Capítulo XIV.
Hacia el norte
Después de dos días de idas y venidas para cargar en el barco las cosas que íbamos a llevarnos, todo estuvo dispuesto para zarpar la tarde del 30 de enero. En aquel momento no había nada que nos alegrase tanto como ese hecho, que en una fecha tan temprana pudiésemos tomar rumbo norte y dar así el primer paso de regreso a un mundo que, como sabíamos, pronto tendría noticias nuestras, y nosotros de él. Y aun así, me pregunto si no anidaba un pequeño sentimiento de melancolía entre tanta alegría. No me cabe la menor duda de que así era, aunque a muchos les pueda parecer contradictorio. No es del todo fácil abandonar un lugar que ha sido tu hogar durante tanto tiempo, aunque se encuentre a 79° de latitud y esté semienterrado por la nieve y el hielo. El ser humano es demasiado dependiente de su hábitat como para romper de manera abrupta con lo que le rodea y ha acabado convirtiéndose en familiar después de tantos meses. Cualquier extraño, quizá, invocaría a todos los poderes divinos para librarse de semejante entorno, pero esto no contradice la plena validez de la afirmación anterior. Para una mayoría abrumadora, ciertamente, Framheim sería uno de esos lugares del planeta donde nunca desearían estar —un lugar abandonado de la mano de Dios, un agujero apartado que no ofrecería más que un clima extremo de desolación, incomodidad y aburrimiento—. Para los nueve que, desde la escalerilla del barco, nos disponíamos a abandonar aquel lugar, todo era diferente. Esa pequeña pero robusta casa, que ahora permanecía enteramente oculta en la nieve tras el monte Nelson, había sido nuestro hogar, un estupendo y confortable hogar en el que, después de tantos días de duro trabajo, habíamos encontrado el descanso y la tranquilidad que deseábamos. Durante todo el invierno antártico —y eso sí que es invierno—, esas cuatro paredes nos habían protegido mejor que a muchos pobres infelices que habitan latitudes más templadas, y desde luego nos habrían envidiado de veras si nos hubieran visto. Si ellos viven en condiciones tan difíciles, amenazados por cualquier forma de vida, nosotros en Framheim habíamos llevado una existencia tranquila y pacífica, viviendo, no como animales, sino como humanos civilizados que somos, teniendo siempre a nuestro alcance lo mejor que uno pueda encontrar en cualquier hogar ordenado. La oscuridad y el frío reinaban en el exterior, y no cabe duda de que las ventiscas hacían lo imposible por borrar la huella de nuestra actividad, pero estos enemigos nunca pudieron cruzar las puertas de nuestra excelente morada; allí compartimos un confortable cobijo, cálido y luminoso. Me pregunto qué fuerza de atracción ejercerá este lugar en cada uno de nosotros cuando por fin le demos la espalda. Afuera, el ancho mundo nos reclamaba, eso es verdad; y tenía que ofrecernos mucho de lo que habíamos estado privados durante tanto tiempo; aunque de todas las cosas que nos aguardaban, gustosamente habríamos preferido renunciar a unas cuantas. Cuando regresáramos a la rutina diaria, con sus cuidados y preocupaciones, bien podría ocurrir que volviésemos la vista atrás, echando de menos nuestra tranquila y pacífica existencia en Framheim.
De todas formas, este sentimiento de melancolía era tan fuerte que tardamos en desecharlo del todo durante cierto tiempo. A juzgar por las caras, en cualquier caso, se podía adivinar que la alegría inundaba nuestro ánimo. ¿Y por qué no? ¿Acaso no hemos habitado otras viviendas en el pasado, que nos parecieron tan atractivas entonces, y no vamos a tener derecho a esperar en el futuro otra mejor? ¿Quién se preocupaba de los problemas futuros? Nadie. Así, el Fram fue engalanado con banderas de proa a popa y las caras de todos brillaban en el momento de decir adiós a nuestro hogar sobre la barrera. Lo abandonábamos con la conciencia de haber conseguido el objetivo de nuestra estancia durante un año; después de todo, esta conciencia tenía más peso que el pensamiento de lo felices que habíamos sido allí. Una cosa que, durante estos dos años de convivencia de la expedición, contribuyó enormemente a sobrellevar el paso del tiempo con facilidad y a mantenernos en buena forma, fue la total ausencia de lo que yo llamo «periodos muertos». Tan pronto como un problema se solucionaba, instantáneamente aparecía otro. En cuanto se lograba una meta, otras nos llamaban desde lejos. De esta manera, siempre estábamos ocupados y, cuando esto ocurre, todo el mundo sabe que el tiempo vuela. Frecuentemente había oído preguntar: ¿Cómo es posible sobrellevar el paso del tiempo en un viaje como éste? Amigos míos, les respondía, si hay algo de qué preocuparse, es de dónde vamos a sacar todo el tiempo que necesitamos para hacer todo lo que tenemos que hacer. Quizá para muchos esta afirmación llevara el sello de lo improbable, pero resultó ser absolutamente veraz. Quienes hayan leído esta narración, en cualquier caso, habrán sacado la conclusión de que el ocio fue un mal completamente desconocido en nuestra pequeña comunidad.
