Capítulo XVI.
El viaje del Fram
Por el teniente primero THORVALD NILSEN
I. De Noruega a la barrera
Después de someter al Fram a numerosas reparaciones en los astilleros de Horten, cargamos provisiones y equipos en Christiania y zarpamos el 7 de junio de 1910. Según el plan, primero haríamos un crucero oceanográfico de unos dos meses de duración por el Atlántico norte y de ahí volveríamos a Noruega, donde el Fram atracaría para cargar los equipos que faltaban, así como los perros.
En muchos sentidos, este crucero oceanográfico fue todo un éxito. En primer lugar, nos familiarizamos con el barco y dejamos todo limpio y en orden para el gran viaje que nos esperaba; pero lo mejor de todo fue la valiosa experiencia que adquirimos con nuestro motor auxiliar. Era un motor Diésel de 180 CV construido para que funcionase con aceite, del que cargamos 90.000 litros (unos 19.800 galones). En relación con esto, podemos decir que consumía unos 500 litros (unos 110 galones) al día, lo que significa que la autonomía del Fram era de unos seis meses. Los primeros días funcionó de manera satisfactoria, pero después comenzó a ir cada vez más y más lento, hasta que finalmente se paró. Después de esto, le pusimos de nombre «la tosferina». Esto ocurrió varias veces durante el viaje; constantemente había que desmontar los pistones para limpiarlos y quitarles una espesa grasa que se les quedaba adherida. Como toda la expedición al polo Sur podría depender de que el motor funcionase de manera eficiente, acortamos el viaje y, después de tres semanas, pusimos rumbo a Bergen, donde cambiamos el aceite por parafina refinada a la vez que revisaban el motor.
Desde entonces el motor funcionó perfectamente.
Desde Bergen nos dirigimos a Christiansand, donde el Fram echó amarras y, como ya he mencionado, cargamos el resto de equipos, los perros y su comida. Cuando dejamos Noruega, los seres vivos a bordo eran diecinueve hombres, noventa y siete perros, cuatro cerdos, seis jaulas con palomas y un canario.
Finalmente, estábamos preparados para dejar Christiansand el jueves 9 de agosto de 1910, y a las nueve en punto de la noche levamos anclas y el motor se puso en marcha. Después de tantos preparativos, no cabe duda de que todos estábamos contentos de zarpar. Como el momento de la partida no se había hecho público, tan sólo el práctico del puerto y unos cuantos allegados nos acompañaron en el momento de salir. Hacía un tiempo maravilloso y todo el mundo permaneció en cubierta a la luz de las estrellas durante mucho tiempo, contemplando cómo desaparecía la tierra lentamente. Los noventa y siete perros estaban atados con cadenas alrededor de la cubierta, sobre la cual también llevábamos carbón, aceite, madera de construcción y otras cosas, con lo que no había mucho espacio por donde moverse.
El resto del barco estaba completamente lleno. Por dar algún ejemplo, en el salón de proa habíamos colocado cuarenta y tres cajas para los trineos, repletas de libros, regalos de navidad, ropa interior y cosas similares. Además de todo esto, cien juegos completos de arneses para los perros, todos nuestros esquís con sus bastones, botas para la nieve, etc. Los artículos más pequeños se guardaron en los camarotes, repartidos entre cada uno de los componentes de la tripulación. Cuando me quejaba, cosa que ocurría frecuentemente, porque no sabía dónde colocar una cosa u otra, el jefe de la expedición por lo general decía: «¡Oh, está bien, lo puedes dejar en tu camarote!», y esto ocurría con cualquier cosa imaginable, desde mapas y material de escritorio, hasta bidones de parafina y cachorros recién nacidos.
Como la historia de este viaje ya ha sido contada, podemos pasar sobre ello de manera rápida. Después de mucho retraso a causa de los vientos del canal de la Mancha, finalmente encontramos los vientos alisios del nordeste a la latitud de Gibraltar, y el 6 de septiembre llegábamos a Madeira.
El 9 de septiembre a las 9 de la noche levamos ancla por última vez y dejamos Madeira. Tan pronto como nos alejamos de tierra, tomamos de nuevo los vientos alisios del nordeste que nos llevaron más o menos cómodamente hasta la latitud 11° N.
A nuestra salida de Madeira, asumí el turno de guardia de 4 a 8 de la mañana; Prestrud y Gjertsen se repartieron el resto de las horas del día.
Para lograr que el barco alcanzase una mayor velocidad, se aparejaron unas velas auxiliares con la tela de unos toldos; desde luego no incrementó mucho nuestra velocidad, pero no cabe duda de que algo nos ayudó.
La temperatura más alta registrada fue de 29° C. Mientras navegamos con vientos alisios vimos continuamente peces voladores, aunque creo que no se les pudo encontrar sobre cubierta, pues inmediatamente los perros daban buena cuenta de ellos.
Por los alrededores de la latitud 11° N perdimos los vientos alisios y entramos en el «cinturón de las calmas», que se extiende hacia ambos lados del ecuador, entre los alisios del nordeste y los del sudeste. Por regla general, aquí se pueden encontrar violentas ráfagas de lluvia; para los veleros en general y para nosotros en particular, estas fuertes lluvias eran bienvenidas, ya que podíamos llenar los depósitos. Desgraciadamente, tan sólo un día nos vimos agraciados con la lluvia y esta vino acompañada de fuertes ráfagas de viento, con lo que no pudimos almacenar toda el agua que quisimos. Toda la tripulación acarreaba agua, algunos incluso utilizaron sus impermeables y terminaron como Dios les trajo al mundo; hasta el jefe, que llevaba un traje blanco tropical y, si no recuerdo mal, zuecos. Al final, todo estaba bastante escurridizo, y el Fram comenzó a balancearse sin avisar, con lo que el jefe terminó patas arriba sentado sobre la cubierta mientras se echaba encima el cubo de agua. «Todo sea por la patria, no importa». Recogimos unas tres toneladas de agua al terminar el chaparrón que, con todos los depósitos llenos, hacían una cantidad de unas treinta toneladas; más adelante, durante el viaje, llenamos algún que otro cubo, aunque nunca era demasiado; de no haber sido cuidadosos con el gasto, nuestras reservas no nos habrían durado mucho.
El 4 de octubre cruzamos el ecuador. Los vientos alisios del sudeste no fueron tan buenos como esperábamos, con lo que tuvimos que utilizar el motor de manera constante.
A comienzos de noviembre llegamos al cinturón de vientos del oeste o, como se les conoce, los «cuarenta rugientes» (rouring fourties), y desde ese momento navegamos en gran medida siempre ciñendo hacia el este. Aquí fuimos muy afortunados, pues tuvimos fuertes vientos durante casi siete semanas. Descubrimos lo que era navegar en el Fram con mar gruesa; se balanceaba de manera constante y endiabladamente, con lo que no había ni un momento de reposo. Los perros eran lanzados hacia atrás y hacia adelante sobre la cubierta y, cuando uno caía sobre otro, lo tomaban como una afrenta personal y comenzaban a pelearse. Pero a pesar de todo, el Fram es un barco de primera, pues es muy difícil navegar en todo tipo de aguas. De no haber sido el Fram, los perros lo hubieran pasado aún peor.
El tiempo en los «cincuenta neblinosos» (foggy fifties) variaba entre tormentas, calmas, nieblas, ventiscas y otras delicias similares. Como norma, el motor siempre estaba preparado en caso de que tuviéramos la mala suerte de que un iceberg se nos acercara de manera peligrosa. Afortunadamente, no nos encontramos con ninguno de ellos hasta la madrugada del 1 de enero de 1911, cuando vimos algunos típicos icebergs antárticos, es decir, totalmente planos. Nuestra latitud entonces estaba un poco por encima de los 60° S, y no nos hallábamos muy lejos de la zona de icebergs. Durante los primeros días navegamos hacia el sur sin ver otra cosa que icebergs dispersos y un notable aumento de témpanos de hielo, lo cual nos indicaba que nos encontrábamos muy cerca de nuestro destino. Hacia las diez de la mañana del segundo día entramos en una zona donde seguían apareciendo hielos a la deriva; había nieblas, y aun así mantuvimos nuestro rumbo directo hacia la Bahía de las Ballenas, donde se encontraba nuestro destino final.
Encontramos una buena cantidad de focas tumbadas sobre los témpanos de hielo, y cazamos algunas. Tan pronto como subimos a bordo la primera de las focas, todos nuestros perros pudieron comer carne por primera vez desde Madeira; les dimos tanta como quisieron, y comieron tanta como pudieron. Nosotros también tuvimos nuestra ración de carne de foca, y desde aquel momento tuvimos filetes de foca para desayunar todos los días; su gusto era excelente, sobre todo para nosotros, pues la única carne que habíamos comido en medio año estaba enlatada. Junto con el filete siempre se servían arándanos, lo que aun hacía que la carne fuera más apreciada. La foca más grande que capturamos sobre la placa de hielo tenía unos tres metros y medio de longitud y pesaba cerca de media tonelada. También cazamos unos cuantos pingüinos, la mayoría de ellos de la especie adelia; eran extraordinariamente divertidos y más curiosos que ningún otro animal. Cuando alguno nos divisaba, se acercaban todos en grupo para ver más de cerca a los inesperados visitantes. Si se ponían demasiado pesados no dudábamos en cazarlos por su carne, sobre todo por el hígado, que era excelente. Ahora los albatros, que nos habían seguido desde el cinturón de vientos del oeste, se habían marchado, y en su lugar llegaron los hermosos petreles blancos y los antárticos.
Mientras cruzamos esta zona de témpanos, la niebla fue casi continua. Sólo en la noche del día 5 tuvimos sol y buen tiempo; fue la primera vez que contemplamos el sol de medianoche. Es difícil imaginar una mañana más bonita: una claridad radiante, con hielo abundante por todos lados, hasta donde alcanzaba la vista; los canales de agua entre los témpanos brillaban al sol y los cristalinos hielos relucían como miles de diamantes. Era una pura delicia subir a cubierta y respirar el aire fresco; de repente, uno se sentía un hombre nuevo. Creo que todos a bordo encontraron este paso a través de los témpanos como lo más interesante de todo el viaje; por supuesto, era el encanto de la novedad. Para los que nunca habían estado antes en los hielos, yo entre ellos, y que tampoco habían salido de caza, correr detrás de las focas y pingüinos se convirtió en una especie de entretenimiento que nos hacía sentirnos como niños.
A las diez de la noche del día 6 dejamos atrás la zona de los témpanos de hielo, travesía que nos llevó cuatro días exactos; habíamos sido extremadamente afortunados y el Fram había cruzado por entre los hielos fácilmente.
Una vez fuera de los témpanos, nuestro rumbo nos llevó por el mar de Ross a la bahía de las Ballenas, que según nuestras estimaciones encontraríamos a unos 164° de longitud oeste. En la tarde del día 11, justo frente a nosotros, observamos una franja luminosa producida por una gran acumulación de hielo, algo parecido a como si nos aproximásemos a una gran ciudad durante la noche. Estábamos seguros de que esta claridad no podía ser otra cosa que la barrera de Ross, así llamada después de que sir James Clark Ross fuese el primero en descubrirla en 1841. La barrera es una pared de hielo, de varios cientos de kilómetros de longitud y de unos treinta metros de altura, la cual forma el límite del mar de Ross. Estábamos muy interesados en ver como era, desde luego, aunque a mí, finalmente, no me resultó tan imponente como la había imaginado, quizá debido a que, después de haber leído tantas descripciones sobre ella, me era muy familiar. De esas descripciones yo esperaba encontrar una apertura, relativamente estrecha, que nos tendría que dar paso a la bahía del Globo, como mostraban las fotografías que teníamos, anteriores a nuestra llegada; pero según avanzábamos el día 12 a lo largo de la barrera, no pudimos encontrar ninguna entrada. En la longitud 164° oeste, por otro lado, había una gran abertura en la pared, formando un cabo (cabo Oeste); desde aquí, hasta el otro lado de la barrera y hacia el sur, había unos trece kilómetros, y hasta donde alcanzaba la vista, se nos presentaba una bahía llena de témpanos sueltos. Continuamos hacia el este, a lo largo de la barrera, fuera del alcance de estos hielos a la deriva, hasta pasada la medianoche, pero como no conseguimos encontrar la bahía del Globo volvimos al cabo antes mencionado, donde permanecimos durante toda la mañana del día 13, pues el hielo a la deriva era demasiado abundante como para permitirnos hacer ningún progreso. Sin embargo, después de mediodía, los hielos flotantes comenzaron a salir a la deriva, al mismo tiempo que nos adentrábamos en la bahía, avanzando en su interior cuanto pudimos; amarramos el Fram al pie del hielo en el lado oeste de la gran bahía donde habíamos entrado. Lo que probaba que la bahía del Globo y alguna otra más se habían fusionado para formar una gran barrera, exactamente como lo describe sir Ernest Shackleton, quien la bautizó como bahía de las Ballenas.
Después de amarrar aquí, el jefe y uno o dos más bajaron a reconocer el terreno, pero comenzó a nevar de manera bastante abundante y, hasta donde recuerdo, no pudieron hacer otra cosa que confirmar que el extremo sur de la barrera descendía apaciblemente, formando una pendiente hasta el mar helado, pero entre la parte más alejada y la pendiente había mar abierto, por lo que no pudieron seguir más allá. Permanecimos toda la noche amarrados al hielo, del que se desprendían trozos constantemente, y cazamos varias focas y pingüinos. La mañana del día 14 amaneció bastante despejada y disfrutamos de unas espléndidas vistas de los alrededores. Justo en el lado este de la bahía daba la impresión de que había mar abierto; fuimos a lo largo del pie helado y lanzamos amarras el este de la barrera a eso de las tres de la tarde. El cabo de la barrera en el cual nos encontrábamos fue bautizado como Cabeza de Hombre, ya que su perfil era el de un ser humano. Durante todo este tiempo fuimos cazando focas, por lo que cuando llegamos al lugar definitivo donde amarrar el barco ya teníamos gran cantidad de provisiones de carne.
