Capítulo XI.
A través de las montañas
Al día siguiente, 17 de noviembre, comenzamos la ascensión. En previsión de cualquier contingencia, dejé en el almacén un papel con información del camino que intentábamos tomar por las montañas, junto con el plan de lo que pensábamos hacer, nuestro equipo, provisiones, etc. El tiempo era bueno, lo que venía siendo habitual, al igual que la marcha. Los perros superaron nuestras expectativas; las dos cuestas más empinadas las subieron al trote. Empezamos a pensar que no habría problema que no pudiésemos superar; los casi ocho kilómetros recorridos el día anterior, y que imaginábamos que también serían suficientes para hoy, aun los hicimos en menos tiempo con los trineos cargados. Los pequeños glaciares que teníamos que ascender resultaron ser bastante empinados y en algunos lugares tuvimos que arrastrar un par de trineos uniendo dos equipos de perros. Estos glaciares parecían ser bastante antiguos y daban la impresión de estar totalmente inmóviles. No se veían grietas recientes; las que encontramos eran largas y anchas, pero con los bordes muy redondeados por todas partes y prácticamente llenas de nieve. Para evitar caer en ellas a la vuelta, construimos nuestros monolitos de tal forma que nos indicaran el camino abierto entre ellos, libre de cualquier peligro. En estas colinas no solíamos llevar ropa polar; el sol, que brillaba alto y limpio, nos acaloraba bastante y nos obligaba a desprendernos de la mayoría de nuestras prendas. Pasamos junto a varias cumbres de entre novecientos y dos mil cien metros de altura; la nieve de una de ellas estaba teñida de un marrón rojizo.
Aquel primer día recorrimos una distancia de dieciocho kilómetros y medio, ascendiendo seiscientos metros. Ese día establecimos nuestro campamento sobre un pequeño glaciar entre enormes grietas; al frente y a los lados se elevaban altísimas cumbres. Una vez montada la tienda, organizamos dos partidas para estudiar el camino a seguir. Unos —Wisting y Hanssen— tomaron el curso del glaciar, que parecía la ruta más fácil desde el lugar donde habíamos puesto la tienda; este camino ascendía rápidamente a mil doscientos metros y desaparecía en dirección sudoeste entre dos cumbres. Bjaaland formaba el otro equipo. Naturalmente, esta ascensión le parecía demasiado aburrida y comenzó a subir por la parte más empinada de la montaña. Le vi desaparecer por la cumbre, en lo alto, como una mosca. Hassel y yo nos quedamos realizando las tareas del campamento y del interior de la tienda.
Nos sentamos dentro a charlar, cuando de pronto escuchamos que alguien se acercaba silbando hacia la tienda. Nos miramos uno a otro; un compañero llegaba a toda velocidad. No tuvimos dudas de quién era: Bjaaland, por supuesto. Debía estar recordando viejos tiempo. Tenía muchas cosas que contarnos; entre otras, había encontrado «un buen descenso» por el otro lado. Yo no tenía muy claro lo que para él significaba «bueno». Para asegurarme, le pregunté si era tan bueno como la ascensión que habíamos hecho. Entonces oímos cómo llegaban los otros, aunque aún muy lejos. Ellos también habían cubierto mucho terreno, pero no hablaban de «buen descenso». Aunque ambas partidas coincidían en que por desgracia tendríamos que volver a descender. Habían visto inmensos glaciares que se extendían bajo nosotros y discurrían de este a oeste. Surgió una larga discusión entre los dos equipos, rivalizando por sus «descubrimientos».
—Sí, pero fíjate, Bjaaland, pudimos ver que desde donde estabas había una caída en vertical.
—Vosotros no podíais verme. Os digo que estaba al oeste de la cumbre que se encuentra al sur de la cumbre que…
Me negué a prolongar la discusión un momento más. La manera en la que los dos equipos habían desaparecido y vuelto de nuevo a aparecer me dio los argumentos para decidirme a favor de la ruta tomada por los que habían llegado últimos. Agradecí a estos hombres su empeño y su agotadora caminata en interés de la expedición y me fui directamente a dormir. Soñé toda la noche con montañas y precipicios, y me desperté con Bjaaland silbando desde el cielo. Expliqué una vez más por qué me había decidido por aquella ruta y me marché de nuevo a dormir.
A la mañana siguiente debatimos si no sería mejor llevar los trineos de dos en dos; los glaciares que se nos presentaban eran los suficientemente empinados como para poner dos equipos en cada trineo. En muy poca distancia ascendían a seiscientos metros. Pero decidimos, primeramente, intentarlo con equipos de uno en uno. Los perros nos habían mostrado unas aptitudes muy por encima de las que habíamos supuesto; quizá fueran capaces de hacerlo. Salimos de la tienda. Comenzamos la ascensión inmediatamente —buen ejercicio después de desayunar casi un litro de chocolate—. Nuestra marcha no era rápida, pero íbamos avanzando en nuestro camino. A veces daba la impresión de que el trineo se paraba, pero un grito del guía y un chasquido del látigo y los perros se ponían en movimiento. Fue un buen comienzo del día, aunque en cuanto terminamos la subida les dimos un bien merecido descanso. Cruzamos al otro lado por un estrecho paso. Un magnífico panorama apareció ante nosotros. Este paso terminaba en una pequeña meseta, que unos cuantos metros más adelante caía por una pronunciada pendiente hasta llegar a un largo valle. A nuestro alrededor, una cumbre tras otra, por todos lados. Una vez que dejamos atrás este paisaje, pudimos seguir mejor nuestro rumbo. Ahora podíamos ver la cara sur de la inmensa montaña Nansen y la de Don Pedro Christophersen en toda su extensión. En medio de estas montañas podíamos seguir el curso de un glaciar que ascendía formando terrazas a ambos lados. Parecía que la superficie estaba bastante quebrada y peligrosa, pero pudimos abrir una vía entre las numerosas grietas y avanzar un largo trecho, aunque también vimos que no nos iba a permitir atravesarlo completamente. Entre la primera y la segunda terraza el hielo estaba intransitable, pero encontramos una cornisa sólida junto a la montaña; «Don Pedro» nos ayudaría. Hacia el norte, a lo largo de la montaña Nansen, no había otra cosa que caos, era imposible pasar por allí. Construimos un gran monolito donde nos encontrábamos y desde allí trazamos nuestra ruta con ayuda de la brújula.
Regresé hasta el paso que habíamos cruzado para ver la barrera por última vez. La nueva cadena montañosa aparecía puntiaguda y limpia; podíamos distinguir cómo giraba desde el este en dirección este-nordeste, para desaparecer por el nordeste a 84° S, según nuestros cálculos. Vista desde esta altura daba la impresión de que la cadena montañosa continuaba aún más lejos. Según nuestro barómetro, la terraza en la que nos encontrábamos estaba a mil doscientos metros sobre el nivel del mar. Desde aquí sólo había un camino de descenso y comenzamos a bajar. Teníamos que hacerlo con muchísimo cuidado ya que al llevar los trineos cargados, la velocidad de estos podía llegar a ser incontrolable. Si esto ocurría no sólo había peligro de que arrollase a los perros, sino también de chocar contra un bloque de hielo y hacerse pedazos. Esto era lo más importante de todo, ya que los trineos llevaban el medidor de distancias. De todas formas, en las bajadas colocábamos cuerdas en los patines de los trineos a modo de frenos. Era una cosa muy simple, bastaba enrollar un trozo de cuerda alrededor de cada patín; cuantas más vueltas les dábamos, más eficaz era el freno. El arte consistía en dar el número exacto de vueltas para conseguir la frenada exacta. Este cálculo no siempre era acertado y como consecuencia, antes de llegar al final del descenso, tuvimos varias colisiones. Uno de los guías, concretamente, parecía tener un especial desprecio por los frenos adecuados; descendía como un relámpago, arrollando a cualquiera que estuviese delante. Con la práctica llegamos a evitarlo, pero las cosas pintaron mal en varias ocasiones.
La primera bajada fue de doscientos cincuenta metros; después tuvimos que cruzar un ancho y agotador valle antes de ascender de nuevo. La nieve entre las montañas estaba muy suelta y era profunda, lo que hizo que los perros hicieran un duro trabajo. Todos los ascensos que siguieron fueron por glaciares bastante empinados, y el último fue el de mayor pendiente de toda la jornada; fue una difícil tarea, incluso poniendo equipos dobles de perros. Marchar en cabeza de los perros por estas cuestas, como pude comprobar, era un asunto que Bjaaland llevaba a cabo de manera más satisfactoria que yo, con lo que le cedí el puesto. El primer glaciar era elevado, pero el segundo era como la pared de una casa. Era una delicia ver cómo Bjaaland usaba allí sus esquís; estaba claro que no era la primera vez que subía una montaña de esa manera. No era menos interesante ver a los perros y a los guías acometer estas subidas. Hanssen llevaba él solo uno de los trineos; Wisting y Hassel el otro. Iban a empujones, paso a paso, hasta que llegaban a la cima. Con todo, el segundo equipo en subir lo tenía más fácil siguiendo las huellas del primero.
En aquel momento estábamos a mil cuatrocientos metros de altitud, y la última subida, casi cuatrocientos metros. Habíamos llegado a una llanura; después de que los perros descansaran reanudamos la marcha. Ahora, según avanzábamos, teníamos una mejor visión del camino a seguir, que antes las montañas nos habían negado. Un enorme glaciar se abría ante nosotros, según podíamos ver, extendiéndose desde la barrera y entre las montañas más altas, discurriendo de este a oeste. Era por este glaciar por donde tendríamos que llegar a la planicie; lo veíamos de manera clara. Antes de llegar aún teníamos que hacer un descenso y desde aquí arriba podíamos distinguir los bordes de una gran brecha que por prudencia decidimos ir a inspeccionar con antelación. Como pensábamos, hasta allí llegaba el borde de un glaciar, con largas y feas grietas en muchos lugares; pero no era tan difícil como para impedir que alcanzásemos, aunque siempre con precaución y usando buenos frenos, la zona helada principal del glaciar Axel Heiberg. El plan que nos habíamos propuesto era tratar de remontarlo por donde se levantaban abruptas masas de hielo entre las dos montañas. La tarea, finalmente, fue más dura de lo que habíamos creído. En primer lugar, la distancia fue tres veces mayor de lo que pensábamos y, en segundo lugar, la nieve estaba tan suelta y profunda que dificultó en gran medida el trabajo de los perros, y más después de los anteriores esfuerzos. Establecimos nuestra ruta a lo largo de la vía abierta que habíamos sido capaces de seguir entre las numerosas grietas hasta la primera terraza. Allí, glaciares afluentes llegan de todas partes a unirse al principal; uno de estos pequeños brazos fue el que alcanzamos esa tarde, justo debajo de Don Pedro Christophersen.
El pie de la montaña donde colocamos nuestro campamento era un caos de inmensos bloques de hielo. El glaciar en el que nos encontrábamos estaba muy quebrado, pero, como en todos los demás, las grietas eran antiguas y se desplazaban con el glaciar. La nieve también estaba muy suelta y tuvimos que prensarla con los pies para colocar la tienda, pudimos clavar el mástil sin encontrar resistencia; probablemente hubiera estado mejor no clavarlo tanto. Por la tarde, Hanssen y Bjaaland salieron a reconocer la zona y se encontraron con las dificultades que habíamos visto en la distancia. El camino para llegar a la primera terraza fue fácilmente accesible; el terreno que nos separaba hasta la segunda aún estaba por descubrir.
Fue un duro trabajo subir al día siguiente desde la primera terraza. El brazo del glaciar que teníamos que subir no era muy largo, pero sí con pendiente y lleno de grandes grietas; teníamos que hacerlo por turnos, con dos equipos de trineo a la vez. El ritmo de la marcha era, afortunadamente, mejor que el día anterior y la superficie del glaciar era lisa y firme, con lo que los perros realizaron un estupendo trabajo. Bjaaland iba de avanzadilla en estos empinados glaciares, y le costó trabajo mantenerse delante de aquellos inquietos animales. Nadie podría haber pensado que estuviéramos entre 85° y 86° S: el calor era hasta desagradable y, aunque íbamos ligeramente vestidos, sudábamos como si estuviésemos corriendo por los trópicos. Ascendíamos de manera rápida y, a pesar de los repentinos cambios de presión, no teníamos dificultades para respirar, ni dolores de cabeza, ni otras molestias. Estábamos seguros de que todas estas sensaciones harían su aparición con el tiempo. Teníamos muy presente en nuestra memoria la descripción de Shackleton acerca de su marcha sobre la planicie, cuando hablaba de violentos dolores de cabeza y otros síntomas desagradables que estaban a la orden del día.
