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He dicho que no hay nada más, pero miento. Miento doblemente.

Para empezar, hay otra carta, pero una carta que no es de Lysia. Una cuartilla intercalada en el cuaderno, a continuación de sus últimas líneas. La escribió un capitán de nombre Brandieu. Está fechada el 27 de julio de 1915, pero debió de llegar al Palacio el 4 de agosto. Casi seguro.

El capitán dice lo siguiente:

27 de julio de 1915

Señorita:

Le escribo para anunciarle una triste noticia. Hace diez días, durante un ataque contra las líneas enemigas, el cabo Bastien Francoeur fue alcanzado en la cabeza por una ráfaga de metralleta. Auxiliado por sus hombres, fue devuelto a nuestra trinchera, donde el enfermero no pudo hacer otra cosa que constatar la extrema gravedad de las heridas. Desgraciadamente, el cabo Francoeur falleció pocos minutos después sin haber recobrado el conocimiento.

Puedo asegurarle que murió como un soldado. En los meses que llevaba a mis órdenes, siempre se había comportado con valor, presentándose voluntario para las misiones más arriesgadas repetidas veces. Era muy querido entre sus hombres y enormemente apreciado por sus mandos.

Ignoro la naturaleza de sus relaciones con el cabo Francoeur, pero, como nos han llegado numerosas cartas de usted tras su fallecimiento, he juzgado conveniente poner en su conocimiento, así como en el de su familia, su trágica muerte.

Sepa, señorita, que comparto su dolor, y le ruego reciba mis más sinceras condolencias.

Capitán Charles-Louis Brandieu

A veces, la muerte llega de un modo extraño. No hace falta un cuchillo, una bala o un obús. Basta una escueta carta. Una simple carta llena de compasión y buenos sentimientos mata tan certeramente como un arma.

Lysia Verhareine recibió esa carta. La leyó. No sé si gritó, lloró, aulló o se calló. No lo sé. Todo lo que sé es que unas horas después el Fiscal y yo estábamos en su habitación, ella estaba muerta y nosotros nos mirábamos sin comprender, es decir, yo lo miraba sin comprender, porque él ya lo sabía todo, o estaba a punto de saberlo, ya que había cogido el cuaderno de tafilete rojo.

¿Por qué lo cogió? ¿Para prolongar la conversación de la cena, para seguir viviendo en sus sonrisas y sus palabras? Sin duda.

Muerto el soldado, el novio, el hombre por el que lo había dejado todo, por el que subía a la montaña domingo tras domingo, por el que cogía la pluma día tras día, el hombre que hacía latir su corazón… Y él, ¿qué vio cuando la muerte le destrozó el cráneo? ¿A Lyse? ¿A otra? ¿Nada? Sólo Dios lo sabe.

A menudo, me he imaginado a Destinat leyendo y releyendo el cuaderno, hurgando en aquel amor escrito que debía de hacerle daño, descubriendo que lo llamaban Tristeza y se burlaban de él, aunque de un modo suave, afectuoso, tierno… ¡Porque a él no lo despellejaba vivo como a mí!

Sí, leyendo y releyendo sin cesar, como quien vuelve un reloj de arena una y otra vez y se pasa la vida viendo caer los granos, y nada más.

Hace un momento he dicho que mentía doblemente. Entre las hojas del cuaderno no sólo había una carta, sino también tres fotografías. Tres fotografías pegadas una a continuación de la otra en la última página. Y esa pequeña escena de cinematógrafo inmóvil era obra de Destinat.

La primera foto era sin duda la que había servido de modelo al pintor del gran retrato que colgaba en el vestíbulo del Palacio. En esa época, Clélis de Vincey tendría unos diecisiete años. Aparecía en mitad de un pastizal esmaltado de esas umbelíferas conocidas como «reinas de los prados». La muchacha reía. Llevaba un sencillo vestido campestre que realzaba su elegancia natural. Un sombrero de ala ancha le cubría la frente de densa sombra, pero los ojos, la sonrisa y el brillo del sol en la mano que sujetaba el borde del sombrero para evitar que se lo llevara el viento daban a su rostro una gracia resplandeciente. La auténtica reina del prado era ella.

La segunda fotografía había sido recortada, como indicaban los bordes rectos a derecha e izquierda. En aquel curioso formato, inusualmente estrecho, una jovencita risueña miraba directamente a la cámara. La tijera de Destinat había aislado a Belle de Jour en la fotografía que le había dado Bourrache. «Una auténtica Virgen María», me había dicho el padre. Y tenía razón. El rostro de la niña tenía algo de religioso, de belleza sin artificios, de belleza pura, de sencillo esplendor.