Por mi parte, fui un tanto desafortunado en una de esas cacerías. Había cuatro focas tumbadas al borde del hielo y yo salté con el rifle y cinco cartuchos; no se me ocurrió llevar más cartuchos de reserva, claro está —me considero a mí mismo como un gran cazador—, por lo que pensé que sería suficiente un cartucho por foca. Las tres primeras murieron sin rechistar, pero la cuarta se puso en alerta y huyó lo más aprisa que pudo. Yo disparé mi cuarto cartucho y, aunque la alcanzó, no llegó a matarla, con lo que la foca huyó dejando un reguero de sangre tras ella. No es que me preocupara dejar escapar a una foca herida, pero como aún me quedaba un cartucho y la foca seguía corriendo, quise acercarme lo más posible para hacer un disparo certero. Corrí lo más rápido que pude, pero la foca era más rápida y no conseguía darle alcance. Después de correr medio camino hacia el polo Sur, reuní la fuerza que me quedaba y disparé el último cartucho. No sé si el disparo fue alto o bajo, no tengo ni idea. Lo único que sé es que, cuando llegué a bordo, fui recibido con sonrisas maliciosas y tuve que soportar un montón de bromas.
Como ya se ha mencionado, dejamos Noruega el 9 de agosto de 1910 y llegamos a nuestro destino final el 14 de enero de 1911; durante ese período tan sólo recalamos en Madeira. La barrera está a 25.750 kilómetros de Noruega, una distancia que nos llevó cinco meses recorrer. Desde Madeira habíamos navegado 127 días en mar abierto, con lo que la primera parte de nuestro viaje había llegado a su fin.
II. La salida de la barrera
Tan pronto como amarramos el barco, el jefe, Prestrud, Johansen y yo subimos a la barrera para hacer un reconocimiento. La ascensión desde el mar helado hasta arriba era buena, una pendiente perfecta. A una distancia de un kilómetro desde el barco, encontramos un buen lugar para el campamento provisional de los perros, y algo más de un kilómetro más hacia el sur encontramos un lugar donde colocar la casa, sobre la ladera de una colina, donde estaría más protegida de los fuertes vientos del sudeste que según anteriores descripciones eran los más abundantes. Arriba, sobre la barrera, todo estaba tranquilo, no había ningún signo de vida; en verdad, ¿qué tipo de vida podría haber? Continuamos aquel delicioso viaje en esquís un poco más hacia el sur, y después de un par de horas volvimos al barco. Entre tanto, la caza de focas continuaba, y mucho más que tendría que continuar, pues sobre el hielo había varios cientos de ellas.
Después de una travesía tan larga y con tantos obstáculos a bordo, debo decir que fue muy agradable tener suelo firme bajo nuestros pies y espacio para moverse libremente. Evidentemente, los perros pensaban lo mismo; cuando les bajamos del barco se revolcaron sobre el hielo y corrieron por los alrededores, locos de placer. La mayor parte de nuestra estancia la dedicamos a recorrer la zona con los esquís y a cazar focas, lo que fue un cambio muy aceptable.
El domingo día 15 lo dedicamos a colocar las tiendas en el campamento provisional de los perros y en Framheim, que fue como bautizamos a nuestro cuartel de invierno. Empleamos un equipo de perros y, como no estaban acostumbrados a tirar del trineo, no nos sorprendió que algunos se quedasen tumbados, otros se pelearan y algún otro quisiera subir al barco; era complicado que se diesen cuenta de lo serio de la situación y comprendieran que los buenos tiempos habían llegado a su fin. El lunes todos los perros habían desembarcado, y al día siguiente comenzamos a bajar las provisiones a la orilla.
La descarga de las cajas se hizo de la siguiente forma: el equipo del barco sacaba de las bodegas y colocaba sobre cubierta tantas cajas como se podían llevar en un viaje; como los trineos ya estaban fuera del barco, la cajas se descargaban deslizándolas por una rampa, lo cual era más rápido. No podíamos dejar las cajas sobre el hielo antes de que volviesen los trineos, ya que corríamos el riesgo de que el hielo se partiese, por lo que nos veíamos obligados a dejar todas a bordo para evitar perderlas. Durante la noche no se dejaba ninguna sobre el hielo.
Antes de que llegáramos al hielo, contábamos con perder la mitad del tiempo —esto es, según las descripciones que teníamos, calculábamos que debido al mal tiempo la mitad de los días el Fram se vería obligado a soltar amarras—. Finalmente tuvimos más suerte de la que podíamos haber deseado y sólo nos vimos obligados a zarpar en dos ocasiones. La primera vez fue la noche del 25 de enero, cuando tuvimos un fuerte viento del norte con algo de oleaje, de forma que el barco golpeaba contra el hielo. Los témpanos a la deriva se acercaban hacia nosotros, por lo que, para no ser alcanzados por ningún iceberg que pudiera llegar de improviso a este punto de la barrera que habíamos llamado Cabeza de Hombre, levamos amarras y zarpamos. Cuando el equipo de tierra llegó a la mañana siguiente, como era habitual, vieron con asombro que el Fram se había marchado. Durante el día el tiempo fue mejorando y a mediodía tratamos de regresar, pero la bahía estaba repleta de hielos a la deriva y no pudimos acercarnos al pie del hielo. A eso de las nueve de la noche comprobamos que los hielos habían dejado paso abierto; hicimos otro intento y a medianoche echamos amarras de nuevo.
Hay que decir que aquél no fue un día perdido para el equipo de la orilla, pues el día anterior Kristensen, L. Hansen y yo habíamos salido con los esquís y cazado cuarenta focas, que fueron llevadas a la estación mientras el barco permaneció fuera.
Sólo tuvimos que dejar nuestro amarradero una o dos veces más, hasta que el 7 de febrero, cuando casi todo el hielo había abandonado la bahía, pudimos lanzar amarras justo bajo la barrera, donde permanecimos en paz hasta que concluyeron finalmente todos los trabajos.
Había mucha vida animal a nuestro alrededor. Unas cuantas ballenas se acercaron a nuestro barco para observar a este inesperado visitante. Sobre el hielo, las focas llegaban justo hasta donde estaba el barco, al igual que tanto grandes como pequeños grupos de pingüinos, para observarnos. Estos últimos eran extremadamente curiosos. Dos pingüinos emperador se acercaban a menudo hasta el amarre para mirarnos desde uno de los anclajes de hielo o arrastrándose sobre alguna de las maromas, mientras ponían sus cabezas de lado y farfullaban; terminamos por bautizarlos como «El jefe del puerto y su señora».
Un gran número de aves —gaviotas, petreles blancos y antárticos— volaba alrededor del barco, lo que nos proporcionó buenos platos de «perdiz asada».
En la mañana del 4 de febrero, sobre la una de la madrugada, Beck, el vigilante, me llamó para darme la noticia de que un barco se acercaba. Imaginé que se trataba, por supuesto, del Terra Nova; debo confesar que no tenía muchas ganas de volverme para verlo. De todas maneras izamos nuestro pabellón.
Tan pronto como lanzó amarras, Beck me anunció que algunos hombres habían desembarcado, presumiblemente para ver la casa. No consiguieron encontrarla, y a las tres de la madrugada Beck bajó de nuevo de su puesto y me dijo que subían a bordo. Salí a recibirlos. Eran el teniente Campbell, el jefe del segundo grupo de tierra del Capitán Scott y el teniente Pennell, comandante del Terra Nova. Naturalmente, hicieron un montón de preguntas y se les hizo difícil creer que era realmente el Fram el barco allí fondeado. En un principio nos tomaron por balleneros. Se ofrecieron a llevar nuestros correos a Nueva Zelanda, pero no teníamos cartas que enviar, por lo que declinamos amablemente su oferta. Más tarde los oficiales del Terra Nova fueron a visitar Framheim y Prestrud, el jefe y yo comimos con ellos. A eso de las dos de la tarde el Terra Nova zarpaba de nuevo.
El viernes 16 de febrero parte del equipo de tierra comenzó el primer viaje para construir almacenes. Nosotros hicimos limpieza, rellenamos los depósitos de agua con nieve y dejamos el barco preparado para zarpar. Todo estaba terminado la tarde del día 14.
III. De la bahía de las Ballenas a Buenos Aires
El grupo de hombres del Fram estaba formado por diez hombres: Thorvald Nilsen, L. Hansen, H. Kristensen y J. Nödtvedt; H. F. Gjertsen, A. Beck, M. Rönne, A. Kutschin y O. K. Sundbeck. Los cuatro primeros formaban un turno de guardia, de ocho a dos, y los últimos cinco otro de dos a ocho. Finalmente, aunque no el último, estaba K. Olsen, nuestro cocinero.
Una vez preparados para zarpar, soltamos amarras del hielo de la barrera a la 9 de la mañana del 15 de febrero de 1911. Hassel, Wisting, Bjaaland y Stubberud bajaron para vernos partir. Como durante los últimos días el hielo se había partido en la parte final de la bahía, nos dirigimos hacia el sur todo lo que pudimos con el fin de realizar un sondeo; la máxima profundidad medida fue de 155 brazas y ¾ (285 metros). La bahía terminaba en una cresta de hielo en su lado este, la cual continuaba en dirección norte, por lo que el punto donde nos detuvimos en la bahía era el punto más austral que ningún barco había conseguido alcanzar. La latitud más extrema alcanzada fue 78° 41’ S. Cuando el Terra Nova nos visitó, nuestra latitud era de 78° 38’ S.
Los últimos dos días antes de nuestra marcha habían sido muy tranquilos y una densa niebla cubría toda la bahía; era tan espesa que el Fram perdió totalmente el rumbo y tuvimos que ir tanteando hasta que entramos en el canal. Cientos de focas permanecían tumbadas sobre los témpanos, pero como teníamos gran cantidad de reserva de carne las dejamos vivir en paz.
Antes de que el jefe comenzara a montar los almacenes, me dio las siguientes órdenes:
«Al teniente primero Thorvald Nilsen.
Con la marcha del Fram de la barrera de hielo, asumirás el mando a bordo. De acuerdo al plan que mutuamente hemos establecido:
1. navegarás directamente a Buenos Aires, donde realizarás las reparaciones que sean necesarias, cargarás provisiones y completarás la tripulación. Una vez llevado a cabo,
2. navegarás desde Buenos Aires para llevar a cabo observaciones oceanográficas en el sur del océano Atlántico. Sería deseable que pudieras investigar las condiciones entre Sudamérica y África en dos sectores. De todas formas, estas investigaciones dependerán de las condiciones del clima y del tiempo de que dispongas. Llegado el momento volverás a Buenos Aires, donde terminarás de realizar los preparativos para
3. regresar a la barrera de hielo para recoger al grupo de tierra. Cuanto antes puedas realizar el viaje a la barrera en 1912, mejor. No digo fechas, ya que todo depende de las circunstancias, dejando todo a tu criterio.
En todo lo que concierne a los intereses de la expedición, te dejo libertad de movimientos.
Si al volver a la barrera encontrases que yo me encuentro enfermo o quizá muerto, toma el mando de la expedición; lo dejo todo en tus manos y te ruego muy encarecidamente que procures llevar a cabo el plan original de la expedición, la exploración de la cuenca del polo Norte.
Gracias por todo el tiempo que hemos estado juntos y espero que cuando nos encontremos de nuevo los dos hayamos alcanzado nuestras respectivas metas.
Sinceramente,
ROALD AMUNDSEN».
Cuando Sir James Ross estuvo por estas agua por vez primera, en 1842, dejó anotado «apariencia de tierra» en la longitud 160° oeste y sobre la latitud 78° sur. Después de esto, el capitán Scott llamó a esta tierra «Tierra del Rey Eduardo VII». Uno de los objetivos del Terra Nova era explorarla; pero cuando nos reunimos con el barco el 4 de febrero, nos dijeron que por culpa de las condiciones del hielo no habían sido capaces de desembarcar. Ni un solo hombre pudo poner pie en tierra, por lo que pensé que podría ser interesante ir para ver cómo era. Consecuentemente cambiamos nuestro rumbo al nordeste, a lo largo de la barrera. Durante la noche se levantó una espesa niebla sobre el mar, aunque podíamos ver la barrera sobre nuestras cabezas. De repente, un altísimo iceberg surgió junto a nosotros, por lo que viramos el timón para alejarnos a aguas más limpias de hielos. El Fram se gobernaba espléndidamente, siempre que se hiciese debidamente y era capaz de girar sobre sí mismo, lo que nos daba mucha tranquilidad.
Según avanzaba el día, el tiempo fue aclarándose más y más, y a mediodía estaba completamente despejado. A estribor veíamos la alta barrera y, rodeándonos por todos lados, unos cincuenta icebergs, grandes y pequeños. La barrera se alzaba unos treinta metros en el borde, hasta alcanzar cerca de trescientos cincuenta metros.
Seguimos la barrera a una cierta distancia, pero en las proximidades del cabo Colbeck nos encontramos con hielos a la deriva y, como no deseábamos encontrarnos entre estos y la barrera, pusimos rumbo en dirección noroeste. Con respecto a los hielos, teníamos un inconveniente con nuestra hélice, ya que al ser de latón se desgastaba con facilidad y había que remplazaría de vez en cuando. Era imperativo su cambio, y debíamos hacerlo lo antes posible, antes de entrar entre las placas de hielo. Habíamos ido a lo largo de la barrera durante día y medio sin ver tierra, por lo que cambiamos el rumbo en dirección noroeste hacia mar abierto; después de cierto tiempo encontramos vientos del este, con lo que pudimos desplegar las velas. Vimos tierra cubierta de nieve y su resplandor durante toda la noche.
