Capítulo XIII.
La vuelta a Framheim
La marcha fue espléndida y todos íbamos con el mejor de los ánimos, avanzando a buen ritmo. Casi podíamos pensar que los perros sabían que regresaban a casa. Un viento no muy frío, casi de verano, con una temperatura de -30° C, fue nuestro último saludo del Polo.
Cuando llegamos a nuestro último campamento, donde habíamos dejado el trineo, paramos a recoger unas cosas. Desde este punto, seguimos la línea de monolitos. Nuestras huellas estaban bastante borrosas, aunque, gracias a estas excelentes señales, Bjaaland mantuvo el rumbo bastante bien. Los monolitos cumplieron su propósito tan bien que nuestras antiguas pisadas resultaron casi superfluas. Aunque estas señales no tenían más de un metro de altura, destacaban mucho sobre la superficie. Cuando el sol caía sobre ellos, brillaban como faros, y si les daba de lado, su sombra era tan oscura que se podía confundir con una roca negra. Pensamos, en adelante, viajar de noche, pues suponía muchas ventajas. En primer lugar, tendríamos el sol detrás de nosotros, lo que significa un gran descanso para nuestros ojos. Marchar con el sol de frente en esta superficie de nieve es terrible para la vista, incluso con unas buenas gafas, pero con el sol a nuestras espaldas es como un juego. Otra gran ventaja, que no apreciamos hasta más tarde, fue estar en la tienda en los momentos más cálidos del día, durante los cuales teníamos la oportunidad de secar nuestras ropas húmedas. Esta última ventaja, sin embargo, resultó un tanto dudosa, como veremos a su debido tiempo.
Fue un verdadero alivio volver la espalda al sur. El viento, que normalmente soplaba de allí, había sido muy doloroso para nuestras maltrechas caras con demasiada frecuencia; ahora lo teníamos siempre a nuestras espaldas, favorecía nuestra marcha y además permitía que cicatrizasen nuestros rostros. Y estábamos deseando descender hasta la barrera de nuevo, lo que nos facilitaría poder respirar libremente. Aquí arriba, donde nos encontrábamos, apenas éramos capaces de hacer una inspiración profunda; hasta para decir «sí» teníamos que hacerlo en dos veces. El estado asmático al que nos sometimos durante nuestras seis semanas en la planicie, fue de todo menos agradable. Fijamos en veinticuatro kilómetros la distancia diaria apropiada para nuestro viaje de regreso. Comparado con el viaje hacia el sur, ahora teníamos más ventajas, lo que habría permitido hacer marchas más largas, pero teníamos miedo de agotar a los perros si intentábamos recorrer a diario grandes distancias. De todas formas, pronto nos dimos cuenta de que habíamos subestimado la fuerza de nuestros perros; sólo nos llevó cinco horas cubrir la distancia fijada, con lo que tuvimos un largo descanso.
El 19 de diciembre sacrificamos a nuestro primer perro en el viaje de regreso. Se trataba de Lasse, mi perro favorito. Estaba complemente exhausto y ya no servía para nada. Se dividió en quince partes lo más iguales posibles y se repartió entre sus compañeros. Ahora los perros se habían acostumbrado a tener una buena reserva de carne fresca y la verdad es que esta alimentación extra, que tuvimos de vez en cuando durante nuestro regreso, no resultó poco importante en el éxito final. Estas raciones de carne fresca parecían aprovecharles durante varios días, y trabajaban con menos esfuerzo.
El 20 de diciembre comenzó con muy mal tiempo, cielos grises muy nublados y vientos del sudeste. Perdimos la pista y durante un tiempo nos tuvimos que orientar con la brújula. Pero como era habitual, se despejó de repente y una vez más la planicie surgió ante nosotros, resplandeciente y cálida. Sí, diría que demasiado cálida. Tuvimos que quitarnos toda la ropa —casi— y aun así el sudor nos goteaba. No tardamos mucho tiempo en volver a encontrar nuestro camino: nuestros excelentes monolitos nos prestaron su brillante servicio y uno tras otro iban apareciendo en el horizonte, reluciendo como un destello, y conduciéndonos hasta nuestro almacén más importante, el situado a 88° 25’ S. Nuestra marcha ahora iba ascendiendo levemente, pero era tan leve que apenas se percibía. Sin embargo, ni el hipsómetro ni el barómetro nos engañaban, indicando en el mismo grado de bajada que antes habían subido. Aunque no se apreciase exactamente la subida, la verdad es que sí estaba ahí. Quizá pueda deberse a la imaginación, pero yo podría asegurar que me daba cuenta por la respiración.
Nuestro apetito había aumentado de forma alarmante en los últimos días; daba la impresión de que los que marchábamos con esquís mostrábamos más voracidad que los que marchaban en los trineos. Hubo algunas jornadas, sólo unas cuantas, digamos la verdad, en que pensé que cualquiera de los tres —Bjaaland, Hassel y yo mismo— podríamos habernos comido las piedras sin pestañear. Los guías de los trineos nunca mostraron tal signo de voracidad. Se me ocurre que esto podría ser debido a que mientras ellos se podían recostar sobre el trineo mientras avanzaban, descansando de una u otra forma, nosotros no teníamos esa posibilidad. Parece poca cosa que uno pueda descansar apoyando simplemente una mano sobre el trineo, pero en un largo recorrido, día tras día, quizá se puede llegar a notar. Afortunadamente, teníamos tal cantidad de provisiones que, cuando nos sentimos hambrientos, pudimos ampliar nuestra ración diaria. Al dejar el Polo añadimos una ración más de pemmican, con lo que nuestro salvaje apetito pronto se fue reduciendo hasta su ordinario turno de comidas. El programa diario de nuestro viaje de regreso se organizó de manera que comenzaba con el desayuno a las seis de la tarde, y a eso de las ocho ya estábamos preparados para la marcha del día. Una hora más o menos después de la medianoche, ya habíamos recorrido los veinticuatro kilómetros, con lo que podíamos montar de nuevo la tienda, preparar nuestra comida y entregarnos al descanso. Pero pronto resultó que el descanso se nos hacía demasiado largo. Y además aparecía el terrible calor —considerando las circunstancias—, el cual frecuentemente nos hacía salir de los sacos y tumbarnos sobre ellos sin nada encima. Este descanso de doce, catorce, algunas veces hasta dieciséis horas, fue lo que torturó nuestra paciencia durante la primera parte de nuestro regreso. Podíamos comprobar claramente que todo este descanso era totalmente innecesario, pero lo respetamos mientras estuvimos en tierras altas. Nuestra conversación en aquellos días trataba de llenar ese largo tiempo de espera.
Ese día, 20 de diciembre, Per —el bueno, fiel y trabajador Per— se derrumbó totalmente y tuvimos que subirle a uno de los trineos durante la última parte del camino. Al llegar al lugar de acampada acabamos con su sufrimiento. Un pequeño golpe con el hacha fue suficiente; sin emitir ningún sonido, el agotado animal cayó muerto. Wisting perdió uno de sus mejores perros. Era un animal curioso; siempre se le veía tranquilo y pacífico, nunca se metía en peleas con los demás; por su apariencia y comportamiento se le podría haber juzgado, de forma errónea, como un animal un tanto raro que se conformaba con cualquier cosa. Pero con los arneses puestos era cuando demostraba de lo que era capaz. Sin necesidad de gritos ni de látigo, trabajó de la mañana a la noche, y como perro de tiro no tenía precio. Pero al igual que otros del mismo carácter, ya no pudo continuar más; se agotó, fue sacrificado y dado como alimento.
