Capítulo VI.
Los viajes de almacenamiento
Después de tanto tiempo transportando equipos y provisiones desde el Fram, era evidente que ya sobraba gente para ese trabajo. Decidimos que, mientras unos seguían con el trabajo acostumbrado, el resto se dedicaría a otras cosas. De ahora en adelante cuatro hombres seguirían trayendo lo poco que quedaba, mientras que los cuatro restantes marcharían hacia el sur para alcanzar la latitud 80° S; en parte para explorar los lugares más cercanos y en parte para comenzar a llevar las provisiones necesarias en esa dirección. Estos preparativos nos dieron suficiente quehacer. Ahora, los cuatro hombres que continuaban trabajando en la estación —Wisting, Hassel, Stubberud y Bjaaland— tenían que cargar sus trineos tanto como podían. Los demás estábamos ocupados en los preparativos de la marcha. El problema era que no sabíamos muy bien lo que había que preparar de antemano para un viaje tan largo, ya que no teníamos experiencia. Eso era lo que íbamos a adquirir en adelante.
Nuestra salida quedó fijada para el viernes 10 de febrero. El día anterior fui al Fram para despedirme, ya que lo más seguro era que a nuestra vuelta ya hubiera zarpado. Tenía mucho que agradecer a nuestros valientes compañeros. Sabía que era algo duro para todos ellos, sin excepción, tener que abandonarnos ahora que empezaba lo más interesante, y volver a mar abierto para luchar durante meses contra el frío y la oscuridad, contra hielos y tormentas, para regresar un año después a recogernos. Ciertamente era una tarea dura, pero no había quejas. Todos se comprometieron a hacer lo mejor para poder conseguir nuestro objetivo común y siguieron realizando sus tareas como siempre. Dejé por escrito órdenes para el comandante del Fram, el capitán Nilsen. Lo sustancial de esas órdenes se podían resumir en pocas palabras: «Sigue con nuestro plan de la forma que mejor creas». Conocía al hombre al que le estaba dando las órdenes. El más honrado y capaz segundo de a bordo que jamás podría tener. Sabía que el Fram estaba seguro en sus manos.
El teniente Prestrud y yo nos dirigimos hacia el sur en busca de otro lugar apropiado para subir la barrera desde la bahía. El mar helado estaba totalmente liso a esta distancia; sólo unas pequeñas grietas aquí y allá. Un poco más arriba de la bahía se apreciaban unos curiosos y largos montículos formados hacía mucho tiempo. ¿A qué podrían deberse? Esta parte estaba bastante protegida del mar, de ahí que estas formaciones no se pudieran atribuir a la acción de las olas. Esperábamos poder estudiar estas formaciones de una manera más detallada posteriormente; ahora no había tiempo para ello. El camino más corto y directo hacia el sur era el que habíamos descubierto ahora. La bahía no era ancha en este punto. La distancia entre Framheim y este lugar era de unos cinco kilómetros. La ascensión de la barrera no fue difícil, a excepción de unas cuantas fisuras que no presentaban mayor dificultad. No nos llevó mucho tiempo subir, excepto en su parte de mayor pendiente. La ascensión fue muy emocionante. ¿Qué veríamos en la cima? Hasta ahora nunca habíamos tenido una vista ininterrumpida de la barrera hacia el sur, esta sería la primera vez. Cuando llegamos arriba no nos sorprendió la vista, una interminable llanura que se perdía en el horizonte en dirección sur. Por supuesto, podíamos ver los montículos antes mencionados, una buena referencia para futuros viajes. La marcha fue excelente; una fina capa de nieve suelta se extendía por la dura superficie y la hacía muy apropiada para el esquí. La superficie del suelo nos indicaba que habíamos encontrado el lugar idóneo para nuestros esquís, una capa de nieve larga y estrecha. Habíamos encontrado lo que estábamos buscando, una ascensión para nuestros viajes de almacenamiento y un paso abierto hacia el sur. Marcamos el lugar con una bandera y le pusimos el nombre de «punto de partida». En el camino de vuelta, según descendíamos, nos encontramos con grandes rebaños de focas que yacían dormidas. Ni se enteraron de nuestra presencia. Si nos acercábamos y las despertábamos, tan sólo levantaban un poco sus cabezas, nos miraban por un momento, se daban la vuelta y seguían durmiendo. Es evidente que estos animales, aquí en el hielo, no tienen enemigos. Deberían echar un vistazo a sus hermanas del norte para saber qué hacer en caso de sentir miedo.
Aquel día usamos por primera vez ropas de piel —piel de reno confeccionada al estilo de los esquimales— que demostraron ser demasiado cálidas. Más tarde volvimos a tener la misma experiencia. Con bajas temperaturas estas ropas de reno son, con diferencia, las mejores, pero por lo general aquí en el sur no tuvimos bajas temperaturas cuando viajamos en los trineos. En las pocas ocasiones que experimentamos frío siempre nos cubríamos de estas pieles. Cuando volvimos por la noche de nuestro reconocimiento, no necesitamos tomar un baño turco.
El 10 de febrero a las nueve y media de la mañana salió la primera expedición hacia el sur. Fuimos cuatro hombres, con tres trineos y dieciocho perros, seis por trineo. La carga ascendía a unos doscientos cincuenta kilogramos de provisiones por trineo, además de los equipos necesarios para el viaje. No podíamos decir, ni de manera aproximada, qué distancia recorreríamos, todo nos era desconocido. Lo primero que llevamos en nuestros trineos fue el pemmican de nuestros perros para el almacén, más de ciento cincuenta kilogramos por trineo. También llevamos bastante cantidad de carne de foca en filetes, grasa, pescado seco, chocolate, margarina y galletas. Disponíamos de diez largas cañas de bambú con banderas negras para indicar el camino. El resto del equipo consistía en dos tiendas para tres hombres cada una, cuatros sacos de dormir y utensilios para cocinar.
Los perros estaban muy excitados y dejamos Framheim a mata caballo. A lo largo de la barrera todo fue bien. Mientras marchamos por el mar helado tuvimos que pasar a través de cantidad de montículos de nieve que hacían que la superficie fuese muy irregular, lo cual tuvo sus consecuencias: primero un trineo y luego los demás rodaron por la nieve. A pesar de ello no hubo ningún daño; probamos el equipo por primera vez y eso siempre es una ventaja. También tuvimos que pasar bastante cerca de varios grupos de focas y fue una tentación demasiado grande. Un grupo de perros se lanzó al galope hacia ellas. Pero en esta ocasión la carga era pesada y pronto se cansaron de este trabajo extra. En la bahía estábamos a la vista del Fram. El hielo le había permitido, esta vez, situarse justo al lado de la barrera. Nuestros cuatro compañeros, que se quedarían en la cabaña, nos acompañaron. En primer lugar porque querían vernos marchar y en segundo lugar porque podrían echarnos una mano para subir la barrera, pues temían que tuviésemos que sudar la camiseta de hacerlo nosotros solos. Después se irían a cazar focas. Aquí había muchas oportunidades; por donde uno mirara había focas, grandes y pesadas bestias.
Dejé a Wisting al mando del grupo que se había quedado en casa y con bastante tarea que realizar. Tenían que transportar desde el barco el material que faltaba y construir un largo y amplio tejadillo sobre la pared oeste de la cabaña, de manera que no tuviésemos que pasar directamente sobre el hielo para acceder al interior por la puerta de la cocina. Al mismo tiempo podríamos utilizarlo como taller. Pero de todas formas, no podían olvidar la caza de focas. Era muy importante para nosotros conseguir una cantidad suficiente de carne, tanto para nuestra alimentación como para la de nuestros perros si no queríamos tener que pasar privaciones. Había mucho que hacer. Si durante el invierno nos quedábamos escasos de carne fresca, la culpa sería sólo nuestra.
Fue una gran idea contar con su ayuda para subir la barrera. Al ser muy empinada tuvimos que trabajar bastante pero, como teníamos muchos perros, enganchamos a los trineos el número suficiente y conseguimos llegar a la parte de arriba. Me gustaría saber qué pensaban a bordo del Fram. Ellos podían ver nuestro trabajo mientras subíamos. ¿Cómo se sentirían al vernos sobre la planicie? Yo no sé si recordarían el viejo dicho: la perfección se consigue con la práctica.
Hicimos un alto en el punto de partida, donde nos separamos de nuestros compañeros. Ninguno de nosotros estaba especialmente triste. Un fuerte apretón de manos y un adiós. El orden de marcha era el siguiente: Prestrud iba el primero con los esquís, era el encargado de indicar la dirección y de animar a los perros. Siempre marchábamos mejor si alguien se ponía en cabeza. El siguiente era Helmer Hanssen. Durante todos nuestros viajes, este fue siempre su puesto, conduciendo uno de los trineos. Yo le conocía muy bien, ya que habíamos trabajado juntos otras veces y le consideraba un excelente guía de perros desde nuestro primer encuentro. Llevaba una brújula en el trineo con la que verificaba la dirección de Prestrud. Después marchaba Johansen, también con una brújula. Y, finamente, iba yo, que también llevaba una brújula y el medidor de distancia. Yo prefería conducir el último trineo, ya que de esta forma podía ver todo lo que estaba ocurriendo. Además, por muy cuidadoso que uno fuera, siempre se caen cosas de los trineos durante un viaje. Si el último hombre está pendiente se puede evitar perderlas. Podría enumerar la gran cantidad de cosas que se cayeron durante nuestros viajes y que fueron recogidas por el último hombre. El trabajo más duro, por supuesto, recae en el primer hombre. Tiene que ir abriendo camino y dirigiendo a los perros hacia adelante, los demás sólo tienen que seguirle. Debemos rendir todos los honores al hombre que realizó esta tarea desde el primer día hasta el último, Helmer Hanssen.