La fecha aún no había cambiado, pero como el día tiene que pasar, se cambió a 15 de febrero[32].
A mediodía del 16 sacamos la hélice, y en la tarde del 17 el trabajo estaba terminado; todo un récord teniendo en cuenta la temperatura. Estupenda labor la de nuestros mecánicos.
En la noche del 15, desafortunadamente, vimos el sol de medianoche por última vez. La misma noche avistamos algo oscuro en la proa de babor; con la luz que teníamos parecía como un islote. Preparamos las sondas y todos los que estábamos allí mirando nos sentimos como grandes descubridores. Yo me estaba preguntando cuál sería el nombre más apropiado para el islote, pero mira por dónde el «descubrimiento» se fue aclarando —bueno, el nombre fue un tanto prosaico, «El islote de la ballena muerta»— y resultó ser una enorme e hinchada ballena a la deriva, cubierta de pájaros.
Nuestro rumbo noroeste era más bien lento, navegábamos impulsados tan sólo con las velas. La mañana del día 17 vimos brillar hielos por la proa de estribor y a eso de mediodía estábamos muy cerca de la placa de hielo; aquí era bastante gruesa y se levantaba por la presión, con lo que intentar atravesarla estaba fuera de lugar, así que nos vimos obligados a seguir el borde del hielo hacia el oeste. Exactamente a proa vimos el cielo con el mismo resplandor que por encima de la barrera, lo que podría indicar que esta cambiaba de dirección hacia el norte y noroeste; además, las masas de hielos aparecían más presionadas en esta zona, como si de una u otra forma encontraran alguna obstrucción, probablemente la misma barrera. Cuando nos marchamos en 1912 los hielos estaban en el mismo lugar y de la misma forma.
Nuestro rumbo aún seguía hacia el oeste a lo largo de la placa de hielo y no fue hasta el día 20 cuando pudimos virar hacia el norte de nuevo. Para variar, ahora teníamos un viento del sudeste, con abundante nieve, por lo que la velocidad era buena. En conjunto, ahora el Fram navegaba más fácilmente que en su viaje hacia el sur. El agua fría y el hielo habían limpiado, probablemente, su casco; además, ahora sólo llevaba un tercio de la carga con la que había partido de Noruega.
En la noche del día 20 tuvimos que encender la luz de la brújula de nuevo, pues ahora los días se acortaban rápidamente. Podía ser algo bueno tener noches oscuras cuando estuviésemos en tierra, pero en el mar siempre debería haber luz, especialmente en estas aguas, las cuales son desconocidas y más bien llenas de hielos a la deriva.
A las 4 de la tarde del día 22 nos metimos entre los hielos a la deriva a la latitud 70,5° S y longitud 177,5° E. El hielo era mucho más alto y más peligroso que cuando fuimos hacia el sur, y como tanto hacia el este como hacia el oeste el hielo llegaba hasta donde alcanzaba la vista y se presentaba bastante suelto, tuvimos que intentar atravesarlo por el lugar donde parecía más fácil.
Las focas, que al sur de los hielos nos habían estado siguiendo, decrecieron en número; ahora prácticamente habían desaparecido casi por completo, pero curiosamente vimos unas cuantas sobre la placa de hielo. Afortunadamente la mirada del teniente Gjertsen descubrió a tres de ellas y durante una semana disfrutamos de filetes de foca, popularmente conocidos como «filetes de cocodrilo», tres veces al día. Filetes de foca y arándanos frescos… ¡delicioso![33]
Nuestra travesía a través de los hielos era relativamente buena aunque por la noche, desde las once a la una, teníamos que disminuir la velocidad, pues es imposible gobernar el barco con seguridad en la oscuridad de la noche; por la mañana tuvimos una fuerte nevada, con lo que no podíamos ver nada, así que nos vimos obligados a parar el motor. Cuando el tiempo aclaró, a eso de las 9 de la mañana, nos encontramos en un remanso de agua donde no resultaron difíciles las maniobras, era como salir de una bahía. La zona estaba ocupada por más de cien icebergs, muchos de los cuales estaban en contacto unos con otros formando placas de hielo. La salida se encontraba hacia el oeste, hacia donde nos dirigimos, y a eso de las 10 de la noche del 23 de febrero dejamos atrás los hielos y salimos a mar abierto. Nuestra latitud era en ese momento 69° S y longitud 175,5° E.
Es muy curioso encontrar un tiempo tan tranquilo en el mar de Ross; en los dos meses que habíamos estado, aquí raramente tuvimos vientos fuertes. Así, el día 25 a las dos de la madrugada escribí en mi diario:
«… todo es calma, no hay ni una onda en el agua. Los tres hombres que forman el turno de guardia suben y bajan de la cubierta. Continuamente se oye gritar a los pingüinos, kva, kva, y junto a esto, otro sonido, tuff, tuff, es el motor a una frecuencia de 220 revoluciones por minuto. ¡Ah, qué motor! Es incansable. Cuando cruzamos el Atlántico se paró después de funcionar sólo ochenta horas, ahora lleva funcionando mil horas sin necesidad de limpiarlo, y… Justo encima de nosotros tenemos la Cruz del Sur, y todo reluce bajo su espléndida luz austral; incluso en la oscuridad de la noche podemos ver brillar el contorno de un iceberg…».
El día 26 cruzamos el círculo polar antártico, y ese mismo día tanto la temperatura del aire como la del agua subieron de 0° C.
Fue una lástima escuchar que nos habíamos comido la última ración de «filete de cocodrilo», aunque tenía la esperanza de conseguir unos cuantos albatros, los cuales comenzamos a ver tan pronto como abandonamos los hielos. Sobre todo se trataba de albatros de ceja negra, aves que volaban incansablemente trazando círculos en solitario alrededor del barco, bastante difíciles de dar caza, ya que raramente picaban los trozos de cerdo que les poníamos como cebo. La primera vez que vi estos pájaros, de grumete, me dijeron que se llamaban curas, ya que eran las almas de los impíos sacerdotes que esperaban el juicio final, siempre volando y sin poder descansar.
Se suponía que rumbo al cabo de Hornos teníamos que encontrarnos con dos grupos de islas, el grupo de Nimrod, sobre 158° O, e isla Dougherty en 120° O, aproximadamente. Estaban marcadas con una «D» (dudosas) sobre las cartas inglesas. El capitán Davis del Nimrod, el barco del teniente Shackleton, las buscó, pero no logró encontrarlas; la isla Dougherty dicen haberla avistado en dos ocasiones. El rumbo del Fram, por tanto, pasaba junto al grupo de islas Nimrod. Durante un tiempo todo fue bien, pero más adelante y durante toda una semana tuvimos vientos del norte —es decir, vientos de proa—, y cuando por fin volvimos a tener vientos favorables, estábamos muy al sur de estas; no tenía sentido volver hacia el noroeste para buscarlas, pues ciertamente nos hubiera llevado semanas. Consecuentemente, nuestro rumbo pasaba ahora por la isla Dougherty. Tuvimos vientos del oeste durante unas dos semanas y en dos o tres días pensábamos encontrar la isla en cuestión, pero apareció una fuerte tormenta soplando del nordeste que duró tres días y terminó convirtiéndose en huracán. Una vez que todo hubo pasado, según nuestras estimaciones nos encontrábamos a unas ocho millas náuticas al sudeste de la isla; el fuerte oleaje, el cual duró tres días, nos quitó la idea de intentar llegar con la fuerza del motor. Difícilmente podíamos ver el sol ni las estrellas, y durante semanas no pudimos hacer ninguna observación, con lo que nos podíamos haber desviado fácilmente uno o dos grados de nuestro rumbo. Hasta el presente, por tanto, debemos seguir considerando estas islas como dudosas.
Moraleja: amigo mío, deja los viajes de descubrimiento; ¡no es lo tuyo!
Tan pronto como salimos del mar de Ross e hicimos la entrada en el Pacífico sur, el viejo circo comenzó de nuevo; en otras palabras, el Fram comenzó su eterno balanceo de un lado a otro. En su momento cumbre, las copas y platos no dejaban de bailar el fandango en la cocina, y los pasajeros sólo tenían un deseo: «¡Estar en Buenos Aires!». Por esa razón no es fácil el trabajo de cocinero en semejantes circunstancias, aunque el nuestro siempre estaba de buen humor, silbando y cantando durante todo el día. El siguiente episodio muestra lo bien que el Fram entendía el arte del balanceo.
Una tarde, dos de nosotros estábamos sentados tomando un café sobre una caja de herramientas situada fuera de la cocina. La mala suerte hizo que en una de las sacudidas la cuerda que la sujetaba se soltara, y la caja salió disparada por la cubierta. De pronto se detuvo en seco ante un obstáculo y uno de los que estaba sentado en ella voló por los aires, entrando por la puerta de la cocina, precipitándose sobre el cocinero con un magnífico salto como el de un tigre, para aterrizar con las narices en el suelo en el otro extremo de la cocina, con su taza bien aferrada en la mano a modo de presa, como si fuera algo a lo que pudiera sujetarse. La cara que presentaba después del éxito de su hazaña de vuelo era extremadamente cómica, y los que presenciaron el suceso acabaron con un fuerte ataque de risa.
Como ya he dicho, navegamos muy bien durante un tiempo después de alcanzar el Pacífico, pues durante catorce días seguidos tuvimos buenos vientos; comencé a pensar que habíamos alcanzado los vientos llamados «del oeste». De todas formas, en este mundo no hay nada perfecto: todos los días encontramos icebergs, y ráfagas de nieve o niebla nos incomodaban; por supuesto, de las tres cosas preferíamos lo primero, ya que por lo menos teníamos visibilidad, cosa que no ocurría con la nieve; y, evidentemente, lo peor era la niebla. Algunas veces sucedía que toda la tripulación tenía que subir a cubierta durante la noche para maniobrar ante el avistamiento, y nunca menos de dos hombres se situaban en la proa vigilando. También el motor estaba siempre dispuesto para ponerse en marcha. Un pequeño ejemplo nos mostrará cómo la tripulación estaba preparada en todo momento.
Una tarde de domingo, cuando Hansen, Kristensen y yo estábamos de guardia, el viento comenzó a soplar de proa, con lo que tuvimos que arriar velas. El viento era bastante molesto, pero yo no quería despertar a los demás, ya que necesitaban dormir todo lo que pudiesen. Hansen y yo nos pusimos manos a la obra. Kristensen manejaba el timón y nos ayudaba cuando podía abandonar su puesto. Debido al fuerte viento las velas comenzaron a dar violentas sacudidas, y con el ruido toda la tripulación apareció a toda prisa sobre cubierta y comenzaron a sujetar las velas. En ese preciso momento un iceberg apareció entre la niebla, junto a nuestra proa. No tardamos mucho tiempo en virar, el mismo que los hombres que habían salido de los camarotes tardaron en volver abajo. Con tan pocas ropas no era un placer estar a la intemperie con vientos tan fríos y niebla. Dormían un sueño tan ligero que el menor ruido les despertaba. Cuando más tarde pregunté a uno de ellos —creo que a Beck— qué creía que estaba sucediendo para subir tan rápido, él contestó que pensaba que íbamos derechos contra un iceberg y que estábamos tratando de cambiar de rumbo.
Esto sucedió una noche que divisamos un iceberg como a unas ocho millas náuticas, lo cual no entrañaba ningún peligro, pero en otras ocasiones habíamos pasado muy cerca de icebergs en mitad del día que sólo habíamos visto aparecer unos minutos antes de que nos dirigiéramos directos a ellos. Como el viaje era largo, por regla general, la navegación era lo más rápida posible, pero dos o tres noches tuvimos que reducir nuestra marcha al mínimo ya que no se podía ver más allá del final del bauprés.
Después de dos o tres semanas de navegación los icebergs fueron decreciendo gradualmente, y yo tenía la esperanza de que en poco tiempo desaparecieran del todo. Pero el domingo 5 de marzo, con un tiempo claro, a eso de mediodía, vimos una gran cantidad de ellos justo frente a nosotros. Uno de los que descansaba de la guardia, quien acababa de salir a cubierta, exclamó: «¿A qué demonios de terrible lío nos está llevando, compañero?». La pregunta no estaba mal planteada, pues durante la tarde nos encontramos con no menos de cien icebergs. Todos tenían forma plana y el mismo tamaño, unos treinta metros, tan altos como el puesto de vigía del palo mayor del Fram. No parecían muy deteriorados, pero daba la impresión de que acababan de separarse. Como he dicho, el día estaba claro, con lo que pudimos hacer buenas observaciones (latitud 61° S, longitud 150° O), y como teníamos viento del oeste pudimos virar muy elegantemente, esquivando cada uno de los bloques de hielo. El mar, que durante la mañana llegaba a salpicar la cima de los icebergs con sus olas, poco a poco se fue calmando y por la tarde, cuando todos los hielos quedaban a sotavento, se mostraba tranquilo como si fuera un embarcadero. Durante la noche aún nos encontramos algunos icebergs y al día siguiente sólo contamos veinte.
En varias descripciones de viajes por estas aguas, las opiniones están divididas en cuanto a que las temperaturas disminuyen en las cercanías de un iceberg. Que caen de forma radical cuando te aproximas a la placa de hielo es totalmente cierto, pero que baje debido a la presencia de algunos icebergs dispersos, sin duda depende de las circunstancias.
