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Pero, antes de hablar del Palacio, con su polvo y su penumbra, quiero contar otra cosa. Quiero hablar de Lysia Verhareine, porque yo también la veía, como todo el mundo. Nuestra ciudad es tan pequeña que los caminos siempre acaban cruzándose. Siempre que me cruzaba con ella, me quitaba el sombrero. Ella me devolvía el saludo bajando un poco la cabeza, con una sonrisa. Sin embargo, un día vi en sus ojos otra cosa, algo cortante, puntiagudo, algo que se parecía a un trozo de metralla.
Era domingo, un hermoso atardecer de la primavera de 1915. El aire olía a flor de manzano, mezclado con una pizca de acacia. Yo sabía que los domingos la joven maestra daba siempre el mismo paseo, que la llevaba a lo alto de la colina, tanto si hacía buen tiempo como si caían chuzos de punta. Me lo habían dicho.
Yo también solía ir por allí con una carabina ligera que me había regalado Edmond Gachentard, un antiguo compañero que se había ido a la región de Caux a destripar terrones y cuidar a su mujer, inmovilizada en una silla de ruedas. Un bonito juguete, esa carabina, con un solo cañón, reluciente como una moneda de plata, y la culata de madera de cerezo, en la que Gachentard había hecho grabar en letras mayúsculas: «No sentirás nada». La frase iba dirigida a las presas, pero Gachentard temió acabar aplicándosela a su mujer, una noche en que ya no pudiera soportar verla así, con las piernas muertas y el rostro marchito. «Prefiero dártela a ti —me había dicho tendiéndome aquel chisme envuelto en una hoja de periódico en la que aparecía el arrugado rostro de la reina de Suecia—. Haz con ella lo que te parezca».
Eran unas palabras curiosas, y durante algún tiempo no paré de darles vueltas en la cabeza. ¿Qué podía hacerse con una carabina? ¿Cultivar patatas, tocar música, ir al baile, remendarse los calcetines? Las carabinas son para matar, punto; no se inventaron para otra cosa. Nunca he sentido afición por la sangre. No obstante, me quedé con aquel cacharro, diciéndome que, si se lo dejaba a Edmond, podría caer sobre mi conciencia, sin llegar a saberlo jamás, una muerte lejana remojada con sidra. Desde entonces, me acostumbré a llevar la carabina durante mis paseos de los domingos y a utilizarla casi como un bastón. Con el correr de los años, el cañón ha ido perdiendo el lustre hasta adquirir un tono tenebroso que no le sienta tan mal. El lema que grabó Gachentard ha desaparecido casi del todo por falta de mantenimiento; la única palabra que aún puede leerse es «nada», y eso es exactamente lo que la carabina ha matado desde que la tengo.
Edmond Gachentard tenía los pies grandes, una chapela vasca y una insoportable afición a los aperitivos sofisticados, cuyo olor a plantas aromáticas los hacía parecer preparados farmacéuticos. A veces se quedaba mirando al cielo, súbitamente pensativo, y meneaba la cabeza cuando gruesas nubes redondas manchaban con su blancura el azul puro. «¡Cabronas!», decía, pero nunca llegué a saber si se refería a las nubes o a alguna otra cosa, lejana e invisible, que surcaba las alturas sólo para él. En fin, esto es todo lo que se me ocurre cuando pienso en Edmond. La memoria es curiosa; retiene cosas que no valen un pimiento. Todo lo demás acaba en el hoyo. Gachentard también debe de estar ya bajo tierra. Si no, ahora tendría ciento cinco años. Su segundo nombre de pila era Marie. Un detalle más. Y aquí lo dejo.
Digo que lo dejo, y es lo que debería hacer. ¿De qué sirve todo esto que escribo, tantas líneas apretadas como ocas en invierno y todas las palabras que coso a ciegas? Pasan los días, y vuelvo a mi mesa. No puedo decir que me guste, pero tampoco que me disguste.