La posición del hombre de cabeza no es envidiable comparada con las otras. Tiene la ventaja de que no tiene que pelear con los perros, pero es desconcertante y tedioso progresar solo mirando fijamente la nada. Su único entretenimiento son los gritos del trineo que le sigue: «un poco a la derecha», «un poco a la izquierda». Con el tono con el que se decían estas palabras, no creo que le sirvieran de entretenimiento. Esos gritos, entonces y ahora, suenan de tal forma que le hacen a uno sentirse culpable de todo lo que sucede. A veces te hacen sentir un escalofrío por la espalda, sobre todo cuando los gritos del compañero vienen acompañados de la palabra «zoquete»; por el tono no solía haber margen para la mala interpretación. No es fácil marchar en línea recta por una superficie sin puntos de referencia. Imagina una gran planicie que tienes que cruzar con una espesa niebla, con una calma total y una capa de nieve totalmente lisa y sin irregularidades. ¿Lo podrías hacer? Quizá un esquimal pueda, pero nosotros no. Nosotros iríamos dando tumbos a izquierda y derecha, lo que significa que al guía que lleva la brújula le damos infinidad de problemas. Es extraño cómo afecta a la mente. El hombre que lleva la brújula sabe que el guía no puede hacerlo mejor, incluso sabe que él mismo no lo haría mejor, sin embargo, siempre tiene la creencia de que el inocente guía hace esos cambios de rumbo para molestarle; así, como acabo de decir, las palabras «un poco a la izquierda» también significa «zoquete», y esto lo piensa tanto el primer hombre del segundo como el segundo del primero. Sobre esto yo tengo las dos experiencias, aunque los más propensos a pensar mal son los guías de trineos. Para estos todo pasa más rápidamente. Tienen que estar pendientes de sus perros, para que todos trabajen y ninguno se escaquee. Además de otros muchos detalles de los que no puede olvidarse y todo ello manteniendo siempre los ojos sobre el trineo. Si no lo hace así, cualquier pequeño desnivel puede lanzar el trineo por los aires antes de darse cuenta, y el vuelco de un trineo con cuatrocientos kilos no es para bromear. Y a pesar de todos estos riesgos, siempre tiene que poner su total atención al que va delante de él.
Desde el punto de partida, la barrera tenía una pronunciada pendiente hasta la cumbre donde comenzaba la planicie totalmente llana. Cuando llegamos a la cima, hicimos otro alto. Nuestros compañeros ya habían desaparecido camino de su trabajo, pero en la distancia aún podíamos ver el Fram destacando entre el brillo azul blanquecino del hielo. Teniendo en cuenta las limitaciones de las posibilidades humanas, ¿volveríamos a reunirnos con él? Y en el caso de que así fuera, ¿en qué condiciones? Quedaba mucho tiempo para poder volver a encontrarnos de nuevo. El inmenso océano por un lado y las desconocidas regiones de hielo por el otro. ¡Cuántas cosas podían ocurrimos! Con el ondear de su bandera, el Fram nos dio su último adiós, y poco después desapareció de nuestra vista. Ahora sí que estábamos en camino hacia el sur. Este primer viaje hacia el interior de la barrera era, sin duda, muy emocionante. El terreno era totalmente desconocido y nuestros equipos no estaban contrastados sobre el terreno. ¿Con qué tipo de regiones tendríamos que enfrentarnos? ¿Continuaríamos con esta llanura sin límites y sin obstáculos de ninguna clase? O, por el contrario, ¿nos encontraríamos con algún fenómeno natural imposible de superar? ¿Estábamos en lo cierto al pensar que los perros eran el mejor sistema de transporte por estas regiones? ¿O hubiera sido mejor llevar renos, ponis, vehículos a motor, aviones o cualquier otro medio? Avanzábamos a una velocidad acompasada; la marcha era perfecta. Los perros pisaban sobre una fina capa de nieve suelta, lo justo para tener un buen agarre.
Roald Amundsen con los hombres que llegaron al polo Sur. De
izquierda a derecha, Hassel, Wisting, Amundsen, Bjaaland y Hansen.
(Puerto de Hobart, Tasmania, a la vuelta de la expedición)
Las condiciones atmosféricas no eran las que hubiéramos deseado para estas desconocidas tierras. Es verdad que el tiempo era tranquilo y apacible, muy agradable para viajar, pero la luz no era buena. Una neblina gris, la más indeseable clase de luz después de una niebla, se extendía sobre el paisaje, haciendo que la barrera y el cielo se confundiesen en una sola cosa. No había un claro horizonte al que mirar. Esta neblina gris, la hermana joven de la niebla, es extremadamente desagradable. Uno nunca puede estar seguro de lo que le rodea. Las sombras no existen, todo parece lo mismo. En una luz como esta es bastante problemático ser el primero en abrir camino, no puedes ver las irregularidades del terreno hasta que no estás sobre ellas. Esto acaba frecuentemente en una caída o en un desesperado esfuerzo por mantenerse en pie. Es mejor para los guías de los trineos, ellos siempre se mantienen estables agarrados a sus manillares. Pero ellos también tienen que tener cuidado con las irregularidades del hielo para evitar posibles vuelcos. Esta luz también es muy nociva para la vista y se dan casos de ceguera de las nieves después de varios días como estos. La causa no es sólo que uno tenga que forzar la vista de forma continua; muchas veces es simplemente falta de cuidado. En ocasiones uno tiende a ponerse las gafas sobre la frente, especialmente si son demasiado oscuras; en nuestro caso, sólo alguno tuvo una leve molestia. Curiosamente, la ceguera producida por la nieve y los mareos durante la navegación marina tienen cosas en común. Si preguntas a un hombre si tiene mareos, en nueve de cada diez ocasiones siempre contestará: «No, sólo el estómago un poco raro»; con pocas diferencias, ocurre lo mismo con la ceguera producida por la nieve. Un hombre llega por la noche a la tienda con un ojo inflamado; si le preguntas si es ceguera por la nieve, puedes estar seguro que hasta se sentirá ofendido. «¿Ceguera por la nieve? ¿Eso qué es? No, ni mucho menos, sólo es una pequeña molestia en el ojo».
Sin mayores esfuerzos, ese día hicimos veintisiete kilómetros. Llevamos dos tiendas y dormimos dos en cada una. Eran de tres plazas, y montar una para los cuatro resultaba un poco justo. Por cuestiones de economía cocinamos sólo en una de ellas y como el tiempo se mantuvo templado no necesitamos comer mucho, y así pudimos llevar más víveres al depósito.
En este primer viaje, como en todos los que hicimos para montar los almacenes de avituallamiento, nos levantábamos muy temprano. Empezábamos a prepararnos a las cuatro, aunque hasta casi las ocho no estábamos en ruta. Siempre tratamos de remediar esto, pero nunca lo conseguimos. Uno se preguntará por qué ocurría esto. Mi respuesta es francamente sencilla: nos entreteníamos, nada más. Cuando estábamos montando los almacenes eso no importaba demasiado, ahora bien, cuando comenzamos el viaje propiamente dicho, tuvimos que desterrar de forma implacable esa tardanza.
Al día siguiente conseguimos hacer los veintisiete kilómetros en seis horas, con lo que teníamos montado el campamento a primera hora de la tarde. Los perros estaban cansados, habían tenido que tirar todo el camino cuesta arriba. Estábamos a una distancia de cuarenta y cinco kilómetros y podíamos divisar abajo la bahía de las Ballenas, lo que nos indicaba que nuestra ascensión había sido considerable. Calculamos que aquella tarde nuestro campamento estaría a ciento cincuenta metros sobre el nivel del mar. Estábamos asombrados de esta altura, aunque no debería ser así, pues ya desde el extremo de la bahía habíamos calculado lo mismo. Quizá muchos de nosotros seamos propensos a establecer nuevas teorías o a inventar cosas nuevas. Lo que otros han visto no nos interesa. Así que en esta ocasión tuvimos la oportunidad —y digo tuvimos porque yo era uno de los artífices— de formular una nueva teoría: que avanzaríamos por una superficie lisa inclinada y uniforme por toda la planicie antártica; nos veíamos en nuestra imaginación ascendiendo gradualmente hasta lo alto, evitando así las grandes pendientes y la penosa ascensión de montañas.
El día había sido muy templado, -11° C, y me había visto obligado a quitarme casi toda la ropa, quedándome con la justa e imprescindible. La ropa que llevaba se deduce por el nombre que di a la ascensión, Singlet Hill[20]. Cuando comenzamos la marcha al día siguiente había una espesa niebla muy molesta. Fuimos totalmente a ciegas sobre un terreno virgen. Nos dio la impresión de ir cuesta abajo. A la una en punto los compañeros del primer trineo divisaron tierra justo enfrente. Por los gestos que hacían debía tratarse de algo descomunal. Yo no veía nada, lo cual no debe sorprender. Mi vista no es especialmente buena, y además resultó que la tierra no existía.
La niebla se levantó y la superficie se nos presentó algo quebrada. La imaginaria tierra existió hasta el día siguiente, cuando descubrimos que simplemente era una ilusión óptica del banco de niebla. La marcha de esa jornada fue bastante rápida, pues recorrimos una distancia de treinta y dos kilómetros en vez de nuestros veintisiete habituales. Llevábamos ropa más bien ligera. Las ropas de piel las teníamos guardadas ya que no eran necesarias. Lo único que llevábamos sobre la ropa eran los cortavientos. Aquella jornada muchos de nosotros dormimos con las piernas fuera del saco de dormir. Al día siguiente nos sorprendió una calma total, un día radiante y claro. Era la primera vez que teníamos una vista despejada. Mirando hacia el sur, la barrera parecía continuar lisa y llana, totalmente horizontal. Hacia el este, por el contrario, tenía una pronunciada pendiente, probablemente hacia la tierra del Rey Eduardo VII, o al menos eso creíamos. En el transcurso de la tarde atravesamos la primera grieta con la que nos encontramos. Daba la impresión de estar cubierta por la nieve desde hacía mucho tiempo. La distancia recorrida ese día fue de treinta y siete kilómetros.
En estos viajes de preparación del avituallamiento nos vinieron muy bien nuestros Thermos[21]. A media jornada hacíamos un alto y tomábamos una taza de chocolate hirviendo; era muy agradable poder tomar algo caliente sin tener que prepararlo en medio de toda esa nieve. En el viaje final hacia el sur ya no llevamos termos. No había tiempo para eso.
El 14 de febrero, después de una marcha de dieciocho kilómetros y medio alcanzamos los 80° de latitud sur. Desgraciadamente no pudimos hacer ninguna observación astronómica durante aquella jornada, pues el teodolito que habíamos llevado resultó que no estaba en condiciones, aunque en observaciones posteriores comprobamos que habíamos llegado a 79° 59’ S. Nada mal para haber viajado entre la niebla. Hasta este punto dejamos señalada la ruta con cañas de bambú y banderas colocadas cada quince kilómetros. Al no poder marcar el lugar con mediciones astronómicas y viendo que con las banderas sería insuficiente, tuvimos que buscar otro medio para dejar bien indicada la zona. Desarmamos unas cuantas cajas vacías y con ellas señalamos un cierto número de puntos, aunque seguían sin ser suficientes. Entonces nos fijamos en los fardos de pescado seco de uno de los trineos: ya habíamos encontrado el modo de dejar todo bien señalado. Me gustaría saber si alguien, en algún lugar del mundo, a lo largo de la historia de la humanidad, ha dejado marcado algún camino con pescado seco; lo dudo. Nada más llegar a la latitud 80°, sobre las once de la mañana, comenzamos a levantar el almacén de avituallamiento. Lo hicimos bastante sólido, de unos tres metros y medio de alto.
