Capítulo XV.
La expedición en trineo hacia el este

por el TENIENTE K. PRESTRUD

El 20 de octubre de 1911, el equipo del Sur comenzó su largo viaje. La partida se llevó a cabo sin grandes ceremonias y con el menor gasto de tiempo en palabrerías. Un fuerte apretón de manos sirvió para este propósito, como en cualquier otra ocasión. Les acompañé hasta el punto que habíamos bautizado como punto de partida, hacia el sur de la bahía. Después de un último buena suerte para nuestro jefe y compañeros —con los mejores deseos que jamás haya deseado para nadie—, cinematografié la caravana y poco después desaparecieron de mi vista. Marcharon hacia el Sur a buen ritmo, el pie rápido de Helmer Hanssen lideraba la marcha como era habitual.

Allí me quedé completamente solo y no puedo negar que me invadiera una extraña mezcla de sentimientos. ¿Cuándo volvería a ver de nuevo a aquellos cinco que habían desaparecido en una llanura sin límites y en qué condiciones? ¿Qué tipo de noticias nos traerían a su vuelta? Quedaba demasiado tiempo para conjeturas y abundantes oportunidades para sopesar cada una de las posibilidades, buenas y malas; pero poco se podía ganar simplemente haciendo este tipo de especulaciones. Había cosas más inmediatas que hacer y que reclamaban atención. La primera, que me encontraba a unos cinco kilómetros de Framheim; otra, que la cámara cinematográfica pesaba unos cuantos kilos; y la última, que Lindstrøm me podría dejar sin cenar si llegaba tarde. Nuestro chef era muy estricto en lo que se refería a los horarios de comida. Con lo que tendría que regresar a casa a la máxima velocidad posible. Finalmente la rapidez de mi vuelta no fue tan buena como hubiera querido, por lo que comencé a prepararme para las consecuencias del largo retraso. Al otro lado de la bahía podía adivinar un pequeño punto negro que parecía acercarse hacia mí. En un principio pensé en una foca, pero afortunadamente resultó ser Jörgen Stubberud con sus seis perros y un trineo. Esto levantó mi ánimo: en primer lugar, podría aliviarme de la incómoda carga, y en segundo lugar, conseguiría ir más rápido. Sin embargo el equipo de Stubberud estaba formado por cuatro obstinados cachorros, además de Puss y otro compañero de carácter parecido; el resultado fue que nuestro ritmo era más bien modesto y nuestra ruta de todo menos recta, de modo que llegamos finalmente a Framheim dos horas después de la cena. Para los que conocen un poco al maestro Lindstrøm y su disposición, con esta narración se podrán hacer a la idea del estado en el que se encontraba su mente cuando entramos por la puerta. Sí, estaba indudablemente muy enfadado, pero de todas formas nosotros estábamos hambrientos; y si hay algo que puede suavizar el corazón de un cocinero noruego, es que tengan hambre aquellos a los que tiene que dar de comer, con tal que, por supuesto, tenga suficiente para ofrecer, y la despensa de Lindstrøm era prácticamente inagotable.

Esa cena la recuerdo muy bien: en la misma mesa en la que ocho personas nos habíamos sentado durante meses, ahora sólo éramos tres, Johansen, Stubberud y yo. Teníamos más espacio, eso es verdad, pero esa comodidad nos causaba poca satisfacción. Habíamos perdido a aquellos que ahora no estarían tan cómodos, y nuestros pensamientos siempre estarían con ellos. Lo primero que discutimos en esta ocasión fue cuantos kilómetros calculamos que podrían hacer cada jornada; y no fue esta la última disputa que tuvimos sobre la cuestión. Durante las semanas y meses que siguieron, continuamos con el mismo tema, lo que nos proporcionó gran cantidad de conversaciones, sobre todo cuando se nos agotaban las de nuestras propias tareas. En lo que se refiere a estas, mis instrucciones eran:

1. Ir a la tierra del Rey Eduardo VII y realizar allí tantas exploraciones como las circunstancias y el tiempo permitiesen.

2. Realizar el mapa de la bahía de las Ballenas y sus inmediatas cercanías.

3. Mantener la estación Framheim en orden tanto como fuese posible, por si tuviésemos que pasar otro invierno en ella.

En cuanto a las fechas, mis órdenes era volver a Framheim antes de la vuelta del Fram. Esto era, y no hace falta recordarlo, algo incierto. No nos cabía duda de la capacidad del Fram para cumplir con las fechas y el teniente Nilsen había anunciado su intención de volver para Navidades o Año Nuevo; de todas formas, un año es mucho tiempo y había muchos kilómetros de viaje alrededor del mundo. Suponiendo que el Fram no sufriera ningún percance, y que abandonaría Buenos Aires en la fecha fijada —1 de octubre de 1911—, con toda probabilidad podría llegar a la bahía de las Ballenas a mediados de enero de 1912. Con estos cálculos de referencia, decidimos, en la medida de lo posible, concluir el viaje a la tierra del Rey Eduardo antes de Navidad, mientras que los trabajos de investigación de los alrededores de la bahía se podrían posponer para la primera mitad de enero de 1912. De todas formas, viendo cómo avanzaban los trabajos mientras la bahía permaneciese helada, dedicaríamos unos días —inmediatamente después de la partida del equipo del Sur— a comenzar los preparativos para tomar medidas del terreno. Pero esto no pudo llevarse a cabo. No habíamos tenido en cuenta el tiempo, y en consecuencia nos resguardamos en casa. Cuando uno reflexiona sobre ello posteriormente, parece razonable que la victoria final del buen tiempo sobre el invierno antártico venga acompañada de importantes alteraciones en las condiciones atmosféricas. La expulsión de un demonio tiene que ser propiciada por la ayuda de otro; y el tiempo aparentaba vengarse de algo. Durante las dos semanas que siguieron al 20 de octubre sólo tuvimos tres o cuatro días que nos dieron la oportunidad de trabajar con el teodolito y la mesa topográfica. Tomamos una línea como referencia con una longitud de mil metros y desde allí medimos gran parte del lado este de la bahía, al igual que los puntos más característicos que rodeaban nuestro campamento; pero uno tenía que estar aprovechando las pocas oportunidades con cierto sigilo y en cada una de las excursiones, normalmente, los instrumentos terminaban cubiertos de nieve.

De esta manera el tiempo nos impedía hacer nuestro ansiado trabajo y lo único que conseguíamos era tener que invertir muchísimo más esfuerzo en nuestra tarea de lo que realmente necesitaríamos en otras condiciones. Continuamente teníamos que estar retirando la nieve para tener paso abierto hasta las cuatro tiendas que habíamos dejado montadas para nuestros perros, al igual que a nuestros propios sótanos, sobre los cuales la nieve no paraba de crecer cada vez a mayor altura. La pared que habíamos construido originalmente al lado este de la puerta de entrada, ahora estaba totalmente cubierta de nieve. Lo que nos proporcionaba protección; el acceso estaba totalmente cubierto y la puerta que conducía al sótano, en unas cuantas hora de viento y nieve soplando desde el mismo lugar, quedaba totalmente tapada. Lindstrøm movía la cabeza cuando algunas veces le preguntábamos cómo se las iba a arreglar si el tiempo continuaba de esta manera. «Mientras sólo tengamos nieve en el camino, yo me las arreglaré para salir fuera», afirmó. Hasta que llegó un día en el que nos dijo que ya no podía conseguir carbón; después de ver el problema, nos dimos cuenta de que no tenía fácil solución. El techo del almacén donde guardábamos el carbón había cedido por el peso de la nieve y toda la estructura se había derruido. Lo único que podíamos hacer era ponernos a trabajar de inmediato. Después de un arduo trabajo, conseguimos llegar hasta el precioso combustible a través de un largo túnel excavado desde la casa hasta el almacén. Con aquellos «negros diamantes» estábamos a salvo por el momento. Este trabajo nos dejó tan negros como los propios «diamantes». Cuando entramos en la cocina, resultó que Lindstrøm acababa de lavarse y todos nos sorprendimos al encontrarnos cara a cara. El cocinero al vernos tan negros, y nosotros al verle a él tan limpio.

La tarea de espalar toda la nieve a causa del mal tiempo, junto con las necesarias preparaciones para el viaje con los trineos, nos mantenían totalmente ocupados, aunque me aventuraría a decir que ninguno de nosotros salió fuera de nuevo. Íbamos retrasados en nuestro verdadero trabajo y los retrasos, que son desagradables en cualquier circunstancia, aquí aún lo son más, aquí el tiempo es precioso. Como sólo teníamos dos trineos para transportar provisiones para tres hombres y dieciséis perros, además de todo el equipo, y como no teníamos almacenes montados para abastecernos, la duración de estos viajes no podría sobrepasar mucho más allá de seis semanas. Para estar de vuelta de nuevo por Navidad, teníamos que partir antes de mediados de noviembre. Tampoco pasaría nada si comenzásemos antes de esta fecha, así que tan pronto como noviembre llegó, aprovechamos la primera oportunidad para desaparecer.

Con el fin de llevar el rumbo correcto, preferimos que nuestra marcha comenzase en un día claro. El caso es que nos veíamos obligados a dar un rodeo pasando por el almacén situado a 80° S. Como la tierra del Rey Eduardo queda al este, o más bien al nordeste de Framheim, significaba que teníamos que hacer un considerable desvío; y era necesario hacerlo, ya que en septiembre habíamos dejado todas las provisiones empaquetadas en este lugar, una gran cantidad de equipos personales y también algunos instrumentos necesarios.

Durante la marcha hacia el depósito, a unos cincuenta kilómetros al sur de Framheim, nos encontramos una superficie con feas grietas, como las que habíamos encontrado la primera vez cuando montamos el tercer depósito en otoño de 1911, en el mes de abril. En aquella ocasión todos marchábamos juntos, inconscientes de la situación, y nos encontramos en una situación tan difícil que, aunque pudimos escapar ilesos, perdimos dos de nuestros perros. Esta superficie tan accidentada se encontraba en una depresión, más o menos dos kilómetros, al oeste de la ruta marcada originalmente; sin embargo, parecía ejercer una atracción irresistible. En nuestro primer intento de ir hacia el Sur, en septiembre de 1911, llegamos justo al centro de esta zona, incluso con un tiempo perfectamente claro. Después tuve noticia de que, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, el equipo del Sur pasó por esta región en su último viaje, y que uno de sus hombres estuvo a punto de caer dentro de una de las grietas junto con el trineo y los perros. Yo no tenía deseos de exponerme a semejantes accidentes; en cualquier caso, no mientras estuviéramos en una superficie conocida. Habría sido un mal comienzo en mi primera experiencia de trabajo independiente como explorador polar. Un día o dos de buen tiempo serían suficientes para seguir la ruta marcada y de esta forma avanzar por una zona segura para nuestros pies hasta que atravesásemos de una vez los lugares con peligro.

En los primeros días de noviembre las condiciones atmosféricas comenzaron a mejorar, aunque no mucho; en cualquier caso, las ventiscas no eran tan continuas. Lindstrøm nos sugirió que antes de marchar le procuráramos una cantidad suficiente de focas para ahorrarle el mayor trabajo posible. El suministro que habíamos tenido durante el invierno casi se había terminado; sólo quedaba grasa. Accedimos a sus deseos, ya que es una dura tarea para una persona sola transportar estas pesadas bestias, especialmente cuando se tiene un equipo de cachorros sin domesticar. Después supimos que Lindstrøm tuvo alguna divertida experiencia con ellos durante el tiempo que permaneció solo.

Dejando el transporte a un lado, la caza de focas es un deporte muy aburrido. Los viejos habitantes árticos, los esquimales, se asombrarían ciertamente al ver la tranquilidad y la calma con que las focas antárticas se dejan disparar y descuartizar. Para ellos la Antártica sería como un cuento de hadas hecho realidad, una tierra que mana leche y miel, donde las focas se encuentran en cantidad y la dificultad para cazarlas se reduce a nada. El hecho es que estos animales tienen la convicción de que mientras estén en tierra o sobre el hielo, el peligro no les puede alcanzar. Allí nunca han sido atacadas y para ellas no existe esta posibilidad. Sus enemigos naturales están en el agua y con ellos no se juega; se pueden apreciar con claridad sobre los cuerpos de las focas grandes heridas abiertas. Para evitar los ataques de estos enemigos, lo único que tienen que hacer es permanecer en el hielo, donde durante generaciones se han acostumbrado a tomar el sol sin nada que les moleste, sin ningún otro tipo de vecinos que los pacíficos pingüinos y las gaviotas.

La súbita aparición de un hombre en escena, en principio tiene poco efecto sobre las focas antárticas. Uno puede andar entre ellas mientras te miran con ojos que reflejan un perfecto desinterés por lo peligrosa que puede suponer esta situación. Sólo cuando las tocas con el bastón de esquiar u otra cosa es cuando comienzan a sentir el peligro. Si este peligro persiste, llega un momento en que el miedo se generaliza y aparecen signos de terror. Comienzan a gruñir y a rugir, mientras hacen intentos por alejarse del importuno visitante; pero raramente se alejan más de unos cuantos metros, ya que su movimiento es lento y pesado, sólo en el agua son ágiles y rápidas. Después de arrastrarse con grandes esfuerzos una pequeña distancia, vuelven a presentar una actitud indiferente, como si estas interrupciones no les importaran lo más mínimo. Es como si simplemente hubieran tenido un mal sueño, una pesadilla, y que lo mejor sería seguir durmiendo lo antes posible. Si disparas a una de ellas, lo único que ocurre es que las que están tumbadas en las cercanías levantan sus cabezas. Desde luego, podíamos matar y descuartizar a una de ellas junto a sus compañeras sin que estas mostrasen el menor signo de alarma.

A comienzos de noviembre las focas comenzaron a tener crías. Según pudimos apreciar, las madres se mantenían fuera del agua durante varios días sin probar alimento hasta que las jóvenes habían crecido lo suficiente como para meterse en el agua; por otro lado, no daba la impresión de que las progenitoras cuidasen mucho de sus cachorros. Algunas, es verdad, hacían algún intento por proteger a su prole si se les molestaba, la mayoría simplemente los dejaban abandonados.