La tercera mostraba a Lysia Verhareine recostada en un árbol con las palmas de las manos contra el tronco, la barbilla ligeramente alzada y los labios entreabiertos, como si esperara el beso de quien la contemplaba y había tomado la foto. Era tal como la recordaba. Lo único que cambiaba era la expresión. A nosotros nunca nos había dedicado una sonrisa así, nunca. Era la sonrisa del deseo, de un amor a todas luces apasionado, y puedo asegurar que verla en aquella actitud resultaba realmente turbador, porque, de pronto, al contemplarla sin máscara, uno comprendía quién era en realidad aquella mujer y de qué era capaz por el hombre al que amaba.

No obstante, lo más extraño de todo aquello —y no fue el aguardiente que había bebido lo que me hizo verlo— era la sensación de estar contemplando tres imágenes de un mismo rostro, aunque capturado en distintas épocas y edades diversas.

Belle de Jour, Clélis y Lysia eran como tres encarnaciones de la misma alma, un alma que había dado a los cuerpos que había revestido una misma sonrisa, una dulzura y un fuego que no se parecían a ningún otro. La misma belleza, encarnada y vuelta a encarnar, nacida y destruida, surgida y desaparecida. Verlas así, una junto a otra, producía vértigo. La mirada pasaba de la primera a la segunda y de la segunda a la tercera, pero siempre encontraba lo mismo. En todo aquello había algo puro y diabólico a un tiempo, una mezcla de serenidad y horror. Ante tanta constancia, uno creería que lo hermoso permanece en el tiempo y que lo que fue volverá.

Pensé en Clémence. De pronto, me pareció que habría podido añadir una cuarta fotografía, para cerrar el círculo. Me estaba volviendo loco. Cerré el cuaderno. Tenía la cabeza a punto de estallar. Demasiadas cavilaciones. Demasiadas tempestades. Y todo por tres pequeñas fotografías pegadas una a continuación de la otra por un viejo solitario asediado por el tedio.

Estuve a punto de quemarlo todo.

Pero no lo hice. Deformación profesional. No se destruye una prueba. Pero una prueba, ¿de qué? ¿De que no sabemos mirar a los vivos? ¿De que ninguno de nosotros dijo nunca: «¡Oye, la pequeña de Bourrache y Lysia Verhareine se parecen una barbaridad!»? ¿De que Barbe no me dijo jamás: «¡La nueva maestra es el vivo retrato de mi difunta señora!»?

Pero puede que eso sólo pudiera revelarlo la muerte. Y puede que los únicos capaces de verlo fuéramos el Fiscal y yo. Tal vez porque éramos iguales, porque estábamos igual de locos.

Cuando pienso en las manos de Destinat, largas, finas, cuidadas, salpicadas de manchas, todo tendones; cuando las veo, un atardecer de invierno, apretando el delgado y frágil cuello de Belle de Jour, mientras en el rostro de la niña la sonrisa se borra y una gran pregunta asoma a sus ojos; cuando imagino todo eso, esa escena que ocurrió, esa escena que no ocurrió, me digo que Destinat no estaba estrangulando a una niña, sino un recuerdo, un dolor; que, de pronto, lo que tenía entre las manos, bajo los dedos, era el fantasma de Clélis, y el de Lysia Verhareine, a los que intentaba retorcer el cuello para deshacerse de ellos definitivamente, para no volver a verlos, para no seguir oyéndolos, para no acercarse a ellos durante la noche sin poder alcanzarlos jamás, para no seguir amándolos en vano.

Qué difícil es matar a los muertos, hacerlos desaparecer… Cuántas veces lo habré intentado yo… Qué sencillo sería todo si no fuera así.

Así pues, otros rostros debieron de asomar al de la niña, de aquella niña encontrada por casualidad, al final de un largo día de nieve y hielo, cuando empezaba a llegar la noche y, con ella, todas las sombras dolorosas. De pronto, el amor y el crimen debieron de confundirse, como si, allí, sólo pudiera matarse aquello que se ama. Nada más.

He vivido mucho tiempo con la idea de Destinat como asesino por error, por espejismo, por esperanza, por recuerdo, por terror. Me parecía hermosa. No atenuaba el crimen, pero lo hacía resplandecer, lo arrancaba de la sordidez. Asesino y víctima se transformaban en mártires, cosa poco frecuente.