En un tiempo relativamente corto alcanzamos la cornisa del glaciar, la cual habíamos visto desde muy lejos; la superficie no era muy lisa y terminaba en una ligera subida hasta el borde. Cuando llegamos al lugar hasta donde Hanssen y Bjaaland habían llegado en su viaje de reconocimiento la tarde anterior, tuvimos un buen panorama del camino que había por el glaciar. Seguir adelante era una tarea imposible; habría que pasar entre dos grandes montañas, y la superficie era una grieta tras otra, tan enormes y complicadas, que tuvimos que reconocer que nuestro avance futuro estaba complicado. Ascender Fridtjof Nansen no era factible; esta montaña se elevaba perpendicular, con tramos de roca desnuda y formaciones glaciares tan salvajes y quebradas, que nos obligaron a desechar cualquier pensamiento de cruzar en esa dirección. Nuestra única posibilidad era dirigirnos hacia Don Pedro Christophersen; allí, tan lejos como la vista alcanzaba, la conexión entre el glaciar y tierra firme ofrecía posibilidades de futuros progresos. Sin solución de continuidad, la nieve del glaciar se unía con la de la ladera de la montaña, la cual ascendía rápidamente hacia su peculiar cumbre desnuda. De todas formas, nuestra visión no llegaba muy lejos. La primera parte de la montaña tenía una cresta que discurría de este a oeste, en la cual podíamos ver enormes precipicios por todas partes. Desde donde nos encontrábamos, teníamos la impresión de que seríamos capaces de continuar nuestro camino bajo esa cresta sorteándolos, y de esta forma llegar más allá de este difícil tramo del glaciar. Estábamos seguros de tener éxito, pero no lo estaríamos del todo hasta que no llegásemos a la misma cresta.
Tomamos un pequeño descanso y continuamos. Estábamos impacientes por ver si podíamos avanzar hacia arriba. No había duda de que tendríamos que hacerlo formando equipos dobles; primero subiríamos los trineos de Hanssen y Wisting, y después los otros dos. No es que nos hiciera mucha gracia tener que recorrer dos veces este tramo, pero las condiciones se imponían. Hubiésemos estado más contentos de haber sabido que este era el último ascenso que requeriría equipos dobles; pero aún no lo sabíamos y menos aún nos lo imaginábamos. El mismo duro trabajo y los mismos problemas para conseguir que los perros mantuviesen el paso y llegar finalmente bajo la cresta rodeada de precipicios. Ni se nos ocurrió seguir adelante sin explorar antes el terreno. Desde luego, la marcha del día no había sido particularmente larga, pero el tramo recorrido nos había dejado extenuados. Por tanto, acampamos; montamos la tienda a una altitud de mil setecientos veintidós metros sobre el nivel del mar.
De inmediato nos dedicamos a reconocer el terreno, y lo primero que hicimos fue examinar la vía que habíamos visto desde más abajo. Nos conducía en línea recta hacia el glaciar, de este a oeste, de la manera más corta. Aunque no siempre la línea más corta es la mejor; en cualquier caso, podíamos confiar en que otra ruta más larga tuviera mejores condiciones. El camino más corto era terrible, aunque posiblemente no del todo impracticable, y sería el mejor de no encontrar otro. Primero tendríamos que superar una difícil pendiente, totalmente lisa, que formaba un ángulo de 45° y terminaba en un precipicio sin fondo. No sería muy agradable atravesarla con los esquís y menos aún hacerlo con los trineos cargados. La posibilidad de que un trineo con su guía cayera por la pendiente y desapareciera en aquel enorme abismo, era considerable. Cruzamos con los esquís y continuamos nuestra exploración. La ladera de la montaña por la que íbamos avanzando se iba haciendo poco a poco cada vez más estrecha, entre vastas fisuras por arriba y por abajo, hasta que finalmente cruzamos por un estrecho puente, poco más ancho que un trineo, y llegamos al glaciar. A cada lado del puente había un profundo y azulado abismo. Cruzar por ahí no era muy atrayente; sin duda, tendríamos que soltar a los perros y arrastrar nosotros mismos los trineos, de manera que —suponiendo que el puente aguantase— pudiéramos seguir progresando, ya sobre el glaciar, el cual nos daba la impresión de que nos depararía muchas y desagradables sorpresas. Era muy posible que, con tiempo y paciencia, fuéramos capaces de ir sorteando la aparentemente interminable sucesión de profundas grietas; pero antes de nada, tendríamos que ver si podíamos encontrar un camino más practicable en alguna otra dirección. Por tanto, volvimos al campamento.
Allí, mientras tanto, habían puesto todo en orden, montado la tienda y alimentado a los perros. Ahora llegaba la gran cuestión: ¿Qué había al otro lado de la cuesta? ¿Reinaría la misma desesperada confusión o sería más fácil de practicar? Tres de nosotros decidimos ir a ver. Nuestra excitación crecía según nos acercábamos a la cima; muchas cosas dependían de encontrar un camino razonable. Un empujón más y estábamos arriba; el esfuerzo mereció la pena. La primera ojeada nos mostró que este era el camino que teníamos que seguir. La ladera de la montaña discurría suave y lisa bajo la altísima cumbre —como la torre de una iglesia— de la montaña Don Pedro Christophersen, y seguía la dirección del glaciar. Podíamos ver dónde esta larga y llana superficie se unía con el glaciar, y no mostraba apariencia de tener grietas ni fisuras. Evidentemente, vimos algunas, pero quedaban muy alejadas y no nos darían ningún problema. Pero aún nos encontrábamos muy lejos para ser capaces de sacar conclusiones serias sobre el estado de la superficie, por lo que nos dirigimos hacia el centro para examinar las condiciones más de cerca. Aquí la superficie era de una nieve muy suelta y profunda; nuestros esquís se desplazaban con facilidad, pero para los perros iba a ser bastante pesado. Avanzábamos rápidamente y pronto llegamos a la zona de las enormes grietas. Eran grandes y profundas, pero tan dispersas como para encontrar camino entre ellas sin mayor problema. El valle entre las dos montañas por el que discurría el glaciar Heiberg se hacía cada vez más estrecho según llegaba a su final y, aunque el aspecto aún era bueno, yo temía encontrar alguna perturbación cuando llegásemos al punto donde se encontraba con la ladera de la montaña. Pero mis temores fueron infundados; manteniéndonos en línea recta bajo Don Pedro, evitamos las dificultades y en poco tiempo, para nuestra alegría, nos encontramos lejos y por encima de la parte más caótica del glaciar Heiberg, que había impedido completamente nuestro progreso.
Aquí arriba todo era extrañamente tranquilo; la ladera de la montaña y el glaciar se unían en una gran terraza lisa —una llanura, podría decirse— sin irregularidades de ninguna clase. Podíamos ver depresiones en la superficie donde se habían formado las grietas, aunque ahora se encontraban totalmente rellenas de nieve, formando una sola superficie al mismo nivel de lo que la rodeaba. Podíamos ver el final de este imponente glaciar y formarnos una idea de sus proporciones. Las montañas Wilhelm Christophersen y Ole Engelstad constituían su parte final; estas dos cumbres en forma de colmena, totalmente cubiertas de nieve, subían como dos torres hacia el cielo. Comprendimos que ante nosotros teníamos el último ascenso y lo que veíamos en la distancia entre las dos montañas era la mismísima gran planicie. Ahora la cuestión era encontrar el camino de ascenso y conquistar este último obstáculo de la manera más fácil posible. Con la atmósfera completamente limpia pudimos ver hasta los más pequeños detalles a través de nuestros excelentes prismáticos y hacer nuestros cálculos con bastante precisión. Sería posible ascender al Don Pedro; ya habíamos hecho antes cosas como aquella. Pero aquí la cara de esta montaña mostraba bastante pendiente, con muchas y grandes grietas, terribles y gigantescos bloques de hielo. Entre Don Pedro y Wilhelm Christophersen, uno de los brazos del glaciar llegaba hasta la planicie; en él no se apreciaban perturbaciones ni fisuras, por lo que podría ser un buen lugar. Entre Wilhelm Christophersen y Ole Engelstad no había manera de poder cruzar. Y entre Ole Engelstad y Fridtjof Nansen, en cambio, parecía ser más prometedor, pero la primera de estas montañas obstruía aún nuestra visión de tal manera que no podíamos tomar decisiones con claridad. Los tres estábamos cansados, pero estuvimos de acuerdo en continuar nuestra excursión y descubrir todo lo que se escondía por aquí. El trabajo de hoy significaba que el progreso de mañana sería más fácil. Así que seguimos adelante y dirigimos nuestros pasos a la parte lisa más alta de la terraza del glaciar Heiberg. Según avanzábamos, el terreno entre Nansen y Engelstad se iba ensanchando cada vez más; ya no teníamos la necesidad de seguir adelante, pues viendo el tipo de formaciones fuimos capaces de decidir cuál era sin lugar a dudas el camino para subir. Si el último ascenso al final del glaciar, el cual era sólo parcialmente visible, presentase dificultades, nos las podríamos arreglar desde donde nos encontrábamos sin mayores problemas; podíamos llegar hasta la parte final de la montaña Nansen, la cual daba acceso a la planicie por un glaciar con pocas dificultades. Sí, ahora estábamos convencidos de que lo que teníamos ante nosotros era la gran planicie y no otra cosa. En el paso entre las dos montañas, a una pequeña distancia de la planicie, Helland Hansen mostraba su cumbre un tanto curiosa. Era como si una nariz emergiese desde la planicie, simplemente una nariz; su alargada forma me recordaba mucho al aguilón de un tejado. Aunque este pico era el único visible, tenía una altura de tres mil trescientos cincuenta metros sobre el nivel del mar.
Después de haber inspeccionado todas las características de la zona y descubrir por dónde —si el tiempo lo permitía— alcanzaríamos la planicie, volvimos al campamento, totalmente satisfechos con el resultado del viaje. Todos coincidíamos en que estábamos cansados a la vez que ansiosos de llegar a la tienda y comer algo. El lugar desde donde regresamos estaba, según nuestro barómetro, a dos mil cuatrocientos treinta y ocho metros sobre el nivel del mar; nos encontrábamos, por tanto, setecientos sesenta metros por encima del lugar donde estaba la tienda en la ladera de la colina. Volver atrás sobre nuestros propios pasos fue una tarea fácil, aunque el retorno se nos hizo monótono. En muchos lugares la bajada era rápida y en un par de carreras estaba hecha. En la aproximación a nuestra zona de acampada se hallaba el descenso más pronunciado, y aquí nos asaltaron dudas de cómo bajar; encontramos más prudente juntar los bastones y utilizarlos de freno. Llegamos abajo de forma casi elegante y todos a la vez. Al llegar nos encontramos con una magnífica e imponente vista de la cresta de la montaña bajo la cual —bastante abajo— estaba nuestra tienda. Rodeada por todas partes de enormes grietas y profundos abismos, podía decirse que el lugar donde acampamos no era un lugar acogedor. Visto desde este punto, el agreste paisaje era indescriptible: abismo tras abismo, grieta tras grieta, grandes bloques de hielo amontonados por los alrededores… daba la impresión de que la naturaleza era demasiado poderosa para nosotros. No había manera de avanzar por allí.
Contemplar esta escena nos causó una cierta satisfacción. El pequeño punto oscuro de abajo —nuestra tienda— nos produjo cierto sentimiento de fuerza y de poder entre tanto caos y confusión. Sabíamos de sobra que el terreno, desde luego, estaba en muy malas condiciones, aunque no hubiésemos tenido que modificar mucho la ruta para encontrar un lugar donde colocar nuestra pequeña tienda. El estrépito de bloques de hielo chocando entre sí, estruendo sobre estruendo, llegaba a nuestros oídos. Un retumbar desde el monte Nansen, ahora desde cualquier otro; podíamos ver nubes de hielo levantarse en el aire. Era evidente que estas montañas se quitaban su manto de invierno para ponerse ropa más primaveral.
