Capítulo I.
La historia del polo Sur

«La vida es una pelota en manos del azar».

Brisbane, Queensland, 13 de abril de 1912.

Aquí estoy, sentado a la sombra de una palmera, rodeado de la más exuberante y hermosa vegetación, disfrutando de la fruta tropical más jugosa, y escribiendo la historia del polo Sur. ¡Qué infinita distancia parece separar aquella región de estos alrededores! Y tan sólo hace cuatro meses que mis intrépidos compañeros y yo alcanzamos aquel codiciado lugar.

¡Estoy escribiendo la historia del polo Sur! Si alguien hubiera insinuado una sola palabra de lo que iba a suceder hace cuatro o cinco años, yo mismo le habría tomado por un loco de remate. Y aun así, el loco hubiera tenido razón. Una circunstancia fue llevando a la otra, y todo resultó completamente distinto a lo que yo había imaginado.

El 14 de diciembre de 1911, cinco hombres llegaron al punto más austral del planeta, en el eje polar, clavaron la bandera de Noruega y bautizaron la región con el nombre de a quien gustosamente habían ofrecido sus vidas, el rey Haakon VII. De esta forma, el misterio fue desvelado para siempre, y uno de los secretos mejor guardado de nuestro planeta dejó de existir.

Como fui uno de aquellos cinco hombres que, aquella tarde de diciembre, tomó parte en este descubrimiento, ha recaído sobre mí la tarea de contar todo lo sucedido: cómo alcanzamos el polo Sur.

La exploración antártica viene de antiguo. Los viajes habían comenzado incluso antes de que nuestra concepción del planeta tomara su forma definitiva. Es verdad que muchos de los exploradores de esos lejanos tiempos no alcanzaron lo que ahora conocemos de aquellas regiones australes, pero la intención y las posibilidades estaban allí, lo cual justifica el nombre de «exploraciones antárticas». Los motivos que empujaban a estas empresas fueron, como ha sido frecuentemente el caso, la esperanza de riquezas. Gobernantes codiciosos de poder veían en su imaginación incrementar sus posesiones; hombres sedientos de una inesperada riqueza, deseosos de encontrar el oro soñado; entusiastas misioneros con el pensamiento de una multitud de ovejas descarriadas, o la comunidad científica, más preparada, esperando modestamente en un segundo plano. Y todos ellos obtuvieron su parte: políticos, negociantes, religiosos y científicos.

La historia del descubrimiento antártico se puede dividir en principio en dos categorías. En la primera se incluirían los numerosos viajes que, sin una idea definida en lo que se refiere a la forma o la naturaleza del hemisferio sur, tomaron rumbo austral simplemente con el objetivo de conocer la máxima extensión de terreno posible. Baste esta pequeña anotación acerca de estos viajes antes de pasar a la segunda categoría, formada por los viajeros antárticos en el verdadero sentido del término, quienes conociendo la configuración real del globo terráqueo, se propusieron atravesar el océano con el objetivo de atacar al monstruo antártico en su mismo corazón, esperando que la fortuna les fuera favorable.

Debemos siempre recordar con gratitud y admiración a los primeros marinos que gobernaron sus embarcaciones entre brumas y tormentas, acrecentando nuestro conocimiento sobre las tierras heladas del Sur. La gente de hoy en día, informada de cualquier noticia aunque suceda en la parte más alejada del planeta, y con todos nuestros modernos sistemas de comunicación a su alcance, no llega a comprender la intrépida valentía que escondían los viajes de estos hombres.

Marcaban su rumbo hacia la oscuridad desconocida, expuestos constantemente a ser engullidos y destruidos por los inciertos y misteriosos peligros que se escondían en esas sombrías inmensidades que esperaban su llegada.

Aunque los comienzos fueron humildes, poco a poco el grado de dificultad de cada una de las empresas fue creciendo. Una porción tras otra de terreno era descubierta y sometida al poder del hombre. El conocimiento de la apariencia de nuestro mundo se fue haciendo cada vez mayor, hasta tomar su auténtica y definitiva forma. Nuestra profunda gratitud a estos primeros descubridores.

Aún en nuestros días escuchamos a gente preguntarse con sorpresa: ¿Para qué sirven estos viajes de exploración? ¿Qué beneficios nos aportan? Cortos de mente, siempre me respondo que únicamente tienen cerebro para pensamientos primarios.

El primer nombre en la lista de descubridores es el del príncipe Enrique de Portugal, apodado El Navegador. Siempre será recordado como el primer promotor de la investigación geográfica. Gracias a sus esfuerzos se cruzó el Ecuador por vez primera, alrededor de 1479.

Otro gran paso adelante se dio con Bartolomé Díaz. Navegando desde Lisboa, en 1487 alcanzó la bahía de Algoa y sin duda sobrepasó el paralelo cuarenta en su viaje hacia el Sur.

El viaje de Vasco de Gama de 1497 es lo suficientemente bien conocido como para no necesitar describirlo. Después de él llegaron hombres como Cabral y Vespucci, que ampliaron nuestros conocimientos, y De Gonneville, que añadió un toque de romanticismo a la exploración.

Pero llega el momento de recordar al más grande de los viejos exploradores, Fernando de Magallanes, portugués de nacimiento aunque navegante al servicio de España. Comenzó en 1519 descubriendo la conexión entre los océanos Atlántico y Pacífico en el estrecho que lleva su nombre. Nadie antes que él había llegado tan al sur, cerca de 52° de latitud. Uno de sus barcos, el Victoria, dio la vuelta al mundo demostrando a los escépticos que realmente el mundo era redondo. Desde ese momento la idea de las regiones antárticas toma su definitiva forma. Algo debe haber en el Sur: que fuera tierra o agua, el futuro lo habría de determinar.

En 1578 encontramos al célebre marino Sir Francis Drake. Aunque se contaba entre los bucaneros, debemos reconocerle los descubrimientos geográficos que hizo. Rodeó el cabo de Hornos y demostró que la tierra de Fuego era un gran grupo de islas que no formaban parte del continente antártico, como muchos habían pensado.

Recordemos al holandés Dirk Gerritsz, que tomó parte en una expedición de saqueo a la India en 1599, siguiendo la ruta del estrecho de Magallanes. Se dice que perdió su rumbo después de cruzarlo y llegó a 64° de latitud sur, a un extenso territorio cubierto de nieve. Se cree que eran las islas Shetland del Sur, pero el relato del viaje deja paso a la duda.

En el siglo XVII tenemos los descubrimientos de Tasman, y a finales de la centuria algunos aventureros ingleses aseguraron alcanzar latitudes extremas.

El inglés Halley, astrónomo real, emprendió un viaje científico hacia el Sur en 1699 con el propósito de hacer observaciones del campo magnético de la tierra; encontró hielo a 52° de latitud sur y regresó hacia el norte.

El francés Bouvet (1738) fue el primero que siguió la banquisa austral, aunque a una considerable distancia, y trajo informes de las inmensas plataformas flotantes antárticas de icebergs.

En 1756 el barco mercante español León trajo informes de tierra cubiertas de nieve a 55° de latitud sur, al este del cabo de Hornos. Cabe la posibilidad de que fuera lo que hoy conocemos como islas Georgias del Sur. El francés Marion-Dufresne descubrió en 1772 las islas Marion y Crozet. En ese mismo año otro francés, Joseph de Kerguelen-Trémarec, alcanzó la tierra de Kerguelen.