Una noche a las doce en punto teníamos una temperatura del agua de 1,2° C, a las cuatro de la madrugada 1° C, y a las 8 de la mañana 0,9° C; a las 6 de la mañana pasamos junto a un iceberg. A las doce del mediodía había subido a 1,05° C. En este caso, uno puede decir que la temperatura avisa, pero por regla general, en latitudes extremas permanece constante antes de pasar un iceberg y después de haberlo pasado.
En Nochebuena de 1911, cuando vimos el primer iceberg de verdad en nuestro segundo viaje hacia el sur, la temperatura bajó en cuatro horas de 2° C a 0,4° C, y así se mantuvo mientras pasábamos los icebergs, después de los cual ascendió rápidamente a 1,6° C.
Creo que en el cinturón de vientos del oeste sí se podría asegurar cuándo se aproximan los hielos. A mediados de noviembre de 1911, entre la isla del Príncipe Eduardo y las islas Crozet (más o menos a 47° de latitud sur) la temperatura descendió. Por la mañana le dije a alguien: «La temperatura del agua está descendiendo como si nos estuviésemos acercando a los hielos». A mediodía de la misma jornada pasamos junto a un pequeño iceberg; la temperatura de nuevo ascendió a su valor normal y no volvimos a encontrar hielos hasta Nochebuena.
El sábado 4 de marzo, el día anterior a encontrarnos una gran cantidad de icebergs, la temperatura descendió de manera rápida de 1,06° C a 0,3° C. No habíamos visto hielos desde hacía casi veinticuatro horas. Al mismo tiempo, el color del agua adoptó un inusual color verde; es posible que nos encontrásemos en una corriente de agua fría. La temperatura se mantuvo baja hasta la mañana del domingo, cuando a las ocho de la mañana subió hasta los 0,39° C; a las doce del mediodía y cerca de un iceberg, teníamos 0,50° C y a una milla a sotavento, 0,56° C. Continuó subiendo y a las cuatro de la tarde, cuando había más cantidad de icebergs, 0,78° C; a las ocho de la tarde 0,89° C, y a medianoche 1° C. Si hubiéramos tenido niebla, nos habríamos separado de los hielos en vez de acercarnos; es muy curioso, también, que la temperatura del agua no fuese más constante con la presencia de tanto hielo; aunque, como ya he dicho, puede ser que estuviésemos bajo la influencia de alguna corriente.
Durante la semana siguiente al 5 de marzo, la presencia de icebergs fue más rara, aunque el tiempo no sufrió ningún cambio. Nuestra velocidad era irreprochable y durante una jornada (de mediodía a mediodía) cubrimos una distancia de doscientas millas náuticas, con una media de ocho nudos y medio por hora, la cual es la mejor que ha conseguido el Fram en todo ese tiempo. El viento que había estado soplando del oeste y noroeste, fue cambiando gradualmente a dirección norte y finalmente terminó siendo un huracán del nordeste el domingo 12 de marzo. Citaré los que escribí en mi diario del día 13 sobre todo esto:
«Bien, acabamos de sufrir el primer huracán desde que navegamos en el Fram. La tarde del domingo día 11, el viento cambió a nordeste, era una simple brisa con lluvia. El barómetro se ha mantenido estable entre 29,29 pulgadas (744 milímetros) y 29,33 pulgadas (743 milímetros); el viento no termina de refrescar. De todas formas, recogimos el foque exterior. A medianoche el barómetro descendió a 29,0 pulgadas (737 milímetros) y el viento se ha transformado en fuerte brisa. Recogimos la vela mayor y el foque interior, con lo que sólo teníamos desplegadas la gavia y una vela de cangrejo. La fuerte brisa terminó convirtiéndose en vendaval. A las cuatro de la madrugada del domingo el barómetro descendió de nuevo a 28,66 pulgadas (728 milímetros) y a las seis de la mañana amarramos la gavia.
»El viento aumentó, al igual que el oleaje, aunque no entró mucha agua en el barco. A las ocho de la mañana el barómetro marcaba 28,30 pulgadas (719 milímetros), y a las nueve de la mañana 28,26 pulgadas (718 milímetros), hasta que finalmente dejó de bajar y así se mantuvo hasta mediodía; durante ese tiempo nos azotó un terrible huracán[34]. Las nubes se pusieron muy oscuras, como el chocolate; no recuerdo haber visto nunca un cielo tan feo. Poco a poco el viento fue cambiando en dirección norte, con lo que pudimos desplegar el velamen. Finalmente nuestra quilla se asentó en las olas, y el Fram se mostró en todo su esplendor como el mejor velero del mundo. Era extraordinario ver como se comportaba. Enormes olas se levantaban a barlovento, y los que nos encontrábamos en el puente nos dábamos la vuelta para recibirlas de espaldas, diciendo cosas como: “¡Uf, esa ha sido peligrosa!”. Pero para el barco no era cosa seria. A unos cuantos metros apareció una auténtica muralla de agua frente al barco y nos preparamos para afrontarla. En el momento preciso, el Fram giró sobre sí mismo y nos situamos justo encima de la ola, la cual se deslizaba por debajo. ¿Cómo puede alguien sorprenderse de que nos encariñásemos de un barco como este? Entonces descendió a la velocidad del rayo desde la cresta de la ola hasta el punto más bajo, una caída de catorce o quince metros. Cuando bajamos así, sentimos la misma sensación que cuando desciendes doce pisos en un ascensor exprés americano, “como si todas tus entrañas se te subieran hacia arriba”. Fue tan rápido que nos pareció que íbamos a despegar de la cubierta. Estuvimos subiendo y bajando de esta forma desde el mediodía hasta el anochecer, hasta que durante la noche el viento fue poco a poco amainando y todo quedó en calma. Asumimos que la tormenta no podía durar mucho debido a su repentina aparición, pues el dicho inglés —“Lo que mucho se anuncia, mucho dura; si apenas se avisa, pasa con premura”— volvió a cumplirse en esta ocasión.
»Cuando el fuerte viento sopla de costado, el Fram no se balancea como lo hace normalmente, a excepción de ocasionales vaivenes a sotavento; tampoco entra excesiva cantidad de agua aunque el mar está enfurecido. El vigía bajó tan normal después de hacer su turno y, como alguien acertadamente indicó, todos podrían haberse acostado si no fuera porque teníamos que estar pendientes de los hielos. Y la fortuna quiso que el día del huracán fuese el primero desde que habíamos dejado la barrera en el que no vimos hielos, quizá porque la espuma del agua era tan alta que nos impedía la visión, o porque realmente no había ninguno. Fuera lo que fuese, lo importante es que no vimos hielos. Durante la noche pudimos contemplar la luna llena, lo cual dio al timonel la oportunidad de gritar “¡Hurra!” y con toda la razón, ya que llevábamos mucho tiempo esperando para que la luna nos ayudase a ver si se acercaba algún hielo.
»Con un tiempo como este, bajo la cubierta nunca se nota nada fuera de lo normal. Allí difícilmente se oye el viento; la sala de estar, la cual está situada bajo la línea de flotación, es un lugar totalmente confortable. El cocinero, que prácticamente no sube a cubierta, no reconoce “el mal tiempo” por las tormentas, la niebla o la lluvia, sino por el movimiento del barco. Sobre cubierta no importa lo poco o mucho que sople el viento, siempre y cuando el día esté claro y no sople en contra. Lo poco que se nota bajo cubierta viene corroborado por el hecho de que ayer por la mañana, mientras soplaba el huracán, el cocinero estaba como siempre silbando su canción, The Whistling Bowery Boy. Cuando estaba a medias, me acerqué y le dije que estaba soplando un huracán, por si acaso quería ver cómo era. “¡Oh, sí! —dijo—; podía adivinar que estaba soplando, porque el fuego de la cocina nunca ha funcionado tan bien; los trozos de carbón vuelan por la chimenea”; y siguió silbando el final de su canción. De todas formas, no pudo resistir subir a verlo. No pasó mucho tiempo antes de que volviera a bajar de nuevo con un “¡Te lo prometo, las olas suben hasta el cielo, cómo sopla!”. Era más confortable y más cómodo seguir abajo, entre sus pucheros y sartenes.
»Para la cena, que transcurrió como de costumbre entre alegres conversaciones, comimos sopa de guisantes, solomillo asado, un vaso de aquavit y pudin de caramelo; como puede verse, al cocinero no se le daba mal abrir latas, incluso con el huracán. Después de la cena disfrutamos de nuestro tradicional cigarro del domingo, mientras el canario, que terminó siendo la mascota de Kristensen, colgado en su jaula, cantaba todo lo fuerte que podía».
El 14 de marzo vimos el último iceberg; durante todo el viaje vimos pasar entre quinientos y seiscientos icebergs.
El viento se mantuvo constante del nordeste durante una semana y media, y comencé a pensar que estaríamos aquí atascados para convertirnos en el Holandés Errante[35]. Teníamos indicios de que apareciese viento del oeste, pero no llegó. La noche del día 17 clareó; ligeros cirros cubrían el cielo y la luna presentaba un anillo a su alrededor. Esto, junto con el fuerte oleaje y el pronunciado descenso del barómetro, mostraba que se avecinaba algún cambio. Y así fue, el domingo 19 de marzo llegó un ciclón. Para maniobrar según las normas y evitar un ciclón en el hemisferio sur, avanzamos trazando un semicírculo. A eso de las cuatro de la tarde del domingo, el barómetro descendió hasta 27,56 pulgadas (700 milímetros), la presión más baja de la que nunca he oído hablar. Desde mediodía hasta las cuatro de la tarde, aunque el viento se detuvo, había mar gruesa. Poco después llegó una tormenta desde el noroeste que en el transcurso de un par de días se fue moderando, hasta que finalmente todo quedó en una brisa que soplaba desde el mismo cuadrante.
Domingo 5 de marzo, cien icebergs; domingo 12 de marzo, huracán; y domingo 19 de marzo, ciclón: desde luego tres agradables «días de descanso».
Hemos añadido la tercera curva como simple comparación de nuestra travesía nordeste, donde el tiempo fue bueno y tuvimos la misma brisa casi constantemente.
En esta travesía el salón de proa se convirtió en un refugio de marineros, donde Rönne y Hansen hacían las guardias. El de popa se utilizó como habitación para todo, pues era más caliente y más tranquilo que el de la parte delantera.
Parecía como si las tormentas equinocciales hubiesen terminado a mediados de marzo, ya que tuvimos muy buen tiempo el resto del camino hasta Buenos Aires. Atravesamos el cabo de Hornos el 31 de marzo con un tiempo excelente: una ligera brisa del oeste, ninguna nube en el cielo y un ligero oleaje del oeste. ¿Quién iba a imaginar que en esta parte íbamos a encontrar mejor tiempo? Y además en marzo, el mes más tormentoso del año.
El teniente Gjertesen y Kutschin recogían continuamente plancton; la sonrisa inundaba sus caras cuando tenían la ocasión de conseguir uno o dos «renacuajos» en la red que arrastraban.
Desde las islas Malvinas en adelante limpiamos y pintamos el Fram, de forma que al hacer su aparición en Buenos Aires no tuviera una presencia demasiado «polar».
Una circunstancia curiosa digna de mención es que la nieve con la que llenamos nuestros depósitos de agua no se fundió hasta que llegamos a Río de la Plata, lo que demuestra que las bodegas del Fram mantienen una temperatura constante.
A eso del mediodía del Domingo de Pascua entramos en el estuario de Río de la Plata, aunque no divisamos tierra. El tiempo fue perfecto durante la noche: brisa del sur, luna y estrellas; avanzamos por el río haciendo sondeos y observaciones de las estrellas hasta la una de la madrugada del lunes, cuando tuvimos justo frente a nosotros el buque faro Recalada. No habíamos visto ningún faro desde que habíamos dejado Madeira el 9 de septiembre. A las dos y media de esa misma mañana subió a bordo el práctico, y a las siete de la tarde pusimos pie en las calles de Buenos Aires.
Habíamos dado casi la vuelta al mundo y durante siete meses no habíamos utilizado el ancla.
Habíamos calculado una travesía de dos meses desde los hielos, y nos llevó sesenta y dos días.
IV. El viaje oceanográfico
Según el programa preestablecido, el Fram continuaría su viaje oceanográfico por el Atlántico sur, y mis órdenes eran adecuarnos a las circunstancias. Yo había calculado un viaje de unos tres meses. Deberíamos dejar Buenos Aires a comienzos de octubre para llegar a los hielos en el momento más oportuno (para Año Nuevo).
Como nos faltaba tripulación para trabajar en el barco, hacer los sondeos, etc., enrolamos a los siguientes marineros: H. Halvorsen, A. Olsen, F. Steller y J. Andersen.
Finalmente, cuando estuvimos más o menos preparados, el Fram zarpó de Buenos Aires el 8 de junio de 1911, el aniversario de nuestra salida de Horten en nuestro primer viaje oceanográfico por el Atlántico norte. Supongo que no habría nadie a bordo el 8 de junio de 1910 que hubiera imaginado que un año más tarde comenzaría un viaje similar pero por el sur.
Llevamos a bordo al práctico hasta Montevideo, adonde llegamos la tarde del día 9; a consecuencia del viento (pampero), tuvimos que echar el ancla durante día y medio para que el práctico pudiera desembarcar. El sábado día 10, por la tarde, fue recogido por un gran remolcador en el que iba el secretario del consulado noruego. Este caballero nos pidió si podíamos entrar en el puerto, ya que «a la gente le gustaría ver el barco». Le prometí volver «en el caso de que tuviera tiempo».