Bajamos a toda velocidad hasta la tienda, donde nuestros compañeros tenían todo en un perfecto orden. Los perros estaban tumbados dormitando al calor del sol y difícilmente accedieron a moverse según pasamos corriendo entre ellos. Dentro de la tienda hacía un calor casi tropical; el sol daba directamente sobre la lona roja, calentándola. El hornillo Primus zumbaba y silbaba y el bote de pemmican hervía a borbotones. No deseábamos otra cosa en el mundo más que entrar, arrojarnos al suelo, comer y beber. Las noticias que traíamos no eran insignificantes —mañana, en la planicie—. Sonaba demasiado bien como para ser verdad; habíamos calculado que tardaríamos diez días y ahora resultaba que íbamos a tardar cuatro. De esta manera ahorraríamos gran cantidad de comida para perros, con lo que podríamos sacrificar a los animales seis días antes de lo calculado. Esa tarde la tienda fue una fiesta; no es que tuviéramos nada especial para comer —eso no nos lo podíamos permitir—, pero la idea de unas chuletas frescas de perro esperándonos al llegar a la cima nos hacía la boca agua. Con el tiempo nos habíamos habituado tanto a la idea de sacrificar perros que ya no nos parecía tan terrible, y no podía ser de otra manera. El juicio ya se había dictado y seleccionado los perros que valía la pena conservar y cuáles tenían que ser sacrificados. Puedo afirmar que fue muy difícil decidir, pues todos eran eficientes.
Los estruendos prosiguieron toda la noche y una avalancha tras otra dejó al descubierto partes de las montañas que habían estado escondidas desde tiempo inmemorial. Al día siguiente, 20 de noviembre, nos levantamos y estuvimos preparados a las ocho, como era habitual. El tiempo era espléndido, claro y en calma. Conseguir llegar hasta la cresta fue un duro comienzo para nuestros perros, pero hicieron un buen trabajo, tirando de los trineos sin tener que doblar los equipos esta vez. La marcha era pesada, como el día anterior y nuestro avance por la nieve suelta era más bien lento. No seguimos los pasos del día anterior, sino que dirigimos nuestra ruta directamente al lugar donde habíamos decidido intentar el ascenso. Según nos acercábamos al monte Ole Engelstad, bajo el cual teníamos que pasar para conseguir llegar al brazo del glaciar situado entre este y el monte Nansen, nuestro ánimo se acrecentó. ¿Cómo será el final? ¿Terminará antes de entrar en la planicie de manera suave o estará totalmente resquebrajado e intransitable? Bordeamos el monte Engelstad cada vez más; la apertura se hacía cada vez más ancha. La superficie parecía extremadamente buena y poco a poco fue mostrándose ante nuestros ojos; daba la impresión de sentirse avergonzada por haber estado tan mal los días anteriores. Al final todo el paisaje se desveló extendiendo ante nosotros, sin ninguna clase de obstáculos, la última parte de la ascensión. Era más larga y más empinada de lo que realmente parecía y coincidimos en tomarnos un pequeño descanso antes de iniciar el ataque final.
Paramos justamente bajo el monte Engelstad, en un lugar templado por el calor del sol, y nos permitimos por esta vez un pequeño refrigerio, un lujo que hasta entonces no nos habíamos consentido. Sacamos del trineo la caja de la cocina y muy pronto la Primus estaba humeando de tal manera, que nos indicaba que no pasaría mucho tiempo antes de que el chocolate estuviera preparado. ¡Qué sabor más celestial! Todos teníamos calor de tanto andar y nuestras gargantas estaban secas como la yesca. El contenido del puchero lo sirvió Hanssen, nuestro cocinero. Cuando lo repartía, sólo tomaba la mitad de su ración; no había forma de persuadirle para que tomara la parte que le correspondía, siempre dejaba el resto para compartirlo con sus compañeros. La bebida que había preparado esta vez era lo que él llamaba chocolate, aunque yo tengo alguna dificultad en creerlo. Era muy económico —así era Hanssen— y no permitía despilfarros; lo que resultaba manifiesto viendo aquel chocolate. Pero, para quienes acostumbramos a considerar «pan y agua» como un lujo, nos supo, como he dicho, a manjar celestial. Esta era la parte líquida de la comida; si alguien quería algo extra para comer, se lo tenía que buscar él mismo. ¡Dichoso aquel que hubiera guardado alguna galleta del desayuno!
Nuestra parada no fue muy larga. Es una cosa muy extraña, cuando sólo llevas una ropa interior ligera y un impermeable, uno no puede permanecer inmóvil mucho tiempo sin sentir frío. Aunque la temperatura no bajaba de -20° C, nos alegramos de volver a ponernos en marcha. El último ascenso fue un trabajo bastante duro, especialmente la primera mitad. Nunca esperamos poder realizar esta subida con los equipos sencillos de perros, pero de todas formas lo intentamos. Gracias a este último empujón debemos el más alto de los elogios tanto a los perros como a sus guías; fue una brillante demostración por ambas partes. Aún tengo presente la escena ante mí. Los perros parecían entender que este era el último gran esfuerzo que les estábamos pidiendo; se arrastraban por el suelo mientras tiraban, clavando sus patas mientras remolcaban el trineo. Aunque tenían que parar frecuentemente para recobrar el aliento, entonces la fuerza de los guías se ponía a prueba. No era un juego de niños poner en movimiento una y otra vez un trineo totalmente cargado. ¡Qué labor realizaron en esa pendiente, tanto hombres como animales! Siguieron, centímetro a centímetro, hasta que la parte más pronunciada quedó a sus espaldas. Antes de comenzar el resto de la subida descansaron un rato; este tramo era más suave y lo pudieron hacer del tirón. Con todo, fue muy duro y nos llevó bastante tiempo llegar hasta la planicie, en la cara sur del monte Engelstad.
Teníamos una mezcla de curiosidad e inquietud por ver cómo se presentaba la planicie. Esperábamos una gran llanura lisa, extendiéndose sin fin hacia el sur; pero nos decepcionó. Hacia el sudoeste la superficie se mostraba lisa y en perfecto estado, pero esa no era la ruta que teníamos que seguir. Hacia el sur se levantaba una cordillera que discurría de este a oeste, probablemente continuación de la cadena montañosa que cruzaba hacia el sudeste, o como conexión entre esta y la planicie. Tenazmente, continuamos con nuestra marcha; no podíamos rendirnos hasta que no estuviésemos ante la propia planicie. Nuestra esperanza era que las cumbres que terminaban en el monte Don Pedro Christophersen fuesen las últimas; era lo que teníamos ante nosotros. El camino se tornó cuesta arriba inmediatamente, la nieve suelta desapareció y unas acumulaciones puntiagudas de nieve producidas por el viento (el sastrugi[26]) comenzaron a aparecer ante nosotros. Fue especialmente molesto afrontar esta última subida; iba de sudeste a nordeste y la superficie era tan dura como el pedernal, con puntas tan afiladas como cuchillos. Una caída hubiese tenido serias consecuencias. Uno podría pensar que los perros habían tenido suficiente trabajo ese día como para estar cansados, pero esta última cresta con sus molestas formaciones de nieve no pareció que finalmente les diera mucho trabajo. Todos seguimos la marcha alegremente, a remolque de los trineos, hasta llegar a lo que nos parecía ser la planicie; paramos a las 8 de la tarde. El tiempo se mantenía bueno y teníamos una buena visión en la distancia. En la lejanía y extendiéndose hacia el noroeste, se alzaba una cumbre tras otra; esta era la cadena montañosa que discurría hacia el sudeste y que ahora veíamos desde el otro lado. Más cerca de nosotros, en el otro lado, sólo veíamos la parte de atrás de las montañas tantas veces mencionadas. Después de esto aprendimos que la perspectiva puede ser muy engañosa. Consulté mi barómetro en cuanto llegué al lugar de acampada, e indicaba tres mil trescientos veintiocho metros sobre el nivel del mar, lo que confirmó el hipsómetro. Todos los medidores de distancias de los trineos marcaban diecisiete millas náuticas o treinta y un kilómetros. El trabajo de este día —treinta y un kilómetros con un ascenso de mil setecientos cincuenta metros— nos da una idea de lo que pueden hacer unos perros cuando están bien entrenados. Nuestros trineos aún llevaban un peso considerable; el mejor testimonio que podemos dar de nuestros perros es la narración de los hechos tal cual.
Fue difícil encontrar sitio para colocar la tienda. Aquí la nieve era muy dura y con muchas irregularidades. Con todo, encontramos un lugar apropiado y la montamos. Los sacos de dormir y demás petates me los pasaron por la puerta de la tienda y yo los coloqué dentro, como siempre solíamos hacer. La cocina y las provisiones necesarias para la noche y la mañana siguiente también se pasaron dentro; pero la parte de mis tareas que hice más rápido de lo normal esa noche, fue poner en marcha la lámpara Primus y bombearla para que tomara presión. Esperaba que hiciera suficiente ruido como para amortiguar los disparos que pronto comenzaría a oír. Veinticuatro de nuestros bravos compañeros, de nuestros más fieles ayudantes, estaban sentenciados a muerte. Fue muy duro, pero así tenía que ser. Estuvimos de acuerdo en que era ineludible para poder alcanzar nuestra meta. Cada hombre tuvo que sacrificar sus propios perros según el número fijado.
Aquella tarde cocinamos el pemmican lo más rápido posible, creo que estuve inusualmente laborioso para no ponerme emotivo. Entonces sonó el primer disparo. No soy un hombre nervioso, pero tengo que admitir que comencé a estarlo. Momentos después un disparo sucedía a otro, y producían un extraño sonido sobre la planicie. Cada vez, un fiel sirviente perdía la vida. Pasó mucho tiempo antes de que el primer hombre informara que había terminado; todos abrieron sus perros en canal y les sacaron las vísceras para evitar que pudiesen contaminar el resto de la carne. Los compañeros de las víctimas las devoraron en su mayor parte aún calientes; realmente eran voraces. Suggen, uno de los perros de Wisting, se mostró especialmente entusiasta de estos despojos; después de disfrutar de estas delicatessen, se le podía ver tambaleándose con la barriga totalmente deformada. Al principio, muchos parecían no querer comer, pero finalmente les llegó el apetito.
El ambiente de fiesta que debería haber esa noche en la tienda —la primera en la planicie— no hizo acto de presencia; se respiraba un ambiente de tristeza y depresión, pues habíamos tomado mucho cariño a nuestros perros. «La Carnicería» fue el nombre que pusimos a aquel lugar. Acordamos permanecer allí dos días para descansar y comernos a los perros. Entre nosotros, más de uno no quería ni oír hablar de tomar parte en aquel festín, pero a medida que pasaba el tiempo y el hambre apretaba, este punto de vista fue cambiando; así, poco antes de dejar La Carnicería, solamente hablábamos y pensábamos en chuletas de perro, filetes de perro y cosas parecidas. Aunque hay que decir que en la primera noche nos pusimos restricciones; pensamos que no debíamos lanzarnos sobre nuestros amigos de cuatro patas y devorarlos mientras aún estuvieran calientes.
Pronto descubrimos que la Carnicería no era un lugar muy hospitalario. Durante la noche la temperatura se hundió y violentas ráfagas de viento barrieron toda la llanura, agitando y desgarrando la tienda, aunque fue mucho peor conseguir sujetarla. Los perros dedicaron la noche a comer; prestando un poco de atención se les podía oír morder y triturar. Los efectos del cambio de altura y la rapidez con que lo hicimos se hizo notar enseguida; cuando quería darme la vuelta en el saco, tenía que hacerlo de manera lenta si no quería perder la respiración; a todos mis compañeros les afectaba de la misma manera, lo sabía sin tener que preguntarles: me lo decían mis oídos.
Cuando salimos de la tienda todo estaba tranquilo, pero las condiciones atmosféricas no eran prometedoras; el cielo estaba nublado y amenazador. Ocupamos la mañana en desollar algunos perros. Como ya dije, no todos los supervivientes querían comer carne de perro, por lo que se la teníamos que servir de la manera más atractiva posible. Una vez desollados y descuartizados los colocamos en una larga fila; incluso los más escrupulosos vencieron sus ascos. Antes de quitarles la piel no habríamos sido capaces de persuadirlos para comer esa mañana; probablemente la diferencia residía en el olor que desprendía la piel, y debo admitir que no era muy apetitoso. Los trozos de carne, alineados en el hielo, tenían una buena presencia; ninguna carnicería podría haber exhibido un mejor género con estos diez perros desollados y troceados. Grandes trozos de carne roja, con una buena cantidad de la más tentadora grasa, quedaron esparcidos por la nieve. Los perros se acercaron a olería. Unos escondían unas piezas para ellos mismos, otros se la comían. Reservamos para nosotros las partes que pensábamos que eran de los más jóvenes y las más tiernas. Wisting se encargó de seleccionar y preparar las chuletas. El animal seleccionado fue Rex, un pequeño pero hermoso animal —uno de sus propios perros, por cierto—. Con la pericia de un experto, cortó y troceó la cantidad que consideró suficiente para una comida. No podía apartar mi mirada de su forma de trabajar; las pequeñas y delicadas chuletas me hipnotizaban a medida que las iba colocando de una en una sobre la nieve. Me trajeron a la memoria los viejos días en que una chuleta de perro no era tan tentadora como en este momento —recuerdos de platos en los que las chuletas eran presentadas elegantemente, una junto a otra, con adornos de papel sobre sus huesos y en el centro cuidadosos montones de guisantes—. Ah, mis pensamientos vagaban aún muy lejos, pero no tenían nada que ver ni con nosotros ni con el polo Sur.