La Nochebuena se acercaba con rapidez. Para nosotros no sería algo particularmente festivo, pero algo tendríamos que hacer dependiendo lo que nos permitiesen las circunstancias. Por tanto, debíamos alcanzar nuestro almacén esa tarde si queríamos celebrarlo con un plato de cereales. La tarde anterior a Nochebuena sacrificamos a Svartflekken. En esta ocasión no hubo luto: Svartflekken era uno de los perros de Hassel y siempre había tenido un mal comportamiento. Encontré lo siguiente escrito en mi diario esa misma tarde: «Sacrificamos a Svartflekken esta tarde. Aunque de apariencia estaba bien, no servía para nada. Mal carácter. De ser hombre, habría terminado sus días en la cárcel». Comparado con los demás, estaba gordo, por lo que su carne fue recibida con evidente satisfacción.
La Nochebuena llegó. El tiempo era más bien cambiante —ahora nublado, ahora despejado— cuando salimos a las ocho de la tarde de la noche anterior. No quedaba muy lejos el depósito. A las doce de la noche llegamos, con un tiempo extremadamente bueno, tranquilo y cálido. Teníamos la Nochebuena ante nosotros para disfrutarla y pasarla felizmente. Desmontamos de nuevo nuestro almacén y dividimos la carga entre los dos trineos. Wisting, el cocinero del día, recogió cuidadosamente todas las migajas de galleta y las puso en una bolsa. La llevó dentro de la tienda, donde la aplastó y machacó enérgicamente, de donde obtuvo galletas pulverizadas. Con este elaborado producto y salchichas de leche en polvo, Wisting triunfó elaborando el plato principal de Nochebuena, los cereales. Dudo que nadie disfrutara tanto de una cena de Navidad en su casa como nosotros aquella mañana en nuestra tienda. Uno de los puros de Bjaaland trajo el ambiente festivo a todo el campamento.
Otra cosa de la que teníamos que alegrarnos en aquellos días era que nuevamente habíamos alcanzado la parte más alta de la planicie y, después de dos o tres días más de marcha, comenzaríamos a bajar, para alcanzar finalmente la barrera y nuestro antiguo hogar. Hasta entonces, nuestra marcha diaria había sido interrumpida por una o dos paradas para que descansaran los perros —y nosotros mismos—. En Nochebuena decidimos un nuevo orden de cosas: recorreríamos toda la distancia —veinticuatro kilómetros— sin parar. Nos parecía mejor así; después de todo, parecía que a los perros les daba lo mismo. Por lo general, se hacía muy duro reiniciar la marcha después del descanso; uno se encontraba demasiado agarrotado —y quizá también perezoso— y tenía que volver a desentumecerse.
El día 26 pasamos por 88° S con buena marcha. Parecía que la superficie había estado sometida a los poderosos rayos de sol desde la última vez que pasamos por allí, pues estaba muy pulida. Pasar por aquí era como cruzar un hielo muy suave, con la diferencia de que los perros mantenían el agarre. Esta vez conseguimos avistar algunas cumbres incluso a 88°, lo que nos sorprendió mucho. Estaba claro que era la misma enorme cordillera en dirección nordeste que habíamos visto anteriormente, pero esta vez se alargaba considerablemente más hacia el sur. El tiempo era radiante y teníamos un campo de visión muy grande. Cumbre tras cumbre, la cordillera se extendía hacia el sudeste, hasta que desaparecía gradualmente; a juzgar por la atmósfera, seguía más allá de nuestro campo de visión, siempre siguiendo la misma dirección. Que estas cadenas atraviesan el continente antártico queda fuera de duda. Aquí tuvimos un buen ejemplo de lo engañosa que puede ser la atmósfera en estas regiones. A 87°, en un día aparentemente claro, habíamos perdido de vista estas montañas; ahora, a 88°, las podíamos divisar hasta donde la vista alcanzaba. Decir que estábamos asombrados es poco. Mirábamos y mirábamos, incapaces de reconocer nuestra posición; nada nos hacía creer que la enorme masa de montañas que se alzaba ante nosotros, tan altas y claras sobre el horizonte, era el monte Thorvald Nilsen. Qué diferente parecía entre la neblina cuando le dijimos adiós. Es curioso leer mi diario ahora y ver con qué persistencia anotaba cada día los accidentes geográficos, pensando que eran nuevos. No llegamos a reconocer esa gran montaña hasta que vimos al monte Helmer Hanssen destacar en la planicie.
El 28 de diciembre dejamos la planicie y comenzamos a descender. Aunque el descenso no era perceptible a simple vista, sus efectos podían apreciarse fácilmente en los perros. Ahora Wisting usaba una vela en su trineo y así era capaz de seguir el paso de Hanssen. Si alguien hubiera visto la procesión que marchaba sobre la planicie, difícilmente hubiera pensado que llevábamos caminando setenta días, con el buen paso que llevábamos. Siempre empujados por el viento, con la calidez del sol continuamente a nuestras espaldas. Ahora no se nos ocurría utilizar el látigo; los perros rebosaban salud y tiraban con fuerza de sus arneses. Eran momentos difíciles para el meritorio guía que abría la marcha; a menudo tenía que esforzarse al máximo para mantener la distancia con los perros de Hanssen. Wisting a toda vela, con sus perros aullando de alegría, les seguía muy de cerca. A Hassel le costaba trabajo seguirles, y desde luego a mí también. La superficie estaba totalmente pulida y durante largos tramos teníamos que empujarnos con nuestros bastones. Los perros habían cambiado totalmente desde que abandonamos el Polo; quizá pueda sonar extraño, pero era verdad que cada día estaban más frescos, e incluso se estaban poniendo gordos. Creo que esto pudiera deberse a la mezcla de carne fresca y pemmican. Desde el 28 de diciembre pudimos aumentar nuestra ración de pemmican; la ración diaria era de una libra (450 gramos) por persona, y yo personalmente no podía con ella.
El 29 de diciembre comenzamos a descender cada vez más, y en verdad que era un duro trabajo para un esquiador. Los guías marchaban corriendo al lado de sus trineos, permitiendo que fueran solos sobre la llanura a una gran velocidad. La superficie estaba formada por sastrugi, alternando con tramos más suaves de hielo. ¡El cielo me valga! ¡Lo que sufrimos los esquiadores para mantenernos en pie! Para Bjaaland todo iba muy bien; ya había volado mucho más rápido en lugares más difíciles. Pero para Hassel y para mí era diferente. Veía a Hassel levantar un brazo, luego una pierna, haciendo esfuerzos desesperados por mantenerse en pie. Afortunadamente yo no me veía a mí mismo; si hubiera podido hacerlo, me habría dado un ataque de risa. Ese día, temprano, el monte Helmer Hanssen se hizo visible. La superficie presentaba ahora grandes ondulaciones, algo que no habíamos notado entre la niebla cuando marchábamos camino del Sur. Estas ondulaciones eran tan grandes que a veces nos perdíamos de vista unos a otros. La primera vez que vimos el monte Hanssen fue desde la parte alta de una de estas ondas; visto desde allí, parecía uno de los montículos producidos por la presión, sobresaliendo de la planicie. Al principio no identificábamos bien todo lo que veíamos; no fue hasta el día siguiente cuando terminamos por comprenderlo, al ver los bloques puntiagudos de hielo cubriendo la cima de la montaña. Como he dicho, aquí fue cuando confirmamos que nos encontrábamos en la ruta exacta; el resto de la tierra que veíamos nos era totalmente extraña. No reconocimos absolutamente nada.
El día 30 pasamos por 87° S, con lo que estábamos cerca del Salón de Baile del Diablo y el glaciar. El día siguiente estuvo despejado y radiante, con una temperatura de -19° C y viento justo a popa. Nos alegramos cuando vimos las tierras cercanas a La Carnicería. Aún estábamos muy lejos, por supuesto, era un espejismo provocado por el aire cálido y soleado. Fuimos extraordinariamente afortunados en nuestro viaje de vuelta a casa; nos salvamos de todo el Salón de Baile del Diablo.