La mañana del domingo día 11 levamos ancla y zarpamos con el mejor tiempo que uno pueda imaginar. Poco a poco la tierra fue desapareciendo y en el transcurso de la tarde perdimos de vista todas las luces; de nuevo nos encontrábamos en el Atlántico e inmediatamente todo volvió a su ritmo.
Con el fin de reservar nuestras provisiones en conserva el mayor tiempo posible, llevamos a bordo cierta cantidad de aves de corral y no menos de veinte ovejas vivas, con lo cual teníamos una pequeña «granja» a babor de la cubierta de proa. Ovejas y gallinas estaban todas juntas, con lo que siempre había un estupendo olor a heno; así, no sólo teníamos aire de mar, sino también «aire campestre». A pesar de estos magníficos aires, tres o cuatro de la tripulación se resfriaron y tuvieron que quedarse en sus literas durante algunos días.
Estimé que estaríamos de vuelta en Buenos Aires a comienzos de septiembre, habiendo hecho, si nos fuese posible, un experimento al día; la distancia, calculada a grosso modo, era de unas ocho mil millas náuticas. El plan trazado era el siguiente: ir hacia el este desde el norte aprovechando los vientos del norte y noroeste de la costa africana y allí coger los del sudeste. En el caso de no alcanzar África en la fecha apropiada, hacia el 22 de julio, dirigir nuestro rumbo con los vientos del sudeste desde Santa Helena, donde podríamos llegar antes del 1 de agosto; desde aquí y con el mismo viento hacia Trinidad del Sur (11 ó 12 de agosto); y de nuevo con los vientos del este y del nordeste, rumbo sudoeste hasta el 22 de agosto, cuando las observaciones deberían haber terminado, y desde allí trataríamos de llegar a Buenos Aires en el menor tiempo posible.
Ese era el plan que intentaríamos llevar a cabo. Como el agua del Río de la Plata era dulce, no comenzamos a tomar muestras de agua de manera inmediata. Tuvimos que luchar con el viento en contra del nordeste durante algunos días. También tuvimos una fuerte y constante brisa, la cual fue otra razón para retrasar los sondeos hasta el día 17.
Los datos recogidos están registrados en un libro.
La mañana del día 17 arriamos las velas y el Fram comenzó a balancearse incluso más que con las velas desplegadas. Tratamos de hacer sondeos con un plomo de treinta kilogramos y un tubo para recoger muestras de los fondos marinos. A dos mil metros (1.093 brazas) o más, la sonda (cuerda de piano) se rompió, con lo que plomo, tubo y más de dos mil metros de cable continuaron su camino hasta el fondo. Yo había pensado tomar muestras de agua a cuatro mil, tres mil y dos mil metros (2.187, 1.639 y 1.093 brazas), y los cilindros para la recogida de agua se colocaron de cero a dos mil metros. Preparar todo nos llevó seis horas. Al día siguiente, debido al fuerte oleaje, sólo tomamos muestras desde cero a cien metros (54 brazas). Al día siguiente hicimos otro intento por llegar hasta el lecho marino. Esta vez conseguimos muestras a unos cuatro mil quinientos metros (2.500 brazas); entre la preparación y la toma de muestras de agua empleamos ocho horas, desde la siete de la mañana hasta las tres de la tarde, la tercera parte del día. Así, necesitaríamos al menos nueve meses de viaje, pero desafortunadamente no disponíamos de este tiempo, con lo que renunciamos a recoger muestras del fondo y de agua a grandes profundidades, como mil metros (546 brazas) o más. En el resto del viaje tomamos temperaturas y muestras de agua en las siguientes profundidades: 0,5, 10, 25, 50, 75, 100, 150, 200, 250, 300, 400, 500, 750 y 1.000 metros (0, 2 ¾, 5 ½, 13 ½, 27, 41, 54, 81, 108, 135, 164, 218, 273, 410 y 546 brazas), en total quince muestras por cada punto de medición; desde ese momento y en adelante, tomamos medidas de este tipo una vez al día de manera regular. Finalmente conseguimos dos cilindros de agua en cada una de las mediciones sin mayor dificultad. En un principio las sondas eran sumergidas e izadas por medio de un motor, pero nos llevaba bastante tiempo montarlo todo y ponerlo en marcha, con lo que finalmente usamos un torno de mano. Con el tiempo adquirimos tanta práctica que conseguíamos hacer toda la maniobra en aproximadamente dos horas.
Estas dos horas eran para nosotros las mejores de todo el día. En ellas contábamos toda clase de historias divertidas, especialmente sobre las cosas ocurridas en Buenos Aires, donde cada día había algo nuevo. Aquí va un pequeño ejemplo:
Uno de los miembros de la expedición había sido atropellado por un automóvil en una de las calles más ajetreadas; el coche se detuvo y evidentemente se congregó gran cantidad de gente. Nuestro amigo permanecía tumbado, preguntándose que, si no estaba muerto, al menos debería tener una pierna rota, todo con el fin de pedir una indemnización. Mientras seguía allí tumbado, incordiado y examinado por la gente, recordó que tenía medio dólar en el bolsillo. Con todo ese dineral no era cuestión de buscar compensación, así que nuestro amigo saltó como una pelota de goma y en un segundo desapareció entre la multitud, que, boquiabierta, seguía buscando al hombre «muerto».
Nuestra velocidad en esta travesía fue muy regular, y recorrimos unas cien millas náuticas entre cada punto de toma de muestras. Hay que admitir que extrañamente fuimos afortunados con el tiempo. Recorrimos dos sectores bastante paralelos con intervalos relativamente regulares entre cada punto de captación; tan regular, en cualquier caso, como pueda esperarse de un barco como el Fram, el cual tiene un motor con poca potencia y menos superficie de velamen. Tomamos un total de ochocientas noventa y una muestras de agua en sesenta puntos de captación, y recogimos ciento noventa especímenes de plancton. Un futuro estudio de todas estas pruebas en Noruega mostrará si todo lo recogido tiene algún valor y si el viaje ha merecido la pena.
En cuanto al tiempo durante el viaje, fue anormalmente bueno todo el trayecto; de vez en cuando tuvimos vientos con olas y mar un tanto revuelto, pero la mayoría de las veces fueron simplemente brisas. Mientras fuimos en dirección sudeste navegamos durante cuatro semanas sin necesidad de utilizar el motor, aunque siempre lo tuvimos a punto. Al mismo tiempo, tuvimos oportunidad de adecentar el barco, cosa que necesitaba. Quitamos el óxido a las partes metálicas y todo el barco fue repintado por encima y por debajo de la cubierta. La cubierta se adecentó con una mezcla de aceite, alquitrán y trementina, todo ello después de haber sido bien fregada. Todo el aparejo fue revisado. Mientras estuvo anclado en Buenos Aires, casi la totalidad del barco fue repintado de nuevo, mástiles y vergas, exteriores y todo lo que había a bordo, camarotes, botes y varios tornos, así como sistemas de bombeos, etc. En la sala de máquinas todo fue o bien pulido o repintado, colocando cada cosa en su lugar; reinaba tanto orden y tanta limpieza que era un auténtico placer bajar por allí. A resultas de esto, cuando llegamos al muelle de Buenos Aires el Fram estaba tan brillante como jamás lo había estado desde que salió de los astilleros por vez primera.
Durante el viaje también se asearon todas las bodegas, y las provisiones fueron recolocadas e inventariadas.
En este viaje todo el velamen acabó deteriorado, pero ¿qué se puede esperar cuando el barco ha estado navegando todos los días, desplegando y arriando las velas, con calma y con viento? Este trabajo diario me recordaba a la corbeta Ellide, cuando se ordenaba «todos a cubierta». Por regla general, sólo se recogían las velas que eran necesarias, pero sin arriarlas de los palos, y siempre teníamos que hacer los sondeos por el costado del barco donde soplaba más el viento, no fuera que el aparato de sondeo golpease con el fondo del barco y pudiera romperse.
Como consecuencia, las velas se desgastaban y rompían con bastante frecuencia, de manera que Rönne estaba ocupado continuamente, tanto en alta mar como en Buenos Aires, remendando las roturas, ya que se encontraban en muy mal estado, y para llegar de nuevo a la barrera de hielo debían estar en perfectas condiciones, sobre todo al llegar a los «cuarenta rugientes».
El 30 de junio de 1911 es un día para recordar en la historia del Fram; ese día cruzamos la ruta que había seguido desde Noruega a la barrera, con lo que de esa forma el Fram había completado su primera circunvalación al globo. ¡Bravo, Fram! ¡Muy bien hecho! ¡Con la mala reputación que te habían creado como velero y como barco a motor! Como celebración del momento, tuvimos mejor cena de lo normal, y todos los presentes felicitamos al Fram por su excelente trabajo.
Al atardecer del 29 de julio pasamos por Santa Helena. Era la primera vez que veía esa histórica isla. Era muy extraño pensar que «el carácter más grande en cien siglos», como algún autor ha llamado a Napoleón, terminara su incansable vida en una isla desierta en el Atlántico sur.
El 12 de agosto, cuando llegó la luz del día, vimos frente a nosotros la pequeña isla de Martín Vaz (en 1910 pasamos por esta isla el 16 de octubre). Revisamos nuestros relojes y comprobamos que funcionaban correctamente. Desde mediodía hasta las dos de la tarde, mientras aún tomábamos muestras de agua, un velero apareció al norte de nuestra posición, navegando en dirección sur. Avanzó hacia nosotros e izó su bandera, a lo que respondimos con igual saludo; era un velero noruego rumbo a Australia. Durante todo el viaje no vimos más que a cuatro o cinco barcos, los cuales pasaron bastante alejados.
Desde que habíamos dejado Madeira (septiembre de 1910) nunca habíamos sido molestados con animales o insectos de ninguna clase; pero cuando estuvimos en Buenos Aires por primera vez, al menos medio millón de moscas subieron a visitar el barco. Tenía la esperanza de que al zarpar del puerto se quedasen en tierra, pero no fue así; continuaron con nosotros, hasta que de manera gradual y pacífica fueron desapareciendo atrapadas en papel matamoscas.
Bueno, las moscas son una cosa, pero aún teníamos otra cosa peor: las ratas; un horror y una amenaza, y en el futuro nuestro mayor enemigo. El primer indicio lo encontré en mi litera y en la mesa del salón de proa. Es mejor que no quede escrito lo que dije en ese momento, aunque creo que no existe ninguna expresión que pudiera demostrar la molestia de ese descubrimiento. Colocamos trampas, pero ¿de qué sirven cuando toda la carga son provisiones?
Una mañana, mientras Rönne estaba sentado remendando velas en el salón de proa, vio de reojo una «sombra» deslizándose entre sus pies. El cocinero apareció gruñendo: «¡Hay ratas en el salón de proa!». Entonces ocurrió una animada escena; la puerta se cerró y todos comenzaron la cacería. Todos los compartimentos fueron vaciados y revisados, hasta el piano: a todo se le dio la vuelta, pero la rata se había desvanecido en el aire.
Unos quince días más tarde noté un olor como a cadáver en el camarote de Hassel, el cual estaba vacío. Olfateando más de cerca, una búsqueda más detenida nos llevó hasta la rata muerta, grande y negra, y desafortunadamente hembra. El pobre animal había muerto de hambre en aquel camarote, donde había intentado sobrevivir devorando un par de novelas que había en un cajón cerrado. Cómo había conseguido meterse dentro del cajón me tenía un tanto perplejo.
Mientras limpiábamos las provisiones encontramos un nido con varias ratas: conseguimos matar a seis, pero algunas consiguieron escapar, con lo que sin duda ahora teníamos una colonia. Pusimos una recompensa de diez cigarros por cada rata; lo intentamos de nuevo con las trampas, pero sirvieron de muy poco. Cuando estuvimos en Buenos Aires por segunda vez llevamos un gato a bordo, que ciertamente mantuvo las ratas a raya, pero cuando llegamos a la barrera lo sacrificamos. En Hobart conseguimos unas cuantas trampas; allí sí surtieron efecto y capturamos un buen número de ellas, aunque difícilmente nos desharíamos de ellas hasta que hubiésemos descargado la mayoría de las provisiones y las hiciésemos salir con humo.
También tuvimos gran cantidad de polillas; en realidad, lo único que se comieron fueron unos trozos de nuestros mejores pantalones.
Durante todo el viaje tuvimos un hilo de pescar colgando por la borda, y ahí permaneció durante un mes sin pescar ni un solo pez, a pesar de poner en el anzuelo el más delicado de los cebos. Una mañana, el más aficionado de nuestros pescadores salió como de costumbre para inspeccionar el anzuelo. Sí, ¡por Júpiter!, finalmente había caído uno, y bien grande, demasiado, apenas podía sujetarlo él solo. Hubo gritos de ayuda. «¡Eh, por caridad! Echadme una mano; hay un pez muy grande». La ayuda llegó en un segundo y lo que pescaron merecía la pena. «¡Ah! Es bueno, un pez brillante. ¡Será estupendo tener pescado fresco para cenar!». Finalmente el pez apareció sobre la barandilla; pero, ¡mira tú por dónde! El animal no tenía cabeza. Era un simple bacalao seco, de poco más de medio metro de longitud que algún gracioso había colgado durante la noche. No es necesario decir que las risas fueron generalizadas, incluido el pescador, que se lo tomó a broma.
Como barco pesquero, el Fram no tuvo mucho éxito. El único pescado que conseguimos capturar, junto con el citado bacalao, fue otro, este vivo, que desafortunadamente se soltó del anzuelo antes de sacarlo del agua. Según cuentan los testigos, medía… dos metros de largo y treinta centímetros de ancho.
No pescamos nada más.
El 19 de agosto las observaciones hidrográficas llegaron a su fin y pusimos rumbo a Buenos Aires, donde anclamos a medianoche del 1 de septiembre.