Desperté de mis meditaciones según Wisting clavó su hacha en el hielo como señal de que su trabajo había terminado, después de lo cual recogió las chuletas y entró en la tienda. Las nubes se estaban dispersando y de vez en cuando aparecía el sol, aunque no con su mejor aspecto. Aun así fuimos capaces de poder calcular nuestra latitud a 85° 36’ S. Fuimos afortunados, pues poco después apareció el viento rolando del este-sudeste y, antes de darnos cuenta de lo que ocurría, todo estaba cubierto por una gran nevada. ¿Qué nos importaba que el aire hiciese silbar los vientos de la tienda o tuviésemos ventisca? En cualquier caso, no había problema en quedarnos allí mientras tanto, ya que teníamos comida en abundancia. Sabíamos que los perros pensaban igual que nosotros: mientras tengamos comida, que haga el tiempo que quiera.
Cuando entramos en la tienda después de hacer las observaciones, Wisting se lo estaba pasando bien. El puchero estaba en funcionamiento y a juzgar por el apetitoso olor, la preparación del menú estaba muy avanzada. Las chuletas no estaban fritas; tampoco estaba preparada la sartén ni la mantequilla. Podíamos, sin duda, conseguir algo de manteca de un bote de carne enlatada, ponerla en la sartén y freirlas si fuese necesario; pero encontramos más fácil y rápido cocerlas y de esta forma conseguimos una excelente sopa por añadidura. Wisting conocía la materia sorprendentemente bien. Había puesto en la sopa las verduras que acompañaban a la carne enlatada, pero el plato principal de la comida eran las chuletas. No tuvimos la más ligera duda de la calidad de la carne, pues desapareció instantáneamente al primer intento. Era muy buena, de excelente calidad, y una chuleta tras otra volaron con la velocidad de un rayo. Debo admitir que no se hubiese perdido nada si hubieran sido un poco más tiernas, pero uno no puede esperar mucho más de un perro. En esta primera comida terminé con cinco chuletas y en vano intenté buscar más dentro de la olla. Wisting no había calculado tanta demanda.
Empleamos la tarde en ir al lugar de almacenaje y dividir todo el material entre los tres trineos; el cuarto —el de Hassel— lo dejaríamos atrás. Las provisiones se dividieron de la siguiente forma:
El trineo número 1 (el de Wisting) contenía:
Tres mil setecientas galletas (ración diaria, cuarenta por persona); ciento tres kilogramos de pemmican para perros (medio kilo por perro y día); veintisiete kilogramos de pemmican para los hombres (trescientos gramos por persona y día); cinco kilos y setecientos cincuenta gramos de chocolate (cuarenta gramos por persona y día), y seis kilogramos de leche en polvo (sesenta gramos por persona y día).
Los otros dos trineos llevaban aproximadamente la misma cantidad de provisiones y, por tanto, nos permitía extender nuestra marcha más allá de sesenta días con raciones completas. Dividimos nuestros dieciocho perros supervivientes en tres equipos, seis en cada uno de ellos. Según nuestros cálculos, deberíamos alcanzar el Polo con estos y regresar con dieciséis. Hassel, que dejaba su trineo en este punto, hizo una relación de sus provisiones y se incluyeron en los libros de cuentas de los otros tres.
Todo esto lo hicimos sobre el papel. Cuando el tiempo lo permitiese, lo haríamos de forma real. Salir fuera aquella tarde era imposible. Al día siguiente, 23 de noviembre, el viento había cambiado soplando de nordeste, con un tiempo mucho más soportable, por lo que a las siete de la mañana comenzamos a organizar los trineos. Desde luego no era un trabajo agradable; el tiempo al que habíamos llamado «más soportable» estaba lejos de ser el apropiado para empaquetar provisiones. El chocolate, que para entonces consistía en trozos muy pequeños, tuvimos que sacarlo de las cajas, contarlo y dividirlo entre los tres trineos. Lo mismo con las galletas; tuvimos que contar una a una. Teniendo en cuenta que llevábamos algunos miles, es fácil de comprender que a unos -20° C, con una tormenta de aire, la mayor parte del tiempo sin guantes, aquello se convirtiera en una ocupación bastante molesta. Mientras trabajábamos el viento aumentó y cuando finalmente terminamos, la nevada era tan densa que apenas podíamos ver la tienda.
Tuvimos que abandonar nuestra idea original de comenzar la marcha tan pronto como los trineos estuviesen cargados. No perdimos mucho tiempo en llegar a esta conclusión; todos estuvimos de acuerdo enseguida. Los perros —el factor más importante de todos— seguían un riguroso descanso y estaban bien alimentados. Habían experimentado un importante cambio desde nuestra llegada a La Carnicería; ahora deambulaban por los alrededores, gordos, hermosos y satisfechos, su anterior voracidad había desaparecido completamente. Consideramos que un día o dos más no implicaban mayor diferencia; nuestro artículo más importante para la dieta, el pemmican, seguía prácticamente intacto, y por el momento cada perro se mantenía en calma en su lugar. Con lo que no había signo de intranquilidad dentro de la tienda cuando volví, una vez terminado el trabajo; había que dejar pasar el tiempo. Según iba a entrar, descubrí a Wisting a cierta distancia, arrodillado en el suelo; estaba atareado con la preparación de las chuletas. Los perros permanecían en un círculo a su alrededor, mirando con interés. El viento del nordeste silbaba con la ventisca, lo que hacía que la situación de Wisting no fuese la más envidiable. Realizó su tarea estupendamente y nosotros tuvimos nuestra cena como cualquier otro día. Durante la noche, el viento se moderó un poco, soplando más del este; nos fuimos a dormir con las mejores esperanzas para el día siguiente.
Llegó el sábado, 25 de noviembre; fue un gran día en muchos aspectos. Había comprobado en varias ocasiones la clase de hombres y compañeros que tenía, pero su modo de actuar aquel día fue tal, que jamás podré olvidarlo por muchos años que viva. Durante la noche el viento había vuelto a soplar del norte y terminó convirtiéndose en tormenta. Sopló tan fuerte y con tal cantidad de nieve que cuando salimos fuera a la mañana siguiente no podíamos ver los trineos; estaban medio enterrados. Los perros se habían arremolinado todos juntos, para protegerse de la ventisca como ellos sabían. La temperatura no era muy baja (-27° C), pero lo suficiente como para ser muy molesta durante una tormenta. Todos habíamos salido fuera a dar una vuelta para ver qué tiempo hacía y estábamos sentados sobre uno de los sacos de un trineo, discutiendo nuestras pobres posibilidades.
—Aquí, en La Carnicería, parece que el tiempo es el mismo demonio —dijo uno.
—Parece que nunca podrá ser mejor. Es el quinto día, y el viento cada vez sopla más fuerte.
Todos estábamos de acuerdo.
—No hay nada peor que quedarse bloqueado por algo como esto —continuó otro.
—Es algo que te agota, desde la mañana hasta la noche.
Personalmente, yo era de la misma opinión. Un día puede ser agradable, pero dos, tres, cuatro, y este parecía ser el quinto… No, era terrible.
—¿Lo intentamos?
Tan pronto como fue presentada la propuesta, fue aceptada por unanimidad y con aclamación. Cuando pienso en mis cuatro amigos del viaje hacia el Sur, el recuerdo de esa mañana es lo primero que me viene a la mente. Todas las cualidades que admiro en un hombre quedaron patentes en aquel momento: coraje e intrepidez, sin alardes ni grandes palabras. Entre chistes y bromas, empaquetamos todo y entonces… a la ventisca.
Era prácticamente imposible mantener los ojos abiertos; los finos copos de nieve penetraban por todas partes y nos encontrábamos como ciegos. La tienda no sólo se la llevaba el viento, además estaba cubierta de hielo y tuvimos que desmontarla con mucho cuidado para que la lona no se rompiese en pedazos. Los perros no estaban muy animados a empezar y nos llevó su tiempo colocarles los arneses, pero finalmente todo estuvo preparado. Una mirada más sobre la zona de acampada para ver que no se nos olvidara alguna cosa necesaria. Los restos de catorce perros quedaron amontonados y el trineo de Hassel de pie sobre ellos a modo de señal. Las correas de los arneses, algunas cuerdas, así como crampones que pensábamos que no íbamos a utilizar, los dejamos detrás. Lo último que hicimos fue colocar un esquí roto a un lado de la parte superior del almacén. Fue Wisting quien pensó que una marca extra no haría ningún daño. Fue una feliz idea que el futuro demostraría muy útil.
Sin más, nos pusimos en marcha. Fue duro comenzar, tanto para los hombres como para los animales; el sastrugi seguía hacia el sur y hacía que el avance fuera extremadamente difícil. Los que llevaban los trineos tenían que permanecer muy atentos y sujetarlos para que no volcaran en las olas grandes, y para los que no llevábamos trineos, nos era bastante difícil mantenernos en pie. Seguimos de esta manera lentamente, pero lo principal era que hacíamos progresos. En un principio nos daba la impresión de que el terreno tendía a ascender, aunque no mucho. La marcha era extremadamente pesada; era como arrastrarse por la arena. Entre tanto, las olas de nieve se iban haciendo más y más pequeñas, hasta que finalmente desaparecieron quedando la superficie bastante lisa. La marcha también iba mejorando gradualmente, aunque es difícil decir el porqué, ya que la tormenta seguía de forma persistente y ahora, además de los remolinos de nieve que levantaba el aire, nevaba de forma cada vez más abundante. Los guías no eran capaces de ver ni a sus propios perros. La superficie que se había quedado totalmente lisa, daba la impresión de hundirse en ocasiones; en cualquier caso, podría ser por el paso de los trineos. De vez en cuando los perros se arrancaban al trote. El viento de popa, sin duda, de una u otra forma ayudaba, pero solamente eso no podía ser la razón del cambio.
No me gustaba la tendencia del terreno a ir bajando. En mi opinión, lo lógico hubiera sido encontrar alguna subida hasta el punto donde estábamos; una ligera subida, posiblemente, pero bajada… No, eso no estaba en concordancia con mis cálculos. La inclinación no era tan grande como para producirnos inquietud, pero si esta comenzaba a aumentar de manera seria, tendríamos que parar y acampar. La marcha hacia abajo a todo galope, a ciegas y con un completo desconocimiento del terreno sería una locura. Podríamos caer en algún agujero antes de tener tiempo de parar.
Hanssen, como era habitual, iba el primero. Estrictamente hablando, yo debería haber ido delante, pero el terreno desnivelado en un principio y el rápido avance después, me hicieron imposible seguir el ritmo de los perros. De todas formas, conseguía marchar junto al trineo de Wisting mientras hablábamos. De repente, vi a los perros de Hanssen tomar la delantera y bajar la cuesta en una carrera desenfrenada, y a Wisting tras él. Grité a Hanssen para que se detuviese y lo consiguió girando su trineo. Los otros, que le estaban siguiendo, pararon cuando llegaron hasta él. Estábamos en medio de una pendiente bastante inclinada; no era fácil saber lo que habría más abajo y ni siquiera podíamos suponerlo con el tiempo que hacía. ¿Estaríamos otra vez bajando a través de montañas? Lo más probable sería que estuviéramos sobre una de las numerosas cordilleras; pero no podíamos estar seguros de nada mientras el tiempo no aclarase. A pisotones allanamos un lugar para nuestra tienda sobre la nieve suelta, e inmediatamente la montamos. Ese día no habíamos hecho una marcha muy larga —diecinueve kilómetros—, aunque habíamos puesto final a nuestra estancia en La Carnicería, y eso era algo importante. El test del punto de ebullición nos indicó que estábamos a tres mil ciento cuarenta metros sobre el nivel del mar y que desde La Carnicería habíamos bajado ciento noventa metros. Nos metimos en la tienda y nos dispusimos a dormir. Tan pronto como viéramos la luz, estaríamos preparados para salir fuera y ver el tiempo. Hay que aprovechar todas las oportunidades en esta región; si uno pierde la ocasión, puede que tenga que esperar mucho tiempo hasta tener otra o simplemente la pierda para siempre. Todos dormimos con un ojo abierto, sabiendo que no ocurriría nada de lo que no nos diésemos cuenta.
