14

Joséphine vino a verme tres días después del descubrimiento del cadáver de Belle de Jour. La investigación no avanzaba. Los gendarmes interrogaban a diestro y siniestro. Matziev escuchaba su canción. Mierck se había vuelto a V. Y yo intentaba comprender.

Le abrió la puerta Clémence, con su abultado vientre, que se agarraba con las dos manos sin parar de reír. Conocía un poco a Joséphine, y la dejó entrar, a pesar de su cara de susto y su fama de bruja.

—Tu mujer era muy dulce… —dijo Joséphine tendiéndome el tazón, que había vuelto a llenar—. Ya casi no recuerdo su cara —añadió—, pero sí que era dulce, que todo en ella era dulce, sus ojos y su voz.

—Yo tampoco —le dije—. Tampoco me acuerdo muy bien de su cara… A veces la busco, tengo la sensación de que viene hacia mí, y luego se borra y no queda nada. Entonces, me abofeteo, me insulto…

—¿Y por qué?

—No acordarme de la cara de la mujer a la que amaba… Soy un cabrón.

—Cabrones, santos…, yo no he conocido a ninguno —dijo Joséphine encogiéndose de hombros—. Las cosas no son ni blancas ni negras, lo que reina es el gris. Los hombres, sus almas… pasa lo mismo. Tú eres un alma gris, rematadamente gris, como todos nosotros…

—Eso no son más que palabras…

—¿Y qué te han hecho las palabras?

Hice que se sentara y me lo contó todo, de un tirón, en términos muy precisos. Clémence se había ido a la habitación. Yo sabía lo que hacía allí, con sus agujas, sus madejas de lana azul y rosa y sus encajes, desde hacía semanas. De vez en cuando, mientras Joséphine hablaba, pensaba en ella, que estaba allí, al otro lado de la pared, en sus dedos deslizándose por las agujas, en su vientre, en cuyo interior arreciaban las patadas y los codazos.

Luego, poco a poco, el cuerpo empapado de Belle de Jour entró en la sala. Se sentó a mi lado, como si hubiera venido a oír lo que Joséphine tenía que decir, para confirmarlo o desmentirlo. Entonces, poco a poco, dejé de pensar en todo lo demás. Escuchaba a Joséphine. Miraba a Belle de Jour, su chorreante rostro de joven muerta, sus ojos cerrados, sus labios amoratados por el último frío. Creo recordar que sonreía, y a veces inclinaba la cabeza y su boca parecía decir: «Sí, es verdad, fue así, fue como dice La Pelleja, ocurrió así».

La víspera del descubrimiento del cadáver. Hacia las seis, dijo ella. Entre dos luces, a la hora de las navajas y los besos robados. Joséphine vuelve a casa tirando de su carretón y combatiendo el frío con el frasco de aguardiente que nunca abandona el bolsillo de su blusón.

Sorprendentemente, a pesar de la temperatura, la lisiada muchedumbre de los días de fiesta llena las calles. Han salido todos, los mancos, los cojos, los desfigurados, los tuertos, los trepanados, los medio locos, a arrastrarse de bar en bar y vaciar botellas para llenarse el corazón.

Al principio, tras los primeros combates, nos costó acostumbrarnos a ver llegar a todos aquellos jóvenes de nuestra edad, que volvían con la cara desfigurada por los estallidos de los obuses y el cuerpo destrozado por la metralla. Nosotros, en cambio, estábamos a cubierto, llevando, tan tranquilos, nuestra insípida vida de siempre.

Por supuesto, oíamos la guerra. La habíamos visto anunciada en los carteles de la movilización. La leíamos en los periódicos. Pero, en el fondo, la sorteábamos, convivíamos con ella como se convive con un mal sueño o un recuerdo amargo. No acababa de formar parte de nuestro mundo. Pertenecía al del cinematógrafo.

Así que, cuando el primer convoy de heridos —me refiero a heridos de verdad, de los que en vez de cuerpo tenían un sanguinolento amasijo de carne y exhalaban, acostados en inmundas camillas en el interior de los camiones, débiles estertores o salmodiaban el nombre de su madre o de su mujer—, cuando, como digo, el primer convoy llegó a nuestra ciudad, nos cayó encima como un mazazo. De repente, se hizo un gran silencio y todos nos acercamos a verlos, a ver a aquellas sombras de hombres que los camilleros bajaban de los camiones para trasladarlos a la clínica. Dos filas, densas y apretadas, guardia de honor, guardia de horror, con las mujeres, que se mordían los labios y no paraban de llorar, y nosotros, que en el fondo nos sentíamos imbéciles y avergonzados, aunque también —es feo decirlo, pero así era— contentos, rebosantes de una alegría violenta y malsana, porque eran ellos y no nosotros los que estaban allí, tendidos, destrozados en las camillas.