El 1 de enero, según nuestros cálculos, debíamos alcanzar el glaciar del Diablo. Lo podíamos ver a gran distancia; enormes montículos y grandes olas de hielo apuntando al cielo. Pero lo que más nos asombraba era que entre estos accidentes, y a un lado más apartado, podíamos ver una llanura totalmente lisa a la que no afectaban todas esas perturbaciones. Los montes Hassel, Wisting y Bjaaland quedaban a la izquierda; según nos acercamos a ellos se hicieron totalmente reconocibles. Ahora el monte Helmer Hanssen aparecía de nuevo apuntando hacia el cielo; resplandecía y brillaba como un diamante bañado por los rayos de sol de la mañana. Dimos por sentado que habíamos pasado más cerca de esta cadena de montañas en nuestra marcha hacia el Sur y esa era la razón de encontrar ahora la superficie tan cambiada. Cuando íbamos camino del Sur, ciertamente nos pareció imposible pasar entre donde estábamos y las montañas, pero ¿quién lo diría? Quizá en medio de toda esta superficie quebrada que entonces habíamos visto había un paso por donde cruzar, y no tuvimos la suerte de tropezamos con él. Pero una vez más la atmósfera nos engañaba, como pudimos comprobar al día siguiente; en lugar de pasar cerca de la cadena de montañas, cruzamos por un lugar más alejado, y esa fue la razón de que sólo pasáramos por una pequeña franja del indeseable glaciar.
Esa tarde pusimos nuestro campamento en medio de una gran grieta, completamente llena de nieve. Ya no nos inquietaba la clase de superficie que pudiéramos encontrar más adelante; si estos pocos montículos y estas antiguas grietas era todo lo que el glaciar nos iba a ofrecer esta vez, poco más podíamos esperar. Llegó el día 2 y, gracias a Dios, no nos decepcionó. Con una increíble fortuna habíamos pasado aquel horrendo y peligroso lugar y, antes de saber dónde estábamos, ya nos encontrábamos sanos y salvos en la llanura bajo el glaciar. El tiempo no era excelente cuando comenzamos la marcha a las siete de esa tarde. Las nubes eran bastante espesas y sólo podíamos distinguir la cumbre del monte Bjaaland. Esto no era bueno, ya que estábamos cerca de nuestro almacén y habríamos preferido un tiempo despejado para encontrarlo más fácilmente; en vez de aclarar, como esperábamos, la niebla se hizo más y más espesa; cuando habíamos recorrido once kilómetros, el tiempo era tan malo que pensamos que lo mejor era parar y esperar hasta que se despejase. Habíamos ido todo el tiempo con la errónea idea de que íbamos demasiado hacia el este, esto es, demasiado cerca de las montañas, y con aquel tiempo —unos pequeños claros de vez en cuando— no habíamos sido capaces de reconocer el terreno de la parte de abajo del glaciar. Según nuestra idea, estábamos al este del depósito. Las referencias que habíamos tomado con el cielo nublado, y que ahora nos guiaban en la espesa niebla, no nos servían. El almacén no aparecía.
Terminamos de comer un gratificante plato caliente de pemmican cuando el sol apareció súbitamente. No creo que nunca hubiésemos desmontado el campamento y cargado los trineos en tan poco tiempo. Desde el momento en que saltamos fuera del saco hasta que los trineos estuvieron preparados sólo pasaron quince minutos, algo increíble. «¿Qué demonios es lo que brilla a través de la niebla?», se preguntó uno de los compañeros. La niebla se había abierto, alejándose hacia los lados; por el lado oeste apareció algo grande y blanco entre medias, una larga cordillera de norte a sur. ¡Hurra! Se trata de Helland Hansen. No puede ser otra cosa. Nuestro viejo punto de referencia del oeste. Todos gritamos de júbilo al reencontrarnos con este viejo conocido. Sin embargo, en dirección al almacén la niebla aún se mantenía espesa. Después de discutirlo brevemente, decidimos continuar y dirigir nuestros pasos hacia La Carnicería. En cualquier caso, teníamos comida suficiente. Dicho y hecho, nos pusimos en marcha. Rápidamente el cielo se despejó y entonces, a medida que nos dirigíamos hacia Helland Hansen, descubrimos que no habíamos ido demasiado hacia el este, sino hacia el oeste. Aunque no estábamos por la labor de volver y comenzar a buscar nuestro depósito. Al pie del monte Helland Hansen subimos a un collado bastante alto; habíamos recorrido la distancia fijada, así que nos detuvimos.
Detrás de nosotros, con el tiempo más claro y brillante, quedaba el glaciar, tal cual lo habíamos visto la primera vez que pasamos camino del Sur: grieta tras grieta, fractura tras fractura. Pero entre todo aquel caos, por allí discurría una blanca y continua senda, la misma por la que habíamos pasado unas semanas antes. Y justo debajo de esta ruta estaba nuestro almacén. Allí nos quedamos, quejándonos por haber renunciado con tanta facilidad a nuestras provisiones y hablando de lo sencillo que hubiera sido haber alcanzado el depósito desde la llanura que se extendía en la parte superior. Pero esa tarde estaba cansado, y no tenía el más mínimo deseo de desandar los veinticuatro kilómetros que nos separaban. «Si alguien quiere hacer el viaje, se le darán las gracias». Todos a una querían recorrer el trayecto. En esta compañía no faltaban voluntarios. Elegí a Hanssen y a Bjaaland. Vaciaron casi del todo el trineo y se pusieron en marcha.
Eran las cinco de la mañana. A las tres de la tarde regresaron a la tienda, Bjaaland abriendo camino y Hanssen conduciendo el trineo. Fue una auténtica proeza tanto para los hombres como para los perros. Hanssen, Bjaaland y el equipo de perros habían cubierto unos ochenta kilómetros ese día, a una media de entre cinco y cinco kilómetros y medio a la hora. Encontraron el depósito sin mucho esfuerzo. Su mayor dificultad fueron las ondulaciones de la superficie; durante largos tramos permanecían en las hondonadas entre ondulación y ondulación, de forma que la vista no les llegaba muy lejos. Aquella cadena de montañas no parecía tener fin. Nos ocupamos de que tuvieran todo preparado a su llegada, sobre todo gran cantidad de agua. Agua. Agua era lo primero, y generalmente lo último, que se requería. Cuando su sed aún no estaba satisfecha, el interés se dirigía hacia el pemmican. Mientras ellos dos se reponían, repartimos todo lo que habían traído entre los dos trineos y en poco tiempo todo quedó preparado para la marcha. El tiempo cada vez era mejor y ante nosotros se extendían las montañas mostrando sus cumbres con toda claridad. Creímos reconocer Fridtjof Nansen y Don Pedro Christophersen y las tomamos de referencia para el caso de que volviese la niebla. Para la mayoría de nosotros, la idea de día y noche empezaba a diluirse.
—Seis en punto —alguien respondía al preguntar por la hora.
—Sí, de la mañana —puntualiza otro.
—No, ¿de qué estás hablando? —contestaba el primero de nuevo—. ¡Pero si es por la tarde!
En cuanto a las fechas, era algo imposible; nos conformábamos con saber el año. Sólo cuando escribíamos nuestros diarios y los libros de observaciones teníamos noción de la fecha; pero mientras estábamos a nuestra tarea, no teníamos ni la más remota idea.
Cuando nos levantamos el 8 de enero, el tiempo era espléndido. Estábamos de acuerdo en marchar como mejor nos pareciese, sin tener en cuenta si era de noche o de día; durante un tiempo todos lo pasamos mal a causa de las largas horas de descanso y queríamos acabar con esto a cualquier precio. Como ya he dicho, el tiempo no podía ser mejor: días brillantes y calma total. Con una temperatura de -17° C, era un tiempo totalmente veraniego. Antes de comenzar nuestra marcha, nos quitamos toda la ropa innecesaria y la pusimos en los trineos. Todo nos parecía superfluo, y la ropa con la que finalmente comenzamos no cabe duda de que sería considerada totalmente impropia para estas latitudes. Nos alegramos de que en aquel momento ninguna señorita hubiera alcanzado las regiones antárticas, ya que podría haber puesto objeciones a nuestras extremadamente confortables y prácticas ropas. Las tierras altas destacaban ahora aún más impresionantes. Fue muy interesante ver el paisaje en estas condiciones después de haber pasado por el mismo lugar camino del Sur entre las más espesas ventiscas. Entonces habíamos pasado al pie de la cadena montañosa sin la menor sospecha de lo cerca que estábamos o de lo colosal que era. En esta zona, afortunadamente, la superficie era muy buena, sin apenas fracturas. Y digo afortunadamente, sabe Dios, porque no sé qué habría ocurrido si nos hubiésemos visto obligados a cruzar grietas con el tiempo que nos hizo antes. Quizá habríamos cruzado, o quizá no.
