Capítulo II.
El plan y los preparativos

«La divinidad del éxito es una mujer que se

empeña en salir victoriosa del cortejo. Tienes

que conseguirla y llevártela en vez de rondarla

bajo su ventana con una mandolina».

REX BEACH

«Se ha alcanzado el polo Norte».

Como un relámpago, la noticia recorrió todo el mundo. La meta con la que tantos hombres habían soñado, por la que tanto habían trabajado, sufrido y hasta sacrificado sus vidas, se había logrado. La noticia llegó en septiembre de 1909.

En ese mismo instante vi claramente que el plan original del tercer viaje del Fram —la exploración de los mares del polo Norte— pendía de un hilo. Si se quería salvar la expedición, era necesario actuar rápidamente y sin ninguna vacilación. Con la misma velocidad que las noticias habían viajado a través del mundo, decidí cambiar mi punto de vista y volví mi mirada hacia el polo Sur.

Era verdad que, cuando planifiqué el tercer viaje del Fram, anuncié que sería una expedición científica en su totalidad y que no habría ninguna intención de batir récords. También era verdad que muchos de los patrocinadores que tan calurosamente me habían ayudado, lo hicieron teniendo en cuenta el plan inicial que me había marcado. Pero en vista de que las circunstancias habían cambiado y que la posibilidad de conseguir fondos ahora era menor que con el plan original, consideré que no podía ser tan injusto ni tan infiel a mis colaboradores como para darles un golpe tan bajo cambiando a última hora de planes, con lo que, sin dudarlo un instante, puse la totalidad de la empresa a sus pies para que tuviesen la oportunidad de recuperar los grandes gastos que la expedición les había acarreado y evitar que sus aportaciones acabasen en la basura.

Plenamente consciente, pensé en posponer mi plan original uno o dos años, para intentar conseguir mientras tanto los fondos que aún necesitaba. El polo Norte, que había sido el último punto de interés popular a la hora de hablar de las exploraciones polares, estaba superado. A partir de ahora, si quería popularizar mi nueva empresa, no tenía más que tratar de solventar el último gran problema: el polo Sur.

Sé que me han reprochado no haber hecho público mi nuevo plan desde un principio, no por los que siempre me apoyaron moralmente, sino por los exploradores que se estaban preparando para visitar la misma región, pues consideraron que debían tener conocimiento de ello. También era consciente de que los reproches llegarían y, por tanto, tuve mucho cuidado con lo que esto podría suponer. Por lo que se refiere a los patrocinadores de mi primer plan, mi conciencia estaba tranquila, ya que todos ellos eran hombres de buena posición y muy por encima de disputas acerca de las sumas que habían dedicado a la empresa, Sabía que contaba con su confianza y todos ellos juzgaron las circunstancias como lógicas, sabiendo que cuando llegase el momento sus contribuciones se usarían para el propósito que ellos les habían dado. De todo esto ya había recibido incontables pruebas y sabía que no me equivocaba.

No sentía ningún tipo de temor en lo que se refiere a otras expediciones que se estaban planeando al mismo tiempo. Sabía que tendría que informar al capitán Scott de la ampliación de mis planes antes de que él abandonara la civilización y sabía que hacerlo unos meses antes o después no sería de gran importancia. Tanto el plan como el equipamiento de Scott eran tan diferentes a los míos que consideré que el telegrama que le mandé más tarde informándole de que estábamos ligados a las regiones antárticas, sería más una muestra de cortesía que una comunicación que pudiera causar alteración alguna en su programa. La expedición británica estaba totalmente compuesta por investigadores científicos. Para ellos el Polo sólo era un tema secundario, mientras que en mi plan era la meta más importante, aunque debería tener cuidado de no apartarme de la ciencia, ya que sé muy bien que no podría alcanzar el Polo por la ruta que había determinado tomar, sin enriquecer en un grado considerable muchas cuestiones científicas.

Nuestros preparativos eran totalmente diferentes, y dudo de que el capitán Scott, con su gran conocimiento de la exploración antártica, en algún momento hubiera dejado de lado su experiencia y cambiase su equipo para acomodarse lo más posible al que yo usaba. Y tengo que reconocer que a mí aún me faltan mucha experiencia y conocimientos para estar a su altura.

En lo que se refiere al teniente Shirase en el Kainan Maru entiendo que prestara toda su atención a la tierra del Rey Eduardo VII.

Después de considerar a fondo estas cuestiones, llegué a las conclusiones que aquí he expresado y mi plan quedó definitivamente fijado. Si en aquel momento hubiese hecho pública mi intención, solamente habría conseguido un montón de discusiones periodísticas que hubieran llevado el proyecto a morir antes de su nacimiento. Todo se tenía que llevar con calma y tranquilidad. Mi hermano, que guardaba el más absoluto de los silencios sobre el tema y en quien confiaba ciegamente, era la única persona a la que permití conocer mi cambio de planes y me sirvió de inestimable ayuda durante el tiempo que compartimos este secreto. Cuando el teniente Thorvald Nilsen —antes primer oficial del Fram y ahora su comandante— volvió a casa, consideré que era mi deber informarle inmediatamente de mis decisiones. La forma en la que las recibió me hizo saber que no me había equivocado por haberle elegido para esta tarea. Encontré en él no sólo un hombre en quien confiar, sino también a una persona capaz de desarrollar la empresa y a un excelente camarada; y esto era un asunto de la mayor importancia. Si las relaciones entre el jefe y el segundo en el mando son buenas, se pueden evitar muchos sinsabores y problemas innecesarios. Por otro lado, un buen entendimiento a esos niveles sirve de ejemplo a toda la tripulación. Fue un gran descanso para mí cuando el capitán Nilsen llegó a casa en enero de 1910 y estuvo dispuesto a ayudar, lo que hizo con su mejor voluntad, capacidad y una confianza tal que no encuentro palabras de elogio.

El siguiente paso era el plan del viaje hacia el sur del Fram: zarparía de Noruega lo más tarde a mediados de agosto. Madeira sería la primera y única escala. Desde allí se haría la mejor ruta para un velero —el Fram no puede ser considerado de otra forma—, hacia el sur a través del Atlántico y al este pasando por el cabo de Buena Esperanza y Australia, y finalmente abrirse paso en el mar de Ross para el Año Nuevo de 1911.

Como base de operaciones había elegido el punto más austral que podíamos alcanzar con el velero, la bahía de las Ballenas en la gran barrera antártica. Esperábamos arribar alrededor del 15 de enero. Una vez desembarcara en la costa elegida un grupo de 10 hombres, con materiales para construir alojamiento, equipos y provisiones para unos dos años, el Fram volvería a Buenos Aires para llevar a cabo desde allí un viaje oceanográfico a través del Atlántico hasta la costa de África y vuelta. En octubre volvería a la bahía de las Ballenas para recoger a los hombres. Era todo lo que se podía programar de antemano. El mayor o menor progreso de la expedición sólo se podría determinar más tarde, cuando la tarea en el Sur hubiera finalizado.

Mi conocimiento de la barrera de Ross sólo se basaba en descripciones; sin embargo, había estudiado tan cuidadosamente toda la literatura acerca de esa región que, en el primer encuentro con esa enorme masa de hielo, sentí como si la conociera hace muchos años.

Después de considerarlo minuciosamente, fijé la bahía de las Ballenas como estación de invierno por varias razones. En primer lugar, porque podríamos alcanzar el Polo más rápido que desde cualquier otro punto, pues el barco estaría anclado más cerca del Sur geográfico —un grado entero de latitud más del que Scott encontraría en el estrecho de McMurdo, donde pensaba instalar su estación—. Y esto sería de gran importancia en el posterior viaje con trineos hacia el Polo. Otra gran ventaja era que podíamos llegar en línea recta a nuestro campo de trabajo y veríamos desde la puerta de nuestro refugio las condiciones climáticas y estado del suelo con el que tendríamos que luchar. Con esto estaba justificando la suposición de que la superficie hacia el Sur por esta parte de la barrera podría considerarse la mejor y plantear menos dificultades y accidentes que yendo por tierra. Además, de acuerdo con las descripciones, la vida animal en la bahía de las Ballenas era extraordinariamente rica y ofrecía toda la carne fresca que necesitábamos, ya fuese de focas, pingüinos, etc.

Al lado de estas ventajas puramente técnicas y materiales que la barrera parecía tener como estación de invierno, también ofrecía un lugar especialmente privilegiado para la investigación de las condiciones meteorológicas, ya que no había ningún accidente geográfico cercano que impidiera el mencionado estudio. Las características de la barrera podían ser estudiadas mediante observaciones diarias, siendo este un lugar mucho más idóneo que cualquier otro. Fenómenos de interés tales como su movimiento, la forma en que aumentaba o disminuía su cantidad de hielo, eran fácilmente observables desde este punto.