En la etapa en la que ahora nos encontrábamos, una vez conseguido el principal objetivo de nuestra empresa, podría haber razones para esperar un cierto grado de relajación. Sin embargo, no fue ese el caso. Era bien cierto que lo que habíamos hecho no tendría su verdadero valor hasta que la humanidad no tuviese conocimiento de ello, y esto se debía hacer con la menor pérdida de tiempo posible. Si había alguien interesado en ser el primero en hacerlo público, ese alguien éramos nosotros mismos. No cabe duda de que la posibilidad de hacerlo residía en salir de allí con buen tiempo; pero, a pesar de todo, era sólo una probabilidad. Por otro lado, era absolutamente cierto que teníamos por delante un viaje de dos mil cuatrocientas millas náuticas hasta Hobart, lugar elegido para nuestra primera escala; y también era casi igualmente cierto que ese viaje podría ser lento y problemático. Un año antes, nuestro viaje por el mar de Ross se había convertido casi en un crucero de placer, pero eso fue en medio del verano. Ahora estábamos en febrero y el otoño estaba casi encima. A pesar del cinturón de hielos a la deriva, el capitán Nilsen pensaba que no nos causaría un mayor retraso. Había descubierto una patente infalible para conseguir atravesar la zona. Era una afirmación que sonaba un tanto audaz, pero, como más tarde se verá, era tan cierta como su palabra. Nuestros mayores problemas vendrían en la zona de los vientos del oeste, donde estaríamos expuestos a la desagradable posibilidad de sufrir su embate. La diferencia de longitud entre la bahía de las Ballenas y Hobart es cercana a los cincuenta grados. Si pudiésemos recorrer esa longitud en la latitud donde nos encontrábamos, donde un grado de longitud es tan sólo unas trece millas náuticas, lo haríamos en un abrir y cerrar de ojos; pero las enormes cadenas montañosas de la tierra de Victoria del Norte representaban un obstáculo decisivo. Primero deberíamos ir en dirección norte hasta bordear el continente antártico y llegar a un punto avanzado, el cabo Adare y la isla Balleny al norte de este. Hasta entonces no tendríamos el camino abierto para dirigirnos hacia el oeste; pero entonces entraríamos en una región donde con toda probabilidad los vientos estarían totalmente en calma, y navegar de bordada con el Fram… ¡No, gracias! Toda la tripulación conocía suficientemente bien las condiciones del barco y eran muy conscientes de lo que nos esperaba, si bien es cierto que todos estaban concentrados en cómo superar las dificultades que apareciesen del modo más rápido y eficaz. Este era el gran objetivo común que nos unía a todos, y continuaría uniéndonos en un esfuerzo conjunto.
Entre los artículos de noticias que acabábamos de recibir del mundo exterior, había uno en el que la expedición antártica australiana, bajo el mando del Dr. Douglas Mawson, afirmaba que estarían muy agradecidos si pudiesen disponer de algunos de nuestros perros, en el caso de que nos sobrasen. La base de esta expedición estaba en Hobart, y en cierta medida eso nos venía muy bien. Era la ocasión de poder prestar a nuestros apreciados colegas este pequeño servicio. Al dejar la barrera podíamos contar con un grupo de treinta y nueve perros, muchos de los cuales habían sido criados durante nuestra estancia en el polo; la mitad, más o menos, había sobrevivido al viaje desde Noruega, y once de ellos habían estado en el polo Sur. Nuestra intención había sido quedarnos con un número adecuado para criar con ellos otro grupo que emplearíamos en el viaje al océano Ártico, pero la petición del Dr. Mawson nos obligó a subir a todos a bordo. De estos perros, si no ocurría nada imprevisto, podríamos cederle veintiuno. Cuando trajeron la última carga, tan sólo hubo que subirlos a cubierta y entonces estuvimos preparados para zarpar. Fue bastante curioso ver cómo varios de los más veteranos se sentían de nuevo como en casa sobre la cubierta del Fram. El viejo Colonel, bravo perro de Wisting, con sus dos adjuntos Suggen y Arne, tomaron posesión del sitio donde habían permanecido durante tanto tiempo en el viaje hacia el sur, a estribor del palo mayor; los dos mellizos, Mylius y Ring, favoritos de Helmer Hanssen, comenzaron sus juegos en la parte delantera de la sobrecubierta de babor, como si nada hubiese ocurrido. Al contemplar a aquellos dos alegres granujas, uno no podría imaginarse todo lo que habían trotado en cabeza de la caravana para llegar al Polo y luego volver. Acechando en cubierta había un perro aislado, solitario y reservado, en continua y ansiosa búsqueda. Era el jefe del equipo de Bjaaland. Parecía que nada le interesaba; ninguno podría reemplazar a su compañero y amigo, Frithjof, que había encontrado su tumba hacía mucho tiempo en el estómago de sus compañeros, a muchos cientos de kilómetros de allí, en medio de la barrera.
Tan pronto como el último perro fue acomodado a bordo, levaron las dos anclas, sonó el intercomunicador de la sala de máquinas y el motor se puso en marcha de nuevo, alejándonos de cualquier contacto cercano con el hielo en la bahía de las Ballenas. Nuestro adiós a este acogedor puerto fue casi como saltar de un mundo a otro; la niebla cayó sobre nosotros, espesa como el puré, ocultando todo lo que nos rodeaba como una cortina húmeda. Después de un lapso de tres o cuatro horas, se levantó súbitamente, pero a popa el banco de niebla aparecía como una pared; detrás, el panorama que sabíamos que nos hubiera parecido maravilloso con tiempo despejado, y que nuestros ojos habían contemplado durante tanto tiempo, quedaba totalmente tapado.