Con esto concluye la serie de expediciones que, a mi juicio, son el mejor ejemplo del primer grupo de expedicionarios. La «Antártica», el sexto continente, aún permanecía sin ser visto ni hollado. Pero el coraje y la inteligencia humana estaban ahora realmente decididos a rasgar el velo y revelar los muchos secretos que se escondían en el círculo antártico.

El capitán James Cook —uno de los marinos de mayor capacidad y audacia que el mundo haya conocido— abre la serie de lo que realmente llamamos expediciones. El Almirantazgo británico le dio órdenes de descubrir el gran continente austral, o bien demostrar que no existía. La expedición, formada por dos barcos, el Resolution y el Adventure, zarpó de Plymouth el 13 de julio de 1772; después de una corta estancia en Madeira, alcanzó Ciudad del Cabo el 30 de octubre. Aquí tuvo noticias de los descubrimientos de Kerguelen y de las islas Marion y Crozet. En el transcurso de su viaje, Cook llegó trescientas millas más al sur del territorio descrito por Bouvet, por lo que sentó el hecho de que el territorio en cuestión —si existía— no era parte del gran continente austral.

El 17 de enero de 1773 alcanzó el círculo Antártico por primera vez, día memorable en los anales de la exploración antártica. Poco después Cook encontró una banquisa imposible de atravesar y se vio obligado a volver hacia el norte. Se había abierto una nueva ruta con el descubrimiento de las islas Kerguelen, Marion y Crozet, y así quedó probado que no tenían ninguna relación con la gran tierra austral. En el transcurso de siguientes viajes a aguas del Antártico, Cook completó la circunvalación más meridional del globo que se había realizado hasta entonces y demostró que no había ninguna conexión entre los territorios o islas descubiertas y la grande y misteriosa «Antártica». La mayor latitud alcanzada fue de 71° 10’ sur el 30 de enero de 1774.

Los viajes de Cook tuvieron importantes resultados comerciales; sus informes acerca de la enorme cantidad de focas en los alrededores de las Georgias del Sur atrajeron a esas aguas a muchos cazadores, tanto ingleses como americanos; cuando estos regresaban, traían consigo otros muchos descubrimientos geográficos.

No podemos olvidar el descubrimiento de las Shetland del Sur por el capitán inglés William Smith en 1819. Este descubrimiento nos llevó hasta el archipiélago Palmer situado más al sur.

La siguiente expedición científica a las regiones antárticas fue la enviada por el emperador Alejandro I de Rusia, al mando del capitán Thaddeus von Bellingshausen. Estaba compuesta por dos barcos que zarparon desde Cronstadt el 15 de julio de 1819. A esta expedición pertenece el honor de haber descubierto la primera tierra firme al sur del círculo Antártico —la isla de Pedro I y la tierra de Alejandro I—.

La siguiente estrella en el firmamento antártico es el marino británico James Weddell. En 1819 realizó un primer viaje en un barco pesquero de focas de 160 toneladas, el Jane of Leith, y otro en 1822, acompañado en esta ocasión por el cúter Beaufoy. En febrero de 1823, Weddell batió el récord conseguido por Cook al alcanzar los 74° 15’ de latitud sur en el que ahora conocemos como mar de Weddell, que ese año se encontraba libre de hielo.

La firma naviera inglesa Enderby Brothers llevó a cabo una importante labor en la exploración antártica. Los hermanos Enderby habían cazado focas en aguas australes desde 1785. Estaban interesados no sólo en cuestiones comerciales, sino en conseguir resultados científicos de estos viajes, de forma que eligieron a sus capitanes en consecuencia. En 1830, la naviera envió a John Biscoe a la caza de focas en el océano Antártico con el bergantín Tula y el cúter Lively. El resultado de su viaje fue el avistamiento de la tierra de Enderby a 66° 25’ de latitud sur y 49° 18’ de longitud este. En el siguiente año cartografiaron las islas Adelaida, Biscoe y Pitt, en la costa oeste de la tierra de Graham, y avistaron por vez primera esta tierra.

Kemp, uno de los patrones de los Enderby, informó de tierra a 66° de latitud sur y 60° de longitud este.

Aún en 1839, otro de los patrones de la Naviera, John Balleny, descubrió las islas de Balleny a bordo de la goleta Eliza Scott.

En este punto tenemos que nombrar al celebrado almirante Jules Sébastien Dumont d’Urville. Zarpó de Tolón en septiembre de 1837 en una expedición equipada para fines científicos, en los barcos Astrolabe y Zélée. Su intención era seguir los pasos de Weddell e intentar por todos los medios clavar la bandera francesa lo más cerca posible del Polo. A comienzos de 1838 descubrió y dio nombre a la tierra de Luis Felipe y a la isla de Joinville. Dos años más tarde, de nuevo encontramos la embarcación de d’Urville en aguas antárticas, con el objeto de investigar el magnetismo en las proximidades del polo Sur. Descubrió territorios a 66° 30’ de latitud sur y 138° 31’ de longitud este. Con la excepción de algunos pocos islotes desiertos, prácticamente la totalidad del terreno estaba cubierto por la nieve. Dio nombre a la tierra de Adelia y costa de Clarie a la parte de la barrera de hielo que se extendía por el oeste, pues supuso que bajo el hielo se escondía la línea de costa.

El teniente Charles Wilkes, oficial naval americano, zarpó en agosto de 1838 con una flota de seis embarcaciones. La expedición fue enviada por el Congreso y entre los tripulantes contaba con doce observadores científicos. En febrero de 1839 la totalidad de esta imponente flota antártica se reunía en el puerto de Orange, al sur de la tierra de Fuego, desde donde se dividiría el trabajo entre las diferentes embarcaciones. Es difícil enjuiciar el resultado de esta expedición. Ciertamente, la tierra de Wilkes había sido estudiada en muchos lugares por varias expediciones y es difícil formar una opinión de la causa de sus errores cartográficos. De todas formas, después de escuchar el relato de su viaje, debemos considerar su exploración como una empresa seria.

Pero hay momentos en que el brillo de una estrella aparece sin avisar. Hablamos del hombre cuyo nombre será recordado como uno de los más intrépidos exploradores del polo Sur y uno de los marinos más capaces que la historia universal nos ha legado, el almirante sir James Clark Ross.

Los resultados de sus expediciones son bien conocidos. Ross patroneó el Erebus y el comandante Francis Crozier el Terror. La primera de las embarcaciones, de 370 toneladas, se había ideado originalmente para transportar bombas, lo que significa que su construcción era extremadamente sólida. El Terror, de 340 toneladas, ya había navegado anteriormente en aguas árticas, de aquí que ya se considerase una embarcación resistente. Ross adoptó todas las precauciones posibles en el aprovisionamiento del barco para evitar el escorbuto, después de la experiencia adquirida en las aguas del Ártico.

Las embarcaciones zarparon de Inglaterra en septiembre de 1839, haciendo escala en muchas de las islas atlánticas y llegando al puerto de Christmas, en la tierra de Kerguelen, en mayo del año siguiente. Allí permanecieron dos meses estudiando los campos magnéticos y seguidamente continuaron hasta Hobart.

Sir John Franklin, eminente explorador polar, era en ese momento gobernador de Tasmania, y Ross no hubiera preferido a nadie mejor. El gobernador, muy interesado en la expedición, ayudó en todo cuanto estuvo en su mano. Durante su estancia en Tasmania, Ross recibió información de lo que les había acontecido a Wilkes y Dumont d’Urville en cada una de las regiones a las que había sido enviado a investigar por orden del Almirantazgo. Con esta novedosa información, Ross cambió sus planes y decidió navegar a lo largo del meridiano 170° este y, si fuera posible, alcanzar el polo magnético por esta ruta.