Por último, aunque no cuestión menor, otra enorme ventaja: era un punto relativamente fácil de alcanzar con el barco. Ninguna expedición había tenido problemas a la hora de alcanzar la barrera.

Yo sabía que el plan de invernar en la barrera, en sí mismo, estaba expuesto a severas críticas por temeridad o por imprudencia, o simplemente tomado a risa, ya que se asumía, de manera general, que la barrera permanecía a flote en ese lugar así como en otros muchos. Desde luego se pensaba que así era, incluso muchos lo habían visto con sus propios ojos. En la descripción de Shackleton las condiciones en el momento de su visita no parecían muy prometedoras. Kilómetro tras kilómetro la barrera aparecía resquebrajada, y él mismo dio gracias a Dios por no haber montado su campamento en ese lugar. Yo tenía un gran respeto por Shackleton, su trabajo y experiencia, pero creo que en este caso sus conclusiones fueron precipitadas —afortunadamente para mí, debo añadir—. Si cuando Shackleton atravesó la bahía de las Ballenas el 24 de enero de 1908 y vio el hielo disgregándose y los témpanos empujados por la corriente, hubiera esperado unas cuantas horas, o como mucho un par de días, el problema de la llegada al polo Sur probablemente hubiera sido resuelto bastante antes que en diciembre de 1911. Con su aguda vista y su sano juicio no le hubiera tomado mucho tiempo determinar que la parte interior de la bahía no estaba formada por una barrera flotante, sino que descansaba sobre una buena y sólida plataforma, probablemente en forma de pequeñas islas, rocas o montículos, y que desde este lugar, él y sus capacitados compañeros habrían podido llegar al polo Sur de un tirón. Pero las circunstancias lo quisieron de otra manera y el velo solamente quedó levantado, no retirado del todo.

Tras haber dedicado una especial atención a esta peculiar formación, había llegado a la conclusión de que la ensenada que existe hoy en la barrera de Ross con el nombre de bahía de las Ballenas no es otra cosa que la misma ensenada que fue vista por sir James Clark Ross; con grandes cambios en su perfil, sin duda, pero aún la misma. Durante setenta años esta formación —con la excepción de las partes que se han desgajado— había permanecido en el mismo lugar. Yo, por mi parte, concluí que no podía ser una formación accidental. Que una vez, en el alba de los tiempos, detenida la enorme corriente de hielo en este punto y formada finalmente la bahía en su borde, la cual con algunas excepciones discurre casi en línea recta, no era un mero capricho pasajero de aquella aterradora fuerza que avanza estrepitosamente, sino algo más fuerte que todo eso —algo más firme que el duro hielo— esto es, tierra firme. Por eso aquí, en este punto, la barrera de hielo se amontona y forma la bahía que ahora llamamos de las Ballenas. Las observaciones que hicimos durante nuestra estancia en la bahía confirman lo acertado de esta teoría. Por consiguiente, no tuve recelos en asentar nuestra estación en esta parte de la barrera.

El plan consistía en que el grupo de tierra, tan pronto como construyera un refugio y desembarcara las provisiones, llevara los suministros lo más al sur posible, dejándolos en varios depósitos. Mi esperanza era llevar la mayor cantidad de provisiones más allá de los 80° de latitud sur, que es donde deberíamos considerar el verdadero punto de partida de la efectiva expedición en trineo al polo. Más tarde descubriríamos que este deseo superaba a la realidad y que se trataba de una tarea mucho mayor de lo que habíamos previsto. Para cuando el trabajo de almacenaje estuviera terminado, el invierno se nos habría echado encima y, con lo que sabíamos de las condiciones de estas regiones antárticas, tendríamos que soportar el tiempo más frío y las tormentas más fuertes que cualquiera de las expediciones polares se hubieran encontrado hasta la fecha. Mi objetivo para cuando llegara el invierno y toda la base estuviera en perfecto funcionamiento, era concentrar todas nuestras fuerzas en un solo objetivo: alcanzar el Polo.

Mi pretensión era rodearme de gente especialmente preparada para el trabajo a la intemperie en estas frías regiones. Y más necesario aún era encontrar hombres con experiencia en el manejo de perros; comprendí que esto sería decisivo en el resultado final. Contar con hombres experimentados en expediciones como esta tuvo sus pros y sus contras. Las ventajas eran obvias. Es evidente que, si se aportan experiencias de diferentes tipos y las empleas con sentido común, se pueden lograr importantes metas. La experiencia de un hombre en un cierto campo suple la inexperiencia de otro. Las experiencias de cada uno se complementan, pudiendo llegar a formar un todo perfecto; y esto es lo que yo esperaba conseguir. Pero no hay rosas sin espinas; si esto tiene sus ventajas, también tiene sus inconvenientes. El más probable, en estos casos, es que cualquiera pueda creerse tan experimentado que desprecie la opinión de los demás. Por supuesto, es lamentable que un hombre con experiencia adopte esta conducta, pero con paciencia y sentido común esto se puede solucionar. En cualquier caso, las ventajas son tan grandes y sobresalientes que determiné contar con los hombres más experimentados. Mi plan era dedicar todo el invierno en trabajar con el equipo y conseguir que se acercara lo máximo posible a la perfección. Otro asunto al que tendríamos que dedicar nuestro tiempo sería la caza de un número suficiente de focas que nos proporcionara carne fresca, a nosotros y a nuestros perros, durante el tiempo necesario. El escorbuto, el peor enemigo de las expediciones polares, debe ser alejado a toda costa y para conseguirlo mi intención era comer carne fresca todos los días. Resultaba fácil llevar a cabo esta regla, pues todos sin excepción preferían la carne de foca a la comida enlatada. Y cuando llegara la primavera, confiaba en que tanto mis compañeros como yo estaríamos preparados, en perfecto estado y formando un equipo completo en todo.

El plan era abandonar la estación base tan pronto como llegase la primavera. Si queríamos conseguir nuestro objetivo, deberíamos llegar los primeros a toda costa. Todo debería estar supeditado a esta labor. Desde el mismo momento en que ideé el plan, mi pensamiento era que nuestra ruta desde la bahía de las Ballenas debía ir directamente al polo Sur, siguiendo el mismo meridiano si fuera posible. Esto significaría atravesar una región totalmente desconocida, con lo que, además de batir un récord, añadiríamos otros resultados adicionales.

A mi vuelta del Sur, me asombró mucho escuchar que algunas personas habían creído que realmente nuestra ruta había ido desde la bahía de las Ballenas por el glaciar Beardmore —que es la ruta de Shackleton— y luego recto hacia el Sur. Puedo asegurar con toda rotundidad que ni por un solo instante pasó por mi cabeza esta idea cuando elaboré el plan. Scott había anunciado que él cogería la ruta de Shackleton y eso zanjó el asunto. Durante nuestra larga estancia en Framheim nadie insinuó la posibilidad de seguir tal ruta. La ruta de Scott estuvo expresamente prohibida sin la menor discusión.

No; directo al Sur era nuestro camino, y muy grandes tendrían que ser las dificultades para impedirnos llegar a la meta. Nuestro plan era ir hacia el sur y no dejar el meridiano a menos que nos viésemos forzados por problemas insuperables. Yo había previsto, por supuesto, que hubiera alguien que me acusase de no «jugar limpio»…, y tal vez hubieran podido tener una sombra de sospecha si verdaderamente hubiésemos pensado en tomar la ruta de Scott. Pero no se nos ocurrió en ningún momento. Nuestro punto de partida estaba a 560 kilómetros de los cuarteles de invierno de Scott en el estrecho de McMurdo, con lo que era incuestionable que no podíamos invadir su área de acción. Además, el profesor Nansen, con su estilo directo y convincente, puso fin a todas esas estupideces, por lo que creo que no es necesario perder más el tiempo con este tema.

Elaboré este plan, tal como he explicado aquí, en mi casa de Bundefjord cercana a Christiania[4] en septiembre de 1909 y, tal como se propuso, así se llevó a cabo, hasta en el último detalle. Mi estimación de la duración del viaje no fue tan excéntrica, como prueba la última frase del plan: «Por tanto, estaremos de vuelta del viaje polar el 25 de enero». Y fue el 25 de enero de 1912 cuando llegamos a Framheim, después de alcanzar con éxito el polo Sur.

Esta no fue la única ocasión donde nuestros cálculos se mostraron acertados; el capitán Nilsen demostró ser un auténtico genio en este campo. Mientras yo me contentaba con hacer el cálculo por fechas, él no dudó en hacerlo en horas. Calculó que deberíamos alcanzar la barrera el 15 de enero de 1911, que está a más de 25.000 kilómetros de Noruega. Llegamos a la barrera el 14 de enero, un día antes de la fecha. No es una estimación demasiado incorrecta.

Según el acuerdo de Storthing de 9 de febrero de 1909, el Fram fue puesto a disposición de la expedición y se aprobó una suma de 75.000 coronas para las reparaciones y reformas necesarias.