Ayer, Berthe, que viene tres veces por semana a quitar el polvo, encontró uno de mis cuadernos, el número 1, creo. «¡Así que en esto gasta el papel!». La miré. Es tonta, pero no más que cualquier otra. No esperó mi respuesta. Siguió limpiando y canturreando las mismas canciones idiotas que le rondan por la cabeza desde que tiene veinte años y anda buscando marido. Me habría gustado explicárselo un poco, pero explicarle ¿qué? ¿Que avanzo por las líneas como por los caminos de un país desconocido y a la vez familiar? Me di por vencido y, cuando se fue, seguí. La verdad es que me da igual lo que pase con los cuadernos. Voy por el número 4. No encuentro ni el 2 ni el 3. Los habré perdido, si no los ha cogido Berthe para encender el fuego en su casa. Qué más da. No me apetece releer. Escribo. Nada más. Es un poco como si hablara conmigo mismo. Me doy conversación, me hablo de otros tiempos. Intercalo retratos. Excavo sin mancharme las manos.
Ese dichoso domingo, llevaba horas caminando por la colina. La pequeña ciudad se extendía un poco más abajo, recogida sobre sí misma, casa contra casa, y, al fondo, la masa apiñada de los edificios de la Fábrica y sus chimeneas de ladrillo, que se alzaban hacia el cielo como si quisieran saltarle un ojo. Un paisaje de humo y trabajo, una especie de concha con muchos caracoles dentro, a quienes el resto del mundo les traía sin cuidado. Y sin embargo el mundo no estaba tan lejos: para verlo bastaba subir la pendiente. Tal vez por eso las familias preferían como paseo dominical las orillas del canal y su tristeza amable, su agua tranquila, apenas agitada de vez en cuando por la cola de una gruesa carpa o la proa de una gabarra. La colina servía de telón de boca, pero a nadie le apetecía presenciar el espectáculo. Cada cual tiene las cobardías que puede. Si la colina no hubiera estado donde estaba, la guerra nos habría abofeteado en pleno rostro, como una auténtica realidad. Pero el monte nos permitía evitarla, a pesar de los ruidos que nos lanzaba, como pedos de enfermo. La guerra organizaba sus coquetas representaciones detrás de la colina, al otro lado, bien lejos, lo que es tanto como decir que en ningún sitio, en los confines de un mundo que ni siquiera era el nuestro. Nadie quería ir a echarle un vistazo. Era mejor convertirla en una leyenda; así podíamos vivir con ella.
Ese domingo, había llegado más arriba que de costumbre, aunque tampoco mucho, unas decenas de metros, un poco por descuido, y sobre todo por culpa de un tordo al que perseguía paso a paso, mientras él revoloteaba piando y arrastrando un ala rota en la que destacaban dos o tres gotas de sangre. A fuerza de no ver otra cosa en el mundo, acabé llegando a la cresta, que no tiene de cresta más que el nombre, porque lo que corona el monte es un gran prado, que da al lugar el aspecto de una mano inmensa con la palma hacia el cielo, cubierta de hierba y matojos. Una ráfaga de viento cálido me dio en el cuello y me hizo comprender que había cruzado la línea, la invisible frontera que todos los de abajo habíamos trazado en la tierra y en nuestras mentes. Levanté los ojos y la vi.
Estaba sentada sobre la espesa hierba salpicada de margaritas. El tejido claro de su vestido, extendido alrededor de su cintura, me trajo a la mente ciertas escenas campestres que se ven reflejadas en los cuadros. El prado y las flores que lo esmaltaban parecían estar allí sólo para ella. De vez en cuando, la brisa alzaba los vaporosos rizos de su cabellera, que le cubrían la nuca de tenue sombra. La joven maestra estaba mirando al frente, hacia lo que nosotros nunca quisimos ver. Lo miraba con una sonrisa inefable, una sonrisa a cuyo lado las que nos dedicaba a diario —y Dios sabe lo hermosas que eran— parecían formales y distantes. Miraba la gran llanura, parda e infinita, temblorosa tras las lejanas humaredas de las explosiones, cuya furia llegaba hasta nosotros como amortiguada y diluida, irreal, en definitiva.