La suerte de recibir estos últimos datos desencadenó una serie de hechos fortuitos que, de otra manera, no hubieran marcado una época histórica y los descubrimientos geográficos asociados al nombre de Ross se habrían retrasado muchos años.

El 12 de noviembre de 1840 Sir John Franklin embarcó en el Erebus acompañando a su amigo Ross. ¡Qué extraños caminos tiene la vida! La cubierta de aquel barco, en el que Franklin se encontraba, sería años más tarde su lecho de muerte. Nada de eso sospechaba mientras navegaba desde Hobart hacia la bahía de las Tormentas —la bahía que ahora está adornada por los florecientes jardines de Tasmania—, que encontraría la muerte en una remota latitud boreal a bordo de esa misma embarcación, entre tormentas y hielo. Pero así fue.

Después de recalar en las islas Auckland y Campbell, Ross se dirigió hacia el sur y cruzó el círculo Antártico el día de Año Nuevo de 1841. Los barcos se enfrentaban ahora a una banquisa a la que Ross no consideró enemigo peligroso, pues sabía que los primeros exploradores se habían enfrentado a ella con embarcaciones mucho más débiles. Ross aceptó el reto audazmente y se dispuso a navegar por la zona helada con su robusto navío y aprovechando estrechos canales. Tras cuatro días soportando fuertes sacudidas, se encontró de nuevo a mar abierto camino del sur.

Ross había alcanzado el mar que más tarde llevó su nombre; el viaje más audaz conocido de las exploraciones antárticas se había cumplido.

Muy pocos hoy en día son capaces de apreciar con exactitud la heroicidad de esta hazaña, esta brillante prueba del coraje y la fortaleza humana. Con dos pesadas naves —coloquialmente llamadas «bañeras»—, estos hombres navegaron directos al corazón de la banquisa, lo que todos los exploradores polares anteriores habían considerado una muerte segura; para estos, no sólo era difícil de alcanzar, era simplemente imposible —y más para nosotros, que con un simple movimiento de mano apretamos un tornillo y nos quitamos la primera dificultad que encontramos—. Estos hombres fueron unos héroes, en el más alto sentido de la palabra.

Ross encontró mar abierto a 69° 15’ de latitud sur y 176° 15’ de longitud este. Al día siguiente de alcanzar este punto el horizonte amaneció totalmente libre de hielo. ¡Qué alegría debieron sentir esos hombres al ver el camino hacia el Sur despejado!

La ruta hacia el polo magnético estaba fijada y la esperanza de alcanzarlo en breve ardía en sus corazones. Entonces, cuando se habían hecho a la idea de un mar abierto, quizá hasta el mismo polo magnético, el vigía gritó «tierra a la vista». Era la costa montañosa de la tierra de Victoria del Sur.

A los primeros viajeros que se acercaron a esta tierra les debió parecer una tierra de hadas. Enormes cadenas montañosas con cumbres de entre 2.000 y 3.000 metros de altura, unas cubiertas de nieve, otras completamente desnudas, majestuosas y abruptas, escarpadas y agrestes.

Estaban convencidos de que el polo magnético estaría a unos ochocientos kilómetros de distancia, tierra adentro, detrás de las cumbres cubiertas de nieve. En la mañana del 12 de enero llegaron a los pies de una pequeña isla. Ross y unos cuantos compañeros remaron hasta tierra y tomaron posesión del territorio. Llegar a tierra tenía su dificultad a causa del grueso cinturón de hielo que se interponía entre ellos y tierra firme a lo largo de toda la costa.

La expedición continuó su rumbo hacia el Sur, haciendo nuevos descubrimientos. El 28 de enero avistaron por primera vez las cumbres de los montes Erebus y Terror. El primero de ellos parecía ser un volcán activo, ya que lanzaba humo y llamaradas al cielo. Debió de ser una visión maravillosa. Llamaradas de fuego en mitad de la nieve en un paisaje helado. El capitán Scott bautizó la isla en la que se encuentran estas montañas con el nombre de isla de Ross, en honor del intrépido navegante.

Naturalmente hubo una gran expectación a bordo. Si ellos habían llegado tan lejos hacia el sur, significaba que sus progresos no tendrían límites. Pero como tantas veces había ocurrido antes, sus esperanzas se desvanecieron. Desde la isla de Ross, tan al este como la vista alcanzaba, se extendía una altísima e impenetrable pared de hielo. Navegar a través de ella era imposible, tanto como querer atravesar los acantilados de Dover, según dijo Ross al describirla. Lo único que se podía intentar era rodearla. Y así comenzó el estudio de esa gran barrera antártica, que desde ese momento se denominó barrera de Ross.

La pared de hielo seguía hacia el este a lo largo de cuatrocientos kilómetros. Su cara superior era totalmente lisa. Su punto más oriental alcanzaba los 167° oeste y la latitud máxima era de 78° 4’ sur. Al no encontrar ningún paso, los barcos regresaron hacia el oeste si querían tener alguna posibilidad de alcanzar el polo magnético. Pero este intento se abandonó pronto, ya que se acercaba el mal tiempo. En abril de 1841, Ross volvió a Hobart.

Su segundo viaje estuvo lleno de peligros e incidentes arriesgados, pero añadió poco al relato de sus descubrimientos.

El 22 de febrero de 1842 los barcos llegaron a la vista de la barrera y, siguiéndola hacia al este, descubrieron que giraba hacia el nordeste. Aquí Ross escribió «apariencia de tierra», en el mismo territorio en el que el capitán Scott, sesenta años más tarde, descubriría la tierra del Rey Eduardo VII.

El 17 de diciembre de 1842 Ross preparó su tercer y último viaje antártico. En esta ocasión su objetivo era alcanzar la máxima latitud siguiendo la costa de la tierra de Luis Felipe; si por este camino no se pudiese lograr, se intentaría siguiendo el rumbo seguido por Weddell. Los dos intentos se vieron frustrados por las condiciones del hielo.

A la vista de la Tierra de Joinville, los oficiales del Terror pensaron que habían visto humo procedente de volcanes activos, pero tanto Ross como sus hombres no confirmaron este hecho. Cerca de cincuenta años más tarde, el capitán noruego C. A. Larsen, al mando del Jason, sí descubrió volcanes con actividad. Posteriormente se hicieron unos cuantos descubrimientos geográficos menores, pero ninguno de ellos digno de mención.

Con esto concluyen los intentos de Ross por alcanzar el polo Sur. A él y a su magnífico trabajo es a quien debemos atribuir el honor de abrir el camino a través del cual se pudo alcanzar finalmente el polo Sur.

El Pagoda, patroneado por el teniente Moore, fue el siguiente navío que se dirigió hacia el Sur. Su principal objetivo era hacer observaciones del campo magnético en latitudes extremas al sur del océano Índico.

Encontró los primeros hielos a 53° 30’ de latitud sur el 25 de enero de 1845. El 5 de febrero cruzó el círculo polar antártico a 30° 45’ de longitud este. La máxima latitud alcanzada en este viaje fue de 67° 50’ a 39° 41’ de longitud este.

Esta fue la última exploración que visitó las regiones antárticas con barcos empujados solamente con la fuerza del viento.

El gran acontecimiento en la historia de los mares del sur fue la expedición del Challenger. Fue una expedición totalmente científica, magníficamente equipada y dirigida[1].