V. En Buenos Aires
Llegar a Buenos Aires a principios de 1911 fue una mezcla de alegría y pesar, especialmente porque no teníamos dinero. La expedición del Fram, aparentemente, no era muy popular por entonces; en nuestra caja no había más de unos cuarenta pesos (unas 3,10 libras), y con eso no iríamos muy lejos; nuestras provisiones estaban bastante mermadas, vamos, que no teníamos casi nada, y apenas teníamos dinero suficiente para poder zarpar de nuevo. Se decía que habían dejado una cantidad a crédito para nuestra estancia en Buenos Aires, pero ni vi ni oí nada de ella mientras estuvimos allí, sin duda fueron cosas de mi imaginación.
Si pudiéramos ir a recoger al equipo de tierra, encontraríamos fondos. Se nos habían terminado la lona para velas y las cuerdas, teníamos poca comida y prácticamente nada de combustible; y teníamos que proveernos de todo esto. En el peor de los casos, daríamos por concluido el viaje oceanográfico y tendríamos que quedarnos en Buenos Aires; y como no podíamos dejar perecer en el hielo a nuestros compañeros, algo nos tendrían que enviar desde Noruega para poder ir a recogerlos; de no ser así, la expedición terminaría y el Fram lo único que podría hacer sería intentar regresar a Noruega.
Pero como suele ocurrir, la suerte del Fram apareció de nuevo para ayudarnos. Unos pocos días antes de abandonar Noruega, nuestro distinguido compatriota en Buenos Aires, don Pedro Christophersen, había mandado un cablegrama diciendo que él nos proporcionaría todas las provisiones que fuesen necesarias si, después de dejar Madeira, nos dirigíamos a Buenos Aires. Evidentemente él no sabía en aquel momento que el viaje se extendería hasta el polo Sur y que el Fram, a su llegada a Buenos Aires, estaría casi vacío a pesar de haber partido cargado hasta los topes; pero eso no impidió su auxilio. Inmediatamente me puse en contacto con él y con su hermano, el ministro noruego; afortunadamente, ambos mostraron su entusiasmo con el cambio de planes de nuestro jefe.
Estaba un tanto extrañado por no recibir noticias de casa, hasta que por fin llegaron; estas decían que los fondos de la expedición ya se habían terminado, pero que el señor Christophersen, sabiendo los apuros en los que nos encontrábamos, prometió hacerse cargo de todos nuestros gastos en Buenos Aires, proporcionándonos provisiones y combustible. Eso nos salvó de las dificultades en último extremo, y no tuvimos necesidad de pensar en el mañana.
Todo el mundo a bordo recibió una suma de dinero para sus gastos personales de parte de la colonia noruega del Rio de la Plata, y nos invitaron a la cena del Día de la Independencia, el 17 de mayo.
Nuestra segunda estancia en Buenos Aires fue muy agradable; todo el mundo era muy amable e incluso se organizaron festejos en nuestro honor. Embarcamos provisiones enviadas desde Noruega por mandato del señor Christophersen, unos 50.000 litros (11.000 galones) de petróleo, repuestos para el barco y más cosas, suficiente para un año. Aunque esto no fue todo. Justo antes de zarpar, el señor Christophersen dijo que enviaría una expedición de auxilio en caso de que el Fram no volviera a Australia en la fecha indicada; aunque, como todo el mundo sabe, esto fue algo felizmente innecesario.
Durante las tres semanas que permanecimos en el puerto de Buenos Aires, estuvimos atareados subiendo todo a bordo y dejando el barco completamente preparado para zarpar. Terminamos la tarde del miércoles 4 de octubre, y a la mañana siguiente el Fram estaba listo para realizar su segunda circunvalación del globo.
Mientras estuvimos en Buenos Aires, estuvo fondeado junto a nosotros el Deutschland, el barco alemán de la expedición antártica.
A. Kutschin y el segundo ingeniero, J. Nödtvedt, regresaron a casa, y el marinero J. Andersen abandonó la tripulación.
VI. De Buenos Aires a la barrera de Ross
En el viaje desde Buenos Aires a la barrera, las guardias se dividieron de la siguiente forma: de ocho a dos: T. Nilsen, L. Hansen, H. Halvorsen y A. Olsen. De dos a ocho: H. Gjertsen, A. Beck, M. Rönne y F. Steller. En el cuarto de máquinas: K. Sundbeck y H. Kristensen. Y finalmente, K. Olsen como cocinero. Once hombres en total.
Se dice que «si comienzas bien, tienes medio trabajo hecho», y casi parecía como si un mal comienzo tuviera una similar continuación. Cuando partimos la mañana del 5 de octubre, tuvimos viento de cara y no fue hasta veinticuatro horas más tarde cuando pudimos desembarcar al práctico del puerto en el buque-faro Recalada. Después de un tiempo, llegó la calma e hicimos pocos progresos por el Río de la Plata, hasta que la noche del día 6 nos alejamos de tierra y las luces desaparecieron en el horizonte.
Realmente deberíamos haber estado en el cinturón de vientos del oeste poco después de haber zarpado, y vigilábamos el movimiento de las nubes y el barómetro al menos veinticuatro veces al día, pero todo se mantenía en calma. Finalmente, después de unos cuantos días, apareció una fresca brisa del sudoeste con fuertes lluvias y entonces, naturalmente, pensé que era el momento de nuestro comienzo; pero desafortunadamente sólo duró una noche, con lo que nuestro gozo duró bastante poco.
En Buenos Aires habíamos embarcado quince ovejas vivas y otros quince pequeños cerdos, que alojamos en un recinto preparado para la ocasión a popa; después de que cesasen los vientos antes mencionados, uno de los cerdos apareció muerto; pensé que fue debido al frío, por lo que preparamos otro lugar bajo la cubierta (en el taller), donde se encontrarían más resguardados. Permanecieron allí abajo todo el tiempo; el lugar se limpiaba dos veces al día y el suelo se cubrió con paja seca, con lo que no nos causó demasiados inconvenientes; además de todo esto, la zona se levantó del suelo casi medio metro, con lo que el espacio de debajo podía mantenerse siempre limpio. Los cerdos se encontraban tan a gusto que casi les veíamos crecer día a día; cuando llegamos a la barrera, al menos nos quedaban nueve de ellos vivos.
Las ovejas tenían un cobertizo con techo impermeabilizado, y cada día estaban más gordas. Tuvimos prueba de ello cada vez que sacrificábamos alguna, cosa que ocurría cada sábado, hasta que llegamos a la placa de hielo y las cambiamos por carne de foca. Dejamos cuatro vivas para cuando llegásemos a la barrera.
El mes de octubre fue un desastre: calma y vientos del este, no hubo más que vientos del este; fue el peor mes en cuanto a distancia recorrida desde que dejamos Noruega, a pesar del que el Fram había estado en dique seco, habíamos limpiado el casco y su carga era más ligera; con viento casi de cara y olas de frente, apenas nos movíamos; necesitábamos buenos vientos si queríamos continuar. Alguien dijo que teníamos tan mala suerte por llevar trece cerdos a bordo; otro dijo que por llevar tantas aves: habíamos capturado no menos de catorce albatros y cuatro petreles. Realmente, en el mar hay muchas supersticiones. Un pájaro en particular propicia el buen tiempo, otro tormentas; es muy importante ver qué tipo de ballenas se avistan o qué tipo de delfines saltan; el éxito de un cazador de focas depende de si la primera de ellas se ve a proa o a popa y cosas similares. Y aún hay más.
Octubre terminó y noviembre llegó con vientos del sur-sudeste, con los que conseguimos una velocidad de nueve nudos y medio. Noviembre se presentaba prometedor, pero las promesas raramente se cumplen en cuestiones meteorológicas. Teníamos vientos cambiantes bien del norte o bien del sur de manera continua, y creo que no exagero cuando digo que en el «cinturón de vientos del oeste» con rumbo este y vientos casi de cara, estuvimos virando de un lado para otro las dos terceras partes de todo el camino. De los tres meses, sólo durante tres días tuvimos realmente viento del oeste, viento que junto a los de sudoeste y noroeste, calculo que ocuparon un setenta y cinco por ciento del total del viaje desde Buenos Aires hasta la longitud de Tasmania.
En cuanto a mi entusiasmo sobre los vientos del oeste en cuestión, llegué a dejar por escrito en mi diario, a las dos de la madrugada del 11 de noviembre, lo siguiente:
«Hay tormenta procedente del oeste y hemos alcanzado los nueve nudos con el trinquete y la gavia desplegadas. Las olas son bastante grandes y rompen a cada lado del barco, con lo que tenemos nubes de espuma por todos lados. A pesar de esto, ni una gota de agua entra en cubierta, todo está tan seco que las vigías se hacen en zuecos. Por mi parte, ando con chanclas totalmente secas. Las botas de agua y los impermeables cuelgan en el camarote de derrota, para el caso de que llueva. En guardias como la de esta noche, la luna brilla y todo el mundo sobre cubierta está de buen humor, silbando, charlando y cantando. Todo el mundo sale de los camarotes diciendo “qué bien navega” o “parece que volamos”. Decir que todo va bien es poco; se debería decir “fino y elegante” a la hora de hablar del Fram… ¿Qué más se puede desear? Etc».
No sé el tiempo que Adán estuvo en el paraíso; a nosotros sólo nos duró tres días antes de que el desastre se ciñese sobre nosotros. Qué puede uno escribir cuando sólo hay calma o vientos de cara: mejor excuso reproducirlo. ¡Ay del que llegue y diga que el tiempo es bueno!
Fue una suerte para nosotros que el Fram navegara con mucha mayor facilidad ahora que un año antes; si hubiera sido de otra manera nos hubiera llevado seis meses llegar a la barrera. Cuando teníamos viento, lo aprovechábamos al máximo; y cuando lo hacíamos, siempre perdíamos una o dos cosas: la cuerda que sujetaba el nuevo foque se rompió un par de veces, y una noche la botavara de dicha vela fue arrancada por el viento. El trinquete y la gavia tampoco se amarraron fuertemente, ni se arriaron en todo el viaje.
La última vez que el foque se rompió reinaba un fuerte viento del sudoeste con mar gruesa; todas las velas estaban izadas a excepción de la cangreja, ya que con ella no se controlaba el rumbo. El foque estaba doblemente asegurado, pero a pesar de ello la lona se rompió, y al rajarse producía un ruido aterrador. En el transcurso de un minuto se tenía que arriar la vela mayor y la escandalosa de popa. El timonel, evidentemente, era el culpable, y lo primero que siempre decía era: «No he podido hacer nada, estaba virando sobre una ola». Llevábamos una velocidad de diez nudos, y más de eso no se podía hacer.
Aquel día el Fram navegó muy bien. Al comenzar la tarde, a las dos en punto, cuando la guardia bajó a comer y estaba en los postres, que en esta ocasión consistían en peras en conserva, sentimos que el barco daba unos bandazos inusuales. Por supuesto, teníamos soportes de sujeción sobre la mesa, pero los platos con carne, patatas, etc., saltaron de sus soportes y casi terminan dentro del camarote de Beck. Yo cogí una de las peras al vuelo, pero el plato con todo lo demás prosiguió su viaje. Por supuesto, hubo grandes risotadas, que cesaron en el momento en que escuchamos un fuerte ruido sobre la cubierta, justo sobre nuestras cabezas; pensé de inmediato en un depósito de agua vacío que se había soltado y con la boca llena de pera grité: «¡Un depósito!», y volé a cubierta con el resto siguiéndome los pasos. Una ola había llegado a la parte de atrás de la cubierta y había levantado el depósito de sus anclajes. Toda la tripulación se lanzó a por él y lo sujetaron hasta que el agua desapareció de cubierta; entonces lo fijaron de nuevo en su sitio. Una vez que terminamos, todo el mundo bajó de nuevo y encendieron sus pipas como si no hubiese ocurrido nada.
El 13 de noviembre pasamos al norte de la isla del Príncipe Eduardo y el 18 cerca de la isla Pingüino, el punto más al sudoeste de las Crozet. En los alrededores de estas vimos gran cantidad de aves y un gran número de focas y pingüinos, e incluso un pequeño iceberg. Nos acercamos a tierra para comprobar nuestros relojes que, según nuestras observaciones y la posición de las islas, resultaron funcionar correctamente.
Desde aquí nuestro rumbo se dirigía a la isla de Kerguelen, pero aún nos encontrábamos muy al norte para divisarla, pues durante dos semanas el viento fue del sur y del sudeste y el retraso acumulado cuando navegamos con el viento casi de cara nos desvió cada día un poco desde el norte al oeste. Cuando estuvimos en las mismas aguas en 1910, tuvimos una tormenta tras otra y entonces no pudimos acercarnos a Kerguelen por culpa de la fuerza del viento; esta vez no pudimos acercarnos por culpa de su dirección. En ningún aspecto puede compararse el segundo viaje con el primero; nunca hubiera soñado que los «cuarenta rugientes» fuesen tan diferentes de un año para otro, aun en la misma estación. Sin embargo, en los «cincuenta neblinosos» el tiempo fue bueno y tranquilo, y no encontramos nieblas hasta 58° de latitud sur.
Considerando la distancia recorrida, noviembre de 1911 fue el mejor mes del Fram.
En diciembre, mes que comenzamos a una velocidad de nudo y medio, tuvimos calma, olas de frente y el motor a toda máquina; hubo buenos vientos durante tres días, el resto calma y vientos de proa; la primera parte del mes sopló desde el nordeste y el este, con lo que nos desviamos muy al sur; incluso en la longitud de 150° E, nos encontrábamos en una latitud de 60° S. En la semana de Navidad tuvimos calma y vientos flojos del sudeste, con lo que llevamos rumbo este hasta la longitud de 170° E y 65° S, donde al borde de la placa de hielo nos encontramos un viento nor-nordeste que nos empujó directamente al mismo.