En lo que a nosotros respecta, dejamos a las hembras y a sus pequeños que viviesen lo más tranquilamente posible y simplemente matamos dos o tres crías para conseguir pieles para nuestra colección. Otra cosa diferente eran los perros. Para ellos, la caza de focas era el deporte favorito, el cual practicaban siempre que tenían oportunidad. Contra las focas ya crecidas no podían hacer nada; sus cuerpos no ofrecían ningún punto vulnerable y la gruesa capa de grasa de su piel era espesa, incluso para los dientes de los perros. Algunos de los más díscolos, lo único que conseguían era molestar y atormentar al objeto de su ataque. Una cuestión diferente fue cuando comenzaron a nacer las crías. Entre sus juegos, su innata afición por matar se podía satisfacer con la caza, pero estas malas bestias mataban sólo por matar; realmente no estaban hambrientos, ya que tenían tanta comida como querían. Por supuesto, decidimos poner freno a este estado de cosas y así, mientras estábamos dentro de la cabaña, todo el grupo permanecía atado; pero para cuando Lindstrøm quedase solo, no podría apañárselas para mantener a todos controlados. No habría muchos perros a su cargo, pero tenía miedo de que estos pocos hiciesen grandes estragos entre las focas jóvenes que permaneciesen en la bahía. Las pobres madres poco podrían hacer contra todos estos perros, por muy valientes que fueran. Sus enemigos eran demasiado activos. Para ellos era cuestión de un momento robar una cría del lado de su madre y huir tranquilamente, como si no pasase nada.

Desafortunadamente, no había leopardos marinos en los alrededores de Framheim. Estos, con movimientos más rápidos que las focas de Weddell, y además armados con formidables colmillos, hubieran conseguido que nuestros cazadores de cuatro patas fuesen más comedidos en su comportamiento.

Después de haber llevado a casa suficientes focas como para mantener a diez o doce perros durante un buen tiempo, y haber troceado la cantidad necesaria para nuestro viaje hasta 80° S, tuvimos la primera oportunidad de ponernos en marcha. Antes de comenzar reuní a mis compañeros para darles la información acerca del viaje, deseaba decirles unas palabras a Johansen y Stubberud. No tengo que explicar que aún era novato en estas lides, pero con un hombre como Johansen me sentía totalmente seguro, ya que poseía muchos años de experiencia en todo lo que se trata de expediciones con trineos; en cuanto a Stubberud, no podría haber deseado tener un mejor compañero de viaje, era un compañero de primera, firme y cabal en palabras y hechos. Como resultado, no encontramos muchos problemas, pero uno nunca escapa indemne en un viaje con trineos por estas regiones. Les di las gracias por la forma en que los dos habían conseguido suavizar todos los problemas para preparar nuestro camino.

Johansen y Stubberud guiaban su grupo de perros; yo iba abriendo camino. Cada trineo estaba formado por siete perros. Llevábamos tantos porque no estábamos seguros de que estuvieran totalmente en forma. Como era natural, el equipo del Sur había escogido los mejores animales. Entre los que estaban a nuestra disposición había varios que anteriormente habían mostrado signos de cansancio. Aunque, la verdad, esto había sucedido con un tiempo muy severo. Finalmente resultó que los perros excedieron nuestras expectativas por las fáciles condiciones de trabajo que se sucedieron durante el verano. En la primera parte del camino —hasta el almacén a 80° S—, el peso que llevaban era bastante modesto. Junto con la tienda, los sacos de dormir, equipo personal, e instrumentos, sólo llevábamos provisiones para ocho días —carne de foca para los perros y alimentos enlatados para nosotros—. Nuestras verdaderas provisiones las recogeríamos en el depósito, donde había suficiente cantidad de todo.

El 8 de noviembre dejamos Framheim, donde en un futuro Lindstrøm residiría como monarca absoluto de todo lo que tenía alrededor. El tiempo era tan bueno como se podría desear. Salí afuera con la cámara cinematográfica, para poder inmortalizar el momento del inicio de la marcha. Para la secuencia completa, Lindstrøm, quien tenía que rodar la marcha, debía filmar al que abría la misma, que ahora, todo sea dicho, estaba bastante retrasado con respecto a aquellos de los que se suponía tenía que ser el líder. Con cierto énfasis, indiqué a Lindstrøm que diese simplemente cinco o seis vueltas a la manivela e inmediatamente se pusiera a la altura de los trineos. Ya estábamos cerca del almacén, aún en las cercanías de Framheim, y me detuve agitado por un súbito mal pensamiento. Sí, era correcto: miré hacia atrás y descubrí a aquel incorregible dándole duro a la manivela, como si nos fueran a pagar una libra por cada metro de película filmada, rodando la espalda del que iba abriendo camino. Yo le hice gestos teatralmente con mis palos de esquí para que parase tanta afición por las grabaciones, entonces me uní a Stubberud, que se encontraba sólo unos cuantos metros más adelante. Johansen había desaparecido como un meteoro. Lo último que vi de él fueron las suelas de sus botas: de manera inesperada, dio una elegante voltereta según pasaba con su trineo un tanto desnivelado por la carga. Los perros, evidentemente, marchaban a toda velocidad, y Johansen detrás corriendo como el viento. Finalmente, nos reunimos todos sanos y salvos en el ascenso a la barrera. Aquí se formó un orden lógico de marcha y nos dirigimos hacia el sur.

La barrera nos recibió con un fresco viento del sur, que ahora y entonces, intentaba congelar la punta de la nariz de cada uno de nosotros; aunque no tuvo éxito en ello, lo único que consiguió fue retrasarnos un poco. A este nivel de la llanura, de todas formas, el viento no era suficientemente fuerte como para retrasar significativamente nuestro progreso. Aunque el sol brillaba demasiado alegre durante el día, tanto como para no permitir que un simple viento nos amargase nuestro ritmo de vida. La superficie era tan firme que era difícil ver el menor signo de nieve arrastrada por el viento. Todo estaba claro y las marcas de las banderas se podían seguir de manera continua. De esta forma nos aseguramos, en el primer día de marcha, que nuestro camino fuera totalmente correcto.

A las cinco en punto acampamos y, una vez que dimos de comer a los perros y nos metimos en la tienda, vimos que todo era más fácil y cómodo en este tiempo que en los viajes que habíamos hecho durante el otoño y la primavera. Nos podíamos mover con ropas más ligeras y confortables si lo deseábamos, no había nada que nos impidiese hacer nuestro trabajo con las manos al aire y sin sufrir ningún problema en las puntas de los dedos. Como yo no tenía ningún equipo de perros que cuidar, me encargué de atender nuestras propias necesidades; quiero decir, que ejercía como cocinero. Esta ocupación se consideraba ahora mucho más fácil que cuando la temperatura está por debajo de -50° C. En esa época del año, se tardaba una hora y media en fundir la nieve en agua sobre la estufa; ahora se podía hacer en diez minutos, y el cocinero no corría el riesgo de congelarse los dedos en el proceso.

Desde que desembarcamos en la barrera en enero de 1911, habíamos estado esperando escuchar los cañonazos del movimiento de las masas de hielo. Habíamos vivido todo un invierno en Framheim sin haber escuchado el más mínimo ruido. Esta era una de las principales indicaciones de que el hielo que rodeaba nuestro cuartel de invierno no tenía movimiento.

Creo que nadie se había percatado de esos ruidos durante los viajes con los trineos, pero en el lugar donde acampamos en la noche del 8 de noviembre los oímos. Los oíamos cada dos minutos; no eran exactamente fuertes, pero sí continuos. Sonaban como si hubiese una batería de pequeños cañones disparando justo debajo de nosotros. A unos cuantos cientos de metros hacia el oeste de nuestro campamento había una cierta cantidad de pequeños montículos, los cuales podían indicar la presencia de grietas, aunque la superficie parecía suficientemente segura. Los pequeños disparos se mantuvieron de manera animada durante la noche, combinados con el alboroto de los perros, lo que acortó nuestro sueño. Aunque la primera noche de un viaje en trineo casi siempre es mala. Stubberud declaró que no pudo pegar ojo por culpa de ese «indecente escándalo». Cada vez que oía ladrar a los perros lo único que deseaba era que se abriesen los hielos y se los tragase. De todas formas, la superficie se mantenía segura y resultó ser el mejor día que uno podía desear. No se necesita un gran esfuerzo mental para salir del saco con este tiempo. Los calcetines que se tendían por la tarde se podían volver a poner ya totalmente secos; el sol era el culpable. Nuestras botas de esquí siempre estaban suaves; sobre ellas no quedaban rastros de escarcha. Era bastante curioso ver el comportamiento de los perros cuando, por la mañana, aparecía la primera cabeza por la puerta de la tienda. Saludaban a su amo y señor con indudables signos de alegría, aunque, por supuesto, sabían que su aparición significaba que seguidamente llegarían muchas horas de duro trabajo, quizá con una buena dosis de látigo; pero desde el momento que se comenzaba a preparar los trineos, parecía como si no tuvieran otro deseo en el mundo que tener los arneses colocados lo antes posible para comenzar la marcha. En días como aquél, sus problemas serían pocos; con poco peso y una buena marcha, no teníamos dificultad en cubrir treinta kilómetros en ocho horas. El equipo de Johansen estaba siempre pisándome los talones, y los animales de Stubberud le seguían detrás fielmente. De vez en cuando podíamos ver marcas de trineo de manera muy clara, al igual que nosotros las dejamos durante toda la jornada. La temperatura con la que ahora teníamos que trabajar nos permitía vestir ropas más bien ligeras, mucho más ligeras de lo que la gente puede imaginar; también hay un cierto tipo de verano incluso en la Antártica, aunque cuando hacíamos la lectura diaria de nuestros termómetros, podría, quizá, recordar a lo que nuestros amigos en casa consideran invierno.

Cuando tienes que realizar un viaje en trineo por estas latitudes, en otoño o primavera, deben tenerse las máximas precauciones en todo lo referido a la protección contra el frío. Ropas de piel es lo único que se puede utilizar; pero en esta época del año, cuando el sol está por encima del horizonte durante las veinticuatro horas del día, uno puede estar mucho tiempo simplemente con la vestimenta que un leñador suele llevar en el bosque. Mientras caminábamos nuestras ropas, por lo general, eran las siguientes: dos prendas de lana como ropa interior, más fina la que estaba en contacto con la piel. Por fuera la camisa, además de un chaleco o un ligero jersey de lana. Encima de todo, nuestras excelentes ropas Burberry —chaqueta y pantalón—; cuando el tiempo estaba tranquilo y lucía el sol la chaqueta daba demasiado calor, con lo que podíamos ir todo el día en mangas de camisa. Para casos de emergencia, todos llevábamos nuestras mejores ropas de piel: aunque si mal no recuerdo, nunca las tuvimos que usar, aunque sí las empleamos como almohadas y colchones.

El tema de los sacos de dormir, sin duda, fue estudiado a fondo por todas las expediciones polares. Yo no sé cuántas veces discutimos sobre esta cuestión, ni puedo recordar el número de tipos diferentes con más o menos éxito que se confeccionaron como fruto de estos intercambios de ideas. En cualquier caso, una cosa es cierta, que los partidarios de que fuesen para un solo hombre eran mayoría, y sin duda los más acertados. En cuanto a los sacos para dos hombres, no se puede negar que sean capaces de mantener la temperatura de sus ocupantes durante más tiempo, pero siempre es difícil encontrar espacio suficiente dentro de un saco para dos hombres corpulentos y, si mientras se duerme, uno de ellos comienza a roncar en la oreja del otro, la situación se convierte en insoportable. Con las temperaturas que teníamos durante nuestros viajes de verano no había dificultad para mantener la temperatura con sacos para un hombre solo, con lo que esos eran lo que usábamos todos.

En nuestro primer viaje hacia el sur, en septiembre, Johansen y yo utilizamos uno doble; a pesar del intenso frío que hizo esa vez, gracias a él pasamos las noches sin congelarnos. Pero si el tiempo es tan frío que uno no puede mantenerse caliente dentro de un saco amplio, es que ese tipo de saco es totalmente inútil para un viaje con trineos.

10 de noviembre.- Inmediatamente después de comenzar por la mañana, tratamos de avanzar sin que ninguno de nosotros fuese abriendo camino. Mientras seguíamos la línea de las banderas, esto funcionaba bien; los perros corrían de una bandera a otra, y yo me dejaba arrastrar cómodamente por el trineo de Stubberud. A eso del mediodía nos encontramos en la depresión ya mencionada, donde, durante el viaje del tercer almacén en el otoño, atravesamos una verdadera red de grietas. Ahora éramos conscientes del peligro, con lo que nos mantuvimos por su lado izquierdo; aunque al final el equipo que lideraba la marcha fue al lugar erróneo y acortamos por la parte este, una zona muy peligrosa. Afortunadamente lo pasamos a todo galope. Es bastante posible que en mi interior deseara que todos fuéramos unos cuantos kilos más ligeros, mientras nuestra pequeña caravana cruzaba estos delgados puentes de nieve, a través de los cuales se podía ver el color azul de los horribles abismos por los que pasábamos. Después de un pequeño lapso de tiempo, nos pudimos congratular de haber conseguido atravesar la zona ilesos.

Me hubiese sido imposible cruzar esos kilómetros sin llevar los esquís; sin ellos estoy completamente seguro de que habría caído dentro de una de las grietas. No tengo reparos en certificar que con los esquís uno se encuentra completamente seguro frente a estas peligrosas fisuras; si por desgracia fuesen más anchas, podría ocurrir cualquier cosa. Pero habría que tener muchísima mala suerte para que un hombre cayera con los esquís.