Se nos presentaba una dura jornada, ya que La Carnicería estaba ochocientos veinte metros más arriba de donde nos encontrábamos. Llevábamos mucho tiempo esperando tropezar con uno de nuestro monolitos, pero esto no ocurrió hasta después de haber recorrido veinte kilómetros. Entonces, uno de ellos apareció de repente ante nuestra vista, lo cual fue recibido con alegría. Sabíamos de sobra que estábamos en el camino correcto, pero el encuentro con uno de estos viejos conocidos siempre era bienvenido. Evidentemente, el sol había hecho su trabajo mientras estuvimos en el Sur: algunos de estos monolitos aparecían inclinados y con grandes carámbanos, lo que nos indicaba la fuerza de su radiación. Después de una marcha de unos cuarenta kilómetros, nos detuvimos en el monolito construido justo a los pies de la colina, donde nos habíamos visto obligados a parar por el mal tiempo el 25 de noviembre.
El 4 de enero avanzamos con cierta inquietud, ya que teníamos que encontrar el depósito de La Carnicería. Este almacén, en el que teníamos la mayor cantidad de carne fresca de perro, era de muchísima importancia para nosotros. No sólo porque nuestros animales preferían este tipo de carne antes que la enlatada, sino porque —aún más importante— tenía un efecto extremadamente bueno en el estado de salud de los perros. No cabe duda de que nuestro pemmican era muy bueno —desde luego, no podría ser mejor—, pero variar la dieta era de gran importancia y, según nuestra experiencia, parecía que en estos largos viajes esto era más importante para los perros que para nosotros. En ocasiones anteriores había visto a perros rechazar el pemmican, presumiblemente hastiados de él y de tanta monotonía; el resultado era que los perros cada día estaban más delgados y débiles, aunque tuviéramos comida suficiente. El pemmican al que me refiero en esta ocasión estaba elaborado para personas, con lo que su rechazo no sería debido a su calidad.
Era la una y cuarto de la madrugada cuando salimos fuera. No habíamos tenido un largo sueño, pero era muy importante aprovechar el buen tiempo; la experiencia nos decía que aquí arriba, cerca de La Carnicería, el tiempo no era muy estable. Sabíamos que la distancia desde el monolito donde habíamos acampado hasta el almacén de La Carnicería era de casi veintidós kilómetros. En este tramo sólo habíamos levantado dos monolitos, pues la naturaleza del terreno nos llevó a pensar que no nos podíamos confundir. Pero pronto descubrimos que no era tan fácil encontrar el camino, a pesar de los monolitos. Con buen tiempo, despejado, y el ojo avizor de Hanssen, encontramos los dos monolitos. Mientras, quedamos asombrados por la aparición de las montañas. Como ya he mencionado, pensamos que el tiempo era perfectamente claro cuando llegamos a La Carnicería por vez primera, el 20 de noviembre. Entonces, tomé una referencia, desde la tienda, del camino que habíamos seguido por la planicie entre las montañas, y lo anoté cuidadosamente. Después de pasar nuestro último monolito, acercándonos a La Carnicería —según nuestra estimación—, nos vimos gratamente sorprendidos por el aspecto de todo lo que nos rodeaba. La última vez, el 20 de noviembre, habíamos visto montañas en dirección oeste y norte, pero muy lejanas. Ahora, todo lo que divisábamos en el horizonte estaba ocupado por una mole de colosales montañas justo ante nosotros. ¿Qué diablos significaba todo esto? ¿Sería brujería? Estoy seguro de que empecé a creérmelo por un momento. Podría jurar que nunca en mi vida había visto un paisaje como aquél. Ya habíamos recorrido la distancia completa y, según los monolitos pasados, deberíamos estar en el lugar. Era muy extraño; en la dirección en la que había tomado referencia de nuestro ascenso, sólo veíamos una montaña totalmente desconocida levantándose sobre la llanura. Por allí no había forma de bajar a la barrera, ya que sólo aparecía ante nosotros una inmensa pared. Sólo hacia el noroeste el terreno daba la impresión de permitir el descenso; allí, parecía haberse formado una depresión natural que discurría hacia la barrera, la cual apenas se podía divisar en la lejanía.
Hicimos un alto y discutimos la situación.
—¡Anda! —exclamó de improviso Hanssen—. Alguien ha estado aquí antes.
—Sí —interrumpió Wisting—; que me cuelguen si aquello no es el esquí roto que dejé como señal en el almacén.
Y fue el esquí roto de Wisting el que nos sacó del apuro. Fue un gran acierto ponerlo allí; en cualquier caso, un detalle muy atento. Examiné entonces el lugar con los prismáticos y junto a un montón de nieve —que finalmente resultó ser nuestro depósito, pero que fácilmente hubiera pasado desapercibido— pudimos distinguir el esquí sobresaliendo de la nieve. Nos dirigimos alegremente hacia allí, aunque tuvimos que recorrer cinco kilómetros para llegar.
Nuestro pequeño grupo se regocijó cuando llegó al que habíamos considerado como el más importante punto en nuestro viaje de regreso a casa. Era importante y necesario no ya por la cantidad de comida que contenía, sino por tener a mano de nuevo el camino de bajada a la barrera. Y ahora reconocíamos que eso era lo más importante de todo. Por nuestras referencias, sabíamos exactamente dónde se encontraba el descenso, aunque aún no lo podíamos ver. La llanura parecía dirigirse directamente a las montañas, sin ninguna abertura por donde poder bajar; pero la brújula nos decía que ese paso tenía que estar y era el que nos conduciría abajo. La montaña por la que estuvimos caminando ese día, sin tener noticia de ella, era el monte Fridtjof Nansen. Sí, la diferencia de luz producía una sorprendente alteración en la apariencia de las cosas.
Lo primero que hicimos al llegar al depósito fue sacar todos los cuerpos de los animales sacrificados, cortarlos en grandes trozos y repartirlos entre los perros. Parecían bastante sorprendidos; no estaban acostumbrados a semejantes raciones. Cargamos en los trineos los restos de tres, con el fin de tener un extra de comida para la bajada. La Carnicería no es que fuera un lugar muy acogedor. La verdad es que el tiempo no era tan terrible como en nuestra primera visita, pero el viento soplaba con una temperatura de -23° C, lo cual, después del calor de los últimos días, se nos metía hasta los huesos y no invitaba a permanecer más que el tiempo imprescindible. Por lo que, en cuanto terminamos de alimentar a nuestros perros y poner nuestros trineos en orden, nos pusimos en marcha.