A lo lejos, la línea del frente se confundía con la del cielo de tal modo que por momentos parecía que varios soles se alzaran al mismo tiempo y volvieran a caer con un ruido de cohete fallido. La guerra desplegaba su pequeño carnaval viril a lo largo de kilómetros, y desde donde estábamos parecía un simulacro organizado en un decorado para enanos de circo. Todo era muy pequeño. La muerte no soportaba tanta pequeñez, y se marchaba llevándose todo su cargamento de dolor, de cuerpos destrozados y gritos perdidos, de hambre y miedo en el estómago, de tragedia.
Lysia Verhareine miraba todo aquello con los ojos muy abiertos. Tenía ante sí, sobre las rodillas, algo que al principio tomé por un libro; sin embargo, al cabo de unos segundos, escribió unas palabras en aquel libro, que, como pude ver enseguida, era en realidad el cuadernillo de tafilete rojo. Al tiempo que las trazaba, con un lápiz tan pequeño que apenas asomaba entre sus dedos, sus labios pronunciaban otras, aunque tal vez fueran las mismas. Observándola así, a sus espaldas, me sentí como un ladrón.
Estaba diciéndome eso cuando ella volvió la cabeza, lentamente, dejando su hermosa sonrisa en el lejano campo de batalla. Azorado, me quedé tieso como un poste, sin saber qué hacer ni qué decir. Si hubiera estado completamente desnudo ante ella, no me habría sentido más avergonzado. Probé a hacer un pequeño gesto con la cabeza. Ella siguió mirándome, con el rostro vuelto hacia mí, un rostro que por primera vez veía liso como un lago en invierno, un rostro de muerta, de muerta por dentro, quiero decir. Era como si nada viviera, como si nada se moviera en su interior, como si la sangre la hubiera abandonado para irse a otra parte.
Aquello duró un instante interminable. Luego, sus ojos se deslizaron de mi cara a mi mano izquierda, de la que colgaba la carabina de Gachentard. Vi lo que ella estaba viendo. Me puse rojo como el culo de un picamaderos. Balbucí unas palabras que lamenté de inmediato: «No está cargada, sólo es para…». Y me callé. No pude hacerlo peor. Más me hubiera valido callarme. Sus ojos seguían posados en mí. Eran dos clavos mojados en vinagre que se me clavaban por todo el cuerpo. Por fin, se encogió de hombros, volvió a su paisaje y me dejó caer en otro universo. Un universo demasiado feo para ella. O demasiado estrecho, demasiado asfixiante. Un universo que los dioses y las princesas no se dignan mirar ni cuando lo atraviesan con la punta de los labios y de los pies. El universo de los hombres.
Desde ese día, puse todo mi empeño en evitarla. En cuanto la veía a lo lejos, me precipitaba en las callejas, me ocultaba en los quicios de las puertas, o bajo el sombrero, cuando no podía hacer otra cosa. No quería volver a ver sus ojos. Me moría de vergüenza. Sin embargo, al recordar aquel domingo, reconozco que no fue para tanto. A fin de cuentas, ¿qué vi? A una chica sola que escribía algo en un cuadernillo rojo, mientras contemplaba un campo de batalla. Además, yo tenía tanto derecho como ella a pasear por donde me apeteciera.
Colgué la carabina en un clavo, encima de la puerta de casa. Y ahí sigue. Fue necesario que todo el mundo estuviera muerto y enterrado para que yo volviera a dar mis paseos de los domingos, que ahora siempre me llevan, como en peregrinación, hasta aquel lugar del prado en el que vi a la joven maestra sentada al borde de nuestro mundo.
Siempre me siento en el mismo sitio, el suyo, para recuperar el aliento. Dejo pasar los minutos. Miro lo que ella miraba, el extenso paisaje, apacible e inmóvil, sin humo ni resplandores, y vuelvo a ver su sonrisa, lanzada al infinito salpicado de guerra. Vuelvo a ver todo eso como si la escena fuera a repetirse, y espero. Espero.