11 de noviembre.- Con tiempo así, avanzar es como irse a bailar: tienda, sacos de dormir y ropas se mantiene completamente secas. El termómetro ronda los -20° C. Cualquier persona traída repentinamente a este entorno, posiblemente se negaría con tanto grado bajo cero, pero debemos recordar que nosotros hacía mucho tiempo que habíamos olvidado las ideas del mundo civilizado y la temperatura que ellos tienen que soportar. Nosotros estábamos entusiasmados con este tiempo primaveral, especialmente cuando recordábamos que hacía dos meses el termómetro marcaba -60° C, y varios centímetros de escarcha colgaban en el interior de la tienda, dispuesta a caernos encima al hacer el más ligero de los movimientos. Ahora no hay escarcha por ningún lado; el sol es el encargado de mantenerla a raya. El sol que ahora teníamos no era una simple imitación del que muestra su roja cara por encima del horizonte norte en agosto, ahora era nuestro amigo de latitudes más bajas, con su riqueza de luz y calor.

Después de dos horas de marcha, a las diez en punto de la mañana, nos encontramos con dos cabañas hechas de nieve que habíamos construido en nuestro último viaje. Fuimos directamente hacia ellas, pensando que tendríamos la posibilidad de encontrar alguna huella del equipo que se dirigía hacia el Sur. Y así fue, aunque en forma diferente de como lo esperábamos. Estábamos, quizá, a dos kilómetros de distancia, cuando los tres nos detuvimos de forma brusca mientras mirábamos las cabañas. «Hay hombres», dijo Stubberud. De una u otra forma, algo negro se movía; pensamos si serían japoneses o ingleses, eran como fogonazos dentro de nuestras cabezas, hasta que finalmente tomamos nuestros prismáticos. No eran hombres sino un perro. La presencia de un perro vivo aquí, a ciento veinte kilómetros al sur de la barrera, era un detalle sorprendente. Evidentemente, tendría que ser uno de los perros del equipo del Sur, pero era un misterio cómo un fugitivo había podido mantenerse vivo tanto tiempo. Según nos acercamos, pronto descubrimos que se trataba de Peary, uno de los perros de Hassel. En principio parecía un tanto tímido, pero cuando escuchó que lo llamábamos por su nombre, rápidamente comprendió que éramos amigos de visita, y ya no vaciló en acercarse a nosotros. Estaba gordo y hermoso, contento de vernos de nuevo. Este ermitaño había vivido con el triste pensamiento de la pobre Sara, a la que no tuvimos más remedio que sacrificar en aquel lugar el mes de septiembre. El cuerpo flaco y congelado de Sara no parecía muy apropiado para que nadie engordase con él, y aun así, nuestro reencontrado amigo Peary parecía haber estado de comilona durante semanas. Posiblemente había empezado a devorar a Neptuno, otro de sus compañeros, sacrificado por el equipo del Sur en su camino hacia el almacén a 80° S. De todas formas, la cura de reposo de Peary llegó a su fin abruptamente. Stubberud lo puso a trabajar en su equipo.

Habíamos pensado alcanzar el depósito antes de que terminase el día y así habría sido si hubiera continuado la buena marcha; pero durante la tarde, la superficie se convirtió en nieve muy suelta, de manera que los perros se hundían hasta que la nieve les llegaba al pecho, y cuando —a eso de las seis de la tarde— el medidor de distancia indicaba treinta y cuatro kilómetros, los animales estaban tan cansados que no podían continuar.

A las once en punto de la mañana siguiente, domingo 12 de noviembre, llegamos al almacén. El capitán Amundsen había prometido dejar un breve informe cuando el grupo del Sur partiese de ese lugar. Lo primero que hice nada más llegar, por supuesto, fue buscar el documento en el lugar acordado. No había muchas palabras en el pequeño trozo de papel, pero nos daba una información de bienvenida: «Todo bien hasta ahora».

Esperábamos que los perros del equipo del Sur hubiesen terminado con la mayor parte de la carne de foca, si no con toda, que habíamos dejado allí en el mes de abril; pero afortunadamente no fue así. Quedaba gran cantidad, con lo que podíamos dar a nuestros perros abundante comida sin mayor reparo. Y esto era importante teniendo en cuenta todo lo que habían pasado. Los cuatro días trotando desde Framheim habían sido suficientes para que se les abriera un apetito fuera de lo normal. En el equipo de Johansen había un cachorro que se veía expuesto por primera vez a las fatigas de un viaje con trineos. Era un pequeño valiente al que bautizamos con el nombre de Lillegut. El cambio repentino de la cantidad normal de comida a esta abundancia fue demasiado para su pequeño estómago, y el pobre estuvo quejándose toda la tarde tirado sobre la nieve.

Ese día lo pasamos cuidándonos también, y comimos una buena cantidad de carne de foca; después tomamos gran cantidad de provisiones del gran almacén, las necesarias para un viaje con trineos de cinco semanas: tres cajas de pemmican para perros, otra para los hombres con noventa raciones, nueve kilogramos de leche en polvo, veinticinco kilogramos de galletas de harina de avena y tres latas de leche de malta, además de instrumentos, cuerdas y ropas. Habíamos traído con nosotros la cantidad necesaria de chocolate desde Framheim, y nada de esto nos sobraba. Nuestras reservas de parafina eran de veinticinco litros, divididos en dos depósitos, uno en cada trineo. El equipo de cocina que llevábamos era del mismo tipo que el del equipo del Sur.

En cuanto a los instrumentos, teníamos un teodolito, un hipsómetro, dos anemómetros, uno de ellos no más grande que un reloj, y una cámara fotográfica Kodak de nueve pulgadas adaptada tanto para usar placas como película. Llevábamos tres carretes de película y una docena de placas.

Nuestro equipo médico era de lo más simple. Consistía en una caja de pastillas laxantes, tres pequeños rollos de vendas y un par de pequeñas tijeras, las cuales utilizábamos para cortarnos la barba. Tanto las pastillas como las vendas regresaron intactas, lo que de alguna forma indica que nuestro estado de salud durante todo el viaje fue excelente.

Mientras los guías de los trineos empaquetaban y ataban las cargas, que ahora sumaban un total de doscientos setenta kilogramos, escribí un informe al jefe y medí la altura del sol para determinar la dirección que debería seguir nuestra ruta. Según nuestras instrucciones, desde aquí deberíamos tomar dirección nordeste, pero nuestros perros parecían ser capaces de hacer más y mejor trabajo del que esperábamos y creíamos en la posibilidad de encontrar tierra hacia el este del punto donde nos encontrábamos, así que decidimos desviar nuestro rumbo en esa dirección.

La niebla, nuestra vieja enemiga, había hecho su aparición durante la noche y colgaba ahora, gris y desagradable, bajo el cielo, mientras desmontábamos nuestro campamento en la mañana del 13 de noviembre. Sin embargo, no teníamos mayor problema, ya que podíamos seguir nuestras banderas colocadas al este del almacén.

Mi trabajo abriendo la marcha resultó ser más liviano que antes. Al aumentar considerablemente el peso de los trineos, los perros tenían que hacer todo lo que podían para seguirme, aunque fuese a un paso relativamente normal. A las 11 de la mañana pasamos por la bandera más occidental, a ocho kilómetros del depósito, lo que significaba que nos encontrábamos en un lugar que nadie había visitado aún. Desde el sur apareció una oportuna y suave brisa que barrió la niebla; el sol esparció de nuevo su luz sobre la barrera, que se extendía ante nosotros, brillando como nos tenía acostumbrados. Sin embargo, había una diferencia: con cada kilómetro que recorríamos se abría la posibilidad de encontrar algo nuevo. La marcha era excelente, aunque la nieve de la superficie se encontraba más suelta de lo que hubiésemos deseado. Los esquís se deslizaban con suavidad, por supuesto, mientras que las patas de los perros y los patines de los trineos se hundían. Confiaba en poder marchar por aquí siempre con los esquís puestos, pues lo contrario hubiera sido un terrible castigo; en cambio, ahora era un auténtico disfrute.

Entre tanto, los nuevos horizontes que esperábamos contemplar tardaban en llegar. Marchamos durante cuatro días hacia el este sin apreciar ningún cambio en el terreno; seguíamos con las mismas ondulaciones que tan bien conocíamos de nuestros anteriores viajes. Las lecturas del hipsómetro eran las mismas día tras día; el ascenso que esperábamos se resistía a aparecer.

Stubberud, quien desde el primer o segundo día tras dejar el almacén había estado poniéndose de puntillas constantemente para intentar ver la cumbre de alguna montaña, finalmente llegó a la sincera convicción de que esta tierra del Rey Eduardo a la que habíamos llegado sólo era una «tierra fantasma» que no tenía nada que ver con la realidad. Los demás aún no estábamos preparados para compartir este punto de vista; por mi parte, en cualquier caso, era reacio a rendirme a la teoría que afirmaba que la tierra del Rey Eduardo continuaba hacia el sur a lo largo del meridiano 158; esta teoría había adquirido bastante fuerza durante el invierno, y se sostenía, principalmente, por el hecho de que cuando se montó el segundo almacén, entre el paralelo 81 y 82, vimos algunas grandes crestas levantadas por las presiones, la cuales sugerían la presencia de tierra en dirección sudeste.

El 16 de noviembre nos encontramos en el meridiano 158, pero allá donde mirásemos sólo encontramos una ininterrumpida y lisa superficie de nieve y nada más. ¿Deberíamos continuar? Nos tentaba la posibilidad de que antes o después algo encontraríamos; pero en nuestras instrucciones había una marca que decía: marchar hasta el punto donde hay tierra marcada en el mapa. Este lugar se encontraba a unos doscientos kilómetros al norte de donde nos encontrábamos. Con lo que en vez de continuar de manera incierta hacia el este, decidimos cambiar nuestro rumbo y dirigirnos hacia el norte. Determinamos el punto donde tomamos esta decisión y lo marcamos con un monolito de hielo de dos metros de altura, y en su parte más alta dejamos una lata con un breve informe.

Había pocas posibilidades de encontrarnos con sorpresas en esta parte del camino que ahora teníamos ante nosotros, nada que cambiase nuestro destino. Los días de marcha, que variaban entre veintisiete y treinta y dos kilómetros, avanzamos siempre sobre una superficie totalmente llana. Al principio fue ideal, pero según nos íbamos dirigiendo hacia el norte, es decir, más hacia el mar, nuestro progreso se vio impedido por grandes y numerosas olas de nieve, las cuales se habrían formado probablemente durante largos períodos de mal tiempo, antes de que nosotros dejáramos Framheim. De aquí no salimos indemnes. Stubberud rompió la parte delantera del esquí sobrante que había atado bajo su trineo y el de Johansen también sufrió por los continuos golpes sobre aquellos montones de duro hielo. Afortunadamente, era un hombre previsor y llevaba un listón de madera de nogal, el cual fue muy útil para reparar el que se había partido.

Ahora estábamos siguiendo la dirección del meridiano, en otras palabras, como nuestro rumbo se dirigía totalmente al norte, nuestras observaciones diarias de latitud verificaban lo que nos decían los medidores de distancia de los trineos. Por regla general, coincidían al minuto. Mientras yo tomaba la altura de la luna, mis compañeros podían permanecer junto a sus trineos, comer o montar la tienda para resguardarse. Normalmente optaban por la última alternativa, para compensar el tiempo de más que andábamos por la tarde. Las observaciones astronómicas, la presión barométrica, temperatura, fuerza y dirección del viento, así como la nubosidad, se anotaba tres veces al día; nuestra altitud se medía cada tarde.

Si tuviera que hacer la descripción de una larga serie de días como aquellos que estuvimos viajando a través de la barrera, me temo que la narración guardaría una semejanza notable con la célebre canción de ciento veinte versos, todos con la misma rima. Cada día se parecía más al siguiente. Se podría pensar que la monotonía hacía que el tiempo se alargase, pero la realidad era bien distinta. Jamás he visto volar el tiempo tan deprisa como durante este viaje con trineos, y raramente he visto a hombres tan felices y contentos con sus quehaceres, como lo éramos nosotros tres, cuando después de concluir un día de marcha nos acomodábamos para tomar nuestra sencilla comida seguida de una pipa de tabaco. El menú era idéntico cada día, quizá algo desagradable a los ojos de algunos; se supone que lo bueno es tener una cierta variedad. ¿Variedad? La cuestión es el apetito. Cuando un hombre tiene realmente hambre, lo que va a comer queda realmente en un segundo plano; lo más importante es tener algo con lo que satisfacer su hambre.

Después de marchar al norte durante siete días, según los contadores de distancia deberíamos estar muy cerca del mar. Esto era correcto. El 23 de noviembre escribí en mi diario:

«Hoy vimos algo distinto al cielo y la nieve. Una hora después de levantar el campamento esta mañana, dos petreles blancos llegaron volando hasta nosotros; y un poco más tarde un par de págalos. Les dimos la bienvenida como las primeras criaturas con vida que veíamos después de haber abandonado nuestro cuartel de invierno. La constante presencia de “brumas” al norte hacía tiempo que nos anunciaba nuestra proximidad al mar; y la presencia de aquellas aves nos decía que no estábamos lejos. Los págalos se aposentaron muy cerca de nosotros y los perros, tomándolas por crías de foca, rompieron la línea de marcha para ir en su persecución, pero su afición desapareció al ver que su caza tenía alas.

»En el borde de la barrera la visibilidad era mala y sabíamos por experiencia lo fácil que era caer en alguna grieta cuando la luz era escasa, con lo que avanzábamos paso a paso. A las cuatro en punto pensamos que podríamos ver el precipicio. Hicimos una parada a una distancia segura y nos acercamos a echar un vistazo. Para mi sorpresa, encontré mar abierto justo al pie de la pared de hielo. Pensamos que el mar helado se extendería bastante trecho, pues era principio de verano; pero allí estaba el mar, casi libre de hielo hasta el horizonte. Aparecía negro y amenazador, pero resultaba un contraste benéfico con la interminable superficie nevada en la cual llevábamos atrapados cuatrocientos ochenta kilómetros.