Aunque el suelo no daba la impresión de estar inclinado, sí lo percibimos en cuanto nos pusimos en marcha. Y no sólo es que fuésemos cuesta abajo, es que el paso se volvía tan rápido que tuvimos que parar y poner frenos a los trineos. Según avanzábamos la inmensa pared se iba abriendo cada vez más, mostrándonos finalmente nuestro antiguo y familiar ascenso. Allí estaba el monte Ole Engelstad, indiferente y cubierto de nieve, tal como lo habíamos encontrado la primera vez. Cuando lo rodeamos, en nuestro camino hacia el Sur, ascendimos por una terrible pendiente, donde pude admirar el gran trabajo realizado por hombres y perros aquel día. Ahora teníamos una oportunidad mejor de apreciar la pendiente que habíamos tenido que subir. Tuvimos que colocar muchos frenos a los trineos para poder reducir la velocidad a un paso moderado, y aun así descendimos rapidísimamente, con lo que la primera parte del descenso pronto quedó tras nosotros. Con el fin de evitar las ráfagas de viento procedentes de la planicie, rodeamos el monte Engelstad y acampamos a su resguardo, contentos con el trabajo del día. Al igual que la primera vez que estuvimos aquí, la nieve era profunda y suelta, y no fue fácil encontrar un lugar bueno donde poner la tienda. Pronto comprobamos que habíamos descendido unos cuantos centenares de metros entre montañas. El tiempo estaba tranquilo, totalmente tranquilo, y el sol nos tostaba como si fuese un día de verano en casa. Creí, también, que notaba cierta diferencia en la respiración; me pareció que trabajaba con menos esfuerzo y de manera más agradable, aunque quizá fuera simplemente mi imaginación.
A la una en punto de la mañana siguiente ya estábamos de nuevo en pie. La vista que encontramos al salir de la tienda fue de las que quedan impresas en la memoria para siempre. La tienda estaba situada en un estrecho hueco entre Fridtjof Nansen y Ole Engelstad. El sol, que ahora se encontraba al sur, estaba completamente oculto por las montañas más lejanas, por lo que nuestro campamento se encontraba sumido en lo más profundo de las sombras; justo frente a nosotros, en el otro lado, la montaña Nansen alzaba su espléndida cima vestida de hielo hacia el firmamento, brillante, reluciendo con los rayos del sol de medianoche. El brillo blanco pasaba gradualmente, muy gradualmente, a un azul pálido, seguidamente a un cada vez más azul profundo, hasta que las sombras lo cubrían todo; y más abajo, justo sobre el glaciar Heiberg, mostraba su cara oscura y solemne, cubierta de un manto de hielo. El monte Engelstad permanecía en la sombra, aunque en su cumbre descansaban unas ligeras pero hermosas nubes de bordes dorados. Más abajo, sobre su ladera, bloques de hielo se esparcían desordenadamente. Y más lejano, hacia el este, se levantaba Don Pedro Christophersen, parte sumergido en las sombras parte brillando al sol. Realmente, era una visión maravillosa. Y todo en completa calma; casi teníamos miedo de perturbar el incomparable esplendor de la escena.
Sabíamos que a partir de ahora la superficie era lo suficientemente buena como para continuar nuestro rumbo sin tener que dar ningún rodeo. Las enormes avalanchas eran más frecuentes que en nuestro viaje de ida. Una masa de nieve tras otra se desplomaba; Don Pedro se desprendía de su abrigo de invierno. Nuestro camino seguía siendo igual, nieve suelta y profunda. Marchamos sobre ella con bastante facilidad, y todo cuesta abajo. En el collado donde comenzaba la bajada al glaciar hicimos un alto para prepararnos. Pusimos los frenos a los trineos y sujetamos de dos en dos nuestros bastones de esquí para que resultasen más resistentes; teníamos que ser capaces de parar de manera instantánea si la presencia inesperada de alguna grieta así lo exigía. Los que marchábamos con los esquís íbamos a la cabeza. La marcha era ideal, pues en bajada la nieve suelta nos permitía controlar nuestros esquís. El descenso era rápido y no tardamos muchos minutos antes de llegar al glaciar Heiberg. La tarea para los trineos no fue tan sencilla: ellos seguían nuestras huellas y tenía que tener mucho cuidado, sobre todo en los tramos donde la pendiente era más pronunciada.
Esa tarde acampamos justo en el mismo lugar donde habíamos puesto nuestra tienda el 18 de noviembre, a unos mil metros sobre el nivel del mar. Desde aquí podíamos ver el curso del glaciar Axel Heiberg bajando justo hasta su desembocadura en la barrera. Aparentemente la superficie era lisa y se encontraba en buen estado, con lo que decidimos seguir su curso en vez de subir por las montañas, tal como habíamos hecho en nuestro camino hacia el Sur. Quizá la distancia a recorrer era un poco mayor, pero probablemente ahorraríamos tiempo. En aquel momento acordamos cambiar los planes de cada jornada; los largos períodos de descanso se nos hacían insoportables. Un aspecto muy importante de la cuestión era que, con una planificación razonable, podríamos ganar tiempo y llegar a casa varios días antes de lo que habíamos estimado. Después de sopesar los pros y los contras, acordamos hacerlo de la siguiente forma: recorreríamos veintiocho kilómetros, quince millas, y entonces dormiríamos seis horas, para seguidamente volver a recorrer otros veintiocho kilómetros más y así sucesivamente. De esta manera cada día podríamos recorrer una buena distancia. Mantuvimos este ritmo el resto del viaje y la verdad es que ganamos bastantes días.
Nuestro avance por el glaciar abajo no encontró mayores obstáculos; tan sólo en el punto de unión con la barrera había algunas grietas que tuvimos que rodear. A la siete de la tarde del 6 de enero nos detuvimos en el ángulo del terreno que formaba la entrada del glaciar Heiberg y que desde ahí se extendía hacia el norte. No podíamos reconocer nada de lo que veíamos, aunque eso era natural ya que lo estábamos viendo desde el lado contrario. De todas formas, sabíamos que no estábamos lejos de nuestro principal almacén en 85° 5’ S. En la tarde de ese mismo día nos pusimos nuevamente en marcha. Nada más iniciarla cruzamos un pequeño collado; Bjaaland creyó ver el depósito abajo, en la barrera, y no pasó mucho tiempo antes de que divisáramos el monte Betty y el camino por el que habíamos subido. Los prismáticos confirmaron que lo que veíamos era realmente nuestro depósito —lo mismo que Bjaaland creyó haber visto anteriormente—. Así que dirigimos nuestros pasos directamente hacia allí y en pocos minutos nos encontramos sobre la barrera otra vez —once de la noche del 6 de enero—, después de haber estado durante cincuenta y un días sobre tierra. Habíamos comenzado nuestra ascensión el 17 de noviembre.
Llegamos al depósito y encontramos todo en orden. En esta zona tuvo que hacer mucho calor; nuestra alta y robusta construcción se había derretido con el sol, convirtiéndose en un montón de nieve más bien pequeño. Las latas de pemmican que habían estado directamente expuestas a los rayos del sol habían adquirido unas extrañas formas, por lo que dimos por sentado que estaban rancias. Preparamos los trineos, sacamos las provisiones del almacén y las cargamos. Allí dejamos algunas viejas ropas que habíamos usado durante todo el camino al Sur. Una vez que terminamos todos estos preparativos, dos de nosotros subimos al monte Betty para recoger tantas muestras de rocas como cabían en nuestras manos. Al mismo tiempo construimos un gran mojón de piedras y junto a él dejamos una lata de diecisiete litros de parafina, dos paquetes de cajas de cerillas —cada paquete contenía veinte cajas—, así como un relato de nuestra expedición. Posiblemente alguien lo encuentre en un futuro y pueda hacer uso de ello.
Tuvimos que sacrificar a Frithjof, uno de los perros de Bjaaland, en este campamento. Últimamente había mostrado signos de asfixia, llegando a tal extremo que decidimos poner fin a sus sufrimientos. Cuando lo descuartizamos, vimos que sus pulmones estaban totalmente secos; de todas formas, sus restos no tardaron en llegar al estómago de sus compañeros. Lo que habían perdido en cantidad no lo habían perdido en calidad. Nigger, uno de los perros de Hassel, también fue sacrificado cuando descendíamos desde la planicie. Habíamos regresado a este punto con doce perros, como habíamos calculado, aunque ahora partiríamos de allí con once. Veo en mi diario la siguiente anotación: «Los perros tienen la misma presencia que cuando partimos de Framheim». Cuando dejamos este lugar unas horas más tarde, llevábamos provisiones en los trineos para treinta y cinco días. Además de esto, por supuesto, teníamos un almacén en cada uno de los grados de latitud a partir de 80°.