La marcha en esta latitud fue diferente a la que habíamos llevado hasta entonces. La profunda nieve suelta que había por todos sitios nos indicaba que esta había caído lentamente, con un tiempo en calma. Por lo general, cuando pasábamos por aquí siempre encontramos las mismas condiciones de nieve. Cuando terminamos el depósito y lo fotografiamos, nos montamos en los trineos y comenzamos nuestro viaje de regreso. Fue bastante tentador sentarse y dejarse llevar, algo que por otro lado nunca ocurrió. Prestrud se sentó conmigo. Hanssen iba a la cabeza y, como seguíamos un camino que ya habíamos realizado, no quiso a nadie delante abriendo paso.
Montaje del depósito de avituallamiento a 80° de latitud
En el último trineo llevábamos los indicadores del camino. Prestrud miraba el contador de distancias y nos la indicaba cada medio kilómetro, al mismo tiempo que yo iba dejando el pescado seco sobre la nieve. Este método de marcar la ruta demostró ser una idea brillante y muy eficaz. El pescado seco no sólo nos indicó el camino en muchas ocasiones, sino que también fue muy útil en el siguiente viaje para los perros hambrientos. Ese día recorrimos una distancia de sesenta y nueve kilómetros. No nos acostamos hasta la una en punto de la noche, lo que no nos impidió levantarnos a las cuatro y comenzar la marcha a las siete y media. A las nueve y media de la tarde llegamos a Framheim después de recorrer cien kilómetros en un día. La razón de recorrer esa distancia no fue establecer un récord de velocidad sobre la barrera sino, de ser posible, llegar a casa antes de la partida del Fram y así tener la oportunidad de dar un apretón de manos a nuestros compañeros y desearles un buen viaje. Sin embargo, cuando llegamos al borde de la barrera vimos que, a pesar de nuestros esfuerzos, habíamos llegado demasiado tarde. El Fram ya no estaba. Nos produjo un extraño y melancólico sentimiento, difícil de comprender. Pero, al momento, volvió el sentido común y nos alegramos de que hubiera sido capaz de estar tanto tiempo junto a la barrera sin sufrir daño alguno. Nos dijeron que el barco había abandonado la bahía a mediodía, justo cuando más nos esforzábamos por llegar a tiempo.
Este viaje de avituallamiento fue suficiente para confirmarnos que nuestro éxito futuro dependía de este tipo de depósitos logísticos. Después de esto, nos parecía que todo sería de color de rosa. Hasta ahora habíamos comprobado tres importantes factores —el estado de la superficie del hielo, el ritmo de la marcha y el excelente arrastre de los perros— y el resultado no podía ser mejor. Todo estaba controlado. Yo siempre había tenido un gran aprecio por los perros como animales de tiro, pero después de esta demostración mi admiración subió muchos puntos. Echemos una mirada a lo que mis perros consiguieron en esta ocasión: el 14 de febrero recorrieron dieciocho kilómetros hacia el sur con una carga de trescientos cincuenta kilogramos, y ese mismo día cincuenta y un kilómetros y medio hacia el norte con sólo cuatro de ellos, los «tres mosqueteros» y Lassesen, pues Fix y Snuppesen rehuyeron hacer cualquier trabajo. El peso con el que empezaron desde los 80° S fue de setenta y cinco kilogramos de los trineos, más ochenta de Prestrud más ochenta y dos y medio míos. A estos hay que añadir setenta de los sacos de dormir, esquís y pescado seco, lo que hace un total de trescientos siete kilogramos o, visto de otra forma, cuarenta y ocho kilos y medio por perro. El último día recorrieron cien kilómetros. Creo que en esta ocasión los perros demostraron estar totalmente preparados para llevar trineos por la barrera. Además de este brillante resultado, sacamos otras muchas conclusiones. En primer lugar, la cuestión del tiempo perdido en los preparativos de la mañana nos empujaba a tener que hacer un pequeño estudio; no podíamos permitirnos esa pérdida de tiempo cuando empezásemos el viaje hacia el Polo propiamente dicho. Podíamos aprovechar al menos dos horas más, de eso no teníamos ninguna duda, pero ¿cómo? Tendría que tomarme mi tiempo para pensar en ello. Lo que precisaba más nuestra atención era el peso del equipo. Los trineos habían sido construidos teniendo en cuenta las condiciones más extremas de la superficie. Como la situación del hielo no era tan mala como habíamos presumido, podíamos permitirnos usar equipos más ligeros. Tendríamos que ser capaces de reducir el peso de los trineos a la mitad y, si fuese posible, más aún. Nuestras grandes botas de lona necesitaban una total transformación. Eran demasiado pequeñas y demasiado rígidas, era necesario hacerlas más grandes y suaves. Mantener los pies bien abrigados era fundamental si queríamos asegurar el éxito de la expedición, y teníamos que hacer todo lo que pudiéramos para conseguir que todo fuese bien en lo que se refiere a este tema.
Los cuatro que se quedaron en casa habían hecho un buen trabajo. Framheim era casi irreconocible con la nueva construcción que habían levantado en su pared oeste. Era un cobertizo tan amplio como la cabaña entera, de cuatro metros de largo por tres de ancho, con dos ventanas. Su interior se veía bastante cómodo y ordenado; pero esto no era, ni de lejos, lo único que habían hecho. Nuestros arquitectos habían excavado un pasadizo de un metro y medio de ancho alrededor de toda la cabaña que quedaba cubierto, simplemente, al haber prolongado el tejado. En el lado que miraba al este se fijaron unas planchas sobre caballetes que permitían escurrir la nieve hasta el suelo. La parte baja de este nuevo trozo de tejado era lo suficientemente fuerte para soportar el peso de la nieve acumulada durante el invierno. Este pasaje conectaba con el cobertizo por una puerta en la pared norte y se construyó con la idea de poder almacenar en él latas de comida y carne fresca que, junto con su parte final del lado este, ofrecía un excelente lugar para derretir nieve y obtener agua potable. En este lugar Lindstrøm estaba seguro de conseguir toda la cantidad de nieve limpia que necesitara, lo cual era imposible en las cercanías de la casa. Teníamos ciento veinte perros correteando por los alrededores, y no eran muy conscientes de para qué queríamos nieve limpia. Con esta pared de nieve Lindstrøm no tenía nada que temer de los perros. Además, otra gran ventaja era que no necesitaba salir afuera con mal tiempo, a oscuras o con frío, cada vez que quería un trozo de hielo.
Otra cosa que teníamos que empezar a preparar antes de que llegase el frío eran las tiendas para nuestros perros. No podíamos dejarlos como estaban ahora, sobre la nieve; si los dejásemos al aire libre pronto encontraríamos que los dientes de estos animales serían como cuchillos puntiagudos, y además estarían siempre expuestos a los vientos fríos. Para contrarrestar esto, excavamos casi dos metros bajo el suelo de cada tienda en la superficie de la barrera. Gran parte de esta excavación se tuvo que realizar con hachas, ya que nos encontramos demasiado pronto con el hielo desnudo. Cuando se terminó una de ellas, tenía una apariencia magnífica. Su altura era de cinco metros y medio y su diámetro en el suelo cuatro metros y medio. Clavamos en el suelo de hielo doce postes equidistantes alrededor de la tienda para atar en ellos a los perros. Desde el primer momento los animales tomaron afición por su nuevo acomodo, y se encontraban tan a gusto fuera como dentro. Desde que entraron en estas tiendas, no recuerdo haber visto a ninguno de mis perros con escarcha sobre el pelo. Disfrutaron de todas las ventajas: aire renovado, ausencia de viento, luz y espacio suficiente. Alrededor del poste central dejamos un pilar de nieve de la altura de una persona. Tardamos ocho días en tener preparadas las ocho tiendas para nuestros compañeros de cuatro patas.
Antes de que el Fram zarpara desembarcamos al borde de la barrera uno de los botes de remos. Nunca se sabe; si en algún momento necesitásemos uno, no estaría mal tenerlo, y si no, tampoco hacíamos daño a nadie. Lo llevamos al interior con dos trineos tirados por doce perros. Dejamos el mástil en pie, de forma que indicara su posición claramente.
Además de todas sus tareas domésticas y arquitectónicas, los cuatro hombres encontraron tiempo para cazar focas, dejando gran cantidad de carne almacenada por todas partes. No podíamos perder el tiempo en preparar las tiendas donde almacenaríamos nuestra principal reserva de carne de foca, pero tampoco podíamos dejar estas provisiones en el suelo sin ninguna protección. Para mantener a los perros alejados, construimos una pared de dos metros de altura con grandes bloques de hielo. Como lo único que los perros podían ver estaba completamente cubierto de hielo, sus posibilidades de alcanzar la carne desaparecieron.
No podíamos echar raíces aquí, así que por mucho que nos gustara estar en casa teníamos que seguir llevando alimentos hacia el sur. Nuestra marcha se fijó para el 22 de febrero, pero antes teníamos gran cantidad de cosas que preparar. Teníamos que traer todas las provisiones del almacén principal y prepararlas para el viaje. Y luego, abrir los envases de la carne enlatada; cada lata tenía cuatro raciones que había que separar y después colocar en las cajas envueltas con hojalata. De esta forma ahorrábamos mucho peso y al mismo tiempo nos evitábamos tener que hacerlo más tarde en medio del frío. Para que el pemmican pudiera conservarse al atravesar las zonas tropicales era imprescindible llevarlo en latas, ya que de otra manera corríamos el peligro de que todo su contenido se derritiese en la bodega del barco. Esta operación de abrir y volver a empaquetar nos llevó mucho tiempo, pero lo terminamos cómodamente en el porche recién construido.