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El Challenger, según un grabado de la época

Los logros de esta expedición, sin embargo, son tan conocidos en todo el mundo civilizado que pienso que no es necesario detenerme en ellos.

Menos conocido, pero no por ello de menos provecho, fue la labor de los barcos balleneros que recorrían las Shetland del Sur y las regiones más al sur de estas. Los días de los veleros habían pasado y los barcos a vapor aparecieron en escena.

Pero antes de adentrarnos en este nuevo tema, debo mencionar brevemente a un hombre que a lo largo de su vida insistió en la necesidad y utilidad de las expediciones antárticas, el profesor Georg von Neumayer.

Nunca la investigación antártica dispuso de una persona con mayor entrega, disposición y mejor preparación que Neumayer. Siempre que se hable de la Antártica, el nombre de Neumayer aparecerá ligado a ella.

El vapor ballenero Grönland zarpó de Hamburgo el 22 de julio de 1872 patroneado por Eduard Dallmann, rumbo a las Shetland del Sur. Muchos e interesantes descubrimientos geográficos se hicieron en él.

Entre otros balleneros podemos mencionar el Balæna, el Diana, el Active y el Estrella Polar de Dundee.

En 1892 toda esta flota permaneció cazando ballenas en las cercanías de las Shetland del Sur. Todos y cada uno de ellos trajeron a su vuelta valiosa información. A bordo del Balæna estaba el Dr. William S. Bruce. Esta es la primera vez que nos encontramos con él en su camino hacia el Sur, y no será la última.

A la vez que la flota ballenera escocesa, apareció en la región austral de las Shetland del Sur el capitán ballenero C. A. Larsen, noruego. No exagero si digo que, de todos aquellos que han visitado las regiones antárticas en busca de ballenas, indudablemente Larsen es el que ha vuelto a casa con los mejores y más abundantes resultados científicos. A él le debemos el descubrimiento de las grandes extensiones de la costa este de las tierras de Graham, Rey Óscar, Foyn, etc. Nos trajo noticias de dos volcanes activos y de muchos grupos de islas. Pero quizá lo más interesante fueran los restos fósiles que trajo de la isla de Seymour, los primeros hallados en las regiones antárticas.

En noviembre de 1894 el capitán Evensen, a bordo del Hertah, logró acercarse con más éxito a la tierra de Alejandro I de lo que lo hicieran Bellingshausen o Biscoe. Pero la búsqueda de ballenas reclamó su atención, considerando que esta era la obligación a la que se debía dedicar antes que a cualquier otra.

Sin lugar a dudas se había perdido una gran oportunidad; si el capitán Evensen hubiera estado liberado de aquella tarea, habría podido realizar un trabajo científico más notable, tan audaz, capaz y dispuesto como él era.

La siguiente expedición ballenera que también deja su huella en las regiones del sur polar es la del Antartic, bajo el mando del capitán Leonard Kristensen. Kristensen era extraordinariamente capaz y consiguió el récord excepcional de ser el primer hombre en pisar el sexto continente, la gran tierra del Sur, la «Antártica». Sucedió en el cabo Adare, tierra de Victoria, en enero de 1895.

Una fase que hizo época en las investigaciones antárticas comienza con la expedición belga del Bélgica, bajo la dirección del comandante Adrien de Gerlache. Prácticamente nadie ha tenido que luchar tanto como Gerlache para llevar a cabo su empresa. A pesar de ello, consiguió lograrlo y el Bélgica pudo zarpar de Amberes el 16 de agosto de 1897.

El personal científico había sido seleccionado con sumo cuidado y Gerlache fue capaz de rodearse de hombres extremadamente preparados. Su segundo de a bordo, el teniente G. Lecointe, era un belga en posesión de toda la cualificación que su difícil posición le exigía. Podemos asegurar que este viaje fue una expedición cosmopolita —belgas, franceses, americanos, noruegos, suecos, rumanos, polacos, etc—. Y el trabajo del segundo de a bordo era conseguir que todos los hombres permaneciesen juntos e hicieran su trabajo lo mejor posible. Lecointe salió bien parado y de forma admirable se aseguró el respeto de todos; sus armas fueron la amabilidad y la firmeza.

Como navegante y astrónomo fue insuperable y prestó un gran servicio cuando, más tarde, asumió los trabajos acerca del campo magnético. Lecointe siempre será recordado como uno de los puntales de la expedición.

El teniente Emile Danco, también belga, era el físico de la expedición. Era un joven con mucho talento, pero desgraciadamente murió en las primeras etapas del viaje; fue una triste pérdida. Las observaciones magnéticas pasaron al cuidado de Lecointe.

El biólogo era rumano, Emile Racovitza, y la inmensa cantidad de estudios realizados hablan por sí solos de la capacidad de este hombre; realmente no hay palabras para explicarlo. Pero además de su profundo e interesante trabajo realizado, poseía otras muchas cualidades que le hacían ser el más agradable de los compañeros.

Henryk Arçtowski y Antoine Dobrowolski, ambos polacos, compartían el mismo trabajo, el estudio del cielo y del mar. Llevaron a cabo observaciones oceanográficas y meteorológicas.

Henryk Arçtowski era también el geólogo de la expedición, un hombre versátil. La tarea que se le había encomendado era realmente agotadora, ya que tenía que estar pendiente, de forma continua, del estado del viento y del tiempo atmosférico. Consciente como era de ello, nunca dejó pasar una oportunidad de ampliar nuevas observaciones científicas.

Frederick A. Cook, natural de Brooklyn, era el cirujano de la expedición, querido y respetado por todos. Como médico, su carácter tranquilo y convincente surtió excelentes efectos entre la tripulación. Cuando las cosas se torcían, la mayor responsabilidad recaía sobre Cook, pero él siempre manejaba la situación con excelente maestría. Debido a su destreza llegó a ser indispensable. No se puede negar que la expedición antártica belga tiene una gran deuda con Cook.

El objeto de la expedición era llegar al polo Sur magnético, pero esta meta se tuvo que desechar por falta de tiempo.

La demora en el estudio de los interesantes canales de tierra de Fuego retrasaron su partida hasta el 13 de enero de 1898. En esa fecha el Bélgica dejó la isla de Staten y puso rumbo al sur.

Entre el cabo de Hornos y las Shetland del Sur realizaron una serie de interesantes sondeos que fueron de gran importancia, ya que estas aguas no habían sido estudiadas anteriormente.

El principal trabajo de la expedición, desde un punto de vista geográfico, se llevó a cabo en la costa de la tierra de Graham.

Descubrieron un canal en dirección sudoeste que dividía la tierra de Palmer del continente, la tierra de Danco. Este estrecho fue denominado más tarde por las autoridades belgas estrecho de Gerlache. Emplearon tres semanas en cartografiar dicho lugar y en realizar observaciones científicas, recopilando gran cantidad de material de la zona.

Completaron este trabajo el 12 de febrero y el Bélgica abandonó el estrecho de Gerlache en dirección sur a lo largo de la costa de la tierra de Graham, cuando anteriores expediciones ya se habían apresurado a regresar a casa en esas fechas.

El día 15 cruzaron el círculo polar en dirección sudoeste. Al día siguiente divisaron la tierra de Alejandro, pero no pudieron acercarse más allá de veinte millas debido a la impenetrable banquisa.

El 28 de febrero alcanzaron los 70° 20’ de latitud sur y 85° de longitud oeste. Entonces llegó desde el norte una brisa que abrió grandes canales en el hielo en dirección sur. Gracias a este capricho del destino se adentraron en el helado témpano antártico.