»La caída perpendicular de treinta metros que formaba el límite entre la Barrera y el mar, con su variada presencia de vida, conformaba en verdad una abrupta e imponente transición. El panorama desde la cima de la pared de hielo siempre es grandioso, y puede resultar realmente maravilloso. En un día soleado, o mejor aún por la noche, a la luz de la luna, era tan bello como en un cuento de hadas. El cielo se presentaba pesado y negro, colgando sobre un mar aún más negro, y la pared de hielo, brillando con la luz en un blanco totalmente puro, se parecía más que otra cosa a una vieja pared recién pintada. No había ni un soplo de viento; el sonido de las olas al final del precipicio llega una y otra vez a mis oídos; era lo único que rompía el absoluto silencio. Uno llegaba a sentirse realmente pequeño y miserable ante aquel poderoso entorno; fue un auténtico alivio volver a reunirme con mis compañeros».

Tal como estaban las cosas ahora, con mar abierto hasta la barrera, nuestras posibilidades de cazar focas aquí, justo en el borde del hielo, eran más bien pobres. A la mañana siguiente, de todas formas, unos cuantos kilómetros más hacia el este encontramos una bahía de unos seis kilómetros de longitud y casi totalmente cerrada. Aún permanecía congelada y las focas permanecían tumbadas en el hielo por docenas. Había comida suficiente para nosotros y los perros, y también para completar nuestras provisiones. Acampamos y nos dedicamos a examinar la zona más de cerca. Había montones de grietas, pero encontramos un camino de descenso practicable; poco después, despachábamos tres focas adultas y una joven pero bien cebada. Arrastramos medio cuerpo de una de ellas hasta el campamento con una cuerda. Estábamos esforzándonos en subir nuestra mercancía por la empinada pendiente, cuando oímos gritar a Stubberud: «¡Aquí, abajo!». Resultó que se había caído, igual que una piedra en un pozo. El puente de nieve en el que se encontraba no aguantó su peso, pero afortunadamente un saliente evitó que nuestro amigo cayera más abajo; en dicho saliente había sujetado una cuerda, la cual había atado a su cintura. Fue relativamente fácil sacarle de nuevo a la superficie. Este pequeño episodio probablemente se hubiera evitado de tener los esquís puestos, pero la pendiente era tan lisa y empinada que no podíamos subirla. Después de arrastrarla un poco más, teníamos la foca junto a la tienda, donde desapareció sorprendentemente en poco tiempo en los gaznates de quince hambrientos perros.

Practicamos varias aberturas en el hielo de la bahía y, mientras los cazadores estaban ocupados con el despiece de las focas, intenté hacer algún sondeo, pero los cincuenta metros de cuerda no fueron suficientes; no alcancé el fondo. Después de comer algo, volvimos abajo de nuevo, a ver si podíamos llegar a medir la profundidad. Esta vez íbamos mejor equipados con el material de sondeo: dos carretes de hilo, un punzón y un martillo de geólogo.

Lanzamos el primer punzón al agua con el hilo guía. Una curiosa y torpe foca hizo todo lo que pudo por morder el hilo, pero o bien este era demasiado fuerte o bien sus dientes demasiado pobres; la verdad es que nos costó bastante conseguir sacar el punzón de nuevo fuera del agua, y la molesta granuja, que había tenido que salir a la superficie para respirar, se llevó un buen pinchazo con la punta de un palo de esquí. Esta inesperada amenaza, evidentemente, no fue de su agrado y, después de darlo a entender con un gruñido de disgusto, se desvaneció en las profundidades. Ahora lo podríamos hacer mejor. El punzón se hundió más y más, llevándose consigo doscientos cuarenta metros de hilo. Cuando tiramos de él hacia arriba, éste trajo enrollado un trozo de alga, pero en el extremo no había nada. Al ser su peso más bien ligero, cabía la posibilidad de que en la profundidad alguna corriente lo hubiese arrastrado hacia un lado; decidimos intentarlo de nuevo, pero esta vez con un martillo, el cual tenía un peso más considerable, para ver si de esta forma conseguíamos algún resultado. Por otro lado, el martillo era tan pesado que, usando el delicado hilo como guía, probablemente el experimento no llegase a buen fin, pero teníamos que asumir ese riesgo. Untamos con grasa el improvisado lastre, y esta vez se hundió rápidamente hasta el fondo; sin duda, la medida había sido correcta, doscientos cuarenta metros de nuevo. Con mucho cuidado conseguimos sacar el martillo, aunque sin ninguna muestra del fondo.

En el viaje de vuelta al campamento llevamos a rastras el cuerpo de la foca más joven. Pasaba de las tres cuando nos metimos aquella noche en el saco, por lo que a la mañana siguiente nos levantamos más tarde de lo acostumbrado. Johansen y Stubberud emplearon la mañana en arrastrar la otra foca desde la bahía y en empaquetar la mayor cantidad de carne fresca que les fue posible en el trineo. Como la comida fresca es una provisión que ocupa mucho espacio comparado con su peso, la cantidad que pudimos llevar con nosotros no era muy grande. La principal ventaja que teníamos es que tal cantidad de alimentos se podían dejar almacenados en este punto, y podía usarse a la vuelta o en caso de retrasos o de algún otro percance.

Tomé las observaciones de longitud y latitud, así como la altura del lugar, e hicimos algunas fotografías. Una vez establecido el depósito, construimos algunos monolitos como señal, y a las tres de la tarde desmontamos el campamento. Al sur, en el comienzo de la bahía, podíamos distinguir una serie de formaciones producidas por la presión, similares a las que se podían encontrar en los alrededores de Framheim. Al este apareció una cresta bastante alta, y con los prismáticos pudimos ver que se extendía tierra adentro en dirección sudeste. Según nuestras observaciones, debía de ser la misma que el capitán Scott había marcado en su mapa como indicio de tierra.

Dimos un amplio rodeo para evitar la zona deformada por las presiones y seguidamente tomamos nuestro rumbo este-nordeste, dirigiéndonos hacia las crestas ya mencionadas. Era un camino bastante empinado, algo no del todo bueno para los perros. Habían comido una cantidad espantosa y la mayoría devolvió toda la carne de foca, con lo que finalmente todo su festín terminó en la basura. Nos detuvimos a una distancia prudente de la bahía, donde nos sentíamos seguros, aunque la depresión que rodeaba la misma parecía un tanto dudosa.

A la mañana siguiente, domingo 16 de noviembre, tuvimos tormenta desde el nordeste, con lo que tanto el cielo como la barrera desaparecieron entre la ventisca. Ese fue el punto final de la larga marcha prevista para el domingo. En medio de esta decepción, tuve una brillante idea. ¡Era el cumpleaños de la reina Maud! Ya que no podíamos continuar, al menos celebraríamos el día con una sencilla fiesta. En una de las cajas de provisiones aún quedaba una lata solitaria de Stavanger, con ternera salada y guisantes. Sin pensarlo dos veces, la abrimos y nos dimos un banquete que nos supo mejor que cualquier otro menú que hubiésemos podido elegir. En relación con esto, no puedo dejar de pensar en la alegría que traería a muchos hogares de este mundo si el señor de la casa tuviera un apetito como el nuestro. La esposa no tendría necesidad de temer las consecuencias que trae consigo una mala cocina. Pero volvamos a nuestra fiesta. Se bebió a la salud de Su Majestad un pequeño pero a la vez magnífico trago de aquavit, servido en tazas de latón esmaltadas. Llevar alcohol, por supuesto, iba contra las normas, hablando estrictamente; pero todo el mundo sabe que no es fácil poner en práctica las prohibiciones. Incluso en la Antártica. Lindstrøm tenía la costumbre de enviar una pequeña sorpresa empaquetada en cada uno de los equipos de trineos cuando salían de viaje, y en nuestro grupo también lo hizo, con la instrucción de que sólo debía ser abierto en ocasiones muy especiales; esa ocasión para nosotros era el cumpleaños de Su Majestad. Examinando el paquete, encontramos que contenía una pequeña petaca de licor, la cual bebimos a la salud de la reina.

El día 27 nos trajo el mismo mal tiempo y el 28 no mucho mejor, aunque no tan malo como para que nos quedásemos parados. Después de un duro trabajo para conseguir desenterrar nuestras pertenencias de la nieve, nos pusimos en marcha continuando con nuestro rumbo nordeste. No era exactamente lo que se entiende por una mañana agradable: un fuerte viento lanzaba la nieve a nuestra cara. Después de caminar penosamente durante un par de horas, oí gritar a Stubberud: «Alto». La mitad de su equipo colgaba de las correas dentro de una grieta. Yo había pasado sobre ella sin notar nada, sin duda, cegado por la nieve que golpeaba mi cara. Se podría pensar que los perros desconfiaban de un lugar como aquél, pero ciertamente no era así; ellos continuaban hasta que el puente de nieve se rompía bajo sus patas. Afortunadamente, los arneses les sujetaban, con lo que el asunto se resolvía tirando de los pobres animales hacia arriba. Incluso de un perro se puede esperar que tiemble un poco después de estar colgando cabeza abajo dentro de un enorme abismo, pero aparentemente se lo tomaban con calma y rápidamente estaban preparados para seguir con su tarea nuevamente.

Por mi parte, desde ese momento puse mucha más atención, y aunque aún quedaban muchas grietas feas en lo que faltaba del ascenso, las cruzamos sin ningún tipo de incidente.

Estas desagradables grietas no entrañan peligro realmente, siempre y cuando el tiempo sea bueno y tengamos luz favorable. Uno puede juzgar por la apariencia de la superficie si es peligroso seguir adelante; y si se ve la grieta a tiempo, siempre hay un lugar apropiado para cruzarla. Es totalmente diferente con niebla, nieve, o cuando la luz es tan débil que la menor desigualdad del terreno pasa desapercibida. Esto último ocurre frecuentemente cuando el día está muy nublado, incluso cuando una prominencia no se distingue en absoluto sobre un paisaje totalmente blanco hasta que no te encuentras sobre ella. En semejantes condiciones, lo más seguro es tantear el camino con los palos de esquiar, aunque esta forma de proceder es más molesta que eficaz.

Durante el día 28 la ascensión llegó a su fin y con él también las grietas. El viento era ligero y el día soleado tornó la nieve cegadora. Habíamos llegado lo suficientemente alto como para tener una vista del mar, en dirección noroeste, desde bastante distancia. Mientras el viento sopló fuerte, grandes masas de hielo se habían movido hacia el sur, con lo que a pesar de la gran distancia no se veía mar abierto, sino un número enorme de icebergs. Teniendo en cuenta la distancia al horizonte que formaba el mar, calculamos que nuestra altura sería de unos trescientos metros; por la tarde, al hacer nuestras observaciones, el hipsómetro mostró que nuestras estimaciones eran prácticamente correctas.

29 de noviembre.- Al desmontar el campamento aquella mañana, teníamos ante nosotros todo lo que deseábamos, buen tiempo y una buena superficie para la marcha; una llanura totalmente lisa y aparentemente libre de problemas se extendía ante nosotros. Cuando nos detuvimos al mediodía para hacer observaciones, el medidor de distancias del trineo indicaba dieciséis kilómetros, y antes del final de la tarde llevábamos recorridos más de treinta y dos. La latitud era de 77° 32’. La distancia al borde de la barrera en dirección norte era, según nuestros cálculos, de treinta y dos kilómetros. Llevábamos recorrido un buen tramo a lo largo de la península cuyo punto norte había sido llamado cabo Colbeck por el capitán Scott, y al mismo tiempo un buen tramo hacia el este del meridiano en el cual dibujó en su mapa indicio de tierra. Ahora nuestra altura sobre el nivel del mar era de trescientos metros, lo que indicaba con claridad que bajo nuestros pies había tierra firme, aunque totalmente cubierta de hielo. En lo que se refiere al paisaje, no ofrecía ningún cambio con respecto a lo que nosotros llamábamos «barrera». No puedo negar que, llegado a este punto, comencé a dudar por entero de que por aquí pudiésemos llegar a ver tierra libre de hielo.

Esta duda no se disipó después de haber completado un día de buena marcha hacia el este el 30 de noviembre. Según nuestras observaciones, nos encontrábamos justo debajo del punto donde deberían comenzar las montañas Alexandra, pero aun así, no veíamos montañas por ningún lado; quizá la superficie era un poco más irregular. Pero aún era pronto para perder las esperanzas. No sería razonable encontrar demasiada exactitud en las cartas de las que nos fiábamos; su escala era demasiado grande. Además, era más que probable que nuestra propia determinación de la longitud pudiera estar abierta a la duda.

Asumiendo una precisión aproximada del mapa, si nos manteníamos en dirección nordeste deberíamos llegar pronto a la costa, y con esta a la vista seguiríamos nuestra marcha. El 1 de diciembre, a mediodía, vimos que todo coincidía. Desde la cima de un montículo el mar era visible directamente hacia el norte, y hacia el este dos cumbres a modo de cúpulas se dibujaban en el horizonte, con la altura suficiente como para darles el nombre de montañas. Estaban cubiertas de nieve, aunque en su cara norte presentaban un abrupto precipicio, en donde se podían distinguir muchas zonas de color negro entre la cubierta blanca. Aún era demasiado pronto para formar una idea clara de si eran rocas desnudas o no; quizá pudieran ser fisuras en la masa de hielo. La aparición de cumbres coincidía exactamente con las descripciones que el capitán Scott hizo desde la cubierta del Discovery en 1902. El dio por hecho que las manchas negras eran rocas que emergían en las nevadas pendientes. Más tarde se demostró que nuestro respetado precursor estaba en lo cierto.

Para poder examinar la naturaleza del litoral, nos dirigimos hacia él sobre un terreno siempre descendente; mientras tanto, el tiempo cambió muy desfavorablemente. El cielo se encapotó y había tan poca luz que apenas veíamos. Lo que más nos inquietaba era si aquí la barrera terminaba en alguna pared, o si el terreno simplemente descendía gradualmente. Con la luz que teníamos, en caso de que hubiera una pared de treinta metros, podríamos caer antes de percatarnos de su existencia. Avanzábamos unidos por una cuerda de seguridad, hasta que nuestro progreso se detuvo en seco ante un enorme montículo producido por la presión, el cual, según suponíamos, formaba la frontera entre tierra y el hielo marino. De todas formas, era imposible en estas circunstancias tener una visión clara de lo que nos rodeaba. Después de volver penosamente hacia atrás con los trineos, los cuales habíamos dejado arriba de la pendiente, volvimos hacia el este para examinar de cerca las cumbres antes mencionadas. Yo marchaba en cabeza como era habitual, en la alegre creencia de que ante nosotros teníamos un tramo totalmente llano, pero la realidad era bien contraria a lo que yo pensaba. Mis esquís comenzaron a deslizarse a una velocidad terrible, lo que aconsejaba frenar. Para mí, eso era fácil, pero con los perros era otra cosa. Nada podía detenerlos cuando se daban cuenta de que el trineo se movía por su propio peso; se lanzaban a un salvaje galope cuesta abajo, aunque no se pudiera ver el final. Supongo que esto puede sonar a cuento chino, pero es la realidad: a nuestros ojos la superficie aparentaba ser totalmente horizontal. Nieve, horizonte y cielo, todo se unía en un blanco caos, donde la línea de separación entre los elementos desaparecía.