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Planta y sección del Fram

Las provisiones se eligieron con el mayor de los cuidados y fueron empaquetadas con precaución. Todos los comestibles se precintaron en botes metálicos y se colocaron en robustas cajas de madera. Llevar las provisiones enlatadas es muy importante en una expedición polar. Toda la atención que se preste a los suministros es poca. Cualquier descuido, cualquier lata con algún defecto de fabricación, conducirá por regla general al escorbuto. Es un hecho reseñable que, de las cuatro expediciones noruegas al polo —los tres viajes del Fram y la expedición del Gjøa—, en ninguna de ellas hubo un solo caso de escorbuto. Esto evidencia el gran cuidado con el que se aprovisionaron estas expediciones.

En esta materia tenemos una profunda deuda de gratitud, sobre todo, con el profesor Sophus Torup, que siempre fue la autoridad supervisora en temas de aprovisionamiento, en esta ocasión y en otras anteriores.

También debemos agradecer encarecidamente el excelente y concienzudo trabajo de las empresas que nos suministraron los alimentos envasados, que bien merecen el reconocimiento de la expedición. En este caso, parte de los suministros nos los proporcionó la Factoría Stavanger que, además de los productos encargados, demostró su generosidad poniendo a disposición de nuestra empresa provisiones por valor de 2.000 coronas. El resto de la comida enlatada se encargó a una empresa de Moss. El gerente de esta firma, a su vez, se comprometió a preparar pemmican[5] suficiente para todos, hombres y perros, y lo hizo de tal manera que no encuentro palabras de elogio. Gracias a esta excelente preparación, la salud de los expedicionarios, hombres y perros, fue siempre extraordinariamente buena. El pemmican que llevamos era muy diferente al utilizado en otras expediciones anteriores, que no era más que carne seca mezclada con manteca de cerdo; el nuestro, además de esto, contenía verduras y harina de avena, lo cual le daba un mejor sabor y, según nuestra opinión, lo hacía más fácil de digerir.

En principio, este tipo de pemmican se elaboró para el uso de la Armada noruega como «ración de supervivencia». Aunque todavía estaba en proceso de experimentación, confiamos en que su resultado fuera satisfactorio. Habría sido imposible encontrar un alimento más estimulante, nutritivo y apetitoso.

Tan importante para nosotros era el pemmican como para nuestros perros, tan expuestos a ser atacados por el escorbuto como nosotros mismos. Había que emplear el mismo cuidado en la preparación de su comida. La empresa de Moss preparó dos tipos de pemmican, uno con pescado y otro con carne. Ambos contenían, además de pescado o carne seca y manteca de cerdo, una cierta cantidad de leche deshidratada y proteínas suplementarias para animales. Ambas clases de comida eran igualmente excelentes y los perros siempre estuvieron en magníficas condiciones. Se hicieron raciones de 420 gramos que se podían dar a los perros tal como estaban. Pero antes de que pudiésemos usar estos alimentos, teníamos por delante cinco meses de viaje; para esta parte de la expedición tuvimos que buscar un suministro fiable de pescado seco, que conseguimos por medio del agente de la expedición en Tromsö, el señor Fritz Zappfe. También dos empresas muy conocidas pusieron a mi disposición grandes cantidades del mejor pescado seco. Con todo este excelente pescado y algunos barriles de manteca de cerdo, conseguimos que nuestros perros llegasen en las mejores condiciones.

Una de las tareas más importantes de nuestros preparativos fue encontrar buenos perros. Como ya he dicho anteriormente, tenía que actuar con resolución y prontitud si quería conseguir que todo estuviese en orden. Al día siguiente de tomar mi decisión, me dirigí a Copenhague, donde me encontraría con los Inspectores para Groenlandia, los señores Daugaard-Jensen y Bentzen. Como en ocasiones anteriores, el director de la Real Compañía de Comercio de Groenlandia, el señor Rydberg, mostró su más cordial interés por mi proyecto y dio a los Inspectores vía libre. Después de negociar con ellos, acordaron proporcionarme cien de los mejores perros groenlandeses y entregármelos en Noruega en julio de 1910. De este modo, el tema de los perros estaba solucionado, pues la selección estaba en las manos más expertas. Yo había conocido personalmente al inspector Daugaard-Jensen, ya que había hecho negocios con él anteriormente y sabía que si se comprometía a este trabajo, lo haría de la forma más concienzuda. El administrador de la Real Compañía de Comercio de Groenlandia dio la autorización para que los perros fueran transportados gratis a bordo del Hans Egede y entregados en Christiansand.

Antes de proseguir, debo decir algo más sobre los perros. La mayor diferencia con la equipación de Scott descansó indudablemente en nuestra elección de los animales de tiro. Habíamos oído que Scott, confiando en su propia experiencia y en la de Shackleton, había llegado a la conclusión de que los ponis de Manchuria eran mejores que los perros a la hora de trabajar en la barrera. Para los que conocíamos los perros esquimales, estas afirmaciones nos resultaban sorprendentes. Más tarde, después de leer varios relatos y hacerme una idea precisa de las condiciones de la superficie por la que íbamos a desplazarnos, mi asombro fue aún mayor. Aunque nunca había visto esta zona de la región antártica, no tardé en formarme una opinión diametralmente opuesta a la de Shackleton y Scott, ya que tanto las condiciones de marcha como la superficie, a juicio de las descripciones de otros exploradores, eran precisamente las que uno podía desear para desplazarse en trineo con perros esquimales. Si Peary[6] logró batir un récord en su viaje al hielo ártico con perros, seguramente que alguien debería, con igual buen equipo, ser capaz de batir la marca de Peary en la superficie totalmente plana de la barrera. Debía haber algún tipo de malentendido o alguna otra razón profunda para que los ingleses descartasen la utilización de perros esquimales en las regiones polares. ¿Podía ser que el perro no comprendiese las órdenes de su guía? ¿O es el guía el que no comprende a su perro? El paso firme se ha de establecer desde la salida; el perro debe comprender que tiene que obedecer en todo y el guía debe saber cómo hacerse respetar. Si se establece la obediencia desde un primer momento, estoy convencido de que el perro será superior a cualquier otro animal de tiro en estas largas distancias.

Otra razón muy importante para utilizar perros es que, al ser más pequeños, pueden atravesar más fácilmente los abundantes y frágiles puentes de hielo, inevitables en la barrera o en los glaciares. Si un perro cae en la grieta de un glaciar no hay mayor problema, se tira del arnés y ya está de nuevo arriba. Otra cosa es tener que hacerlo con un poni. Al ser un animal más grande y pesado, es más fácil que caiga en una grieta, y mucho más complicado sacarlo de ella; a menos que tengamos la mala suerte de que las correas se rompan, en cuyo caso el poni acabará en el fondo de una grieta a trescientos metros.

Otra ventaja indiscutible es que los perros pueden comer carne de perro. Se puede ir reduciendo el grupo de perros poco a poco, eliminando a los más débiles para alimentar a los mejores. De esta forma pueden comer carne fresca. Nuestros perros sobrevivieron todo el viaje a base de carne de perro y pemmican, y fueron capaces de realizar una magnífica tarea.

E incluso para nosotros mismos: si queríamos un poco de carne fresca, podíamos trocearla a modo de filetes; su sabor es tan bueno como la mejor de las terneras. Los perros no protestan en absoluto: con tal de tener su ración, no se paran a preguntar qué parte de los despojos de sus compañeros les ha tocado. Lo único que queda después de una de estas comidas son los dientes de la víctima, y ni siquiera eso si el día ha sido realmente duro.

Me parece que, si conseguimos poner los pies en la meseta, más allá de la barrera, disiparíamos cualquier tipo de duda sobre la superioridad de los perros. No sólo se pueden utilizar los perros para subir por los enormes glaciares hasta llegar a la meseta, sino que podemos utilizarlos durante todo el viaje. Por el contrario, los ponis se han de dejar al pie del glaciar, dejando a los hombres el dudoso placer de reemplazarlos. Y puedo entender a Shackleton cuando dice que es imposible arrastrar a los ponis sobre las grietas de los empinados glaciares. Debe ser bastante duro tener que abandonar tan importante ayuda, de forma voluntaria, cuando sólo se ha cubierto una cuarta parte del recorrido. Personalmente, prefiero disponer de esa ayuda durante todo el viaje.

