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El maestro siempre había ocupado el piso de encima de la escuela: tres habitaciones muy limpias orientadas al Mediodía, con vistas a los campos y su pelambre de vides y ciruelos. Fracasse lo había convertido en una vivienda muy agradable, que yo había visitado ocasionalmente una o dos tardes que pasamos hablando, de todo y de nada, ambos con cierta reserva; un pisito que olía a cera de abeja, libro encuadernado, meditación y soltería. Nadie había vuelto a pisarlo desde que el Contra había ocupado el puesto, ni tampoco inmediatamente después de que se lo llevaran los enfermeros.

El alcalde introdujo la llave en la cerradura, empujó la puerta, un tanto sorprendido de la resistencia que ofrecía, entró y perdió de golpe su beatífica sonrisa de guía turístico. Eso lo supongo yo, que rehago la historia y relleno los huecos, pero creo que no me lo invento, porque lo leímos todo en su cara de susto, en su frente, perlada de gruesas gotas de sudor y sorpresa, en el sofoco de su cara cuando, pasados unos minutos, volvió a salir para aspirar el aire a grandes bocanadas, se dejó caer contra el muro y, como el campesino que nunca dejó de ser, se sacó del bolsillo un gran pañuelo a cuadros no demasiado limpio y se enjugó el rostro con él.

Al cabo de un rato, Lysia Verhareine apareció a su vez a la luz de la mañana, que la obligó a entornar los ojos durante unos instantes, antes de abrirlos para mirarnos y sonreír. Luego, se alejó unos pasos, se inclinó para recoger dos castañas tardías que acababan de caer al suelo y emerger, lustrosas y de un marrón maravillosamente fresco, de sus erizos. Las hizo rodar en su mano, las olió cerrando los ojos y se marchó lentamente. Nosotros corrimos hacia la escalera, subimos dándonos codazos y nos precipitamos en la vivienda… Era el apocalipsis.

Del pasado encanto de la pequeña vivienda no quedaba nada. Ni rastro. El Contra la había devastado sistemáticamente, llevando su ensañamiento hasta tal punto que había recortado todos los libros de la biblioteca en trocitos de un centímetro cuadrado —Lepelut, un chupatintas obsesionado por la precisión, los midió delante de nosotros— y había raspado con una navaja todos los muebles hasta dejarlos reducidos a grandes montículos de rubias virutas. Los restos de comida, repartidos en numerosos montones, habían atraído insectos de lo más variado. La ropa sucia, tirada por el suelo, imitaba cuerpos sin carne, desmembrados e inertes. Y en las paredes, en todas las paredes, los versos de La Marsellesa, escritos con letras delicadamente trazadas, desplegaban sus arengas guerreras sobre las margaritas y las malvarrosas del papel pintado; el loco los había escrito una y otra vez, como letanías dementes que a todos nos produjeron la sensación de estar atrapados entre las enormes páginas de un libro atroz. Había trazado las letras con la punta del dedo, con la punta del dedo embadurnada con su propia mierda, que había defecado en todas las esquinas de las habitaciones durante todos los días que había pasado entre nosotros, tal vez después de sus ejercicios de gimnasia, o entre el estremecedor rugido de los cañones, cerca del insoportable canto de los pájaros, del obsceno perfume de las madreselvas, los lirios, las rosas, bajo el azul del cielo, contra el viento azucarado.

En definitiva, el Contra acabó haciendo la guerra, su guerra. A golpe de tijera, navaja y excrementos, había dibujado su campo de batalla, su trinchera y su infierno. También él había gritado su sufrimiento antes de hundirse en él.

Aquello olía que apestaba, es cierto, pero el alcalde demostró no ser más que un pusilánime sin corazón ni redaños. Un don nadie. La joven maestra, en cambio, era toda una mujer: salió a la calle sin juzgar ni estremecerse. Miró el cielo, que arrastraba humaredas y nubes redondas, dio unos pasos, recogió dos castañas y las acarició como si fueran las febriles sienes del loco, su demacrada frente, empalidecida por todas las muertes, por todos los sufrimientos acumulados por la humanidad, por todas nuestras purulentas llagas, abiertas desde hace siglos, a cuyo lado el olor de la mierda no es nada, nada, sólo un olor agrio, empalagoso y débil de un cuerpo aún vivo, vivo, que en modo alguno debe repugnarnos, avergonzarnos ni descomponernos.

No obstante, era evidente que aquella joven no podía vivir allí. El alcalde estaba conmocionado. Navegaba entre los vapores de la absenta, en el Café Thériex, el más cercano. Iba por el sexto vaso, que se había echado al cuerpo, como los anteriores, de un trago y sin esperar a que se disolviera el azúcar, para recuperarse de haberse acercado a nuestra común miseria, mientras los demás seguíamos pensando en los caligramas del loco, en su universo de confetis e inmundas pintadas, meneando la cabeza, silbando como si tal cosa, encogiéndonos de hombros y mirando a través de la pequeña luna hacia el este, que se volvía oscuro como la tinta.

Después, a fuerza de beber, dormir y roncar, el alcalde acabó cayéndose de la silla y de la mesa. Risa general. Otra ronda. Se reanudan las conversaciones. Se charla y se charla. Hasta que alguien, ya no recuerdo quién, saca a relucir a Destinat. Y otro, tampoco recuerdo quién, dice: «Allí es donde hay que alojar a la maestra, con el Fiscal, en la casita del parque, donde vivía el inquilino».

A todo el mundo le pareció una idea excelente, empezando por el alcalde, que dijo llevar un rato pensando en ello. Codazos y caras de inteligencia. Era tarde. La campana de la iglesia golpeó doce veces contra la noche. El viento cerró un postigo. Fuera, la lluvia se deslizaba por el suelo como un gran río.