Afortunadamente, lo que más nos preocupaba era que esta carrera tuviese un desenlace fatal en alguno de aquellos terribles abismos. La parada se hizo de forma natural al encontrarnos con un pendiente en subida, con una inclinación similar a la que acabábamos de bajar. Si anteriormente la marcha había sido rápida, ahora no había motivo de queja en ese sentido. Paso a paso, nos arrastramos hacia la cumbre del montículo, aunque estudiamos la superficie de forma concienzuda antes de seguir hacia adelante.

Durante la tarde avanzamos a tientas sobre una serie de collados separados por depresiones del terreno. Aunque en realidad no podíamos ver nada, estaba claro que lo que nos rodeaba era totalmente diferente a lo que hasta ahora habíamos visto. Las cumbres de las dos montañas habían desaparecido entre la espesa y casi algodonosa niebla, pero el aumento de desnivel de la superficie mostraba que nos estábamos aproximando a ellas. Mientras tanto, consideré desaconsejable acercarnos a ellas por cuanto no podíamos ver nada y, recordando lo que ocurre cuando un ciego guía a otro ciego, decidí acampar allí mismo. Por primera vez durante el viaje, aquella tarde, me vi afectado por la ceguera de la nieve. Hasta ahora habíamos logrado evitar esta molesta y temida dolencia usando juiciosamente nuestras estupendas gafas de nieve. Entre mis obligaciones como cabeza de la marcha estaba la de mantener el rumbo, y esto obligaba a forzar la vista. En días con nubes densas era fácil caer en la tentación de quitarse las gafas, en la creencia de que uno podía ver mejor sin ellas. Aunque sabía perfectamente las consecuencias que esto podría acarrear, aquella tarde desobedecí la orden de ser prudente. El ligero picor que sentía en mis ojos se curó con las gafas puestas durante un par de horas dentro de la tienda. Como otras molestias, la ceguera de las nieves se remedia simplemente dejando pasar el tiempo.

A la mañana siguiente, el disco del sol se podía adivinar a través del velo que formaban las delgadas nubes, con lo que la luz comenzó a ser más o menos normal otra vez. Tan pronto como pudimos ver como era lo que nos rodeaba, nos quedó muy claro que la parada que hicimos era lo mejor que pudimos hacer, en vez de seguir jugando a la gallinita ciega como habíamos hecho el día anterior. De haber continuado podíamos haber tenido un final desagradable. Justo en el centro de nuestra ruta, a unos quinientos metros del campamento, la superficie aparecía tan quebrada como un colador. Al fondo, las masas de nieve aparecían en enormes montones después de un empinado descenso, al noroeste de las dos montañas. Era imposible pasar con los trineos mucho más allá de donde habíamos llegado, así que durante el día dimos un gran rodeo por la parte inferior, situada más al oeste de las montañas. En ese momento nos encontrábamos a unos trescientos metros sobre el nivel del mar; al norte de donde nos hallábamos quedaba el abrupto descenso ya mencionado, mientras que hacia el sur la superficie parecía bastante plana. La vista hacia el este quedaba tapada por dos montañas, y nuestra primera idea fue ascender hasta la cumbre de las mismas, pero los elementos emplearon toda su fuerza en disuadirnos. Un constante viento del sudeste comenzó a levantarse, hasta que después de hora y media se transformó en ventisca. Aunque no era muy conforme con nuestros deseos, no pudimos hacer otra cosa que gatear dentro de la tienda. Desde un mes atrás, siempre habíamos tenido buen tiempo, y el transcurso del verano nos daba la esperanza de que así continuara; pero justo al final de todo, llegó el terrible cambio.

La luz del verano antártico seguía su curso, mientras las ráfagas de viento rompían las partes más débiles de nuestra tienda; los vientos del sudeste no venían acompañados de nevadas, pero la nieve que había sobre la superficie era barrida levantando una pared impenetrable alrededor de la tienda. Pasada la medianoche el viento amainó, y, a eso de las cuatro, el tiempo era relativamente tranquilo. Nos pusimos en pie sin vacilar, pusimos juntos cámaras, prismáticos, anemómetros, hachas, cuerdas y algo de pemmican para el camino, y nos dirigimos andando a la colina más cercana. Nos pusimos los tres en marcha dejando a los perros al cuidado del campamento. No sólo se encontraban descansados, sino que gustosamente aceptaron el respiro que les estábamos ofreciendo. No teníamos miedo de ningún invasor extraño: la tierra en la que estábamos aparentaba no tener vida.

La colina estaba más lejos y era más alta de lo que en un principio aparentaba. El barómetro indicaba una altitud de doscientos diez metros justo en la cumbre. Teniendo en cuenta que nuestro campamento se encontraba a trescientos, la altura de la cima se encontraba a quinientos diez metros sobre el nivel del mar. El lado por donde subimos estaba cubierto por el nevero de un glaciar, y a juzgar por la profundidad de sus fisuras, debía haber sido inmenso. Según nos acercábamos a la cima, nuestra visión se iba ampliando, y la creencia de que deberíamos ver algún peñasco de la tierra del Rey Eduardo era cada vez más débil. Lo único que podíamos ver por todas partes era el color blanco, ni siquiera una pequeña mota negra por más que escrutáramos la distancia. ¡Y pensar que habíamos estado soñando con grandes masas de montañas al estilo del estrecho de McMurdo, con soleadas laderas con miles de pingüinos y focas! Todas estas visiones, de manera lenta pero segura, se hundían en un infinito mar de nieve, y cuando finalmente llegamos al punto más alto dimos por muertas todas nuestras esperanzas.

Aunque algo inesperado ocurrió después de todo. Sobre el precipicio de la cara norte de la colina adyacente, nuestros ojos descubrieron la roca desnuda: era la primera vez que vislumbrábamos tierra de verdad en todo el año que llevábamos en la Antártica. Nuestro siguiente pensamiento fue el cómo llegar a ella para poder tomar muestras, y con este objeto nos pusimos a escalar la montaña vecina, la cual era poco más alta que la primera que habíamos ascendido. Sin embargo, el precipicio hasta la roca era totalmente perpendicular, con una enorme cornisa de nieve colgando de su parte superior. Descender a un hombre sujetándolo con una cuerda sería un procedimiento peligroso; además, no iría más lejos de una longitud de veintisiete metros. Si queríamos llegar a la roca, lo tendríamos que hacer desde abajo. Mientras tanto, aprovechamos la oportunidad que nos ofrecía el buen tiempo para examinar con mayor detención los alrededores. Desde la aislada cumbre en la que estábamos, a quinientos diez metros de altura, la vista era muy amplia. Abajo, hacia el norte, el mar estaba a una distancia de unos ocho kilómetros. La superficie descendía en terrazas hacia el borde del agua, donde la barrera formaba una pequeña pared. Como se podía esperar, el tramo de superficie que nos separaba estaba fracturado por innumerables grietas, lo que hacía imposible cruzar por allí.

Hacia el este se extendía una cordillera bien definida, de unos treinta kilómetros de longitud, aunque algo más bajas que la cumbre donde nos encontrábamos. Eran las montañas de Alexandra. No puede decirse que fuera una cadena de moles imponentes; estaban totalmente cubiertas de nieve desde un extremo al otro. Sólo el último espolón, situado más al este, mostraba roca visible.

Hacia el sur y el sudoeste sólo se veía la ondulada superficie de la barrera. La bahía de Biscoe, como el capitán Scott la había nombrado, era hasta el momento el lugar de reunión de numerosos icebergs; uno o dos de ellos parecían estar encallados. La zona interior de la bahía estaba cubierta de témpanos. La parte occidental del límite de la barrera parecía continuar hacia el norte, tal como indicó el capitán Scott en sus cartas, pero en esa zona no había la menor presencia de tierra descubierta de nieve.

Hicimos un monolito en la cima de dos metros de altura, nos pusimos los esquís y fuimos ladera abajo en dirección este a una buena velocidad. Por este lado había una aproximación a la cara norte del precipicio, de la cual nos aprovechamos. Vista desde abajo, la cresta de la montaña parecía bastante grande, con una caída perpendicular de unos trescientos metros. El precipicio estaba cubierto con hielo hasta una altura de treinta metros, y esta circunstancia significaba un serio obstáculo a la hora de conseguir alguna muestra de roca. Aunque en un lugar cercano había una colina de unos setenta y cinco metros de alto, frente al precipicio, y su ascenso no ofrecía gran dificultad.

Una pared de roca, con una apariencia totalmente ordinaria, no es algo que atraiga mucho la atención del ojo humano; de todas formas, allí estábamos nosotros tres, contemplándola sin cesar, como si tuviésemos ante nosotros algo de extraordinaria belleza e interés. La explicación es muy simple, no hay más que recordar el viejo dicho: en la variedad está el gusto. Un marinero que durante meses no ha visto otra cosa que mar y cielo, se perderá ante la contemplación de un pequeño islote, aunque sea totalmente árido y estéril. Para nosotros, que durante casi un año hemos estado deslumbrados por un blanco infinito de nieve y hielo, era toda una experiencia ver un pedazo de corteza terrestre. El pedazo en cuestión era tan pobre y desnudo que nadie le haría ni caso.

La simple visión de la roca desnuda, sin embargo, era el anticipo de un pequeño placer. Sustancialmente, era la sensación de pisar de nuevo un suelo seguro, donde el pie podía posarse confiadamente. Es posible que nuestro comportamiento fuera un tanto infantil la primera vez que alcanzamos tierra firme; uno de nosotros se lo pasó en grande haciendo rodar bloques de piedra, uno tras otro, por la empinada pendiente de la colina. En cualquier caso, lo interesante de este deporte era la novedad.

Esta colina estaba formada por materiales muy heterogéneos. El resultado práctico fue la gran cantidad de muestras allí recogidas. Al no ser especialista, no puedo hacer una clasificación de las muestras; será tarea de los geólogos obtener la información de cómo está formado el continente. Sólo mencionaré que algunas de las rocas eran tan pesadas que debían contener metales de algún tipo. Aquella tarde, al regresar al campamento, las acercamos a la aguja de la brújula, que mostró cierta atracción en el caso de dos de ellas. Debían tener mineral de hierro.

Este espolón de piedra, que había sido severamente levantado por la presión del hielo y los avatares del tiempo, ofrecía pocas posibilidades de encontrar lo que más deseábamos, principalmente fósiles, y por mucho que los buscamos, todo fue en vano. Por hallazgos encontrados en otras partes de la Antártica, se sabe que en anteriores períodos geológicos —el jurásico—, incluso en este desolado continente existió una abundante vegetación. El líder de la expedición sueca a la tierra de Graham, el Dr. Nordenskjöld, y su compañero, Gunnar Andersson, fueron los primeros en hacer este interesantísimo e importante descubrimiento.

A pesar de que estas rocas no nos proporcionaron pruebas de la existencia de una primitiva flora en la tierra del Rey Eduardo, nosotros sí la encontramos de una forma más sencilla. Incluso en aquel pequeño islote en el océano de nieve, la roca estaba cubierta en muchos lugares por una fina capa de musgo. ¿Cómo había llegado hasta allí ese musgo? Este acontecimiento, quizá, se pueda apoyar en la hipótesis de que la vida puede surgir de la materia muerta. Esta disputada cuestión debe quedar abierta, aunque también hay que mencionar, en relación con esto, que encontramos restos de nidos de aves entre las rocas. Posiblemente los ocupantes de estos nidos puedan haber sido los instrumentos transportadores del musgo.

Por lo demás, los indicios de la presencia de aves eran muy escasos. Uno o dos petreles níveos volaron alrededor de las cumbres mientras estuvimos allí; eso fue todo.

Era muy importante conseguir alguna foto de este lugar, así que me dispuse a preparar todo lo necesario, pero uno de mis compañeros me avisó del cambio de tiempo que se avecinaba. Ocupado en otras cosas, había descuidado la evolución de las condiciones atmosféricas, un error que nos podía pasar factura. Afortunadamente, uno de mis compañeros estuvo más atento que yo y me avisó con tiempo. Una simple ojeada fue suficiente para darnos cuenta de la cercanía de una tormenta de nieve; el rojo intenso del cielo y el gran anillo rodeando el sol lo indicaban con toda claridad. Teníamos una hora larga de marcha hasta la tienda y la posibilidad de ser sorprendidos por una tormenta equivalía a no llegar nunca.

Apresuradamente recogimos nuestras cosas y comenzamos a descender la colina más rápidamente aún. Sobre la pendiente que daba a la planicie donde se encontraba la tienda el paso era más lento, aunque nos esforzamos por ir lo más aprisa posible. Con el rumbo no teníamos problemas; sólo teníamos que seguir las huellas dejadas por los esquís mientras fueran visibles. Pero la nieve barrida por el viento comenzaba a borrar esas marcas, y si desaparecían del todo, nuestro intento por encontrar la tienda sería inútil. Durante una larga y angustiosa hora y cuarto, pareció como si llegáramos demasiado tarde, hasta que finalmente apareció la tienda a nuestra vista. Estábamos salvados. Habíamos escapado a la ventisca; unos minutos más tarde nos golpeó con toda su furia. El torbellino de nieve era tan espeso que hubiera sido imposible ver la tienda ni a diez pasos, pero para entonces estábamos dentro, sanos y salvos. Muertos de hambre después de doce horas desde la última comida propiamente dicha, cocinamos una ración extra de pemmican y lo mismo de chocolate, y con este suntuoso menú celebramos el evento del día: el descubrimiento de tierra. Según había ido pasando la jornada, las esperanzas de encontrar algo interesante por estas tierras se habían disipado poco a poco. La tierra del Rey Eduardo permanecía tan bien oculta bajo las nieves eternas que no podía ofrecernos nada de interés. A pesar de que todo esto no era bien recibido, acrecentó en nosotros un humano interés por el territorio bautizado con el nombre de Eduardo VII; con las muestras de minerales recogidas, estábamos en posesión de una prueba tangible de tierra firme en una región que habitualmente era conocida como «barrera», cuando en realidad, y en todo caso, la barrera como tal sería lo que rodeaba a nuestro cuartel de invierno en Framheim.