Entre Buenos Aires y la placa de hielo capturamos, como ya he dicho, gran cantidad de aves, sobre todo albatros, y L. Hansen desplumó cerca de treinta. El albatros más grande midió más de tres metros de punta a punta de cada ala y el más pequeño fue un pájaro de tierra, no mucho más grande que un colibrí.
Hablando de albatros, es interesante a la vez que entretenido ver su elegante forma de volar a gran altura. Avanzan sin mover las alas, tanto a favor como en contra del viento; en un instante tocan la superficie del agua con la punta de sus alas, para segundos después salir disparados hacia arriba como una flecha. Sería un estudio interesante para un aviador.
En días de viento, cuando hay muchos merodeando alrededor del barco, se lanzan en picado al agua en cuanto tiras algo por la borda; aunque, evidentemente, es inútil intentar capturarlos cuando el barco lleva mucha velocidad. Es mejor esperar a otro día, cuando el viento sea más ligero.
Los pájaros son capturados con una trampa de hierro en forma de triángulo sujeta en una madera, de manera que flota en el agua. En el vértice del ángulo más agudo, el hierro está afilado como un cuchillo, y en cada uno de los lados se coloca un trozo de carne de cerdo. Cuando se arroja a popa del barco, los pájaros se lanzan al agua, listos para capturar el cebo. La parte superior de su pico es curvada como la de un ave de presa y, cuando lo abren para comer la carne de cerdo, se da un tirón, de forma que el triángulo se engancha a la parte superior del pico entre dos pequeñas muescas, de forma que el pájaro queda enganchado. En caso de que la cuerda se rompiese, todo el sistema caería dejando al pájaro ileso. En el momento de izarlo, de todas formas, hay que ser muy cuidadoso para mantener la cuerda lo más tirante posible, incluso si el pájaro vuela hacia ti, ya que de otra manera el triángulo se suelta con insultante facilidad. Aunque un pájaro haya caído en la trampa varias veces, siempre vuelve a por el cebo una y otra vez.
En la noche del 11 de diciembre pudimos ver una bonita y rara aurora; duró más de una hora y se movió de oeste a este.
El día 14 limpiamos todas las zonas pintadas de blanco; la temperatura era de 6° C, con lo que andábamos en mangas de camisa.
Desde una semana antes de Navidad, el cocinero estuvo muy atareado horneando pasteles. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que es todo un trabajador; la víspera de Nochebuena sacrificamos uno de los pequeños cerdos, llamado Tulla. Era el cerdo de la piara más apreciado por A. Olsen, quien tuvo que retirarse durante la operación, sin poder disimular su emoción.
En la mañana de Nochebuena, muy temprano, vimos los tres primeros icebergs; fue un día de calma total con algo de neblina.
Para celebrar la Navidad, detuvimos el motor a las 5 de la tarde, y todo el mundo fue a cenar. Desafortunadamente, no teníamos el gramófono para escucharlo, como en 1910; en su lugar la «orquesta» interpretó Noche de paz, una vez que todos nos sentamos. La orquesta estaba compuesta por Beck al violín, Sundbeck a la mandolina y el abajo firmante a la flauta. Hinché mis carrillos todo lo que pude, lo cual no era poco, de forma que los demás podían ver lo competente que era en el tema. Difícilmente podía tratarse de una gran musical, pero el público no era muy crítico ni muy ceremonioso, y la ropa que más abundaba eran los jerséis. La cena consistió en sopa, cerdo asado con patatas y arándanos, aquavit noruego de diez años, seguido de gelatina de vino y kransekake con champán. Se brindó por Sus Majestades el Rey y la Reina, don Pedro Christophersen, el capitán Amundsen y el Fram.
Habían decorado el salón de manera sencilla con flores artificiales, bordados y banderas, para dar a todo un toque de color. La cena fue seguida de unos cigarros y el reparto de regalos. L. Hansen tocó el acordeón y el teniente Gjertsen y Rönne bailaron «danzas populares»; Rönne, como era normal en él, estuvo al final tan divertido que nos hizo reír durante un buen rato.
A las diez en punto todo había terminado; el motor se puso en marcha de nuevo, un turno se fue a la cama y el otro subió a cubierta para comenzar su ronda; Olsen limpió la pocilga, como hacía cada noche. Así terminaron las Navidades de aquel año.
Como anteriormente he mencionado, Sir James Ross estuvo por estas latitudes en 1840. Durante dos años seguidos navegó desde el Pacífico hasta el mar de Ross con dos barcos y sin ayuda de ningún motor. Supuse, por tanto, que no lo debió tener muy difícil, pues debía haber algún lugar entre la tierra de Victoria del Sur y la barrera (o tierra), con poco o nada de hielo. Siguiendo esta suposición, intenté dirigirme hacia el sur por el lado oeste de la placa de hielo (la cual se extiende por la tierra de Victoria del Sur) y bordear todo el hielo hasta llegar al mar de Ross o, de otra manera, encontrar un lugar por donde cruzar los hielos con mayor facilidad. Es posible que Ross fuese muy afortunado en el momento en el que se encontró con el hielo y siempre navegó con tiempo claro. Nosotros no teníamos tiempo que perder, y si hubiésemos tenido que navegar dependiendo sólo de los vientos, no habríamos llegado muy lejos.
Para el 28 de diciembre, a las cinco de la tarde, a 65° S y 171,5° E, estábamos al borde del cinturón de hielos. Fue una gran sorpresa, ya que expediciones recientes no habían encontrado el cinturón hasta 66,5° S, a unas cien millas náuticas más al sur, ni tampoco habían visto señales de hielos tan cerca como nosotros. El viento había soplado del sudeste los últimos días, pero ahora teníamos calma total; de todas formas, mantuvimos rumbo hacia el este por el borde de la placa de hielo, dejándola a estribor. A eso de medianoche el viento comenzó a soplar desde el norte, pero nosotros seguimos bordeando los hielos hasta mediodía del 29 de diciembre, donde la dirección del hielo cambió más hacia el sur. El viento del norte, que poco a poco fue incrementándose, nos era beneficioso para seguir la marcha, pero inevitablemente traía consigo niebla y nieve, que llegaron tan densas como una pared, por lo que durante un par de días navegamos totalmente a ciegas.
Fuera del cinturón de hielo había una verdadera corriente de témpanos y trozos de hielo sueltos, que llegaron a ser más frecuentes cuanto más nos acercamos. Durante dos días simplemente navegamos entre trozos de hielo; cuantos más veíamos, más oriental era nuestro rumbo, hasta que comenzaron a decrecer cuando nos dirigimos más al sur. De esta manera fuimos durante cuarenta y ocho horas desde 65° S y 174° E hasta 69° S y 178° E, una distancia de unas doscientas cincuenta millas náuticas, sin entrar en el cinturón. Una vez estuvimos muy cerca de adentrarnos y caer en una trampa, pero afortunadamente salimos de nuevo. El viento era bueno, con lo que alcanzamos los ocho nudos y medio; cuando se navega a esa velocidad por hielos sueltos algunas veces nos deslizábamos por encima de un témpano que pasaba bajo la quilla para aparecer por el otro extremo del barco.
Durante la tarde del 31 la corriente de hielo se iba acercando cada vez más, y cometí el error de continuar navegando hacia el este; en vez de esto, debería haber permanecido lejos, o haberme dirigido rumbo sur o sudoeste, dejando los hielos a babor. Cuanto más avanzábamos, más cierto era que habíamos entrado por la zona este del cinturón de hielo. Debe recordarse, de todas maneras, que debido a la niebla y a las fuertes nevadas no habíamos tenido visibilidad durante dos días. Evidentemente, no habíamos podido hacer observaciones; nuestra velocidad había variado entre dos y ocho nudos y medio, pero de todas maneras habíamos mantenido nuestro rumbo. No es necesario decir que en estas circunstancias nuestros cálculos no eran muy correctos; las observaciones hechas el 2 de enero mostraron que nos habíamos desviado más al este de lo que habíamos calculado. La tarde del 31 de diciembre la niebla levantó un poco y lo único que pudimos ver a nuestro alrededor fueron hielos. Nuestro rumbo entonces era sur. Habíamos alcanzado la latitud 69,5° S y esperaba encontrar pronto buen tiempo de nuevo; en 1910, a 70° S estábamos fuera de los hielos, en la misma longitud en la que nos encontrábamos en ese momento.
Ahora nuestros progresos empezaron a ralentizarse y acabamos el año de forma poco agradable. La niebla era tan espesa que puedo asegurar que no veíamos más allá de cincuenta metros, teniendo en cuenta que deberíamos tener el sol de medianoche. El hielo y la nieve que se pegaban al barco eran tan abundantes que a veces impedían nuestra marcha. El viento, desafortunadamente, había cesado, aunque aún soplaba una ligera brisa del norte, de forma que podíamos utilizar al mismo tiempo las velas y el motor. Avanzábamos casi al azar; de vez en cuando teníamos la suerte de encontrar grandes canales abiertos, e incluso grandes lagos, pero de nuevo el hielo volvía a cerrarnos el paso. Difícilmente se le podía llamar hielo propiamente dicho, más bien eran montones de nieve de medio metro de grosor que parecía haber sido amasada como si fuesen simplemente trozos de masa desprendida. Los témpanos permanecían todos juntos y podíamos ver como unos se unían a otros. El hielo se mantuvo más o menos cerca hasta que alcanzamos los 73° de latitud sur y 179° de longitud oeste; los últimos que vimos eran hielos viejos a la deriva.
Desde aquí a la bahía de la Ballenas vimos corrientes de témpanos dispersos y algunos icebergs.
Cazamos unas cuantas focas sobre el hielo, con lo que tuvimos carne fresca suficiente, y pudimos reservar ovejas y cerdos para cuando el equipo de tierra estuviese a bordo. Estaba seguro de que preferirían la carne de cerdo asado.
La carta del mar de Ross había sido trazada como guía para futuras expediciones. Se podía tener por cierto que el mejor lugar para atravesar los hielos era entre las longitudes 176° y 180° E, y el mejor momento a comienzos de febrero.
Tomemos por ejemplo nuestra ruta hacia el sur en 1911-1912: como he dicho, nos encontramos con el hielo a 65° S, y no nos quedó el paso libre hasta 73° S; entre 68° S y 69° S la línea se interrumpe, y este es el lugar donde debería haber tomado rumbo sur.
Ahora seguíamos el curso que trajimos desde la bahía de las Ballenas en 1912. Sólo cuando llegamos a 75° S vimos hielo (casi como en 1911), y nosotros los seguimos. Después de ese momento no volvimos a ver más hielos, como indica la carta; por tanto, en un mes y medio más o menos todo el hielo con el que nos encontramos de camino hacia el sur iba simplemente a la deriva.
La línea punteada muestra, como yo supuse, la posición de los hielos; la línea gruesa también punteada indicaría el rumbo que deberíamos haber llevado.
El 7 de enero de 1912 aún no pudimos ver el sol de medianoche, a 77° de latitud sur, y eso que estaba nueve grados y medio por encima del horizonte.
En la noche del 8 de enero llegamos a la barrera con muy mal tiempo.
Durante unos días se mantuvieron vientos del sur y del sudoeste, con un tiempo relativamente bueno, pero esa noche cayó una fuerte nevada y el viento se fue calmando poco a poco, para terminar en una brisa procedente del sudeste con nieve de copos afilados y hielos a la deriva. El motor funcionaba a pocas revoluciones y el barco navegaba de cara al viento. A eso de medianoche el tiempo se despejó un poco y pudimos divisar una línea oscura que resultó ser la barrera. Pusimos el motor a toda máquina y desplegamos las velas, para colocarnos a sotavento de la pared, en perpendicular. Gradualmente el hielo de la parte superior de la barrera comenzó a brillar cada vez un poco más, y después de no mucho tiempo nos encontramos tan cerca que sólo podíamos navegar paralelos a ella. Esta parte de la barrera discurría entre el este y el oeste, y con viento sudeste la bordeamos en dirección este. El turno de guardia que había bajado a descansar a las ocho en punto, mientras aún estábamos en mar abierto, subió de nuevo a las dos para encontrarse ahora con la deseada pared de hielo.
Pasaron unas cuantas horas de la misma forma, pero entonces, evidentemente, el viento comenzó a soplar del este, totalmente de cara, con lo que fuimos virando de un lado para otro hasta las seis de la tarde del mismo día, cuando llegamos al punto más al oeste de la bahía de las Ballenas.
El hielo se extendía hasta el cabo Oeste, y navegamos por la entrada de la bahía a sotavento, al este de la barrera, para ver si era posible encontrar capas de hielos más finas o mar abierto. Resultó que no pudimos avanzar más al sur de los 78° 30’, es decir, once millas náuticas más al norte que el año anterior y a unas quince millas náuticas de Framheim, teniendo en cuenta la curva que formaba la bahía.
Estábamos de nuevo en el mismo lugar que habíamos dejado el 14 de febrero de 1911 para dar la vuelta alrededor del mundo. La distancia recorrida en esta circunvalación fue de cuarenta mil kilómetros, de los cuales quince mil correspondían al viaje oceanográfico en el Atlántico sur.
No permanecimos a sotavento del este de la barrera más de cuatro horas; el viento que normalmente había soplado de cara, siguió haciéndolo hasta que amainó. Por supuesto, soplaba del norte y nos empujaba directamente a la bahía; los hielos a la deriva del mar de Ross aparecieron de nuevo y a medianoche (del 9 al 10 de enero) tuvimos que salir de nuevo fuera de la bahía.