Podíamos seguir sin incidentes la misma ruta que habíamos traído cuando llegamos hacía un año, pero ahora en sentido contrario. Los perfiles de la bahía se habían mantenido absolutamente intactos durante el año que había transcurrido. Incluso el punto más significativo de la pared en el lado oeste, el cabo Cabeza de Hombre, permanecía sereno en su antiguo lugar, dando la impresión de no tener mucha prisa en moverse de allí. Y allí se quedará más tiempo aún, probablemente, ya que si se produce algún movimiento de la masa de hielo en la parte interior de la bahía, será en todo caso muy ligero. Sólo en un aspecto habían cambiado las cosas de un año para otro. Mientras que a comienzos de 1911, el 14 de enero, la mayor parte de la bahía estaba libre de hielos flotantes, en 1912 no se despejó hasta catorce días más tarde. La capa de hielo se había mantenido obstinadamente hasta que apareció la brisa fresca del nordeste, el mismo día que llegaron nuestros compañeros desde el sur, dejando rápidamente un canal abierto. La disgregación de los hielos no podría haberse producido en mejor momento; la brisa en cuestión nos ahorró gran cantidad de tiempo y de problemas, ya que la distancia desde donde estaba el Fram antes de que el hielo se rompiese era unas cinco veces mayor que la que ahora teníamos que recorrer. Esta diferencia de catorce días en desaparecer el hielo entre los dos veranos nos mostró la suerte que habíamos tenido por elegir de manera particular el año de 1911 para llegar hasta allí. El trabajo que hicimos en tres semanas en aquel año, gracias a la temprana disgregación de los hielos, ciertamente lo hubiéramos tenido que hacer en el doble de tiempo en 1912, lo que nos habría causado muchos más problemas y dificultades.
La espesa niebla que, como he dicho, cubría la bahía de las Ballenas cuando zarpamos, nos impidió ver qué hacían nuestros amigos los japoneses. El Kainan Maru había salido a mar abierto en compañía del Fram durante la tormenta del 27 de enero, y desde entonces no sabíamos nada de él. Los miembros de la expedición que se habían quedado en una tienda en el borde de la barrera, al norte de Framheim, también habían sido muy reservados. El día que dejamos el lugar, uno de nuestro equipo tuvo una entrevista con ellos. Prestrud había ido a recoger la bandera que habían colocado en cabo Cabeza de Hombre para indicar a los del Fram que todos habíamos regresado. Al lado de la bandera se había levantado una tienda que serviría de refugio a un vigía, en caso de que el Fram se retrasase. No cabe duda de que, cuando Prestrud llegó, se quedó sorprendido al encontrarse cara a cara con dos hijos del Sol Naciente, ocupados en inspeccionar nuestra tienda y su contenido, que consistía únicamente en un saco de dormir y una Primus. Los japoneses iniciaron la conversación con animadas frases como «Buenos días» o «Mucho hielo»; una vez que nuestro hombre mostró su absoluto acuerdo sobre esos indiscutibles hechos, trató de conseguir información sobre cuestiones de especial interés. Los dos desconocidos le dijeron que por el momento ellos eran los únicos habitantes de la tienda. Dos de sus compañeros había salido a la barrera para hacer observaciones meteorológicas y estarían fuera durante una semana. El Kainan Maru había puesto rumbo a la tierra del Rey Eduardo. Según dijeron, tenían la intención de volver antes del 10 de febrero y, ya con todos los miembros de la expedición a bordo, navegar hacia el norte. Prestrud invitó a sus dos nuevos conocidos a visitarnos en Framheim cuanto antes; ellos retrasaron su llegada demasiado tiempo, con lo que no nos fue posible esperarles. Si hubieran estado en Framheim entretanto, habrían sido testigos de que hicimos lo posible por dejar todo confortable para los siguientes exploradores.
Cuando levantó la niebla, nos encontramos un mar abierto, prácticamente sin hielo a nuestro alrededor. Un mar azul, casi negro, bajo un pesado y oscuro cielo, lo que no es precisamente un deleite para la vista. Pero para nuestros ojos fue un auténtico alivio vernos rodeados de colores oscuros. Durante meses habíamos estado mirando un mar de un blanco resplandeciente, donde teníamos que usar constantemente sistemas artificiales para proteger nuestros ojos de la excesiva radiación solar. Por regla general, era necesario limitar al mínimo la exposición de las pupilas y mantener los párpados lo más cerrados posibles. Ahora, por fin, podíamos mirar al mundo con los ojos abiertos, literalmente «sin pestañear»; hasta un pequeño detalle como este puede significar una experiencia en la vida. El mar de Ross nos mostraba de nuevo su cara más amable. Un ligero viento del sudoeste nos permitía ahora usar las velas, con lo que después de un lapso de dos días ya nos encontrábamos a unos trescientos kilómetros de la barrera. Esta distancia puede parecer modesta, pero visto sobre el mapa nos parecía una distancia imposible. Hay que recordar que, con el sistema empleado por nosotros en tierra, cubrir trescientos kilómetros nos costaba muchos días de dura marcha.