Lunes, 4 de diciembre.- La tormenta mantuvo su fuerza durante toda la noche, aumentando a medida que avanzaba el día. Como era habitual, la tormenta iba acompañada de una marcada subida de la temperatura. A mediodía el termómetro marcaba -3° C. Es la temperatura más alta que hemos tenido durante todo el viaje. Cuando llegábamos a estos extremos, debíamos tener cuidado. Cuando el mercurio llega cerca del punto de congelación, como en este caso, el suelo de la tienda se empapa.

Hoy, por una vez en toda la marcha, hemos tenido una nevada y bastante abundante. Nevó de manera incesante, copos grandes, duros, como granizos. Cuando el cocinero recogió agua para la cena, la masa a medio derretir era como una espesa sopa. Los pesados copos de nieve hacían un ruido en la tienda que me recordaba el sonido de la válvula de seguridad de una gran caldera. Dentro de la tienda era difícil escucharse a uno mismo; si nos teníamos que decir algo, lo hacíamos gritando.

Aquellos días de involuntaria holgazanería del viaje con trineos puede considerarse, con toda seguridad, como una experiencia difícil de superar sin una gran fortaleza mental. No hablo de la desagradable incomodidad de pasar todo el día dentro del saco de dormir. Se puede soportar, en la medida en que el saco no tenga ni una sola gota de humedad. Aunque lo peor es descansar sin motivo y perder muchas horas que podrían haberse empleado en otro propósito, además del malestar que significa saber que cada bocado de alimento que se consume es como tirar a la basura parte de nuestras limitadas provisiones. Y más en este lugar, donde nos habríamos contentado empleando nuestro tiempo en explorar los alrededores o incluso haber ido aún más lejos. Pero si seguíamos adelante, debíamos tener la certeza de encontrar focas a una distancia razonable. Con la cantidad de comida que nos quedaba para los perros no podríamos ir más allá de tres días.

Con lo que habíamos dejado atrás, habría la suficiente comida para el viaje de retorno, incluso contando con la posibilidad de no encontrar el almacén de carne de foca dejado en el camino. Nos quedaba el recurso de aprovechar la carne de los perros, sólo en el caso de que fuésemos lo más al este posible, pero había desechado esta opción por mucha razones. No teníamos ni idea de qué podría haberles ocurrido a los perros del grupo que había marchado al Sur. Existía la posibilidad de que no les quedase ninguno para su regreso. Suponiendo que se retrasasen y tuviésemos que pasar otro invierno en la barrera, el transporte de las provisiones del barco podría durar un tiempo innecesario si tuviésemos que hacerlo con los cachorros novatos que habíamos dejado con Lindstrøm. Habíamos elegido los mejores y pensé que, en caso de que fuesen necesarios, serían más útiles para ese trabajo que sacrificarlos en este viaje, por lo que, si fuese necesario, acortaríamos la distancia a cubrir; además, a juzgar por las apariencias, las perspectivas de encontrar algo interesante en un tiempo razonable eran muy pobres.

Martes, 5 de diciembre.- Parecía como si estuviesen poniendo a prueba nuestra paciencia en esta ocasión. Afuera las cosas continuaban como siempre y el barómetro cada vez indicaba menos presión. En las últimas veinticuatro horas había caído una gran cantidad de nieve. La nieve barrida por el viento se acumulaba cada vez en mayor cantidad a barlovento de la tienda. Los trineos estaban totalmente cubiertos por la nieve, al igual que los perros; a mediodía tuvimos que sacarlos uno a uno. La mayoría estaban sueltos, ya que no tenían nada a lo que atacar con sus dientes. El vendaval soplaba con regularidad; la dirección del viento venía del este geográfico. Ocasionalmente teníamos ráfagas de viento huracanado. Afortunadamente, la cantidad de nieve barrida por el viento formaba una pared junto a la tienda, lo que nos mantenía seguros como si estuviéramos al resguardo de una colina; de lo contrario, nuestra tienda lo habría pasado mal. Hasta ahora había aguantado, pero dentro empezaba a haber mucha humedad. La temperatura era muy alta en la tienda, -2,7° C al mediodía, y la masa de nieve que presionaba sobre la pared producía escarcha.

Para poder pasar el tiempo en estas circunstancias, cuando salimos de Framheim metí junto con mi diario unas cuantas hojas con lecciones de gramática rusa; Johansen se solazaba con una serie recortada del Aftenpost; si mal no recuerdo, el título era La Rosa Roja y la Rosa Blanca. Desafortunadamente, la historia de las «Dos Rosas» terminó muy pronto; pero Johansen tenía un buen remedio para este problema: simplemente comenzaba de nuevo. Mi lectura tenía la ventaja de ser incomparablemente más larga. Los verbos rusos son excepcionalmente difíciles de digerir y no los aprendes de forma rápida. Para la falta de nutrientes mentales, Stubberud se consoló con resignación fumando una pipa, aunque su disfrute de una u otra manera duró poco, ya que la cantidad de tabaco disminuía de forma alarmante. Cada vez que rellenaba su pipa, le veía lanzar una lánguida mirada en dirección a mi bolsa, la cual estaba prácticamente llena. Por mi parte, no podía evitar prometerle un fraternal reparto en caso de que a él se le terminase; después de eso, nuestro amigo aspiraba con mayor tranquilidad.

Aunque lo comprobaba cada media hora, el barómetro no subía. A las 8 de la tarde marcaba 27,30. Y eso no podía significar otra cosa que el placer de pasar otro día encarcelados. Encontramos un pobre consuelo cuando recordamos lo felices que fuimos cuando alcanzamos la tienda en el último momento, justo anteayer. Una tormenta tan duradera como esta nos hubiera complicado la existencia de no haber llegado a tiempo.

Miércoles, 6 de diciembre.- El tercer día de holgazanería le seguía los pasos a su predecesor. Ya estábamos acostumbrados. No había ninguna variación significativa. El tiempo había continuado tan violento, aunque ahora —8 de la tarde— mostraba una ligera tendencia a la moderación. Seguramente ya era suficiente, teniendo en cuenta que llevábamos tres días seguidos con sus tres noches. Los pesados copos de nieve seguían cayendo. Grandes, como húmedas virutas danzantes, se posaban sobre la tienda, de la cual sólo sobresalía la parte superior. En tres días habíamos tenido más nevadas que en los diez meses que habíamos pasado en Framheim. Será interesante comparar nuestros registros meteorológicos con los de Lindstrøm. Probablemente también haya tenido su ración de tormenta; en ese caso, habrá tenido que practicar con la pala.

La humedad está comenzando a dar problemas; la mayor parte de nuestra ropa permanece húmeda y los sacos de dormir pronto correrán la misma suerte. El viento levanta tanta nieve que prácticamente estamos todo el día sin luz, en un continuo crepúsculo. Mañana estamos obligados a desenterrar nuestra tienda, si el tiempo lo permite; de no ser así, quedaremos totalmente enterrados y correremos el peligro añadido de que la tienda se hunda por el peso de la nieve. Tengo miedo del día de trabajo que nos espera para desenterrar la tienda y los trineos; sólo disponemos de una pequeña pala para poder hacerlo.

Un pequeño ascenso del barómetro y del termómetro nos indica que está llegando el tan deseado cambio. Stubberud dice que está seguro de que mañana hará buen tiempo. Por mi parte, no estoy tan seguro, y hago una pequeña apuesta diciendo que no habrá tal variación. Dos pulgadas de tabaco de mascar noruego es la apuesta, y con el sincero deseo de que Jörgen gane, espero a mañana.

Jueves, 7 de diciembre.- Por la mañana temprano, comprobé por mí mismo que había perdido mi apuesta, ya que el tiempo, según mi parecer, había dejado a un lado su tempestuoso carácter; aunque Stubberud pensaba lo contrario. «Me parece que el tiempo sigue mal», dijo. De hecho, algo de razón tenía, pero esto no impidió que aceptara mi pago. Mientras tanto, estábamos obligados a retirar toda la nieve que había sobre la tienda, independientemente del tiempo que hiciera; la situación no podía continuar. Esperamos hasta mediodía para ver si mejoraba, pero como el cambio no llegaba, nos pusimos manos a la obra a las doce en punto. Los utensilios que teníamos mostraron su original diversidad: una pequeña pala, un bote de galletas y una parrilla de cocinar. La nieve que se arremolinaba hizo todo lo que pudo para entorpecer nuestro trabajo mientras excavábamos, pero nosotros nos apañamos para luchar contra ella. Sacar a la luz las diez piquetas nos costó más trabajo. Después de seis horas de dura faena, conseguimos colocar la tienda unos cuantos metros a barlovento de su posición original; el lugar donde había estado hasta ahora quedaba a unos dos metros de profundidad. Desafortunadamente, no hubo ocasión de inmortalizar el momento de la excavación. Hubiera sido interesante tenerlo en fotografía, pero estos remolinos de nieve son un verdadero obstáculo para un fotógrafo amateur. Y además, la cámara estaba en el trineo de Stubberud, enterrada, al menos, a un metro de profundidad.

Mientras excavábamos tuvimos la mala suerte de dañar la lona de la tienda en dos o tres lugares diferentes de manera un tanto seria, y los copos de nieve no tardaron mucho tiempo en encontrar el camino de entrada. Para concluir mi día de trabajo, además, tuve una larga tarea como sastre, mientras que los otros desenterraban una buena cantidad de comida para los perros, que durante los dos últimos días sólo habían tenido medias raciones. Esa noche dormimos poco. A Vulcan, el perro más viejo del equipo de Johansen, esto no le sentó bien. Con su avanzada edad, Vulcan sufrió una mala digestión; incluso los perros esquimales pueden ser propensos a esta indisposición, independientemente de su fortaleza física. La prolongada ventisca había dejado un tanto débil a nuestro viejo amigo y él demostraba su malestar con incesantes aullidos. Esta clase de música era la apropiada para no dejar dormir, y hasta que no llegaron las tres o las cuatro de la mañana no fuimos capaces de dar una cabezada. Durante una pausa, caí rendido, pero el sol me despertó alumbrando a través de la lona de la tienda. Esta insólita visión hizo que desaparecieran todas las ganas de dormir. Se encendió la Primus, bebimos una taza de chocolate y salimos fuera. Stubberud y Johansen se dedicaron a la dura tarea de desenterrar los trineos; tuvieron que retirar un metro de nieve hasta llegar a ellos. Yo, por mi parte, extendí los sacos de dormir y nuestras ropas y las saqué fuera, dejándolas colgadas para que se secaran. Durante la mañana se realizaron las observaciones pertinentes para conocer nuestra longitud y latitud y se tomaron unas cuantas fotografías, las cuales darán una idea de cómo quedó nuestro campamento después de una ventisca.

Una vez que reparamos todos los daños y dejamos todo en orden, marchamos a toda prisa a nuestras cimas para tomar unas fotos mientras hubiese luz favorable. Esta vez conseguimos nuestra meta. Los nunataks[31] de Scott, como fueron denominados posteriormente —pues fue el capitán Scott el primero en descubrirlos— fueron registrados por una cámara por primera vez. Antes de que dejásemos la cima, plantamos la bandera de Noruega y levantamos un monolito, dejando un pequeño informe de nuestra visita. El tiempo se mantenía cubierto; antes de volver al campamento se formó una espesa niebla, y una vez más tuvimos que dar gracias a las huellas de nuestros esquís que nos mostraron el camino. Durante el tiempo que estuvimos detenidos involuntariamente en este punto, nuestro almacén de provisiones descendió de forma alarmante; nos quedaba lo justo para una semana y, en menos de ese tiempo, difícilmente llegaríamos a casa; lo más probable es que nos llevase más de una semana, aunque en ese caso teníamos el depósito de nuestra bahía de las focas, adonde podíamos volver en caso de necesidad extrema. En los lugares más cercanos a donde nos encontrábamos, estimamos que no seríamos capaces de conseguir provisiones mientras el estado del tiempo siguiera siendo tan malo. De todas formas, el 9 de diciembre nos animamos y comenzamos el camino de regreso a casa. Durante tres día más tuvimos que luchar con fuertes vientos y copiosas nevadas, pero tal como estaba el panorama, no podíamos hacer otra cosa que seguir la marcha; así, para la tarde del día 11 habíamos recorrido ochenta kilómetros hacia el oeste. El cielo se despejó durante la noche, y finalmente el 12 de diciembre tuvimos sol de verdad. Entonces todas nuestras incomodidades se olvidaron de golpe, de nuevo todo era fácil. En nueve horas cubrimos una distancia de cuarenta y dos kilómetros sin mucho esfuerzo, ni por nuestra parte ni por la de los perros.

Cuando paramos a descansar a mitad del día nos encontramos en la bahía donde, al principio de nuestro viaje, habíamos dejado un almacén de carne de foca. Tenía la intención de dar un rodeo para completar nuestras provisiones de carne como precaución, pero Johansen sugirió dejar el depósito y seguir derecho en vez de desviarnos. Podíamos correr el riesgo, desde luego, de quedarnos escasos de provisiones, pero Johansen pensó que también era un gran riesgo cruzar por la traicionera superficie de la bahía. Después de unas deliberaciones, vi que seguir adelante era lo correcto. Era mejor seguir adelante mientras la cosa estuviese así.