Desde muy al comienzo comprendí que la primera parte de nuestra expedición, desde Noruega a la barrera, sería la más peligrosa. Sólo con que pudiésemos alcanzar la barrera con nuestros perros sanos y en perfecto estado, el futuro sería bastante prometedor. Afortunadamente todos mis compañeros compartían el mismo punto de vista y, gracias a su cooperación, no sólo conseguimos que los perros llegaran sanos y salvos hasta nuestro campo de operaciones, sino que los desembarcamos en mejores condiciones que cuando salimos. Hasta aumentó su número de forma considerable durante el trayecto, lo cual es otra prueba de lo bien que iban saliendo las cosas. Para protegerlos del calor y la humedad, pusimos una falsa cubierta de madera flotante de unos ocho centímetros sobre la cubierta, de tal forma que tanto el agua de lluvia como las posibles salpicaduras escurrían por debajo de los perros. De esta forma les mantuvimos aislados del agua, pues siempre se debe permitir el drenaje del agua en la cubierta de un barco con tanta carga en su ruta al océano Antártico. Cuando cruzásemos los trópicos esta cubierta flotante cumpliría una doble misión. Siempre mantendría algo más fresca la cubierta, ya que permitiría circular corrientes de aire fresco entre la cubierta y la lámina de madera. La cubierta principal, negra debido a que estaba alquitranada, podría haber sido insoportablemente calurosa para los animales; la falsa cubierta se mantuvo lo más blanca posible durante todo el viaje. También llevábamos unos toldos, sobre todo pensando en los perros; se podían desplegar cubriendo todo el barco y protegiéndoles completamente de las quemaduras del sol.

No puedo reprimir la sonrisa cuando pienso en las compasivas voces que se levantaron aquí y allí —e incluso lo hicieron por escrito— hablando de «la crueldad con los animales» a bordo del Fram. Probablemente estos gritos provienen de corazones sensibles que mantienen a sus propios perros atados.

Además de nuestros compañeros cuadrúpedos, llevamos con nosotros a uno de dos patitas, que no nos ayudaría mucho en el difícil trabajo en las regiones polares, pero que nos entretuvo durante el viaje: nuestro canario Fridtjob. Fue uno de los muchos regalos hechos a la expedición, pero no el menos bien recibido de todos. Comenzó a cantar tan pronto como subió a bordo y aún continúa después de dos circunnavegaciones a través de las aguas más inhóspitas de la tierra. Seguramente tiene el récord en su especie como explorador polar.

Con el tiempo reunimos una considerable colección de especies animales: cerdos, gallinas, ovejas, gatos y, por desgracia, ratas. Supimos lo que era tener ratas a bordo, el más repulsivo de todos los animales, para mí la peor de las alimañas, de ahí que les declarásemos la guerra y las elimináramos antes de que el Fram iniciara su viaje. Volvieron a aparecer en Buenos Aires, y lo mejor que pudimos hacer fue enterrarlas en su tierra natal.

Debido a las apuradas circunstancias económicas con las que la expedición tenía que lidiar, tenía que mirar dos veces cada uno de los chelines que gastaba. Los artículos de abrigo son un factor importante en una expedición polar y consideré necesario que todos y cada uno de los miembros de la expedición estuviera provisto de un verdadero traje polar. Me pareció que haría mal las cosas antes del viaje si dejaba esta parte de la preparación en manos de cada uno de sus integrantes. Debo admitir que tuve la tentación de hacerlo. Habría sido mucho más barato si simplemente le hubiera dado a cada uno de los hombres la lista de ropas necesaria para que ellos mismos las compraran. De haberlo hecho así, no habría podido supervisar personalmente la calidad de la ropa en la medida requerida.

Era un equipo que, detrás de su llamativa apariencia, escondía sus verdaderas cualidades, resistencia y confort. En los almacenes militares de Horten encontré artículos de excelente calidad. Debo al capitán Pedersen, jefe de este departamento militar, mi más profundo agradecimiento por la cortesía que me demostró desde el primer momento en que solicité su ayuda. Por su mediación conseguí alrededor de doscientas mantas. El lector no debe imaginarse una ropa de cama semejante a la que se ve en los escaparates de una tienda de muebles, mullidas mantas blancas tan delicadas que, a pesar de su grosor, parecen flotar por su ligereza. Estas no se parecen en nada a las que nos proporcionó el capitán Pedersen, más bien todo lo contrario. Además de su color —que sólo podemos calificar de indefinible—, tampoco daban la impresión de que pudieran flotar sobre nadie que la llevara encima. No, se mantenían totalmente pegadas al suelo. Estaban confeccionadas con gruesas fibras de lana prensada, fuertemente compactada. Desde el inicio de los tiempos estas mantas habían servido a nuestros bravos guerreros del mar, y en ningún caso nadie pudo decir que pasó frío en los días de Tordenskjold. Lo primero que hice en cuanto me vi en posesión de este tesoro fue teñirlas de azul —azul ultramar, o como quiera que se llame—; después de esto quedaron irreconocibles. La metamorfosis fue completa: su apariencia de ropa militar desapareció.

Mi intención era convertir estas doscientas mantas en ropa polar, pero no podía pedir consejo a nadie. Dar a conocer el origen de este material no sería muy conveniente. Ningún sastre en el mundo hubiera sido capaz de convertir unas viejas mantas en ropa de vestir. De eso estaba seguro. Tenía que encontrar una estratagema. Oí hablar de un hombre que era muy capaz en estas cuestiones y concerté una cita. Mi despacho parecía exactamente un almacén de lanas, con mantas por todos los sitios. Cuando el sastre llegó, lo primero que dijo fue: «¿Esta es la tela?» «Sí, esta es, recién importada. Un gran negocio. Un montón de muestras de tela baratísimas». Yo puse mi más inocente expresión de indiferencia. Vi como el sastre echaba un vistazo por todas partes; supuse que pensaba que las muestras eran bastante grandes. «Parecido a la lana —dijo mientras la miraba al trasluz—, casi podría jurar que es fieltro». Fuimos mirando cuidadosamente cada una de las piezas, haciendo su recuento. Era un trabajo largo y aburrido, y empecé a alegrarme cuando vi que, por fin, estábamos a punto de terminar. En uno de los rincones de la habitación aún quedaba un montón; como ya habíamos contado 193, no podrían quedar muchas más. Mientras yo me ocupaba de otras cuestiones, el sastre terminó por su cuenta de contar el montón restante. Y ya estaba congratulándome de la aparente buena suerte para concluir este trabajo, cuando me sobresaltó la exclamación que soltó el sastre desde el rincón donde se apilaban las últimas muestras de tela. Parecía un toro bramando. ¡Ay! Allí estaba el sastre rodeado de muestras y sujetando sobre su cabeza una manta: el color caqui diferente no dejaba lugar a la duda de cuál era el origen de estos productos «directamente importados». Como si fuera un trueno, aquel hombre me dejó, hundiéndome en una negra desesperación. Nunca le volví a ver. El problema había sido que, en mi precipitación, había olvidado teñir la manta de muestra que me había mandado el capitán Pedersen. Y esa fue la causa de la catástrofe.

Al final conseguí que realizaran el trabajo y, la verdad, ninguna expedición ha podido usar ropa más cálida y resistente que la que nosotros utilizamos. Y tuvo una gran aceptación a bordo.

También pensé que era mejor equipar a los hombres con buenos impermeables y, especialmente, con botas de agua. Estas, hechas a medida y con el mejor material, fueron fabricadas por la firma que yo consideraba la más prestigiosa en el ramo. ¿Cómo podría describir mi desilusión cuando un día fuimos a ponernos nuestras preciosas botas y descubrimos con sorpresa que muchas de ellas eran inservibles? Algunos podían bailar sin despegar las botas del suelo. Otros, ni empleando todas sus fuerzas, podían meter el pie en la embocadura. Era tan estrecho que ni siquiera el pie más fino y delicado conseguía pasar. Y en el caso de que se lograse meter el pie, en su interior había espacio para otros dos. Pocos eran capaces de ponerse sus botas. Intentamos cambiarlas, pero fue inútil; esas botas estaban hechas para criaturas de otro planeta. Pero los marineros son marineros allí donde estén. Y no es fácil poder con ellos. La mayoría conocía el proverbio «un par de botas que te estén bien son mejores que diez pares que no puedas usar», así que trajeron las suyas propias y solucionaron el problema.

Llevamos tres juegos de ropa interior de lino para cada hombre, que usarían en las regiones cálidas. Esta parte del equipo lo dejé al gusto de cada cual; muchos hombres tienen viejas camisas usadas y realmente no se necesita mucho más para cruzar los trópicos. Para las regiones frías llevamos dos juegos de ropa interior de lana extragruesa, dos jerséis de lana gorda tejida a mano, seis pares de medias y alguna chaqueta algo más ligera.

Además de esto, también conseguimos bastantes prendas de abrigo de los almacenes del ejército. Debo agradecer al general Keilhau, con sincero aprecio, la amable disposición prestada. Gracias a su ayuda conseguimos ropa tanto para climas fríos como templados, ropa interior, botas, zapatos, capas de viento y diferentes tipos de prendas.

Y como último elemento de nuestro equipo personal puedo mencionar que cada hombre tenía un traje de piel de foca traído de Groenlandia. También llevábamos con nosotros instrumentos para zurcir, lana, hilo de coser, agujas de todos los tamaños, botones, tijeras y cintas —anchas y estrechas, negras y blancas, azules y rojas—. Podía asegurar con certeza que no se nos olvidaba nada; teníamos una buena y completa equipación.