Todo eso ocurría en septiembre del catorce. A los primeros heridos los malacostumbramos a fuerza de atenciones. Visitas a todas horas, botellas, tartas, magdalenas, licores, camisas de batista auténtica, pantalones de terciopelo, embutidos, vino embotellado…

Luego, el tiempo hizo su trabajo. El tiempo y el número, porque todos los días llegaban a carretadas. Acabamos acostumbrándonos. Hartándonos, casi. Ellos nos reprochaban que estuviéramos a cubierto, y nosotros, que nos restregaran por las narices sus vendajes, sus piernas de menos, sus cráneos mal cerrados, sus bocas al bies, sus narices rotas, todas las cosas que no nos apetecía ver.

A partir de entonces, fue como si hubiera dos ciudades, la nuestra y la suya. Dos ciudades en el mismo sitio, pero que se daban la espalda, que tenían sus propios paseos, sus cafés, sus horas. Dos mundos. Se llegó incluso a los insultos, a las palabras, a las manos. La única que reconciliaba a los dos bandos era la viuda Blachart, que abría las piernas sin hacer ascos ni distingos a unos y a otros, civiles y militares, a cualquier hora del día o de la noche. La cola que se formaba a la puerta de su casa, que a veces llegaba a diez metros, era un terreno neutral en el que los hombres volvían a mirarse, a hablarse, a confraternizar durante la espera del gran olvido que se agazapaba en el vientre de la viuda. Ella se pasaba el día, o la mayor parte, tumbada en la gran cama, con las piernas separadas bajo la foto de su difunto marido vestido de novio, que sonreía bajo una tela de crespón negro, mientras, cada diez minutos, un tipo ocupaba presuroso el sitio que el muerto había dejado vacante hacía tres años, cuando en el recinto de la Fábrica una tonelada de carbón le había aplastado la sesera.

Las viejas beatas escupían a espaldas de la viuda cuando se cruzaban con ella por la calle. También le dedicaban apelativos cariñosos: puta, golfa, mujerzuela, furcia, guarra, pelandusca, perdida, zorra, y otras lindezas por el estilo. Agathe —que ése era su nombre de pila— hacía como quien oye llover. Después de todo, acabada la guerra, hubo quien recibió medallas sin haber hecho ni la mitad que ella. Seamos justos. ¿Quién es capaz de dar su cuerpo y su calor, aunque sea a cambio de unas monedas?

En 1923, Agathe Blachart atrancó los postigos, echó la llave a la puerta y, ligera de equipaje y sin despedirse de nadie, se marchó a V. en el coche de línea. Allí cogió el expreso a Châlons. En Châlons, hizo trasbordo al de París. Tres días después estaba en el Havre, donde embarcó en el Boreal. Dos meses más tarde, ponía pie en tierra australiana.

Los libros dicen que en Australia hay desiertos, canguros, perros salvajes, inmensas llanuras, hombres que aún parecen vivir en la edad de las cavernas y ciudades nuevas como monedas recién acuñadas. No sé si será verdad. A veces los libros mienten. Lo que sí sé es que, desde 1923, en Australia tienen a la viuda Blachart. Tal vez volviera a casarse allí. Tal vez incluso tenga hijos, o un negocio. Tal vez todo el mundo la salude con respeto, sonriéndole afablemente. Tal vez haya conseguido, poniendo océanos de por medio entre nosotros y ella, olvidarnos completamente y volver a ser una mujer inmaculada, sin pasado, sin penas, sin nada. Tal vez.

Sea como fuere, lo cierto es que la tarde en cuestión no todos los heridos se encontraban en su casa. Muchos merodeaban por las calles, que estaban de lo más animadas, la mayoría borrachos como una cuba, formando corros, metiéndose con la gente, vociferando y vomitando. Así las cosas, llega Joséphine con su carretón y, para evitarlos, decide dar un rodeo y, en vez de bajar la calle Pressoir, continúa por Mesiaux, rodea la iglesia, sale por detrás del ayuntamiento y se dirige hacia el cementerio y su chabola. Opta por bordear el pequeño canal, aunque sabe que el camino es un poco más largo, aunque lleva el carretón y, lleno como va, sabe que le costará. Aunque el desvío le suponga andar un kilómetro más.

Hace frío. El hielo hace crujir el suelo. A Joséphine se le ha acabado el frasco de aguardiente y le moquea la nariz. En el cielo azul grisáceo, la primera estrella pone un clavo de plata. El carretón tritura la costra de nieve helada y las pieles están tiesas como planchas de madera. Joséphine se lleva la mano a la nariz para quitarse la moquita. Y de pronto, en ese preciso instante, a lo lejos, a unos sesenta metros, ve, sin posibilidad de error —ella lo jura y lo perjura—, a Belle de Jour, de pie, inmóvil junto a la orilla del pequeño canal, hablando con un hombre alto que se inclina ligeramente hacia ella, como para oírla o verla mejor. Y ese hombre, ese hombre vestido de negro, muy tieso en mitad de la tarde de invierno que acaba y se dispone a hacer mutis por el foro, es el Fiscal. Pierre-Ange Destinat en persona. El mismo que viste y calza. Palabrita del niño Jesús. Él. Con la niña, casi de noche. Solos. Los dos. Él y ella.