Y, luego, un día, me llegó una carta. De las cartas se sabe cuándo se mandan, pero no se sabe por qué tardan tanto en llegar o por qué no llegan jamás. Puede que el cabo Francoeur le escribiera todos los días a Lysia Verhareine, como ella a él. Puede que sus cartas sigan dando vueltas, haciendo rutas absurdas, yendo en direcciones equivocadas, perdiéndose en laberintos, cuando ellos dos llevan tantos años muertos.

La carta de la que hablo ahora fue enviada desde Rennes el 23 de marzo de 1919. Tardó seis años en llegar. Seis años para atravesar Francia.

Me la enviaba un colega. No me conocía, ni yo a él tampoco. Debía de haber mandado cartas idénticas a todos los polizontes que, como yo, languidecían en pequeñas ciudades cerca de lo que había sido el frente durante la guerra.

Lo que quería Alfred Vignot —que así se llamaba— era encontrar el rastro de un tipo al que le había perdido la pista en 1916. Peticiones como aquélla se recibían a menudo, tanto de familias y ayuntamientos como de la gendarmería. La guerra fue un huracán fenomenal que lanzó a miles de hombres en todas las direcciones. Muchos murieron, pero otros sobrevivieron. Muchos volvieron a sus casas, pero otros decidieron rehacer su vida en otra parte, y adiós muy buenas. La gran carnicería no sólo devastó cuerpos y mentes; también permitió a unos cuantos desaparecer y cambiar de aires bien lejos de su tierra. Quien quisiera probar que seguían vivos lo tenía difícil. Tanto más cuanto que cambiar de nombre y de papeles era tan sencillo como cambiar de camisa. Individuos que ya no volverían a necesitar sus nombres y su documentación hubo cerca de millón y medio. De sobra para elegir. Gracias a ello, muchos canallas volvieron a la circulación, limpios como una patena, lejos del escenario de sus pasadas hazañas.

El desaparecido de Vignot tenía un muerto sobre la conciencia, una muerta, para ser precisos, a la que había torturado meticulosamente —la carta daba todos los detalles— antes de estrangularla y violarla. El crimen se cometió el mes de mayo de 1916. Y Vignot tardó tres años en concluir su investigación, reunir las pruebas y verificar los hechos. La víctima se llamaba Blanche Fen’vech. Tenía diez años. La encontraron cerca de una cañada, en el fondo de una zanja, a menos de un kilómetro del pueblo de Plouzagen. La niña vivía allí. Había ido, como todas las tardes, a buscar cuatro dichosas vacas a una majada. Para saber quién era el sujeto al que buscaba Vignot no necesitaba leer su nombre. Desde que había abierto el sobre, había notado como un movimiento alrededor de mí y en mi cabeza.

El asesino se llamaba Le Floc, Yann Le Floc. En el momento de los hechos, tenía diecinueve años. Era el soldado bretón.

No respondí a la carta de Vignot. Que cada palo aguante su vela. Seguramente, tenía razón sobre Le Floc, pero eso no cambiaba nada. Las niñas estaban muertas, la de Bretaña en Bretaña, y la nuestra aquí. Y el chico también estaba muerto, fusilado con todas las de la ley. Y, además, en mi fuero interno me decía que Vignot podía estar equivocado, o tener sus razones para cargarle el muerto al muchacho, como los cabrones de Mierck y Matziev tuvieron las suyas. ¿Cómo saberlo?

En el fondo, por extraño que pueda parecer, me había acostumbrado a vivir en la duda, en el misterio, en la penumbra, en la vacilación, en la falta de respuestas y certezas. Responder a Vignot habría hecho desaparecer todo eso; de golpe, se habría hecho la luz, que habría dejado inmaculado a Destinat y hundido al joven bretón en la negrura. Demasiado simple. Uno de los dos había matado, eso seguro, pero el otro podría haberlo hecho y, en el fondo, entre la intención y el crimen la diferencia era nula.

Cogí la carta de Vignot y me encendí la pipa con ella. ¡Fuuuuh! ¡Humo! ¡Nube! ¡Cenizas! ¡Nada! ¡Sigue buscando, compañero, no me dejes solo en este caso! En el fondo, tal vez fuera una venganza. Una forma de decirme que no era el único que arrancaba la tierra con las uñas y buscaba muertos para tirarles de la lengua. Incluso en mitad de la nada, necesitamos saber que hay otros hombres que se nos parecen.