Parecía que habíamos encontrado el depósito justo en el momento, ya que todo el viaje sobre la barrera lo hicimos con continuas ventiscas. Una tormenta soplaba desde el sur, dejando el cielo totalmente encapotado; la nieve se unía a la ventisca en una preciosa danza, pero apenas nos dejaba ver. Teníamos suerte de que el viento soplara a nuestro favor, con lo que no nos daba directamente en los ojos, como anteriormente nos había pasado. Las grandes grietas que, como ya sabíamos, se cruzaban justo en nuestra ruta, nos obligaban a progresar con extremo cuidado. Para evitar cualquier riesgo, Bjaaland y Hassel, que marchaban en cabeza, se encordaron. La nieve era profunda y estaba muy suelta, lo que hacía el avance muy pesado. Afortunadamente, cuando nos aproximábamos a las grietas, la presencia de unos cuantos hielos desnudos que sobresalían en punta nos advertía a tiempo del peligro. Esto nos avisaba de manera clara de los problemas que podíamos encontrar en esa zona y que incluso las grietas más grandes probablemente estuvieran muy cerca. En aquel momento la gruesa cortina de nubes se abrió, y el sol atravesó la masa de nieve que se arremolinaba. Al instante Hanssen gritó: «¡Bjaaland, para!». Se encontraba justo al borde de una enorme grieta. Bjaaland poseía una espléndida visión, pero sus estupendas gafas —de su propia invención— le habían impedido verla. A decir verdad, Bjaaland no habría estado en serio peligro si hubiera caído en la grieta, al estar atado a Hassel, pero hubiera sido un momento inconfundiblemente molesto.
Como dije anteriormente, creo que estas grandes perturbaciones del hielo son las que marcan la zona divisoria entre la barrera y la tierra firme. Curiosamente, en esta ocasión también parecían indicar la frontera entre el buen y el mal tiempo, ya que en la lejanía, hacia el norte, la barrera se veía bañada por el sol. En el sur, la ventisca cada vez era más fuerte. El monte Betty nos dio su último adiós. La tierra de Victoria del Sur había permanecido oculta y así continuó. Tan pronto como llegamos a la luz del sol, corrimos hacia uno de nuestros monolitos de hielo; nuestra ruta estaba confirmada. No era malo viajar en la oscuridad. A las 9 de la noche alcanzamos el almacén a 85° S. Ahora también podíamos empezar a ser más liberales con la comida para los perros; tuvieron doble ración de pemmican, además de las galletas de avena que pudieran comer. Disponíamos de tal cantidad que posiblemente las tuviéramos que tirar. Evidentemente, las podíamos ir dejando tras nosotros, pero nos causaba gran satisfacción ver lo bien que íbamos aprovisionados, y a los perros parecía que no les importaba llevar un poco más de peso. Mientras las cosas fuesen tan bien como iban —esto es, que tanto hombres como animales mantuvieran el mismo paso— no podíamos pedir nada mejor. Pero el buen tiempo que nos había acompañado no iba a durar mucho. Cuando hablo de la siguiente etapa, en mi diario anoto: «Mismo horroroso tiempo». El viento había cambiado al nordeste, con muchas nubes, nieblas y molestas ventiscas. A pesar de estas desfavorables condiciones, fuimos pasando monolito tras monolito y al final de nuestra marcha habíamos alcanzado todos los que habíamos levantado en una distancia de veintiocho kilómetros. Aunque, como en otras ocasiones, se lo debemos a la magnífica vista de Hanssen.
En nuestra ruta hacia el Sur habíamos dejado gran cantidad de carne de foca repartida en cada uno de los almacenes que habíamos hecho sobre la barrera, de manera que ahora podíamos comer carne fresca cada día. Esto no se había hecho porque sí; si hubiésemos contraído el escorbuto, esta carne fresca hubiera tenido un valor incalculable. Teniendo en cuenta que nos encontrábamos tan sanos como nunca lo habíamos estado anteriormente, esta carne fue simplemente una agradable variación en nuestro menú.
La temperatura había subido bastante desde que habíamos descendido a la barrera y se mantenía estable a unos -10° C. Teníamos tanto calor que tuvimos que dar la vuelta a nuestros sacos de dormir, de manera que el pelo quedase por fuera. Pero lo mejor era que respirábamos más desahogados y nos sentíamos más felices. «Es como estar en un sótano de hielo», apuntó alguien. La misma sensación que cuando en un día caluroso de verano cambias el calor del sol por una fresca sombra.
9 de enero. «Mismo horroroso tiempo; nieve, nieve, nieve y nada más que nieve. ¿Se acabará algún día? También niebla, no somos capaces de ver más allá de diez metros. Temperatura, -8° C. Todo se derrite sobre los trineos. Todo está húmedo. No hemos encontrado ni un simple monolito en esta atmósfera para ciegos. Cuando comenzamos la nieve era muy profunda, por lo que la marcha se nos hace demasiado pesada, aunque a pesar de todo los perros arrastran bien los trineos». Esa tarde el tiempo afortunadamente mejoró y estaba, en comparación, mucho más despejado cuando reanudamos la marcha a las diez de la noche. No mucho tiempo después vimos uno de nuestros monolitos. Se encontraba al oeste, a unos doscientos metros de distancia, lo que significaba que no estábamos lejos de nuestra ruta; cambiamos de rumbo y nos dirigimos derechos a él, ya que era interesante ver si nuestros cálculos estaban en orden. El monolito estaba deteriorado por el sol y las tormentas, aun así encontramos el papel que habíamos dejado, decía que lo habíamos construido el 14 de noviembre y que estaba situado en 84° 26’ S. También indicaba el rumbo que teníamos que seguir sobre la brújula para llegar al siguiente, situado a cinco kilómetros de este.
Según abandonamos aquel viejo amigo y tomamos el rumbo que nos indicaba, para nuestro asombro general dos grandes pájaros —págalos— aparecieron de repente volando en línea recta hacia nosotros. Dieron dos vueltas a nuestro alrededor y terminaron posándose sobre el monolito. ¿Puede cualquiera que lea estas líneas hacerse una idea del efecto que nos causó? Creo que es poco probable. Nos traían un mensaje de vida a aquel mundo de muerte, un mensaje de todo lo querido por nosotros. Creo que en ese instante todos teníamos los mismos pensamientos. Estos mensajeros del otro mundo no se permitieron un largo descanso; estuvieron parados un rato, preguntándose sin duda quiénes seríamos nosotros, entonces levantaron el vuelo y se dirigieron hacia el sur. ¡Misteriosas criaturas! Estaban en ese momento a medio camino entre Framheim y el Polo y aún volaban tierra adentro. ¿Irían a cruzar al otro lado?
Esta vez nuestra etapa terminó en uno de nuestros monolitos en 84° 15’. Nos sentíamos bien y a salvo junto a uno de estos indicadores; siempre nos marcaban un punto seguro de inicio para la siguiente etapa. Estábamos de pie a las cuatro de la mañana y dejamos el lugar unas horas más tarde, acercándonos ese día cincuenta y cinco kilómetros a Framheim. Con nuestro plan de marcha, hacíamos largos recorridos un día sí y otro no. Nuestros perros no necesitaban mejores referencias que esta —un día veintisiete kilómetros y el siguiente cincuenta y cinco—, siempre frescos en el camino a casa. La aparición de los dos pájaros, que tan buena impresión me había causado la primera vez, ahora llevaba mis pensamientos en una dirección quizá no tan agradable. Se me ocurría que estos dos podían ser sólo una pequeña avanzadilla de una gran bandada de estos voraces pájaros, y que podían estar ocupados en devorar toda la carne fresca que tan laboriosamente habíamos transportado y repartido en nuestros almacenes. Es increíble todo lo que pueden destrozar estas aves de presa; no les importa que la carne esté congelada y dura como una piedra, ellas se las apañan incluso si es más dura que el acero. En mi pensamiento sólo veía los huesos de las focas dejadas en el depósito a 80°. De los perros que habíamos sacrificado en nuestro camino al Sur y dejado sobre la cima de los monolitos, no veía mucho más que su esqueleto. Bien, es posible que mis pensamientos se hubieran teñido de oscuro y quizá la realidad era más brillante.