Aquel encuentro al anochecer dejó petrificada a Joséphine. No dio un paso más. ¿Por qué? Porque no. Si tuviéramos que justificar todo lo que hacemos, cada gesto, cada pensamiento, cada movimiento, no acabaríamos nunca. De modo que ahí tenemos a Joséphine en plan perro de muestra —¿qué tiene de extraño?—, aquel domingo 17 de diciembre, con la noche encima, y todo porque acaba de ver, justo delante de ella, y con la que está cayendo, al Fiscal de V., de cháchara con una flor nueva, en cuyo hombro posa la mano… Sí, eso, lo de la mano en el hombro, también lo jura. «A sesenta metros, en la oscuridad, una mano en un hombro, estando borracha como una cuba… ¿Nos quiere tomar el pelo?», le soltarán durante el interrogatorio. Pero de eso ya hablaremos. Joséphine se mantiene en sus trece. Era él. Era ella. Y hace falta algo más que un par de tragos de aguardiente para hacerle ver visiones.

¿Y? ¿Tiene algo de malo que Destinat y la florecilla estuvieran de charla? Él la conocía. Ella lo conocía a él. Haberlos visto en el mismo sitio en el que a la mañana siguiente la encontrarían estrangulada, ¿qué prueba? Nada. Nada o todo, según.

Ya no se oía ningún ruido en el dormitorio. Tal vez Clémence se hubiera dormido. Y la criatura, en su vientre, también se habría dormido. Joséphine había acabado de contar su historia y me miraba. Yo veía la escena que acababa de describirme. Belle de Jour había abandonado la sala en silencio, con la ropa empapada pegada a su delgado cuerpo de hielo. Me había sonreído y había desaparecido.

—¿Y después? —le pregunté a Joséphine.

—Después, ¿qué?

—¿Te acercaste a ellos?

—No estoy tan loca… Al Fiscal, prefiero verlo de lejos.

—¿Entonces?

—Entonces me fui por donde había venido.

—¿Y los dejaste allí, sin más?

—¿Y qué querías que hiciera? ¿Que fuera a llevarles un candil, o a encenderles un brasero?

—Y la niña… ¿Estás segura de que era ella?

—En fin, digo yo que niñas con una caperuza amarilla como un huevo no te las encuentras en cada esquina, ¿verdad? Además, estaba harta de verla entrando y saliendo de casa de su tía. Era ella, créeme.

—¿Y qué haría a esas horas en la orilla del canal?

—¡Lo mismo que yo, puñeta! ¡Evitar a los soldados! No tenía más que andar otros doscientos metros para salir a la plaza y coger el coche de las seis… Oye, tío, ¿tendrás algo de beber? Con tanto hablar, se me ha resecado la boca.

Saqué una botella, dos vasos, queso, una longaniza y una cebolla. Bebimos y comimos en silencio, sin decirnos nada. Miré a Joséphine como para ver a través de la escena que me había descrito. Mordisqueaba como un ratón y bebía largos tragos de vino haciendo chasquear la lengua. Fuera, la nieve caía con fuerza y chocaba contra los cristales de la ventana como si quisiera escribir palabras que se deshacían apenas formadas y fluían en insípidas líneas, como lágrimas por una mejilla ausente. Las calles se convertían en lodazales. El hielo recogía sus oropeles y todo se reblandecía. La mañana tendría cara de barro y agua turbia. Cara de comicastra después de una orgía.

Era tarde. Puse un colchón y unas mantas en un rincón de la cocina. Había conseguido convencer a Joséphine para que me acompañara a V. y se lo contara todo al juez Mierck. Saldríamos al amanecer. Se quedó dormida como una bendita y empezó a murmurar en sueños, pero no entendí lo que decía. Los cañones gruñían de vez en cuando, pero sin convicción, solamente para recordamos que estaban allí, como una campana del mal.

No me atreví a entrar en el dormitorio. Tenía hacer ruido y despertar a Clémence. Me acomodé en el butacón, que conservo y que a veces comparo a una gran mano en cuyo blando hueco me acurruco, y estuve un rato dándole vueltas a todo lo que me había contado Joséphine. Luego cerré los ojos.

Nos fuimos al amanecer. Clémence se había levantado y nos había preparado una cafetera humeante y una botella de vino caliente para llevar. Nos acompañó a la puerta, se despidió de nosotros con un leve gesto, y a mí, a mí solo, me dedicó una sonrisa. Di unos pasos hacia ella. Me moría de ganas de besarla, pero me dio vergüenza hacerlo delante de Joséphine. Así que le devolví su gesto. Y eso fue todo.

Desde entonces, no ha pasado un solo día en que no haya lamentado ese beso que no le di.

«Buen viaje», me dijo. Fueron sus últimas palabras. Y son mi pequeño tesoro. Aún las tengo en los oídos, intactas, y las hago sonar todas las mañanas. Buen viaje… Ya no recuerdo su rostro, pero recuerdo su voz, lo juro.