Pensé en enviar a alguien a Framheim para informar de nuestra llegada, pero el estado del tiempo lo impedía. Además, sólo tenía un par de esquís a bordo, con lo que sólo podría ir un hombre, y siempre sería mejor poder enviar a varios juntos.
Durante la mañana del día 10 el tiempo fue mejorando poco a poco, el viento cesó y pudimos acercarnos al borde de nuevo. Al mismo tiempo, el barómetro comenzó a subir. El teniente Gjertsen bajo al hielo con los esquís a eso de la una.
Más tarde, ya después de comer, un perro llegó hasta nosotros corriendo por el mar helado, y pensé que había venido siguiendo los pasos del teniente Gjertsen; después me dijeron que era uno de los perros medio salvajes que corrían por los hielos, pero que no se acercaban a la cabaña.
Mientras tanto, el viento volvió a arreciar y tuvimos que separarnos de la barrera durante otras veinticuatro horas, navegando de un lado para otro con las velas a medio desplegar; volvió de nuevo el buen tiempo y volvimos a acercarnos. A las 4 de la tarde del día 11, el teniente Gjertsen volvió con el teniente Prestrud, Johansen y Stubberud. Nos llenó de alegría volver a vernos y nos hicimos multitud de preguntas. El Jefe y el grupo que había marchado al Sur aún no había regresado. Se quedaron a bordo hasta el día 12, recogieron cartas, una gran cantidad de periódicos y abandonaron el barco de nuevo; les seguimos con los prismáticos todo lo que pudimos, por si acaso no pudieran atravesar la zona de hielos agrietados y tuvieran que regresar al barco.
Durante los días que siguieron, o bien permanecíamos amarrados al hielo o bien salíamos a mar abierto, dependiendo del estado del tiempo.
A las siete de la tarde del día 16 nos sorprendimos al ver avanzar a un navío. Pensé que sería el Aurora, el barco del doctor Mawson. Se acercaba muy lentamente, pero finalmente vimos que llevaba… ¡la bandera japonesa! No tenía ni idea de que esa expedición hubiera regresado de nuevo. Llegó directo hasta donde estábamos, nos pasó en una dirección, después en la otra, y finalmente amarró al borde de los hielos. Inmediatamente después, diez hombres descendieron armados de picos y palas y se dirigieron a la barrera, mientras el resto corría alocadamente detrás de los pingüinos; escuchamos disparos durante toda la noche. A la mañana siguiente, el comandante del Kainan Maru, llamado Homura, subió a bordo. Al día siguiente montaron una tienda al borde de la barrera y descargaron sobre el hielo cajas, trineos y demás provisiones. Kainan Maru, como ya he dicho, significa «el barco que abre el sur».
Al final del día, Prestrud y yo subimos a bordo a devolverles la visita y ver cómo era por dentro, pero no nos pudimos reunir ni con el jefe de la expedición ni con el capitán del barco. Prestrud llevaba consigo la cámara fotográfica e hizo gran cantidad de fotos.
El jefe de la expedición japonesa había escrito alguna cosa a cerca de porqué Shackleton había perdido todos sus ponis; según él, la causa era no haberlos puesto dentro de una tienda durante la noche, sino dejarlos tumbados fuera. Él pensaba que los ponis debían estar dentro y los hombres fuera. Según esto, uno podría pensar que sentían un gran amor por los animales, pero debo confesar que no fue esa la impresión que tuve. ¡Habían metido pingüinos dentro de pequeñas cajas para llevarlos vivos hasta Japón! Diseminadas por cubierta, había montones de gaviotas muertas o a punto de morir. Cerca del barco, había una foca abierta en canal con sus entrañas sobre el hielo, pero la foca aún estaba viva. Ni Prestrud ni yo llevábamos ningún arma con la que poder matar al pobre animal, y les pedimos a los japoneses que le evitaran el sufrimiento, pero lo único que hicieron fue reírse a carcajadas. Dos de ellos se acercaron al barco trayendo a través del hielo a una foca delante de ellos; la dirigían con dos largos palos con los cuales la pinchaban cuando se detenía. Si se hundía dentro de una grieta, la volvían a desenterrar como si estuvieran sacando de una cantera una piedra preciosa para llevarla a casa; no tenía las suficientes energías para escapar de esos tormentos. Todos los demás acompañaban la escena con risas y bromas. Cuando llegaron al barco, el animal estaba casi muerto y allí lo dejaron hasta que expiró.
El día 19 tuvimos vientos del sudoeste que empujó grandes cantidades de hielo. Los japoneses estuvieron ocupados la mayor parte de la noche evitando los témpanos a la deriva para subir a bordo a hombres, perros, cajas y demás cosas, todo lo que habían descargado durante el día. Como todos los hielos viajaban a la deriva, el Fram corrió la misma suerte hasta la latitud 78° 35’ S, mientras que el Kainan Maru marchó a la deriva cada vez más y más lejos, hasta que finalmente desapareció. No volvimos a ver al barco, pero un par de hombres se quedó en una tienda en la barrera todo el tiempo que nosotros permanecimos en la bahía.
En la noche del día 24 se levantó una fuerte brisa del oeste, que nos empujó en medio de una fuerte nevada hasta la tarde del día 27, en que fuimos capaces de navegar de nuevo entre la masa de hielo. Durante aquellos dos días se había desprendido gran cantidad de hielo, por lo que pudimos llegar hasta 78° 39’ S, casi la latitud de Framheim, y en eso tuvimos suerte. Según nos encontrábamos en la bahía de las Ballenas, vimos una gran enseña naval noruega ondeando sobre la barrera justo en el cabo Cabeza de Hombre, lo que indicaba que el equipo del Sur había regresado. De todas formas, fuimos lo más al sur que pudimos e hicimos sonar nuestra poderosa sirena; no pasó mucho tiempo antes de que ocho hombres llegaran corriendo alocadamente. Había un gran entusiasmo. El primer hombre en subir a bordo fue el jefe; estábamos tan seguros de que habían alcanzado la meta que nunca se lo preguntamos. Al menos, no hasta una hora más tarde, cuando después de hablar de otras muchas cosas pregunté: «Bueno, evidentemente, ¿habéis estado en el Polo?».
Estuvimos allí durante un par de días; como la distancia a Framheim era muy corta, se subieron a bordo provisiones y equipos. Si no se hubiera desprendido tanta cantidad de hielo en los últimos días, hubiésemos tardado en traer todo una o dos semanas.
A las nueve y media del 30 de enero de 1911, soltamos las amarras entre una espesa niebla y dimos nuestro último adiós a la gran barrera.
VII. Desde la barrera a Buenos Aires vía Hobart
El primer día después de nuestra partida de la barrera, estibamos todo lo que se había subido a cubierta; ahora éramos el doble de personas y teníamos varios cientos de cajas y equipos a bordo, pero el cambio sólo se notaba en cubierta, donde treinta y nueve poderosos perros alborotaban durante todo el día, y en el salón de proa, que había cambiado por completo. Después de estar desierto durante un año, aquel salón se encontraba ahora repleto de hombres y era un placer estar allí, especialmente porque todos tenían algo que contar: el jefe del viaje, Prestrud de lo suyo, y Gjertsen y yo del Fram.
De todas formas, no había mucho tiempo para contar historias. El jefe comenzó a escribir cablegramas y conferencias, las cuales Prestrud y yo traducíamos al inglés, y el jefe las pasaba a máquina de nuevo. Además de esto, yo estaba todo el tiempo ocupado dibujando mapas, de manera que a nuestra llegada a Hobart todo estuviese preparado; el tiempo pasaba rápidamente, aunque el viaje fue terriblemente largo.
En cuanto se refiere al cinturón de hielo, fuimos muy afortunados. Estaba en el mismo lugar en que lo habíamos encontrado en 1911, es decir, a unos 75° S. Seguimos por su borde durante poco tiempo y nos decidimos a atravesarlo. Lo único que vimos más al norte de 75° fueron pequeños icebergs.
Nuestro avance hacia el norte fue terriblemente lento; esa lentitud puede entenderse al leer la cita de mi diario del día 27 de febrero:
«Este viaje es más lento que cualquier otro de los que he hecho anteriormente; de vez en cuando conseguimos una media de dos nudos a la hora en una jornada. En los últimos cuatro días hemos recorrido la distancia que anteriormente hubiésemos recorrido en un solo día. Llevamos casi un mes y aún nos encontramos entre 52° y 53° de latitud sur, las tormentas del norte están a la orden del día, etc». A pesar del mal viento que soplaba nadie se quejó, y empleamos el tiempo en todo lo que teníamos que hacer.
Después de cinco esforzadas semanas, finalmente llegamos a Hobart y anclamos en su espléndido puerto el 7 de marzo.
Nuestras provisiones de alimentos frescos se nos acababan de terminar; las últimas patatas desaparecieron un par de días antes de nuestra llegada y matamos el último cerdo después de llevar dos días en Hobart.
El Fram permaneció allí durante trece días, que fueron empleados principalmente en reparar la hélice y limpiar el motor; además, se reparó el palo de la gavia que estaba casi partido por la mitad, ya que no tuvimos la oportunidad de conseguir uno nuevo.
La primera semana a bordo fue tranquila, pues, obligados por las circunstancias, no tuvimos comunicación con tierra; pero después el barco se llenó de visitantes, con lo que no sentimos demasiado ponernos otra vez en marcha.
Entregamos veintiuno de nuestros perros al doctor Mawson, el jefe de la expedición australiana; sólo se quedaron a bordo los perros que habían estado en el polo Sur y unos cuantos cachorros, dieciocho en total.
Mientras estuvimos en Hobart, llegó el barco del doctor Mawson, el Aurora. Un día subí a bordo, de modo que he tenido la oportunidad de estar en todos los barcos de las expediciones antárticas: en el británico Terra Nova el 4 de febrero de 1911, en la bahía de las Ballenas; en el alemán Deutschland, en septiembre y octubre de 1911 en Buenos Aires; en el japonés Kainan Maru, el 17 de enero de 1912 en la bahía de las Ballenas, y finalmente en el Aurora, en Hobart. Sin olvidarnos del Fram, el cual, por supuesto, creo que es el mejor de todos.
El 20 de marzo el Fram levó anclas y dejamos Tasmania.
Para comenzar hicimos pocos progresos, pues tuvimos calma durante casi tres semanas a pesar de encontrarnos en el mes de marzo en el cinturón de vientos del oeste del Pacífico sur. En la mañana del domingo de Pascua, 7 de abril, apareció el primer viento del noroeste y sopló día tras día cambiando entre fuerte brisa y tormenta, con lo que tuvimos una espléndida navegación hasta las islas Malvinas, a pesar de que la gavia fue arriada durante casi cinco semanas debido al mal estado del palo. Creo que la mayoría de nosotros queríamos ir lo más rápido posible; el viaje ya se había terminado y los que tenían familiares en casa querían estar con ellos cuanto antes; quizá por eso navegábamos tan bien.
El 1 de abril la señora Snuppesen dio a luz ocho cachorros; sacrificamos a cuatro, mientras que al resto, dos de cada sexo, se les dejó para criar.
El Jueves Santo 4 de abril estábamos en la longitud 180° y cambiamos de fecha, con lo que tuvimos dos jueves santos en la misma semana, lo que supuso unas buenas vacaciones, y no es necesario decir que esto nos alegró a todos. Fue algo bueno cuando llegó el martes de Pascua como un día normal de trabajo.
El 6 de mayo pasamos por el cabo de Hornos con buen tiempo; es verdad que tuvimos un violento huracán con ventisca, pero no duró más de media hora. Durante unos días la temperatura permaneció por debajo del punto de congelación, pero en cuanto entramos en el Atlántico el termómetro comenzó a subir.
Desde Hobart al cabo de Hornos no vimos hielos.
Después de pasar la islas Malvinas tuvimos vientos de cara, con lo que la última parte del viaje no tuvo nada de lo que presumir.
La noche del 21 de mayo pasamos Montevideo, donde nuestro benefactor había llegado unas horas antes; desde aquí a Río de la Plata la navegación fue lenta debido al viento de cara, y no pudimos echar el ancla en Buenos Aires hasta la tarde del día 23, casi al mismo tiempo en que nuestro benefactor desembarcaba en Buenos Aires. Cuando bajé a tierra a la mañana siguiente y me reuní con el señor P. Christophersen, se encontraba de muy buen humor. «Es como un cuento de hadas», dijo. Y no puedo negar que fuera una simpática coincidencia. Él, por supuesto, estaba igualmente encantado.
El día 25, fiesta nacional en Argentina, el Fram amarró en el mismo muelle en el que habíamos estado el 5 de octubre de 1911. Cuando nos marchamos entonces, sólo había siete personas a bordo para despedirnos, pero, por lo que se podía ver, ahora había algunos más para recibirnos; pude enterarme por medio de periódicos y otras distintas fuentes, que en el transcurso de unos meses la tercera expedición del Fram había crecido considerablemente en popularidad.
Para terminar, expondré uno o dos datos. Desde que el Fram dejó Christiania el 7 de junio de 1910, hemos dado dos veces y media la vuelta al mundo; la distancia recorrida ha sido de 54.400 millas náuticas (más de cien mil kilómetros); la lectura más baja en el barómetro durante este tiempo fue de 27,56 pulgadas (700 mm), registrada en octubre de 1911 en el Atlántico sur.
El 7 de junio de 1912, en el segundo aniversario de la partida de Christiania, todos los miembros de la expedición, a excepción del jefe y yo, partieron para Noruega. La primera mitad de la expedición había llegado, por tanto, a su afortunada conclusión.