Tanto el tiempo como la marcha fueron mejorando gradualmente; parecía que esta mejora estaba en proporción a nuestra distancia de la tierra. Finalmente todo se volvió perfecto: el sol brillaba en un cielo totalmente limpio y los trineos se deslizaban sobre una buena superficie, tan fácilmente y a tanta velocidad como deseábamos. Bjaaland, quien había abierto la marcha durante toda la ruta hacia el Polo, cumplió su cometido de manera admirable, aunque se le pueda aplicar el viejo dicho de que nadie es perfecto. La verdad es que ninguno de nosotros, fuese quien fuese, era capaz de mantener una línea recta si no tenía marcas que seguir. Y en los momentos más difíciles, como frecuentemente nos ocurrió, era cuando teníamos que marchar totalmente a ciegas. La mayoría de nosotros, supongo, iría dando bandazos hacia un lado u otro, y después de estas tentativas, acabaría llevando la línea recta. No ocurría lo mismo con Bjaaland; él era un hombre «diestro». Puedo verle ahora; Hanssen le ha marcado la dirección con su brújula, Bjaaland se vuelve, apunta con sus esquís en la línea indicada y comienza la marcha con decisión. Sus movimientos indican claramente que tiene grabada la dirección en su mente y a toda costa ha de seguirla. Empuja con fuerza sus esquís hacia adelante, sacudiendo la nieve que los cubre, y mira directamente hacia adelante. Pero el resultado siempre es el mismo; si Hanssen permitiese a Bjaaland marchar sin hacer ninguna corrección, al cabo de una hora o poco más, probablemente describiría un maravilloso círculo volviendo de nuevo al punto donde comenzó. Quizá. Después de todo, no es algo de lo que pudiéramos quejarnos desde que conocíamos con absoluta certeza dónde se encontraba la línea de los monolitos que íbamos siguiendo, sabiendo que nos íbamos hacia la derecha y teníamos que buscarlos hacia el oeste. Esta conclusión resultó ser muy valiosa y poco a poco nos fuimos acostumbrando a la tendencia «diestra» de Bjaaland, algo que siempre teníamos en cuenta.
El 13 de enero, según nuestros cálculos, debíamos alcanzar el depósito situado a 83° S. Este era el último de nuestros almacenes que no estaba marcado con señales situadas en ángulo recto con respecto a nuestra ruta, lo que significaba que era nuestro último punto crítico. Desde luego, el día no era el más apropiado para buscar una aguja en un pajar. El tiempo estaba en calma con una espesa niebla, tan espesa que apenas podíamos ver un metro por delante de nosotros. No vimos ni un solo monolito en toda la marcha. A las cuatro de la tarde habíamos completado la jornada y, según los medidores de distancia de los trineos y nuestras estimaciones, debíamos estar a 83° S, cerca del almacén; pero no veíamos nada. Decidimos acampar y esperar a que el tiempo aclarase. Mientras nos dedicábamos a esta tarea, la masa de niebla se disipó y allí, a no muchos metros de distancia —como siempre al oeste—, estaba nuestro almacén. Rápidamente desmontamos la tienda de nuevo, cargamos los trineos y nos dirigimos a nuestro depósito de alimentos, el cual se encontraba en bastante buen estado. No había señales de que ningún pájaro le hubiera hecho alguna visita. Pero ¿qué es aquello? Sobre la nieve caída recientemente, estaban bien marcadas unas huellas de perro. Enseguida pensamos que se trataba de los fugitivos que habíamos perdido en nuestro viaje al Sur. A juzgar por su apariencia, debían de haber permanecido al resguardo del almacén bastante tiempo; dos profundos huecos en la nieve lo indicaban con claridad. Y evidentemente habían tenido suficiente comida, ¿pero dónde demonios la habían conseguido? El depósito estaba completamente intacto, a pesar de que los trozos de pemmican estaban a la vista y habría sido muy fácil acceder a ellos; además, la nieve no estaba tan dura como para evitar que los perros escarbasen y consiguiesen toda la comida que quisieran. No hacía mucho tiempo que estos perros habían abandonado el lugar, y las pisadas recientes mostraban que se dirigieron hacia el norte. Examinamos las huellas con detenimiento y llegamos a la conclusión de que no hacía más de dos jornadas que habían abandonado este punto. Se dirigían hacia el norte y de vez en cuando seguimos sus pisadas durante nuestra siguiente etapa. En el almacén a 82° 45’ hicimos un alto, y allí vimos que las pisadas seguían hacia el norte. A 82° 24’ las huellas comenzaron a ser más confusas y terminaron por tomar rumbo oeste. Fue la última vez que las vimos; nos detuvimos en el monolito a 82° 20’. Else, a la que habíamos dejado en la parte más alta, se había caído y permanecía a un lado; el sol había derretido la parte más baja de la construcción. Estaba claro, que los perros vagabundos no habían pasado por allí; de otra forma, estamos totalmente seguros de que no habríamos encontrado a Else tal como estaba. Al final de la marcha acampamos en el monolito a 82° 15’ y repartimos el cuerpo de Else. Aunque había estado expuesta a los rayos del sol, cuando troceamos la carne en pequeñas raciones estaba en buen estado. Quizá el olor era un tanto rancio, pero nuestros perros no hacían ascos a la hora de comer.
El 16 de enero llegamos al depósito a 82° S. Podíamos ver desde lejos que el orden con el que lo habíamos dejado no había aguantado mucho tiempo. Cuando llegamos a él, nos dimos cuenta de lo que había ocurrido. Las innumerables pisadas de perros habían aplastado la nieve de los alrededores del depósito dejándola dura, lo que indicaba que los fugitivos habían pasado bastante tiempo aquí. Varias de las cajas habían caído al suelo, seguramente por el mismo motivo que Else, y los granujas habían conseguido abrir una de ellas. Tanto las galletas como el pemmican habían desaparecido, evidentemente; aunque no nos importaba demasiado ya que teníamos comida en abundancia. Los despojos de los dos perros que habíamos dejado en lo alto del almacén —Uranus y Jaala— habían desaparecido, no encontramos ni los dientes. A Lucy se la habían comido a 82° 3’, pero de ella al menos dejaron los dientes. Los ocho cachorros de Jaala aún estaban encima de una de las cajas; curiosamente, estos no se habían caído. Además de lo dicho, aquellas bestias habían devorado algunas correas para los esquís y cosas similares. Todo esto no significaba para nosotros ninguna pérdida; pero ¿quién podría decirnos adonde habían ido esas criaturas? Si encontrasen el almacén a 80° S, probablemente acabarían con toda la carne de foca que teníamos allí almacenada. Desde luego sería algo lamentable de haber ocurrido, aunque no entrañaba ningún peligro para nosotros o los animales. Si conseguíamos llegar a 80°, todo iría bien. Por el momento, nos conformamos con el hecho de no ver huellas en dirección norte.
Aquí, a 82° de latitud sur, nos permitimos una pequeña fiesta. El «pudin de chocolate» que Wisting sirvió de postre aún está fresco en mi memoria; todos coincidimos en que estaba más cerca de la perfección que cualquier otra cosa que hubiéramos probado. Puedo dar la receta: galleta troceada, leche en polvo y chocolate, puestos a hervir en un recipiente. De lo que ocurre después no tengo ni idea; si quieren más información, tendrán que preguntar a Wisting. Entre 82° y 81° encontramos las marcas dejadas en nuestro segundo viaje para montar el almacén; en aquel viaje habíamos dejado señales hechas con trozos de madera provenientes de cajas en cada kilómetro y medio recorrido. Eso fue en marzo de 1911, y ahora, en la segunda mitad de enero de 1912, las estábamos siguiendo. Aparentemente estaban tal como las habíamos dejado. Estas marcas terminaban en 81° 33’ con dos trozos de una caja sobre un pedestal de nieve, que aún se encontraba en perfectas condiciones.