A partir de aquí no encontramos dificultades, y pronto llegamos muy cerca de nuestro destino, siempre con marchas diarias de treinta y dos kilómetros. Después de que hombres y animales recibieran sus raciones la tarde del día 15, las cajas de nuestros trineos estaban prácticamente vacías; aunque según nuestra última posición, no deberíamos estar a más de treinta y dos kilómetros de Framheim.

Sábado 16 de diciembre.- Desmontamos el campamento a la hora de costumbre, en un día tranquilo aunque nublado, y comenzamos lo que iba a ser nuestro último día de viaje. Un oscuro cielo se cernía sobre la barrera hacia el oeste y noroeste, indicando de alguna manera la entrada de la bahía de la Ballenas. Seguimos la marcha hasta las diez y media, evidentemente siempre hacia el oeste, hasta que al noroeste encontramos un cabo de hielo que pensamos era el extremo más occidental de la bahía. Inmediatamente nos encontramos en el borde de la barrera, aquí su dirección era de sudoeste a nordeste. Cambiamos nuestro rumbo y seguimos el borde a una distancia prudencial, hasta que vimos un iceberg muy familiar que se había desgajado al norte de Framheim y que no había seguido a la deriva por el mar congelado. Con esta excelente referencia a la vista el resto del camino era coser y cantar. El medidor de distancias del trineo indicaba treinta y un kilómetros, cuando por la tarde divisamos nuestra casa de invierno. Allí estaba, tranquila y pacíficamente, y si aún era posible, más cubierta por la nieve que cuando la dejamos. En un principio no veíamos signos de vida, pero enseguida descubrimos con los prismáticos a un solitario deambulando desde la casa al «instituto de meteorología». De modo que Lindstrøm aún estaba vivo y cumpliendo con sus obligaciones.

Cuando partimos, nuestro amigo había expresado su satisfacción por «tenernos lejos», pero tengo la sospecha de que estaba muy contento de vernos de nuevo. Quiero creer que él no nos veía aún, pues todos sufríamos algo de ceguera de las nieves. Lindstrøm era la última persona de la que pudiéramos sospechar que padeciera ese mal. Cuando le preguntamos cómo le había ido, al principio, se mostró reacio a dar explicaciones; aunque poco a poco fue contando la desgracia que le había ocurrido un par de días antes, cuando había salido fuera a cazar focas. Su equipo estaba compuesto sólo por cachorros, y estos habían salido corriendo hasta la cima de un montículo en el cabo oeste, a dieciséis kilómetros de la estación. Pero Lindstrøm, hombre con determinación, no se iba a rendir sin atrapar a los fugados; esto le afectó a la vista, ya que no tenía gafas. «Cuando llegué a casa, no podía ver ni qué hora era —dijo—, pero serían las seis de la mañana». Después de aplicarle bastante cantidad de pomada roja en los ojos y proporcionarle unas gafas, pronto estuvo curado.

En Framheim habían tenido el mismo mal tiempo tormentoso con abundantes nevadas. El jefe de la casa había tenido que excavar su propio camino algunas mañanas para poder salir de la casa, aunque durante los últimos tres días, con buen tiempo, había dejado limpio todo el pasaje de entrada y no sólo la puerta, incluso la ventana. La luz del día entraba en la habitación a través de un pozo de casi tres metros de profundidad. Esto le había llevado un tremendo trabajo, pero como ya hemos dejado entender, nada puede parar a Lindstrøm cuando quiere algo. Su almacén de carne de foca se había reducido al mínimo y había terminado por desaparecer con la llegada de nuestros hambrientos perros. Nosotros mismos nos encontrábamos en apuros; los dulces era lo que más se demandaba.

Estuvimos en casa un día. Después de traer dos cargas de carne de foca, que llenaron nuestras cajas de provisiones vacías, llevar a cabo una serie de pequeñas reparaciones, y poner al día nuestros relojes, de nuevo estábamos en ruta el lunes 18. No nos costó dejar la casa; dentro se estaba un tanto incómodo debido al constante goteo del techo. Durante el invierno se había formado mucho hielo en la buhardilla. Como desde nuestra llegada el fuego de la cocina estaba constantemente encendido, la temperatura se elevó lo suficiente como para derretir el hielo, con lo que el agua escurría hacia abajo. Lindstrøm estaba muy molesto y decidió poner fin a este problema. Desapareció en la buhardilla y lanzó una lluvia de hielo, botellas, cajas rotas y otros tesoros por la trampilla. Nosotros escapamos antes de la tormenta y nos fuimos lejos. Esta vez teníamos que cumplir con la instrucciones de explorar el largo brazo este de la bahía de las Ballenas. Durante el otoño habíamos hecho varias excursiones en domingo por este interesante lugar; y aunque algunas de estas rutas con esquís se habían alejado hasta casi veinte kilómetros, no había indicios de montículos hasta el final. Pensábamos que estas grandes perturbaciones de masas de hielo sólo eran producidas por una causa, y la única posible era la cercanía de tierra. Inmediatamente hacia el sur había tierra, sin duda, ya que la superficie del terreno se eleva rápidamente a una altura de trescientos metros, aunque esta se encuentra cubierta de nieve. Había una posibilidad de que la roca emergiese entre las grietas de presión al pie de la pendiente; y con esta posibilidad en mente hicimos un viaje de cinco días, siguiendo la gran grieta o «bahía», que es como generalmente se denomina, directamente a su inicio, treinta y siete kilómetros al este de nuestro cuartel de invierno.

Aunque avanzamos sin llegar a pisar roca firme, y en ese sentido el viaje fue una decepción, en cualquier caso fue interesante observar los efectos que habían ejercido en aquella zona unas poderosísimas fuerzas, capaces de quebrar la capa de hielo totalmente, aunque quizá esta fuera aún más fuerte que la misma roca.

El día antes de Nochebuena volvimos a Framheim. Lindstrøm no había perdido el tiempo durante nuestra ausencia. De la parte superior de la casa había desaparecido el hielo, con lo que la lluvia del techo había terminado. Había colocado un nuevo linóleo cubriendo la mitad del suelo y se podían ver marcas de brochazos en el techo. Todos estos trabajos se habían realizado con el ojo puesto a las cercanas fiestas, aunque en realidad nos abstuvimos de intentar celebrar la Navidad. No concordaban con el momento del año: un sol alumbrando todas las horas del día no casa con la idea de Navidad que tiene una persona del norte. Por esta razón habíamos celebrado la fiesta seis meses antes. La Nochebuena caía en domingo, y pasamos el día como un domingo cualquiera. Quizá la única diferencia fue que usamos la navaja de afeitar en vez de la maquinilla. El día de Navidad nos lo tomamos de vacaciones y Lindstrøm preparó un banquete a base de págalos. No es por menospreciar el plato, pero indudablemente el sabor era de ave.

Las numerosas dependencias hechas bajo la nieve se encontraban ahora un tanto maltrechas. Bajo el peso de la constante y creciente masa de nieve, los tejados de la mayoría de las habitaciones habían cedido, hasta tal extremo que sólo quedaba espacio para pasar a gatas. En el Palacio de cristal y en el Almacén de ropa teníamos nuestras prendas de piel, junto con gran cantidad de equipos que tendríamos que llevar al Fram a su llegada después de que el equipo del Sur regresara. Si el hundimiento continuaba, sería un largo trabajo desenterrar las cosas de nuevo. Con el fin de tener todo en orden, nos pusimos de manera inmediata a esta tarea. Sacamos la nieve de estas dos habitaciones, a través de un pozo de tres metros y medio de profundidad, por medio de poleas. Fue un duro trabajo pero, cuando estuvo terminado, esta parte del laberinto estaba en tan buen estado como siempre. No teníamos tiempo para dedicarlo al baño de vapor o la carpintería. Aún nos quedaba por investigar la parte sudoeste de la bahía de las Ballenas y sus alrededores. Empleamos para ello ocho días de viaje con trineos, empezando el día de Año Nuevo, y nos quedamos sorprendidos al encontrar la sólida barrera dividida en pequeñas islas, separadas por anchos canales. Estas aisladas masas de hielo posiblemente no estarían flotando, aunque la profundidad en uno o dos lugares donde tuvimos la oportunidad de hacer sondeos alcanzaba hasta trescientos sesenta y cinco metros. La única explicación racional que encontramos fue que se tratara de un grupo de islas falsas o en cualquier caso bancos de arena. Estas «islas de hielo», si así se las puede llamar, tenían una altura de veintisiete metros que descendía suavemente en pendiente hasta el agua en la mayor parte de su circunferencia. Uno de los canales que penetraba en la barrera, a corta distancia del cabo oeste de la bahía, continuaba hacia el sur estrechándose gradualmente hasta terminar en una mera grieta. Lo seguimos hasta el punto donde se perdía, cuarenta y ocho kilómetros hacia el interior de la barrera.

El último día de este viaje, jueves 11 de enero, quedará fijado para siempre en nuestra memoria; estaba destinado a traernos una experiencia de las que nunca se olvidan. Comenzamos aquel día como siempre y a la misma hora que en días anteriores. Estábamos bastante seguros de llegar a Framheim en el transcurso de la jornada, aunque por el momento esa posibilidad no tenía mayor importancia. Según se encontraba el tiempo, nuestra tienda se nos ofrecía tan confortable como nuestro hogar cubierto de nieve. Lo que nos animaba a retornar era la posibilidad de ver al Fram de nuevo, y este pensamiento estaba presente en la mente de todos aquella mañana de enero, aunque nadie hablara de ello.

Después de marchar durante dos horas divisamos el cabo Oeste, en la entrada de la bahía y en línea recta con nuestro rumbo; un poco más adelante vimos una franja negra de mar a lo lejos, sobre el horizonte. Como era lo normal, icebergs de todos los tamaños, formas y colores, que iban del blanco al gris oscuro dependiendo de cómo les iluminara la luz, flotaban en esta franja. Uno de ellos nos pareció tan oscuro que difícilmente podría ser de hielo; estuvimos mucho tiempo observándolo sin sacar ninguna conclusión importante.

Como ahora los perros tenían marcas que seguir, Johansen marchaba a la cabeza sin mi ayuda; yo iba al lado del trineo de Stubberud. Este mantenía su mirada en el mar, sin decir ni una sola palabra. Cuando le pregunté qué demonios estaba mirando, él me contestó: «Podría casi jurar que era un barco, pero evidentemente era un maldito iceberg». En esto todos estábamos de acuerdo, cuando súbitamente Johansen se detuvo y empezó a correr buscando sus prismáticos. «¿Vas a ver el Fram?», le pregunté de manera irónica. «Sí, por supuesto», dijo; y mientras enfocaba sus prismáticos hacia un objeto lejano un tanto dudoso sobre el mar de Ross, nosotros esperamos durante unos segundos interminables. «¡Es el Fram, estoy tan seguro como que estoy vivo!». Fue el anuncio que rompió nuestro suspense. Miré a Stubberud y vi su cara tornarse en una afable sonrisa. Aunque no tenía dudas de que Johansen estaba diciendo la verdad, le pedí prestados los prismáticos y en una fracción de segundo estuve totalmente convencido. El barco era fácilmente reconocible; era nuestro viejo Fram volviendo de nuevo.

Aún nos quedaban veintidós kilómetros hasta llegar a Framheim y un obstinado viento soplaba directamente sobre nuestra cara; aun así, esta parte del camino la hicimos en muy poco tiempo. Al llegar, a las dos de la tarde, teníamos la esperanza de encontrar una multitud de gente frente a la casa; pero allí no había ni un alma. Incluso Lindstrøm permanecía escondido y eso que por lo general siempre estaba por allí cuando alguien llegaba. Pensando que quizá nuestro amigo había recaído con su ceguera, fui a anunciarle nuestra llegada. Lindstrøm estaba en su lugar habitual, rebosante de salud, cuando entré en la cocina. «¡El Fram llega!», gritó antes de que pudiera cerrar la puerta. «Dime algo que yo no sepa —le dije—, y sé tan amable de darme un vaso de agua con un poco de almíbar, si es que puedes». Creí ver una sutil sonrisa en la cara del cocinero cuando me trajo lo que le había pedido, aunque con la sed que tenía después de la dura marcha puse mi máxima atención en la bebida. Me había bebido casi el vaso cuando Lindstrøm salió hacia su litera y me preguntó que me figuraba que había allí oculto. No hubo tiempo de adivinar nada antes de que las mantas saltasen al suelo y tras ellas un barbudo rufián vestido con un jersey y un par de abrigos de indeterminada edad y color. «¡Hola!», dijo el rufián. Era la voz del teniente Gjertsen. Lindstrøm se retorcía de risa, mientras yo me quedaba boquiabierto ante aquella aparición. Me llevé una buena sorpresa. Estuve de acuerdo en hacer lo mismo con Johansen y Stubberud, y en cuanto les oímos fuera, Gjertsen volvió a esconderse entre las mantas. Pero Stubberud tenía la mosca detrás de la oreja. «En esta habitación hay más de dos», dijo nada más entrar. Esta vez no hubo sorpresa al encontrar un hombre del Fram en la litera de Lindstrøm.

Cuando oímos que nuestro visitante había estado bajo nuestro techo durante todo el día, dimos por hecho que durante ese tiempo había escuchado por boca de Lindstrøm todo lo que a nosotros se refería. De todas formas no somos muy aficionados a hablar de nosotros mismos; queríamos saber noticias de fuera y Gjertsen estaba más que preparado para dárnoslas. El Fram había llegado dos días antes, en perfectas condiciones. Después de permanecer en el borde del hielo un día y una noche, con un vigía atento a los «nativos», a Gjertsen le entró curiosidad por saber cómo eran las cosas en Framheim, con lo que pidió permiso al capitán Nilsen para bajar a tierra. El precavido patrón dudó unos instantes antes de conceder el permiso; había una larga subida hasta la casa y el mar helado estaba lleno de grietas, alguna de ellas muy ancha. Finalmente Gjertsen dejó el barco y emprendió su camino, llevando una bandera como señal. Para comenzar, encontró complicado reconocer lo que le rodeaba; un cabo de hielo se parecía al otro, y daban la impresión de que eran montañas de hielo a punto de convertirse en icebergs. Hasta que finalmente divisó el cabo Cabeza de Hombre y entonces supo que los cimientos de Framheim no estaban lejos. Alegre con este descubrimiento, recorrió el camino hacia el monte Nelson, pero cuando llegó a la cima del collado, desde donde se podía ver Framheim, el entusiasta explorador que llevaba dentro se vino abajo. Allí donde nuestra casa había demostrado su valentía sobre la superficie de la barrera un año antes, ahora no se podía ver nada. Lo único que los ojos del visitante podían ver era un sombrío montón de ruinas. Pero su inquietud desapareció cuando un hombre emergió entre tanta ruina. Aquel hombre era Lindstrøm, y las supuestas ruinas, el más ingenioso de todos los cuarteles de invierno. Lindstrøm aún ignoraba la llegada del Fram: pagaría un buen dinero por ver la cara que puso al ver a Gjertsen.