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Bajada a los camarotes del Fram tal y como se encuentra en la actualidad en el Museo Fram de Oslo

Otro aspecto de nuestros preparativos que reclamaba atención era la parte de barco donde debíamos habitar, camarotes y demás estancias comunes. La vida cambia si uno vive rodeado de comodidades. Por mi parte, puedo trabajar el doble si veo orden y confort a mi alrededor. El comedor del Fram estaba magníficamente construido y con mucho gusto. Presidían la estancia las fotografías del rey Haakon y la reina Maud, regalo de Sus Majestades, a quienes debemos nuestro más sincero agradecimiento por este presente; era el más preciado de todos los que recibimos. Las mujeres de Horten aportaron muchos pequeños detalles para decorar las cámaras, y estarían encantadas de escuchar la admiración que despertaron allá donde fuimos. «¿Realmente es un barco para ir al polo? —preguntaba la gente—. No esperábamos ver más que simples bancos de madera y paredes desnudas». Entonces empezaban a hablar de «tocadores» y cosas similares. Además de espléndidos bordados, nuestras paredes estaban decoradas con bonitas fotografías; las personas que las habían donado podrían regodearse con la cantidad de elogios recibidos.

Los camarotes, al ser individuales, se adornaron al gusto de cada cual: cada miembro podía tener un trozo de su hogar en su pequeño compartimento. Las ropas de cama se trajeron de la factoría naval de Horten; eran manufacturas de primera, como el resto de enseres de ese lugar. Debemos nuestro mayor agradecimiento a las personas que nos proporcionaron estas suaves mantas, que tan a menudo nos reconfortaron y nos dieron calor después de días de amargura; procedían del telar de Trondheim.

También debo mencionar nuestro suministro de papelería, tan fino y tan elegante como era posible: el papel de carta más exquisito, estampado con el dibujo del Fram y el nombre de la expedición, de todos los tamaños, anchos y estrechos, de estilo antiguo y moderno —en realidad todos los estilos—. No faltaron plumas con sus portaplumas, lapiceros negros y de colores, gomas de borrar, tinta china, chinchetas y papel secante, tizas blancas y rojas, goma arábiga y de otras clases, calendarios y almanaques, registros de navegación y diarios privados, blocs de notas, cuadernos para los viajes en trineo y otros muchos utensilios de similar naturaleza…, teníamos tal cantidad de material que podríamos dar la vuelta al mundo varias veces antes de que se terminasen. Esta donación hace honor a la firma que la proporcionó; cada vez que tengo que escribir una carta o completar mi diario, tengo un pensamiento de gratitud por la generosidad de estas personas.

Una de las más influyentes familias de Christiania nos proporcionó un juego completo de utensilios de cocina y cubiertos, todos ellos de la mejor calidad. Las tazas, platos, cuchillos, cucharas, jarras, vasos, etc., estaban grabados con el nombre del barco.

Otra cosa importante que llevamos con nosotros fue una copiosa biblioteca, compuesta de una gran cantidad de libros en su mayoría regalados. Supongo que la biblioteca del Fram llegó a contar al menos con tres mil volúmenes.

También dispusimos de una buena cantidad de juegos para nuestro entretenimiento. Uno de ellos se convirtió en el favorito y servía de pasatiempo en las tardes libres rumbo al sur. Teníamos barajas de cartas por docenas, y muchas de ellas volvieron bien manoseadas. Recuerdo que un gramófono con gran cantidad de discos llegó a ser uno de nuestros mejores amigos. Teníamos un piano, un violín, una flauta, mandolinas, sin olvidar una armónica y un acordeón. Todas las editoriales estuvieron encantadas de poder mandarnos partituras, con lo cual pudimos cultivar el arte de la música tanto como deseamos.

De todos los sitios nos llegaron regalos de navidad; creo que llevamos a bordo alrededor de quinientos. Nuestros amigos y conocidos nos enviaron árboles de navidad decorados, con muchas más cosas para distraernos en las Navidades. La gente, desde luego, había sido muy amable con nosotros; y puedo asegurar, sin lugar a dudas, que el mejor de los regalos era el aprecio que nos tenían y que aún nos siguen teniendo.

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Una de las más influyentes familias de Christiania proporcionó a la expedición, vajilla y cubertería. Una pequeña muestra se puede ver en el Museo Fram de Oslo

Íbamos bien provistos de vino y licores, todo gracias a uno de los mejores comerciantes de vino de Christiania. Ocasionalmente un vaso de vino o un «chupito» de ron nos animó a todos, sin excepción. El tema del alcohol en las expediciones polares ha sido muy discutido. Personalmente considero que el alcohol, usado con moderación, es una medicina en las regiones polares —por supuesto, siempre y cuando se esté en el campo base—. Otra cosa es en los viajes en trineo: todos sabemos por experiencia que ahí el alcohol debe estar prohibido —no es que un trago de ron pueda causar algún tipo de daño, pero sí hay que tener en cuenta el peso y el espacio que ocupa—. En los viajes en trineo se ha de evitar el peso tanto como sea posible y llevar sólo lo estrictamente necesario; y el alcohol no está en la lista de lo estrictamente necesario. Pienso que una copita de ron no sólo fue buena durante la estancia en la base, sino también después del largo y monótono viaje a través de ese crudo, frío y tormentoso territorio. Un trago de ron es una buena cosa después de una guardia en cubierta en el momento de cambio de turno. Una persona abstemia lo despreciará sin duda, preguntando si una taza de café caliente no tendría el mismo efecto. Por mi parte pienso que la cantidad de café que la gente ingiere a tales horas es más dañino que un pequeño sorbo de Lysholmer. Creo que una copa de vino o de ponche juega un importante papel en las relaciones sociales de un viaje como éste. Dos hombres que han discutido un poco a lo largo de la semana, se reconcilian al olor del ron; se olvida el pasado y entre ellos renace una amistosa cooperación. Quita el alcohol de esas pequeñas celebraciones y pronto verás la diferencia. Alguno dirá que es muy triste que los hombres deban tomar alcohol para ponerse de buen humor —y estoy completamente de acuerdo—, pero viendo que la naturaleza humana es lo que es, debemos intentar hacerlo lo mejor posible. Parece como si los seres humanos civilizados debieran tomar bebidas estimulantes, e incluso así, tuviéramos que seguir nuestras propias convicciones a pesar de ello. Yo prefiero un vaso de ponche. Deja a los que quieran comer pastel de ciruela y la porquería del café caliente —los ardores de estómago y otros problemas son el resultado de esta clase de refrigerios—. Un poco de ponche no hace mal a nadie.

La ración de alcohol en el tercer viaje del Fram fue de una cucharadita y 15 gotas en la cena de miércoles y domingos y un vaso de ponche los sábados por la tarde. Los días festivos se permitía una cantidad adicional.

Estábamos bien surtidos de tabaco y cigarros de marcas nacionales e internacionales. Tuvimos suficientes cigarros como para permitirnos uno los sábados por la tarde y otro los domingos después de la cena.

Dos empresas de Christiania nos enviaron tabletas de chocolate y sus más finos bombones, y una firma extranjera nos proporcionó Gala Peter (una marca de chocolate con leche), de modo que no fue algo raro ver a un explorador polar echar mano de un dulce o un trozo de chocolate. Una tienda de Drammen nos dio tanta cantidad de sirope de frutas como podíamos beber; su dueño estaría encantado de saber las veces que bendijimos el excelente producto que nos regaló. En el camino de vuelta a casa desde el polo, estábamos ansiosos por llegar lo antes posible para conseguir nuestra ración de sirope.

De tres empresas diferentes, también de Christiania, recibimos los pedidos que habíamos hecho de quesos, bizcochos, té, azúcar y café. El empaquetado de estos productos fue tan minucioso que, aunque el café era tostado, aún estaba fresco y guardaba su aroma en el momento de sacarlo del almacén. Otra empresa nos envió suficiente sopa para cinco años e hicimos buen uso de toda esa cantidad durante el viaje. Una persona de Christiania se ocupó del cuidado de nuestra piel, pelo y dientes, pero no es por su culpa que no tenemos la piel delicada, no nos crece el pelo de forma abundante ni tenemos los dientes como perlas; para nosotros, fue lo suficientemente completo.

Un punto importante del equipo es el apartado médico, y aquí mis consejeros fueron el Dr. Jacob Roll y el Dr. Holth; por tanto, no carecíamos de nada. Un farmacéutico de la ciudad, como donativo, nos proporcionó todas las medicinas necesarias, cuidadosamente elegidas y perfectamente organizadas. Desafortunadamente no teníamos doctor en la expedición, de manera que me vi obligado a asumir esa responsabilidad[7].