Nilsen había marcado sobre la carta los límites del cinturón de hielos a la deriva en las tres ocasiones en que el Fram había tenido que atravesarlos. La suposición de que siempre se podía encontrar un paso abierto en las cercanías del meridiano 150° parecía confirmarse. Los ligeros cambios en la posición del canal sólo eran causados, según la experiencia de Nilsen, por la variación de la dirección del viento. Había encontrado que, si los bloques de hielo mostraban signos de estar demasiado cerca, siempre podía lograr su propósito girando a barlovento. Esta forma de proceder, naturalmente, hacía que la ruta resultara un tanto tortuosa, pero siempre había conseguido, finalmente, encontrar aguas abiertas. En este viaje alcanzamos el borde del cinturón de bloques de hielo tres días después de dejar la barrera. La posición del cinturón resultó ser casi la misma que en anteriores ocasiones. Sin embargo, después de mantener nuestro rumbo durante algunas horas, el hielo resultó ser tan abundante que comprometía el futuro de nuestro avance. Era el momento de intentarlo con el método de Nilsen: el viento, que por cierto era bastante flojo, soplaba del oeste y, en consecuencia, el timón viró a estribor y la proa puso rumbo hacia el oeste. Durante un buen rato nos estuvimos dirigiendo realmente hacia el sur, pero a la larga comprobamos que esto no fue en vano; después de navegar unas cuantas horas a barlovento, encontramos gran número de canales por los que cruzar. De haber seguido el rumbo que teníamos en un principio, lo más probable es que hubiésemos perdido mucho tiempo, cuando teníamos paso libre a unos cuantos kilómetros.
Después de terminar el primer largo rodeo, nos libramos de tener que hacer más en el futuro. El hielo continuaba siendo escaso y el 6 de febrero, al comprobar que los bloques que veíamos habían crecido de tamaño, comprendimos que habíamos terminado definitivamente la travesía por el Antártico. Dudo de que, en esta ocasión, viésemos una sola foca; y en caso de haber visto alguna, creo que no hubiésemos perdido el tiempo cazándolas. Teníamos una buena cantidad de comida, tanto para los hombres como para los animales, aun sin tener que recurrir a nuestra provisión de carne de foca. Para nuestros perros habíamos traído todo el sobrante almacenado de excelente pemmican, que era abundante. Además de esto, teníamos una buena cantidad de pescado seco. Les dábamos carne y pescado en días alternos. Con esta dieta, los animales se encontraban en tan espléndida condición física que, cuando llegamos a Hobart, tras cambiar su áspero y feo pelaje de invierno, tenían la apariencia de haber vivido durante un año a cuerpo de rey.
Para los nueve que nos habíamos sumado a la tripulación, nuestros compañeros de a bordo habían traído desde Buenos Aires varios cerdos bien cebados, los cuales vivían lujosamente en su pocilga en la zona de popa; además de esto, tres canales de cordero colgaban en el taller, dispuestas a pasar por la cocina. No es necesario decir que fuimos plenamente capaces de apreciar estos inesperados lujos. La carne de foca, sin duda, nos había prestado un excelente servicio, pero no impidió que fuese bienvenido un asado de cordero o de cerdo, especialmente si llegaba por sorpresa. A ninguno de nosotros se nos había pasado por la cabeza comer carne fresca antes de volver de nuevo a la civilización.
Cuando el Fram llegó a la bahía de las Ballenas había once hombres a bordo. En lugar de Kutschin y Nödtvedt, quienes habían regresado a casa desde Buenos Aires en el otoño de 1911, se enrolaron tres nuevos hombres —Halvorsen, Olsen y Steller—; los dos primeros procedían de Bergen; Steller era alemán y había vivido durante varios años en Noruega, por lo que hablaba noruego como si fuese su lengua nativa. Los tres eran notablemente eficientes y muy cordiales; era un verdadero placer tratar con ellos. Quiero creer que también ellos se encontraban como en casa en nuestra compañía. Se habían enrolado hasta que el Fram recalase en el primer puerto, pero finalmente continuaron a bordo hasta Buenos Aires, y seguirán con nosotros, ciertamente, mucho más tiempo.
Cuando el equipo de tierra subió a bordo, el teniente Prestrud tomó su antiguo puesto de primer oficial; el resto siguió con sus obligaciones. En total íbamos veinte hombres a bordo, y después de que el Fram hubiese navegado durante un año falto de personal, ahora podía decir que contaba de nuevo con una tripulación completa. En este viaje no tuvimos mayores tareas que las rutinarias y, mientras el tiempo fuese bueno, el ritmo de vida a bordo era muy tranquilo. Como esperaba, las horas de guardia en cubierta pasaron bastante rápido; ahora teníamos muchas cosas sobre las que charlar durante horas. Al igual que nosotros, los que veníamos de tierra, estábamos deseosos de saber qué había pasado en el mundo, los que estaban en el barco estaban ansiosos por conocer cada detalle de todo lo sucedido durante nuestra larga estancia en la barrera. En ocasiones como esta, uno puede experimentar algo similar a una lluvia de preguntas. Lo que nosotros, marineros de agua dulce, teníamos que relatar, ya ha sido esbozado en los capítulos anteriores. En cuanto a las noticias que recibimos del exterior, quizá lo más interesante fuera la historia de cómo se había recibido el cambio de planes de la expedición en casa y en el extranjero.
