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Por supuesto, había una guerra. Que se alargaba. Y que ya había dejado tantos cadáveres que ni se podían contar. Pero la noticia de la muerte de la joven maestra, y el modo en que se había producido, cayó como un jarro de agua fría sobre nuestra pequeña ciudad. Las calles estaban vacías. Las comadres, las lenguas de víbora, las viejas arpías, siempre prestas a la calumnia, permanecían encerradas en sus casas. En los bares, los hombres bebían en silencio. No se oía más que el ruido de los vasos, de los golletes, de las gargantas, de los litros trasegados. Nada más. Era una especie de homenaje, un estupor general. Hasta el verano parecía estar a media asta. Fueron días grises, bochornosos, en los que el sol no se atrevía a asomarse y se pasaba el tiempo escondido tras grandes nubes del color del luto. Los niños ya no correteaban, no iban a pescar, no apedreaban los cristales de las ventanas. Hasta los animales parecían apáticos. Las campanas cortaban el tiempo como si fuera el tronco de un árbol muerto. A veces, la ciudad se llenaba de aullidos de lobo. Era Martial Maire, el tonto, que lo había comprendido todo y daba rienda suelta a su dolor, acurrucado contra la puerta de la escuela. Tal vez debimos hacer todos lo mismo. Tal vez es lo único que se puede hacer en esos casos.

Tendría que haber interrogado al Fiscal. Es lo que se hace en caso de muerte violenta, de suicidio, porque hay que utilizar esa palabra, llamar a las cosas por su nombre. Sí, tendría que haberlo hecho. Era mi papel. Pero no lo hice. ¿Qué podía contarme? Poca cosa, sin duda. Y yo me habría quedado allí plantado, dándole vueltas a la gorra como un idiota, mirando el parqué, el techo, mis manos, sin atreverme a hacerle las verdaderas preguntas. ¿Qué preguntas, por otra parte? La había encontrado él. Mientras daba un paseo, miró hacia la ventana abierta y vio el cuerpo, echó a correr, forzó la puerta de la habitación, cerrada con llave por dentro, y después… después… Después, nada. La cogió en brazos, la acostó en la cama y me hizo llamar. Todo eso me lo contó después de que Barbe nos hiciera salir, mientras dábamos vueltas por el parque, sin saber qué hacer ni adónde ir.

Durante los días inmediatamente posteriores, Destinat permaneció encerrado en su Palacio. Se pasaba las horas muertas ante la ventana, mirando hacia la casita, como si la joven maestra aún pudiera salir de ella. Me lo contó Barbe, la famosa tarde que me dijo todo lo demás.

Tratamos de averiguar si Lysia Verhareine tenía familia. Yo y, sobre todo, el alcalde. No encontramos nada. Sólo una dirección en varios sobres, una dirección tachada que correspondía a una antigua patrona, con la que el alcalde habló por teléfono, sin entender dos palabras de cada tres, por el acento del norte. No obstante, si algo le quedó claro es que la patrona no sabía nada. Cuando llegaba alguna carta para Lysia, la mujer escribía la nueva dirección, la del Palacio, que le había mandado ella. «¿Y recibía muchas cartas?», le preguntó el alcalde. Yo estaba allí, a su lado. La respuesta jamás llegó. Un corte de línea. En aquellos tiempos era poco fiable. Y además estábamos en guerra. Hasta el teléfono, a su manera.

A continuación, le preguntamos a Marcel Crouche, el cartero, que nunca conseguía terminar su ronda, debido a las otras rondas, las de vino, aguardiente, carajillos de ron, Pernod y vermuts, que jamás rechazaba. A mediodía, acababa sentado contra la pared del lavadero, desbarrando sobre política y luego roncando como un cerdo, abrazado a su cartera. Y el Palacio estaba hacia el final de su recorrido, cuando ya iba como sobre el puente de un barco zarandeado por la tempestad.