Otra cosa que también nos llevó mucho tiempo fue preparar el equipo personal de cada hombre. Dedicamos una especial atención al problema de las botas. Muchos de nosotros estábamos a favor de las botas grandes pero con algunas modificaciones. Había algunos, pocos, que pensaban que un equipo suave y ligero para los pies no era lo mejor. En este caso no había mucha diferencia, ya que todos sabíamos que las botas grandes estaban destinadas sobre todo para el viaje final, en caso de encontrarnos con glaciares. Aquellos que querían usar botas suaves y llevar las duras colgadas del trineo, pudieron hacerlo como deseaban. Yo no podía forzar a nadie a usar un calzado que no quisiera; me hubiera conducido a muchos sinsabores y responsabilidades. Cada uno podía usar el calzado que le pareciera mejor. Personalmente prefería las botas con suela rígida, con la parte superior flexible y más amplia para tener la posibilidad de poder llevar tantos calcetines como deseara. Menos mal que el fabricante de las botas no nos vio reformándolas en Framheim y en ocasiones posteriores. Metimos el cuchillo sin piedad en su hermoso trabajo y le quitamos toda la lona y gran cantidad de cuero superfluo. Como yo no tengo gran destreza como zapatero, gustosamente acepté el ofrecimiento de Wisting para trabajar sobre la mías. Cuando me las devolvió, no las reconocí. En cuanto a su aspecto, eran más elegantes que antes de los cambios, aunque eso no tenía importancia en comparación con lo bien que se adaptaban a mis pies y lo confortables que eran. Creo que ganaron en muchos aspectos. Las gruesas lonas desaparecieron y se reemplazaron por un fino tejido resistente a la intemperie. Las punteras tenían espacio suficiente para poder llevar puestos varios pares de calcetines. Además, una de las plantillas se podía quitar, lo que significaba que aún podía tener más espacio. Me pareció que por fin había encontrado un equipo para mis pies que combinaba todas las cualidades que había buscado —suelas rígidas que se podían usar con las fijaciones Huitfeldt-Höyer Ellefsen, y aparte de eso blandas como para no llevar el pie apretado—. A pesar de todas estas alteraciones, aún tuvieron que pasar alguna vez más por las manos del cirujano antes de nuestro viaje definitivo, pero al final quedaron perfectas. Las botas de los demás también sufrieron las mismas transformaciones. Cada día nuestro equipo estaba más completo. Nuestro guardarropa también sufrió alguna pequeña modificación. Uno de los hombres estaba encantado de poder llevar las gafas sobre su gorro, otro le puso un protector para la nariz, otro se lo quitó, y cada uno defendía su idea como la mejor. Todas estas modificaciones tenían poca importancia y se dejaron al juicio de cada uno, lo principal fue que ayudaron a levantar el ánimo y la autoestima de todo el grupo. Finalmente cada uno quería patentar su estilo propio. Yo mismo inventé el mío y durante un tiempo estuve muy orgulloso de él; incluso uno de mis rivales lo adoptó. Aunque, la verdad sea dicha, esto raras veces ocurría. Cada uno quería hacer sus propias invenciones y ser lo más original posible. Los cambios en nuestro equipo que ya se habían utilizado no nos parecían buenos; éramos como los granjeros cuando dicen que lo antiguo es lo mejor.
En la tarde del 21 de febrero estábamos de nuevo preparados para la marcha. Los trineos, siete en total, estaban listos, y su aspecto era imponente. Después de la favorable experiencia de nuestro primer viaje, tentamos a la suerte y cargamos demasiado los trineos, sobre todo el mío. Después tendríamos que sufrir esta sobrecarga. Sobre todo mis nobles animales.
El 22 de febrero a las ocho y media de la mañana la caravana comenzó a moverse —ocho hombres, siete trineos y cuarenta y dos perros—, y también comenzó la parte más dura de toda nuestra expedición. Como siempre, salimos en excelentes condiciones de Framheim. Lindstrøm, que se quedaba solo en casa cuidando todo, prefirió no salir a despedirse de nosotros. Se le veía feliz con las tareas de la casa, las cuales retomó tan pronto como el último trineo se puso en movimiento. Estaba visiblemente aliviado con su trabajo. Pero sé muy bien que en cuanto pudiese se daría un paseo por fuera para echar un vistazo: «¿Volverán pronto?».
Había una ligera brisa desde el sur que nos daba totalmente de frente y el cielo estaba nublado. Las últimas nieves caídas hacían la marcha pesada y los perros tenían bastante trabajo con las cargas. La pista de anteriores salidas no era visible, pero tuvimos la fortuna de toparnos con la primera bandera, situada a dieciocho kilómetros hacia el interior. Desde aquí seguimos el rastro de pescado seco, el cual era bien visible sobre la nieve por las aristas que sobresalían. Montamos el campamento a la seis en punto de la tarde y habíamos recorrido una distancia de veintisiete kilómetros. Era imponente, cuatro tiendas de tres plazas, aunque sólo dormíamos dos en cada una de ellas. En las otras dos se colocaron todas las cuestiones domésticas. El tiempo mejoró durante la tarde y por la noche el cielo estaba totalmente despejado. Al día siguiente la marcha fue muy pesada y los perros tuvieron que emplearse a fondo. Después de ocho horas de marcha sólo conseguimos hacer veinte kilómetros. La temperatura se mantenía en unos razonables -15° C. Habíamos perdido el rastro del pescado seco y tuvimos que guiarnos sólo con la brújula. El 24 de febrero amaneció muy malo, soplaba una fuerte ventisca desde el sudeste. No podíamos ver nada, sólo podíamos seguir el rumbo con la brújula. El viento que soplaba de frente era cortante. Aunque la temperatura no era muy baja, -18° C, marchamos todo el día sin encontrar ninguna de nuestras marcas. Al mediodía dejó de nevar y a las tres en punto se despejó. Según buscábamos un lugar donde colocar el campamento, encontramos una de nuestras banderas. Cuando llegamos a ella vimos que era la número cinco. Todas las cañas de bambú estaban numeradas, con lo que sabíamos exactamente la posición en la que se encontraban. La marcada con el número cinco estaba a setenta y tres kilómetros de Framheim. Cuadraba con la distancia recorrida de setenta y dos kilómetros y medio. El día siguiente amaneció muy calmado y tranquilo, aunque la temperatura comenzaba a descender, -25° C; a pesar de esta baja temperatura el aire estaba muy apacible y así se mantuvo. Seguimos las marcas de pescado durante todo el camino y al final del día de viaje habíamos recorrido veintinueve kilómetros, una buena distancia para tanta carga como llevábamos.
Seguidamente tuvimos un par de días de fuerte frío con niebla, lo que no nos dejó ver demasiado de los alrededores. Casi todo el camino pudimos seguir las marcas de pescado y empezamos a usarlo como un alimento extra. Los perros lo comían con glotonería. El que iba en cabeza tenía que ir retirando el pescado del camino y uno de los guías lo recogía y lo subía al trineo. Si los perros hubiesen encontrado el pescado sobre la nieve habríamos tenido fieras peleas muy pronto. Ahora, incluso antes de alcanzar los 80° S, los perros mostraban signos de cansancio, probablemente debido a las bajas temperatura, -26,5° C, y al duro trabajo. Cuando empezamos la jornada tenían las patas rígidas y dificultades para ponerse en marcha.
El 27 de febrero a las diez y media de la mañana llegamos al almacén situado a 80° S. Estaba tal como lo habíamos dejado y no se habían formado ventisqueros sobre él, por lo que supusimos que el tiempo en esta zona había sido tranquilo. La nieve suelta que vimos la primera vez ahora estaba dura debido al frío. Tuvimos suerte al poder ver el sol y tomar referencias claras.
En nuestro caminar por estas interminables planicies donde no puedes encontrar ninguna marca sobre el terreno que te pueda ayudar a identificar la zona, habíamos pensado en hacer algún tipo de señal, de manera que pudiésemos encontrar nuestros almacenes de forma segura al volver a ellos. Nuestro éxito en alcanzar el Polo dependía enteramente del trabajo realizado durante este otoño, es decir, llevar la máxima cantidad posible de provisiones lo más al sur posible y, después, poder encontrarlas con total seguridad y sin vacilaciones. Perder los depósitos significaba también perder la batalla contra el polo Sur y, tal vez, la vida. Como ya he dicho, habíamos discutido esta cuestión repetidamente y a fondo; llegamos a la conclusión de que debíamos intentar marcar la posición de los almacenes desde cualquier ángulo de nuestra ruta. Tanto de este a oeste como de norte a sur, aunque esta última fuese nuestra ruta natural. Las marcas situadas en nuestra ruta se pueden perder con mucha facilidad si uno se desvía tan sólo unos cientos de metros, perdiendo así la posibilidad de encontrar los suministros. Después de estar de acuerdo con la solución del problema, marcamos el almacén situado en 80° S con altas cañas de bambú en las que ondeaban banderas negras. Usamos un total de veinte, diez a cada lado del almacén. Entre cada una de ellas había una distancia de unos novecientos metros, de modo que la distancia marcada a cada lado del almacén era de nueve kilómetros. Cada caña tenía un número, de forma que al cruzarnos con una bandera siempre sabríamos a qué lado del almacén estábamos y a qué distancia. Este método era totalmente nuevo y nunca antes se había utilizado, pero resultó ser totalmente eficaz. Nuestras brújulas y los medidores de los trineos habían sido bien ajustados en la estación y sabíamos que se podía confiar en ellos.
Una vez que dejamos todo en orden, continuamos nuestro viaje al día siguiente. La temperatura cayó de forma brusca según íbamos tierra adentro; si el termómetro continuaba así, puede que se congelara antes de llegar al Polo. La superficie del hielo se mantenía lisa y llana como siempre. Teníamos la impresión de que estábamos ascendiendo, pero como más tarde pudimos comprobar, todo eran figuraciones nuestras. No habíamos tenido problemas con las grietas, y parecía como si las hubiéramos evitado todas juntas, que todas estaban situadas cerca del borde de la barrera y que todas se habían quedado allí, justamente detrás de nosotros. Más al sur de los 80° la marcha fue más fácil, aunque los perros amanecían más entumecidos y con las patas un tanto doloridas. Era una tarea dura ponerlos en pie cada mañana. Esta dolencia se localizaba concretamente en los pies y no es, ni por asomo, tan mala como la que sufren los perros en las aguas heladas del Ártico. En nuestro caso están causadas por los viajes sobre la nieve helada; muchas veces esta corteza de nieve no es lo suficientemente fuerte, se rompe, y puede producir cortes en las patas de los animales. Estas heridas también se producen cuando se rompen estos trozos de nieve helada y se clavan entre las almohadillas de sus patas. Para los perros que tienen que atravesar los mares helados en primavera y verano es peor, ya que además de los cortes que sufren, tienen que soportar la sal sobre las heridas. Para prevenir estos problemas uno se ve en la obligación de poner calcetines a los perros. La experiencia que teníamos de nuestros perros nos indicaba que no teníamos que temer ninguno de estos problemas. Como resultado de un viaje tan largo por mar, sus pies estaban demasiado blandos y tiernos y no podrían aguantar mucho. Nuestro viaje de primavera sirvió a modo de preparación y no observamos ninguna dolencia grave en las patas, a pesar de que las condiciones habían sido más bien malas. Lo más seguro es que se adaptaran durante el invierno.