Debimos de estar una semana, por lo menos, inmersos en una marea de preguntas y respuestas. Esa semana pasó muy rápidamente; quizá más rápido de lo que realmente íbamos, ya que comprobamos que el Fram no era capaz de mantener la velocidad que le pedíamos. El tiempo se estaba comportando bastante bien, aunque no en la forma que deseábamos. Habíamos calculado que los vientos del sudeste y del este, tan frecuentes en los alrededores de Framheim, seguirían de igual manera fuera del mar de Ross, pero estos nos abandonaron. Tuvimos muy poco viento, y cuando este aparecía, por regla general, soplaba desde el norte, lo cual retrasaba a nuestro viejo y honrado barco. Fue imposible tomar ninguna observación durante los ocho primeros días, el cielo permaneció completamente nublado. Si alguien, ocasionalmente, preguntaba al capitán sobre nuestra posición, él siempre contestaba que lo único que podía asegurar era que nos encontrábamos en el mar de Ross. El 7 de febrero, sin embargo, según una observación bastante buena de la luna, estimamos encontrarnos en el cabo Adare, y por tanto más allá de los límites del continente antártico. En nuestro camino hacia el norte pasamos por el cabo Adare a tal distancia que tendríamos que haber empleado un buen día de navegación para llegar a él; pero el deseo de desviarnos quedó supeditado a nuestra consideración principal: rumbo norte tan rápido como sea posible.
En la cercanía de las costas normalmente sopla bastante viento, y cabo Adare no es una excepción a esta regla; es conocido como un lugar de mal tiempo. Aunque tuvimos la oportunidad de comprobarlo, realmente nos vino muy bien, ya que el viento soplaba en la misma dirección de nuestro rumbo. Dos días de viento fresco del sudeste nos llevaron relativamente deprisa tras las islas de Balleny, y el 9 de febrero podíamos congratularnos de estar bien lejos de las zonas heladas del sur. Todos nos alegramos cuando, hace un año, cruzamos el círculo antártico en nuestro camino hacia el sur; quizá nuestra alegría no fuera menor que al atravesarlo ahora en dirección opuesta.
Con los ajetreos que nos deparó la salida de nuestro cuartel de invierno, no habíamos tenido tiempo de celebrar el reencuentro entre el grupo de tierra y el de mar. Y aunque habíamos permitido que se nos pasase esta fiesta, quedamos en que tendríamos que celebrar otra, y acordamos que sería una muy buena excusa hacerla el día que llegásemos a la zona templada. La preparación previa del programa de festejos fue extremadamente simple: una copa extra de café, debidamente acompañada por ponche y cigarros, y algo de música con el gramófono. Nuestro valioso aparato no podía ofrecer ninguna novedad interesante a los que habíamos pasado el invierno en Framheim, nos conocíamos todo el repertorio de memoria; pero estas conocidas melodías despertaron muchos agradables recuerdos de las tardes de los sábados alrededor de la mesa del café, en nuestro acogedor hogar junto a la bahía de las Ballenas; recuerdos que no nos avergonzábamos de rememorar. A bordo del Fram no habían escuchado la música del gramófono desde la Nochebuena de 1910, y los miembros del equipo del barco estaban encantados de escucharla una y otra vez.
Fuera de programa fuimos invitados a un número extra: un cantante, usando un gran megáfono, intentaba imitar las voces del gramófono —siempre según su estilo, claro está—. Escondido tras una cortina en el camarote del capitán Nilsen, a través del megáfono cantaba una cancioncilla que intentaba describir la parte más humorística de la vida en la barrera. Fue un éxito total y nos hizo reír de lo lindo, algo que nos vino muy bien. Representaciones de esta clase, por supuesto, sólo tenían sentido para quienes las habíamos vivido o que al menos nos resultaban familiares; para los demás no lo eran tanto, pero podía ser interesante por medio de estos pocos versos ver cómo nos entreteníamos.
Es importante decir que el autor compuso sus versos para el supuesto de que nos reuniésemos en Navidad, y nos propuso imaginar que eso era lo que estábamos celebrando. Para nosotros fue una tarea fácil:
Bien, aquí nos reunimos una vez más,
Los que venimos de los hielos y los que vienen de la mar.
Un año ha pasado y nos reunimos salvos y sanos.
Mirémonos a la cara y volvamos a unir nuestras manos.
¡Navidad, feliz Navidad! Los platos en la mesa se llenan,
Los vasos también y las velas se hinchan todas enteras.
A todos siempre diré: ¡esto se lo debes a tu país!;
aunque tengas alguna duda, siempre será así.
Ahora, marinero, escucharás historias que hemos vivido:
El invierno no fue largo, mucho tuve que hacer, no lo pasé dormido.
Picamos la nieve y dormimos —eso no se nos daba mal.
También comimos, estamos más gordos, el cocinero era fenomenal.
Tuvimos galletas calientes en el desayuno y alguna lata para comer.
Empanada de cordero, al estilo que Lindstrøm sabe hacer.
todos repetiremos a coro, ¡se lo debemos a nuestro país!
Si nos volvemos delicados, seguro que no ha sido porque sí.
Salimos en septiembre y la cosa no era fácil, todo era un lío.
Las brújulas estaban en huelga, parece ser que tenían frío.
El coñac de la petaca del capitán se ha congelado.
Hombre y perros estamos de acuerdo en que hace un frío exagerado:
Al volver a Framheim, dedos y talones tenemos que descongelar.
No es del todo saludable que nuestros pies terminen tan mal.