El teniente Gjertsen, quien tenía cierta predisposición a extraer dientes y amputar piernas, realizó un curso rápido de tratamiento hospitalario y dental. Demostró claramente lo mucho que se puede aprender en poco tiempo cuando la mente está dispuesta. Con sorprendente rapidez y aparente confianza el teniente Gjertsen se dispuso a tratar los casos más sorprendentes —si los pacientes obtuvieron beneficio invariablemente es otra cuestión, la cual dejaré sin contestar—. Sacaba dientes con una destreza que recordaba la magia de un prestidigitador; mostraba un alicate vacío y en un abrir y cerrar de ojos aparecía una gran muela. Los gritos que se oían durante la operación parecían indicar, no obstante, que aún no era del todo diestro en hacerlo.

Una fábrica de cerillas nos proporcionó la cantidad que necesitábamos. Estaban tan bien empaquetadas que, a la vuelta a casa, después de cruzar todo el océano, aún estaban secas. Llevábamos gran cantidad de munición y explosivos. Como la bodega inferior estaba llena de petróleo, el Fram llevaba una carga bastante peligrosa a bordo. Tomamos todas las precauciones contra incendios; se colocaron extintores en cada una de las cámaras y accesos, y bombas de agua con mangueras siempre preparadas en cubierta.

Tampoco olvidamos las herramientas para trabajar en el hielo, como sierras de entre dos y seis metros de longitud, brocas para el hielo, etc.

Llevamos bastantes instrumentos científicos con nosotros. Los profesores Nansen y Helland-Hansen habían dedicado gustosamente su tiempo para completar nuestro equipo oceanográfico, lo que significa que llevábamos el equipo adecuado para la tarea que teníamos entre manos. Los tenientes Prestrud y Gjertsen habían realizado un curso de estudios oceanográficos bajo la supervisión de Helland-Hansen en la estación biológica de Bergen. Y yo también hice allí un curso oceanográfico durante un verano. El profesor Helland-Hansen era un brillante profesor; me temo que no pueda decir lo mismo de mí como alumno.

El profesor Mohn nos dio un equipo completo de meteorología. Entre los instrumentos del Fram se pudo contar con péndulos para estudiar movimientos, teodolitos astronómicos y sextantes. El teniente Prestrud estudió el uso de los péndulos bajo la supervisión del profesor Schiotz y el uso del teodolito con el profesor Geelmuyden. También disponíamos de varios sextantes y un horizonte artificial, todos de cristal y mercurio, así como binoculares de todos los tamaños, desde el más grande al más pequeño.

Una vez detallado el equipamiento general, ahora querría hablar del equipo especial del grupo de tierra firme. La cabaña que llevamos se construyó en mi casa, en Bundefjord, de forma que pude observar el proceso de su ejecución. La realizaron los hermanos Hans y Jörgen Stubberud y, se mirase por donde se mirase, era un espléndido trabajo que honraba su maestría. El material se mostró excelente en todo momento. La cabaña medía ocho metros de largo por cuatro de ancho, su altura desde el suelo al punto más alto del tejado, alrededor de tres metros y medio. Estaba construida a modo de las casas noruegas, con techo a dos aguas y dos habitaciones. Una de ellas, de seis metros de largo, era utilizada como dormitorio, comedor y sala de estar, la otra medía dos metros de largo y era la cocina de Lindstrøm. Desde la cocina, una doble trampilla a modo de puerta daba acceso a la parte superior, que servía de almacén para provisiones y equipos. Las paredes estaban formadas por tablas de casi ocho centímetros, con cámara de aire entre ellas, con paños por dentro y por fuera, formando también cámara de aire entre ellos y las maderas de la pared. Como aislamiento empleamos pulpa de celulosa. Tanto el suelo como el techo de la planta baja eran dobles, mientras que la parte más alta del tejado era simple. Las puertas eran extraordinariamente gruesas y fuertes, con los bordes oblicuos para que encajasen perfectamente en el marco, proporcionando un cierre hermético. Tenía dos ventanas —una triple, al final de la pared de la sala principal, y otra doble en la cocina—. Para la cubierta del techo elegimos materiales impermeabilizados y resistentes al frío, y para el suelo, linóleo. En la habitación principal había dos respiraderos, uno que permitía la entrada de aire renovado y otro que dejaba salir el viciado. Había literas de dos camas para diez hombres, seis en una de las paredes y cuatro en la otra. Los muebles consistían en una mesa, un taburete para cada hombre y una lámpara Lux.

La mitad de la cocina estaba ocupada por los fogones y la otra mitad con estanterías y utensilios de cocina. La cabaña tenía varias capas de alquitrán y cada una de sus partes estaba marcada para facilitar su montaje. Este debía hacerse lo más rápidamente posible para evitar que las fuertes tormentas de viento antárticas la pudiesen arrastrar mientras la armábamos. En las cuatro esquinas del tejado, así como en los extremos del aguilón, habíamos atornillado unos fuertes amarres a los que enganchamos seis cables de acero fuertemente tensados, atados a seis picas de un metro de longitud que clavábamos en el hielo. Llevábamos dos cables de repuesto que podíamos colocar sobre el tejado en caso de tormentas fuertes. Los dos respiraderos así como la chimenea estaban fuertemente asegurados en el exterior.

Como puede apreciarse, tomamos todas la precauciones para conseguir que la cabaña fuese lo más caliente y confortable posible, y que se mantuviera en el suelo. También llevamos a bordo cantidad suficiente de madera de construcción, tablones y planchas, por si fuese necesario.

Además de esta cabaña llevamos con nosotros quince tiendas más con capacidad para dieciséis hombres cada una. Diez de ellas eran de segunda mano pero en perfecto estado; nos las proporcionaron los almacenes navales. Las otras cinco eran nuevas y las compramos en los almacenes de la Armada. Nuestra intención era usarlas de forma temporal; se montaban de forma rápida y fácil, eran fuertes y protegían bien del frío. Durante el viaje al Sur, Rönne cosió con lona más fuerte y resistente los suelos de las cinco tiendas nuevas.

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Framheim, el campamento base de la expedición con la cabaña a la que Amundsen hace referencia

Todas las provisiones que pensamos desembarcar en tierra fueron marcadas y almacenadas aparte en la bodega, para que a la hora de realizar esta operación se hiciese de la forma más rápida posible.

Contábamos con diez trineos construidos por una empresa deportiva de Christiania. Diseñados como los viejos trineos usados por Nansen[8], eran más anchos y de unos tres metros y medio de largo. Los patines estaban construidos con el mejor nogal americano, forrados por su parte inferior con acero. El resto era de fuerte fresno noruego. Cada uno de los trineos tenía dos patines de repuesto, que podíamos quitar o intercambiar fácilmente por medio de abrazaderas. La parte inferior de acero estaba recubierta con cuero rojo y el resto con alquitrán. Eran extremadamente fuertes y aptos para cualquier tipo de superficie. Yo no podía saber el estado de la barrera hasta que llegase a ella. Desde luego estos trineos eran bastante pesados.

Llevamos veinte pares de esquís, todos de la mejor madera de nogal; medían casi dos metros y medio de largo y eran relativamente estrechos. Los elegí de esa longitud pensando en las numerosas grietas que deberíamos cruzar en los glaciares; cuanto mayor fuese la superficie en la que se distribuyera el peso, mayor posibilidad tendríamos de deslizamos por los puentes de hielo. También llevamos cuarenta palos de esquí con una resistente punta de goma. Las botas para esquiar eran una combinación de las usadas por Huitfeldt y Höyer Ellefsen; también llevamos gran cantidad de cordones de repuesto.

Llevamos seis tiendas más para tres personas cada una, todas ellas procedentes de los talleres navales. Su confección no podía haber sido mejor; eran las más resistentes y al mismo tiempo las más prácticas que había usado hasta entonces. Estaban hechas con la más tupida de las lonas y con el suelo de una sola pieza. Un solo hombre era capaz de montarla aun con fuerte brisa. He llegado a la conclusión de que cuantos menos mástiles tenga una tienda, más fácil es su montaje, lo cual parece bastante natural. Estas tiendas sólo tenían un mástil. Cuántas historias hemos escuchado de viajes al polo relatando que, después de horas montando una tienda, en pocos momentos el viento termina con ella en el suelo. No ocurrió lo mismo con las nuestras. Las colocamos en un visto y no visto y resistieron toda clase de vientos. Pudimos dormir tranquilos y seguros en nuestros sacos y dejar que el viento soplase.

La puerta de entrada tenía forma de saco, lo que ahora está reconocido como el mejor sistema para las regiones polares. El funcionamiento es bastante simple, como todas las cosas eficientes. Se corta una abertura en la tienda del tamaño deseado, coges un saco abierto por los dos extremos, coses uno de ellos fuertemente alrededor de la abertura practicada en la tienda, quedando un acceso a modo de embudo. Cuando entras, haces un nudo en el lado exterior del saco. De esta forma no entra ni el más pequeño copo de nieve, ni siquiera durante las peores tormentas.

