enorme agujero en la barrera en el lugar donde cogía el hielo y la nieve para cocinar, hicimos una conexión desde allí hasta los dos cuartos antes mencionados; así, finalmente, conseguimos ir siempre a todos los almacenes por debajo de la nieve sin necesidad de salir al exterior.

También se levantó el observatorio astronómico. Estaba situado a la derecha del Palacio de cristal. Siempre pareció tener una estructura un tanto frágil y no mucho tiempo después pasó a mejor vida. Después de esto, Prestrud inventó muchos artilugios; durante un tiempo empleó un barril vacío como pedestal, y después un viejo bloque de madera. Su experiencia en sistemas de soporte fue muy variada.

A principios de mayo terminamos con todas estas tareas. Sólo nos quedaba una última cosa por preparar. Recolocar el almacén. Los pequeños montones en los que se apilaban las cajas nos resultaban molestos y el hueco entre cada montón de cajas favorecía la acumulación del hielo. Colocamos todas las cajas en dos largas filas, lo suficientemente alejadas como para impedir que la nieve se amontonase entre medias. Este trabajo nos llevó dos días.

Ahora los días eran bastante cortos y estábamos preparados para comenzar nuestros trabajos en el interior. Las tareas para el invierno se asignaron de la siguiente forma: Prestrud, observaciones científicas; Johansen, empaquetador de provisiones para los trineos; Hassel tenía que mantener el suministro de carbón, madera y parafina para Lindstrøm, y al mismo tiempo fabricar látigos —una ocupación que tenía bien aprendida desde la segunda expedición con el Fram—; Stubberud se dedicaba a conseguir que la carga de los trineos pesase lo mínimo, aparte de otras muchas cosas. No había nada que sus manos no pudiesen hacer, con lo que su programa de trabajo para el invierno no quedó del todo definido. Yo sabía que era capaz de realizar un montón de tareas diferentes, pero debe decirse que la preparación de la carga de los trineos ya era un trabajo bastante pesado. A Bjaaland se le asignó una tarea que todos considerábamos de enorme importancia, la modificación de los trineos. Sabíamos que se podía ahorrar mucho peso, pero no cuánto. Hanssen y Wisting tuvieron que sacudir entre los dos las pieles hasta que terminaron, y lo tuvieron que hacer en el Almacén de ropa. Además, estos dos hombres hicieron otras muchas cosas en su programa de invierno.

Hay mucha gente que piensa que una expedición polar es sinónimo de holgazanería. Ojalá hubieran venido algunas de estas personas a Framheim durante el invierno, hubiesen vuelto con otra opinión. No quiero decir que las horas de trabajo fueran excesivamente largas, las circunstancias no lo permitían, pero durante aquellas horas el trabajo tenía que ser rápido.

En algunos de los viajes con los trineos nos percatamos de que los termómetros eran muy frágiles. Sucedió con frecuencia que al principio del viaje alguien rompiera los termómetros, dejándonos sin medios para determinar la temperatura. En tales circunstancias uno tenía que acostumbrarse a estimarla, teniendo en cuenta la temperatura media del mes con cierto grado de oscilación. Estimar la temperatura de un solo día podía variar un poco, para más o para menos, pero, como digo, uno podía llegar a hacer una estimación de la temperatura media. Dándole vueltas al tema, se me ocurrió una especie de juego. Por la mañana cada hombre daba su estimación de la temperatura del día, la cual se anotaba en un libro. Al final del mes se repasaban todas las anotaciones y el premio —unos cuantos cigarros— se lo llevaba aquel que más veces hubiera acertado. Además de servirnos de práctica para estimar la temperatura, nos servía de diversión al comenzar el día. Cuando cada día es prácticamente igual al siguiente, cosa que normalmente nos sucedía, la primera hora de la mañana se hace un poco dura, sobre todo antes de tomar una taza de café. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que estos enfados matutinos fueron muy raros entre nosotros. Pero nunca se sabe, uno nunca puede estar seguro. El hombre más amable puede darte una sorpresa antes de que el café surta sus efectos. En estos casos las predicciones de cada uno hacían olvidar aquel mal momento, distraían a los hombres y les hacía desviar su atención a cosas más entretenidas. La opinión de cada hombre era esperada con expectación, y para evitar influir unos en otros se decían en secreto. Cada mañana, según iban apareciendo en escena, se tomaba nota de sus predicciones. «Ahora Stubberud. ¿Cuál es la temperatura de hoy?». Stubberud tenía su propia forma de calcularla, y nunca conseguí saber cómo. Un día, por ejemplo, miró a la cara de todos los que estaban a su alrededor. «Hoy no será un día de calor», dijo al final, con total convicción. Yo podía darle la razón de forma inmediata y decirle que había acertado. Teníamos -56° C. Los resultados mensuales fueron muy interesantes. Creo recordar que la mejor marca de la competición mostró unos ocho datos correctos, aproximadamente. A veces sucedía que alguno de los hombres mantenía su predicción muy cerca de la realidad durante mucho tiempo y de repente, un día, cometía un error de 25°. Se comprobó que los ganadores diferían tan sólo en unas décimas de grado respecto a la temperatura real de todo el mes, y si uno tomaba la media de todos los jugadores, daba un resultado prácticamente calcado de la realidad. A la vista de los resultados se instituyó este método de medida de temperatura. Si más adelante hubiéramos tenido la mala suerte de perder todos los termómetros, podríamos decir que no todo estaba perdido. De todas formas, conviene decir que durante nuestro viaje al Sur llevamos cuatro termómetros con nosotros. Los empleamos para tomar temperaturas tres veces al día y todos regresaron en perfectas condiciones. Wisting fue el encargado de esta rama de la ciencia, y creo que no romper ningún termómetro fue una hazaña sin precedentes.