Pero como siempre, ¡todo es por nuestro país!
no me importa congelarme un poco, aún me siento feliz.
El sol salió y poco a poco nos calentaba cada día.
Cinco hombres marcharon al sur para con esfuerzo abrir una vía.
Conquistaron nieve y hielo y todo el mundo escuchará
que la bandera de Noruega ondea en el Polo, por eso chicos vamos a brindar,
por quien nos llevó a través de montañas, grietas y llanuras,
hasta conseguir nuestra meta y traernos a salvo cruzando hendiduras.
Por eso siempre digo lo mismo, ¡se lo debo a mi país!;
Si, él fue y conquistó el Polo, quedó abierto por fin.
Podíamos notar, de un modo u otro, que habíamos alcanzado latitudes donde la existencia era muy distinta a la que estábamos acostumbrados al sur del paralelo 66. Un cambio bien recibido era sobre todo el de la temperatura; el mercurio subía ahora por encima del punto de congelación y quienes aún llevaban a bordo más o menos ropas de piel, se cambiaron las últimas prendas polares por otras más ligeras y apropiadas. Evidentemente, quienes más tardaron en este cambio de vestuario fueron los del equipo de tierra. La gente que cree que un largo periodo en las regiones polares hace a un hombre menos susceptible al frío que el resto de los mortales, está completamente equivocada. Quizá sea todo lo contrario. Un hombre que permanezca en un lugar donde cada día la temperatura está a cincuenta grados bajo cero, o quizá más, no tendrá grandes problemas, en tanto tenga una buena ropa de piel para abrigarse. Pon a ese mismo hombre con ropas normales durante un día de invierno en las calles de Christiania, con treinta o treinta y cinco grados bajo cero, y los dientes de ese pobre hombre castañetearán hasta que salten de su boca. El hecho es que en un viaje polar uno se defiende efectivamente contra el frío; cuando vuelve y tiene que salir protegido con un simple abrigo, una bufanda y un sombrero, es cuando siente el frío.
Una consecuencia menos bienvenida del cambio de latitud fue la oscuridad de las noches. Puede admitirse que la continua luz del día fuera algo molesto mientras estuvimos en la barrera, pero ciertamente en el barco, si se pudiese tener, preferiríamos un día eterno. Incluso ahora que pensábamos haber dejado atrás las principales masas de hielo antárticas, teníamos que tener en cuenta el desagradable encuentro con los icebergs. Ya se ha señalado que un experto vigía puede divisar desde lejos sus destellos en medio de la oscuridad, pero cuando se trata de pequeñas masas de hielo, de las cuales sólo una pequeña parte asoma por la superficie, surge el peligro, ya que a estas no se las puede distinguir en la oscuridad. Una pequeña masa de hielo es tan peligrosa como un gran iceberg; corres el mismo riesgo de una colisión y puede abrir una vía de agua en el casco. En estas zonas de transición, donde la temperatura del agua es siempre muy baja, el termómetro no siempre sirve de guía.
Las aguas por las que ahora estábamos navegando aún no son tan bien conocidas como para excluir la posibilidad de encontrarnos con tierra. El capitán Colbeck, que dirigía uno de los barcos de socorro enviado al sur durante la primera expedición de Scott, tropezó de manera inesperada con una pequeña isla al este de cabo Adare; a esta isla se le puso el nombre de Capitán Scott mucho después. Cuando el capitán Colbeck hizo su descubrimiento, seguía la ruta que normalmente llevan los barcos cuyo destino es el mar de Ross. Cabía la posibilidad de que, siguiendo este rumbo, de manera voluntaria o involuntaria, pudiéramos encontrar más grupos de islas en aquella zona.
En las actuales cartas del Pacífico sur están señalados varios archipiélagos e islas, aunque su posición aún es un tanto dudosa. Una de estas —isla Esmeralda— está registrada en el mapa, justo en el rumbo que nosotros seguíamos para llegar a Hobart. El capitán David, quien asumió el mando del barco de Shackleton, el Nimrod, desde casa a Inglaterra en 1909, navegó directamente sobre el punto donde se suponía que estaba isla Esmeralda según las cartas de navegación, sin encontrar ni rastro de ella. En cualquier caso, de existir, desde luego estaría mal indicada en las cartas. Para evitar su cercanía y, mejor aún, para poder ir hacia el oeste lo máximo posible antes de entrar en el cinturón de los vientos del oeste propiamente dicho, nos apuramos tanto como pudimos durante una difícil semana, o quizá casi dos; pero un viento continuo del noroeste pareció durante mucho tiempo abandonarnos ante dos desagradables posibilidades, o dejarnos llevar hacia el este o dirigirnos hacia la zona de hielos a la deriva al norte de la tierra de Wilkes.
Aquellas semanas pusieron a prueba la paciencia de casi todos a bordo, que estábamos deseando llegar a tierra para anunciar nuestras noticias y quizá recibir otras. Cuando pasaron las tres primeras semanas de febrero, aún estábamos a mitad de camino; con condiciones un poco más favorables ya debíamos haber llegado a nuestro destino. Los optimistas siempre nos consolaban diciendo que más pronto o más tarde habría un cambio para mejor, y finalmente llegó. Un buen periodo de vientos favorables nos llevó directamente rumbo a barlovento, hacia la dudosa isla Esmeralda y el auténtico grupo de islas Macquarie al norte de la anterior. Conviene mencionar de paso que, cuando navegamos por allí, la estación de telegrafía sin hilos más al sur se encontraba localizada en una de las islas Macquarie. La instalación pertenecía a la expedición antártica del Dr. Mawson, quien llevó consigo un aparato para montar la estación en el continente antártico; pero, según tengo entendido, durante el primer año no pudo conseguir ninguna trasmisión.