El 3 de marzo alcanzamos los 81° S. La temperatura bajó a -43° C y no era una sensación agradable. El cambio de tiempo había llegado demasiado rápido; se podía notar tanto en hombres como en animales. Montamos el campamento a las tres de la tarde y nos metimos directamente en las tiendas. El día siguiente lo empleamos en construir y preparar el almacén. Esa noche fue la más fría que tuvimos en todo el viaje, -45° C cuando nos levantamos por la mañana. Si alguien hubiera comparado la temperatura del Ártico con la del Antártico, habría notado que esta temperatura es considerablemente más baja. El principio de marzo corresponde, evidentemente, con el comienzo de septiembre en el hemisferio norte, una época del año en la que aún prevalece el verano. Estábamos asombrados al encontrarnos con temperaturas tan bajas, cuando el verano aún estaba presente y especialmente cuando recordaba las temperaturas moderadas que Shackleton había observado en su viaje por estas tierras. Se me ocurrió la idea de que quizá existiera un polo muy localizado de máximo frío dentro de la barrera de Ross y que no correspondía con el polo Sur propiamente dicho. Una comparación con las observaciones tomadas por el capitán Scott en la estación del estrecho de McMurdo podría arrojar algo de luz a esta paradoja. Para llegar a confirmar esta teoría, también sería necesario tener información precisa de las condiciones en la tierra del Rey Eduardo. Las observaciones que el Dr. Mawson estaba llevando a cabo en aquel momento en la tierra de Adelia y en la zona más occidental de la barrera podrían aclarar en gran medida estas cuestiones.
A 81° de latitud sur dejamos almacenadas catorce cajas de pemmican para los perros, quinientos sesenta kilogramos. Para marcar este almacén no teníamos cañas de bambú, de modo que no pudimos hacer otra cosa que romper algunas cajas y usar sus trozos como señal; en cierta medida esto era mejor que nada. Personalmente, creí que estos trozos de madera de sesenta centímetros de altura eran lo suficientemente buenos, considerando el nivel de precipitaciones de nieve de la región. Estas eran muy ligeras para la época del año en que nos encontrábamos, primavera-verano. Si las nevadas eran tan escasas en este momento del año a lo largo del borde de la barrera, ¿cómo serían en el interior durante el otoño y el invierno? Como he dicho, algo es mejor que nada, y Bjaaland, Hessel y Stubberud, que al día siguiente tenían que volver a por las sartenes de Lindstrøm, se encargaron de esta tarea. Al igual que en el almacén anterior, marcaron nueve kilómetros a cada lado, de este a oeste, de modo que pudiéramos saber dónde estaba el almacén en caso de que nos topásemos con una de estas señales en la niebla. Todas las colocadas en el lado este estaban marcadas con una pequeña muesca realizada con un hacha. Debo confesar que era algo insignificante, esta pequeña señal enseguida se perdía de vista en estas interminables llanuras, pero cuando pensaba que eran la llave del castillo donde estaba la bella durmiente, me hacía sonreír. Era algo demasiado nimio para tanto honor. Mientras tanto, los que teníamos que seguir hacia el sur nos tomamos un respiro. El descanso les vino muy bien a los perros, aunque con el frío reinante no les cundió como otras veces.
A las ocho en punto de la mañana siguiente dejamos la compañía de los tres hombres que tenían que volver hacia el norte. Tuve que enviar a casa a uno de mis perros, Odín, pues tenía una zona en carne viva producida por el roce de uno de los arneses, precisamente de los del tipo usado en Groenlandia, así que continué con cinco perros. Estaban delgados y aparentemente cansados, pero en cualquier caso teníamos que conseguir llegar a los 82° S antes de rendirnos. Incluso había tenido la esperanza de poder alcanzar los 83° de latitud, pero me daba la impresión de que teníamos pocas posibilidades de lograrlo. Después de los 81° S, la barrera comenzó a tomar una apariencia ligeramente distinta: a pesar de tener una superficie totalmente plana, el primer día vimos unas formaciones similares a montones de heno. En ese momento no les prestamos mucha atención, nos parecieron unas simples irregularidades de la superficie, pero después aprendimos a tener los ojos bien abiertos y nuestros pies mejor dispuestos cuando pasábamos cerca de ellas. En este primer día hacia el sur desde los 81° S no vimos nada en especial; la marcha era excelente, la temperatura no tan fría como las peores veces, -32° C, y la distancia recorrida muy encomiable. Al siguiente día nos hicimos una idea de lo que significaban aquellos pequeños montículos, era como si la superficie del hielo estuviera cortada en pedazos por una grieta tras otra. No eran muy anchas, pero su profundidad parecía no tener fin. A eso del mediodía, los tres perros de Hanssen que marchaban en cabeza, Helge, Mylius y Ring, cayeron en una de ellas, quedando suspendidos de sus arneses; tuvimos suerte de que las correas soportaran el peso, pues la pérdida de estos tres perros hubiera sido un problema serio. Cuando el resto del equipo vio que estos tres desaparecían, se detuvieron inmediatamente. Afortunadamente los perros tenían mucho miedo a estas grietas y detenían la marcha en cuanto notaban algo extraño. Ahora entendíamos lo que significaban estas formaciones: eran el resultado de la presión del hielo y siempre había grietas por sus alrededores.
Ese día tuvimos niebla muy espesa, con viento del norte y nevadas intermitentes. Entre nevada y nevada pudimos ver unas crestas altas, muy altas diría yo, que formaban un grupo de tres o cuatro en dirección este. Estimamos que estarían a unos diez kilómetros. Al día siguiente, 7 de marzo, nos ocurrió lo que Shackleton había mencionado en varias ocasiones. El día comenzó claro y sereno, con una temperatura de -40° C. En el transcurso de la mañana se levantó una brisa del sudeste, que terminó en tormenta durante la tarde. La temperatura fue subiendo rápidamente y cuando montamos el campamento, a las tres de la tarde, el termómetro sólo marcaba -20° C. En el lugar donde nos instalamos dejamos una caja de pemmican para los perros, para el viaje de vuelta a casa, y marcamos el camino hacia el sur con trozos de madera cada kilómetro. Ese día tan sólo recorrimos veinte kilómetros. Nuestros perros, especialmente los míos, presentaban un estado lamentable, estaban escuálidos. Estaba claro que lo más lejos que podían llegar era a los 82° S. Incluso la vuelta a casa sería una tarea difícil.
Esa tarde decidimos darnos por satisfechos con llegar a los 82° S de latitud y tomar el camino de regreso. Durante esta última parte del viaje, al montar nuestras tiendas, las colocábamos de tal forma que las puertas estuviesen una frente a otra y muy cercanas; de esta manera podíamos pasarnos la comida de una a otra sin necesidad de salir al exterior, lo cual era una gran ventaja. Esta circunstancia nos condujo a cambiar de forma radical nuestro sistema de acampada y nos dio la idea de cuál era la mejor tienda de cinco plazas en estas regiones polares, algo hasta ahora nunca visto. Mientras esa tarde dormitábamos en nuestros sacos pensando en todo y en nada, de repente se nos ocurrió la idea de que si cosíamos las tiendas juntas según estaban en ese momento, retirando la parte delantera, tendríamos una tienda que nos daría más espacio para cinco hombres del que nos proporcionaban las dos tiendas separadas. Esta idea siguió adelante y dio sus frutos, así nació la tienda que usaríamos en el viaje al Polo. Se mirara como se mirase, era la tienda ideal. La experiencia es la madre de la ciencia, ¿o tenemos que hacer responsable de estas nimiedades a la Providencia?
El 8 de marzo alcanzamos la latitud 82° S. Era lo más que mis perros podían hacer. Ciertamente, parecía poco para nuestros deseos, pero realmente era mucho. Estaban totalmente rendidos, pobres animales. Este es el único recuerdo oscuro que tengo de mi estancia en el Sur, su sufrimiento. Les había pedido más de lo que eran capaces de dar. El consuelo que tengo es que yo tampoco me guardé nada para mí. Cargar el trineo con casi media tonelada de peso con los perros tan cansados, no era un juego de niños. Y una vez puesto en movimiento, no estaba todo solucionado: muchas veces eras tú el que tenía que empujar el trineo hacia adelante hasta que forzabas a los perros a moverse. Hacía tiempo que el látigo no producía ningún miedo. Cuando intentaba usarlo, ellos se juntaban en grupo intentando mantener la cabeza fuera del alcance del castigo, el cuerpo no les preocupaba tanto. Muchas veces me era imposible ponerlos en marcha y necesitaba más ayuda. En estos momentos dos de nosotros empujábamos el trineo hacia adelante, mientras que el tercero usaba el látigo lanzando gritos de insulto. ¡Qué duro e insensible se vuelve uno en estas situaciones! ¡Cómo puede cambiar completamente la naturaleza de uno mismo! Naturalmente siempre he tenido mucho cariño por todos los animales y he tratado de no herirlos nunca. En mí no existe ningún instinto de cazador; jamás se me ocurriría matar un animal, a excepción de ratas y moscas, a menos que fuera en caso de necesidad. En condiciones normales creo que puedo decir que quiero a mis perros y que, indudablemente, el cariño es mutuo. Pero las circunstancias en las que nos encontrábamos no eran normales, o quizá sí lo eran, pero yo mismo, ¿era normal? Frecuentemente he pensado sobre este hecho. El trabajo duro diario y el hecho de que jamás me diera por vencido me llevaron a ser cruel, y cruel fui cuando me vi forzado a que aquellos cinco esqueletos arrastrasen una carga excesiva. Todos estos sentimientos se me agolpan cuando pienso en Thor, un perro fuerte y fiel, de pelo suave, en su lastimero aullar durante el viaje, algo que nunca hace un perro mientras trabaja. Nunca entendí lo que significaba, o quizá no quise entenderlo. No detuvo su marcha hasta que cayó muerto de agotamiento. Cuando le abrí las entrañas, encontré que todo su pecho era un gran absceso.
La latitud a mediodía era 81° 54’ 30”, y a pesar de todo continuamos otros 10 kilómetros más al sur, colocando nuestro campamento a las tres y media de la tarde en 82° S. Últimamente habíamos tenido la impresión de que la barrera siempre ascendía y en la opinión de todos ahora nos deberíamos encontrar a una altitud de unos 450 metros aproximadamente; el camino hasta el Polo se nos presentaba con una buena pendiente. Personalmente, yo también pensé que la ruta siempre ascendía. Pero todo fueron imaginaciones nuestras, como demostraron nuestras mediciones posteriores.
Habíamos alcanzado la latitud más alta de todo el otoño y era una razón suficiente para estar satisfechos. Dejamos un total de 1.370 kilogramos de provisiones en este punto, sobre todo pemmican para los perros. Esa tarde no hicimos otra cosa que descansar. Corría una brisa fresca, pero el tiempo estaba tranquilo y el cielo claro, -25° C. La distancia de este último día fue de veintidós kilómetros.