El 3 de marzo alcanzaron los 70° 30’ de latitud sur, donde todos los progresos que esperaban se desvanecieron. Los intentos de volver atrás fueron en vano. Estaban encerrados en una trampa. A partir de ahora tendrían que dar lo mejor de sí mismos.

Muchos estaban dispuestos a culpar a Gerlache por haberse internado en los hielos malamente equipados, en la temporada en que los demás volvían a casa, en lo cual podían tener razón. Pero también debemos mirar la cuestión desde otro punto de vista.

Después de años de esfuerzo, Gerlache había conseguido al final que la expedición levara anclas. Sabía con certeza que si regresaba a casa con las manos vacías, sin nada que ofrecer al público, no podría volver de nuevo a estos territorios. Entonces la espesa masa de hielo se abrió y aparecieron largos canales que se dirigían al sur, tanto como la vista podía alcanzar. ¿Quién lo diría? Quizá les llevaran directos al Polo. Había poco que perder y mucho que ganar. Y decidió arriesgarse.

Por supuesto, podría ser un gran error, pero con lo dicho fácilmente puede entenderse la decisión.

El Bélgica disponía ahora de 13 largos meses por delante. Los preparativos para el invierno comenzaron de forma inmediata. Cazaron todas las focas y pingüinos que pudieron y las guardaron como provisiones.

El grupo de científicos estaba en constante actividad, completando brillantes estudios oceanográficos, meteorológicos y magnéticos.

El 17 de mayo el sol se ocultó y no volvió a verse en 70 días. La primera noche antártica había comenzado. ¿Qué les depararía? El Bélgica no estaba preparado para pasar un invierno en el hielo. Una de las razones era el insuficiente equipo personal. Tuvieron que hacer lo que pudieron, confeccionando ropas con las mantas, empleando todo el ingenio del que disponían si querían superar el invierno. Las necesidades agudizaron el ingenio.

El 5 de junio Danco murió de un fallo cardíaco.

Ese mismo día apareció una estrecha vía de agua debido a la presión del hielo. Afortunadamente, el enorme témpano de hielo pasó por debajo del barco, levantándolo pero sin provocar mayor daño. Por lo demás, el invierno no terminó mal. Después vinieron las enfermedades, el escorbuto y la locura, que fueron la mayor amenaza y el más serio peligro para la expedición. Habría sido suficiente con sólo una de las dos. La propagación del escorbuto, especialmente, hizo tales estragos que al final ni un solo hombre se escapó del ataque de esta temida enfermedad.

El comportamiento de Cook en esos momentos le hizo ganar el respeto y el aprecio de todos. No exagero al decir que Cook era el hombre más popular de toda la expedición y se lo merecía. De la mañana a la noche se ocupaba de los pacientes; cuando el sol reaparecía, después de un agotador día de trabajo, y esto no fue infrecuente, sacrificaba sus horas de sueño cazando focas y pingüinos para poder tener la comida fresca tan necesitada por todos.

El 22 de julio volvió el sol.

Su llegada no trajo ninguna visión agradable. El invierno antártico había dejado su huella en todos y, a la vuelta de la luz, se podían ver sus rostros verdosos, lívidos.

El tiempo siguió su curso y llegó el verano. Todos esperaban día tras día algún cambio en el hielo. Pero no, el hielo en el que se habían metido tan confiadamente no les permitía el regreso. El día de Año Nuevo llegó y se fue sin ningún cambio en el hielo.

La situación empezó a ser tremendamente amenazadora. Otro invierno en el hielo significaría su muerte. Las enfermedades y la mala alimentación pronto harían sucumbir a muchos de los compañeros.

De nuevo Cook llegó en ayuda de la expedición.

Con la ayuda de Recovitza planeó cuidadosamente un ingenioso plan para serrar el hielo y hacer un canal, para de esta forma poder seguir adelante. El proyecto fue presentado al jefe de la expedición, el cual lo dio por bueno; tanto el plan como la forma de llevarlo a cabo fueron bien recibidos.

Después de tres semanas de duro trabajo, día y noche, al final lograron abril el canal.

Cook era, indudablemente, quien tomó el mando en esta empresa, ganando tanto honor entre los miembros de la expedición que creo que es de justicia mencionarle en estas páginas. Recto, honrado, capaz y concienzudo en extremo, esa es la memoria que guardamos de Frederick A. Cook en aquellos días[2].

Pocos de sus compañeros sospecharían que unos cuantos años más tarde sería considerado uno de los más grandes mentirosos que el mundo haya visto. Es un enigma de la psicología digno de estudiar por los que se dedican a esta rama de la ciencia.

Pero el Bélgica aún estaba rodeado de nieve. Después de haber luchado por el canal abierto, quedó de nuevo atrapado en un témpano, a la vista del mar abierto.

Durante un mes entero la expedición permaneció varada, reviviendo la misma experiencia que tuvo Ross en su segundo viaje con el Erebus y el Terror. Las condiciones extremas de estos mares levantaban densas y afiladas agujas de hielo hacia el aire, lanzándolas contra el barco. Ese mes fue un infierno sobre la tierra. Pero, aunque parezca mentira, el Bélgica escapó indemne y el 28 de marzo de 1899 navegaba rumbo a Punta Arenas por el estrecho de Magallanes.

Ya se había iniciado la moderna exploración antártica y Gerlache se había ganado su puesto de honor eterno entre los exploradores antárticos.

Mientras el Bélgica intentaba con todas sus fuerzas liberarse del hielo, otra embarcación estaba haciendo el mismo esfuerzo extenuante para internarse en él. Era el Southern Cross, el barco de la expedición inglesa bajo la dirección de Carstens Borchgrevink. La zona de trabajo de esta expedición estaba por el lado opuesto del Polo, siguiendo los pasos de Ross.

El 11 de febrero de 1899, el Southern Cross llegó al Mar de Ross a 70° de latitud sur y 174° de longitud este, seis años después de haberlo hecho Ross.

Una partida de hombres bajó a tierra en cabo Adare y allí pasó el invierno. El barco invernó en Nueva Zelanda.

En enero de 1900, los hombres que habían quedado en tierra partieron, mientras desde el navío se llevaba a cabo el estudio de la barrera. Esta expedición consiguió por vez primera superar la barrera, la misma que a Ross en su día le había parecido inaccesible. La barrera formaba una pequeña ensenada en donde habían desembarcado, y en ese punto el hielo descendía gradualmente hacia el mar.

Debemos reconocer que, al franquear la barrera, Borchgrevink abrió un camino hacia el Sur y derribó el más grande de los obstáculos para las expediciones que le siguieron. El Southern Cross volvió a la civilización en marzo de 1900.

También debemos mencionar la expedición del Valdivia, bajo las órdenes del profesor Chun, de Leipzig, aunque en nuestros días difícilmente puede ser reconocida como una expedición antártica. En este viaje se estableció definitivamente la posición de la isla de Bouvet en 54° 26’ de latitud sur y 3° 24’ de longitud este.

Mantuvieron la ruta siguiendo la banquisa desde los 8° de longitud este hasta los 58° este, tan cerca como podía acercarse la embarcación sin correr peligro. Volvieron a casa con gran cantidad de material oceanográfico.

Tomando rápidamente la delantera en lo que se refiere a la exploración antártica, se abre el siglo XX con la magnífica equipación de las expediciones británica y alemana del Discovery y el Gauss, ambas empresas nacionales.