A las tres de la mañana el sol apareció entre las nubes y nosotros cruzamos la puerta de la tienda. Aceptar la situación no fue tarea fácil. El sol parecía un trozo de mantequilla y no había podido dispersar totalmente la densa niebla; el viento había disminuido, pero aún soplaba con bastante fuerza. Esto es, después de todo, la peor parte de nuestro trabajo: dejar la parte buena, el calor del saco de dormir, y salir fuera durante unos momentos con poca ropa para mirar el tiempo que hace. Sabíamos por experiencia que una luz como esta, un claro en el tiempo, podía aparecer durante breves momentos; entonces uno tenía que estar preparado y en el lugar adecuado para poder observar el terreno. El claro llegó; no duró mucho, pero sí lo suficiente. Nos encontrábamos en la ladera de una cordillera con una pendiente bastante pronunciada. La bajada hacia el sur era bastante abrupta, no así la del sudeste, mucho mejor y más gradual, y al final, una superficie ancha y lisa. No podíamos ver grietas ni irregularidades de otra clase. Aunque aún no podíamos ver demasiado lejos, sólo los alrededores más cercanos. No veíamos ninguna montaña, ni Fridtjof Nansen ni Don Pedro Christophersen. Muy contentos con los descubrimientos de la mañana, volvimos a dormir hasta la seis, cuando comenzamos con nuestros preparativos. El tiempo, que de alguna manera había mejorado durante la noche, ahora se había vuelto a estropear y el viento del nordeste soplaba todo lo que podía. De todas formas, tendría que ser más que una tormenta de nieve lo que nos detuviera, ahora que habíamos descubierto la naturaleza de los alrededores cercanos; si conseguíamos llegar a la llanura, estábamos seguros de que alcanzaríamos nuestra ruta.
Después de colocar unos generosos frenos en los patines de los trineos, comenzamos nuestro descenso en dirección sudeste. La ligera idea de la posición que logramos conseguir por la mañana, resultó ser correcta. El descenso era fácil y suave y logramos alcanzar la llanura sin problemas. De nuevo podíamos mirar directamente hacia el sur y entre la espesa ventisca seguimos nuestro camino hacia lo desconocido, con la buena ayuda del viento silbando desde el nordeste. Desde aquí volvimos a retomar la construcción de monolitos de hielo, los cuales no nos fueron necesarios durante el ascenso. Durante la mañana pasamos de nuevo sobre una pequeña cordillera, la última que nos encontramos. La superficie ahora era lisa y suave y no había ningún signo del sastrugi que habíamos visto anteriormente. Sin embargo, el progreso era difícil y lento, debido a la penosa marcha que llevábamos, que era una auténtica tortura para todos nosotros. Un viaje en trineo por el Sahara no podría haber ofrecido peor superficie por la que moverse. Entonces volvimos a colocar a un hombre en cabeza, y desde aquí hasta el Polo, Hassel y yo lo hicimos por turnos.
El tiempo mejoró durante el día y cuando acampamos por la tarde presentaba su mejor cara. El sol brillaba entre las nubes y calentaba el ambiente después de unos días tan amargos. Aún no estaba del todo despejado, por lo que no podíamos ver completamente los alrededores. La distancia según los medidores de los tres trineos era de treinta kilómetros. Teniendo en cuenta lo pesada que había resultado la marcha, teníamos todas las razones para estar satisfechos. Nuestra altitud era de dos mil ochocientos ochenta y ocho metros sobre el nivel del mar, y en el curso del día habíamos descendido doscientos cincuenta metros. Esto me sorprendió gratamente. ¿Qué significaba? En vez de ir subiendo poco a poco, estábamos descendiendo lentamente. Algo extraordinario nos debía estar esperando, ¿pero el qué? Según nuestros cálculos, esa tarde nuestra latitud era de 86° S.
El 27 de noviembre no nos trajo el anhelado buen tiempo; durante toda la noche tuvimos fuertes ráfagas de viento procedente del norte; la mañana llegó y nos trajo un viento flojo, pero acompañado de niebla y nieve. Era algo abominable; aquí estábamos, avanzando sobre un terreno totalmente virgen e incapaces de ver nada. La superficie permanecía como siempre, quizá algo más ondulada. Que el viento había soplado aquí, y de manera violenta, quedaba demostrado bajo la superficie, compuesta de sastrugi, tan duro como el hierro. Afortunadamente para nosotros, la nevada de los últimos días había igualado la superficie, con lo que el camino se presentaba totalmente liso. La marcha se hizo dura, aunque no tanto como en días anteriores.
Según íbamos avanzando, aún cegados y preocupados por la persistente niebla, uno de nosotros dijo: «¡Eh, mirad allí!». Una agreste y oscura cumbre se alzaba sobre la niebla en dirección este-sudeste. No quedaba muy lejos; al contrario, parecía tan cercana que amenazaba con caer sobre nosotros. Nos detuvimos a contemplar la imponente vista, pero la naturaleza nos ocultó lo interesante en breve tiempo. La niebla la envolvió de nuevo, con su pesada oscuridad, ocultándola a nuestra vista. Sabíamos que teníamos que estar preparados para sorpresas. Después de unos dieciséis kilómetros, la niebla se levantó de nuevo durante un momento y vimos bastante cerca —más o menos a un kilómetro y medio— dos largas y estrechas cordilleras hacia el oeste, discurriendo de norte a sur, completamente cubiertas de nieve. Eran las montañas de Helland Hansen, las únicas que vimos a nuestra derecha durante la marcha por la planicie; medían entre dos mil setecientos cincuenta y tres mil metros de altura y podían ser unas estupendas referencias para nuestro camino de vuelta. No había conexión entre estas montañas y las que se extendían por su lado este; nos dieron la impresión de ser cumbres aisladas, pues no había ningún tipo de cumbre que discurriese de este a oeste. Seguimos nuestra marcha con expectación constante, esperando encontrar alguna otra sorpresa en nuestra ruta. El cielo ante nosotros era oscuro como el alquitrán, como si escondiera algo. No podía ser una tormenta, pues ya se habría echado sobre nosotros. Continuamos adelante y no sucedió nada. Ese día la marcha fue de treinta kilómetros.
Leyendo mi diario, el día 28 de noviembre no se presentó muy halagüeño: «Niebla, niebla y de nuevo niebla. Y nieve muy fina que hace imposible la marcha. Pobres animales, hoy les espera una dura tarea tirando de los trineos». Sin embargo, el día no fue tan malo después de todo; seguimos nuestra ruta con incertidumbre, pero encontramos lo que había tras de la nubes de color alquitrán. Durante la mañana apareció el sol y disipó la niebla durante un rato; y allí, al sudeste, a no muchos kilómetros de distancia, se extendía una inmensa mole de montañas. Desde esta masa montañosa, justo cruzando nuestra ruta, discurría un antiguo glaciar; el sol lo iluminaba, con lo que pudimos apreciar enormes irregularidades. En el lado cercano a las montañas estas perturbaciones eran tales, que un vistazo rápido fue suficiente para mostrarnos que era imposible atravesarlo. Aunque siguiendo nuestra ruta, en línea recta al glaciar, parecía, hasta donde podíamos distinguir, que podríamos pasar. La niebla iba y venía y teníamos que aprovechar los intervalos de claridad para fijar nuestro rumbo. Sin duda habría sido mejor si nos hubiésemos detenido, montado la tienda y esperado a un tiempo convenientemente despejado, de manera que pudiésemos ver el terreno y nos fuese más fácil elegir la mejor ruta. Seguir hacia adelante sin una idea de cómo eran las condiciones de la superficie, no nos resultaba muy agradable. Pero ¿cuánto deberíamos esperar para que el cielo se despejase? Era una pregunta sin respuesta: una semana, posiblemente, o incluso quince días, pero no teníamos tanto tiempo. Mejor seguir adelante y aceptar lo que pudiese venir.
De lo que pudimos ver del glaciar, parecía tener bastante pendiente; aunque esto era tan sólo entre el sur y el sudeste, bajo la porción de hielo que ahora la niebla, un poco más alta, nos dejaba ver. Desde el sur y hacia el oeste la niebla persistía oscura y espesa. Podíamos ver cómo las grietas se perdían dentro de esa bruma, y la cuestión de si el glaciar parecía dirigirse hacia el oeste la dejamos a un lado, de momento. Era al sur adonde teníamos que ir y por ahora podíamos seguir adelante un poco más. Continuamos nuestra marcha hasta que el suelo comenzó a mostrar signos del glaciar en forma de pequeñas grietas; entonces nos detuvimos. Nuestra intención era aligerar nuestros trineos antes de entrar en el glaciar; por lo poco que pudimos ver, era un terreno muy llano, lo que significaba un trabajo muy aburrido. Era importante llevar los trineos lo más descargados posible.
Nos pusimos manos a la obra para construir un almacén; aquí la nieve era dura como el cristal, excelente para nuestro propósito. En poco tiempo, una inmensa construcción de bloques de nieve, duros como el diamante, se levantaba en el aire, con provisiones para cinco hombres y seis días y dieciocho perros y cinco días. También dejamos una cierta cantidad de otros artículos más pequeños.
Mientras estábamos ocupados con esta tarea, la niebla iba y venía; durante los intervalos de claridad pudimos contemplar las partes más cercanas de aquellas montañas. Parecían estar bastante aisladas y estaban formadas por cuatro cumbres; una de ellas, el monte Helmer Hanssen, aparecía separado del resto. Los otros tres —los montes Oscar Wisting, Sverre Hassel y Olav Bjaaland— estaban agrupados. Detrás de estas cimas el cielo se mantuvo negro todo el tiempo, mostrando que aún podía esconder tierra más allá. Súbitamente, en un momento de mayor claridad, aquella cortina negra se desvaneció y surgió ante nosotros la cumbre de una montaña colosal. Nuestra primera impresión fue que esa montaña —el monte Thorvald Nilsen— debía medir algo más de seis mil metros de altura; ver una montaña tan formidable nos dejó sin respiración. Pero sólo fue una pequeña aparición, de nuevo la niebla volvió a apoderarse de todo. Pudimos tomar la posición exacta de las diferentes cumbres del grupo más cercano; no eran muy grandes, pero mejor eso que nada. De todas formas, también señalizamos la posición del almacén al pie del glaciar; estuvimos de acuerdo en que sería imposible perderlo.
Cuando terminamos el depósito, el cual se levantaba casi dos metros sobre la superficie, colocamos una de nuestras cajas de provisiones negras en lo alto, de manera que fuera aún más fácil encontrarlo en nuestro camino de vuelta. Una de las observaciones que realizamos mientras se construía el almacén fue nuestra latitud, 86° 21’ S. Esto no coincidía con nuestro cálculo estimado de 86° 23’ S. Entre tanto, la niebla había vuelto a cubrirlo todo y una nieve fina había comenzado a caer. Habíamos trazado la ruta por la línea más limpia de grietas sobre el glaciar, y así comenzamos a movernos de nuevo. Esto fue antes de comenzar nuestra subida por el glaciar. Las grietas en su parte inferior no eran muy grandes, pero en cuanto iniciamos la ascensión comenzó lo divertido. Había algo misterioso en este ciego avance entre grietas y abismos. Miramos la brújula de vez en cuando y seguimos adelante con mucha cautela.
Hassel y yo marchábamos en cabeza encordados; aunque eso, después de todo, no era de mucha ayuda para los conductores de los trineos. Evidentemente, con nuestros esquís buscábamos las zonas por las que los perros pudieran hacer mejor su trabajo. Esta parte más baja del glaciar no estaba enteramente libre de peligros, ya que las grietas frecuentemente se escondían bajo una fina capa de nieve. Con buen tiempo no hay mucha dificultad en cruzar este tipo de superficie, ya que el efecto entre luces y sombras muestra, generalmente, los bordes de estos traicioneros pozos; pero en un día como aquél, donde todo parece lo mismo, el avance se hace muy incierto. Proseguimos la marcha con la mayor precaución. Wisting se acercó a sondear la profundidad de una de estas peligrosas grietas con su trineo, para ver si el puente por el que tenía que cruzar ofrecía un paso seguro. Gracias a su presencia de ánimo y a sus rápidos movimientos —algunos lo llamarían suerte— se salvó de una caída. De esta forma continuamos unos sesenta metros, pero entonces nos encontramos metidos en un laberinto de enormes agujeros y abismos abiertos que nos impedían cualquier movimiento. No podíamos hacer otra cosa que encontrar un lugar donde colocar la tienda.