—Cartas para el Palacio, claro que las había… Yo miraba la dirección, no el nombre; cuando ponía Palacio, era para el Palacio, y sanseacabó. Que luego fuera para el Fiscal o para la señorita, ¡allá cuentas! Yo lo entregaba todo y luego él hacía la selección. Sí, el correo hay que dárselo siempre en mano, nunca a Barbe o a El Rancio. Para eso el señor Fiscal es muy suyo. Después de todo, está en su casa, ¿no?

Marcel Crouche metió su enorme nariz picada de viruelas en la copa y olisqueó el coñac como si le fuera la vida en ello. Bebimos en silencio los tres, el cartero, el alcalde y yo. Luego vino otra ronda. Pero ni una palabra más. De vez en cuando, el alcalde y yo nos mirábamos desde detrás de las copas, sabiendo lo que pensaba el otro, y sabiendo también que ninguno de los dos se atrevería a ir a hacerle la pregunta al Fiscal. Así que no dijimos nada.

En Educación Pública no sabían nada, salvo que Lysia Verhareine había solicitado voluntariamente una plaza en la región. Además de hacerme esperar tres cuartos de hora en el pasillo para hacerse el importante, el Inspector al que fui a ver ex profeso a V. parecía más preocupado por la rectitud de su bigote, que no conseguía alisar a pesar de la gomina, que por la joven maestra. Equivocó repetidas veces su apellido, hizo como que buscaba en el archivo, consultó su bonito reloj de oro, se aplastó el pelo y se miró las uñas, que llevaba impecables. Tenía una mirada bovina, de tonto que no es consciente de serlo, como los animales que se dejan llevar al matadero sin una queja, porque no conciben que exista un misterio tan grande como la muerte. Me llamaba «amigo mío», pero en su boca la expresión sonaba a insulto, a ruido mal formado que escupimos con asco.

Al cabo de un rato, hizo sonar un timbre, pero no le respondieron. Así que gritó. Tampoco hubo respuesta. Al fin, cuando se puso a aullar, un rostro enfermizo, en una cabeza que parecía un nabo espachurrado, apareció en la puerta. El nabo tosía cada treinta segundos, con una tos que venía de muy lejos, para anunciar que los momentos felices tenían un final, y los cuerpos también. El propietario de aquella cara de medio muerto se llamaba Mazerulles. El Inspector pronunció su nombre como quien hace restallar un látigo. Comprendí que era su secretario. Él sí buscó de verdad en su memoria. Y él sí se acordaba de la chica, del día que había estado allí. La cara de las personas no siempre se corresponde con los trabajos que realizan. Mazerulles parecía una nulidad, un berzotas, un lameculos, alguien en quien no se puede confiar, lo cual se debía a su físico, a su cuerpo fofo, que parecía aguantarse a duras penas en su extraña estructura. Empezamos a hablar de la chica y le conté lo que había ocurrido. Si le hubiera pegado un garrotazo en mitad de la frente no lo habría dejado tan aturdido. Tuvo que apoyarse en la chimenea y empezó a farfullar cosas sin sentido sobre la juventud, la belleza, la destrucción, la guerra, el fin… Estábamos los dos solos, Mazerulles y yo, con un pequeño fantasma que se nos aparecía entre frase y frase.

El Inspector lo percibía perfectamente. Aquel imbécil se paseaba a nuestro alrededor, resoplando y repitiendo «Bien… Muy bien… Muy bien…», como si no viera el momento de librarse de nosotros. Salí del despacho con Mazerulles, sin despedirme de aquel cuello duro que apestaba a almidón y a colonia de grandes almacenes. La puerta se cerró de un portazo a nuestras espaldas. Fuimos al despacho del secretario. Era muy pequeño y parecido a él. Triste y destartalado. En el aire flotaba un olor a tela húmeda y leña, y también a mentol y tabaco barato. Mazerulles me ofreció una silla junto a la estufa y se sentó ante su pequeño escritorio, sobre el que tres orondos tinteros se tomaban un breve respiro. Salió de su estupor y me relató la visita de Lysia Verhareine. Fue poca cosa, y no añadió nada importante a lo que ya sabía, pero me gustó oír hablar de ella a otro, a alguien que no vivía entre nosotros. Me dije que entonces no lo había soñado, que Lysia Verhareine había existido, puesto que un hombre al que no conocía ni mucho ni poco la evocaba ante mí. Al acabar, le estreché la mano y le deseé buena suerte, no sé por qué; me salió así, pero él no pareció extrañarse. Se limitó a decir: «Bueno, yo, lo que es suerte… Ya sabe…». Yo no sabía nada, pero me bastaba verlo a él para imaginármelo.