El día siguiente lo pasamos en aquel mismo lugar construyendo y marcando el almacén. Lo hicimos de igual manera que el situado a 81° S, con la diferencia de que aquí los trozos de madera de los embalajes eran más pequeños y en sus extremos atamos trozos de tela de color azul oscuro, para que pudieran ser vistos más fácilmente. Lo hicimos muy sólido, para que pudiera soportar el mal tiempo durante todo el invierno. Decidimos dejar mi trineo en este depósito pues, viendo el estado de mis perros, pensamos que era imposible regresar con mi equipo; además, este trineo podía sernos de gran utilidad más adelante. En la parte más alta del almacén, a tres metros y medio, pusimos una caña de bambú con una bandera, de forma que pudiese ser visto a larga distancia.
El 10 de marzo tomamos el camino de regreso. Yo había dividido mis perros entre Wisting y Hanssen, pero más que ayudar lo único que hacían era dar problemas. Los otros tres equipos habían aguantado bien. Nada malo había que decir del equipo de Hanssen. En cuanto al de Wisting, era tenido como el más fuerte, aunque ahora se encontraban muy delgados; de todas formas realizaron su trabajo de manera admirable. El trineo de Wisting también había sido sobrecargado, incluso era más pesado que el mío. Los animales de Johansen, desde el comienzo, fueron considerados los más débiles, pero demostraron ser muy resistentes en marchas largas. No eran muy rápidos, pero siempre se apañaban para mantenerse en el grupo de una u otra manera. Su lema era: «Si no llegamos hoy, llegaremos mañana». Todos ellos llegaron a casa.
Nuestra idea original era que el regreso a casa fuera una especie de viaje de placer, sentados en nuestros trineos y sin preocupaciones; pero dadas las circunstancias esto no iba a ser posible. Los perros tenían bastante quehacer con tirar de los trineos vacíos. Ese mismo día alcanzamos el lugar donde habíamos dejado pemmican para los perros y acampamos allí después de haber recorrido cuarenta y ocho kilómetros. El tiempo era frío y muy crudo, -32° C. Este ambiente terminó por agotar las últimas reservas de fuerza de mis perros; a pesar de haber descansado toda la noche permanecían tumbados todos juntos ateridos de frío. Daba pena verlos. Por la mañana teníamos que ponerlos de pie, ya que no podían por sí solos. Una vez sobre sus patas y después de sacudirse la nieve, entraban un poco en calor y parecían encontrarse mejor, de alguna manera seguían estando con nosotros. Al día siguiente recorrimos cuarenta kilómetros, temperatura, -36° C.
El día 12 pasamos por el depósito situado en 81° S. Las grandes crestas del este se veían con mucha facilidad, con lo que conseguimos obtener un buen punto de referencia para fijar la posición del almacén. Ese día recorrimos una distancia de cuarenta kilómetros, temperatura, -39,5° C. El 13 de marzo comenzó tranquilo y con calma, pero a eso de las diez y media de la mañana un fuerte viento de dirección este-sudeste nos envolvió con una fuerte ventisca de nieve. Para no perder el camino, que habíamos seguido desde tan lejos, decidimos plantar las tiendas y esperar a que la tormenta amainase. Los vientos de las tiendas gemían, pero aguantaron bien. Al día siguiente el viento continuó soplando de igual manera, y decidimos seguir esperando. La temperatura era la normal cuando soplaba este tipo de viento, -24° C. El viento no se moderó hasta las diez y media de la mañana del día 15, momento en el que reanudamos la marcha.
¡Qué panorama encontramos fuera! ¿Cómo empezar a poner orden en aquel caos? Los trineos estaban completamente cubiertos de nieve; látigos, correas y arneses, la mayor parte había desaparecido. Estábamos en un buen aprieto. Afortunadamente, teníamos una buena reserva de cuerdas de montaña que nos sirvieron de arneses. Las que nos sobraron las utilizamos para sujetarnos los esquís, pero no eran muy apropiadas para hacer látigos. Hanssen, que marchaba en primer lugar, tenía bastantes problemas al no tener nada que le sirviese como látigo de forma eficaz; a los demás no les importaba tanto, aunque siempre resultaba incómodo guiar el trineo sin él. De una u otra forma, acabó encontrando un sistema que le sirvió para ese propósito al ver a uno del grupo usar una vara de una de las tiendas. Lo utilizó hasta la llegada a Framheim. Al principio los perros se mostraron aterrorizados por este nuevo látigo monstruoso, pero pronto descubrieron que no era fácil que les pudiera alcanzar y ya no le prestaron la menor atención.
Al final todo parecía estar bajo control, sólo teníamos que colocar a los perros en sus puestos. Varios de ellos se mostraban tan indiferentes que les daba igual que la nieve les cubriese por completo; tuvimos que desenterrarlos uno a uno y ponerlos sobre sus patas. El único que rehusaba mantenerse en pie era Thor. Era imposible, simplemente permanecía tumbado gimiendo. Lo único que se podía hacer era sacrificarlo. Al no llevar armas de fuego se tuvo que hacer con un hacha. Fue un método expeditivo; en el estado en que se encontraba cualquier cosa hubiera terminado con su vida. Wisting lo cargó en su trineo hasta el siguiente campamento para trocearlo allí. El frío era intenso ese día, niebla y nieve con viento procedente del sur, temperatura, -26° C. Tuvimos mucha suerte al poder retomar la pista que habíamos llevado hacia el sur y poder seguirla. Lurven, el mejor perro de Wisting, cayó al suelo según marchaba y quedó muerto allí mismo. Fue uno de aquellos perros que siempre realizó el trabajo más duro, nunca pensó ni un instante en eludirlo, siempre tiró y tiró hasta que murió.
Nuestra sensibilidad se había perdido hacía mucho tiempo; nadie pensó en dar a Lurven el entierro que se merecía. Lo poco que quedaba de él, piel y huesos, se troceó y se repartió entre sus compañeros.
El 16 de marzo avanzamos veintisiete kilómetros, temperatura, -34° C. Jens, uno de mis valientes «mosqueteros», había estado tirando del trineo de Wisting todo el día; estaba demasiado débil para seguir andando. Esa noche pensamos repartir el cadáver de Thor entre los demás compañeros, pero a la vista del absceso que tenía en el pecho cambiamos de parecer. Lo pusimos en una caja vacía y lo enterramos. Durante la noche nos despertó un ruido tremendo. Los perros se habían enzarzado en una terrible pelea, y era fácil adivinar el motivo de sus aullidos: comida. Wisting, siempre el más rápido en salir del saco de dormir, se presentó en el campo de batalla y vio que habían desenterrado a Thor y se estaban dando un festín a su costa. Desde luego, estos animales se contentaban con cualquier tipo de comida. Es curiosa la asociación de ideas que me vino a la cabeza en ese momento. «Salsa holandesa»[22]. Wisting volvió a enterrar el cadáver y tuvimos paz el resto de la noche.
El día 17 seguían haciendo un frío terrible con -41° C. Una fuerte tormenta de nieve arreciaba desde el sudeste. Lassesen, uno de mis perros que venía suelto siguiendo a los trineos, se quedó en el campamento y no lo echamos de menos hasta el final del día, lo habíamos perdido. Rasmus, otro de «los tres mosqueteros», cayó también aquel día. Al igual que Lurven, estuvo trabajando hasta que murió. Jens estaba muy enfermo y no podía ni probar la comida, así que lo pusimos en el trineo de Wisting. Esa tarde llegamos al depósito situado a 80° S y pudimos dar de comer a los perros doble ración. La distancia recorrida fue de treinta y cinco kilómetros. La superficie del terreno había cambiado desde la última vez que pasamos por allí; se podían ver grandes y altas olas de nieve por todas partes. En una de las cajas del almacén Bjaaland había escrito un corto mensaje, al lado del cual encontramos la señal que había acordado con Hassel (un bloque de hielo en la cima del depósito) lo que indicaba que habían pasado por allí y que estaban todos bien. El frío continuaba de forma persistente. Al día siguiente el termómetro marcaba -41° C. Ola y Jens, los dos únicos supervivientes de «los tres mosqueteros», tuvieron que ser sacrificados aquel día. Era una pena mantenerlos vivos un día más. Con su desaparición termina la historia de «los tres mosqueteros» en esta narración. Los tres fueron amigos inseparables. Los tres eran casi completamente negros. En Flekkerö, cerca de Christiansand, tuvimos a los perros durante varias semanas hasta que los embarcamos; allí Rasmus se desató y fue imposible volver a capturarlo. Siempre regresaba a dormir con sus amigos, a menos que estuviese de caza. Solamente fuimos capaces de hacernos con él unos días antes de realizar el embarque, era prácticamente salvaje. A los tres los atamos juntos con mi equipo en el puente, y desde ese momento nació mi cercana relación con este singular trío. Durante el primer mes no estuvieron muy dispuestos a llevar una vida civilizada. Para conseguir acercarme tuve que empezar rascándoles el lomo con un palo lo suficientemente largo. De esta forma conseguí su confianza, hasta que llegamos a ser grandes amigos. Pero eran una fuerza terrible a bordo. Allí donde aparecían estos tres villanos, siempre había riña. Amaban la pelea. Y eran nuestros perros más veloces. En nuestras carreras con los trineos vacíos por los alrededores de Framheim, ninguno de los otros podía con estos tres. Siempre tenía la seguridad de poder ganar a los demás con estos perros.
Después de haber dejado atrás a Lassesen, me encontraba un tanto abatido; sentía mucha pena por él, pues era el más fuerte y noble de todos. Me alegré cuando de repente apareció de nuevo, aparentemente sano y salvo, como si sólo se hubiera entretenido por ahí. Pensamos que había desenterrado de nuevo a Thor y se lo había terminado de comer. Esa comida debió resucitarlo. Desde los 80° S hasta casa realizó un excelente trabajo con el equipo de Wisting.
Aquel día tuvimos una experiencia que nos fue muy útil para el futuro. La brújula del trineo de Hanssen, en la cual siempre habíamos confiado, comenzó a darnos direcciones erróneas; por alguna razón no coincidía con las observaciones realizadas con el sol, que por suerte brillaba ese día. Según esto, cambiamos nuestro rumbo. Por la noche, cuando recogimos todo dentro de nuestra tienda, comprobamos que todo el instrumental de costura, tijeras, alfileres, agujas, etc., había permanecido junto a la brújula. No me extraña que se volviera rebelde.