Tan pronto como acampamos, Hanssen y yo nos fuimos a explorar. Íbamos atados con una cuerda, lo que nos proporcionaba la suficiente seguridad. Requería ingenio encontrar la forma de salir de la trampa donde nosotros mismos nos habíamos metido. Hacia el grupo de montañas descritas anteriormente —al este de donde estábamos—, el cielo se había despejado lo suficiente como para ofrecernos una buena visión de cómo era el glaciar por ese lado. Lo que habíamos visto anteriormente en la distancia, ahora se confirmaba. La parte que se extendía hacia las montañas estaba en tan mal estado que no teníamos ninguna posibilidad de poner el pie allí. Parecía como si se hubiera desarrollado una batalla en aquella zona y la munición hubiera sido los bloques de hielo. Todo estaba en desorden, un bloque sobre otro, evocando la imagen de un violento caos. Gracias a Dios que no estábamos allí cuando todo aquello sucedió, pensé para mis adentros según miraba aquel campo de batalla; debió de ser un espectáculo, como el del juicio final y no en menor escala. Avanzar en esa dirección, entonces, sería algo imposible, pero esa no era la gran cuestión, nuestra ruta era hacia el sur. Y hacia el sur no podíamos ver nada; reinaba una espesa y cerrada niebla. Lo único que podíamos hacer era intentar seguir nuestra ruta, arrastrándonos hacia nuestro destino.
Partiendo desde donde teníamos la tienda, primero teníamos que atravesar un relativamente estrecho puente de hielo y después seguir por un collado, levantado por las presiones del terreno, con anchas grietas a ambos lados. Este collado nos conducía a un montículo ondulado de hielo de unos ocho metros de altura; esta formación estaba producida por la presión de los hielos, la cual había cesado antes de llegar a su rotura, dando lugar a otra serie de montículos más pequeños. Vimos de forma clara que sería un lugar difícil de cruzar con trineos y perros, pero a falta de otro mejor tendríamos que hacerlo por aquí. Desde la cima de este montículo de hielo pudimos ver el otro lado, oculto anteriormente para nosotros. La persistente niebla impedía ver mucho más allá, pero no las zonas más cercanas que, aparentemente y con mucho cuidado, se podían atravesar. Desde la altura donde nos encontrábamos, tendríamos que tomar toda serie de precauciones para bajar al otro lado; por este costado el montículo terminaba en una grieta, especialmente dispuesta a acoger guías, trineos o perros que pudieran tener un resbalón.
El camino que Hanssen y yo estábamos abriendo hacia el sur fue enteramente a la aventura, con lo que no vimos absolutamente nada; nuestro objetivo era encontrar la ruta para el día siguiente. Las palabras que usamos para hablar del glaciar en el que estábamos no eran del todo positivas; encontramos montones de hielo que teníamos que andar rodeando continuamente. Para ir un metro hacia adelante, teníamos que ir diez hacia otro lado. ¿Puede alguien sorprenderse de que lo llamásemos el glaciar del Diablo? De cualquier forma, nuestros compañeros reconocieron la justicia del nombre con sonoras aclamaciones cuando se lo dijimos.
Hanssen y yo nos detuvimos en la Puerta del Infierno. Era una formación extraordinaria; el glaciar presentaba aquí una larga cresta de unos seis metros de altura, y justo en el centro una gran fisura, a modo de puerta de unos dos metros de ancho. Esta formación, como todas las demás del glaciar, era muy antigua y se encontraba mayormente cubierta de nieve. Desde este punto del glaciar, tanto como nuestra vista alcanzaba hacia el sur, la superficie mejoraba paulatinamente; volvimos hacia atrás siguiendo nuestros pasos con la firme convicción de que tendríamos que arreglárnoslas para seguir adelante.
Nuestros compañeros no se mostraron menos contentos ante las nuevas perspectivas. Esa tarde nuestra altitud era de dos mil seiscientos treinta y seis metros sobre el nivel del mar, lo que significaba que el pie del glaciar estaba a dos mil quinientos setenta y cinco metros, una diferencia de setecientos ochenta y tres metros menos respecto a La Carnicería. Sabíamos muy bien que tendríamos que repetir este ascenso de nuevo o quizá varias veces; y esta idea no levantaba especial entusiasmo. En mi diario leo que termino el día con las siguientes palabras: «Me pregunto, ¿cuál será la siguiente sorpresa?».
De hecho, la empresa que estábamos llevando a cabo era algo extraordinario, a través de regiones nuevas, montañas desconocidas, glaciares, etc., y todo a ciegas. Estar preparados para sorpresas era, por tanto, bastante natural. Lo que menos me gustaba de seguir avanzando en la oscuridad era lo difícil —muy difícil, desde luego— que iba a ser reconocer el camino de regreso. Aunque con este glaciar justo en medio de nuestra ruta y con los numerosos monolitos que habíamos levantado, nos aseguramos este punto. Tendría que ser muy difícil que nos perdiésemos a la vuelta. El punto principal era encontrar de nuevo el descenso a la barrera, pues un error podría ser algo muy serio. Más adelante aparecerá en esta narración que mi temor de no ser capaz de reconocer el camino no fue algo infundado. Los monolitos levantados vendrían en nuestra ayuda; nuestro éxito final se debe en gran parte a nuestra prudencia y a la idea de utilizar este recurso.
La mañana siguiente, 29 de noviembre, trajo consigo una considerable mejoría del tiempo, lo que nos permitió medir nuestra posición exacta. Pudimos comprobar entonces que las dos cadenas montañosas se unían a 86° S y continuaban formando una sola en dirección sudeste, con cumbres de entre tres mil y cuatro mil quinientos metros. El monte Thorvald Nilsen era el situado más al sur que pudimos divisar desde este punto. Los montes Hanssen, Wisting, Bjaaland y Hassel formaban, según habíamos visto el día anterior, un grupo en sí mismo, separado de la principal cadena montañosa.
Los que guiaban los trineos pasaron una mañana calentita. Tuvieron que guiarlos con sumo cuidado y mucha paciencia, luchando con todas sus fuerzas con la superficie que teníamos por delante; un ligero error sería suficiente para enviar rápidamente al trineo y a los perros al otro mundo. Sin embargo, nos llevó bastante poco tiempo recorrer la distancia que habíamos explorado la tarde anterior; antes de darnos cuenta, estábamos en las Puertas del Infierno.
Bjaaland tomó aquí una excelente fotografía[27], la cual da una buena idea de las dificultades que presentaba esta parte de la ruta. En primer plano, bajo la cresta que formaba uno de los lados de una grieta muy ancha cubierta de nieve, se pueden ver las huellas de los esquís. Son las del fotógrafo, quien pasó sobre el puente de nieve, golpeando con sus esquís, para comprobar su resistencia. Cerca de la huella se puede ver la abertura de una grieta, de color azul pálido en su parte superior, pero en su parte más profunda se vuelve negra, en un abismo sin fin. El fotógrafo pasó sobre el puente y volvió entero, pero no era cuestión de arriesgar los trineos y los perros; se puede ver en la fotografía que los trineos dan un rodeo intentando encontrar otro camino. Las dos figuras negras a lo lejos, a la derecha, somos Hassel y yo, que estamos reconociendo el terreno.
No fue mucha distancia la que dejamos atrás ese día —apenas quince kilómetros en línea recta—. Pero teniendo en cuenta todas las curvas y rodeos que nos vimos obligados a dar, no era poco después de todo. Colocamos nuestra tienda en un lugar firme, bien asentado, y nos sentimos contentos del trabajo realizado aquel día. La altitud era de dos mil setecientos treinta metros sobre el nivel del mar. El sol quedaba ahora al oeste y brillaba directamente sobre la enorme mole de las montañas. Era un bonito paisaje de azules y blancos, rojos y negros, un juego de colores que a los que no hace justicia la descripción. Aun con el buen tiempo que parecía reinar, este no era tan bueno como uno podría desear; por el sudeste, al final de las montañas Thorvald Nilsen, todo se perdía en una total oscuridad, en una nube impenetrable, lo cual nos hacía recelar de tener que ir en esa dirección, aunque uno nunca podía suponer nada.
¡Ah, el monte Nilsen! Nunca había visto nada tan bonito en su conjunto. Picos de las más variadas formas se alzaban en el aire, parcialmente cubiertos por nubes. Algunos eran escarpados, otros largos y redondeados. Aquí y allá se veían brillar resplandecientes glaciares que se desplomaban desordenadamente por las pendientes, uniéndose con otros en una espantosa confusión. Aunque el más impresionante de todos era el monte Helmer Hanssen; su cima era redondeada como el fondo de un tazón y cubierta por una extraordinaria capa de hielo, astillada de tal manera que parecía llena de puntas en todas direcciones, como si fueran las púas de un puercoespín. Era un maravilloso espectáculo verlo resplandecer a la luz del sol. No podría haber una montaña semejante a esta en todo el mundo, y como referencia no tenía precio. Sabíamos que no podíamos equivocarnos, por mucho que los alrededores cambiasen a la hora del retorno, cuando las condiciones de luz fueran totalmente diferentes.
Después de acampar, dos de nosotros fuimos a explorar el camino. El panorama desde la tienda no era muy alentador, pero pudimos encontrar las cosas mejor de lo que esperábamos. Tuvimos suerte por la marcha tan buena que realizamos sobre el glaciar; habíamos dejado nuestros crampones atrás, en La Carnicería, y si hubiésemos encontrado hielo pulido en vez de una buena y firme capa de nieve, semejante a la que ahora teníamos, podríamos tener muchos problemas. Subir, más arriba aún, entre monstruosas grietas, algunas de ellas de varios metros de ancho y posiblemente cientos de profundidad. Nuestras perspectivas de avance no eran ciertamente brillantes; tanto como la vista podía alcanzar, una cresta de montañas tras otra se levantaba ante nosotros, escondiendo grandes y anchos abismos que deberíamos evitar. Seguimos adelante —constantemente hacia adelante—, aunque nuestro rodeo era largo y problemático. En esta ocasión no llevábamos cuerdas, ya que las irregularidades del terreno eran tan pequeñas que sería muy difícil caer en ellas. Aunque hubo algunos lugares en donde la cuerda no habría estado fuera de lugar. Precisamente, atravesando uno de los numerosos collados —aquí la superficie no presentaba ningún tipo de fisuras—, un gran bloque de hielo se hundió sin previo aviso, justo detrás de los esquís de Hanssen. No pudimos negarnos el gusto de mirar dentro del agujero. La vista no era muy halagüeña y coincidimos en evitar aquel lugar cuando regresásemos con nuestros perros y trineos.
Cada día teníamos la ocasión de alabar nuestros esquís. A menudo acostumbrábamos a preguntarnos unos a otros qué haríamos sin estos excelentes utensilios. Normalmente la respuesta era que la mayoría de las veces acabaríamos en el fondo de una grieta. Cuando leímos por primera vez relatos sobre la naturaleza de la barrera, nos quedó claro a todos, nacidos y crecidos con esquís en los pies, que deberían ser algo indispensable. Esta idea fue confirmada y reforzada cada día, y con esto no quiero decir que nuestros magníficos esquís no sólo fueron muy importantes para cada uno de nosotros, sino, posiblemente, lo más importante de todo nuestro viaje al polo Sur. Muchas veces atravesamos trechos de superficie tan partidos y en tan mal estado que hubiera sido imposible hacerlo a pie. Tampoco tengo que insistir en las ventajas de los esquís en nieves sueltas y profundas.