Las cajas para llevar provisiones en los trineos estaban construidas de fino pero resistente fresno, traído del estado de Palsgaard en Jutland, y este material se comportó como esperábamos. Las cajas medían treinta centímetros de largo, por treinta de ancho y cuarenta de alto, y sólo tenían una pequeña abertura redonda en la parte superior, cerrada con una tapa de aluminio que encajaba a presión, igual que las latas de leche. Las grandes aberturas debilitan las cajas, por eso elegí que fuesen de esta forma y tamaño. Además, no tienes que quitar las sujeciones de la caja para destaparla y esto es una gran ventaja. Una caja con tapa grande cubierta de ataduras da constantes problemas; para coger una cosa pequeña tienes que soltar todas las cuerdas y esto no es siempre conveniente. Si se está cansado y débil y resulta que tienes que coger algo para lo cual necesitas hacer un gran esfuerzo, quizá dejes para mañana lo que tenías que haber hecho hoy, y esto ocurre especialmente cuando hace un frío intenso. Cuanto más manejable sea el equipo para trineos más pronto podrás entrar en la tienda a descansar. Y eso es una gran ventaja después de un largo viaje.

Nuestro vestuario era más completo y abundante, supongo, que cualquier otro de anteriores expediciones polares. Lo teníamos dividido en dos clases, un equipo para temperaturas especialmente bajas y otro para las moderadas. Tengo que recordar que ninguno de nosotros había pasado un invierno en la barrera, así que debíamos estar preparados. Para poder lidiar con temperaturas extremas nos pertrechamos del más variado surtido de prendas de piel de reno; unas gruesas, otras medianas y otras más ligeras. Nos llevó bastante tiempo preparar este tipo de ropa. Las primeras pieles sin curtir las compró el señor Zappfe en Trömso, Karasjo y Kaatokeino. Permítanme aprovechar esta oportunidad para agradecer a este hombre el gran servicio prestado, no sólo en mi tercer viaje en el Fram, sino también a la hora de equipar la expedición del Gjøa[9]. Con su ayuda he logrado cosas que de otra manera no hubiera sido capaz de realizar. Buscó por todos los rincones y no paró hasta que encontró lo que yo deseaba. Para esta ocasión consiguió cerca de 250 pieles de reno de las que visten los lapones y las mandó a Christiania. Aquí tuve problemas para encontrar un hombre capaz de coser estas pieles, pero al final lo encontré. Seguimos el patrón de los esquimales Netchelli y su confección prosiguió mañana, tarde y noche: anoraks gruesos y anoraks ligeros, pantalones resistentes y pantalones finos, medias de invierno y medias de verano. También se confeccionaron una docena de sacos de dormir ligeros para poder usar dentro de los gruesos en caso de frío extremo. Todo se terminó, aunque en el último momento. Los sacos para dormir en el exterior los hizo el peletero señor Brandt, de Bergen. Eran de primera calidad, tanto por su confección como por la materia prima elegida; creo que nadie en el mundo los podría haber hecho mejor. Para proteger estos sacos habíamos previsto unas finas lonas que los cubrían por completo, de tal forma que podíamos atar los extremos a modo de bolsa, lo que impedía que se cubriesen de nieve durante los días de marcha, y de igual modo nos protegía de las molestias de la nieve y la ventisca. Le dimos mucha importancia a que todos y cada uno de nuestros sacos estuviese confeccionado de la mejor piel, desechando la piel de la tripa. He visto sacos de la mejor piel de reno estropeados en un tiempo relativamente corto por utilizar piel de esta parte del animal. El frío penetra más fácilmente a través de este tipo de piel. Al entrar en contacto con el cuerpo humano, la condensación hace aumentar tanto la humedad que acaba produciendo una capa de escarcha. Esta escarcha se extiende por toda la piel, hasta que un día te encuentras con un saco agujereado. A la hora de elegir los sacos no puedes escatimar gastos. Los fabricantes de sacos de dormir de piel de reno tienen la costumbre de coserlos de tal forma que la dirección del pelo es hacia la abertura. Por supuesto, el aspecto de la piel es más bonito, pero no es muy cómodo para el que tiene que usarlo. No es fácil meterse dentro por la estrecha abertura y, si encima es a contrapelo, doblemente difícil. Nuestra confección, por decirlo de alguna forma, era como un saco del tamaño de un hombre, con una lazada alrededor del cuello. Tengo que decir, como más adelante veremos, que esta decisión no fue del agrado de todos. La parte superior de este grueso saco de dormir estaba hecha con piel, también de reno, pero más fina, de tal forma que podía ajustarse alrededor del cuello con facilidad, sin embargo, la piel más gruesa no se ajustaba del todo bien.

Nuestra ropa para temperaturas moderadas consistía en una gruesa ropa interior de lana y un cortavientos Burberry. La ropa interior fue diseñada a propósito. Yo mismo estuve pendiente de la preparación de estos materiales para asegurarme de que estaban confeccionados sólo y exclusivamente de pura lana. Nuestros abrigos estaban hechos de dos tipos de materiales diferentes: la «gabardina Burberry» y el clásico abrigo verde usado en los inviernos noruegos. Para los viajes en trineo, donde teníamos que ahorrar peso y trabajar con ropa holgada, fácil de vestir, siempre aconsejábamos llevar el inestimable Burberry. Era extraordinariamente ligero pero fuerte y nos protegía enteramente del viento. Para trabajos más duros preferíamos el abrigo verde. También aislaba del viento, pero era más pesado y voluminoso, lo que resultaba incómodo en largas marchas. Nuestro anorak cortavientos Burberry se completaba de anorak con unos pantalones muy anchos. El resto de prendas eran pantalones normales y chaquetas con capucha.

En lo que se refiere a nuestras manoplas, en su mayoría eran como las que se pueden comprar en cualquier tienda; para nuestra base de invierno no necesitamos más. Exteriormente estaban recubiertas de un material a prueba de viento y no se desgastaban con facilidad. No eran demasiado fuertes, pero eran de buena calidad y, sobre todo, proporcionaban calor a las manos. Además de estas manoplas, teníamos diez pares de mitones que compramos en Christiania y nos fue imposible gastarlos durante el viaje. Yo usé los míos desde Framheim al Polo y vuelta, y después al siguiente viaje a Tasmania. El forro interior se desgastó, pero las costuras exteriores estaban como el primer día que los compré. Teniendo en cuenta que hice la práctica totalidad del viaje con esquís, y llegué a gastar dos pares de palos, se puede deducir la resistencia de estos mitones. También llevamos guantes de lana, aunque generalmente no se usaron, ya que preferíamos los otros. Por mi parte, fui incapaz de usarlos ya que con ellos se me helaban los dedos.

Pero lo más importante de todo es cómo cubrir los pies. Los pies son la parte más expuesta y la más difícil de proteger. Con guantes en las manos, si estas se enfrían, no es difícil hacerlas reaccionar para que entren en calor. Pero no ocurre lo mismo con los pies; se calzan por la mañana y es una tarea tan pesada y molesta que uno no se descalza hasta la hora de acostarse. Tú no te ves los pies en el transcurso del día y todo depende de lo que sientas en cada momento. Pero, curiosamente, el sentido del tacto nos juega malas pasadas. ¡Con cuánta frecuencia algún hombre ha terminado con los pies congelados sin darse cuenta! Si se hubiera dado cuenta, no habría permitido que el problema fuera tan lejos. Fiarse de las sensaciones en estos casos es bastante dudoso, ya que llega un momento en que los pies son incapaces de sentir. Es verdad que hay unos instantes de transición, cuando percibes un frío agudo en la punta de los dedos y tratas de librarte de él pataleando en el suelo. Como regla general esto funciona, el calor vuelve y la circulación de la sangre retorna, pero a veces ocurre que esta sensación se ha perdido y es entonces cuando todas las precauciones son pocas. Aquí la veteranía es un grado. Muchos hombres afirman que, después de haber pasado ese momento de frío intenso en la punta de los pies, todo comienza a ir perfectamente. Pero, por la noche, lo único que ven son unos pies congelados con la apariencia de una bola de grasa. Cuestiones como estas pueden dar al traste con cualquier empresa, por tanto es aconsejable llevar el cuidado de los pies a extremos que hasta puedan parecer ridículos.