Cuando quedó satisfecha nuestra curiosidad, nuestro pensamiento se dirigió hacia los compañeros del Fram. Robamos algo de comida y nos dirigimos hacia el mar helado, marchando hacia la pequeña bahía justo al norte de nuestra casa. Nuestro bien entrenado equipo no tardó en llegar allí, aunque tuvimos algunos problemas para cruzar el hielo quebradizo pues algunos de los perros, especialmente los cachorros, tenían terror al agua.

El Fram estaba un poco alejado del borde, pero cuando llegamos a una distancia lo suficientemente cercana como para vernos, se apresuraron para poner el pie en el hielo. Si, allí estaba nuestro pequeño gran barco, igual que la última vez que lo habíamos visto; el largo viaje alrededor del mundo no había dejado ninguna huella en su casco. A lo largo de la barandilla apareció una fila de caras sonrientes, las cuales fuimos capaces de reconocer a pesar de sus largas barbas que las medio ocultaban. Mientras que las barbillas afeitadas habían sido la moda en Framheim, casi todos a bordo llevaban abundante pelo en sus mejillas. Según subíamos por la pasarela llovían muchas preguntas sobre nosotros. Yo tuve que pedir un momento de gracia para dar al capitán y a la tripulación un fuerte apretón de manos y entonces todos se reunieron a mi alrededor para hacer una pequeña reseña de los eventos más importantes ocurridos durante el pasado año. Una vez que terminaron, el capitán Nilsen me condujo al camarote de derrota, donde tuvimos una conversación que duró hasta cerca de las cuatro de la mañana siguiente. Creo que fue para ambos una de las conversaciones más interesantes que jamás podamos tener. En cuanto a las preguntas de Nilsen sobre el equipo del Sur, me aventuré a asegurarle que en pocos días tendríamos a nuestro jefe y a sus compañeros de vuelta, con el Polo en sus bolsillos.

Las cartas de nuestros hogares sólo traían buenas noticias. La noticia de los periódicos que más nos interesó fue, por supuesto, cómo había sido acogido el cambio de ruta de la expedición.

A las 8 de la mañana dejamos el Fram y volvimos a casa. Durante los siguientes días estuvimos ocupados con el trabajo de investigar y confeccionar mapas, tarea realizada con inusitada rapidez gracias al tiempo favorable. Cuando volvimos después de nuestro día de trabajo, la tarde del día 17, encontramos al teniente Gjertsen de vuelta en la cabaña. Nos preguntó si sabíamos la última; como no encontró respuesta, nos comunicó que el barco de la expedición japonesa había llegado. Nos apresuramos a sacar la cámara cinematográfica y la de fotos y nos marchamos tan rápido como pudieron hacerlo los perros, ya que Gjertsen pensaba que esta visita no podía durar mucho.

Cuando tuvimos a la vista al Fram, tenía su bandera izada, y más allá, en el punto más cercano al cabo, estaba el Kainan Maru, con la enseña del Sol Naciente arbolada. ¡Banzai! Llegamos a tiempo. Aunque ya estaba bien entrada la tarde, Nilsen y yo decidimos hacerles una visita y, de ser posible, contactar con el jefe de la expedición. Fuimos recibidos en la pasarela por un joven sonriente, quien aún sonrió más cuando pronuncié la única palabra en japonés que sabía: Oheio —buenos días—. Y aquí terminó la conversación, aunque enseguida aparecieron unos cuantos curiosos hijos del Sol Naciente y alguno de ellos entendían un poco de inglés. Aunque a decir verdad no conseguimos mucho. Dedujimos que el Kainan Maru había estado navegando en dirección a la tierra del Rey Eduardo VII, pero no llegamos a saber si habían intentado bajar a tierra o no.

Como tanto el capitán del barco como el jefe de la expedición tenían que ir a dormir, no quisimos prolongar nuestra visita; aunque no nos marchamos hasta que el simpático primer oficial nos ofreció un vaso de vino y un cigarro en el camarote de derrota. Con la invitación de que volviésemos al día siguiente y el permiso para tomar unas fotos, nos volvimos al Fram, aunque nuestro proyecto de realizar una segunda visita a los amigos japoneses no pudo llevarse a cabo. Ambos barcos se hicieron a la mar durante la tormenta que duró toda la noche, y antes de que tuviéramos la oportunidad de volver al Kainan Maru el equipo del Sur había regresado.

Los días inmediatamente precedentes a la marcha de la expedición hacia el norte coincidieron con el corto verano antártico, justo en el momento en que la rica vida animal se muestra en todo su esplendor en la bahía de las Ballenas.

El nombre de bahía de las Ballenas se debe a Shackleton, y desde luego es muy apropiado. Cuando el hielo del mar se rompe, esta enorme ensenada de la barrera se convierte en el lugar de recreo favorito de las ballenas, de las cuales veíamos bancos de hasta cincuenta ejemplares, disfrutando juntas durante horas.

No teníamos intención de perturbar su pacífico disfrute, aunque la vista de todos estos monstruos, cada uno de los cuales valía una pequeña fortuna, nos tentaba. Era el demonio ballenero el que nos tenía poseídos.

Para el que no tiene especial conocimiento de la industria, es difícil formar una opinión adecuada de si esta parte antártica puede llegar a ser interesante para las empresas balleneras. En cualquier caso, es probable que falte mucho tiempo hasta que esto ocurra. En primer lugar, la distancia al país más cercano habitado es muy grande —más de tres mil kilómetros— y, en segundo lugar, esta ruta se encuentra con un gran obstáculo en forma de cinturón de masas heladas, estrecho y con hielos flotantes en muchas ocasiones, para el que siempre será necesario emplear un barco especialmente construido para el transporte.

Definitivamente, las condiciones meteorológicas que predominan en la bahía de las Ballenas son un obstáculo para establecer una base permanente en ese lugar. Nuestro cuartel de invierno estuvo cubierto por la nieve durante dos meses y para nosotros esto sólo era una fuente de satisfacciones, ya que de esta manera se mantenía más caliente; pero para una estación ballenera, esta situación no sería tan conveniente.

Finalmente, hay que decir que, aunque en la bahía en sí misma se pueden encontrar gran cantidad de ballenas, nos da la impresión de que no ocurre lo mismo al salir al mar de Ross. La especie de ballena más común en la zona era la Finner, seguida de la ballena azul.

En lo que se refiere a las focas, estas aparecen en gran cantidad a lo largo de la barrera sobre el mar helado, permaneciendo allí quietas. Una vez que el hielo se rompe, la bahía de las Ballenas se convierte en su lugar favorito de reposo durante el verano. Esto se debe a que esta situación les ofrece la posibilidad de un fácil acceso a la superficie seca, donde se pueden abandonar a su ocupación preferida: tomar baños de sol.

Durante nuestra estancia debimos matar una doscientas cincuenta, la mayoría de ellas durante el otoño inmediato a nuestra llegada. Esta pequeña incursión no tuvo efectos apreciables. Las numerosas supervivientes, que habían sido testigos de la muerte de sus compañeras, no llegaron a apreciar que la bahía de las Ballenas se hubiera convertido en un lugar poco seguro para residir.

Ya a principios de septiembre, mientras el hielo aún se adentraba varias millas en el mar de Ross, la primera foca encontró la forma de salir a la luz del día a través de una de las grietas que aparecían a causa de la presión. Para nosotros, esto fue la primera señal de la primavera; para la foca, un salto a la eternidad.

De las tres distintas especies con las que nos encontramos —la foca de Weddell, la foca leopardo y la foca cangrejera—, las primeras eran las más numerosas. Las focas de Weddell son animales extremadamente torpes, y para ellas no existían las prisas; evidentemente, me refiero a sus movimientos fuera del agua. Un macho en edad adulta es casi tan grande como una morsa y su peso ronda los cuatrocientos kilos. Una pequeña y ridícula cabeza corona su pesado cuerpo, su boca está provista de dientes tan inocuos como los de una vaca lechera. El color de la piel varía de un gris claro a un marrón oscuro.

La foca leopardo o leopardo marino es una especie que raramente se encuentra por estos lugares. En realidad, no en el interior de la bahía; los pocos especímenes que vimos se encontraban sobre la placa del hielo que formaba el mar helado. Y la verdad, puedo asegurar que no vimos más de dos ejemplares. Los leopardos marinos son más peligrosos que sus primas, las focas de Weddell. Sus tamaños son similares, pero estos son más despiertos y ágiles; tienen una boca llena de largos y afilados dientes y están dispuestos a usarlos como armas. Si hay que acercarse a ellos, ha de hacerse con mucha precaución, y dentro del agua pueden ser unos adversarios extremadamente peligrosos.

El nombre de las focas cangrejeras quizá pueda evocar la idea de alguna furiosa criatura; en ese caso estamos equivocados. El animal con ese nombre es, sin la menor duda, el más manso de las tres especies. Tiene más o menos el mismo tamaño que las focas de nuestra latitudes, activas y rápidas en sus movimientos y en constante ejercicio físico, saltando de manera continua del agua a la placa de hielo. Incluso sobre el hielo pueden avanzar tan rápido, que un hombre tiene que esforzarse al máximo para lograr mantener la misma velocidad. Su piel es de un precioso color gris, con un brillo plateado y pequeños puntos oscuros.

Frecuentemente la gente se pregunta si la carne de foca no sabe a lubricante de engrasar trenes. Es un pensamiento muy común. Y es un error. La grasa y su sabor sólo están presentes en la parte exterior de la piel, de unos centímetros de grosor, la cual sirve a la foca de armadura protectora. La carne es sí no contiene grasa. Por otro lado, es extremadamente rica en sangre y su sabor, consecuentemente, recuerda a la morcilla. La carne de las focas de Weddell tiene un color bastante oscuro, y cuando se pone en la sartén se vuelve totalmente negra. La de las focas cangrejeras tiene más o menos el color de la ternera y, según nuestro parecer, de una u otra forma, el sabor también es igual de bueno. Para nuestro consumo siempre cazábamos estas.

Los pingüinos los encontramos tan divertidos como útiles nos resultaron las focas. Mucho se ha escrito sobre estas interesantes criaturas, y se han filmado y fotografiado tantas veces que todo el mundo está familiarizado con ellos. De todas formas, quien ve un pingüino vivo por primera vez siempre se siente atraído e interesado, tanto por el solemne pingüino emperador, de casi un metro de altura, como por el pequeño e inquieto adelia.

No sólo por su andar erguido, sino por sus modales y travesuras, esas aves recuerdan en gran medida a los seres humanos. Muchas veces se ha dicho que un pingüino emperador recuerda a «un caballero con traje de etiqueta», y ciertamente la semejanza es notable. Y esta aumenta cuando el emperador —como hace siempre— se aproxima a un extraño realizando una serie de ceremoniosas reverencias; así demuestra su buena educación. Cuando esta ceremonia termina, el pingüino se queda junto al extraño; está totalmente confiado y no siente ninguna clase de miedo si uno se aproxima lentamente a él. Por otro lado, si alguien se acerca muy rápido o le toca, siente miedo y huye apresuradamente. Sin embargo, a veces ocurre que muestra actitud de lucha; entonces es mejor quedarse fuera del alcance de sus aletas, ya que son unas poderosas armas que pueden romper fácilmente el brazo de un hombre. Si uno quiere atacarle, debe hacerlo justo por detrás, sujetando las aletas fuertemente al mismo tiempo que las dobla hacia atrás sobre la espalda; entonces la lucha ha terminado.

El pequeño pingüino adelia siempre es cómico. Si alguien se reúne con un grupo de estos cotillas, el más serio de los observadores se verá forzado a romper a reír. Durante nuestras primeras semanas de estancia en la bahía de las Ballenas, mientras descargábamos las provisiones, siempre era una distraída bienvenida contemplar el grupo de pingüinos adelia, en grupos de una docena más o menos, que de repente saltaban fuera del agua, como obedeciendo una voz de mando, y permanecían quietos durante unos momentos, asombrados por lo que veían. Una vez que se habían repuesto de la sorpresa, normalmente volvían a sumergirse en el mar, pero su curiosidad de nuevo les llevaba a salir fuera del agua para mirar, esta vez desde más cerca.

En contradicción con su calma y relativo autocontrol, el pingüino emperador posee un fiero temperamento, el cual le hace ser agresivo ante cualquier ligera interferencia en sus costumbres; cosa que, evidentemente, aun les hace ser más divertidos.

Los pingüinos son aves de paso; permanecen durante el invierno en varios grupos de islas esparcidas por el sur del océano. Cuando llega la primavera se adentran en la Antártica, donde establecen sus colonias, por lo general sobre suelo desnudo. Tienen un pronunciado gusto por deambular y tan pronto como las crías crecen, todos, jóvenes y viejos, comienzan su viaje juntos. Sólo a modo de turistas los pingüinos visitaron Framheim y sus alrededores; evidentemente, por nuestra vecindad no había suelo desnudo, con lo que no se les ofrecía un lugar de residencia. Por esta razón vimos relativamente pocos; un emperador era una visita más bien extraña. Pero las pocas ocasiones en las que nos encontramos con esta peculiar «gente», permanecen entre los más encantadores recuerdos de nuestra estancia en la bahía de las Ballenas.