Después de avanzar durante dos horas, decidimos volver. Desde la altura del collado en donde estábamos, la superficie hacia delante parecía más halagüeña de lo que había sido hasta ahora; aunque el glaciar nos había engañado tantas veces, que ya nos habíamos vuelto definitivamente escépticos. Cuántas veces, por ejemplo, habíamos creído que un poco más allá las ondulaciones llegaban a su fin y que el camino hacia el sur quedaba abierto y libre; todo para llegar a ese lugar y encontrar que, tras la cresta, el terreno aún era peor, si fuese posible, que con el que habíamos luchado anteriormente. Pero esta vez la victoria se sentía en el aire. Las formaciones que veíamos parecían prometedoras, pero después de tantas decepciones, ¿quién les ofrecería un mínimo de credibilidad? ¿Sería nuestro instinto el que nos haría pensar así? No lo sé, pero lo cierto es que Hanssen y yo estuvimos de acuerdo, cuando discutimos nuestras alternativas, en que deberíamos conquistar el glaciar que veíamos más allá del collado. Teníamos el ardiente deseo de seguir y echar un vistazo, pero el camino para rodear las grietas era largo y, debo admitirlo también, ya estábamos cansados. La vuelta, cuesta abajo, no nos llevó mucho tiempo y pronto pudimos contar a nuestros compañeros que el día siguiente podía ser prometedor.
Mientras estuvimos fuera, Hassel midió el monte Nilsen, que resultó alzarse cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar. Qué buen recuerdo tengo de aquella tarde, contemplando la espléndida vista que la naturaleza nos ofrecía, el aire era tan nítido que se podía divisar cualquier cosa que estuviese en el campo de visión; y también recuerdo nuestro asombro al regreso, cuando encontramos todo el paisaje completamente transformado. De no haber sido por el monte Helmer Hanssen, nos habría sido difícil saber dónde nos encontrábamos. La atmósfera de estas regiones puede jugar las peores pasadas. Absolutamente serena como se nos mostró aquella tarde, más adelante se transformaría en todo menos despejada. Con todo, uno tiene que ser muy cuidadoso con lo que ve y lo que no ve. En la mayoría de los casos se ha demostrado que los exploradores de las regiones polares han sido proclives a ver de más antes que de menos; sin embargo, si hubiéramos cartografiado esta región tal como la vimos la primera vez, habríamos omitido gran parte de las cadenas montañosas.
Durante la noche se levantó una tormenta desde el sudeste y soplaba de tal manera que los vientos de la tienda silbaban, y eso que las piquetas estaban bien clavadas. Por la mañana, mientras desayunábamos, el viento aún soplaba y pensamos esperar un rato, pero de repente y sin avisar el tiempo se calmó, de modo que todas nuestras dudas se disiparon. ¡Menudo cambio había originado el viento del sudeste! La espléndida capa de nieve que el día anterior había hecho que ir esquiando fuese un placer, había sido barrida de la superficie convirtiéndola en una pista de duro hielo. Entonces nos acordamos de los crampones que habíamos dejado atrás: parecían bailar ante mis ojos, como si los pudiese tocar con la punta de los dedos. Sería un bonito viaje extra volver hasta La Carnicería para traerlos.
Mientras tanto, desmontamos el campamento y dejamos todo listo. Las huellas del día anterior no fueron fáciles de seguir, pues las perdíamos una y otra vez sobre el pulido hielo de la superficie, aunque más adelante las encontramos sobre las ondas de hielo que habían resistido el envite del viento. Era una tarea dura y extenuante para los guías de los trineos. Era muy difícil controlarlos sobre la deslizante pendiente; a veces marchaban en línea recta, pero otras veces se cruzaban y hacía falta poner toda la atención para impedir que volcasen. Era algo que debíamos evitar a toda costa, ya que las finas cajas de las provisiones no soportaban muchos golpes contra el hielo, además del duro trabajo que requería volver a colocar en posición los trineos; por estas razones los guías se empleaban con el máximo cuidado. Ese día los trineos tuvieron que superar una dura prueba, a través de las grandes y difíciles irregularidades con las que nos encontramos sobre el glaciar; fue algo extraordinario que la superasen y el mejor testimonio del buen trabajo de Bjaaland.
Ese día el glaciar presentó el peor caos con el que nunca antes habíamos tenido que luchar. Hassel y yo marchábamos a la cabeza, como de costumbre, atados con una cuerda. Subir hasta el punto donde Hanssen y yo habíamos llegado la tarde anterior fue relativamente fácil; se avanza más rápidamente cuando uno sabe que el camino es practicable. Después de esa posición la cosa empeoró, hasta tal punto que frecuentemente el camino era tan malo que teníamos que detenernos durante un buen rato e inspeccionar en varias direcciones antes de seguir adelante. Más de una vez tuvimos que usar el hacha para romper algún trozo de hielo que impedía nuestro paso. En una ocasión las cosas se pusieron realmente serias; abismo tras abismo, montículo tras montículo, tan altos y empinados que parecían montañas. En este punto exploramos todas las direcciones para encontrar por dónde cruzar; finalmente encontramos un paso, si es que así se le puede llamar. Era un puente tan estrecho que apenas medía el ancho del trineo; un tremendo abismo se abría a cada lado. Este paso me recordó a un equilibrista cruzando el Niágara sobre la cuerda floja. Menos mal que ninguno de nosotros sufría de vértigos, y que los perros no son conscientes del resultado de dar un paso en falso.
Al otro lado del puente comenzamos a descender; ahora nuestra ruta seguía un largo valle situado entre suaves ondulaciones. Nuestra paciencia fue puesta a prueba con severidad mientras avanzamos por aquí, pues la dirección de esta larga hondonada discurría hacia el oeste. Tratamos varias veces de encaminar nuestro rumbo hacia el sur ascendiendo una de las ondulaciones, pero este esfuerzo no surtió sus efectos. Siempre conseguíamos llegar arriba, pero el descenso al otro lado era impracticable; no se podía hacer otra cosa que seguir el curso natural del valle hasta que tomase dirección sur. Fueron los guías de los trineos los que tuvieron que demostrar mayor grado de paciencia, pues les veíamos subir de vez en cuando a la cima de la ondulación, no del todo satisfechos con las exploraciones que Hassel y yo habíamos hecho. Pero el resultado era siempre el mismo; teníamos que someternos a los caprichos de la naturaleza y seguir nuestro camino.
La marcha por este valle no estuvo exenta de obstáculos; grietas de varias dimensiones se cruzaban por nuestro camino. La parte superior de la ondulación a la que finalmente llegamos, tenía una presencia imponente. Terminaba hacia el este, en una profunda caída que alcanzaba en ese punto una altura de más de treinta metros. Hacia el oeste descendía gradualmente a la parte inferior, lo que significaba que por esta zona podíamos seguir avanzando. Con el fin de tener mejores vistas de lo que nos rodeaba, ascendimos a la parte más alta de la cresta por el lado este y desde allí confirmamos las suposiciones hechas el día anterior. El collado que habíamos visto, tras el cual esperábamos encontrar mejores condiciones, podíamos verlo ahora justo ante nosotros. Y lo que vimos hizo que nuestros corazones acelerasen su ritmo por el entusiasmo. ¿Aquel blanco grande, aquella impecable planicie podría ser real o se trataba de una ilusión? Sólo el tiempo nos daría la respuesta.
Hassel y yo nos lanzamos a la carrera mientras los demás nos seguían. Aún teníamos que atravesar una buena cantidad de dificultades antes de alcanzar ese soñado lugar, pero comparados con todos los sitios imposibles por los que ya habíamos cruzado, estos no representaban mayor problema. Dimos un suspiro de alivio al llegar a la planicie tan prometedora; su extensión no era muy grande, aunque no éramos muy exigentes al respecto después de los días de marcha sobre superficies tan quebradas. Más hacia al sur, aún se podían ver enormes moles acumuladas por la presión, pero las distancias entre ellas eran muy grandes y la superficie se presentaba entera. Entonces, fue la primera vez desde que entramos en el glaciar del Diablo, en ser capaces de dirigirnos hacia el sur geográfico durante unos minutos.
A medida que íbamos avanzando pudimos comprobar que realmente habíamos encontrado otra clase de superficie; por una vez no habíamos hecho el ridículo. No es que tuviésemos una superficie totalmente compacta sobre la que marchar —pasaría mucho tiempo antes de eso—, pero éramos capaces de mantener el rumbo durante tramos cada vez más largos. Las grandes grietas comenzaron a ser algo raro, y estaban tan llenas de nieve en sus extremos que no necesitábamos dar grandes rodeos para atravesarlas. Era una nueva vida tanto para nosotros como para nuestros perros, y marchábamos hacia el sur rápidamente. Según avanzábamos, nuestra marcha era mejor y más rápida cada vez. Podíamos ver en la distancia algunas enormes formaciones en forma de cúpula, que parecían levantarse sobre el aire: resultaron ser el límite más al sur de las grandes grietas y el comienzo de la transición a la tercera fase del glaciar.
Resultó muy difícil superar estas formaciones, pues eran altas y muy deslizantes debido a los vientos que las barrían. Estaban justo en nuestra ruta; desde lo alto tuvimos una buena panorámica. La superficie que teníamos ahora era bastante diferente a la del lado norte. Aquí las grandes grietas estaban totalmente llenas de nieve y las podíamos cruzar por cualquier sitio. Llamaba nuestra atención la inmensa cantidad de montículos de hielo similares a montones de heno, que ya conocíamos de otros lugares. Grandes tramos de superficie aparecían totalmente barridos por el viento, sacando a la luz un hielo muy pulido.
Era evidente que estas formaciones o fases del glaciar se debían al tipo de terreno que había bajo su superficie. El primer tramo que habíamos pasado, donde la confusión era tan extrema, debía de ser la parte más cercana a la tierra desnuda; a medida que el glaciar se alejaba de la tierra, aparecía menos quebrado. En la zona de los montones de heno no había fracturas de la superficie, sólo irregularidades aquí y allá. El cómo estaban formados estos montones y el porqué de su forma pronto lo descubrimos. Era un placer avanzar de forma continua, en vez de tener que estar dando rodeos de un lado para otro; sólo una o dos veces nos vimos obligados a dar un rodeo para evitar uno de aquellos montones, pero habitualmente mantuvimos nuestra ruta en línea recta. Los grandes trozos de superficie totalmente barridos por los que pasábamos de vez en cuando se extendían en todas las direcciones y las grietas que presentaban eran muy estrechas, de unos pocos centímetros de anchura.
Aquella tarde tuvimos problemas para encontrar un lugar donde poner la tienda; la superficie era muy dura por todas partes, y finalmente la tuvimos que colocar sobre el hielo desnudo. Afortunadamente para nuestras piquetas, este hielo no era de la variedad más brillante y dura; tenía una apariencia más lechosa y más blanda, y pudimos clavar las piquetas con nuestras hachas. Cuando la tienda estuvo levantada, Hassel, como de costumbre, salió en busca de hielo para cocinar. Por lo general, empleaba un gran cuchillo, especialmente preparado para la nieve; esa tarde salió armado con un hacha. Estaba encantado con la cantidad y excelencia del producto que tenía a mano; no era necesario ir muy lejos. Justo en la misma entrada de la puerta, a medio metro de distancia, había uno de aquellos pequeños montones, y parecía colocado allí a propósito. Hassel levantó su hacha y dio un sonoro golpe; el hacha no encontró resistencia y entró hasta la empuñadura. Los montones de heno estaban vacíos. Según sacó el hacha, las paredes de hielo que lo rodeaban se rompieron y pudimos oírlas caer a través de un oscuro agujero. Resultó que a medio metro de nuestra puerta teníamos la mejor entrada para un sótano. Hassel parecía disfrutar con la situación. «Negro como un saco —sonrió—; no se ve el fondo». Hanssen estaba radiante; no cabía duda de que le hubiera gustado colocar la tienda un poco más cerca. El hielo procedente de estos montones era de la mejor calidad y el más apropiado para cocinar.
El día siguiente, 1 de diciembre, fue una jornada agotadora para todos. Desde bien temprano una cegadora ventisca sopló con furia desde el sudeste, con gran cantidad de nieve. La marcha fue de las peores, sobre hielo pulido. Yo me tropezaba con los esquís, pero si me comparaba con otros tenía una tarea fácil. Los que guiaban los trineos se vieron obligados a quitarse los esquís, colocarlos sobre la carga y seguir caminado al lado para sujetar el trineo y ayudar a los perros cuando estos se encontraban con pasos difíciles; lo cual era bastante a menudo cuando los trineos llegaban a ellos, pues sobre esta superficie de hielo pulido había cierta cantidad de pequeñas ondulaciones de hielo dispersas, el sastrugi, formadas por una clase de nieve que recordaba el pegamento hecho de pescado. Los perros no podían hacer fuerza sobre un hielo tan resbaladizo, y cuando llegaban a una de estas ondas de hielo duro, no conseguían arrastrar la carga por mucho que lo intentaban. Los guías tenían que empujar con todas sus fuerzas para evitar que el trineo se parase. Así, la mayoría de las veces era necesario combinar la fuerza de los hombres y los perros para mover el trineo y poder avanzar.