El capitán Robert F. Scott recibió el mando de la expedición del Discovery, y no hubiera podido estar en mejores manos.

El segundo de a bordo fue el teniente Armitage, que ya había tomado parte en la expedición al polo Norte de Jackson-Harmsworth.

Otros oficiales eran Royds, Barne y Shackleton.

El teniente Skelton era el jefe de ingenieros y fotógrafo de la expedición. Había dos cirujanos a bordo, el Dr. Koettlitz, miembro de la anterior expedición Jackson-Harmsworth, y el Dr. Wilson, que más tarde fue también el artista del viaje. Bernacchi era el físico, Hodgson el biólogo y Ferrer el geólogo.

El 6 de agosto de 1901 la expedición dejó Cowes y el 3 de octubre arribó a la bahía de Simon. El día 14 zarparon de nuevo, rumbo a Nueva Zelanda.

El plan oficial era determinar con la mayor precisión posible la naturaleza y extensión de las tierras del polo Sur que encontrasen y realizar una investigación sobre el campo magnético. Se dejó en manos del mando de la expedición la opción de pasar o no el invierno en el hielo. Y se acordó de antemano que un barco de apoyo contactaría con la expedición al año siguiente.

El primer encuentro con los hielos fue el 1 de enero de 1902, cerca del círculo Antártico, y pocos días más tarde alcanzaron el mar abierto de Ross. Después de varios desembarcos en el cabo de Adare y en otros puntos, el Discovery hizo interesantes reconocimientos de la barrera en dirección este. Durante esta parte del viaje se descubrió la tierra del Rey Eduardo VII, pero la gruesa capa de hielo y témpanos impidió el desembarco. A su regreso el barco entró en la misma ensenada que Borchgrevink había visitado en 1900 y lanzaron un globo sonda sobre la barrera. La bahía fue bautizada como la ensenada del Globo.

Desde aquí el barco volvió a la bahía de McMurdo, así llamada por Ross. Aquí pasaron el invierno, en la latitud austral más extrema en la que ninguna expedición anterior hubiera invernado. Durante el otoño descubrieron que la tierra donde tenían el cuartel de invierno era en realidad una isla, separada del continente por el estrecho de McMurdo. Se le dio el nombre de isla de Ross.

En la primavera hicieron algunos viajes en trineo y construyeron almacenes. El 2 de noviembre de 1902, Scott, Shackleton y Wilson iniciaron la marcha final hacia el Sur.

Con ellos llevaron 19 perros. El 27 de noviembre cruzaron el paralelo 80. Debido a la naturaleza del terreno sus progresos no fueron rápidos; la latitud más extrema se alcanzó el 30 de diciembre, a 82° 17’ sur. Descubrieron nuevos territorios, a continuación de la tierra de Victoria del Sur, donde se alzaban, una tras otra, cumbres cada vez más altas hacia el sur.

El viaje de vuelta fue difícil. Los perros sucumbieron uno tras otro, de tal manera que ellos mismos tuvieron que arrastrar los trineos. Todo fue bien mientras gozaron de buena salud, pero de repente Shackleton cayó enfermo de escorbuto, quedando sólo dos hombres para tirar de los trineos.

El 3 de febrero alcanzaron el barco de nuevo, después de 93 días de ausencia.

Mientras tanto, Armitage y Skelton habían alcanzado, por primera vez en la historia, la alta meseta interior antártica a una altitud de 2.700 metros sobre el nivel del mar.

El barco de apoyo prometido era el Morning y había zarpado de Lyttelton el 9 de diciembre. En su rumbo sur descubrió la isla de Scott y el 25 de enero pudo ver el mástil del Discovery, pero el estrecho de McMurdo permaneció bloqueado por el hielo todo el año, por lo que el Morning volvió a casa el 3 de marzo.

La expedición pasó un segundo invierno en el hielo y, al llegar la primavera, el capitán Scott dirigió un viaje en trineo hacia el este sobre el hielo de la meseta. En enero de 1904, el Morning volvió, acompañado esta vez del Terra Nova, un navío acostumbrado a navegar por las aguas de su mismo nombre. Llevaban órdenes de regresar a casa con toda la expedición, abandonando el Discovery, en el caso de que este no pudiese salir del hielo. Y así, hicieron todos los preparativos teniendo en cuenta esta orden pero, finalmente, después de usar explosivos, el hielo se partió de repente liberando el barco.

Todo el carbón del que se disponía se pasó de un barco al otro, pues Scott había decidido proseguir sus investigaciones. Si hubiese tenido en ese momento más carbón, es probable que este activo explorador hubiera logrado cosas mucho mayores de las que logró. Los lugares señalados por Wilkes, la loma de Ringgold y el pico de Eld, fueron borrados del mapa. Y no se encontró el cabo de Hudson, aunque el Discovery pasó bien a la vista de su supuesta posición.

El 14 de marzo Scott echó el ancla en el puerto de Ross en las islas Auckland. La expedición retornó a casa en septiembre de 1904 con excelentes resultados.

Mientras tanto, la expedición alemana, dirigida por el profesor Erich von Drygalski, había estado realizando un excelente trabajo en otras zonas.

El plan de la expedición era estudiar las regiones antárticas al sur de la tierra de Kerguelen; después de haber construido una base en esa isla y haber desembarcado a un grupo de científicos, que se quedaron haciendo su trabajo, el grupo principal de la expedición seguiría con sus estudios sobre el hielo. Su barco, el Gauss, había sido construido en Kiel siguiendo el modelo del Fram.

El copiloto del Gauss era el capitán Hans Ruser, un hábil piloto de la línea Hamburgo-América.

Drygalski había escogido su grupo de científicos con cuidado y sabiduría y ciertamente no hubiera podido conseguir mejores ayudantes.

El 11 de agosto de 1901 zarpaban de Kiel, rumbo a Ciudad del Cabo. Durante esta parte del viaje realizaron una extraordinaria investigación oceanográfica, meteorológica y magnética.

Después de visitar las islas Crozet, el Gauss amarró en el estrecho Royal, en la Tierra de Kerguelen, el 13 de diciembre. Permaneció allí un mes, después del cual puso rumbo al sur para estudiar las regiones situadas entre las tierras de Kemp y Knox. A 60° de latitud sur ya habían encontrado bastante cantidad de témpanos a la deriva.

El 14 de febrero hicieron un sondeo de 3.160 metros, cerca de la supuesta posición donde terminaba la tierra de Wilkes. El avance por esta zona fue muy lento debido al grosor de los témpanos de hielo.

El 19 de febrero se hizo un sondeo de 240 metros y, de improviso, el 21 de febrero se pudo ver tierra totalmente cubierta de hielo y nieve. Una violenta tormenta cogió al Gauss totalmente por sorpresa y lo rodeó de icebergs y témpanos de hielo de tal forma que le fue imposible abrir ninguna ruta. Tuvieron que aceptar la amarga situación y pasar el invierno en ese lugar.

Construyeron observatorios en el hielo y tan pronto como la superficie lo permitió hicieron expediciones en trineo. Alcanzaron tierra después de tres días y medio de viaje, descubriendo una montaña totalmente desnuda de 300 metros de altitud a ochenta kilómetros del barco. La zona fue bautizada como tierra del Emperador Guillermo II, y la montaña recibió el nombre de Gaussberg.