Durante esta afortunada ceñida, habíamos ido tan al oeste que nuestra ruta de aproximación hacia Hobart en dirección norte sería corta. Además, debíamos estar contentos por haber tomado ventaja a los vientos predominantes, los del oeste; estos variaban muy poco de un año a otro y descubrimos que era más de lo mismo a lo que habíamos estado acostumbrados: frecuentes y fuertes brisas del noroeste, las cuales se mantenían normalmente durante doce horas, para seguidamente rolar a oeste o sudoeste. Mientras el viento de noroeste estuviese soplando, no había nada que hacer sino mantenerse inmóviles con el velamen recogido; cuando llegaba el cambio de viento, entonces progresábamos unas cuantas horas con el rumbo correcto. De esta manera nos íbamos arrastrando paso a paso hacia el norte, nuestro destino. No cabe duda de que era muy lento, pero cada día la línea de nuestra ruta, dibujada en la carta, crecía un poco más, y a finales de febrero la distancia que nos separaba del punto más al sur de Tasmania se había reducido a una dimensión muy modesta.
Con el constante soplo de los fuertes vientos del oeste, el Fram, con su ligereza, parecía superarse a sí mismo, y eso ciertamente es un gran cumplido. Estos fuertes vientos causaron algunos desperfectos en los aparejos; el gancho de la vela mayor se rompió, sin embargo, este asunto no nos detuvo mucho tiempo. La pieza rota se reemplazó enseguida con otra que llevábamos de repuesto.
Nuestras esperanzas de llegar antes del fin de febrero se desvanecieron, y ya había pasado la primera semana de marzo antes de que nuestro viaje concluyera.
En la tarde del 4 de marzo avistamos tierra fugazmente por primera vez, pero como el tiempo no estaba claro y en los últimos dos días no habíamos sido capaces de determinar nuestra longitud, no estábamos seguros de qué punto de Tasmania teníamos ante nosotros. Para explicar la situación es necesario hacer una pequeña descripción de la línea de costa. El ángulo sur de Tasmania termina en tres promontorios; en el lado más oriental, y separada tan sólo por un estrecho canal, aparece una isla aparentemente inaccesible, llamada isla de Tasman. Sin embargo, es accesible ya que en su cumbre —doscientos setenta y cuatro metros sobre el nivel del mar— hay un faro. El promontorio del medio se llama Cabeza de Tasman y entre este y el más oriental se encuentra la bahía de la Tormenta, por donde se encuentra la aproximación a Hobart; y por ahí debíamos seguir nuestra ruta. La cuestión era, ¿cuál de las tres cabezas era la que habíamos divisado? La respuesta era muy difícil de contestar, por no decir imposible, ya que el perfil de la costa quedaba muy difuminado por la neblina; todo era desconocido para nosotros y ninguno había visto anteriormente este rincón del mundo. Al llegar la noche cayó una fuerte lluvia que nos impidió ver nada en absoluto, por lo que seguimos nuestro camino a tientas. Con la luz del día llegó un viento del sudoeste que se llevó la lluvia, de modo que pudimos ver la tierra de nuevo. Decidimos que lo que veíamos era el promontorio del centro, la Cabeza de Tasman, y nos adentramos tan contentos en la bahía de la Tormenta —siempre según nuestras suposiciones—. Con el rápido aumento de la brisa y la posibilidad de alcanzar Hobart en pocas horas, todo parecía estar más claro. Con esta agradable sensación nos sentamos a desayunar en la mesa del salón de proa, cuando la puerta se abrió con lo que parecía una violencia innecesaria y el rostro del oficial de guardia apareció en el umbral: «Vamos por el lado equivocado» fue su siniestro mensaje, y desapareció. ¡Adiós a nuestros planes, adiós a nuestro desayuno! Toda la tripulación subió a cubierta, y pudimos ver con toda claridad que la triste información era correcta. Nos habíamos equivocado con la espesa lluvia. El viento se había convertido en fuerte brisa, llevándose las nubes a la cima de las islas, y ahora podíamos ver que el punto que habíamos tomado como Cabeza de Tasman era en realidad el faro. Era la isla de Tasman en lugar de la bahía de la Tormenta, nos encontrábamos en mar abierto, sobre el Pacífico, lejos a sotavento del infame cabo. No había otra cosa que hacer que desandar el camino hacia barlovento, aunque sabíamos que esto era prácticamente en vano. La brisa terminó siendo tormenta y, en vez de hacer algún progreso, todas nuestras perspectivas eran de ser arrastrados a sotavento; este era el resultado cuando queríamos avanzar con el Fram. A pesar de lo mal que nos sentíamos, comenzamos a hacer el trabajo que teníamos que hacer, pero el Fram seguía siendo arrastrado. Al principio parecía que nos manteníamos más o menos en el mismo lugar, pero la distancia a tierra iba aumentando y el viento era cada vez más fuerte; nuestro rumbo pronto resultó parecerse a una gallina escarbando. A mediodía nos dirigíamos de nuevo a tierra; inmediatamente después, apareció una violenta ráfaga que hizo trizas el foque exterior, lo que nos obligó a arriar la vela mayor, de