El 19 de marzo tuvimos viento de dirección sudeste y -43° C. «Bastante frío» encontré anotado en mi diario. No mucho después de comenzar la jornada. Hanssen encontró nuestro viejo camino. Tenía una vista estupenda y podía ver más allá que cualquier otro. Bjaaland también tenía buena vista, pero nunca pudo ganar a Hanssen. El camino a casa estaba en línea recta y podíamos llegar al final de nuestro viaje. Tuvimos que detenernos un día debido a una fuerte tormenta que nos sorprendió desde el sudeste, la temperatura era de -34° C. Al día siguiente el termómetro subió, como ocurría siempre que había viento del sudeste; al despertarnos nos encontramos con -9° C. Era la mañana del día 21. Era una diferencia que podíamos sentir de forma muy agradable; habíamos llegado hasta -40° C. Esa noche, el tiempo fue un tanto curioso: violentas ráfagas de viento del este y del sudeste, con intervalos de calma total, como si llegasen de tierra altas. En nuestro viaje de regreso al norte, aquel día pasamos por la bandera número seis, lo que significaba que estábamos a ochenta y cinco kilómetros de Framheim. Montamos el campamento esa noche a sesenta kilómetros de casa. Intentamos hacer el resto del camino en dos días teniendo en cuenta el cansancio de nuestros perros, pero resultó de otra manera, ya que poco antes del mediodía perdimos el rastro de nuestras viejas huellas. Nos desviamos hacia el este, bastante lejos de las crestas ya mencionadas. De repente Hanssen comenzó a gritar diciendo que tenía ante él algo curioso y que no sabía que era. Estamos hablando de algo que, cuando lo utilizas, puedes ver incluso mejor que Hanssen: eran mis gafas. Las viejas gafas que me habían servido durante tantos años. Ciertamente fue algo curioso. Debe ser la bahía de las Ballenas lo que estamos viendo a lo lejos, pero ¿qué son aquellas cosas negras que se mueven arriba y abajo? Alguien sugirió que podrían ser nuestros propios compañeros cazando focas, y todos estuvimos de acuerdo. Sí, por supuesto, estaba tan claro que no había duda al respecto. «Puedo ver un trineo, y allí otro, y un tercero por aquel lado». Los ojos se nos llenaron de lágrimas al verlos tan afanados en sus quehaceres. «Parece que se han marchado. No; ahí están de nuevo. Es extraño cómo se mueven arriba y abajo estos tipos». Realmente fue un milagro cuando vimos Framheim con todas sus tiendas. Nuestros muchachos, estábamos seguros, estarían echándose una siestecita al mediodía, y las lágrimas que estaban a punto de salir se secaron rápidamente. Ahora podíamos estudiar la situación con más tranquilidad. Allí estaba Framheim, estaba el cabo de Cabeza de Hombre y el cabo Oeste, lo que significaba que nos habíamos desviado considerablemente hacia el este. «Hurra por Framheim, a las siete y media nos vemos», gritó uno. «Eso está hecho», voceó otro, y comenzamos la marcha. Marcamos nuestra ruta en línea recta por medio de la bahía. Debíamos llevar una buena velocidad. Más de la que podía llevar el que iba abriendo camino esquiando; con lo que este se tiró sobre el primer trineo según le pasó. Vislumbré a Hanssen, antes de caerse, haciendo equilibrios intentando manejar su látigo y, un momento después, lo único que delataba su presencia eran las suelas de sus botas que sobresalían de la nieve. Yo mismo terminé también patas arriba encima de un trineo volcado, muerto de risa; la situación era demasiado cómica. Hanssen se levantó justo cuando llegaba el último trineo, el cual lo arrolló fuera de control. Todos terminamos bien rebozados en nieve en una mezcla caótica, hombres, perros y trineos todos revueltos.
La última parte del camino se hizo bastante dura, tal vez para compensar la diversión. Volvimos a encontrar la pista que habíamos perdido la mañana anterior; un montón de pescado seco tras otro asomaba entre la nieve y nos mostraba el camino. Llegamos a Framheim a las siete de la tarde, hora y media antes de lo que habíamos pensado. Fue una marcha de sesenta kilómetros en un día, no demasiado duro para nuestros agotados perros. El único animal de mi equipo que sobrevivió fue Lassesen. Odín, al que mandé a casa desde los 81° S, murió nada más llegar al campamento. En total perdimos ocho perros durante todo el viaje; dos del equipo de Stubberud también murieron inmediatamente después de llegar a Framheim desde los 81° S. Probablemente el frío fue el único responsable; estoy seguro de que con una temperatura más razonable hubieran resistido. Los tres hombres que habían regresado desde los 81° S estaban sanos y salvos. Es verdad que el último día estuvieron escasos de alimentos y cerillas, pero en el peor de los casos siempre tenían a los perros para alimentarse. Una vez regresaron, habían cazado, troceado y almacenado hasta cincuenta focas, un buen trabajo.
Lindstrøm había estado incansable durante nuestra ausencia. Tenía todo colocado en perfecto orden. En la especie de trinchera que rodeaba la casa había tallado estanterías en el hielo y colocado en ellas los filetes de carne de foca. Solamente en este lugar había carne de foca suficiente para todo el tiempo que fuese necesario. En la parte exterior de las paredes que formaban el pasadizo también construyó estantes para almacenar toda clase de botes y latas. Todo estaba en tan perfecto orden, que hasta en plena oscuridad uno podía coger aquello que buscaba sin riesgo a equivocarse. Allí estaba la carne en salazón y el tocino; en otro lado, el pastel de pescado. Aquí se podía leer la etiqueta de un bote, pudín de caramelo; puedes estar seguro de que el resto de botes que había detrás eran de lo mismo. Todo en perfecto orden como una compañía de soldados. ¡Oh, Lindstrøm! ¿Cuánto durará este orden?
Esa era, por supuesto, una cuestión que guardaba en secreto. Déjenme releer mi diario. El jueves 27 de julio encuentro la siguiente anotación: «El pasaje de las provisiones se ha convertido en estos días en una caótica confusión. ¡Cómo recuerdo los días en que uno podía encontrar cualquier cosa incluso en la oscuridad! Si extendías tu mano para coger pudín de ciruelas y la cerrabas, estabas totalmente seguro de que lo que tenías en tu mano era pudín de ciruelas. Así funcionaba todo lo que controlaba Lindstrøm. Pero ahora, ¡Dios santo! Estoy avergonzado de escribir lo que me sucedió ayer. Fui al almacén con la más cándida ignorancia de la situación en la que se encontraba y, por supuesto, no llevé conmigo ningún tipo de alumbrado, ya que cada cosa, según pensaba, estaba en su lugar. Extendí la mano y agarré algo. Yo esperaba conseguir un paquete de velas, pero el experimento falló. Lo que estaba en mi mano de ninguna manera podía ser un paquete de velas. Por el tacto podía adivinar que, evidentemente, era algo de lana. Deposité el objeto en cuestión y utilicé el recurso habitual, encender una cerilla. ¿Saben lo que era? ¡Unos viejos pantalones sucios! Y ¿saben dónde estaban colocados? Pues bien, entre la mantequilla y los dulces. Esta mezcla quizá pudiera ser algún tipo de venganza». La culpa no era de Lindstrøm. Por este lugar todo el mundo pasaba corriendo de un lugar a otro, por la mañana y por la tarde, y por regla general en la oscuridad. Y si por casualidad golpeaban algo dejándolo caer, no estoy seguro de que siempre se parasen a colocarlo de nuevo en su sitio.
Lindstrøm había pintado el techo de la cabaña de color blanco. ¡Qué confortable nos pareció cuando asomamos nuestras cabezas dentro de la casa aquella noche! Además, el granuja, sabiendo que habíamos estado lejos, aprovechó y puso la mesa de la manera más delicada y elegante. Aunque lo que más nos impactó fueron los filetes de foca y el olor a café, del que, aunque había bastante cantidad, no quedó nada. ¡Hogar! ¡Qué bien suena esa palabra allí donde te encuentres, en el mar, en tierra o… sobre el hielo! ¡Qué confortable fue para nosotros esa noche! Lo primero que teníamos que hacer ahora era secar la ropa de piel de reno, ya que estaba bastante húmeda. Esta tarea no se podía hacer con prisas. Teníamos que estirar la prenda y colocarla en una cuerda bajo el techo de la casa, con lo que no teníamos espacio para muchas al mismo tiempo.
Antes de que el invierno llegase teníamos que tener todo preparado y hacer algunas mejoras en nuestros equipos para efectuar el último viaje de avituallamiento. Esta vez el destino era 80° S, y teníamos que llevar cerca de una tonelada y cuarto de carne fresca de foca. Era de vital importancia que en nuestro viaje final, al llegar a este punto, nuestros perros pudieran tener toda la carne fresca de foca que quisiesen; todos vimos la importancia de este tema y estábamos ansiosos por conseguirlo. Una vez más comenzamos a trabajar en nuestros equipos; en el último viaje habíamos aprendido cosas nuevas. Por ejemplo, Prestrud y Johansen habían llegado a la conclusión de que el saco de dormir doble era preferible al simple. Esta forma de pensar levantó cierta discusión, en la que yo personalmente no quise entrar. El saco doble tiene muchas ventajas, como también las tiene el simple. Creo que al final es cuestión de gustos. Este tema fue el único que creaba algo de controversia. Hanssen y Wisting estaban muy ocupados llevando a cabo la nueva idea de las tiendas y no tardaron mucho tiempo en terminarlas. Tenían un parecido a las tiendas de los esquimales; a pesar de ser redondeadas eran un tanto oblongas, de modo que, al no tener ninguna pared plana, el aire no tenía donde atacar. El equipo personal también sufrió algunas mejoras.
La bahía de la Ballenas —la parte interna, desde Cabeza de Hombre hasta el cabo Oeste— estaba completamente cubierta de hielo, pero mirando hacia el mar todo era una inmensa oscuridad. Ahora nuestra casa estaba totalmente cubierta de nieve. En gran parte debido al trabajo de Lindstrøm, pues la ventisca no le había ayudado mucho. Esta cubierta de nieve era de gran valor, ya que mantenía la casa cómoda y caliente. Nuestros perros, en total ciento siete, más bien parecían cerdos preparados para Navidad; incluso los famélicos que habían hecho el último viaje estaban empezando a restablecerse. Es algo extraordinario cómo estos animales pueden recuperar el peso perdido tan rápidamente.