Ocuparon el invierno haciendo todas las observaciones que les fueron posibles. El tiempo era extremadamente severo y con tormentas continuas, pero su puerto de invernada, a sotavento de grandes témpanos de hielo, demostró ser un buen lugar. Aquí nunca estuvieron expuestos a desagradables sorpresas.

El 8 de febrero de 1903 el Gauss fue capaz de ponerse de nuevo en movimiento. A partir de ese momento alcanzó mar abierto y el 9 de junio llegaba a Ciudad del Cabo, donde prosiguieron las observaciones científicas.

Avistaron tierra al este, rumbo a donde terminaba la tierra de Wilkes, y completaron gran cantidad de trabajos científicos de los que la nación alemana puede estar orgullosa. Pocas expediciones antárticas han tenido semejante equipamiento científico como la del Gauss, tanto en personas como en instrumental.

La expedición antártica sueca, bajo la supervisión del Dr. Otto Nordenskjöld y patroneada por el capitán C. A. Larsen, ya mencionado, zarpó de Gotemburgo el 16 de octubre de 1901 en el Antartic. El grupo de científicos estaba formado por nueve especialistas.

Después de pasar por las islas Falkland y Staten, tomó rumbo hacia las Shetland del Sur, que avistaron el 10 de junio de 1902.

Después de explorar la costa de la tierra de Luis Felipe, el barco se acercó al mar de Weddell con la esperanza de poder seguir hacia el sur a lo largo de la tierra del Rey Óscar II, pero el hielo seguía dificultando la navegación y fue imposible alcanzar la costa.

Nordenskjöld y cinco hombres desembarcaron en la isla de Snow Hill, con materiales para construir un observatorio y un refugio para pasar el invierno con todas las provisiones necesarias. El barco siguió su curso en dirección norte a mar abierto.

El primer invierno en la isla de Snow Hill fue excepcionalmente frío y tormentoso, pero durante la primavera realizaron varios trayectos en trineo muy interesantes. Cuando llegó el verano, el Antartic no apareció, por lo que se vieron obligados a prepararse para una segunda ivernada. En la segunda primavera, en octubre de 1903, Nordenskjöld hizo un viaje en trineo para explorar las proximidades del monte Haddington; un examen más detenido mostró que la montaña estaba situada realmente en una isla. En un intento de rodear esta isla, tropezó con tres figuras dudosamente humanas, que a primera vista podían haber sido tomadas por algunos de nuestros hermanos africanos, extraviados en estas latitudes.

A Nordenskjöld le llevó bastante tiempo reconocer en estas figuras al Dr. Gunnar Anderson, al teniente Duse y a su compañero, un marinero noruego llamado Grunden.

Este encuentro ocurrió de la siguiente manera: el Antartic había hecho varios intentos por conseguir llegar a la base de invierno, pero el estado del hielo era tan malo que tuvieron que abandonar la idea de cruzarlo. Entonces, Anderson, Duse y Grunden desembarcaron en las proximidades para llevar las noticias a la base en cuanto el hielo se lo permitiese. Se vieron en la obligación de construir una cabaña de piedras en la que pasaron el invierno.

Esta experiencia es una de las más interesantes que puedan leerse en la historia de las regiones polares. Escasamente equipados, al igual que Robinson Crusoe, tuvieron que utilizar toda su inventiva para poder sobrevivir, empleando las más extraordinarias artimañas durante todo el invierno. Y cuando llegó la primavera, los tres hombres salieron de su agujero, en perfecto estado y con ánimo dispuesto, preparados para emprender el trabajo encomendado.

Ante una hazaña de tal magnitud, todo aquel que conozca las condiciones polares debería rendirles su más profunda admiración. Aunque aún hay más que contar.

El 8 de noviembre, cuando los dos grupos se reunieron en Snow Hill, encontraron inesperadamente al capitán Irízar, del cañonero argentino Uruguay, y a uno de sus oficiales. La ausencia de noticias procedentes del Antartic había generado bastante inquietud, por lo que el gobierno argentino había decidido enviar al Uruguay hacia el Sur en busca de la expedición. Pero ¿a qué demonios habían ido el capitán Larsen y el Antartic? Esto era lo que todo el mundo se preguntaba.

Esa misma noche, aunque suene casi increíble, llamaron a la puerta de la cabaña. La sorpresa del capitán Larsen y a sus cinco hombres fue mayúscula. El capitán Irízar les traía la triste noticia de que el Antartic había desaparecido. La tripulación se había puesto a salvo por sus propios medios, en una de las islas cercanas, mientras el barco se hundía seriamente dañado por el hielo.

También ellos habían tenido que hacer su propia cabaña de piedras para poder pasar el invierno de la mejor manera posible. Ciertamente no fueron momentos fáciles, y puedo imaginar el peso de la responsabilidad de la persona que tuvo que cargar con ella. Un hombre murió, aunque el resto sobrevivió.

Gran parte del excelente material que la expedición había recogido se hundió con el Antartic; a pesar de todo, pudieron salvar otra buena parte.

Tanto desde el punto de vista científico como desde el del gran público, esta expedición puede ser considerada una de las más interesantes y que mejor ha mostrado lo que es el polo Sur.

Es el momento de hablar de un escocés, el Dr. William S. Bruce, del Scotia.

Ya habíamos tenido un encuentro con él anteriormente: primero en el Balæna, en 1892, y más adelante con el Sr. Andrew Coats en Spitzbergen. Bruce tuvo suerte en este segundo viaje, pues le sirvió para preparar su expedición a las aguas antárticas en el Scotia.

El barco zarpó de Clyde el 2 de noviembre de 1902, bajo el mando del capitán Thomas Robertson, de Dundee. Bruce se aseguró la presencia de Mossman, Rudmose Brown y el Dr. Pirie para el trabajo científico. Cruzaron el círculo antártico en febrero y el 22 de ese mes el barco quedó atrapado a 70° 25’ de latitud sur. Pasaron el invierno en la isla Laurie, una de las Orcadas del Sur.

De regreso al sur, el Scotia alcanzó en marzo de 1904 los 74° 1’ de latitud sur y 22° de longitud oeste, lugar en el que el mar tenía una profundidad de 290 metros. Pero no pudo hacer más progresos debido al hielo. El territorio montañoso que podía ver más allá de la barrera de hielo fue bautizado tierra de Coats, en honor de uno de los patrocinadores de Bruce.

Entre los primeros puestos de los exploradores antárticos de nuestros días se encuentra el Dr. Jean Charcot, intelectual y regatista francés. En el transcurso de sus dos expediciones, 1903-1905 la primera y 1908-1910 la segunda, tuvo la fortuna de descubrir extensas zonas desconocidas de este continente. A él debemos un conocimiento más cercano de la tierra de Alejandro I, así como el descubrimiento de la tierra de Loubet, Fallières y Charcot.

Sus expediciones fueron magníficamente equipadas, acompañadas de unos resultados científicos de una riqueza extraordinaria. Lo que provoca nuestra especial admiración de los viajes de Charcot es su elección, para la realización de sus estudios, de una de las más difíciles zonas antárticas. Las condiciones del hielo en este lugar son extremadamente desfavorables y la navegación en estas latitudes presenta un altísimo grado de riesgo: una costa llena de arrecifes sumergidos y un mar repleto de icebergs esto es con lo que estos franceses tuvieron que lidiar. La exploración de estas regiones exigía navíos robustos y hombres totalmente preparados.