A lo largo de la tarde la superficie comenzó a quebrarse de nuevo, y de vez en cuando grandes grietas se cruzaban en nuestro camino. Realmente, eran bastante traicioneras; daban la impresión de ser inocentes, ya que aparecían bastante llenas de nieve, pero observándolas más detenidamente descubrimos que eran mucho más peligrosas de lo que en un principio habíamos pensado. Sucedía que entre la nieve suelta de relleno y el hielo firme de los bordes había bastante separación, un hueco totalmente abierto que conducía directamente a las profundidades. La mayor parte de las veces, la capa de nieve que cubría este hueco era muy delgada. Normalmente, cuando cruzábamos sobre estos rellenos de nieve no ocurría nada, pero había un momento crítico hasta llegar al otro lado. Los perros pisaban sobre la superficie más lisa del hielo y no podían clavar sus pezuñas para tirar hacia adelante, con lo que el guía debía empujar con todas sus fuerzas. En esos momentos, toda la fuerza descansaba sobre sus pies, encima de la delgada capa de hielo. En estas circunstancias sujetábamos firmemente el trineo o lo atábamos con unas correas destinadas a prevenir estos accidentes. Pero la familiaridad alimenta el desprecio, incluso para el más cauto, y alguno de los guías se hizo experto en bajar a «los sótanos».
Si esta parte del viaje era molesta para los perros, ciertamente no lo era menos para los hombres. Si el tiempo hubiera sido bueno no habríamos tenido que estar muy pendientes de nosotros mismos, pero este tiempo endiablado desde luego que no era agradable. Gran parte del tiempo lo empleamos en quitarnos el hielo que se formaba en la nariz y en las mejillas congeladas —y ni parábamos, no teníamos tiempo para eso—. Simplemente nos quitábamos la manopla y frotábamos con la mano caliente la zona mientras seguíamos adelante; cuando pensábamos que ese lugar de la cara estaba sensible de nuevo, volvíamos a colocarnos las manoplas. Aunque en estas ocasiones hay que tener cuidado. No se puede tener la mano desnuda durante mucho tiempo con el termómetro varios grados bajo cero y una tormenta soplando. A pesar de las malas condiciones en las que habíamos estado trabajando, los medidores de distancia de los trineos marcaban esa tarde una distancia de veinticinco kilómetros. En el momento de acampar nos sentimos plenamente satisfechos de la jornada.
Permítasenos echar una mirada dentro de nuestra tienda aquella tarde. Parece bastante cómoda. La parte interior de la mitad de la tienda está ocupada por tres sacos de dormir, lugar que sus respectivos dueños han encontrado confortable y adecuado para dormir; allí se les puede ver escribiendo en sus diarios. La mitad exterior —la más cercana a la puerta— tiene sólo dos sacos de dormir y el resto del espacio se encuentra repleto con los utensilios de cocina de la expedición. Los dueños de estos sacos aún no se han acostado. Hanssen es el cocinero y no se acuesta hasta que la comida no está preparada y servida. Wisting es su fiel camarada y ayudante, siempre dispuesto a prestar cualquier servicio que le sea requerido. Hanssen parece ser un esmerado cocinero; es evidente que no le gusta que la comida se le queme y su cuchara remueve de manera incesante el contenido de la olla. «¡Sopa!». El efecto de esta palabra es instantáneo. Todo el mundo se sienta al mismo tiempo con un tazón en una mano y una cuchara en la otra. Cada cual guarda el turno para llenar su tazón con lo que parece ser la más deliciosa sopa de verduras. Por sus gestos se aprecia que está hirviendo, pero aun así desaparece con sorprendente rapidez. Los tazones se llenan de nuevo, esta vez con alimento más sólido, pemmican. Sin disimular su agrado, una vez más despachan el contenido de sus cuencos, los cuales se vuelven a llenar por tercera vez. No hay nada que sacie el apetito de estos hombres. Los tazones se rebañan cuidadosamente, dejándolos limpios a base de pan y agua. A juzgar por sus caras, es fácil adivinar que no hay menú mejor preparado que el que se les ofrece. Antes de comerse las galletas las acarician con sus dedos. Y el agua —ellos la llaman agua congelada— también desaparece en grandes cantidades y, por sus expresiones, se podría comparar a la satisfacción que se siente al beber el mejor de los vinos. La lámpara Primus zumba suavemente durante toda la comida, con lo que la temperatura dentro de la tienda es bastante agradable.
Al terminar la comida, uno de ellos busca unas tijeras y un espejo: los exploradores polares adecentan su pelo por la proximidad del domingo. La barba se rasura bastante corta con la maquinilla cada tarde del sábado; esto se hace, no ya por motivos de vanidad, sino por utilidad y confort. La barba es propensa a acumular hielo, lo cual frecuentemente es bastante molesto. Llevar barba en las regiones polares me parece tan incómodo y poco práctico —bien, permítaseme la expresión— como andar con un gran sombrero en cada pie. A medida que la maquinilla y el espejo van haciendo la ronda, uno tras otro desaparecen dentro de sus sacos y con cinco buenas noches el silencio cae sobre la tienda. Las acompasadas respiraciones pronto anuncian que el trabajo del día está pasando su factura. Mientras tanto, el viento del sudeste aúlla y la nieve golpea la tienda. Los perros se han enroscado sobre sí mismos y el mal tiempo parece no molestarles.
La tormenta continúa de manera incesante al día siguiente, y teniendo en cuenta la peligrosidad del terreno decidimos esperar. En el transcurso de la mañana —hacia el mediodía, quizá— el viento aflojó un poco y salimos de la tienda. El sol hacía tímidas apariciones de vez en cuando, le dimos la bienvenida y tuvimos la oportunidad de medir nuestra latitud: 86° 47’ S.
En este campamento dejamos toda nuestra preciosa ropa de piel de reno, ya que veíamos que no tendríamos que volver a usarla, pues la temperatura había subido bastante. De todas formas, nos quedamos con las capuchas de nuestros abrigos; nos venía muy bien tenerlas para protegernos del viento. La marcha del día no fue larga; el ligero descenso de la fuerza del viento a mediodía fue una broma. Pronto llegó de nuevo y en serio, con una fuerte ventisca que barría toda la superficie del hielo soplando desde el mismo lugar, el sudeste. Si hubiésemos sabido cómo era el suelo que pisábamos, posiblemente habríamos seguido adelante; pero con esta tormenta y la ventisca, que ni nos permitía abrir los ojos, seguir hubiera sido una temeridad. Un accidente serio podía dar al traste con todo. Cuatro kilómetros fue toda la distancia recorrida. Al acampar la temperatura era de -21° C. La altura sobre el nivel del mar, dos mil novecientos ochenta metros.
Durante la noche el viento cambió de rumbo de sudeste a norte, soplando con algo menos de intensidad y el cielo se despejó. Era una buena ocasión y no podíamos perder tiempo en aprovecharla. Una pequeña subida de hielo se extendía ante nosotros, brillando como un espejo. Como en días precedentes, yo marchaba en cabeza dando trompicones con los esquís puestos, mientras que los demás, sin esquís, tenían que seguirme sujetando los trineos. La superficie de hielo aún presentaba grietas llenas de nieve aunque, quizá, cada vez menos frecuentes que antes. Pequeñas zonas de nieve aparecían sobre la suave superficie de hielo y pronto aumentaron en cantidad y en tamaño, hasta que después de un tramo no muy largo se unieron todas cubriendo el incómodo hielo con una buena y lisa capa de nieve. Entonces todos se pusieron de nuevo los esquís y continuamos nuestro camino hacia el sur, satisfechos.
Todos estábamos contentos por haber conquistado aquel traicionero glaciar y nos alegramos de haber llegado finalmente a esta planicie. Según avanzábamos, satisfechos por haberlo logrado, un collado apareció justo ante nosotros, diciéndonos claramente que quizá nuestros sufrimientos aún no habían terminado. La superficie se había hundido un poco y según nos acercamos pudimos ver que tendríamos que atravesar un ancho valle, aunque no muy profundo, antes de llegar al pie del collado. Grandes líneas de montículos y formaciones como montones de heno, así como trozos de hielos sueltos se podían ver por todos los lados; teníamos que mantener los ojos abiertos.
Llegamos a una formación glaciar que bautizamos con el nombre del Salón de Baile del Diablo. Poco a poco la cubierta de nieve que tanto habíamos elogiado desapareció y ante nosotros surgió este ancho valle, desnudo y brillante. En un principio todo marchaba razonablemente bien; mientras descendimos, fuimos a buen ritmo sobre el suave hielo. De repente, el trineo de Wisting comenzó a hundirse en la superficie y finalmente volcó de lado. Todos sabíamos lo que había pasado: uno de los patines se había metido en una grieta. Hassel comenzó a ayudar a Wisting para levantar el trineo y sacarlo de la peligrosa situación; mientras tanto, Bjaaland había sacado la cámara decidido a perpetuar la imagen. Acostumbrados como estábamos a estos incidentes, Hanssen y yo estábamos mirando la escena desde un punto más adelantado adonde habíamos llegado, cuando ocurrió el percance. Tomar la fotografía llevó bastante tiempo, con lo que supuse que la grieta era una de aquellas cubiertas de nieve y no presentaba mayor peligro, pero Bjaaland quería tener un recuerdo más entre todas sus numerosas fotos de grietas y delicadas situaciones a las que nos habíamos expuesto. Como la grieta estaba totalmente llena de nieve, no era necesario interesarse por el problema. Le llamé para preguntarles cómo iban.
—Todo bien —fue la respuesta—; estamos acabando.
—¿Cómo es la grieta?
—Como todas —me gritaron—; sin fondo.
Quiero narrar este incidente simplemente para mostrar cómo puede uno llegar a acostumbrarse a cualquier cosa en este mundo. Allí estaban Wisting y Hassel, sobre un enorme abismo sin fondo y haciendo una fotografía; a ninguno de los dos le parecía seria la situación. A juzgar por las risas y bromas que oía, se podía pensar que la situación era de todo menos grave.
Cuando el fotógrafo, tranquila y pausadamente, hubo terminado su trabajo —consiguió una extraordinaria foto de la escena—, los otros dos levantaron el trineo y continuamos el viaje. Fue en esta grieta donde entramos en el Salón de Baile de Su Majestad. La superficie no estaba del todo mal. Realmente, la nieve había desaparecido, lo que hacía difícil el avance, pero no encontramos muchas grietas. Había buena cantidad de hielos amontonados por la presión, como ya he mencionado en otras ocasiones, pero incluso en sus alrededores no se apreciaban lugares de paso problemáticos. El primer signo de que la superficie era más peligrosa de lo que realmente parecía fue cuando los perros guía de Hanssen fueron a cruzar una aparentemente sólida zona de hielo. Se quedaron colgando de sus arneses, pero sacarlos fue fácil. Cuando miramos a través del agujero que se había hecho en la corteza, nos dio la impresión de ser muy peligroso; a unos sesenta o noventa centímetros más abajo aparecía otra capa, formada al parecer por hielo en polvo. Dimos por sentado que esta capa era sólida y que no había peligro de caer más abajo de la primera. Aunque Bjaaland fue capaz de contarnos una historia diferente. De hecho, cayó a través de la primera capa y también atravesó la segunda, quedando sujeto de una cuerda atada a su trineo, lo que le salvó por los pelos. De vez en cuando los perros se hundían y de vez en cuando los hombres también. El espacio abierto entre las dos capas bajo nuestros pies producía un desagradable sonido hueco conforme pasábamos. Los guías amenazaban con sus látigos a los perros todo lo que podían y a gritos les animaban para que pasasen lo más rápido posible por aquella traicionera superficie. Afortunadamente, estas curiosas formaciones no fueron muy numerosas y pronto comenzamos a observar una mejoría según ascendíamos al collado. Pronto vimos que el Salón de Baile era el último adiós del glaciar. Cesaron todas las irregularidades y la superficie mejoró rápidamente, con lo que al poco tiempo teníamos la satisfacción de ver que finalmente habíamos superado todas las molestas dificultades. La superficie se volvió perfecta, cubierta con una espléndida capa de nieve, y continuamos rápidamente nuestra ruta hacia el sur con una sensación de plena seguridad.