¿Qué más puedo decir? Podría contar el entierro de Lysia Verhareine. Fue un miércoles. Hacía tan buen tiempo como el día en que decidió dejar este mundo. Puede que mejor aún. Sí, podría contar eso, hablar del sol, de los niños, que habían trenzado guirnaldas de espigas y hojas de vid, de la iglesia, que estaba de bote en bote, porque no faltó un alma, de Bourrache y su hija pequeña, del Fiscal, que estaba en primera fila, como un viudo, y del grueso cura, el padre Lurant, que había llegado hacía poco y del que se desconfió hasta ese día, pero que supo encontrar las palabras adecuadas para expresar lo que sentían los corazones de muchos, ese cura que había aceptado oficiar el funeral con la mayor naturalidad del mundo. Sí, podría contar todo eso, pero no me apetece demasiado.

En definitiva, el auténtico cambio fue el del Fiscal. Aún pedía alguna que otra cabeza, pero era como si lo hiciera sin ganas. Y, lo que es peor, a veces se embarullaba con las conclusiones. Aunque, al expresarme así, no soy del todo exacto. Sería mejor decir que, en ocasiones, mientras exponía los hechos y extraía las conclusiones, frenaba su verborrea, se quedaba mirando al vacío y dejaba de hablar. Como si ya no estuviera allí, en la tribuna de la Audiencia, sino en otra parte. Como si se hubiera ausentado. No, nunca duraba mucho, y a nadie se le habría ocurrido tirarle de la manga para devolverlo a la realidad; pero se producía cierta incomodidad, hasta el punto de que cuando retomaba el hilo del discurso todo el mundo parecía aliviado, incluido el fulano al que se juzgaba.

El Fiscal hizo cerrar la casita del parque. No volvió a tener inquilino. Como tampoco volvió a haber maestro en la escuela, hasta después de la guerra. Destinat también dejó de pasearse por el parque. Cada vez salía menos. Poco después se supo que el ataúd y el monumento los había pagado él. A todo el mundo le pareció un hermoso gesto de su parte.

Pasados unos meses, Léon Schirer, un tipo que hacía un poco de todo en la Audiencia de V., me contó que Destinat había pedido la jubilación. Schirer no era de los que se inventan cosas, pero no lo creí. En primer lugar, porque, aunque Destinat ya no era un chaval, aún le quedaban unos cuantos años por delante; y, en segundo, porque no podía dejar de preguntarme qué haría jubilado, aparte de aburrirse como una ostra, solo en una casa para cien, con dos criados con los que no cruzaba tres palabras al día.

Me equivocaba. Destinat pronunció su último alegato el 15 de junio de 1916. Argumentó sin convicción. De hecho, no obtuvo la cabeza del acusado. Una vez desalojada la sala, el presidente soltó un discurso, breve y sobrio, y luego hubo una especie de piscolabis para toda la tropa de jueces —con Mierck a la cabeza—, abogados, escribanos y otros más. Yo también estaba entre ellos. A continuación, la mayoría se fue al Rébillon para una comida de despedida. La mayoría. Yo no. Para el aperitivo me toleraban, pero cuando llegaba lo auténticamente bueno, las cosas que no se pueden degustar más que cuando se ha nacido con ellas, me mandaban con la música a otra parte. Luego, Destinat se sumió en el silencio.