¡Sir Ernest Shackleton! Hasta su nombre posee un enérgico sonido. Con sólo mencionarle podemos ver ante nosotros a un hombre de indómita voluntad y un coraje sin límite. Él nos demostró lo que la voluntad y el deseo de un solo hombre puede llegar a conseguir. Adquirió su primera experiencia en la exploración antártica durante la expedición británica del Discovery, bajo el mando del capitán Scott. Fue una buena escuela. El equipo formado por Scott, Wilson y Shackleton alcanzó la latitud más austral lograda hasta entonces, 82° 17’. Un gran récord para su tiempo. Shackleton fue atacado por el escorbuto y tuvo que regresar a casa en cuanto hubo ocasión.

Poco tiempo después de su vuelta a casa, comenzó a prepararse de una manera muy activa. Poca gente tenía fe en Shackleton.

Un hombre que tuvo que ser enviado a casa tan sólo después de su primer año en el Discovery, ¿a qué quiere volver de nuevo? ¡Ya ha demostrado que no puede superar el esfuerzo! Shackleton tuvo que vencer una dura resistencia para encontrar los fondos necesarios. Desoyendo consejos y cargado de deudas, en agosto de 1907 dejó Inglaterra a bordo del Nimrod, camino del polo Sur. Y con sorprendente franqueza declaró su intención de llegar al punto exacto del polo Sur. Hasta donde se me alcanza, él fue el primer hombre que se aventuró a decir de manera tajante que su objetivo era el polo. Esta franqueza fue lo primero que me impresionó, y consiguió que desde ese momento prestara atención a su persona y, más adelante, siguiera sus pasos con gran interés. Su marcha de Inglaterra pasó desapercibida y fue pronto olvidada; como mucho, la gente relacionaba el nombre de Shackleton con su rango de teniente R.N.R.[3] Y los meses fueron transcurriendo…

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Shackleton, antes de partir en el Nimrod con intención de alcanzar el polo Sur

Entonces, repentinamente, llegaron noticias que produjeron una gran conmoción. Fue en la segunda mitad de marzo de 1909. Los telégrafos de todo el mundo se saturaron; letra por letra, palabra por palabra, iban transmitiendo el mensaje, hasta que pudo leerse con toda claridad que uno de los más maravillosos acontecimientos en la historia de las expediciones polares se había logrado. Todos estaban fascinados. ¿Era posible? ¿Sería verdad? Shackleton, teniente R.N.R., había abierto una ruta hasta los 88° 23’ de latitud sur.

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Wild, Shackleton, Adams y Marshall, a la vuelta de su intento por llegar al polo Sur. Comparando el rostro de Shackleton en las dos fotografías, huelgan los comentarios

Pocas veces un hombre ha disfrutado de mayor triunfo. Y pocas veces un hombre se lo tenía mejor merecido.

Los detalles de la expedición de sir Ernest Shackleton aún estarán frescos en la memoria de los lectores ingleses, de ahí que no sea necesario resumirlos ahora. De todas formas, podemos reseñar unos cuantos puntos para compararlos con la expedición del Fram.

El plan era dejar Nueva Zelanda al comienzo de 1908 y pasar el invierno en el continente antártico, con suficientes provisiones y equipo; mientras, el barco regresaría a Nueva Zelanda, para volver a recogerles al año siguiente.

El grupo se dividió en tres. El primero fue hacia el este, a explorar la tierra del Rey Eduardo VII; el segundo al oeste, hacia el polo Sur magnético, y el tercero al sur, hacia el polo Sur geográfico.

En el plan entregado a la Real Sociedad Geográfica, Shackleton afirma: «No pretendo sacrificar la utilidad científica de la expedición por un mero intento de batir un récord, pero también digo, sinceramente, que uno de mis grandes esfuerzos será alcanzar el polo Sur geográfico».

Más tarde planeó que el Nimrod exploraría la Tierra de Wilkes.

Shackleton dispuso de ponis y perros como animales de tiro, ponis principalmente. La experiencia de Shackleton era que los ponis eran idóneos en la barrera de hielo; los perros se consideraban de reserva. También llevaban un coche a motor, junto con el equipamiento acostumbrado de trineos, esquís, tiendas de campaña, etc.

Dejando Lyttelton el 1 de enero de 1908, el Nimrod alcanzó la banquisa el día 15 del mismo mes y llegó al Mar abierto de Ross a 70° 43’ de latitud sur y 178° 58’ de longitud este. Avistaron la barrera de Ross el 23 de enero. La intención original era seguirla e intentar montar una base en la ensenada de la barrera, situada prácticamente al comienzo de la tierra del Rey Eduardo VII, pero al llegar se encontraron con que la ensenada había desaparecido debido a que varios kilómetros de la barrera se habían desplomado. En su lugar había una larga y ancha bahía, a la que Shackleton bautizó como bahía de las Ballenas. Este descubrimiento le hizo tomar la decisión de no invernar en la barrera, sino en tierra firme. En esta parte de viaje el Nimrod y el Fram estuvieron muy cerca el uno del otro; para el Fram era su segundo viaje.

Después de intentar en vano alcanzar la costa de la tierra del Rey Eduardo VII, Shackleton volvió al oeste y pasó el invierno en la isla de Ross, en el estrecho de McMurdo.

El equipo que iría al Sur, compuesto por Shackleton, Adams, Marshall y Wild, inició su viaje el 29 de octubre de 1908 con cuatro trineos y cuatro ponis, además de provisiones para 91 días. El 26 de noviembre rebasaron la latitud máxima a la que había llegado Scott, 82° 17’ sur. Para cuando alcanzaron la latitud de 84°, todos los ponis habían muerto y los hombres tenían que arrastrar los trineos. Tuvieron que hacer frente a la larga y difícil ascensión del glaciar Beardmore y tardaron 17 días en alcanzar la elevada meseta que rodea el polo. Al final, el 9 de junio de 1909 se vieron obligados a regresar ya que las provisiones escaseaban, clavando la bandera de la reina Alejandra a 88° 23’ de latitud sur y 162° de longitud este.

Cualquiera que lea el diario de Shackleton debe sentir una infinita admiración por estos cuatro héroes. La historia raramente muestra una prueba más evidente de lo que los hombres pueden llegar a conseguir cuando lo desean en cuerpo y alma. A estos hombres se les debería levantar un monumento. No sólo a ellos mismos y a lo que lograron, sino en honor a su tierra natal y a la humanidad entera.

La hazaña de Shackleton es el suceso más brillante en la historia de la exploración antártica.

La distancia cubierta, entre ida y vuelta, fue de 2.460 kilómetros, en la que emplearon un total de 127 días, 73 de ida y 54 de vuelta; la media fue de unos 20 kilómetros diarios.

Mientras tanto el otro grupo, compuesto por el profesor David, Mawson y MacKay, salió a determinar la posición del polo Sur magnético. No llevaron ni ponis ni perros, y tuvieron que depender sólo de sus fuerzas. Aunque parezca imposible, estos hombres consiguieron realizar su trabajo abriéndose camino a pie sobre la banquisa y la tierra helada, sobre grietas y fisuras, con nieve dura y blanda, hasta llegar al polo Sur magnético y hacer allí sus observaciones. Y lo que aún es mejor, lograron regresar sanos y salvos. Recorrieron en total más de dos mil kilómetros.

Debió de ser un día glorioso para los dos grupos de hombres cuando se reunieron de nuevo en la cubierta del Nimrod y pudieron contarse, unos a otros, sus experiencias. Mucho más que sus predecesores, estos hombres han conseguido, realmente, levantar el velo que cubría la Antártica.

Aunque había un pequeño rincón que se resistía.