Llevar un equipo de botas blandas para evitar congelaciones es más conveniente que llevarlo del tipo rígido. Con las blandas el pie se puede mover en su interior más libremente y de esta forma se mantiene caliente. Pero nosotros nos veíamos obligado a usar esquís continuamente y en este caso teníamos que usar suela rígida para poder sujetar el pie, y es inútil llevar unas buenas fijaciones si no puedes usarlas de forma correcta. En mi opinión, en un viaje tan largo como el que teníamos ante nosotros, el esquí debe estar perfectamente sujeto. No hay nada que canse más que una mala fijación, y esto ocurre cuando el pie puede moverse dentro de la sujeción. El esquí tiene que ser parte de uno mismo, de tal forma que cumpla siempre tus órdenes. He probado muchas marcas y siempre he tenido mis temores a la hora de usar sujeciones rígidas en temperatura muy frías; y todas estas marcas, sin excepción, nunca me habían gustado. Esta vez decidí intentarlo con una combinación rígida-suave. Podíamos utilizar las espléndidas sujeciones de Huitfeldt-Höyer Ellefsen, aunque no era una cuestión fácil. De todo nuestro equipo lo que más me preocupó y más trabajo nos dio en la expedición fue la envoltura exterior rígida que encontrábamos. Pero al final pudimos resolver el problema. Me dirigí a una de las marcas punteras en botas de esquí de Christiania y les expliqué el problema. Afortunadamente encontré a un hombre interesado en estas cuestiones. Quedamos en que haría una par de botas de esquí a modo de muestra. La suela debía ser gruesa y rígida, para poder usar nuestros crampones, pero la parte superior lo más suave posible. Para evitar usar piel, que por lo general se endurecía y se rajaba con facilidad con el frío, empleó una combinación de piel y finas capas de lona, usando la piel para la zona cercana a la suela y la lona para la parte superior.

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Una bota rígida y flexible a la vez. Algo que costó muchos quebraderos de cabeza conseguir

Tomaron las medidas de mi pie, que no es precisamente el pie de un niño, con dos pares de medias de piel de reno puestas. Hicieron diez pares. Me acuerdo perfectamente de ver estas botas en la civilizada Christiania: estaban expuestas en el escaparate de la tienda. Cuando las usaba acostumbraba a irme lejos y así no encontrarme con ningún vecino cara a cara con esos «monstruos» puestos. Todos somos un poco vanidosos y no nos gusta sacar nuestros defectos a la luz. Si alguna vez hubiera tenido la ilusión de ser recordado como la persona del «delicado y pequeño pie», estoy seguro de que la última brizna de esa ilusión murió el día que pasé junto al escaparate de la zapatería y contemplé mis botas. Nunca volví a pasar por ahí hasta que me aseguré de que no estaban expuestas. Eso sí, aquellas botas eran una fina pieza de artesanía. Más tarde nos enteramos de que las habían mejorado y al final consiguieron hacerlas con las medidas que nosotros queríamos: de ser para gigantes pasaron a tener un tamaño mucho más normal.

Del resto del equipo debo mencionar nuestro excelente hornillo para cocinar Primus. Se adquirió en una tienda de Estocolmo. Para cocinar durante los viajes en trineo la Primus era superior a cualquier otra marca; proporciona mucho calor, utiliza poco aceite y no requiere mantenimiento —esto es importante en cualquier momento y situación, pero mucho más en un viaje con trineos—. Puede decirse que rozaba la perfección, pues nunca tuvimos problemas con ellos. También llevamos con nosotros cinco cocinas tipo Nansen. Estas utilizan el calor mejor que cualquier otra, pero tenían un problema: ocupan mucho espacio. Las utilizamos en los viajes de aprovisionamiento desde el campo base, pero por desgracia tuvimos que abandonarlas cuando comenzamos el verdadero viaje hacia el Sur. Éramos muchos dentro de la tienda, y el espacio, tan pequeño, que su utilización era un riesgo. Debo admitir que, en caso de tener espacio, es una cocina ideal.

Contábamos con diez pares de raquetas de nieve y un centenar de arneses para los perros, similares a los que usan los esquimales de Alaska. Estos esquimales llevan sus perros en tándem, de esta forma el tiro siempre va en línea recta, en la dirección de marcha del trineo, que es la mejor forma de aprovechar toda la fuerza de los perros. Tuve que decidirme a adoptar ese mismo sistema cuando viajásemos con los trineos por la barrera. Una gran ventaja es que los perros pasarían de uno en uno por las fisuras, con lo que se reduciría considerablemente el problema de caer en ellas. El punto de aplicación de la fuerza sobre los perros también es menos molesta con los arneses de Alaska que con los de Groenlandia: el arnés de Alaska tiene un collar muy plano y acolchado que se desliza sobre la cabeza del animal y hace que el peso descanse sobre sus hombros, mientras que los otros presionan sobre su pecho. El problema de las rozaduras que aparecen con el arnés de Groenlandia se evita en gran parte con el de Alaska. Todos los juegos de arneses se fabricaron en los almacenes de la Armada y después de su largo y duro uso estaban tan bien como al comienzo. Si he de recomendar alguno, diría que estos son los mejores.

Entre los instrumentos y aparatos que llevamos en los trineos se contaban dos sextantes, tres horizontes artificiales, de los cuales dos eran de espejo con cristal oscuro y uno de mercurio, además de cuatro brújulas, todo fabricado en Christiania. Las brújulas pequeñas eran excelentes, pero desafortunadamente inútiles en lugares fríos —al decir fríos me refiero a temperaturas por debajo de -40° C—, ya que en este punto el líquido se congelaba. Se lo hice saber al fabricante con antelación y le sugerí que utilizase el alcohol destilado más puro posible. Él utilizaba un alcohol bastante diluido y el porqué aún sigo sin saberlo. Prueba de ello era que el líquido en nuestras brújulas se congelaba antes que cualquier bebida destilada dentro de una petaca. Evidentemente, esto era un problema para nosotros. Además de todos estos aparatos llevamos una brújula de bolsillo y un par de binoculares, uno de Zeiss y otro de Goertz, y gafas de nieve preparadas por el Dr. Schanz con varios tipos de cristales, de modo que podíamos cambiarlos cuando nos cansábamos de un color. Durante toda la estancia en la barrera siempre llevé un par de gafas corrientes con cristales amarillos, de tinte bastante ligero. Tratados mediante un proceso químico, este tintado era capaz de filtrar los rayos nocivos procedentes del sol. Su excelente calidad se desprende del hecho de que jamás tuve la más mínima ceguera debida a la nieve en todo el viaje al Sur, aunque los protectores estuvieran totalmente abiertos y permitieran el paso de la luz del sol libremente. Sé que soy menos propenso a sufrir estas dolencias que otras personas, pero creo que este no es el caso, ya que en ocasiones anteriores he sufrido varios ataques de ceguera producidos por la nieve.

Llevábamos dos cámaras fotográficas, un termómetro de aire, dos barómetros con escala de altitudes hasta 4.500.

El botiquín de los trineos fue cedido por una empresa de Londres y la calidad del equipo se presumía viendo la forma en que lo habían empaquetado. No se apreciaba la más mínima oxidación ni en agujas, tijeras, cuchillos o cualquier otro utensilio, aunque todos ellos estuvieron expuestos a mucha humedad. Nuestro propio botiquín, traído de Christiania, tratado según las instrucciones del vendedor y aun estando perfectamente empaquetado, en poco tiempo estuvo tan deteriorado que se echó a perder por completo.

La provisión de alimentos para los trineos también merece una breve reseña. Ya hemos hablado anteriormente del pemmican. Nunca pensé llevar con nosotros una tienda de ultramarinos para el viaje en trineo. La comida debería ser simple y nutritiva, y eso es suficiente —un menú rico y variado es para la gente que no lo tiene que preparar—. Además de pemmican, teníamos galletas, leche en polvo y chocolate. Las galletas fueron una donación de una renombrada factoría noruega. Fueron horneadas especialmente para nosotros; se componían de harina de avena con leche deshidratada y un poco de azúcar, y eran extremadamente nutritivas y agradables al paladar. Gracias a un eficiente envasado se mantuvieron frescas y crujientes todo el tiempo. Estas galletas constituían una gran parte de nuestra dieta diaria, e indudablemente contribuyeron, en no pequeño grado, al resultado final de la empresa. La leche en polvo fue para nosotros realmente algo nuevo, y creo que merece ser conocida. Nos llegó de la región de Jæderen. Ni el calor ni el frío, ni la sequedad ni la humedad, pudieron estropearla; teníamos una gran cantidad apilada en pequeñas y delgadas bolsas de lino, organizadas según el posible tipo de clima. El polvo resultó tan bueno el primer día como el último. También llevamos leche de otra marca, de una empresa de Wisconsin; esta leche estaba mezclada con malta y azúcar y en mi opinión era excelente; también se conservó en perfectas condiciones todo el viaje. El chocolate nos lo proporcionó una empresa mundialmente conocida y queda más allá de todo elogio. Todo el suministro fue un magnífico regalo.

Hemos querido nombrar a todos los que han hecho posible con sus donaciones nuestro viaje, gracias a ellos y a sus productos se ha hecho realidad el viaje al polo Sur y su regreso. Nuestra gratitud por su amabilidad y por la ayuda prestada.