Dejaré a mi diario que describa lo que vimos el 18 de enero: «Desacostumbrado buen tiempo. Ligera brisa del sur-sudoeste, la cual durante el transcurso de la marcha terminó por despejar el cielo de nubes. En 81° 20’ llegamos a nuestras viejas amigas las crestas producidas por la presión. Ahora podemos distinguirlas más que antes. Se extienden tan lejos como nuestra vista puede alcanzar, discurren de nordeste a sudoeste y se aprecian tanto crestas como cumbres. Nos hemos llevado una gran sorpresa cuando, poco después, hemos descubierto una tierra alta y desnuda en la misma dirección, y no mucho después dos altísimas y blancas cumbres hacia el sudeste, probablemente a unos 82° S. Esta tierra se extiende desde el nordeste al sudoeste. Debe tratarse de la misma que vimos perderse en el horizonte a unos 84° S, cuando alcanzamos mil doscientos metros de altura y miramos hacia la barrera, durante nuestro ascenso. Tenemos suficientes datos para ser capaces de asegurar sin ningún tipo de dudas que es la continuación de la tierra de Carmen. La superficie que presenta este terreno aparece quebrada de una manera violenta —grietas, crestas producidas por la presión, ondulaciones y valles en todas direcciones—. No nos cabe duda de que mañana sentiremos sus efectos». Lo que parece que queda justificado es la conclusión de que la tierra de Carmen se extiende desde 86° S hasta esta posición, a unos 81° 30’ S, y posiblemente más hacia el nordeste, aunque prefiero no dejarlo plasmado en ningún mapa. Me conformo con dar el nombre de «tierra de Carmen» a la extensión situada entre 86° y 84° y considerar el resto «apariencia de tierra». Para un explorador será una rentable tarea investigar estos lugares más detenidamente.
Como esperábamos, durante nuestra siguiente etapa sentimos los efectos del mal estado de la superficie. En tres ocasiones tuvimos que atravesar este tramo de la barrera sin tener realmente un tiempo despejado. Esta vez lo teníamos, de forma que éramos capaces de ver cómo era realmente la zona. Las irregularidades comenzaron a 81° 12’, y no se extendían muy lejos de norte a sur, posiblemente unos cinco kilómetros. A qué distancia se extendían de este a oeste es difícil de asegurar, pero en cualquier caso llegaban hasta donde la vista podía alcanzar. Inmensos trozos de superficie se habían hundido, dejando abiertos grandes y terribles boquetes, tan grandes que serían capaces de tragar muchas caravanas del tamaño de la nuestra. Desde estos abismos abiertos partían en todas direcciones anchas y feas grietas, junto a las cuales podían verse por todas partes los tan nombrados montones de heno allá donde mirases. Lo más extraordinario de todo era que habíamos pasado por allí ilesos. Cruzamos tan de puntillas como nos fue posible, y a toda velocidad. Hanssen pasó justo por el centro de una de las grietas, pero afortunadamente salió sin dificultades.
El almacén a 81° S se encontraba en perfecto orden; no se veían huellas de perros. Las esperanzas de que el situado a 80° S estuviera intacto crecieron considerablemente. A 80° 45’ S encontramos el primer perro que habíamos sacrificado, Bone. Estaba especialmente gordo y fue muy apreciado. Los perros empezaron a no estimar tanto la carne enlatada. El 21 de enero pasamos por el último monolito, situado a 80° 23’ S. Aunque íbamos contentos por dejarlo atrás, no puedo negar que sentimos cierta melancolía según se desvanecía en el horizonte. Había crecido tanto nuestro cariño por estas señales, que cuando nos encontrábamos con ellas las saludábamos como a viejos amigos. Muchos y grandes servicios nos prestaron de forma silenciosa durante nuestro largo y solitario camino.
Ese mismo día alcanzamos nuestro gran almacén a 80° S, y desde ese momento consideramos que ya habíamos regresado. Pudimos ver enseguida que los demás compañeros habían estado en este depósito desde que lo habíamos dejado, y encontramos un mensaje del teniente Prestrud, el jefe del equipo que marchó hacia el este, diciendo que él, con Stubberud y Johansen, habían pasado por allí el 12 de noviembre, con dos trineos, dieciséis perros y provisiones para treinta días. De forma que todo estaba en perfecto orden. Nada más llegar soltamos a los perros y se lanzaron corriendo al montón de carne de foca, el cual no había sido atacado ni por pájaros ni por perros durante nuestra ausencia. En su camino hacia el montón de carne, prefirieron las peleas antes que la comida. Dieron unas cuantas vueltas alrededor de los cuerpos de las focas, mirándose con recelo unos a otros, para lanzarse en la más salvaje de las escaramuzas. Cuando todo había llegado debidamente a su final, fueron a tumbarse cada uno junto a su trineo. Este depósito es bastante grande, con muchas provisiones y bien señalizado, de modo que no es del todo imposible que pueda ser utilizado más adelante.
El viaje desde 80° hasta Framheim ha sido tan frecuentemente descrito que nada nuevo se puede decir de él. El 25 de enero a las cuatro de la mañana alcanzamos nuestra pequeña casa de nuevo, con dos trineos y once perros; todos, hombres y animales, sanos y felices. Aquella temprana mañana nos detuvimos junto a la puerta para esperarnos unos a otros; teníamos que aparecer todos juntos. Todo estaba tranquilo y en calma; debían estar durmiendo. Entramos. Stubberud se levantó de su litera y nos miró; no cabe duda de que nos tomó por fantasmas. Uno tras otro fueron despertando, sin entender lo que estaba sucediendo. Entonces nos lanzaron un entusiasta bienvenidos a casa desde todos los rincones. «¿Dónde está el Fram?» fue, evidentemente, la primera pregunta. Nos alegramos mucho cuando nos dijeron que todos estaban bien. «¿Y qué tal por el Polo? ¿Habéis estado allí?» «Sí, por supuesto; de no haber sido así no nos hubierais visto de nuevo». La cafetera se puso en funcionamiento y el aroma de las «galletas calientes» volvió como en los viejos tiempos. Todos estábamos de acuerdo en que el tiempo afuera era bueno, pero aún mejor dentro de casa. El viaje nos había llevado noventa y nueve días. La distancia recorrida, unos tres mil kilómetros.
El Fram había llegado a la barrera el 8 de enero, después de tres meses de viaje desde Buenos Aires; todos a bordo estaban bien. Entre tanto, el mal tiempo les había obligado a zarpar de nuevo. Al día siguiente, el vigía avisó que el Fram se estaba aproximando. La vida bullía en el campamento; dentro con la fiesta y fuera con los perros, que parecían no estar agotados aún. Oímos resoplar y gruñir al motor, vimos el puesto de vigía aparecer sobre el borde de la barrera, y finalmente vimos al barco atracar de manera segura y firme. Con el corazón lleno de felicidad, subí a bordo a saludar a todos aquellos caballeros, quienes habían llevado al Fram a su destino a través de tantos peligros y penalidades, llevando a cabo un excelente trabajo. Ellos estaban contentos y felices, pero nadie preguntaba acerca del Polo. Finalmente lo hizo Gjertsen: «¿Habéis estado allí?». Alegría es una palabra pobre para explicar el sentimiento que iluminó las caras de mis compañeros; era algo más.
Me encerré con el capitán Nilsen en el camarote de derrota, quien me entregó el correo y todas las noticias. Tres nombres aparecían encima de los demás, hasta que por fin pude entender lo que había ocurrido. Eran los nombres de las tres personas que ofrecieron su apoyo cuando era más necesario. Siempre les recordaré con respetuosa gratitud: S. M. el Rey, el profesor Fridtjof Nansen y don Pedro Christophersen.