otra manera pronto acabaría por dañar la jarcia. Con el resto del velamen cualquier futuro intento sería vano: lo único que podíamos hacer era dirigirnos a tierra, tanto como pudiésemos, a sotavento y hacerlo con la ayuda del motor y aguantar así hasta que el tiempo se moderase. ¡Cómo sopló aquella tarde! Una ráfaga tras otra bajaba danzando colina abajo, y rompían sobre la jarcia sacudiendo todo la nave. La sensación en el barco, como sería de esperar, fue algo bochornosa, y dio pie a expresiones no precisamente gentiles. Viento, clima, destino y vida fueron maldecidos en general, pero esto sirvió de poco. La península que nos separaba de la bahía de la Tormenta allí permanecía, firme e inamovible, y la tormenta continuaba como si no tuviera prisa en permitirnos rodearla. Durante todo el día y gran parte de la noche continuó igual, sin producirse ningún cambio. El día 6 por la mañana dio señales de mejoría. El viento comenzó a soplar más suave y roló más desde el sur; esto era, por supuesto, lo que necesitábamos, pero para amarrar en la orilla, donde el agua estaba totalmente en calma, teníamos que conseguir recorrer el camino de vuelta hasta la isla de Tasman antes de que se hiciera de noche. La noche trajo calma y eso nos dio la oportunidad. El motor funcionó con ganas, y una ligera pero favorable corriente nos ayudó en nuestro camino. Al amanecer del día 7 nos encontramos frente a la bahía de la Tormenta, y por fin pudimos sentirnos dueños de nuestra propia situación.
Era un día de sol, y nuestras caras resplandecían rivalizando con él; el rastro de las disgustos de los dos últimos días se había desvanecido. Y pronto el Fram también comenzó a brillar. La blanca pintura de la cubierta recibió una absoluta puesta a punto con agua y jabón. El Ripolín parecía otra vez tan fresco como cuando se aplicó. Una vez terminada esta labor, la apariencia exterior de los hombres experimentó un notable cambio. Las chaquetas de Islandia y los «trajes de tela gruesa» de Horten dieron paso a los «trajes de tierra» de los cortes y estilos más variados, que salieron a la luz después de dos años de descanso; las navajas y las tijeras hicieron un buen trabajo, y la moda de los gorros Burberry confeccionados por nuestro marinero-sastre Rönne cubrían la mayoría de las cabezas. Incluso Lindstrøm, quien día tras día había mantenido la posición entre todos los de tierra de ser el miembro más pesado, gordo y «oscuro», mostró señales inconfundibles de haber estado en contacto con el agua.
Entre tanto, nos acercamos a la estación del práctico del puerto y una pequeña lancha a motor se colocó a nuestro lado.
—Capitán, ¿necesita un práctico?
Fue una positiva impresión escuchar por primera vez una nueva voz humana. Se estableció de nuevo la comunicación con el mundo exterior. El práctico —un activo y simpático señor mayor— miró a su alrededor con sorpresa cuando subió a cubierta.
—Nunca hubiera imaginado que todo estuviese tan limpio y brillante a bordo de una barco polar —dijo—, y tampoco puedo creer que con esa apariencia vengáis de la Antártica. Más bien parece que venís de pasar un buen rato.
Nosotros podíamos asegurarle de dónde veníamos, pero como a los demás, no era nuestra intención permitirnos ahora un bombardeo de preguntas, y aquel buen hombre lo entendió claramente. El no tuvo reparos a contestar a las nuestras, aunque no tenía muchas noticias que darnos. No había oído nada sobre el Terra Nova, por otro lado, pudo contarnos que el barco del Dr. Mawson, el Aurora, comandado por el capitán Davis, podía llegar en cualquier momento a Hobart. Ellos habían estado esperando al Fram desde comienzos de febrero y hacía tiempo que habían renunciado a la espera. Eso fue una sorpresa.
Nuestro invitado no tenía deseo de familiarizarse con nuestra cocina; en cualquier caso, declinó enérgicamente nuestra invitación al desayuno. Quizá tuvo miedo de tener que comer carne de perro o algún plato similar. Por otro lado, mostró gran aprecio por el tabaco noruego. Cuando nos dejó, llevaba los bolsillos repletos.
La ciudad de Hobart está situada en la ribera del río Derwent, que desemboca en la bahía de la Tormenta. Los alrededores son preciosos y es evidente que la tierra es extremadamente fértil, aunque cuando llegamos los bosques y campos estaban casi completamente agostados; una prolongada sequía había consumido su verdor. A nuestros ojos, sin embargo, era una verdadera delicia contemplar praderas y bosques, aunque no estuvieran en pleno esplendor. No dejamos de disfrutarlo por eso.
El puerto de Hobart es casi perfecto, grande y magníficamente protegido. Cuando nos acercamos a la ciudad, la habitual procesión de jefe del puerto, doctor y oficiales de aduanas subieron a bordo. El médico vio enseguida que no había trabajo para su departamento, y los oficiales de aduanas se convencieron con facilidad de que no llevábamos contrabando. Echamos el ancla y pudimos desembarcar. Tomé mis cablegramas y acompañé al jefe del puerto a tierra.