Era muy interesante estudiar la llegada de los perros después del último viaje. Para ellos no era ninguna sorpresa llegar a casa; daba la impresión de que nunca habían salido. Es verdad que estaban ansiosos por descansar. El encuentro de Lassesen y Fix fue muy cómico. Eran inseparables amigos; el primero era el jefe y el segundo le obedecía ciegamente. En este último viaje había dejado en casa a Fix ya que me pareció que no estaba del todo en forma para el trabajo, aunque, al ser un gran glotón, estaba bien entrado en carnes. Esperé su reencuentro con gran curiosidad. Teniendo en cuenta el pobre estado físico en el que llegaba Lassesen, ¿intentaría Fix asumir la posición de jefe? A pesar del caos les llevó poco tiempo encontrarse en mitad del tumulto. El momento fue bastante tierno. Fix corrió directamente hacia Lassesen, comenzó a lamerle mostrándole grandes gestos de afecto, como demostración de la alegría que sentía por el reencuentro. Lassesen, por su parte, aceptó todo este rito con aires de superioridad, como corresponde a un jefe que se precie. Sin ninguna ceremonia preliminar hizo rodar a su gordo amigo por la nieve y durante un momento estuvo sobre él; sin duda, con esto demostró quién era aún el amo y señor, más allá de ninguna disputa. ¡Pobre Fix! Daba la impresión de estar un tanto humillado. Pero esta situación no duró mucho tiempo. Pronto se vengó de él sabiendo que, en esta situación, podía salir victorioso de la lucha.
Con el objeto de dar unas pinceladas de cómo era nuestra vida aquellos días, sacaré unas cuantas citas de mi diario:
Sábado, 25 de marzo.- «Hermoso y apacible tiempo, -14° C durante todo el día. Ligera brisa del sudeste. El grupo que llegó de los 81° S ha salido a cazar focas esta mañana y volvieron con tres trofeos. Con lo que el número total, desde su regreso el 11 de marzo, suma la cantidad de sesenta y dos focas. Ahora tenemos suficiente carne fresca para nosotros y nuestros animales. Cada día nos gustan más los filetes de foca. Deberíamos estar contentos de poder comer cada día carne fresca, pero debemos tener prudencia y variar nuestra alimentación de vez en cuando. Para el desayuno, a las ocho de la mañana, tenemos de forma regular galletas calientes con mermelada, y Lindstrøm sabe tantas formas de prepararlas que en el mejor de los hogares americanos no serían capaces de superarle. Además, tenemos pan, mantequilla, queso y café. Para comer, principalmente, carne de foca (durante el invierno fuimos añadiendo carne enlatada a nuestro menú) y dulces de fruta en conserva de California, tartas y pudin enlatado. Para cenar, filete de foca con mermelada de arándanos, queso, pan, mantequilla y café. Cada tarde de sábado, un vaso de ponche y un cigarro. Debo confesar con franqueza que nunca he vivido tan bien. La consecuencia de todo es el magnífico estado de salud en el que nos encontramos. Tengo la total certeza de que nuestra empresa será coronada con éxito.
»Es extraño, desde luego, salir por la noche y ver desde fuera la acogedora y cálida lámpara luciendo por la ventana de nuestra pequeña cabaña cubierta de nieve, y sentir que este es nuestro acogedor y confortable hogar sobre la formidable y soñada barrera. Todos nuestros pequeños cachorros, tan rechonchos como cerditos preparados para la Navidad, deambulan por los alrededores y por la noche se arremolinan junto a la puerta. Jamás buscan refugio durante la noche. Deben de ser unos animales fuertes. Algunos de ellos están tan gordos que caminan como si fueran gansos».
El 28 de marzo vimos por primera vez una aurora austral. Estaba compuesta de una especie de rayos y bandas que se extendían de sudoeste a nordeste cruzando todo el cénit. La luz era verde pálido y roja. Habíamos visto muchas puestas de sol preciosas por estos lugares, únicas en esplendor y colorido. Sin duda el entorno de azules y blancos de esta tierra mágica incrementa aún más su belleza.
Fijamos el inicio del último viaje de avituallamiento para el viernes 31 de marzo. Unos días antes, el grupo de caza salió al hielo y trajo otras seis focas para llevar al almacén. Con el fin de llevar el menor peso posible, se limpiaron y se retiraron todas las partes superfluas. Al final, estimamos el peso de estas focas en unos mil cien kilogramos.
El 31 de marzo a la diez de la mañana partía el último viaje de avituallamiento. Estaba formado por siete hombres, seis trineos y treinta y seis perros. En esta ocasión yo no fui. Les hizo el mejor de los tiempos para comenzar el viaje, un cielo claro con una calma total. A la siete de la mañana, cuando salí de la casa, contemplé una vista tan hermosa que nunca podré olvidarla. Todos los alrededores de la estación permanecían en una profunda y oscura sombra, desde sotavento de las crestas hasta el este. Pero los rayos del sol caían sobre la barrera hacia el norte; allí la superficie adquiría un color rojo dorado, bañada por el sol. Relucía y brillaba en tonos rojos y dorados, contra la irregular fila de enormes masas de hielo que rodeaban nuestra barrera. Por todos lados se respiraba una profunda paz, yo diría una paz espiritual. Desde Framheim el humo subía lentamente por el aire y proclamaba que el encantamiento de miles de años se había roto definitivamente.
Los trineos llevaban una carga muy pesada. Les vi desaparecer lentamente sobre las crestas en el punto donde siempre daban comienzo nuestros viajes. Después de las prisas y los trabajos para terminar la preparación de esta marcha, ahora teníamos un momento de tranquilidad. Lo que no significaba que nos íbamos a quedar sentados haciendo nada. Por el contrario, hicimos buen uso de nuestro tiempo. Lo primero, fue poner la estación meteorológica en funcionamiento. El 1 de abril todos los instrumentos estaban en uso. En la cocina colgamos nuestros dos barómetros de mercurio y cuatro de bulbo, además de un barómetro y un termómetro, ambos registradores, y un termómetro normal. Se colocaron en un rincón protegido, lo más alejado del fogón. Aún no teníamos una caseta para los instrumentos de exterior, pero el subdirector se puso manos a la obra lo antes que pudo. Tenía unas manos tan diestras que cuando el grupo regresó de su viaje de avituallamiento, la caseta estaba preparada sobre la colina con todos los instrumentos necesarios; pintada de blanco, se la veía brillar desde la lejanía. La veleta era una obra de arte, construida por nuestro maquinista Sundbeck. Ningún fabricante hubiera podido proporcionarnos una tan magnífica y bien terminada. La estación meteorológica estaba compuesta por un termómetro registrador, higrómetro y termómetro. Se tomaban datos a la ocho de la mañana, a las dos y a las ocho de la tarde. Yo era la persona encargada de anotar estos registros y, en el caso de que yo no lo pudiese hacer, Lindstrøm era el encargado.
La noche antes del 11 de abril algo se cayó al suelo en la cocina. Según Lindstrøm, era el presagio seguro de que nuestros compañeros volverían durante esa jornada. Y así fue, al mediodía pudimos verlos arriba en el punto de partida de las marchas. Bajaban hacia nosotros a tal velocidad que desaparecían envueltos en cortinas de nieve. En una hora estuvieron con nosotros. Tenían muchas cosas que contarnos. Lo primero y fundamental era que todo se había llevado hasta el almacén situado a 80° de latitud sur, tal y como estaba planeado. Nos sorprendimos mucho cuando nos dijeron que habían encontrado una terrible grieta que tuvieron que atravesar, que estaba a setenta y cinco kilómetros de la estación, y que en este punto perdieron dos perros. Era muy extraño. Ya habíamos pasado por esta zona en cuatro ocasiones y nunca tuvimos problemas de ese tipo. Y cuando pensábamos que esta superficie era sólida como una roca, resulta que nuestros compañeros estaban en peligro de fracasar en su intento de llegar al almacén. Debido al mal tiempo tuvieron que ir demasiado al este; entonces, en vez de dirigirse a las cumbres como habíamos hecho en otras ocasiones, bajaron al valle. Allí encontraron una superficie tan peligrosa que casi se produce una catástrofe. Era una superficie similar a la que encontramos al sur de los 81° S, pero llena de montículos por todos los lados. Aparentemente la superficie era sólida y esta situación es la más peligrosa en la que puedes encontrarte; según atravesaban esta zona, grandes trozos de nieve bajo sus pies caían justo detrás de ellos abriendo grandes y profundas grietas, tan grandes que podían tragarse cualquier cosa, hombres, trineos y perros. Con no pocas dificultades consiguieron salir de este horrible lugar, dirigiéndose hacia el este. A partir de ahora, una vez conocido ese problema, tendríamos mucho cuidado de no tomar de nuevo ese camino. A pesar de esto, sin embargo, volvimos a encontrarnos más adelante serios problemas con estas feas trampas.
Uno de los perros también se tuvo que dejar abandonado por el camino; tenía una herida en una de las patas y no podía tirar del trineo. Le dejaron suelto unos cuantos kilómetros al norte del almacén, con la esperanzadora idea de que siguiese al trineo. Pero el perro debió tener otra intención ya que nunca le volvieron a ver. Algunos pensaron que podía haber vuelto al almacén y estar pasando unos días de lujo y placer, dando buena cuenta de las provisiones de carne de foca que habíamos depositado allí. Debo confesar que esta idea no me gustó mucho; cabía la posibilidad de que esto realmente ocurriera y que cuando tuviéramos necesidad de esta carne ya no existiese. Pero nuestros miedos probaron tener poco fundamento. Cook —que era el nombre de este perro; por supuesto, también teníamos un Peary— nos abandonó para siempre.
Aquí puede verse un trineo con la rueda del contador de
distancia
Las mejoras en nuestros equipos surtieron sus efectos. Los elogios a las nuevas tiendas salían de todas las bocas, y Prestrud y Johansen estuvieron en el séptimo cielo con su doble saco de dormir. Aunque quiero creer que el resto tampoco estuvo mal con el saco de siempre.
Con todo esto, la más importante tarea a realizar durante el otoño llegaba a su fin. Los cimientos eran firmes, sólo nos faltaba levantar el edificio. Permítanme un pequeño resumen de todos los trabajos realizados desde el 14 de enero hasta el 11 de abril: la construcción completa de la estación base para alojar a nueve personas durante varios años; almacenamiento de carne fresca para nueve hombres y ciento quince perros para medio año, el peso aproximado de las focas capturadas fue de unas sesenta toneladas; y, finalmente, el transporte de tres toneladas de provisiones a los almacenes situados a 80°, 81° y 82° de latitud sur. El almacén situado a 80° S contenía carne de foca, pemmican para perros, bizcochos, mantequilla, leche en polvo, chocolate, cerillas y queroseno, además de gran cantidad de equipo. El peso total acumulado en este lugar era de casi dos toneladas. En 81° S media tonelada de pemmican para perros. En 82° S teníamos pemmican para hombres y animales, bizcochos, leche en polvo, chocolate y queroseno y, al igual que en las posiciones anteriores, gran cantidad de equipamiento. El peso total de todo en este punto era de 620 kilogramos.